Ensayo

Notas sobre el diván

Si hay un consenso popular sobre la medicina moderna, es que su objetivo debe ser curar enfermedades. No hablemos de aliviar el sufrimiento, prolongar la vida de los moribundos o acabar con su agonía. Tampoco nos pronunciemos sobre las vacunas, los antibióticos y los analgésicos; así se enardecen los debates. El anarquista Iván Illich publicó Némesis médica en 1974 para denunciar que la práctica médica puede dañar la salud. Los antropólogos médicos nos han advertido de la medicalización de la vida desde hace décadas. Y, aunque muchas personas asumen que el movimiento antivacunas está conformado por una muchedumbre inculta y bruta, entre sus defensores hay médicos como Andrew Wakefield, hoy famélico de credibilidad.  

Hablemos de cosas más lindas, como la curación. La curación es una fiesta. La celebran pacientes, familiares y amigos que cabecean en la sala de espera sobre vasos de café quemado. Un cirujano soporta con sonrisa que su paciente exclame “¡Esto fue obra de Dios!” al salir de la sala de operación, como si Jesucristo le hubiera arrebatado el bisturí para ejercer la intangible ciencia del milagro. Sabe que lo colmarán a él de chocolates, frutos secos, botellas de vino y —según me han contado— una pistola Colt envuelta en satín. 

Presenciar la curación intensifica la confianza en la práctica médica, la ciencia y el sentido del quehacer profesional. Esto no quiere decir que un niño sin cáncer vuelva más atractivo al médico, pero sí que su sanación cumple una función elemental: lo legitima. Cuando da de alta a su paciente, el médico confirma que es un especialista.

No es de extrañar que miembros de la comunidad médica desconfíen de prácticas cuyos métodos y resultados son invisibles, como el psicoanálisis. Su duda es hasta deseable. La universidad debería enseñar, ante todo, a sospechar y a reconocer charlatanes. Y sabemos que en el psicoanálisis abundan los charlatanes. Hace días leí una entrevista, fechada en 1989, donde preguntaban a cuatro psicoanalistas si sus pacientes expresaban distintos problemas sexuales en ese momento, en contraste a cuando ellos comenzaron a ejercer. Una psicóloga respondió:

El lugar del sexo […] sigue siendo, como antes, un territorio de anhelos desconsolados. Desconsolados desde que la palabra arrancó los cuerpos del seno de la Naturaleza y los condenó al amor y a la muerte. Desde que la palabra estropeó la carne, como diría Mishima, y la arrojó al tumulto de las pasiones humanas. 

No sólo nos dejó con un gran signo de interrogación, sino que también aprovechó para llevarse de encuentro a Mishima. Total, los muertos no se quejan. 

II


En la colonia xxx hay una casa que visito desde 201x. Una vez a la semana, camino cuesta arriba por la jacarandosa calle xxx y me detengo frente a un alambrado cubierto de trepadoras. Por la ventana se asoma un pastor alemán con las orejas al aire, juicioso y vigilante. K. atiende el timbre y abre la reja chirriante. Hola, pasa, pasa. La banqueta conduce a un zaguán veterano. Un día triste sepultaron los helechos y los rosales en macetas de piedra, arrancaron el césped, tendieron una cama de cemento y estacionaron el auto que comenzó a liberar un tufo a gasolina. 

La costumbre dicta que debo virar a la izquierda, girar el picaporte de la única puerta a la vista, y esperar que K. entre tras de mí y cierre con pasador. 

Acostada en el diván, frente a una pared armada con acuarelas infantiles y pinturas abstractas, caigo en la tentación. Imagino que uno de los cuadros es una avenida vista desde el piso diez de una secretaría de gobierno: los autos aceleran y se funden con el borrón rojo del semáforo; siluetas grises caminan agotadas hacia su fonda de siempre, saboreando con anticipación el plato de arroz con huevo y los chismes de la oficina. La pintura basta para que recuerde los pilares de la burocracia: la jarra de agua del día, la aventura sexual con el compañero de trabajo y la hora de Luis Miguel. 

Debajo del cuadro hay una mesita de madera con figurillas, guardapelos y estuches metálicos que reflejan la luz de la tarde. Desvío la vista del techo a los cuadros a los objetos mientras anudo mis manos y juego con mi liga del pelo. Pienso cómo sería tomar terapia en un tejabán, con la mirada fija en una pared atestada de útiles sartenes y ollas de hojalata, tal vez con un sencillo calendario de carnicería (vaquitas pastando), o de taller mecánico (mujeres rubias de senos redondos posando en traje de baño).

Si fuera más consistente, escribiría un artículo sobre la disposición de los muebles o sobre esta pintura, es decir, “El materialismo en el proceso psicoanalítico: Las implicaciones del orden espacial y las condiciones materiales de un consultorio personal en la Ciudad de México”. O algo así.  

III


En su perfil profesional, K. menciona que es especialista en trastornos de la personalidad, adicciones, sexualidad, intervenciones en crisis, depresión neurótica, desorden de ansiedad por separación, terapia familiar y más temas que googleo un viernes por la noche. La visitan dieciséis pacientes por semana. 

Un mes después de haber regresado al consultorio, abandono uno de los sillones individuales porque el contacto visual con K. está entorpeciéndome. Me acuesto en el diván. Bienvenida, dice ella. Ese día comienzo escuchar que escribe a toda velocidad detrás de mí. Me pregunto si hacer apuntes en una sesión de terapia es, para la analista, tan esencial para retener información como lo es para un estudiante en la universidad. Escribe tanto sobre mí como escribí yo en una clase sobre la Revolución iraní. Nombres: Ayatollah Khomeini, Mossadegh, Reza Shah, Bazargan. Lugares, fechas, hechos. Su escritura frenética disminuye, y después de un rato distingo el sonido de un trazo lento y sostenido. Intento adivinar lo que dibuja.

A espaldas del diván y del sillón de K. hay un ventanal. A veces pauso la libre asociación porque Se compran colchones y el traqueteo de la camionetita exigen que me calle. Aunque va contra el objetivo del espacio, también me gusta cuando las personas pasan por la banqueta e irrumpen en el proceso. Mujeres le gritan a sus hijos, niños corren detrás de sus perros y sueltan carcajadas envidiables. Son las cinco y afuera la tarde transcurre con gozoso movimiento. Aquí hay tiempo suspendido, forcejeo mental y dos o tres ideas en el aire.  

Sigo: “He pensado que…”. Me irrito sola al enunciar que pienso y luego aclarar qué. Hablo y hablo y hablo: la charlatana soy yo. A veces K. responde sorprendida, o se ríe. Cuando permito que el silencio se apodere de la habitación, pregunta despacio:

—¿En qué te quedaste pensando?

Me tomo mi tiempo para contestar. Recuerdo al niño de “Tachas”, el cuento de Efrén Hernández, que mira a través de un agujero triangular en la puerta de su salón de primaria y, en lugar de atender al maestro, contempla las nubes que pasan y se disipan. El niño Juárez, sin duda un monje en formación, presta más atención al silencio que al parloteo educativo:  

No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

IV


Después de septiembre de 2017, después de escuchar varias veces la alerta sísmica, subir corriendo a la azotea de un edificio de nueve pisos, sentir cómo se tambaleaba el mundo y presenciar cómo mi vecina tenía un ataque de pánico, empecé a soñar con temblores. Quisiera saber si alguien ha levantado una encuesta sobre sueños chilangos después de los dos 19 de septiembre. Aunque le creo al profesor que me aseguró que no existe la interpretación general de los sueños, sino que aquéllos cobran significado en cada cabeza, me muero por leer una historia local de las pesadillas. Una historia de las pesadillas urbanas.

V


La paciente de psicoanálisis recita su dolencia y pide alivio. Al igual que los superhéroes y los villanos, la paciente tiene una origin story que explica por qué decidió iniciar el análisis. Perdió a un ser querido. Se separó de su pareja. La asaltaron a punta de pistola. La violaron. Su hija o hijo desapareció. También hay pacientes, los menos, que son la otra cara de la moneda: ellos han violado, asesinado o amedrentado. En la sesión 1, la paciente suelta información de sopetón. La analista escucha, a sabiendas de que no ha llegado el momento de internarse en lo que en verdad importa, apenas de rascar la superficie del sueño que ella tuvo ayer. 

En la administración pública le llaman bomberazo al deber urgente que paraliza las actividades cotidianas. La caída de la línea 12 del metro, por ejemplo. La línea 12 capturó la atención de incontables políticos y servidores públicos por meses. Mientras la televisión transmitía imágenes del vagón desplomándose en avenida Tláhuac, tras bambalinas la función pública suspendía sus labores ordinarias y comenzaba a atender el desastre. La mitigación llega con los meses. Los periódicos continúan imprimiendo noticias; a una tragedia la sucede otra, sobre todo en este país. Para los familiares de las víctimas y los sobrevivientes, el fuego nunca se extingue.

Paradójicamente, para que el proceso psicoanalítico nos lleve hacia algún lado hay que esperar que el bomberazo propio se apague. Lo último que nos hizo sufrir debe ser tan relevante como habernos raspado la rodilla a los once años. Como cáscara de naranja el dolor adelgaza, se endurece y se hace polvo, y al fin podemos mirar hacia atrás. El análisis no curó, sino el tiempo.

VI


Cuando paso la sesión 10 en el consultorio de K., y creo que ya no tengo nada que decirle, empiezo a contarle lo que estoy escribiendo. De pronto, sin saber bien cómo, convertimos el consultorio en taller literario. Ella repite la trama, el narrador y los personajes; interpreta. Pienso pedirle que señale las deficiencias de la historia y que me diga si le aburre. Lo mejor que puede ocurrirte en una sesión de psicoanálisis es sentir que te cae el veinte, que notas algo nuevo en lo que sale de tu boca. Pero en este momento la envidio a ella, receptora de tanta gente, y pienso que Augusto Bracho debió dedicarle su canción: Tú has escuchado más cosas/Que enfermeras y taxistas.

Ensayo

La separación de los amantes

El último encuentro es el espectáculo más dramático en la vida de los amantes. Debe ser porque el espacio entre dos cuerpos antes fundidos se antoja eterno, o porque es allí donde ambos firman un contrato silencioso que obliga al desconocimiento. A partir de ahora seremos dos extraños. Giraremos la cabeza si nos topamos en la calle. Callaremos si escuchamos el nombre del otro en una conversación. Olvidaremos lo que nos revelamos en la cotidianidad. La separación niega el pasado y un posible destino, se convierte en una violenta referencia de muerte. 

Imagino un desenlace. Mi pareja está en la última mesa de un café triste. Hay reclamos. Súplicas. Miradas cargadas de desprecio. La visión definitiva de una espalda yéndose: él ha echado a andar por fin. Dejó con crueldad su taza tibia, mancillada en los bordes, sobre la mesa. Un abanico solitario da vueltas en el techo. Imagino a la persona que se queda con el rostro sepultado en las manos, que a su vez imagina cómo cruje la grava bajo los pies del que se va, cada zancada más lejos. Es el ser abandonado, escribió Igor Caruso en La separación de los amantes, quien dota de sentido a la despedida y arrastra consigo el pesado cadáver del amante.  

Por lo menos algo se insinúa en esta postal: la fractura de los amantes inicia con la espalda. 

En la inolvidable escena del avión de juguete de Chungking Express, el policía 663, Tony Leung, pasa una tarde enclaustrado en un apasionado mundo privado con su novia, la aeromoza que eventualmente lo dejará. “What a difference a day makes” de Dinah Washington suena en el fondo. El policía 663 planea una réplica de avión en el aire sofocante; persigue a su novia por el diminuto apartamento entre risas, la empuja contra la pared, forcejean, se besan. Wong Kar-wai dirige con cuidado la escena icónica: ella esconde una sonrisa boca abajo en la cama, semidesnuda y sudorosa, mientras él acaricia el arco de su espalda con el avión. Un retrato perfecto de los amantes amándose. It’s heaven when you find romance on your menu, canta Dinah. La espalda es territorio de profunda intimidad y las despedidas ocurren porque la espalda existe. ¿Es posible dudarlo? Pues el día que ella se dé la vuelta y exhiba impúdica la parte posterior de su tronco, cuando lo prive de sus ojos crispados y de sus labios finos y arranque con la ligereza de una niña que corre hacia nuevas aventuras, él presenciará un adiós. 

Desde el psicoanálisis Caruso describió los mecanismos de defensa posteriores a la separación: agresividad, indiferencia, la catástrofe del Yo, odio, pulsión de muerte. Uno mata simbólicamente al otro para seguir viviendo; hay hombres que desplazan el afecto hacia una nueva pareja casi al instante, añadió. La aproximación de Caruso es esquemática, culta, masculina —no por nada dialoga con Freud y Marcuse— y estudiable. ¿Quiénes lo leen? Los psicólogos, sin duda. Sospecho que también lo leen personas abatidas, hombres y mujeres que han sufrido un desengaño o sobrellevan el final de una relación tormentosa. Si el lector que imagino atisbara de reojo La separación de los amantes en los estantes de una librería, en la mesa de recomendaciones, entre novelas y biografías aparatosas de pensadores y políticos, algo brincaría en su pecho. Poco importa si no comprende la contraportada. A sus ojos Caruso deja de ser un escritor oscuro y sofisticado y se convierte en un autor de autoayuda. Es decir, La separación de los amantes puede ser, al mismo tiempo, un libro de teoría y un “libro de Sanborns”; y, especialista o no, el lector que acuda al libro en busca de consuelo difícilmente lo encontrará. Para eso sería más útil recurrir a una cantina y escuchar a José José predicar que el amor acaba, el amor acaba, rodeado de una muchedumbre borrosa. (“Porque el sentimiento es humo/Y ceniza la palabra”). 

La hermosa Catherine Deneuve se topa con su primer amor en el final de Les parapluies de Cherbourg, el musical rosa de Jacques Demy. La guerra en Argelia impidió el futuro imaginado de Guy y Genevieve. Él partió con el ejército francés. Ella, tras descubrir que había quedado embarazada, se casó con un joyero parisino y dejó Cherbourg con remordimiento. Años después, Genevieve atraviesa los caminos nevados en un auto último modelo, ataviada con un abrigo de piel y tacones negros, en compañía de su tierna hija Françoise. El destino la detiene en la gasolinera que atiende Guy, quien vive con su esposa Madeleine y su hijo, François. Descubrimos que Guy y Genevieve eligieron el nombre que habían planeado juntos para sus hijos hipotéticos. Sus ojos se encuentran a través del vidrio y ambos se paralizan. Seguirán momentos incómodos, vacíos. Antes los amantes cantaron la balada romántica de Michel Legrand al separarse: No, jamás podría vivir sin ti/No podría, me moriría […] Mi amor, te esperaré toda mi vida. Y sin embargo aquí están. Ella no esperó a que él volviera de la guerra. Ambos han vivido, y felices, sin el otro. Cuando Madeleine expresa su inquietud y pregunta a Guy si ha dejado de pensar en Genevieve, él contesta con simpleza que quiere hacer su vida con una mujer, como si una las contuviera a todas. Desplazar al ser amado es otra forma de asestar el golpe fatal.

Genevieve llora en brazos de Guy el día de la despedida
El reencuentro

Pienso ahora en la separación de dos amantes que no se conocen. Amantes que se quisieron sólo un momento. Hay una doble sorpresa en atizar el fuego crepitante y verlo extinguirse sin más.

En “El beso”, uno de los cuentos más leídos de Chéjov, una brigada de artillería que se ha detenido en la aldea Mechtonki recibe una invitación para tomar el té. En casa del teniente general Von Rabbek los oficiales se revigorizan, beben, saborean platillos, contemplan a las damas perfumadas. El oficial Riabóvich, el más tímido de la brigada, bajo de estatura, más bien mediocre y gris, observa el cotilleo de la cálida tertulia con indiferencia. No se une al juego de billar, donde se han congregado los hombres, ni presta atención a lo que discuten las señoritas. En el cenit del relato, Riabóvich se interna por equivocación en un cuarto oscuro al deambular por la casa; una presencia desconocida lo recibe jubilosa en el umbral y le planta un beso fresco en la mejilla. La estrujante muestra de afecto tiene el efecto de un eficaz estimulante: después del beso la mirada de Riabóvich se agudiza. Lo inundan unas locas ganas de bailar y reír. Se enamora de la sombra que se lanzó a sus brazos y la echa de menos. El encuentro inesperado abre el panorama de Riabóvich. El mundo que conoció en el cuarto oscuro insinúa las pinceladas rojas que han estado ausentes en su miserable existencia: no es ya una mujer en particular la que lo hace sufrir, sino la certeza de haber vislumbrado un destino. 

 En On the beach at night alone, la película de Hong Sang-soo, el narcisista alter ego del director parafrasea al poeta coreano Park Chong-hwa para enmendar las cosas con su joven y rencorosa amante, a quien abandonó para volver con su esposa: “Déjalo ir. Un amor que sofoca debe desecharse. El anhelo que te oprime, friégalo, lávalo. El dolor incesante por la separación —y la angustia, más grande, por el encuentro—: déjalos ir. Échalos al viento”. Ella escucha indiferente con la mirada clavada en algún punto sobre su hombro. La hemos acompañado en una lenta travesía de amor, descubrimiento, despecho y dolor que culminó en odio. Es un odio palpitante, confuso y empapado de sufrimiento. No es odio. Son las bocanadas desesperadas de alguien que casi muere ahogada y se rehúsa a volver al mar, a considerarlo siquiera.

Más apabullante que el duelo y el olvido es la certeza de que todo es finito. “Es muy difícil sentirse sostenida en el mundo, en general”, me dijo una amiga la última vez que la vi. La elección del verbo sostener me atrapó e imaginé sus palabras escritas desde que las pronunció. Sostener en mí evoca literalmente a una persona refugiada en brazos de otra. No se esconde ni pretende que la lleven consigo; es un acuerdo tácito de intimidad. La interpretación freudiana sería que fuimos expulsadas del vientre materno y que a partir de ahí no hay refugio que se le asemeje. En una comparación atrevida y acaso repulsiva, la separación es ser expulsadas una vez y otra de la fantasía del retorno al vientre. El llanto del recién nacido y de la persona abandonada tienen eso en común: la separación es despertar otra vez en un mundo hostil.  

Orfeo y Eurídice fijaron la vara para medir las despedidas poéticas. En la secundaria versión de Ovidio, Orfeo descendió a las profundidades para recuperar a su amada Eurídice, muerta por la maliciosa picadura de una serpiente. En las tinieblas lo recibió Perséfone, quien aceptó retornar a Eurídice al mundo terrenal con una condición: que en el camino hacia la superficie Orfeo no girara la cabeza para mirarla. El héroe aceptó. Ascendieron. Pero antes de cruzar la laguna Estigia, donde Carón aguardaba en su barca para remarlos a la felicidad, Orfeo dudó por un segundo de la presencia de Eurídice, se giró y de inmediato ella se hundió en la oscuridad. Murió otra vez, narró Ovidio, y no se quejó de que Orfeo le hubiera fallado: ¿de qué podría quejarse, si la amaba así?

La pintura de Christian Kratzenstein ilustra el momento anterior a la metamorfosis de Eurídice. La ninfa, a punto de precipitarse y ascender en volutas de gas, extiende sus brazos hacia Orfeo por última vez. Sus labios entreabiertos sugieren un llamado, quizá el intento frustrado por pronunciar el nombre sagrado. No decirlo es igual a morir.