Narrativa

La rosa de Wittgenstein

Moritz Schlick esperaba solo y en el marco de la puerta del Seminario de Matemáticas de la Universidad de Viena, sobre la calle Boltzmanngasse número cinco y escondía su sonrisa parabólica y mecánica. Estaba tan emocionado que no podía pensar con claridad, su atención iba y venía como una onda en un plano cartesiano, quizás un coseno torcido, y su recuerdo más preciado de la niñez le asediaba. Pensó sobre cómo se sentía -algunos dirían que como niño en mostrador- cuando tenía cinco años y su papá lo llevaba a comprar reglas metálicas y otras herramientas de precisión. ¿Habrá algo más bello que un instrumento bien hecho? Todavía guardaba una colección de las reglas en el tercer cajón de su buró, a 13.00 centímetros de distancia de su cama, que hoy tendió con más velocidad que lo que acostumbra, así que tal vez quedó ligeramente arrugada. La dispersión de su pensamiento le angustiaba, pero no lo mostraría. ¿Leyó el Tractatus Logico-Philosophicus con suficiente rigor? Un ave azul, gris y gordo se posó sobre la puerta. ¿Cuál era la probabilidad A de que la paloma defecara sobre él? Quizás alrededor de 0.5% (P(A)=0.005), así que era estadísticamente insignificante y no ameritaba mayor preocupación. A pesar de ello, Schlick se desplazó horizontalmente 20.00 centímetros exactos en dirección opuesta a la paloma. Se tenía que concentrar. Después de todo, él lideraba el Círculo de Viena, el bastión del conocimiento que llevará a la humanidad a la era dorada de la ciencia y el progreso, de lo que se podía inducir que sus compañeros esperaban mucho de él, en especial Rudolf Carnap, que estaba absolutamente inmerso en la construcción de un lenguaje científico exacto para liberar al hombre de las cadenas barbarizadoras de la subjetividad y la emoción y, en su opinión, esta sesión les ayudaría a lograrlo. El Dr. Schlick le iba a preguntar a Wittgenstein sobre las estructuras lingüísticas subyacentes a su aproximación al abandono de la metafísica y cómo están emparentadas con la lógica formal simbólica, pero la formulación de la pregunta tenía que ser absolutamente clara hasta para el no-iniciado, porque iba a pasar a la historia, lo que implicaba concisión y transparencia absoluta.

Hacía frío en Boltzmanngasse 5, y Schlick ya quería entrar, porque sentía su nariz como un carámbano redondeado, pero sabía que tenía que esperar a Wittgenstein. Por supuesto que su pregunta tenía que ser enunciada en términos lógico-matemáticos, dado que Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. La paloma voló, y ahora había una nueva mancha blanca en el piso gris, a casi 10.00 centímetros de distancia del pie del Dr. Schlick. No sin alivio, Moritz siguió oculto en su pensamiento: debería encontrar la intersección entre el conjunto de preguntas que le quiere hacer a Ludwig Wittgenstein (A) y las preguntas que está dispuesto a responder (B), partiendo de un universo finito de preguntas que se pueden hacer, son formulables en términos lógicos matemáticos y vale la pena hacer (U). Entonces, tiene que hallar (A∩B). Esa es la forma más clara de expresarlo, pensó Schlick, pero pintar un diagrama de Venn nunca ha lastimado a nadie. Entonces Moritz (C) le va a preguntar a Wittgenstein (D) sobre su libro (E), pero ¿eso cómo se representa en términos formales? Schlick decidió regresar a su modelo de conjuntos, porque vio que su formulación no funcionaba, pero sabía que no se debía a una falta de inteligencia, puesto que tener el cargo titular de Ciencias Inductivas en Viena era una muestra irrefutable de rigor impecable y orden mental absoluto. Pero quizás por primera vez en su vida, Schlick no encontró confort en saberse inteligente y se tuvo que enfrentar a la agitación y el miedo.

Los ojos de Schlick vieron a una figura turbia a lo lejos. Se quitó los lentes y los limpió, mientras que Wittgenstein observaba con cuidado cada automóvil estacionado en la calle. Su atención era tan penetrante que parecía que intentaba memorizar el número de pernos que tenía cada llanta, lo que sería absurdo, ya que claramente él ya sabía cuántos eran. Schlick se puso los lentes y, ante el horror inminente de conocer a su héroe, empezó a preguntarse con obsesión si Ludwig ya lo había visto. De repente, Moritz observó que la cabeza de Wittgenstein se inclinó 45.73 grados hacia arriba y que portaba una sonrisa diminuta que no hacía que el hombre cincelado se viera más amigable, especialmente porque sus pómulos filosos y su cabello perfectamente corto siempre la daban la impresión a los demás de que Ludwig era mucho más serio de lo que era en verdad, y eso le molestaba un poco. Moritz sintió como si el tiempo se alentara y comenzó a contar milisegundos. Ludwig continuó caminando con movimientos abruptos y cargando un cono pequeño que se mantendría, hasta mucho después, fuera de la atención del profesor Moritz, ahora petrificado por la mirada fija de Wittgenstein, lo que hizo que se sintiera como si algo dentro de él (que algunos llamarían alma, pero él no lo haría, porque Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico) era arrancado de su cuerpo con violencia, sólo para ser consumido por un abismo frío y ser analizado después por Wittgenstein. Moritz sintió cómo los escalofríos cubrían su piel a un ritmo que crecía geométricamente. —H-H-Herr Wittgenstein— tartamudeó. —Wilkommen, wilkommen— dijo, mientras abría la puerta con diligencia. Obtuvo una respuesta, pero, a pesar de su decepción, le fue ininteligible porque le urgía entrar al calor del seminario de matemáticas y su angustia lo hizo temporalmente mudo. Dirigió a Wittgenstein a la sala en la que iba a hablar, aquella donde Rudolf Carnap ya esperaba sentado, esperando y listo para emitir juicios. Moritz pensaba sobre cómo ya era demasiado tarde como para pedirle a Wittgenstein que repitiera lo que dijo, pero que también era demasiado tarde como para responder con cualquier cosa que no fuera sonreír y asentir; en su lugar, decidió repasar y ensayar su pregunta dentro de su cabeza —Herr-Wittgenstein cuál-diría-usted-que-es la-estructura-lingüística-subyacente a-su-aproximación-al-abandono de-la-metafísica- y-cómo-está-emparentada-con la-lógica-formal-simbólica?— y logró sentirse reconfortado por su inteligencia y precisión. Su prestigiosa escuela del pensamiento (y él, por supuesto) eran testimonios del triunfo de la racionalidad sobre la emoción, de la Ilustración sobre el Romanticismo, de lo abstracto y general sobre lo concreto y particular y eran testimonios partícipes del glorioso avance del progreso científico. Ludwig estaba incómodo por tener que hablar en público, especialmente en Viena, donde los judíos como él no eran tratados mejor que en ninguna otra parte del mundo, pero su incomodidad comenzó cuando pasó frente el Musikverein y recordó a Gustav Mahler y sus horrendas composiciones, que siempre lograron perturbarlo. ¿Por qué se dedicaría uno a algo en lo que es tan deficiente? En el caso de Mahler eso era componer, porque su dirección era inmensurablemente superior a sus creaciones, y en el caso de Ludwig eso era la filosofía. Él hubiera preferido continuar trabajando solo en la construcción de la casa de su hermana, porque el techo del comedor quedó demasiado bajo, quizás por tres o cuatro centímetros, y nadie parecía entender la importancia de tener un techo correctamente alto sobre la cabeza, justo como nadie se daba cuenta de que, en lugar de estudiar filosofía académica, las personas deberían hacer algo valioso con sus vidas. Además que la ingeniería aeronáutica podría ser más útil y emocionante. Quizás estudiaría eso después. Moritz, todavía ensayando su pregunta y con el sentimiento recuperado de las reglas de metal, le mostró a Wittgenstein la plataforma en la que le tocaría hablar: tenía una mesa en el lado izquierdo con una silla detrás y una jarra con agua acompañada por un vaso vacío. Ludwig se detuvo ante la belleza del cuarto adornado con arcos y pinturas de trazos ligeros que dejaron una impresión tan profunda en él que le hicieron pensar en el hermoso retrato que Gustav Klimt hizo de su hermana para su boda. Ludwig estaba tan conmovido que sentía que se asfixiaba y deseó observar las pinturas con cuidado infinito.

Moritz se sentó junto a Carnap y el resto de sus cómplices y, con una mueca infantil, sacó su libreta de cuero y pluma. El momento había llegado: escribió “estructura lingüística subyacente”, “lógica formal simbólica” y “metafísica”, que después tachó. Vio como Wittgenstein tomó la jarra de agua y vertió su contenido en el vaso; el líquido era más denso y oscuro de lo que esperaba. Ludwig le dio la espalda a Schlick y el resto, abrió el paquete cónico y plantó en el vaso una rosa con delicadeza y decisión. ¡Qué precioso y abrumador era el contraste entre la suavidad de los pétalos color cardenal y la serenidad del tallo! Sin voltearse, buscó algo en el bolsillo izquierdo de su saco y extrajo un librito café. Moritz, que no había visto la rosa, sólo podía ver una “T” dorada en la portada del libro. ¿Por qué una “T”? El libro de Wittgenstein se llama “Logisch-philosophische Abhandlung”, pero es probable que haya traído la traducción al inglés “Tractatus Logico- Philosophicus”, que, después de todo, incluye el texto paralelo en alemán.

       ¿Iba Herr Wittgenstein a leer en voz alta una de sus siete proposiciones para después discutirla? Todas ellas eran resultados claros del glorioso triunfo de la racionalidad sobre la emoción. A Moritz le gustaban en particular las proposiciones 6.1251 (“Por eso, en la lógica tampoco puede haber nunca sorpresas”) y, por supuesto, el 7. (“De lo que no se puede hablar hay que callar”), porque él era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. Mientras tanto, Ludwig pensó sobre cómo lo metafísico y lo místico están más allá de lo expresable y sólo se pueden mostrar.  —Lo místico no es cómo es el mundo, sino el hecho de que es; que existe— se dijo en voz baja. Parecía que la fragancia de la rosa permeaba cada palabra que se fuera a decir en la sala y Wittgenstein abrió el librito, visualizó la pintura detrás de él y comenzó a recitar Gitanjali, de Rabindranath Tagore, con un impulso de pasión. Al mismo tiempo que Ludwig leía en voz alta, pero frágil, y corrían riachuelos fríos de sus ojos suaves, Rudolf Carnap se sintió cada vez más incómodo y tenso. Rudolf se enojaba y frustraba. Moritz estaba agitado y sin habla. Cuando acabó la declamación, hubo un silencio satisfactorio y sublime para Ludwig. Carnap estalló —¡¿Cómo te atreves a venir a nuestra sala a leer poesía?!— mientras que su cabeza en forma de tomate aplastado se enrojecía.  —Si piensan que esto no fue sobre el libro, entonces no entendieron nada— dijo Wittgenstein con una expresión calmada. Tomó la rosa y salió.