Poesía

celada

Por Camila Ponce Hernández

las defensas están tan cubiertas e hinchadas

como el vientre de una flor de magnolia –

rancios y sustentadores, los goteos de aire dan forma

a los pétalos para que respondan, una presión mantiene abierta

cada posibilidad, instando a ninguna – un empujón en otro lugar

se está aumentando alrededor de los tallos

que se encuentran encarcelados por los versos descoloridos

manchando sus túnicas – ahora fundidos hasta

recuerdos transmitidos a través de un impulso

que favorece lo que se desintegra, a través de las abejas –

los entrantes zumbidos amarillos se cuelgan al desastre,

los olores les dan indicaciones atenuantes de donde

y cuando girar – encontrar la yema y morder y no hacer

espacio para un altar marmoleado de miel – dulces pegajosos,

ellos piensan que pueden curar los cuerpos,

reparar sus camisas o enhebrar sus vestidos con la arrogancia

que cuelga en la niebla pálida y seca, agarrando

al bien a través de las sombras,

y las otras imitaciones mortales.

y se aferra a sus contornos,

puntuados por el pesar intrincado en el acto de resistir al sol –

los invasores exageran su hambre, (sin tiempo para respirar) distanciados

cuando no están unidos, sin brazos (sin tiempo)

para alcanzar la amplitud de un espacio sensorial

que golpea, acelera, y tira (para respirar) en todas direcciones

por brisas inconmensurables, como rastros grises de ira

que obstruyen las vías respiratorias de un cielo lamido

en su estado más sombrío – los oyentes heridos se asombran al escuchar

la letra, sus alas de gasa rozan las llantas

de las seminubes en la industria sin pasión,

mirando lo mundano y traduciéndolo en tesoro – desde arriba

las tragedias son particulares

y pequeñas, unos acabados de la sabiduría – en el aire

el ojo de la abeja encaja el mosaico que murió

en picadura.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Ensayo

Un libro cerrado

I

Encima de la cabecera de mi cama, a poco menos de medio metro de mi almohada, descansa la edición de Penguin Modern Classics de la Metamorfosis de Franz Kafka. Resulta sorprendente pensar que ese volumen pequeño con su lomo y contraportada celestes, letras negras sin patitas, y la imagen de un martín pescador, una flor y sombras en la portada incluye la novelita de Kafka y decenas de ficciones más o menos cortas. ¿Cómo entender que adentro nos espera un vendedor que despierta una mañana convertido en escarabajo[1] y que está más preocupado por su trabajo que por su nueva condición? La sorpresa es bien merecida, sobre todo porque revela un engaño: el libro cerrado no contiene nada de eso, Gregor Samsa no está ahí. Esto se debe a que el texto, aquel conjunto de puntos y líneas negras sobre un papel color crema, no es la literatura.

Imaginemos que llegamos al museo Belvedere en Viena y encontramos que todos los Klimts y Schieles están cubiertos con mantas de seda negra. Salvo que rechacemos la realidad de lo perceptible,[2] pensaremos que las pinturas están detrás, que existen en toda su materialidad y los trazos de esos pintores austriacos se mantienen intactos e invisibles. Tampoco hay razón para dudar que ahí estén las hojas de oro que utilizó Klimt, los cuerpos ligeramente contorsionados y alargados de Schiele, etcétera. Podríamos valorar incluso cuánto cuesta o costó el cuadro no visto. Pero en ese momento, esos cuadros tapados no existen como arte.

Los tres grabados de La gran ola de Kanagawa de Hokusai que tiene el Museo Británico suelen estar fuera de exhibición. El objetivo detrás de eso es preservarlos con todo el cuidado posible y evitar que la luz los deteriore. A pesar de ello, la tienda del museo vende calcetines, llaveros, aretes, postales, cuadernos, termos y otras reproducciones de La gran ola. Los grabados guardados existen como símbolo de poder, como mercancía, como un signo y tesoro nacional, como una causa de prestigio, existen en todos los niveles menos el único que verdaderamente importa. Las obras de arte necesitan de su materialidad y la trascienden: sólo existen como tal cuando alguien las contempla.

II

Esto quiere decir que hay que admitir distintos niveles de significación, cada uno con sus capacidades y limitaciones. Por más que nos enredemos en neurociencia al explicar que los bebés liberan feromonas que hacen que los queramos proteger y que disfrutemos abrazarlos o cargarlos, no podríamos estar más lejos de entender la experiencia inmediata de cargar un niño. El arte funciona de una manera análoga, requiere de capas interiores de significación para existir, pero quedarnos en ellas sería equivalente a no entender nada.

La obra literaria existe en su recepción, que depende de condiciones materiales, sin importar si es de transmisión oral o escrita, y éstas a su vez suelen reproducir un texto original. Tomemos como ejemplo King Lear: hay dos textos distintos, el Folio, que es la reproducción de las obras completas de Shakespeare, publicadas en 1623, y el Quarto, de 1608. El primero tiene una centena de líneas ausentes del otro, y el segundo contiene tres centenas que no corresponden con nada del primero. El texto podría ser un facsímil de alguno de los dos, una versión con ortografía contemporánea, o una traducción. Hay diferencias en el tamaño de la hoja y de la fuente, la distribución en la página, que puede ser rugosa o lisa, opaca o transparente, y el libro puede ser de pasta dura o blanda. Todo eso importa, determina, por ejemplo, si podemos leer el libro caminando, si lo podemos sacar de donde vivimos y llevarlo a un parque o café o qué leemos inmediatamente antes de voltear la página. También hace que haya ediciones más fáciles de subrayar o anotar con lápiz y otras que requieren de todos los cuidados. Cada variante cambia la forma en la que el texto significa y lo experimentamos.

III

Además de las condiciones materiales, mi mundo afecta al arte. Para mis amistades inglesas, la crueldad de los eventos de King Lear parece algo tajantemente distante. Ese nivel de violencia se entiende como algo sacado de un pasado brutal en el que las personas escogían entre asistir a las ejecuciones públicas o ver cómo le arrancan los ojos a Gloucester y cómo Lear pierde todo hasta morir, solo, demente, con el cadáver de la única hija que lo quiso entre los brazos.

            Yo crecí en el México de la guerra contra el narcotráfico; lo más violento de la obrapodría salir de una nota roja del puesto de periódico a una cuadra de la casa de mi abuela, o en la esquina contraria a mi primaria. Y, digamos, ¿qué tal que alguien lo lee porque es el libro favorito de una persona que le atrae y que los ingleses lo leen porque lo estudian en la preparatoria? ¿Y si otra persona lo hace porque cree que así entenderá mejor la vanidad o los límites del lenguaje? King Lear sólo existe en la unión de todas las capas de significación, que serán distintas en cada lectura, y que involucran todas las condiciones (históricas, culturales, sociales, etcétera) que afectan mi experiencia. El libro cerrado no es nada más que un objeto y una posibilidad. Una cosa es mi mundo y otra el arte.

IV

¿Cómo podemos seguir con nuestras vidas después de escuchar La muerte y la doncella de Schubert, a Janis Joplin, o ver un Goya? Salvo que caigamos en un quijotismo profundo, necesitamos transitar entre el arte y nuestro mundo, como sea que lo experimentemos. La mayoría de las personas lo hacemos: salimos de la sala de conciertos, nos quitamos nuestros audífonos, salimos del museo y vamos a tomarnos un café malón con una persona que apenas conocemos; hablaremos del clima y de nuestros hermanos, lo que sea. Sin la transición, el arte sería una forma de muerte, tan definitiva, pero para nosotros es algo que significa, sentimos y pasa: está más cerca de la vida.

La transición no es tan sencilla cuando la obra nos toca o abruma, mucho menos cuando nos perdemos en ella. En algo se parecen cerrar un libro que en verdad nos absorbe, despedirse después de una conversación larga, profunda, y tener una experiencia mística. En el arte, el amor y la mística (tal vez caras distintas de lo mismo, indecible), uno no puede situarse en su mundo, nos quedamos perplejos ante cómo brilla hermoso en su enorme indiferencia. La obra afecta a mi mundo. Antes de la literatura, el libro cerrado es sólo un objeto y una posibilidad; después de la literatura, lo es todo.

V

El arte, a pesar de existir en comunión con la subjetividad de la persona que lo contempla, es capaz de crear puentes con otras subjetividades. Un par de horas antes de escribir estas líneas, dos amigas y yo conversamos brevemente en la sobremesa sobre el primer sueño de Raskólnikov. Me parece fascinante que compartiéramos el interés y el dolor producido por el mismo episodio corto de una novela de más de seiscientas páginas. Aquello de una obra que nos llama la atención dice mucho sobre nosotros.

En la primera parte de Crimen y castigo, Dostoievski narra que Raskólnikov sueña que tiene siete años y ve a una multitud intoxicada con su propia crueldad matar a golpes y varazos a una yegua vieja. El niño está lleno de compasión y abraza al cuerpo inerte, lo besa. Leímos distintas traducciones en momentos específicos y desde experiencias diferentes, pero nuestra conversación supera ese atomismo, como si no existiera. Las tres personas compartimos una conexión, breve o no. Ese es el lugar en el que el arte deja de estar situado en nuestro mundo para convertirse en parte de él, aquella continuación de la obra, varias veces distinta, que sucede cuando los libros cerrados nos acercan al otro.

Brighton, 2021


[1]A pesar de que solamos imaginar a Gregor Samsa como una cucaracha, la palabra que utiliza Kafka es Ungeziefer, un insecto entendido como una plaga. Vladimir Nabokov, que a final de cuentas dedicó una buena porción de su vida a estudiar mariposas y sabía mucho más de insectos que cualquier persona que conozca, argumentó convincentemente que Samsa es un escarabajo en sus clases de literatura europea.

[2] En cuyo caso toda la discusión sería ociosa.


Armando Gaxiola (Ciudad de México, 1999) estudia letras inglesas en una ciudad amurallada. Le gusta el té, la música y la literatura de los dos extremos de la modernidad. Twitter: @gaxioar

Poesía

Kaddish, de sam sax

Versión de Rodrigo Círigo

“Lloro. Pero conozco

la vanidad del llanto.”

Robert Hayden

y así de repente el primer chico que besé ha muerto / como cuando arrancas el vestido

de un maniquí y no hay nada debajo / un hombre que sólo se convierte

en el espacio que abandona / una herida punzante en el tapiz

de mi juventud / acomodé sus fotos en el lavabo

del baño y me rasuré en la oscuridad / intenté que su contorno

apareciera / en mi espejo / tal como era entonces / el primer chico

que quise y me quiso también / me enseñó que merecía

un pensamiento tan simple como el hambre / que la palabra deseo

podía describir mi piel saturnina / lo que está muerto

no puede aparecerse en el pan / lo que tiene dueño nunca puede pagarse

/ en su lugar tengo esta deuda / soy demasiado pequeño para cargarla / quizá es

la herencia de mi mano / para tocar / mi luto / un par de guantes

que alzo en el espacio / delineo la cintura fantasma / oigo

su voz que susurra desde la oscuridad

te viniste en mi boca en un condón

en el clóset del conserje en el pasillo

de mi dormitorio en la universidad /

después / dije cristo en broma /

cristo / y te volviste pequeño / dijiste que jesús

era tu señor y salvador /

el primer chico que tuve en mi boca

tenía al señor dentro / así es mi suerte /

siempre a medio camino de la salvación /

serotonina salpicada de divinidad /

la hostia que se disuelve

sobre una lengua arrepentida / la lotería

que se gana con un billete perdido / la barrera que

hubiera sido mejor no tener

podía pagar el vuelo a nueva york

podía pagar las vacaciones

podía pagar una noche en un motel

podía conocer a un hombre con mi pequeño aparato

podía pedirle que trajera cocaína

podía llevarlo a mi habitación barata

podía ser miserable ahí con él

podía decirle tu nombre y él podía soportarlo

podía verlo partir una raya y convertirse en ti

pero sentarme en la iglesia / con tu familia

y que juzgaran cómo amaba

con semejante compañía / no pienso que no

no podría

                     soportarlo

dime

por

favor

cómo

se

supone

que

siga

sabiendo

que

estás

[             ]

la lujuria persigue el rastro del corazón en su

jaula subterránea de hueso / digamos que el edificio

de la sociedad de estudiantes era un laberinto

/ la noche que nos conocimos / digamos que eras el minotauro /

porque habías pasado más años viviendo como un monstruo

/ no porque yo también diera miedo /

un típico tauro / desesperado por un roce

que me transformara / digamos que sostuve la espada

y tú me recibiste desnudo dentro de ti / y fuiste

mi primera vez / lo que significa que algo murió

y renació / digamos que me rogaste

que cortara tu garganta y me arrastrara dentro de esa

herida resbaladiza / digamos que lo hice / digamos que morí

/ digamos que nunca te dejé /

de acuerdo con la autopsia / la causa de muerte / fue una sobredosis /

dosis del griego didonai dar // dar demasiado / sobredar /

darse // cuerpo abriéndose hacia lo desconocido / velo del cráneo levantándose /

inundando el cerebro de sangre / la cocaína viene de las hojas de la planta de coca

secas quebradizas / hechas polvo y espolvoreadas con limón // las mismas sustancias

alcalinas que se usan para acelerar la descomposición de la carne // después queroseno

en una lavadora / después ácido sulfúrico / después se mezclan otra vez / después se empacan

y se mandan a una planta procesadora / permanganato de potasio / después se envían

a través de un continente / después se pisan tanto que parece una danza / el panteón

de químicos y manos cercenadas / de heridas de bala y mulas con plástico en sus

estómagos humanos / él puso todo eso en su interior / él que no se quebraba /

él paradigma de promesas / él hermosura / con potencial que se extendía más allá del metal

y  el pentecostés / él que inhaló rayas hasta rayar en la eucaristía // taquiarritmia / hemorragia

cerebral / hipertermia // me pregunto qué encontraron / cuando lo abrieron / alas apuesto

/ apuesto que encontraron alas


sam sax es el autor de las colecciones bury it (Wesleyan University Press, 2018), que obtuvo el premio James Laughlin, y madness (Penguin, 2017), ganador de la National Poetry Series.


Rodrigo Círigo (Ciudad de México, 1992) obtuvo el primer premio del Concurso 39 de Punto de Partida, en la categoría de traducción literaria, con una versión al español de “Little Gidding”, de T.S. Eliot. Ha sido dos veces becario de la Fundación para las Letras Mexicanas para asistir al Curso de Creación Literaria, en la categoría de poesía. Actualmente es candidato a doctor en Sociología por la London School of Economics and Political Science, donde es editor de la revista New Sociological Perspectives. También es becario, en la disciplina de poesía, del programa Jóvenes Creadores de la Secretaría de Cultura (2020-2021).

Poesía

las cuatro paredes

Por Camila Ponce Hernández

el miedo entra por el oído; es más rápido que la vista

y la palabra. el oído, más allá de trazar una certeza,

es el órgano del cuerpo que encarna el secreto y la duda.

aguzamos el oído cuando merodea nuestras vidas

en silencio. escuchar podría ser entonces

abrirse a la contingencia – dejar que la otredad

más grande nos atrape.

en algún lugar del mundo escucharemos el estruendo

del fuego, sustancias innombrables rodeando nuestra memoria

como si ayer hubiese estado habitada por seres de luz.

cuando especulamos que el mundo esta embrujado,

queremos decir que aún no lo hemos traducido –

el leve pulso de un momento nos causa migrañas,

y el respirar fuera de la sombra es algo abrasivo para el ojo.

solemos soñar con lo que podría parecer si todo fuese inmutable,

si una palpitación de luz acariciara nuestras imaginaciones,

pero nunca estamos seguros de lo que es la memoria – dulce, ardiente,

gigantesca, silenciosa – el borrado largo bajo el viento que surge

tan infrecuente, que nos estancamos cuando llega

para que tenga algo que pueda sacudir, y se nos olvida

contemplar los ruidos de nuestros pensamientos,

conmocionados por el crepúsculo como transeúntes arrestados

cuyos secretos crecen en su ausencia. cuando hemos terminado,

el cuerpo se estará arrugando, ojos de tinta y una boca,

las laceraciones simples que nos dejan inseguros de nuestras propias

periferias – los ojos, estas diminutas fabricas del perdón,

¿a qué ritmo se depreciará nuestra maquinaria óptica mientras nos preocupan

estos rendimientos decrecientes a escala?

mis días, mis datos, ¿cuánto de la vida pierdo con los atardeceres?

y el tiempo se agota, como el deseo de la materia

de volver siempre al principio, de aprender

que escuchar es tentar lo otro – es coser

con los sentidos más sensatos

las heridas

de la exclusión.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Poesía

donde acaba el aliento

emerge en silencio

el instinto de la supervivencia  –

en la mañana, fue un beso

que cantaba con sed

unas variaciones sobre la tristeza:

una tarde de luz en el que el mar parecía

empedrado de aluminio, de peces sacados a flote

por un polvo triste que les soplaba por encima

como si fueran estrellas transitorias

que se cernían como velas moribundas

en la madrugada desencantada

por la claridad –

el tinte virgen de las aguas fue un engaño de purificación,

a ellas las vi extenderse en el capullo de la vida,

y desplegar sus alas – cual mariposa entretejida

por una caligrafía acuosa que buscaba

la libertad anhelada, tratando de despertar

más rápido que la mañana –

los últimos oropeles de un paraíso perdido

se desahogaron en líneas arenosas como el poeta

canta sobre el coral las maneras en la que se puede vencer el naufragio,

y poder ser árbol, y aferrar la vida en el tronco del viejo roble caído

y con su leña avivar el fuego, tembloroso de tanto frío –

cuando nació la luna, se dejó llevar por el aire,

por donde acaba el aliento, como un cuerpo ceniciento

que iba entonando notas luctuosas de un infausto lamento,

arrancando los últimos suspiros que paseaban radiantes

ante una luz solar inclinada al lado de las nubes deshilachadas,

y si tuviésemos la fuerza suficiente, podríamos haber corrido

de los espacios, de los huesos que a rabietas nos sostenían,

desprendiéndonos de nuestra piel como los tallos agrietados

de los girasoles que se agachan

a través de los conos de nieve, con un cadáver

a cuestas – y así la eternidad nos grita con burla,

que todo lo que somos, seremos también mañana.


Camila Ponce Hernández (2002, Anaco, Venezuela) estudia letras inglesas en York y escribe poesía bilingüe. Instagram: @milawritess


Banner: Fragonard, Jean Honoré. Mountain Landscape at Sunset. C. 1765, National Gallery of Art, Washington D.C.

Poesía

Elegía a mi gato

Por Juan Carlos Calvillo

A la manera de Edward Gardner

¿Es verdad que te fuiste, mi querido
compañero de juventud? ¿Es cierto
que te arrancaron de este fiel amigo
que te adoraba? ¿No te redimieron
tu gran benevolencia y devoción?
¿No hay más remedio que decirte adiós?

Si tengo que entregar aquí tu cuerpo,
ya rígido, aterido bajo el toque
de la muerte, yo sé que cuando menos
encontrarás reposo en este bosque
a la sombra del sauce, que te llora
y que guarda por siempre tu memoria.

Y no pienses que sólo por que dio
en el blanco la flecha del arquero,
ni porque al fin y al cabo consiguió
robarme el último de tus alientos,
olvida el corazón su deuda eterna
ni sepulta el cariño en esta tierra.

Si una lágrima exige tu recuerdo,
mi gatito, un caudal inagotable
brotará hasta regar este pequeño
sepulcro, la arboleda en la que yaces,
y el punzante dolor de la tristeza
habrá de transformarse en vida nueva.

Sabes que amé esta vida que vivimos
juntos, la procesión de las mañanas,
nuestro peregrinar aún dormidos;
sabes que fue un honor que ronronearas
con mis caricias, y que fuiste tú
quien me hizo digno de la gratitud.

Ya no deleitarán tus travesuras
cada día; ya no calentarás
nuestra cama las noches taciturnas
del invierno; ya nunca habrá un manjar
dispuesto para ti, como era antes;
ya nunca quedará más que extrañarte.

Y jamás volverá ya tu maullido
a derretirme el corazón, ahora
que el silencio se ha vuelto tu destino;
¡cómo me entusiasmaba oír sus notas
de ternura! ¡Qué gala de clamores
cuando llegaba a casa por la noche!

Te pido, por favor, no me condenes
si aquel infausto día yo no estuve
ahí, al lado tuyo, como siempre,
si no me despedí cuando aún el lustre
de una galaxia refulgía en tus ojos,
si no te acompañé y te fuiste solo.

¿Ya quién va a protegerme de ratones?
¿Quién va a leer conmigo en el insomnio?
¿Quién va a dejarme, como yo tus flores,
tributos a los pies de mi escritorio,
si ya no estás conmigo, mi gatito,
si ya se me acabaron tus suspiros?

Ahora es libre el gorrión de transitar
sin miedo los senderos del jardín,
y tu presa de antaño anidará
en tus ramas; también el colibrí
vendrá de cuando en cuando, y con el tiempo
empezará a confiarte sus secretos.

¡Adiós, Enano! Y que en la faz del mundo
todos los gatos buenos sean amados
como lo fuiste tú, y que en el curso
de su vida, una sola vez si acaso,
el hombre más afortunado alcance
a ser amado como tú me amaste.

† 16 de diciembre de 2020


Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.


Banner: Manet, Edouard. A Cat Curled Up, Sleeping. 1861, Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

Poesía

me voy para no regresar

el horizonte recoge hierba de entretiempo,
alzando lámparas verdes como lenguas de jade
con una luz que arrastra los sentidos


y hace saltar el corazón del musgo,
veo caer la hermosura de erguirse en la amargura de resistir

el regresar a esos llanos,


al musgo que se aferra a mi bandera:

en el amarillo del árbol que se traga

el sol y se despoja

del cielo enfurecido, del monedero de la luna llena,

encendiéndose por los caminos del llano – 

en un claro de patria donde abrazo mis dos hogares terribles,
rechazo la luz de la página desierta.

el azul es del mar que respira hondo, elogiado en su inmóvil libertad. arrastra sus piedras en la espalda de una nación, pero sus olas
tiemblan en protesta, cuentan hasta cien

y se retiran, recogen algas y arenas debajo
del bramido del árbol insomne.

y la paralizante lucidez de este mar


retiene sus tibias sinfonías
en la palma de mi mano.

el rojo el de mi sangre; mi sangre que ama

las tierras altas y las tierras dormidas,
un tatuaje de onoto y de azafrán que envenena la dulzura de los recuerdos,

las rodillas rozadas por una juventud inquieta,
peligrosa pero libre, libre pero malcriada,
manchada de rojo,


manchada por ocho estrellas falsas.


Camila Ponce Hernández (2002, Anaco, Venezuela) estudia letras inglesas en York y escribe poesía bilingüe. Instagram: @milawritess

Poesía

Dos poemas de Jorge Meneses

I.

Una casa es un muro que se prolonga

una enredadera que extiende su largo y verde brazo

y abraza el vacío de una habitación que no existe hasta entonces.

Una casa es una frontera al acecho de los bárbaros

que asoman sus caras barbadas a las puertas y ventanas

porque en la mesa hay pan caliente 

recién salido del horno de piedra.

Una casa es una caverna.

Una casa es una jaula para fantasmas 

que no renuncian a la esquina que los cobija

aves raras que no vuelan pero sí gritan.

Una casa es un muro largo 

que envuelve el cuarto de los niños

que no será nunca el cuarto de los niños

porque he renunciado a la paternidad.

Una casa es una afrenta a lo desconocido

mas detrás de sus murallas nada se conoce.

Yo no tuve casa.

Fui nómada.

El aire fue mi barca

y en mi espalda llevaba los fardos, la carga.

Apenas traspaso una puerta quiero irme.

Pero hay que casas que aprietan

que cazan

son animales salvajes que acechan en las esquinas

en la oscuridad de una calle tranquila.

Esta casa que habito me mantiene preso.

Trato de huir

pero cuando encuentro por fin la puerta

una suave voz advierte que llegue lejos

y el cemento se estira

pues una casa es un muro que se prolonga

que se prolonga

y sigue

sigue

sigue…

II.

Hay una herida abierta

y en la herida corre un río de aguas claras, limpias

y a manera de homenaje este río me lleva en hombros.

De mi frente brota la rosada flor

de fragancia deliciosa

que embriaga de alegría los corazones de los que están a la orilla

cantando en un idioma extranjero el encuentro fortuito.

Lágrimas salen de mis ojos y se vuelven río

y yo me vuelvo uno con el agua

un agua que limpia la herida abierta

un agua que se vuelve espuma, algodón de agua

un agua que se disuelve por fin en el estallido final contra la roca.

Que nadie sufra:

En el río permanecerán los pétalos rosados de fragancia deliciosa

escamas rosadas de una víbora diáfana que custodia mi herida abierta.

Cultura

Emily Dickinson: libre en cautiverio

Por Juan Carlos Calvillo

Lo que se ha dicho sobre el impacto del confinamiento en nuestras vidas ha sido ya tanto a lo largo de los últimos doce meses, y tan devastador, que me siento incapaz de darle a la gente querida unas palabras de aliento. Y, sin embargo, el objeto de mis estudios literarios durante más de una década ha sido la obra de una persona que vivió toda su vida adulta en un cautiverio semejante a aquel en el que vivimos ahora nosotros, y dado que la compañía es una de las cosas que más añoramos en este encierro, me parece buena idea, en vista de mi mencionada incapacidad, compartir un atisbo de la experiencia de esta escritora estadounidense. Me refiero, desde luego, a Emily Dickinson.

Son bastante conocidos algunos hechos, ya casi legendarios, relativos a su aislamiento: que a partir de los treinta años, más o menos, se retiró de la sociedad; que vivió prácticamente sin salir de la casa de su padre; que sus poemas no se descubrieron sino hasta su muerte en 1886, guardados en un baúl al pie de su cama; que vestía toda de blanco y que no hablaba con visitas más que a través de una puerta entrecerrada en la habitación contigua. Nadie sabe muy bien por qué decidió enclaustrarse y dejar de ver a la gente: algunos biógrafos suponen que padecía agorafobia, o epilepsia, o que sufría ataques de pánico; otros creen que fue una medida que adoptó luego de pasar por una experiencia traumática, en términos emocionales, alrededor del año de 1860. Hoy en día, la crítica cree mucho más probable que la decisión de recluirse fue, más bien, un ejercicio cabal del albedrío, una afirmación rotunda de su independencia. Emily Dickinson optó por el arte en lugar de la vida pública, o al menos de la vida convencional que se esperaba que vivieran las mujeres de su posición en la Nueva Inglaterra del siglo xix.

Lo cierto es que Emily Dickinson prefirió la privacidad (y la privación que viene con ella), y que en el aislamiento la poeta encontró una especie de emancipación que no habría tenido de otro modo. Como ella misma escribió en el poema 657, no es que viviera en el encierro, sino que el retiro fue para ella una forma de libertad. Les leo el inicio de ese poema en traducción mía:

La Posibilidad es mi morada –

una Casa más bella que la Prosa –

superior en Ventanas –

de Puertas – numerosa –

Ahora bien, es verdad que la casa de la familia tenía un jardín inmenso, y, como todos sabemos, eso hace un poco más llevaderas las cosas; pero, en todo caso, lo que importa es que el mundo de Dickinson fue siempre un mundo interior; un mundo en el que, por ejemplo, bastaba un libro para viajar a las tierras más lejanas (poema 1263), un mundo en el que no hacía falta más sociedad que uno mismo y su alma (poema 303), unos cuantos corresponsales y una consagración al poder humano del arte.

Digo lo del jardín de broma, aunque no tanto: claro, es mucho más fácil sobrellevar el encierro en un caserón enorme que en un departamento moderno. Pero lo digo porque Emily Dickinson desarrolló con ese jardín una relación de gran intimidad. Algunos de sus poemas se dan a la tarea de retratar el mundo natural, sus ciclos, sus habitantes y el asombro que le producen a todo aquel que está dispuesto a escuchar sus mensajes. No se trata necesariamente de la experiencia sublime, pero todos, en algún momento, nos hemos sentido en compañía de la naturaleza que nos rodea, y ése es un mundo que se revela sumamente ajetreado, el de las aves y las hormigas y las plantas, una vez que uno le otorga la atención necesaria. Por poner un ejemplo, así describe Dickinson el paso veloz de un colibrí por un arbusto; la estampa se ofrece en términos casi impresionistas (es mi traducción del poema 1463):

La Ruta de una Evanescencia,

con una Rueda giratoria –

la Resonancia de Esmeralda

y una Ráfaga de Grana –

y cada Flor en el Arbusto

se ajusta la Cabeza atropellada –

llegó – quizá – el Correo de Túnez,

un grato Viaje de Mañana –

Salta a la vista que el colibrí ni siquiera se menciona: lo que queda registrado es el efecto, la conmoción que provoca, el rastro color esmeralda y carmín que el ave deja impreso en las sensaciones. Y, sin embargo, la manera que tiene la poeta de concebir este acontecimiento repentino es ponerlo en términos humanos: habrá llegado “quizá – el Correo de Túnez”, el cartero de un país lejano. La personificación del colibrí le ayuda a comprender un suceso que en realidad ocurre mucho más rápido de lo que pueden procesar el ojo y la mente. Y cuando el mundo a nuestro alrededor se convierte en una especie de sociedad, cuando el colibrí es el cartero, cuando el sol desata los listones de las montañas, cuando uno se deja sorprender por la “asesina rubia” (que es como ella llamaba a la escarcha que mataba sus flores), quiero decir, cuando uno es capaz de sentir ese asombro frente un grillo o frente a la luz sesgada del invierno, uno nunca se siente en realidad encerrado. Como escribió alguna vez otro famoso poeta del mismo período y del mismo estado de Massachussetts, Henry David Thoreau: “¿Por qué habría yo de sentirme solo? ¿Acaso no está nuestro planeta en la Vía Láctea?”.

Con todo, Emily Dickinson nunca dejó de pensar en la severidad de su estilo de vida, en los sacrificios que exige la entrega absoluta a la poesía y la abdicación de todo lo demás. La privación es uno de los grandes temas de su obra. Hay poemas en los que la carencia, voluntaria o involuntaria, se entiende como la única forma de vivir y sentir la presencia; es decir, por vía negativa: uno aprende lo que es el placer sólo por medio del sufrimiento. Dicho en otras palabras, son la falta o la pérdida las que confieren significado a los breves instantes en los que existe gratificación. Hay un poema, por ejemplo, el número 67, en el que escribe:

El éxito estiman lo más dulce

los que nunca triunfaron.

Para entender el néctar se requiere

la sed y el desamparo.

Dickinson tenía una visión trágica no sólo del sufrimiento sino también del aprendizaje: en otro poema, incluso más explícito, que sólo voy a parafrasear, el número 167, la poeta afirma que el éxtasis se aprende sólo por medio del dolor, “como los ciegos aprenden [a valorar] el sol”, es decir, cuando es ya demasiado tarde para verlo con ojos propios.

Emily Dickinson era también muy consciente del dolor que provoca la decisión de renunciar. Uno de mis poemas favoritos habla precisamente de la renuncia como si fuera una virtud, como si hubiera una suerte de heroísmo en la capacidad de privarse uno de lo que anhela, y, sin embargo, el poema es totalmente fragmentario —estertóreo, diría yo— a causa del sufrimiento que le produce tomar esa decisión. Aquí, de nuevo, mi propia versión del poema 745:

Dolorosa Virtud – es la Renuncia –

Permitir que se vaya

Una presencia – a cambio de Esperanza –

Ahora no –

Sacarse una los Ojos –

El Alba solamente –

No sea que el Día –

El Gran Progenitor del Día –

Dispute la victoria

Renuncia – es la elección

en contra de sí misma –

para justificarse

una misma a sí misma –

cuando un propósito ulterior –

la haga parecer nimia –

una Visión Velada – Aquí –

Qué difícil es renunciar, “permitir que se vaya / una presencia – a cambio de Esperanza”, saber decir “Ahora no”, “justificarse / una misma” en nombre de “un propósito ulterior”. Creo que éstas son palabras que nos hablan directamente a nosotros, aunque no compartan exactamente el contexto en el que ahora nos encontramos. Y aunque sean palabras duras, también Dickinson sabía muy bien lo que es ese “propósito ulterior” por el que vale la pena la renuncia, el sacrificio, y tampoco de él apartaba ni la vista ni su pensamiento. Mencionó Emily al principio del poema anterior la palabra “Esperanza”, y termino este breve texto informal con un poema dedicado a ella, la esperanza entendida en esta ocasión como un ave que no deja de cantar. Es mi traducción del poema 254:

La “Esperanza” es el ser que tiene plumas –

y se posa en el alma –

y canta la canción sin las palabras –

y no cesa – por nada –

que más dulce – en el Vendaval – se escucha –

y sólo un turbión

resentido podría aturdir al Ave

que a tantos dio calor –

La he escuchado en tierras congeladas –

y en el Mar más extraño –

mas nunca, ni en Penuria, exigió

la miga – de mi Mano.

Espero que el canto de esta ave se escuche todavía, luego ya de tantos meses de confinamiento, y que, si alguna de estas palabras fue de utilidad, permitan ustedes que Emily Dickinson les brinde un poco de compañía en estos tiempos tan difíciles.

Ciudad de México

Abril de 2021


Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.

Poesía

Tres aproximaciones a la Noche transfigurada

Hay montañas de poemas que son traducidos y reproducidos exclusivamente para ponerlos en los cuadernillos de discos de música clásica o los programas de recitales y conciertos. Por dar un ejemplo, si quisieras tener en tus manos un poema de Schiller y lo buscaras en el Fondo de Cultura, Gandhi o el Sótano de Miguel Ángel de Quevedo, en la Ciudad de México, tendrías mucha más suerte comprándote cualquier CD de la novena sinfonía de Beethoven y sacando el cuadernillo dentro de la caja que buscando un libro. Sucede lo mismo con Friedrich Rückert, Willhelm Müller y muchos otros.

Como la mayoría de las demás víctimas de ese fenómeno, la obra de Richard Dehmel (1863-1920) sólo se ha traducido al español para incluirla en los programas que explican la música de otros. Sus poemas circulan mucho más como obras secundarias, accesorias a las canciones de Anton Webern, Richard Strauss y piezas de Arnold Schoenberg (entre varios), que como obras valiosas por sí mismas. Dehmel fue uno de los poetas más influyentes del modernismo alemán y sus textos son preciosos y provocadores: su ausencia en nuestros estantes es una lástima.

Llegué a Dehmel como la mayoría de los hispanohablantes: por la música que inspiró, en particular la Noche transfigurada (Verklärte Nacht) de Schoenberg, con la ironía de que no tiene ninguna de sus palabras. Durante los primeros meses de la pandemia, un buen amigo me prestó Leaving Home, siete dvds en los que Simon Rattle busca resumir la transformación de la música orquestal en el siglo XX. En el primero de la serie, Rattle habla sobre Schoenberg, su Noche transfigurada y el poema de Dehmel con el mismo nombre. Así sintetiza el poema:

 A woman is alone in the forest. She is pregnant. She meets her lover and tells him that she is carrying a baby which is not his, and in true romantic fashion, the tension is released in the man’s acceptance of this, saying that this child in your womb will become transfigured, and it will become the child of our love by this miracle.[1]

La corta narración de Rattle y la música —que es fantástica y sobrecogedora— bastaron para atrapar mi atención. Busqué el poema e hice una traducción sencilla. El momento es oportuno, porque a finales de la temporada 2019-2020 y a lo largo de la 2020-2021, las grandes orquestas no se han podido reunir en sus números usuales. La versión original de la pieza de Schoenberg, escrita en 1899, es para dos violines, dos violas y dos violonchelos. La revisó en 1917 y 1943, convirtiéndola en una pieza para una orquesta de cuerdas. Como no necesita muchos músicos, la Filarmónica de Berlín la tocó dos veces el año pasado, un número inusualmente alto. No es queja.

La idea central de la Noche transfigurada —que los vínculos afectivos y la compasión nos elevan a un nivel más alto de humanidad y son capaces de llenar de sentido a nuestra vida resuena especialmente con las carencias de nuestro largo aislamiento. Incluyo la traducción y mi versión favorita de la aproximación de Schoenberg, para sexteto de cuerdas.

Noche transfigurada (trad. Armando Gaxiola)
Mujer y mundo, Richard Dehmel, 1896
Verklärte Nacht (original)
Weib und Welt, Richard Dehmel, 1896
Dos figuras caminan por una arboleda fría y vacía,
la luna corre a su lado, ellas la miran.
La luna corre sobre robles altos.
Ninguna nube turba la luz celeste
que alcanzan los picos negros.
Habla la voz de una mujer:  

Concebí un niño y no es tuyo,
camino a tu lado en pecado.
Cometí una gran ofensa contra mí:
Dejé de creer en la felicidad,
pero tenía un anhelo intenso
de llenar mi vida de sentido, de alegría materna
y compromiso. Ahí cometí una audacia,
dejé que mi sexo, estremecido,
fuera tomado por un hombre extraño
y quedé bendecida como resultado.
Ahora la vida se vengó:
Ahora te conozco a ti, ay, a ti.

Ella avanza con pasos torpes.
Mira hacia arriba, la luna corre a su lado.
Su mirada oscura se ahoga en luz.
Habla la voz de un hombre:  

Que el niño que recibiste
no sea un peso en tu alma.
¡Ve con qué claridad resplandece el universo!
Es un brillo que rodea todas las cosas.
Flotas conmigo en un mar helado,
pero un calor peculiar centellea,
fluye de ti a mí y de mí a ti.
Este acto transfigurará al niño ajeno,
y darás a luz a un hijo nuestro.
Trajiste el brillo a mí y me hiciste niño de nuevo.

Él la toma por su fuerte cadera.
Sus alientos se besan en el aire.
Dos figuras caminan por la noche, clara y elevada.
Zwei Menschen gehn durch kahlen, kalten Hain;
der Mond läuft mit, sie schaun hinein.
Der Mond läuft über hohe Eichen;
kein Wölkchen trübt das Himmelslicht,
in das die schwarzen Zacken reichen.
Die Stimme eines Weibes spricht:
 

Ich trag ein Kind, und nit von Dir,
ich geh in Sünde neben Dir.
Ich hab mich schwer an mir vergangen.
Ich glaubte nicht mehr an ein Glück
und hatte doch ein schwer Verlangen
nach Lebensinhalt, nach Mutterglück
und Pflicht; da hab ich mich erfrecht,
da ließ ich schaudernd mein Geschlecht
von einem fremden Mann umfangen,
und hab mich noch dafür gesegnet.
Nun hat das Leben sich gerächt:
nun bin ich Dir, o Dir, begegnet.
 


Sie geht mit ungelenkem Schritt.
Sie schaut empor; der Mond läuft mit.
Ihr dunkler Blick ertrinkt in Licht.
Die Stimme eines Mannes spricht:
 

Das Kind, das Du empfangen hast,
sei Deiner Seele keine Last,
o sieh, wie klar das Weltall schimmert!
Es ist ein Glanz um alles her;
Du treibst mit mir auf kaltem Meer,
doch eine eigne Wärme flimmert
von Dir in mich, von mir in Dich.
Die wird das fremde Kind verklären,
Du wirst es mir, von mir gebären;
Du hast den Glanz in mich gebracht,
Du hast mich selbst zum Kind gemacht.
 

Er faßt sie um die starken Hüften.
Ihr Atem küßt sich in den Lüften.
Zwei Menschen gehn durch hohe, helle Nacht.
 

[1] «Dancing on a Volcano», Leaving Home, televisión, Channel 4, 1996.