Poesía

celada

Por Camila Ponce Hernández

las defensas están tan cubiertas e hinchadas

como el vientre de una flor de magnolia –

rancios y sustentadores, los goteos de aire dan forma

a los pétalos para que respondan, una presión mantiene abierta

cada posibilidad, instando a ninguna – un empujón en otro lugar

se está aumentando alrededor de los tallos

que se encuentran encarcelados por los versos descoloridos

manchando sus túnicas – ahora fundidos hasta

recuerdos transmitidos a través de un impulso

que favorece lo que se desintegra, a través de las abejas –

los entrantes zumbidos amarillos se cuelgan al desastre,

los olores les dan indicaciones atenuantes de donde

y cuando girar – encontrar la yema y morder y no hacer

espacio para un altar marmoleado de miel – dulces pegajosos,

ellos piensan que pueden curar los cuerpos,

reparar sus camisas o enhebrar sus vestidos con la arrogancia

que cuelga en la niebla pálida y seca, agarrando

al bien a través de las sombras,

y las otras imitaciones mortales.

y se aferra a sus contornos,

puntuados por el pesar intrincado en el acto de resistir al sol –

los invasores exageran su hambre, (sin tiempo para respirar) distanciados

cuando no están unidos, sin brazos (sin tiempo)

para alcanzar la amplitud de un espacio sensorial

que golpea, acelera, y tira (para respirar) en todas direcciones

por brisas inconmensurables, como rastros grises de ira

que obstruyen las vías respiratorias de un cielo lamido

en su estado más sombrío – los oyentes heridos se asombran al escuchar

la letra, sus alas de gasa rozan las llantas

de las seminubes en la industria sin pasión,

mirando lo mundano y traduciéndolo en tesoro – desde arriba

las tragedias son particulares

y pequeñas, unos acabados de la sabiduría – en el aire

el ojo de la abeja encaja el mosaico que murió

en picadura.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Poesía

las cuatro paredes

Por Camila Ponce Hernández

el miedo entra por el oído; es más rápido que la vista

y la palabra. el oído, más allá de trazar una certeza,

es el órgano del cuerpo que encarna el secreto y la duda.

aguzamos el oído cuando merodea nuestras vidas

en silencio. escuchar podría ser entonces

abrirse a la contingencia – dejar que la otredad

más grande nos atrape.

en algún lugar del mundo escucharemos el estruendo

del fuego, sustancias innombrables rodeando nuestra memoria

como si ayer hubiese estado habitada por seres de luz.

cuando especulamos que el mundo esta embrujado,

queremos decir que aún no lo hemos traducido –

el leve pulso de un momento nos causa migrañas,

y el respirar fuera de la sombra es algo abrasivo para el ojo.

solemos soñar con lo que podría parecer si todo fuese inmutable,

si una palpitación de luz acariciara nuestras imaginaciones,

pero nunca estamos seguros de lo que es la memoria – dulce, ardiente,

gigantesca, silenciosa – el borrado largo bajo el viento que surge

tan infrecuente, que nos estancamos cuando llega

para que tenga algo que pueda sacudir, y se nos olvida

contemplar los ruidos de nuestros pensamientos,

conmocionados por el crepúsculo como transeúntes arrestados

cuyos secretos crecen en su ausencia. cuando hemos terminado,

el cuerpo se estará arrugando, ojos de tinta y una boca,

las laceraciones simples que nos dejan inseguros de nuestras propias

periferias – los ojos, estas diminutas fabricas del perdón,

¿a qué ritmo se depreciará nuestra maquinaria óptica mientras nos preocupan

estos rendimientos decrecientes a escala?

mis días, mis datos, ¿cuánto de la vida pierdo con los atardeceres?

y el tiempo se agota, como el deseo de la materia

de volver siempre al principio, de aprender

que escuchar es tentar lo otro – es coser

con los sentidos más sensatos

las heridas

de la exclusión.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Poesía

donde acaba el aliento

emerge en silencio

el instinto de la supervivencia  –

en la mañana, fue un beso

que cantaba con sed

unas variaciones sobre la tristeza:

una tarde de luz en el que el mar parecía

empedrado de aluminio, de peces sacados a flote

por un polvo triste que les soplaba por encima

como si fueran estrellas transitorias

que se cernían como velas moribundas

en la madrugada desencantada

por la claridad –

el tinte virgen de las aguas fue un engaño de purificación,

a ellas las vi extenderse en el capullo de la vida,

y desplegar sus alas – cual mariposa entretejida

por una caligrafía acuosa que buscaba

la libertad anhelada, tratando de despertar

más rápido que la mañana –

los últimos oropeles de un paraíso perdido

se desahogaron en líneas arenosas como el poeta

canta sobre el coral las maneras en la que se puede vencer el naufragio,

y poder ser árbol, y aferrar la vida en el tronco del viejo roble caído

y con su leña avivar el fuego, tembloroso de tanto frío –

cuando nació la luna, se dejó llevar por el aire,

por donde acaba el aliento, como un cuerpo ceniciento

que iba entonando notas luctuosas de un infausto lamento,

arrancando los últimos suspiros que paseaban radiantes

ante una luz solar inclinada al lado de las nubes deshilachadas,

y si tuviésemos la fuerza suficiente, podríamos haber corrido

de los espacios, de los huesos que a rabietas nos sostenían,

desprendiéndonos de nuestra piel como los tallos agrietados

de los girasoles que se agachan

a través de los conos de nieve, con un cadáver

a cuestas – y así la eternidad nos grita con burla,

que todo lo que somos, seremos también mañana.


Camila Ponce Hernández (2002, Anaco, Venezuela) estudia letras inglesas en York y escribe poesía bilingüe. Instagram: @milawritess


Banner: Fragonard, Jean Honoré. Mountain Landscape at Sunset. C. 1765, National Gallery of Art, Washington D.C.