Por Camila Ponce Hernández
el miedo entra por el oído; es más rápido que la vista
y la palabra. el oído, más allá de trazar una certeza,
es el órgano del cuerpo que encarna el secreto y la duda.
aguzamos el oído cuando merodea nuestras vidas
en silencio. escuchar podría ser entonces
abrirse a la contingencia – dejar que la otredad
más grande nos atrape.
en algún lugar del mundo escucharemos el estruendo
del fuego, sustancias innombrables rodeando nuestra memoria
como si ayer hubiese estado habitada por seres de luz.
cuando especulamos que el mundo esta embrujado,
queremos decir que aún no lo hemos traducido –
el leve pulso de un momento nos causa migrañas,
y el respirar fuera de la sombra es algo abrasivo para el ojo.
solemos soñar con lo que podría parecer si todo fuese inmutable,
si una palpitación de luz acariciara nuestras imaginaciones,
pero nunca estamos seguros de lo que es la memoria – dulce, ardiente,
gigantesca, silenciosa – el borrado largo bajo el viento que surge
tan infrecuente, que nos estancamos cuando llega
para que tenga algo que pueda sacudir, y se nos olvida
contemplar los ruidos de nuestros pensamientos,
conmocionados por el crepúsculo como transeúntes arrestados
cuyos secretos crecen en su ausencia. cuando hemos terminado,
el cuerpo se estará arrugando, ojos de tinta y una boca,
las laceraciones simples que nos dejan inseguros de nuestras propias
periferias – los ojos, estas diminutas fabricas del perdón,
¿a qué ritmo se depreciará nuestra maquinaria óptica mientras nos preocupan
estos rendimientos decrecientes a escala?
mis días, mis datos, ¿cuánto de la vida pierdo con los atardeceres?
y el tiempo se agota, como el deseo de la materia
de volver siempre al principio, de aprender
que escuchar es tentar lo otro – es coser
con los sentidos más sensatos
las heridas
de la exclusión.
Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.