Un chico puede usar un vestido en arroyo o en precipicio, por Dios o por la cala oscura del diablo. Un chico puede usar un vestido comprado con una latita repleta de cerezas en el día que su papi cae muerto. Un chico puede llorar en su vestido —en navío o en avión puede dormir con su vestido, bailar con su vestido, coquetear con su vestido a la flama del bar del hotel. Váyanse todos directo al paraíso, es despampanante en su vestido de algodón azul, ¡simplemente hermoso! Nada puede evitar que vuele nuestras cabezas, que derrita mi corazón de esa manera. Nada puede detenerlo. Rumbo al velorio de su papi, habrá quien critique su vestido, quien frunza el ceño al verlo, así que él gira y gira hasta que el vestido es su propia pregunta sin responder, des- velando las razones por las que se despierta en las mañanas como rayos x de colores por debajo de tus colores, tu alma cigoto, tu giro desnudo—
En Barranca de Diana del Ángel una historia corre palpitante por debajo de la hierba. Se trata de un relato doloroso que encuentra en el lenguaje poético un lugar para fluir. Los detalles del episodio violento que sepultó en la voz lírica «la simiente del miedo», la agresión sexual que la separó de sí misma, se revelan a lo largo del libro con una intensidad creciente. Son una raíz podrida en medio de la vívida naturaleza que habita en los poemas. Los versos de Barranca son susurros que escuchamos al descansar el oído sobre una concha de mar. Hay nombres que fueron arrancados y anhelos que se vaciaron, pero una voz persiste:
Me habría gustado contarte
que descubrí no mi nombre,
sino mi voz,
y que sin el dolor de la barranca
me faltarían fuerzas y palabras para decir.
En las primeras páginas, Del Ángel construye un lugar seguro con sus palabras, un sitio fresco y tibio que, a su vez, se tambalea en la esquina de un precipicio. El resultado es un retrato preciso de las contradicciones que viven en quienes han sufrido agresiones durante la infancia: recuerdos terribles al lado de episodios luminosos que la poeta capta con avidez. Las tardes son largas y soleadas, pero no están exentas de tristeza. Barranca siembra estos momentos con nombres de flores, como en “Lágrimas de niños (Soleirolia soleirolii)”: «Brotan por nada / sus raíces profundas / son cristalinas».
Podemos notar de inmediato que sus poemas encuentran un preciado equilibrio: se resisten a llegar al punto en el que un exceso de palabras empobrece los sentimientos. Esto no significa que se escondan detrás de un lenguaje hermético; por el contrario, sus palabras cortan como el filo de un cristal: «hay segundos de lentísima tristeza, / como hormigueros de lágrimas, / que nos embotan y limitan cada paso». La melancolía de quien se sabe lejos de su hogar y lejos de sí misma es una semilla bien enraizada, pero mutable. En ocasiones flota leve, es una espora; en otras, taja y se anquilosa en la garganta. La niña a quien le arrebataron el nombre no abandona a la adulta, su rabia aún escuece.
Los poemas alcanzan una potencia abrasadora cuando la familia entra a cuadro. Los secretos oscuros de una abuela, la inestabilidad cariñosa de una madre y la imagen borrosa de quienes ya han dejado el mundo prenden fuego al campo. La familia es una amputación abyecta del espíritu, escribió Ricardo Piglia. En Barranca, la familia es el balbuceo primigenio: se trata de una fuente de protección que se deforma, con los años, en una coraza que nos oculta de la claridad del mundo. «Tu cuerpo es una barranca por la que te despeñas».
La materialidad del cuerpo es algo que compartimos con la naturaleza: la baba, los minerales, la descomposición. Pero en ella incluso lo microscópico es ingente. Nosotras vagamos por la superficie sin conocernos del todo. Quizá de aquí surge el anhelo de regresar a un período umbilical, casi etéreo. Ser un cuerpo unido completamente al líquido, fundido con los elementos, en vez de habitar un andamio de huesos que se deshilvana. La poesía, en su afán de nunca resolverse en una interpretación, de resbalar lejos del sentido, es el ambiente perfecto para huir de la violenta materialidad del mundo, pero sólo en apariencia. Hablar es abrirse: de la boca surge la primera herida, aquella que portamos sin darnos cuenta. Quizá Barranca sea una manera, si no de curarla, por lo menos de tocarla con las yemas de los dedos. De reconocerla.
Diana del Ángel. Barranca (2018). Fondo Editorial Tierra Adentro.