Ensayo

Provincia

Por varios años, desde que me mudé a la Ciudad de México, sufrí cada vez que volvía a Monterrey. Me acechaba una congoja severa cuando dejaba la ciudad. Para mí la vida se hallaba en el centro del país, con el bullicio y la velocidad abrumadora, y no en los rincones despoblados del norte ni en sus cielos azules. ¿Qué concedía ese poderoso magnetismo a la capital? En mi caso, la aglomeración de carteleras de cine, librerías, museos, universidades y conciertos; la promesa de una “oferta cultural”, si hablamos de la cultura que se imprime, numera y vende en boletos de cartón.   

Era imposible rehuir el vacío en el estómago cuando despegaba el avión. Durante el descenso observaba, extrañada, los rectángulos de tierra y las montañas despintadas. La sombra del metal alado se cernía sobre la pista ardiente y sobre mí, y  yo me preguntaba, de nuevo, qué estaba haciendo en Monterrey. ¿Y qué se compara al gozo de aterrizar de noche en la Ciudad de México, después de planear sobre su mundo de luces parpadeantes? ¿Con la visión de las miles de serpientes que transitan por sus calles y avenidas? ¿Con el vacío límpido y negro del lago de Texcoco, en el que una desea, a veces, zambullirse, como si se tratase de una alberca maravillosa? 

Emigrar para estudiar en la capital es igual a decir: hay algo allá que aquí no. La idea se convierte en sentimiento. Hay algo aquí que me abraza con brazos férreos, me retiene, me convence de que existo. Estoy viva. Aquí cobré vida. En este lugar aprendí, hablé, amé, lloré, sufrí, me quise morir. La aspiración sofoca y nubla el pensamiento. La contaminación droga. El eco del Periférico persigue. Perisur se abalanza con su sonrisa de esfinge. La Cineteca Nacional acorrala, incisiva: ¿Esta película también la pasan en Monterrey? Las librerías se amontonan: ¿Sólo tienen una Gandhi y un Fondo de Cultura? ¿No leen, o qué? Los peatones corren, caminan apresurados, sueltan codazos pendencieros para ganarte la entrada al vagón del metro. Hay mucho que hacer, el día es corto y las jornadas, largas. La ciudad está saturada y es nuestra. 

¿Qué vi la primera vez que un taxi me recogió del aeropuerto? Torres de Jenga. Luego, la desnudez impúdica de una urbe a la que no la protegen las montañas. Sólo los volcanes se asoman, tímidos, en los días más despejados, y me recuerdan que sí hay algo oculto entre la neblina y la nata, un montón de rocas calientes. Pero la mirada topa, aquí y allá, con espectaculares, edificios y segundos pisos. Me abrumó el ruido, atronador e incesante, de los taladros, las camionetitas, los elotes, el fierro viejo, el Metrobús, los camiones que aceleran para llegar a su destino. Hay que esquivar el mundo para escudriñar el cielo; hay que buscar un rincón arbolado, semivacío, para estar en paz. 

¿Qué es provincia? Me recordé niña, echada en la cama de mis padres. Con el control remoto viajé por todos los canales de la tele abierta, ida y vuelta, una y otra vez. Me detuve ante la visión más curiosa: un hombre mayor, blanco, diminuto, ataviado con un jumper rojo. “¡Los cuates de provincia!”, gritó. La voz, escuálida y temblorosa, salió disparada de su garganta como un silbido. Chabelo era mi única referencia de esa palabra.

Para mi cumpleaños veinticinco, mi amiga Josefa me regaló un dibujo del Cerro de la Silla que ella misma pintó con acuarelas. El contorno definido contiene la gama de verdes y cafés que eligió para la elevación. En el fondo grumoso, azul, espolvoreó nubes suaves. Acertó en la curva característica del cerro, que se hunde en el medio y luego repunta con sutileza. En la esquina inferior derecha garabateó la fecha con un marcador de punta fina. La postal está apoyada en mi escritorio, frente a una pequeña pila de libros: Diecinueve poetas contemporáneos de Nuevo León, una antología que encontré en una librería de viejo de la Roma; la Crónica regiomontana de Salvador Novo, el raquítico panfleto publicitario que escribió Novo por encargo de Cervecería Cuauhtémoc; la Historia breve de Nuevo León, de Israel Cavazos e Isabel Ortega Ridaura. Son para mi tesis, me dije al comprarlos, aunque no tenía mucho sentido. Quería leerlos. No sé cuándo me convertí en una persona a la que una amiga podría regalar un dibujo del Cerro de la Silla. No sé cuándo me interesó reevaluar mi relación con Monterrey, el norte, “la provincia”. 

El año pasado mamá hurgó en una caja de plástico transparente y desempolvó el acta de nacimiento del abuelo. Me mostró las líneas que le habían llamado la atención: “Ha nacido un niño indígena de raza blanca”. Mi abuelo, que no habló ninguna lengua indígena. Que no conoció a sus padres. Que se inventó el apellido dos veces, porque no sabía cómo se llamaba. Pero sí hubo tlaxcaltecas, muchos, en la Villa de Guadalupe. Allí se asentaron en el siglo xviii. Las pastorelas y la danza de los matachines son prueba de la herencia indígena. El norte, cuyas fronteras fueron una convulsión continua de trazos, albergó poblaciones más diversas de lo que se cree. El acta de nacimiento de mi propio padre dice lo mismo: niño indígena de raza blanca. Como diciendo “Es blanco, pero no se confundan”.

Recuerdo a mi abuelo. 

El abuelo era un frágil jarrón de porcelana en la salita de su casa. Tenía que agacharse para atravesar el umbral. Arrastraba todo el peso de su cuerpo, con dificultad, hacia el sillón. Era una visión en el grueso uniforme de mezclilla, las matavíboras en las que enfundaba sus pies, el casco que apenas disimulaba su pelo ralo. Las quemaduras insinuaban una piel por completo roja bajo la luz incipiente del candel. El abuelo suspira. Acomoda su reloj de pulsera en la muñeca izquierda. Lo revisa cada pocos minutos para asegurarse de que no ha perdido su único tesoro por los amplios ademanes que hace al hablar. Ese reloj parece de catrín, dice la abuela, te lo van a robar en la parada si te sigues yendo todo emperifollado. Él la ignora. Se sienta, abre las piernas hasta donde puede, y pide un cigarro. La abuela ríe como si él hubiera contado un chiste. Se levanta, sin embargo, y pone una olla sobre el fogón. Echa hojas de naranjo en una taza. Al final, agrega una cucharada de miel y revuelve el brebaje. Lucas bebe tragos largos. El líquido atraviesa el gaznate y se asienta en la panza. Ahora el agua dorada convive con el humo negro del carbón que lo despierta, de madrugada, con violentos ataques de tos. La abuela espera que la bebida baste para apaciguarlos. Ay Lucas, dice, es que te la vives trabajando. Sí. Su frente, todo él es caliente y tostado. Cuando tengo frío me recuesto en el pecho del abuelo. 

Mi recuerdo es falso. Lo fabricó mi imaginación. Mi abuelo murió quince años antes de que mis padres se conocieran, a los sesenta y cinco, de una enfermedad pulmonar. A veces pienso que llegué a la capital para pensar en él. La atracción que sentí al llegar, la ilusión enamorada, se evaporó como rocío en la madrugada. A veces pienso que vine para que me zarandearan. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Quiénes son tus padres y quiénes tus abuelos? Moverse es una fantasía y, a veces, una prisión. La ciudad saturada. Pero también es una imagen panorámica. La mía se extiende desde las montañas, la tierra, la abuela en la mecedora, la vergüenza que me enrojecía el rostro cuando me recogía del jardín de niños con su vestido desteñido y los huaraches que dejaban entrever sus pies; hasta los rascacielos, los edificios, el Colegio helado, las suaves corrientes de aire de la biblioteca. Mi corredor se extiende del vocabulario mutilado al nuevo acento. Pero cuando escribo, vuelvo. Escribo mucho y sobre cosas que no sé. Escribo para conocer a mi abuelo y recordar, con el ceño fruncido, a mi abuela.

Provincia. O como escribió Amado Alonso: “No hay estilo individual que no incluya en su constitución misma el hablar común de sus prójimos en el idioma, el curso de las ideas reinantes, la condición histórico-cultural de su pueblo y de su tiempo”. 

Cultura

Palabras y expresiones norestenses

El arroz de boda es el arroz cotidiano, preparado con manteca de cerdo, tomate y cebolla, pero a éste se le agregan pasas o trozos de papa; así se transforma el platillo en uno especial, digno de un acontecimiento como el amor eterno. El arroz de boda acompaña al asado de boda o al mole de boda.

La capiroteada no debe confundirse con capirotada, el platillo típico de Cuaresma que lleva pan de bolillo remojado en jarabe dulce, coco rallado y cacahuate, y que los niños odian con toda el alma. Cuando decimos capiroteada nos referimos a otra combinación singular, pero de colores: la persona que va por la calle con playera rosa y pantalón verde va capiroteada.

El chcht ni cómo explicarlo, es la interrupción molesta para silenciar, el regaño que sin hablar te enciende. En el cine escucho que dicen shhh, muy elegantes, pero el chcht es diez veces más molesto: ch-cht viene con pausa, fuerte, dice cállate o bájale a tu cháchara, Antonio, acá en la cocina estamos hablando de cosas más importantes. Chcht es el atributo favorito de las voces con autoridad.

Para dar el cambiazo uno tiene que revelarse homosexual después de entrarle a la vida de casado, o haberse fingido heterosexual. Por estos rumbos, por ejemplo, Miguel dio el cambiazo cuando lo sorprendieron besándose con el monaguillo, ahí en la esquina de la iglesia, fue un escándalo muy divertido.

Deoquis es fácil de ilustrar: deoquis escribí tres protocolos de tesis, porque ninguno fue el bueno. Trabajé inútilmente, en vano me desvelé y leí, ese bonche de cuartillas podría no estar en mi computadora y no lo echaría de menos.

Pasemos a unas palabras más sentimentales. La abuela llamaba gorupientos a los pájaros más comunes, los gorriones grises que pican la tierra. A los gorupientos y las palomas les arrojaba migajas de pan; el alpiste era para los canarios, los jilgueros y otras aves que ameritaban jaulas. Ella decía alpistle con ele.

Gorupiento, dice el léxico del noreste, es lo que se ve enfermo y descuidado, puede ser gente o animal, y viene de gorupo. Y gorupo se llama el insecto que vive en el plumaje de las aves y se alimenta de su sangre. Entonces el maldito pájaro no es gorupo ni gorupiento. Ni fu ni fa.

Pausa: La abuela nunca quiso tener un periquito, una vez papá le compró uno en el tianguis y ella le pidió que lo regalara porque en su casa ella tenía el monopolio del habla.

Pausa dos: La abuela quiso a papá de inmediato porque era blanco, y concluyó que tendría hijos blancos con mamá.

El guato se manifiesta cuando la gente se arremolina en la calle y arma borlote alegre, un desmadre pero de los buenos. Se extraña el guato, los lazos estrechos de la vida comunitaria que se desdibuja en la Antigüedad. Ahorita es más difícil que haya guato, si acaso cuando hay fiestas, pero ya nunca entre extraños.

A ver, el que viene sí me encanta: hechizo. Hechizo de algún pasado de hacer, se refiere al objeto o producto casero, a veces hecho por encargo. El pan de plátano que todos andan haciendo es pan hechizo. Así hay falda hechizo, rebozo hechizo, bordado hechizo, libreta hechizo. El artefacto no comprado es hechizo.

Otro, ya casi para terminar, la bendita hulera, esa arma preciada que construía su dueño, el niño norteño. Agarras una rama fuerte, de buena densidad y con forma de horqueta; le amarras dos hules y al final, el parche aguantador. De ahí salen volando las piedras, los guijarros también salen despedidos con fuerza impresionante, y el niño la pasea por todos lados, sintiéndose aventurero. La hulera era símbolo de canícula y vacación, verano vivo.

Ahora una palabra de tensión y averiguación. Las mujeres trasculcan o esculcan los pantalones del esposo, las cajoneras, todo lo que sirve de escondite, porque en una de esas dan con cartas largas y románticas, así descubren que el patán tiene otra mujer y, en el peor de los casos, otra familia. ¡En fin! Trasculcar es la búsqueda apremiante, con urgencia.

Por último y porque viene bien sacarlo a colación, está esa palabra lamentable, zopilote, la que todavía en algunos lados se usa para referirse al hombre de piel oscura, el que se ve con sospecha sólo porque existe y camina por la cercanía.

El pobre hombre nomás ve pasar nubes, nubes lentas, nubes embarazadas. La hinchazón truena y cae el diluvio.


@apgarzag