Narrativa

Los ojos del silencio

“[…] el timbre de voz de la sombra no era el timbre de un solo individuo, sino de una multitud de seres.”

Edgar Allan Poe, Sombra

Esta es la historia de otro solitario empedernido, de un extravagante más en algún pueblo enrarecido por las heridas del tiempo. Lo conocían por el nombre de Rodrick Gerhardt; un tipo sombrío de mirada gélida, rostro enjuto y áspero al trato; antes profesor, esposo y padre. Hasta el día de su muerte, acaecida la noche del 27 de octubre de 1891, no se sabía demasiado sobre él; tan sólo que un afinador de pianos llamado Edward Milner, esposo de una joven enfermera del sanatorio y, casualmente, vecino suyo, lo visitaba sin falta una vez al año. Aunque difícilmente podría hablarse de amistad, los extraños eventos que unieron a Rodrick Gerhardt y a Edward Milner son, sin lugar a dudas, mucho más fuertes que la simpatía y la afinidad.

No he de ser juzgado por haber escuchado y reconstruido tantas veces lo que estoy por relatar, pues la memoria me obliga, y cualquier hombre que haya vivido en la desgracia, ya sea por un fugaz instante o por el resto de su vida, sabe de los profundos imperativos del alma. Lo impredecible y lo inexplicable han sido, desde el inicio, los dioses que nos han transformado en ángeles o en bestias, en seres de renombre o en desconocidos incapaces de inspirar otro sentimiento que la desconfianza y el temor. Todo aquél que ha pisado las húmedas tierras de Millport conoce la angustia y la nostalgia, la sensación del naufragio, la tortura del recuerdo: la vivencia de un pasado menos agrio, incluso feliz.

Casualidad o no, Rodrick Gerhardt llegó al pueblo de Millport cuando recién enviudó. El trágico accidente que, intuimos, había matado a su esposa y a su hijo primogénito nunca nos fue revelado más que por su semblante corroído. Las únicas palabras de Rodrick Gerhardt que el pueblo conoció fueron las que se escapaban todas las noches por la ventana del salón de su casa; edificio que, siempre en vela, acogía únicamente acordes tristes y sones marchitos. —Hoy vine a sentarme a tu lado, mi vida, queriéndote amar; hoy vine a pedir que me lleves, querida, en el eco del mar— cantaba diariamente el afligido viudo. Durante nueve años, el pueblo sólo conoció la desazón de estas baladas, pero al décimo año todo cambió drásticamente: los sonidos que salían de la residencia Gerhardt eran cada vez más extraños y descuidados, la estridencia crecía y borraba todo rastro de equilibrio y de mesura. El desquicio de aquel hombre era ensordecedor y espeluznante, y la locura que provocaban sus clamores se exacerbaba con el paso de las noches. Las progresiones más horrendas de sonido inundaban las calles de Millport durante largas veladas. El terror que infundía el sonido era abismal e infinito. Sin embargo, cuando la parálisis de aquel pavor estaba al borde de alcanzar su punto mortal, los sonidos cesaron de repente, y un sosiego espantoso y definitivo abrazó al puerto.

Una mañana de aquel décimo año, después de una semana entera de inaudito silencio en el concejo, la señorita Stevens reportó el insoportable hedor con las autoridades, un olor nauseabundo que provenía de la residencia Gerhardt desde la noche anterior. Cuando la policía irrumpió en el edificio, halló el cadáver de Rodrick Gerhardt tendido en el centro del salón, con una expresión escalofriante en el rostro. La casa se encontraba completamente desolada y a oscuras, no había un solo mueble ni decoración en el edificio, y todas las ventanas, salvo el ajimez abierto que conectaba al salón con la calle, estaban cubiertas por pesadas y largas cortinas. Las pertenencias del pobre viudo se reducían a un piano antiguo, miles de partituras esparcidas por el suelo con extrañas inscripciones y signos insólitos, y un pequeño cuaderno que se encontraba próximo a su cuerpo. Entre las páginas del cuaderno se encontraba un retrato ligeramente velado y trasnochado de su esposa y su hijo, que servía de separación entre las anotaciones neuróticas de los meses pasados y las marcas de algunas páginas arrancadas toscamente. Al ver todo esto, el rostro del oficial Wilkins se ensombreció al instante, tardó en moverse; finalmente comenzó a examinar la escena, tomó el cuaderno con delicadeza y, después de hojearlo durante un par de minutos, decidió guardarlo. —Llévense el cuerpo y hablen con el sacristán; el entierro no puede esperar.— Una vez retirado el cuerpo, el oficial Wilkins divisó en el pequeño atril de madera sobre el piano unas partituras muy particulares, distintas del resto; sucias, arrugadas y con unas líneas casi ilegibles escritas con una tinta oscura y densa. El oficial tomó las páginas y las guardó cuidadosamente junto con el cuaderno, luego abandonó el edificio.

Según escuché tiempo después, tras realizar los procedimientos habituales —es decir, llenar los debidos formularios y redactar el reporte— el oficial Wilkins se dedicó a inspeccionar las anotaciones del cuaderno y las inusuales líneas de las partituras en el atril. Todo le resultaba incomprensible y oscuro, los signos y las palabras que encontraba en aquellas páginas eran de lo más extraño, códigos indescifrables, palabras impronunciables. Largas horas estuvo el oficial tratando de encontrar algún patrón en aquellos símbolos, alguna conexión lógica que explicara aunque fuera superficialmente las inscripciones, pero el intento fue inútil: más que palabras, los signos en las páginas eran imágenes; más que imágenes, las figuras plasmadas en las hojas eran sonidos incognoscibles, alusiones a una experiencia que nuestros sentidos ignoraban. Mientras más miraba las páginas tratando de comprender, más se manifestaba la insania del oficial, que a pesar de la frustración seguía observando, oyendo, sintiendo las inscripciones que yacían esparcidas en el escritorio. Una sombra inefable rondaba su mente, una especie de vértigo confundía sus sentidos, un océano oscuro pronunciaba intensos estrépitos en su cabeza. Dos días pasó el oficial Wilkins en aquel trance maldito, hasta que un colega lo encontró fulminado en la silla de su escritorio, con los ojos desorbitados y el cuerpo contraído, mientras susurraba frases ininteligibles, ruidos guturales nunca antes percibidos. Desde luego, el oficial fue inmediatamente llevado al sanatorio. El episodio fue adjudicado a una crisis nerviosa, algo no muy descabellado si se piensa en la  edad relativamente avanzada del oficial Wilkins y en la aparente inactividad del pueblo de Millport. Aquel mismo día, el caso fue transferido al oficial Dunn, un hombre solemne de unos cuarenta años cuya personalidad parecía considerablemente menos impresionable que la del oficial Wilkins. Tras leer el reporte del caso, el oficial Dunn no hizo más que corroborar la supuesta locura y misantropía de Rodrick Gerhardt, por lo que, sin mirar las páginas y las inscripciones que tanto afectaron al oficial Wilkins, sacó sus propias conclusiones.

El día del entierro, una sola persona asistió a la ceremonia: Edward Milner, el afinador de pianos, el único conocido en el pueblo, quizá, de Rodrick Gerhardt, aunque probablemente sea inexacto hablar de un conocimiento profundo. Cuando Edward Milner regresó a su residencia después del entierro, el oficial Dunn ya lo esperaba en la puerta de su casa, con una pequeña caja de madera que yacía a sus pies. Ahorrándose los preámbulos, el oficial se dirigió a un Edward Milner nervioso y angustiado.

— Disculpe las molestias, señor Milner. Prometo ser breve.

— Yo no lo conocía, ¿sabe? El señor Gerhardt me dirigió la palabra sólo un par de veces.

— Tengo entendido que usted visitó diariamente a Rodrick Gerhardt durante las últimas semanas de su vida, y que antes, usted visitaba su residencia una vez al año para afinar su piano.

— Así fue, pero en esas visitas no se dijo ni una sola palabra… Le digo que me habló tan sólo un par de veces.

— Cuénteme sobre la última vez que hablaron.

— Yo estaba en la alcoba, con Margareth, cuando, de pronto, unos golpes a la puerta me obligaron a levantarme de la cama. Los golpes, desesperados y violentos, no cesaron hasta que abrí el portón. La oscuridad y el letargo que me invadía me impedían distinguir la figura de la persona al exterior de la casa. Sin embargo, antes de que pudiera acercar la vela a la silueta para identificarla, ésta dio un paso al frente y me tomó de los hombros con fuerza. La vela iluminó el rostro del señor Gerhardt, que repetía mi nombre con gravedad y me miraba con un brillo inusual en los ojos. Parecía otra persona, un ímpetu irreconocible enardecía sus gestos y aceleraba sus palabras. Me habló de un reencuentro que se aproximaba, de un gran acontecimiento que estaba esperando desde hace años. Junto a estas frases atropelladas, me ordenó ir a su casa todos los días para hacer los ajustes habituales. “De vital importancia, de vital importancia…” repetía con un tono severo y angustiado. No pude reaccionar, quedé estupefacto; antes de decir cualquier cosa, el señor Gerhardt ya había emprendido su camino de regreso, musitando frases incomprensibles hasta desaparecer en la penumbra. Cuando el desconcierto pasó, pensé que la paga diaria por los ajustes rutinarios me vendría muy bien, y al día siguiente fui a visitarlo, según me lo había pedido. Usted sabe que en este pueblo mi oficio es escasamente requerido, y yo tengo una mujer y un hijo que alimentar.

— Comprendo, pero ¿una vez en su casa, qué hacía usted con el piano?

— No quiero aburrirlo con detalles técnicos… digamos que me aseguraba de que las cuerdas sonaran bien; a veces hacía falta un poco de limpieza, otras veces bastaba con ajustar las clavijas. Aunque he de decirle, oficial, que por más minucioso que fuera mi trabajo el día anterior, al día siguiente me encontraba de nuevo con un instrumento terriblemente desafinado, y no hace falta poca cosa para necesitar una afinación diaria. En cuanto al señor Gerhardt, lo único que hacía mientras me ocupaba del piano era escribir frenéticamente en su cuaderno y en sus partituras; mientras hacía esto, decía cosas para sí en tono bajo y serio que yo nunca alcanzaba a comprender, pero sea cual fuere el motivo de su escritura, debía tratarse de una fuerte obsesión.

— Sueños, señor Milner, turbaciones nocturnas.— dijo mientras sacaba el cuaderno de la caja que estaba a sus pies

— ¿A qué se refiere?

— El señor Gerhardt plasmaba en este cuaderno todo tipo de ensoñaciones estremecedoras que, sin lugar a dudas, perturbaron su estado de ánimo durante los últimos momentos de su vida. Era un hombre insano con una demencia incurable, un infeliz que probablemente vivió más tiempo del que debía. Yo sé que no fue un homicidio, señor Milner, nadie en su sano juicio lo pensaría, pero mi oficio exige cumplir con protocolos, y siendo usted la única persona que lo frecuentó, es mi deber preguntarle estas cosas.

Dicho esto, el oficial Dunn levantó la caja con los papeles de Rodrick Gerhardt y la colocó en las manos de Edward Milner. —Revise estas páginas, señor Milner, quizá recuerde algo importante y pueda decirme después lo que significan. Regresaré en unos días para reanudar nuestra conversación.— El oficial inclinó ligeramente la cabeza en señal de despedida y se fue.

Apenas cerró la puerta tras sus pies, Edward Milner puso la caja en la mesa del comedor y sacó el cuaderno y las partituras que el oficial Wilkins había encontrado en el atril del piano. Lleno de curiosidad, Edward Milner dispuso las hojas en la superficie de la mesa, hasta cubrirla por completo de páginas e inscripciones. La curiosidad se transformó pronto en incomprensión, luego en confusión. Al poco tiempo, el desconcierto se convirtió en una consternación obsesiva, de manera que Edward Milner pasó horas frente a los signos y las figuras plasmadas en las páginas, totalmente absorto, mirando con una fascinación siniestra los extraños símbolos que Rodrick Gerhardt había trazado. Sus ojos adquirieron, de repente, un brillo fúnebre; un destello sepulcral invadió su rostro y, en cuestión segundos, su cara comenzó a contorsionarse en escalofriantes gestos, su boca emitía sonidos ininteligibles, un ruido lento y profundo se articulaba en el estrépito de sus balbuceos. Una reacción similar a la experimentada por el oficial Wilkins perturbaba el estado de Edward Milner, aunque esto yo aún no lo sabía. Fue cuando el trance llegaba a su cúspide que Margareth Milner llegó a la residencia, tras terminar su guardia en el sanatorio. Tan pronto vio a su marido en aquellas condiciones, lo apartó con violencia de las páginas y trató de reanimarlo haciéndolo inhalar un poco de alcohol con un paño. Transcurrieron largos minutos antes de que Edward Milner cesara de articular aquellos sonidos incognoscibles. Sin embargo, el silencio fue sucinto y brusco; de un instante al otro Edward Milner detuvo sus gesticulaciones y sus sonidos, y aquel extraño vigor abandonó su cuerpo súbitamente, dejándolo exánime y pálido. Tan pronto cesó el ruido, Margareth Milner tomó el mantel que yacía en la repisa sobre la estufa, y cubrió, sin atreverse a mirar la mesa, las páginas que, durante horas, había observado su marido. Aunque aquellas páginas, después del insólito suceso, fueron puestas en un baúl y arrojadas al mar, nadie se atrevió a tocarlas ni a acercarse a la mesa durante un largo tiempo.

El sanatorio recibió a Edward Milner y lo acogió varios días. Cuando el pobre hombre recuperó el color en el rostro y la suficiente fuerza para sostener su cuerpo, Margareth Milner lo trasladó a la residencia para poder atenderlo mientras cuidaba a su hijo Euen, de entonces nueve años. Las cosas que observó y que escuchó aquel infante helarían la sangre de cualquiera, y no es de extrañarse que a partir de los terribles episodios de locura vividos en Millport, la gente del pueblo reconociera en los ojos del niño aquel brillo mortal que también veían en la mirada del padre y del oficial Wilkins. Y es que las noches previas a los atroces incidentes, el pequeño Euen miraba desde su ventana el salón de su vecino, siempre en vela, cuyos sones marchitos y acordes tristes, por alguna razón, lo fascinaban. Aún cuando el estado mental de su vecino empeoró, y de su boca y piano no salían más que horripilantes ruidos e insoportables estruendos, el pequeño Euen no paraba de mirar a través de la ventana; por el contrario, su fijación por el sonido se volvía más fuerte, de modo que no despegaba los ojos del salón y escuchaba con atención aquel ruido ininteligible como sujeto por un poderoso trance. La noche del 27 de octubre, cuando el terror que infundía el sonido era abismal e infinito, y la parálisis de aquel pavor estaba al borde de alcanzar su punto mortal, Euen observó el suceso que habría de trastornar su vida para siempre: con la mirada fija en el salón de Rodrick Gerhardt, el pequeño Euen vio cómo, durante el éxtasis del viudo, un ser extraño escaló hasta el ajimez que conectaba al salón con la calle; se trataba de un cuadrúpedo sin rostro, una especie de alimaña apenas distinguible que portaba el sonido de la sombra, cargaba con el estruendo inconfundible del abismo y hablaba el lenguaje de la muerte. Cuando la criatura atravesó el umbral de la ventana, se desplazó lentamente hacia el piano de Rodrick Gerhardt con la brusca agilidad de un centípedo. Cuando hubo alcanzado el piano, la alimaña se posó sobre el instrumento y, con un movimiento indescriptible de profunda violencia y pesadez, la criatura “miró” a Rodrick Gerhardt directamente a los ojos, provocando un grito sordo en el rostro del viudo que marcó el último gesto de su vida.

Una calma espantosa y definitiva hundió al niño en un vacío interminable, en un terror eterno y dormido en el que creyó desvanecerse hasta alcanzar la oscuridad más profunda, hasta escuchar el fragor del tiempo vencido. Cuando Euen Milner despertó del desmayo en los brazos de su madre, el brillo sepulcral que acompañaría su mirada el resto de su vida ya se había impregnado en sus ojos, y no fue capaz de emitir ningún sonido a partir de aquel instante. Los días posteriores al incidente, los pasó callado en su habitación, mirando y escuchando a través de la ventana los sucesos cotidianos: oyó a la señorita Stevens llamar a la policía; vio al oficial Wilkins y a los demás agentes examinar el salón de su vecino y recoger las partituras y el cuaderno del viudo; escuchó la conversación entre el oficial Dunn y su padre; percibió desde su recámara los sonidos del episodio psicótico, e imaginó su dolor y su rostro perdido; escuchó a su madre llegar y auxiliar a su padre; y cuando pasó algunos días en el sanatorio, a causa del estado mental de su progenitor, escuchó los relatos que el oficial Wilkins, aún afectado, refería a los doctores y enfermeras. Tiempo después, sufrió la muerte de su padre, cuyo equilibrio mental, desgraciadamente, nunca recuperó.

A raíz de esta desgracia, Margareth Milner no volvió a conocer la tranquilidad; sumida en un pánico perpetuo, pasaba las noches en vela, mirando hacia el mar con un portarretrato vacío entre las manos. El joven Euen pasó los siguientes años al lado de su madre, acompañando taciturno su angustia y presenciando el prematuro deterioro de la mujer. Él estuvo siempre a su lado, escuchando el insomnio de su madre, viendo aquel brillo crepuscular crecer en sus ojos hasta el día de su defunción. Desde entonces, el pequeño Euen se ha dedicado a recordar, a revivir los trágicos sucesos de su vida y repetírselos en silencio; y no se le ha de juzgar, porque la memoria lo obliga a escribir su desgracia, y a contar la historia de este solitario empedernido.


Bruno Armendáriz (Ciudad de México, 2000) estudia letras francesas en la FFyL. Susceptible al sentimentalismo, la fatiga y la adjetivación innecesaria, comparte ideas sobre música en Revista Cluster.
Instagram: @brunoarmenda

Narrativa

El nacimiento de Vera

But O as to embrace me she enclin’d

I wak’d, she fled, and day brought back my night.

John Milton, Soneto 23

El insomnio y querer estar ocupada la orillaron a empacar. Le tomó hasta la mañana. No había mucho que guardar, pero llevaba unos días sin tener ganas de nada. Desde que falleció Agustín, sus movimientos se habían alentado y cada vez eran más difíciles. Sentía que no podía dejar de hacer cualquier cosa, sobre todo en las noches. Así nadie se daba cuenta del esfuerzo que ahora le costaba todo. Vera se sentó sobre la cama infantil, todavía con la cubierta de planetas, y vio en la pared, junto a un póster de Nirvana, uno de los primeros murales del muerto: un puesto de flores imaginario, no muy distinto al que pasaba cada mañana cuando iba a la escuela. Desde niño, Agustín había estado obsesionado con la pluralidad de las cosas: le parecía casi inconcebible, por ejemplo, que tantas texturas, formas y colores distintos fueran parte de lo mismo y que terminaran en las mismas macetas de plástico negro, o en conos de periódico del día anterior. Mientras Vera seguía con sus ojos los pétalos púrpuras de los crisantemos, los rayos de los girasoles y la simpleza pura de las margaritas, su pulgar hacía girar los dos anillos de oro, prácticamente impolutos y envueltos alrededor de su muñeca en una cadena improvisada.

Había muerto dos semanas atrás. Vera lo encontró en la tarde, cuando regresó de la oficina. Estaba pálido y sentado frente a la mesa de su taller. Todavía tenía el pincel seco y tieso en la mano. La imitación de los alcatraces del vecino, que se veían desde la única ventana del taller, quedó atravesada por una línea diagonal amarillo canario, que quizá resultó de algún espasmo producido por el infarto.

La mañana había transcurrido con normalidad. Vera se levantó a las seis y media y se bañó con su jabón de menta. Agustín preparó el desayuno (unas claras con huitlacoche, avena, jugo verde para ella, unos chilaquiles rojos y un jugo de naranja para él) y se sentaron para platicar sobre sus planes del fin de semana. Agustín quería ir a asolearse, tomar mezcal, comer moles de varios colores. Tenía anhelos de revivir su luna de miel del año pasado en Oaxaca, pero no lograron concretar nada. Limpiaron los platos, Agustín fue a pintar sus óleos y Vera corrió a la oficina, para ser la primera ahí. Últimamente había tenido prisa.

Ahora llevaba una quincena con su suegro. Pedro sugirió que Don Agustín y ella se podían hacer compañía mientras se encargaba de poner en orden los papeles del muerto y el departamento. Vera se hospedó en el cuarto de la infancia de Agustín y no podía evitar acordarse de él, sobre todo cada vez que veía en el techo, sobre la almohada, la grieta que él decía que tenía forma de pétalo de bugambilia. Para ella, era una grieta con cara de grieta, pero acercarse a la imaginación luminosa de Agustín agravaba su sentimiento de pérdida. A pesar de eso, todavía no lograba soltar ni una lágrima.

Agustín siempre fue el sentimental de los dos. Si la muerta fuera ella, él seguramente hubiera empapado el piso con sus lágrimas diarias y poblado las paredes con monstruos, más solitarios que horribles.

Vera se dio cuenta de que había alguien más en la recámara cuando sintió una mano pesada sobre su hombro. ‘¿Cómo sigues, hijita? ¿Estás lista?’ dijo el suegro a la viuda. Él sí tenía los ojos aclarados por las noches de llanto desolado. Tenían la misma forma de luna menguante que aquéllos hechos ceniza y guardados en una cripta en el Pedregal, entre la suegra y varios pares de ancestros que Agustín nunca conoció. Asintió: dijo que estaba lista y arrastró la maletita hasta el garaje. En el camino, evitó las fotos, los cuadros, las pinturas y cualquier otro recuerdo. Procuró caminar cabizbaja. Prometió llamar pronto y le dio un abrazo al suegro, que siguió llorando cuando se despidió de lejos y ella ya estaba en el coche, camino al departamento. Vera llevaba desde la preprimaria sin llorar, cuando mandaron a su hermano a terapia porque disque los niños no lloran, porque no son débiles. Ella se obligó a dejar de expresar su dolor y ahora era incapaz de hacerlo, sobre todo cuando más sentía que lo necesitaba.

En lugar de la cajuela, prefirió poner su maleta en el asiento del copiloto, con cinturón. Pasó casi todo el viaje en su cabeza, no en la calle. Habría atropellado a un viene-viene, si él hubiera sido un poco menos ágil o ella menos atenta. En el recorrido de la Escandón a Coyoacán hizo paradas en su memoria: cómo Pedro le presentó a Agustín cinco años atrás para que aprendiera a relajarse, aquellas pequeñeces que los juntaron. Se acordó del poema de Robert Haas que él se tatuó bien pequeño en la espalda, como un reconocimiento de que siempre iba a ser parte de su vida, pero que no aguantaría verlo todos los días. Recordó también esas cosas que hacía, como escribirle mensajes en el espejo empañado de la regadera, salir en bicicleta los domingos para tener pan dulce recién hecho, o pintar sus óleos de flores encima de pinturas monstruosas.

Su recuerdo fue interrumpido en Avenida Universidad por un niño que se abalanzó sobre su parabrisas con la intención de limpiarlo, a pesar de (o tal vez con más ganas por) todas las veces que le dijo que no con la cabeza. Vio a la madre con otro niño en su rebozo. Los tres estaban descalzos y se sorprendió cuando entendió que su desprecio era más bien envidia. Los niños siempre le habían dado indiferencia, pero en ese momento no había nada que hubiera querido más que tener a un pequeño, en el que poco a poco se fueran desarrollando los gestos y las facciones del que amaba. Lo hubiera metido a clases de pintura, le hubiera contado que su padre fue un gran hombre y lo hubiera querido mucho. También se hubiera llamado Agustín. Le dio quince pesos al niño, el semáforo pasó a verde y regresó a su cabeza.

Agustín decía que lo auténticamente hermoso sólo era posible si se alternaba con horror o tristeza. Entonces insistía en retratarla primero, luego pintar monstruos sobre ella, flores sobre los monstruos, paisajes urbanos sobre las flores y diseño tipográfico u otras abstracciones sobre lo urbano. Nunca llegó más allá de eso, pero Vera intuía que eventualmente la pintaría sobre otra cosa y se cerraría el ciclo. Quizá sólo volvería a empezar.

Llegó. Abrió el portón y bajó la rampa. En el estacionamiento, al lado de los elevadores, la esperaba su hermano, Pedro, que recién había acabado de guardar en su cajuela las cajas de ropa, pinceles, óleos, acuarelas, lienzos y las cosas de aseo de su amigo. Sólo se confundió y se llevó el jabón de menta y no el de mandarina y albahaca. Le ayudó a subir la maleta al departamento y a desempacar, para que no viera todavía los cajones vacíos a medias, ni los demás huecos tangibles. De nuevo en el estacionamiento, Pedro le dijo que lo llamara si necesitaba cualquier cosa. La luz sucia hizo que Vera no supiera de las lágrimas de su hermano hasta que se secó los ojos en su hombro con un abrazo que ella no sintió.

Después de que Pedro se fuera, Vera se dedicó a reordenar, para distraerse un poco. No se permitía dejar de estar ocupada. Quería que el departamento se viera un poco más lleno, entonces acomodó varios grupos de flores enviadas por amistades y familiares lejanos: tulipanes, orquídeas, etcétera, no importaba. Entró a su cuarto, abrió las puertas del clóset. Pedro dejó, quizás intencionalmente, la sudadera favorita de Agustín, lo demás era vacío. Vera esparció su ropa para que el espacio fuera menos evidente.

Una vez, Agustín llegó vestido con esa sudadera y unos pantalones carmesíes, porque iban a ir a Michoacán a ver las mariposas monarcas y alguien le dijo que se subían a las personas vestidas de rojo. Inmediatamente, fue a comprarse su atuendo. Estaba emocionado como niño por la idea de que lo tapizaran con alas de bronce, ónix y plata, antes de que dejaran de existir. Entonces supo Vera que quería pasar el resto de sus días con él. Se sintió culpable al descubrir que le dolía que Agustín estaba extinto y ellas no.

Tomó la sudadera, ropa interior, unos pants. Los puso encima el lavabo, prendió la regadera, colocó su toalla color durazno con flores negras sobre el cristal de la cabina color caracola y, una vez que el vapor comenzó a soplar, se metió a bañar. Del agua enfriándose a sus pies, de las burbujas fundiéndose y multiplicándose en los rincones de su espalda, y del vapor condensándose y comenzando a gotear, nació una nueva Vera: prístina, vulnerable y quebradiza. Ahora ella olía a mandarina y albahaca. Salió, se enmantó con la toalla durazno, fue al espejo. En un momento de pausa y con dos hilos cristalinos corriendo desde sus ojos húmedos, notó, escrito con trazos seguros y longevos, la última muestra de amor del muerto.

Narrativa

Canción del fuego fatuo

Apenas se asoman los primeros rayos del sol cuando abres los ojos. Dormiste mal, con el rostro dirigido a la pared y te deslumbra la mañana. Sudas, y hay poco tiempo para procesar lo que soñaste. Tienes mucho que hacer. Recuerdas que estabas en una feria, de esas que se ponían en el parque a la vuelta de tu casa. Ibas cada año, hasta que tu hermano creció demasiado para esas cosas y tu papá dejó de tolerar el ruido de la gente. Después fuiste con tu mamá un par de veces, pero ya no era lo mismo. En tu sueño estabas con ella, y todavía puedes ver el carrusel de platón perdiendo sus contornos resplandecientes. Los caballitos con piernas de plástico rojo se multiplicaban hasta convertirse en uno circular, que cargaba sombras color terracota en su lomo infinito. Te sentabas en los escalones del Monumento a Álvaro Obregón, donde estuvo el restaurante en el que lo mataron hace casi cien años. Eras todavía más pequeño entre las estatuas monstruosas de dos mujeres de granito. Una sostenía un martillo, otra una mazorca. Tosías con una voz que retumbaba en tu diafragma (no era la tuya) y tus dientes se caían. Todos. Eran negros y puntiagudos, como puntas de flecha de obsidiana, de esas que venden para los turistas en las pirámides. No sabes si tu sorpresa fue mayor a tu horror. Bajaste apurado los escalones sin regresar la vista al monumento. Llevaste el puño de piedras negras a tu mamá y te dijo que no te preocuparas, mientras ponía su mano cálida y suave sobre tu cabello. En ese entonces, todavía brillaba.

Quitas la almohada de entre tus rodillas. Te estiras. Vas a estar muchas horas en el escritorio y no quieres que te duelan tanto. Revisas tu celular. Son las seis y trece, pronóstico de siete grados, parcialmente nublado, con 30% de probabilidad de lluvia. No tienes respuesta de Helena. Seguro dijiste algo que no le gustó. Te levantas de la cama, agradeces que conseguiste un cuarto con baño y prendes el agua caliente de la regadera, escarbas el par de ropa interior limpia que te queda, la playera del día anterior, los jeans del lunes y te metes a bañar. El jabón es del tamaño de una almendra, debiste haber traído más. Habías llenado la maleta de libros, empacaste un camino de cama y un cojín de Tenango de Doria, pero no trajiste suficiente jabón. A ver cuándo te da tiempo de ir a la ciudad por esas cosas. Te secas y vistes. Metes la ropa sucia y las toallas a la inmensa bolsa amarilla que tiene escrito con marcador, en letras de molde, el nombre de tu hermano. Supones que tu mamá lo garabateó cuando él se tuvo que ir de campamento, para que no se perdiera o no se lo robaran.

La escuela los sacaba a acampar cada primavera desde la primaria hasta la prepa. La primera vez que te iba a tocar, lo cancelaron por la influenza H1N1 y, en secreto, sentiste alivio. No tuviste suerte las siguientes nueve veces. Te parecía espantoso salir del hogar. Mucho más todavía cuando es para estar rodeado de niños hiperactivos en lugares con humedad, lodo, mosquitos y sol, todos crueles. Los últimos dos campamentos fueron después de que se te abriera el mundo a los sentidos, e ir a la naturaleza ganó un encanto muy particular. Ahora sientes que antes de esos años no estabas vivo, que todo pasaba frente a tus ojos de perro triste como si estuvieras desconectado de la realidad y sólo hubieras existido en los libros. Siempre te ha costado trabajo no estar en la luna. Tenías diecisiete años cuando empezaste a intentar verle cara de Rin a cada riachuelo y de Alpes a cada cordillera. La primera vez que viste el amanecer fue en uno de esos campamentos, cuando los niños inclementes ya estaban hormonales. Fueron a Veracruz, al lago de Catemaco, donde están los brujos. Te acuerdas de oír, a lo lejos, los gritos de la isla de los monos. Te despertaste con sus alaridos de la madrugada y fuiste a la orilla del lago. Viste al sol como un disco rojo tenue, y las islas, el agua y el horizonte sin estrellas se confundían en un azul pálido, casi blanco. Sentiste un dolor profundo en el pecho por ser la única persona viendo eso, que se perdería para siempre. Tienes la imagen clara todavía, pero no sabes qué tanto la contamina su similitud con esa pintura famosa. Te impresiona que la memoria distorsione tanto. Crees que eso te pasa con frecuencia. Te frustra cómo lo real se desvanece entre lo que relacionas y tus ideas. Te aterra vivir dentro de tu cabeza.

Bajas las escaleras y entras a la cocina. Te haces de desayunar. Hueles la leche y te das cuenta de que ya está mala, entonces le pones agua a los corn flakes. Te los comes sin pensar y te haces un café soluble. Ambos son casi insaboros, pero cumplen su función. Ves tus ojeras de autoexplotación en el reflejo del agua con cereal. Deberías dormirte más temprano o despertarte más tarde, pero tienes mucho que hacer. No ayuda que los vecinos hagan fiesta a cada rato, a pesar de (o quizá a causa de) la pandemia. Dejas tus trastes sucios en el lavabo y ves que no tienes mensajes. Quizás se descompuso su teléfono, o está muy ocupada. Decides dejar de darle vueltas al asunto y subes a tu cuarto. Buscas Antígona en el librero. Pones un dedo encima del lomo del libro, lo inclinas, luego lo tomas con tu pulgar y dedo medio, lo sacas, y tienes un mundo entero en las manos, una caricia de humanidad, de sus pasiones, su dolor y su sosiego. En este caso, las de un griego muerto hace más de dos milenios y medio. No le das importancia y lo guardas bajo el brazo. Tienes que acabarlo para mañana. Te pones tu tapabocas y casi sales de la casa de estudiantes así, pero recuerdas que necesitas guardar el camino y el cojín, deshacer la cama, meter las sábanas y cubiertas en la bolsa, y que te falta el detergente en cápsulas.

Bajas las escaleras jorobado por el sacote amarillo en la espalda. Vibra tu teléfono, pero no es la respuesta. Es uno de esos correos de la universidad sobre el virus, pidiendo que no cunda el pánico. Te preocupa más el silencio que el virus. Puede ser que la aburriste y que su tiempo sea demasiado valioso como para que te conteste. Sales de la casa, cierras con llave y empiezas a caminar sobre Hull Road. Aprietas el paso: no tuviste en mente el frío cuando saliste. Cuando la calle se convierte en Lawrence Street, te sospechas invasor. Aceleras más y sacas el libro con tu mano derecha. La izquierda sostiene el saco y te comienza a doler la fricción con sus hilos. Con dificultad por los lentes empañados, empiezas a leer para no enfrentar las ventanas del edificio de la esquina. Te sientes más en paz cuando cruzas la muralla y ves la lavandería de Walmgate. Apenas abrió, entonces sigues solo al entrar. Pones capsulitas de detergente en dos lavadoras, las llenas y empiezan a dar vueltas. Te sientas en el piso tibio y devoras los primeros dos episodios de la obra. Luego recuerdas que tienes que limpiar los trastes y tirar la leche, entonces sales, caminas con velocidad por el frío, evades la mirada del edificio de la esquina, abres la puerta de la casa estudiantil, te lavas las manos, te quitas el tapabocas y entras a la cocina. Todavía no hay respuesta, por el cuarto día consecutivo. Seguro has revisado tu teléfono un centenar de veces desde entonces. Desactivas las notificaciones. Enjuagas el tetrapack de la leche y lo haces pequeño, lo tiras en la basura inorgánica, casi llena. Vas a lavar platos y pones una playlist de boleros tristes.

Una amiga y tú habían hecho un grupo de los estudiantes hispanohablantes. Primero eran cuatro: una española, una guatemalteca, una venezolana y tú. Helena llegó después, cuando eran como veinte. No te había llamado la atención hasta que te marcó un día para pedirte ayuda con el cambio de número de teléfono. Resultó que vivía en Lawrence Street, a pocas cuadras de tu casa y que ella era la única persona cuarentenada en su vivienda, así como tú en la tuya. Empezaron a platicar en sesiones largas de hilos de treinta o cuarenta mensajes. Luego decidieron caminar por los edificios alrededor de los de ustedes y ver cómo cambiaban las hojas. Te sorprendió la manifestación del otoño: ver que las hojas no salían amarillas o naranjas, sino que se iban colorando de adentro hacia afuera, como si un fuego naciera de su centro y las preparara para extinguirse. Pronto, caminar con Helena se convirtió en algo hogareño. Lo primero que te atrajo de ella fueron sus ojos, profundos y abiertos, como de avellana silvestre, con una pupila apenas discernible. No sabes si te gustan tanto porque el cubrebocas tapaba prácticamente el resto de sus rasgos faciales. Caminaban por ahí de las seis y veían los atardeceres sobre el río Foss. No ayudaba que no habías conocido a personas nuevas desde que te encerraste en México en marzo. Querías ver su sonrisa.

La última vez que caminaron fue un poco más en la noche. Faltaban cinco días para que llegaran sus compañeros de piso, así que intentaron sacarle todo el jugo a la soledad. Con dos metros de distancia entre sí, se apoyaron en el barandal del puente sobre río y vieron un rato largo los patos asomándose a las profundidades. No dijeron nada por varios minutos. Veían cómo la luna iluminaba todo y pintaba cientos de pequeñas hojas de plata sobre el agua. Unos faros y la luz de un súper oriental rasgaban a la masa oscura con reflejos azules, rojos y amarillos. El silencio se extendió como el cristal sobre la llama. Te volteó a ver y te sorprendió que dos puntos pudieran ser tan expresivos. Pasaron un par de minutos, o capaz que no. Te dijo que le daba emoción ver nieve por primera vez y propusiste algunos planes ambiguos sobre el invierno, en el caso de que no pudieran regresar a casa. Ahí le pudiste haber dicho. Pudiste haberle dicho que te atraía. Que querías que te enseñara el último rincón de su ciudad natal. Que querías acercarte. Que querías tomar su mano. ¿Pero qué tal que todo estaba en tu cabeza? Crees que te haces ideas. Te lo han dicho hasta el cansancio. Además, seguramente no es tan difícil sentir eso por cualquier persona frente a un río, con los patos, el silencio, la luna y la distancia. ¿Para qué apresurarse con algo que puede lastimar tanto? Y no eres el tipo de persona que haría cosas así. Siguieron hablando de la Navidad. Regresaron a su puerta. Era la última oportunidad. Sólo le deseaste una linda noche. Seguiste hasta Hull Road. Fuiste a la casa estudiantil, te lavaste las manos, subiste a tu cuarto, le mandaste un par de mensajes para llegar a la pregunta que querías hacer y nunca los contestó.

Seguramente dijiste algo que la incomodó. Bajas, te pones el tapabocas, abres la puerta de la casa. Puede ser que hayas sido demasiado insistente. Caminas con prisa viendo al piso hasta llegar a la lavandería. Tal vez sólo te quería tener ahí hasta que pudiera interactuar con más personas. Entras, te vuelves a sentar en el piso. Te duelen las rodillas. Quizás ni siquiera le caías bien. Sigues con el tercer episodio de Antígona. Creonte le dice a su hijo Hemón que recuerde que lo que abraza se torna frío en sus brazos. De ahí al final de la obra, Sófocles te hace pedazos. Te quedas unos tres minutos viendo cómo tus cosas dan vueltas y hacen círculos perfectos, casi hipnotizantes. Desdoblas la bolsa amarilla, metes todo ahí y regresas a tu cuarto. Pasas las dos horas que siguen colgando ropa, viendo tutoriales de planchado en la computadora e intentando planchar tus camisas. Regresas Antígona al librero. Revisas el teléfono. Está por llegar la hora en la que México se despierta, entonces te toca decidir entre dormir un par de minutos o empezar a resolver tus pendientes para la semana. Optas por lo primero, para no notar el silencio. Intentas apagar tu cabeza, te acuestas en la colcha y cierras los ojos.

Soñaste que estabas en una exhacienda, de esas que ahora son hoteles llenos de alemancitos y que visitabas durante los años de tu infancia en los que era seguro viajar por México. Estabas en el patio central, veías las vigas de madera oscura que sostenían un techo de losas, el cielo era azul, no tenía nubes, y las paredes eran blancas. Helena estaba sentada sobre una fuente de piedra. Suponías que, si no le decías algo en ese momento, no tendría sentido volver a dirigirle la palabra. Te acercaste a la Helena del sueño, le dijiste que no querías incomodarla de ninguna forma y que sabías que se iría pronto, pero que, si no le decías todo, te arrepentirías siempre. Te importaba que eso no fuera a crear distancia entre ustedes. Te decía que tenía bastante en qué pensar y no volvías a saber nada de ella. Nunca. Quizás sólo fue amable contigo.

Despiertas diez horas después. Bajas a la cocina y pones agua a hervir. Sacas un cilindro blanco del cajón al lado de la estufa. Ves las instrucciones. Ésta era inglesa, pero quería parecer china. Por primera vez en tu vida, doblas la tapa de una sopa instantánea y sacas un polvo rojo. No sabes qué hacer. Vuelves a leer las instrucciones. Cuando silva la tetera, viertes el agua en el recipiente, le pones el polvo y lo vuelves a cerrar. No sabes si te salió peor lo de Helena o tu sopa. Recuerdas que la pandemia de tu niñez no te afectó mucho y hasta te alegró. Dos semanas de encierro para un niño privilegiado y ensimismado no son nada. Te preguntas si Helena tiene pecas o algún lunar en su rostro y suspiras. Abres la sopa, huele dulzón, demasiado. A veces sólo piensas que te gustaría tener algo, lo que sea, en tus brazos, aunque se enfríe y tus brazos se desmoronen. Luego te acuerdas de que hay más entre nuestros brazos de lo que es aparente, que sólo es un día malo y que vienen otros. No necesariamente mejores. En el esquema grande de las cosas, nada de esto importa. Se te olvida la sopa y subes a arreglar tus pendientes.

Narrativa

Veinte variaciones ouilipianas sobre dos versos de Alejandra Pizarnik

00 Aria (texto original)

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre.

01 Reorganización alfabética

 AA BB C DDDDDD EEEEEEE G IIII LL MMMM NN OOOOO R SSS T UU

02 Anagrama

Mío Cid: en ruidos gélidos se la tomen de lamen, médium debe boa.

03 Lipograma en c, f, h, j, k, p, q, v, w, x, y, z

 ¿Sabes tú del miedo?

 Sé del miedo cuando digo mi nombre.

04 Lipograma en a

¿Tienes miedo?

Tengo miedo si digo mi nombre.

05 Lipograma en s

¿Conoces al miedo?

 Conozco al miedo cuando digo mi nombre.

06 Traslación (S+7)

¿Sabes tú del mielítico?

Sé del mielítico cuando digo mi nominal.

07 Traslación (V+1)

¿Sacralizas tú al miedo?

Sacralizo al miedo cuando declamo mi nombre.

08 Una letra menos

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando dio mi nombre.

09 Tres letras menos

¿Sabes tú del mido?

Sé del meo cuando digo mi nombre.

10 Negación

¿No sabes del miedo?

Sé de la calma cuando digo mi nombre.

11 Reducción

¿Miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre

12 Otra reducción

¿Sabes tú del miedo?

Mi nombre.

13 Doble reducción

¿Miedo?

Mi nombre.

14 Mínimas variaciones

¿Sabes tú del medio?

Sé el de en medio cuando digo mi hombre.

¿Sabes tú del hielo?

Sé del hielo cuando higo mi hombro.

15 Pésimas traducciones en ida y vuelta

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre.

Do you know fear?

I know fear when I say my name.

¿Conoces al temor?

Conozco al temor cuando afirmo mi reputación.

Have you met awe?

 I meet awe every time I affirm my reputation.

¿Conoces a la admiración? 

Conozco a la admiración cada vez que ratifico mi reputación.

16 Spanglish

¿Sabes tú del fear?

Sé del fear when I say mi nombre.

17 Haiku

¿Sabes del miedo?

Sé del miedo al decir

mi propio nombre.

 18 Inventario de sustantivos

El miedo

El miedo

Mi nombre

19 Efe

¿Safabefes tufu defel mifiefedofo?

Sefe defel mifiefedofo cufuafandofo difigofo mifi nofombrefe.

20 Literatura definicional (Diccionario del español de México)

¿Sabes tú de la sensación que se experimenta ante algún peligro, posible daño o ante algo desconocido, y que se manifiesta generalmente con pérdida de la seguridad, actitudes poco racionales, temblor, escalofríos, palidez?

Sé de la sensación que se experimenta ante algún peligro, posible daño o ante algo desconocido, y que se manifiesta generalmente con pérdida de la seguridad, actitudes poco racionales, temblor, escalofríos, palidez cuando digo la palabra con la que se me distingue.  

00 Aria (texto original)

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre.

reseñas

«Hebras» de Esther Seligson

Lo que mueve a Seligson es el paso desenfrenado del tiempo, la infancia, la familia. Las despedidas. Así lo revela la autora desde el epígrafe de Edmond Jabès: “Todo libro se escribe en la transparencia de un adiós”. Hebras tiene el tono de un texto que se escribió de manera impúdica. Aquí no hay pretensión alguna de separar la emoción propia y su consecuencia intelectual.

En “Luciérnagas en Nueva York”, la escritora le habla a su nieta recién nacida. ¿Cómo ha sido la vida desde tu nacimiento?, parece preguntarse, y así redescubre el jardín de la casa que habitan tres generaciones de mujeres: las plantas y los bichos minúsculos, el atronador ladrido del perro, las fragancias de los nuevos pétalos. La perspectiva romántica predomina en la descripción de los espacios, en el agradecimiento por la sola posibilidad de vida y su manifestación en la nieta, porque con ella la abuela renació.

Redescubro contigo lo que de por sí es único y pronto olvidamos sumergidos en nuestras rencorosas soledades de adulto. Y lleva razón el poeta al reclamar del alma su infantil capacidad de asombro, de entrega, de anhelo

Estamos bebiendo café en la terraza del Centro Cultural Elena Garro. Hay una fuerte corriente de aire y hablamos apretando los vasos humeantes. Es invierno, no sé de qué año. Tampoco sé cómo saco el libro a colación. El punto es que Marcela me dice: No me gusta Seligson, es muy rosa, muy meh. Literatura rosa. Me quedo pensando. ¿No es otra forma de referirse a su narrativa como «prosa poética»? Eso ya lo escuché en otro lado. ¿Por qué me gusta a mí?

No entiendo cómo se modera el lenguaje poético, si debería hacerse siquiera. Aceptamos una verdad irrefutable: Chéjov es el maestro del cuento porque muestra al lector “lo que sucede” y no elabora en cosas que “no aportan” al relato (ahí suele terminar la afirmación, difícilmente alguien se aventurará a complejizarla). La conclusión es obvia: se desalienta la manipulación excesiva del lenguaje. Quizá no hay respuesta. Hay autoras como Seligson que reconocen y celebran el papel fundamental de las emociones en la creación literaria; y otros que la acusan de melodramática o chantajista, pues creen que dirige al lector, lo obliga a la experiencia estética.

Los complejidad de los primeros movimientos infantiles avanza a la par del lenguaje. En la infancia es imposible nombrar lo que acontece, y después, cuando podemos formar palabras, hemos olvidado lo que sintieron nuestros dedos al palpar por primera vez. Por eso la narradora se esmera en plasmar las impresiones que atestigua en su nieta (su reacción ante el sonido de las campanas, los ojos luminosos del gato sobre la maceta, las flores de tallo alto y pesado), con la lucidez que sus años le permiten: sus palabras están dirigidas a la niña futurizada, la lectora adulta.

La fijación en el lenguaje y la edad, y la fascinación por el asombro infantil, se repiten en “Retornos”:

Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuenten las historias que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos, oídos y memoria, empalmar sin tregua amaneceres y crepúsculos, redescubrir el gozo de cada saber, las texturas del color, la inagotable filigrana de las letras que van haciéndose sílaba, vocablo, palabra, dibujando en el aire […]

Seligson, en el afán de volcar sensaciones y contactos primitivos en su escritura, acude, inevitablemente, a la poesía. Su prosa va y viene cual gato aburrido, entre la sutilidad estética y la descripción explícita. Aquí radica su encanto o fatalidad, dependerá ya del lector: en sus abstracciones del mundo y su audacia para notar las cosas más pequeñas, como “la mariposa atrapada entre el vidrio y la tela de alambre en la ventana, que empezaría a aletear en cuanto disminuyera la luz”. El relato rinde homenaje a la inspiración creadora.

El lector puede desgastarse por el tono romántico de la narrativa, pienso, si la lectura se reduce a un conjunto de adornos o frases rimbombantes. Si la prosa se sostuviera por completo en la combinación de palabras fortuitas, la narración sería pretenciosa, cansada, exhibicionista. Me gusta Seligson porque supo conciliar el relato y la unión entre el lenguaje y su sensibilidad; la forma y el estilo, me entero después por personas que saben mucho; o lo que se ve y lo que no se ve, para la mayoría. En Hebras lo memorable no es lo que sucede, sino lo que se muestra: la casa de la abuela, la madre joven, el acercamiento a las manos infantiles, el jardín que crece sin algo que le detenga, como planta trepadora, devorándolo todo.

La infancia es una oportunidad fugaz de cercanía física con el mundo. Pero el retorno a la infancia, a través de otro, también es una oportunidad de redescubrir la palabra y lo místico. “Jardín de infancia” es el relato fantástico de otro jardín, evocado por el sueño de una narradora sobre “el niño que fue y la niña que quiso ser y la niña que fue y el niño que quiso ser”. En el sueño, los niños emprenden la búsqueda de “la puerta de las siete alegrías” por invitación de serafines alegres pero de origen dudoso, quienes recitan adivinanzas y cantan música conocida: naranja dulce limón partido, dame un abrazo que yo te pido, reproduce Seligson, y el final del relato llega, brutal, con un destino trágico que ya se insinuaba en imágenes previas:

Al alba los ángeles recogen los cuerpos de los niños destrozados entre las patas de los caballos igualmente descabezados…

Despierto. La mariposa sigue ahí. Recuerdo que, mucho antes de saber quiénes eran, yo ya había escrito sus nombres en mis cuadernos escolares.

De tin, marín,
de do, pingué,
cucara, mácara,
títere fue.

De los relatos y textos que componen Hebras, destacan los que juegan con visiones alucinantes y fantasmagóricas, con la extensión del mundo onírico en una realidad aparatosa. Y como los niños que buscan lo inasible, el lector lee y relee en busca de significado. Hemos entrado al reino infantil de las canciones y las rondas. El lenguaje se endulza con la provocación de la memoria y la nostalgia, porque basta un verso para ubicar en geografía, remitir a una vida cotidiana específica, a la propia infancia. ¿Pero qué significa? ¿Significa algo, hay acaso un motivo trascendental de la escritura que el lector puede desentrañar, o es la pura compilación de lo que, para Seligson, fue la belleza? Es ese pensamiento, agraciado por la ambigüedad, el que seduce. No hay falta.

Seligson, Esther, Hebras, México, Ediciones sin nombre, 1996.

Narrativa

Temporada de Jacarandas

I

Llevábamos pocas horas bajo la sombra de las flores incandescentes del flamboyán. El sol era implacable, casi como un desafío contra la lluvia de la noche anterior que llegó a empapar la madrugada. Las grúas del seguro eran más lentas de lo usual por las vacaciones de Semana Santa. Ya era la quinta vez que repetía la misma descripción insatisfactoria: “Le entregué el coche al valet como a las ocho. Hora y cuarto después, me regresó las llaves y nos dirigió hacia donde estaba estacionado. Nos enseñó que no encendía y se fue. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que alguien abrió el asiento del copiloto y se robó la computadora del coche. Ahora no funciona y el valet ya se desapareció.” Me dolía inmensamente que esto hubiera pasado a dos cuadras de la escuela en la que estuve dieciséis años. Me quería ir a casa, pero mis opciones se reducían a quedarme sentado en la acera junto a un charco mientras llegaban los del seguro o ir al Ministerio Público y explicar lo mismo otras tres o cuatro veces. Opté por la primera. Después, Sofía me acercaría a Chimalistac, pero en ese momento el calor se me hacía insoportable y sólo quería encontrar un refugio. Cerrar una puerta con llave, la que fuera.

Sofía y yo estábamos sentados en el lado de la calle que tenía sombra, a pesar de que la coladera estaba tapada y la acera estaba arrugada y quebrada por la fortaleza de las raíces del árbol de lumbre. El agua polvorienta ocultaba las suelas de nuestros zapatos, pero era preferible a estar del lado del sol. Las fresas silvestres y las diminutas flores blancas escondían la peregrinación de hormigas en el submundo del pavimento roto y me hicieron olvidar momentáneamente que me habían robado y que habían convertido a Vincent (mi coche, llamado así porque un camión le voló el espejo izquierdo en un cuello de botella) en poco más que una cáscara de metal azulado. Cuatro horas antes, la nostalgia me había vencido y convencí a Sofía de ir a desayunar chilaquiles verdes al restaurante en el que comía solo en la prepa todos los jueves mientras leía. Ahora, ella me acompañaba por solidaridad y me propuso llevarme a casa cuando llegaran los del seguro. Salvo por una llamada a la policía y otra al seguro, la espera había sido silenciosa, hasta que le llegó un mensaje a Sofía, lo vio de reojo y me preguntó si ya me había contado de Miranda. Dijo que la había conocido tres años antes, en la Facultad de Música, porque estaban en la clase de solfeo y ambas traían el mismo suéter amarillo. Yo tomé una rama corta y empecé a mover los pétalos rojos que flotaban en el charco. Imaginé un naufragio mediterráneo en aguas turbias. Cada vez que se hundía la embarcación, conseguía otra para perderse también en la oscuridad y recordé aquellas líneas que Kipling atribuyó a marineros fenicios:

Dioses, no me juzguéis como un dios,

sino como un hombre

a quien ha destrozado el mar.

Uno no puede evitar maravillarse ante un mundo en el que coexisten el polvo y las flores.

Sofía relataba que Miranda era perfecta: también estudiaba letras clásicas, hablaba ruso, latín, griego, alemán, etcétera, etcétera. En una de ésas, hasta acadio. Y llevaban tres años dándose vueltas como zopilotes hasta que le ofrecieron una beca en la Universidad de Padua. El día en el que Sofía me acompañaba con paciencia infinita y demasiada generosidad, Miranda había llegado a Roma y esperaba su segundo vuelo. No se volverían a encontrar. Después, describió durante quince minutos cómo a Miranda le encantaba irse al bosque a acampar llevando sólo un cuchillo. Me hubiera gustado imaginarla como el tipo de persona que, si se peleaba con Dios, pensaría que ella tenía la razón, pero sé que Sofía tiene mejor juicio.

Le pregunté si estaba bien o si quería hablar de ello, pero me dijo que prefería no hacerlo. En cambio, me preguntó cuál era el mejor partido que había dejado ir. Mi mente se fue inmediatamente hacia Abril y, después, hacia una serie de incógnitas ociosas: ¿existe un mejor partido? ¿La dejé ir? ¿O más bien me expulsó de su vida? La respuesta corta —y la que murmuré— es que no lo sabía. La respuesta larga empezaba por decir que “Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa…”. Pero me quedé con la corta, porque me aterran las palabras. Decir (o peor aún, escribir) algo es dar una sentencia de realidad, es casi admitirlo, darle una forma en el mundo.

II

Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa, intenté empujar la puerta del café “La serpiente emplumada”. No tuve éxito. Mis manos tiritaban un poco por el frío y más por los nervios. Dejé los guantes en Vincent, que estaba en la agencia por su oreja mochada. Me vi obligado a levantar la vista del piso tapizado con flores parecidas a cuernos violetas y a acomodar mi mochila con cosas para el gimnasio y la universidad. Pensé que, cuando estuviera sentado con Abril, ella me preguntaría qué cargaba y le diría jugando que mi traje de antropólogo. Así le explicaría que estaba haciendo una etnografía que intentaba estudiar los rituales de los hombres en los gimnasios, casilleros y regaderas y podríamos bromear, para romper el hielo. Pero no me preguntó nada sobre eso.

Vi la etiqueta sobre la manija y jalé la puerta de metal negro. Empequeñecido, entré al café con una pena agigantada. Entonces, al igual que ahora, no sabía cómo actuar en ese tipo de situaciones. El café tenía dos pisos: el primero era de piedra desnuda y vigas de hierro cubiertas de pseudopoemas puestos con magnetos por los comensales. Un haikú particularmente malo decía Evening to whisper/ Silent dawn around your lips/ A thunder to cry. Nunca me conmovió, pero todas las veces que regresé al café lo vi, ridículo, invicto y separado del resto, a la altura de mis ojos. En la esquina del lado derecho de la puerta había una tarima con una periquera vacía, un micrófono negro mate y una guitarra acústica de verde chillón, de esas que no necesitas escuchar para saber que estarán desafinadas. Al lado, una chica con un impecable suéter blanco tejido leía La sonata a Kreutzer mientras ignoraba su pollo a la salsa bernesa. Más ignorado aún estaba su acompañante, que la veía con algo que podría parecer fascinación, pero quizá se confundía con una extrañeza absoluta. Había una barra en el fondo, que anunciaba smoothies de yogur griego con moras.

Di unos pasos y me oprimió ver a Abril en el segundo piso, con un vestido negro lleno de pétalos azules y un suéter con cuello redondo. Me encantó cómo resaltaba su cuello esbelto. Las manos alargadas de Abril escondían un tarro de cristal con hielo morado. Sus rasgos eran tan definidos y pálidos que, si no hubiera sido por la intensidad de sus ojos, la hubiera dado por mármol. Pasé junto una mesa con dos estudiantes peleándose por su trabajo final sobre la polarización de las elecciones estadunidenses (o algo así, no pude oírlos tanto como hubiera querido), subí las escaleras con rodillas temblorosas, vi unos anuncios en la pared sobre clases de tarot y saludé a Abril. Esperé a que me preguntara si quería bajar por algo de tomar y, más bien, me invitó a sentarme. A lo largo de este manojo de años he regresado a este momento para darme cuenta de que la omisión me hirió de la misma manera que cuando me enteré, en una tira de Mafalda, que Santa Claus no existe. La magia había muerto, pero cualquier momento anterior era hermoso y preciado. Varias veces he pensado que Abril y yo no funcionamos porque no me preguntó nunca si quería ir por algo de tomar. Y tampoco me preguntó por la mochila.

Con mi garganta seca y sometido al repugnante calor húmedo de marzo, coloqué mis cosas entre las patas de la silla y la mesa, que era un tristísimo acetato del Tristán e Isolda de Wagner dirigido por Kleiber. Su función se había reducido a aguantar malteadas, cacahuates, algún juego de mesa y, en este caso, un smoothie solitario. Abril me preguntó si todo estaba en orden. Seguramente notó que mis ojos saltaron al primer piso y que tenía mis dudas sobre si sentarme o quedarme parado. “Sí, sí. Todo bien, ¿tú qué tal?” respondí casi mecánicamente, sin hacer contacto visual y ocultando mi horror por la cercanía al barandal transparente. Hay toda una colección de cosas que jamás le dije a Abril, que iba desde mi horror por las alturas, hasta cómo su mirada fija y color avispa me daba más vértigo que los tres metros de caída.

Quizás para protegerme, olvidé nuestra conversación casi por completo. Sé que Abril me contó de su tesina sobre el Dichten Denken de Heidegger y la novela Narziso y Golmundo. No recuerdo la relación entre ambos. También me acuerdo de que hablamos sobre la música de cámara de Schubert y sobre el exnovio de Abril, que escribió un cuento sobre el estafador de Coyoacán que supuestamente es un dramaturgo y revende boletos falsos frente al kiosco. Recuerdo, más bien, que cuando empecé a hablar, ella bajó la mirada y comenzó a mover sus manos, que yo no alcanzaba a ver. A lo largo de mi monólogo, en el que seguramente tropecé una y otra vez, porque mi seguridad en mí mismo se volvía más pequeña con cada palabra, tenía la impresión de que veía su celular mientras me escuchaba a medias. Mi inseguridad empeoró cuando logré regresarle la palabra y me recitó un soneto a las jacarandas, de belleza aplastante y totalmente fuera de mi comprensión, más intimidante que sus ojos primaverados, que sus ideas y que sus omisiones. La conversación regresó a la incomodidad. Si hubiera visto que las manos de Abril estaban ocupadas jugando con los botones como perlas de su suéter verde y no con su celular, tal vez nos hubiéramos entendido. Pero pensé ingenuamente que después podría arreglarlo todo. Entonces, cuatro años y tres semanas después, decidí romper el silencio. “Sofía, ¿alguna vez te conté de Abril?”

III

Le di unos detalles sobre Abril a Sofía. Suficientes como para que entendiera por qué me atraía tanto después de años de desencuentro y silencio. Le dije que Abril escribía poesía, se sabía a Borges al derecho y al revés, y que era muy brillante y liviana, casi como un pétalo suspendido en el aire. Omití que, poco a poco, representó esa vida que nunca tuve, pero siempre quise. Ella tenía veladas bohemias con sus amigos, que parecían hechos de luz de luna y vino. Iban a museos y salas de conciertos, se encontraban en parques para ver atardeceres y en azoteas para contar estrellas. Mientras tanto, yo llevaba poco menos de veinte años de sentirme solo e incomprendido. Callé que cada vez la imaginaba mejor y era menos capaz de saber cómo era en realidad. Noté que mi deseo y su representación se podrían anteponer a la realidad y a su posibilidad como persona. Así que hice un esfuerzo consciente por salir de su vida.

Tampoco dije que la había visto, a lo lejos, en septiembre, y que no nos saludamos. Fue en la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes, justo antes de que Veronika Eberle tocara el concierto de violín de Brahms con la Orquesta Sinfónica de Montreal. Mis dos boletos y yo fuimos a sentarnos solos, y la ausencia de Adela, que me dejó plantado, se mezcló con alguna mirada amielada de Abril y con la embriaguez de la multiplicidad de la vida en el primer movimiento de Brahms. Hay momentos victoriosos, punzantes, nostálgicos, pero los dolorosamente hermosos me saltaron como nunca. Esa noche, soñé primero que intentaba abrazar a Adela y que le daba asco, casi como si oliera a cadáver y todos, excepto yo, se dieran cuenta. Cada persona me veía con desprecio y caras largas. Al despertar, tomé un vaso con agua. Volví a acostarme y soñé después que Abril y yo estábamos en algo parecido al fondo de una pecera inmensa. El piso era cobalto y tenía algas vivas que apuntaban a un cielo sin límites con nebulosas púrpuras, rosas y azules brillantes que triunfaban sobre la oscuridad. El olor fresco a lavanda y mandarina era apenas sugerente. Las paredes estaban cubiertas de tulipanes u orquídeas en flor que palpitaban como si tuvieran pulso y respiraran. Los dos sentíamos el alivio del llanto, nos sonreíamos. Nuestras palmas se tocaban en sintonía. Encajaban, como si fueran perfectamente planas. Su mirada no me pesó. Desperté cinco minutos antes de que sonara mi alarma. Vi que tenía un mensaje de Abril, como si hubiéramos compartido ese tierno momento de complicidad. Tampoco dije que acabé mi relación con Adela poco tiempo después. “¿Al final qué pasó?”, preguntó Sofía. “Ah. Pues nada. Ahora tiene un novio y se ven muy felices. Me da gusto por ambos”, contesté. Lo dije en serio.

IV

Llegó la grúa del seguro. Me explicó que la cámara de seguridad de la esquina era de las nuevas del gobierno de la ciudad. De esas que todavía no funcionan y tal vez nunca lo hagan, pero ya pusieron porque asumen que una apariencia es suficiente para sustituir, aunque sea por un rato de ingenuidad, una cosa que funciona. La grúa se llevó lo que quedaba de Vincent al mecánico y Sofía ofreció acercarme a mi casa. Me gusta que Sofía me deja estar en silencio. Vi por la ventana cómo la ciudad se estaba pintando de azul violáceo. Era la temporada en la que la bóveda blanca de contaminación y nubes se rompe, y el cielo comienza a verse como se supone que se ve un cielo. Ésta es una ciudad distinta a la Ciudad de México de mi memoria, separada de la real, tan plural, imposible y pesada. La que puebla mis recuerdos como pequeños ácaros sedientos es monolítica, melancólica, constante, en la que se funden las jacarandas jóvenes, el cempasúchil de los muertos y las mariposas monarcas que anuncian el invierno. Las calles se cubren de arcos de papel picado que cuelgan de las luces de navidad y las banderas tricolores, algunas verdes, blancas y rojas, otras, más antiguas, deslavadas, cafés, grises y anaranjadas. Recuerdo a Abril desde esta ciudad gris de la memoria, donde puedo volver a vivir. No sé si por egoísmo o inmadurez, tenía miedo de vivir bajo su sombra, pero también sentía que éramos inevitables. Sofía me dejó en el Parque de la Bombilla. Caminé poco hasta una banca debajo de tres jacarandas violetas, me senté en ella y esperé a que las flores muertas cubrieran mi cuerpo mientras me sumergía en el recuerdo.