Ensayo

El infierno de pasar por México

Afuera, en la periferia de las ciudades, han transitado desde tiempos remotos  los vagabundos, los exiliados, en fin: los extranjeros. Un mundo de exclusión e inclusión construido con la naturalidad con que unas manos forman un montículo de tierra para separar un territorio del otro. Según sostiene Thomas Nail en su libro The Figure Of The Migrant, la percepción que tenemos de la historia occidental gira en torno a un concepto espacio-temporal bien definido; se trata de la existencia de un “adentro” y un “afuera”. Desde que se fundaron las primeras ciudades ha habido un bárbaro cuyos balbuceos no cabían en la Polis y altos muros para mantenerlo lejos. En este artificio bordeado por fronteras tangibles e intangibles hay figuras nítidas que caminan por las aceras, turistas que dan la vuelta al mundo con sus papeles en regla y su eterna contraparte: las figuras cuyo tránsito es castigado. Los migrantes.

Migrar es un derecho humano, reza el antimonumento erigido este 22 de agosto en la Ciudad de México frente a la embajada de los Estados Unidos. Su propósito es no olvidar una tragedia que, diez años después, sigue impune: la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. ¿Por qué moverse de un espacio a otro en este país es igual a transitar hacia la muerte? En México, una nación “de paso” por excelencia, la literatura de los últimos 10 años se ha hecho la misma pregunta. En Los niños perdidos (2016), el brutal testimonio de Valeria Luiselli producto de su trabajo como intérprete en la corte migratoria de E.E.U.U., la autora equipara las políticas de migración de México con “un videojuego de realidad aumentada […] donde gana el gañán que caza más migrantes”.  Un cruento juego entre «buenos» y «malos».

La frontera con Tijuana-San Diego del lado de México. Imagen: FB/CUELL Tijuana.

Volvamos un momento a los baluartes primigenios de la civilización occidental. En el Antiguo Testamento, Abel estableció su ganado y cosechas con el favor de Dios. Caín, el asesino, vagó su rumbo, legando su condena a todos sus parientes. La muerte de un migrante parece conservar aun hoy en día ese tufo de moralidad. Si los bad hombres mueren, es por decisión propia. Si llegan al infierno, es porque no tendrían que haber andado tanto. En respuesta, la literatura mexicana ha tomado en más de una ocasión los relatos en torno al cielo y al infierno como modelo para sus narrativas sobre la migración.

Tal es el caso de Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge, que combina testimonios de migrantes centroamericanos en su paso por México con fragmentos de La divina comedia, creando una perturbadora amalgama temporal que pesa sobre el lector. Lo que ocurre ahora ha ocurrido ya mil veces y seguirá ocurriendo, tiempo cíclico del mito que también aparece, pero en clave prehispánica, en Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera.

Como los videntes en el infierno de Dante, condenados a mirar siempre hacia atrás, el migrante desciende hasta el infierno portando la maldición de Caín.  En la alternancia de sus personajes entre el horizonte infinito del desierto y los apretados confines de camiones de carga, bodegas y mataderos, se externaliza uno de los más grandes miedos de la sociedad occidental: un mundo abierto, sin límites, en donde la frontera entre el sol y la sombra se difumina.  Para quien migra, la vida no toma lugar en el cielo como en la tierra; más bien, es en la tierra, en los parajes insólitos del desierto, como es en el infierno. 

Ambas novelas incorporan e invierten los tropos de la road novel, inmortalizada a mediados del siglo pasado en la literatura norteamericana (pensemos, por dar un ejemplo, en Jack Kerouac). En esta literatura de viaje de la modernidad había una meta, un sueño, una transformación espiritual hacia, si no lo perfecto, por lo menos lo positivo. En la literatura mexicana de migración, esta transformación se asemeja más a un apocalipsis de muertos vivientes. Cada uno de los desterrados, de los que se describen a sí  mismos como “sin cuerpo y sin alma”, tiene su destino grabado en fuego.

El fuego: su destructora, atronadora y a la vez purificadora esencia, elemento fiero que catalizó el inicio de nuestra civilización; eje de sacrificios y la forma preferida de eliminar todo rastro de un cuerpo. Los cuerpos y su destrucción son esenciales en Las tierras arrasadas, pero esta representación del fuego no es aislada. Fila India (2013) de Antonio Ortuño también recurre a él: quema con él los cuerpos.

Mural en Tijuana, México. Imagen: Marcela Santos

En la configuración de esta novela se encuentra la esencia del sacrificio y de su mercantilización. Las escenas de violencia extrema que se representan, con un lenguaje que raya en el hiperrealismo, no tienen un propósito dramatizante. Son incómodas, oscuras, satíricas. En ellas, el lector se hunde en el más profundo horror sólo para ser “rescatado”, una y otra vez, por las banalidades todavía más obscenas de la vida política. Los personajes ven a un hombre quemarse y se lamentan de haber perdido dinero. Los asesinos incendian un refugio repleto de migrantes y se alejan escuchando la radio. Los protagonistas, los cazadores que han entregado tantas vidas a la muerte, están enamorados, viven en sus mentes su propia tragedia. La fila india que hacen los migrantes hacia su muerte son las filas de los interminables trámites burocráticos. Sus vidas son números en papeletas archivadas.

Se levanta una nube de fascismo, de exclusión y la literatura responde: no con oposición directa, no con contraargumentos o dramatizaciones. Ante la exclusión extrema, los personajes más marginados al centro. Ante la extrema violencia, la violencia extrema, o en sordina, el lado más incómodo de esa violencia pero, sobre todo, su banalidad. El propósito no es darle voz a quienes ya la tienen: la literatura no tiene esa superioridad. Tampoco tiene la capacidad de mover o cambiar las cosas; es acaso un paréntesis de reflexión. Si de algo nos sirven estas narrativas de la migración, es para recordarnos que la migración no está reservada a un grupo de personas que huyen; es una situación que nos cruza directamente. Que esta literatura nos siga sirviendo de dique, un medio saludable para transitar por capas y capas de versiones oficiales.