reseñas

«Hebras» de Esther Seligson

Lo que mueve a Seligson es el paso desenfrenado del tiempo, la infancia, la familia. Las despedidas. Así lo revela la autora desde el epígrafe de Edmond Jabès: “Todo libro se escribe en la transparencia de un adiós”. Hebras tiene el tono de un texto que se escribió de manera impúdica. Aquí no hay pretensión alguna de separar la emoción propia y su consecuencia intelectual.

En “Luciérnagas en Nueva York”, la escritora le habla a su nieta recién nacida. ¿Cómo ha sido la vida desde tu nacimiento?, parece preguntarse, y así redescubre el jardín de la casa que habitan tres generaciones de mujeres: las plantas y los bichos minúsculos, el atronador ladrido del perro, las fragancias de los nuevos pétalos. La perspectiva romántica predomina en la descripción de los espacios, en el agradecimiento por la sola posibilidad de vida y su manifestación en la nieta, porque con ella la abuela renació.

Redescubro contigo lo que de por sí es único y pronto olvidamos sumergidos en nuestras rencorosas soledades de adulto. Y lleva razón el poeta al reclamar del alma su infantil capacidad de asombro, de entrega, de anhelo

Estamos bebiendo café en la terraza del Centro Cultural Elena Garro. Hay una fuerte corriente de aire y hablamos apretando los vasos humeantes. Es invierno, no sé de qué año. Tampoco sé cómo saco el libro a colación. El punto es que Marcela me dice: No me gusta Seligson, es muy rosa, muy meh. Literatura rosa. Me quedo pensando. ¿No es otra forma de referirse a su narrativa como «prosa poética»? Eso ya lo escuché en otro lado. ¿Por qué me gusta a mí?

No entiendo cómo se modera el lenguaje poético, si debería hacerse siquiera. Aceptamos una verdad irrefutable: Chéjov es el maestro del cuento porque muestra al lector “lo que sucede” y no elabora en cosas que “no aportan” al relato (ahí suele terminar la afirmación, difícilmente alguien se aventurará a complejizarla). La conclusión es obvia: se desalienta la manipulación excesiva del lenguaje. Quizá no hay respuesta. Hay autoras como Seligson que reconocen y celebran el papel fundamental de las emociones en la creación literaria; y otros que la acusan de melodramática o chantajista, pues creen que dirige al lector, lo obliga a la experiencia estética.

Los complejidad de los primeros movimientos infantiles avanza a la par del lenguaje. En la infancia es imposible nombrar lo que acontece, y después, cuando podemos formar palabras, hemos olvidado lo que sintieron nuestros dedos al palpar por primera vez. Por eso la narradora se esmera en plasmar las impresiones que atestigua en su nieta (su reacción ante el sonido de las campanas, los ojos luminosos del gato sobre la maceta, las flores de tallo alto y pesado), con la lucidez que sus años le permiten: sus palabras están dirigidas a la niña futurizada, la lectora adulta.

La fijación en el lenguaje y la edad, y la fascinación por el asombro infantil, se repiten en “Retornos”:

Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuenten las historias que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos, oídos y memoria, empalmar sin tregua amaneceres y crepúsculos, redescubrir el gozo de cada saber, las texturas del color, la inagotable filigrana de las letras que van haciéndose sílaba, vocablo, palabra, dibujando en el aire […]

Seligson, en el afán de volcar sensaciones y contactos primitivos en su escritura, acude, inevitablemente, a la poesía. Su prosa va y viene cual gato aburrido, entre la sutilidad estética y la descripción explícita. Aquí radica su encanto o fatalidad, dependerá ya del lector: en sus abstracciones del mundo y su audacia para notar las cosas más pequeñas, como “la mariposa atrapada entre el vidrio y la tela de alambre en la ventana, que empezaría a aletear en cuanto disminuyera la luz”. El relato rinde homenaje a la inspiración creadora.

El lector puede desgastarse por el tono romántico de la narrativa, pienso, si la lectura se reduce a un conjunto de adornos o frases rimbombantes. Si la prosa se sostuviera por completo en la combinación de palabras fortuitas, la narración sería pretenciosa, cansada, exhibicionista. Me gusta Seligson porque supo conciliar el relato y la unión entre el lenguaje y su sensibilidad; la forma y el estilo, me entero después por personas que saben mucho; o lo que se ve y lo que no se ve, para la mayoría. En Hebras lo memorable no es lo que sucede, sino lo que se muestra: la casa de la abuela, la madre joven, el acercamiento a las manos infantiles, el jardín que crece sin algo que le detenga, como planta trepadora, devorándolo todo.

La infancia es una oportunidad fugaz de cercanía física con el mundo. Pero el retorno a la infancia, a través de otro, también es una oportunidad de redescubrir la palabra y lo místico. “Jardín de infancia” es el relato fantástico de otro jardín, evocado por el sueño de una narradora sobre “el niño que fue y la niña que quiso ser y la niña que fue y el niño que quiso ser”. En el sueño, los niños emprenden la búsqueda de “la puerta de las siete alegrías” por invitación de serafines alegres pero de origen dudoso, quienes recitan adivinanzas y cantan música conocida: naranja dulce limón partido, dame un abrazo que yo te pido, reproduce Seligson, y el final del relato llega, brutal, con un destino trágico que ya se insinuaba en imágenes previas:

Al alba los ángeles recogen los cuerpos de los niños destrozados entre las patas de los caballos igualmente descabezados…

Despierto. La mariposa sigue ahí. Recuerdo que, mucho antes de saber quiénes eran, yo ya había escrito sus nombres en mis cuadernos escolares.

De tin, marín,
de do, pingué,
cucara, mácara,
títere fue.

De los relatos y textos que componen Hebras, destacan los que juegan con visiones alucinantes y fantasmagóricas, con la extensión del mundo onírico en una realidad aparatosa. Y como los niños que buscan lo inasible, el lector lee y relee en busca de significado. Hemos entrado al reino infantil de las canciones y las rondas. El lenguaje se endulza con la provocación de la memoria y la nostalgia, porque basta un verso para ubicar en geografía, remitir a una vida cotidiana específica, a la propia infancia. ¿Pero qué significa? ¿Significa algo, hay acaso un motivo trascendental de la escritura que el lector puede desentrañar, o es la pura compilación de lo que, para Seligson, fue la belleza? Es ese pensamiento, agraciado por la ambigüedad, el que seduce. No hay falta.

Seligson, Esther, Hebras, México, Ediciones sin nombre, 1996.

Narrativa

Temporada de Jacarandas

I

Llevábamos pocas horas bajo la sombra de las flores incandescentes del flamboyán. El sol era implacable, casi como un desafío contra la lluvia de la noche anterior que llegó a empapar la madrugada. Las grúas del seguro eran más lentas de lo usual por las vacaciones de Semana Santa. Ya era la quinta vez que repetía la misma descripción insatisfactoria: “Le entregué el coche al valet como a las ocho. Hora y cuarto después, me regresó las llaves y nos dirigió hacia donde estaba estacionado. Nos enseñó que no encendía y se fue. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que alguien abrió el asiento del copiloto y se robó la computadora del coche. Ahora no funciona y el valet ya se desapareció.” Me dolía inmensamente que esto hubiera pasado a dos cuadras de la escuela en la que estuve dieciséis años. Me quería ir a casa, pero mis opciones se reducían a quedarme sentado en la acera junto a un charco mientras llegaban los del seguro o ir al Ministerio Público y explicar lo mismo otras tres o cuatro veces. Opté por la primera. Después, Sofía me acercaría a Chimalistac, pero en ese momento el calor se me hacía insoportable y sólo quería encontrar un refugio. Cerrar una puerta con llave, la que fuera.

Sofía y yo estábamos sentados en el lado de la calle que tenía sombra, a pesar de que la coladera estaba tapada y la acera estaba arrugada y quebrada por la fortaleza de las raíces del árbol de lumbre. El agua polvorienta ocultaba las suelas de nuestros zapatos, pero era preferible a estar del lado del sol. Las fresas silvestres y las diminutas flores blancas escondían la peregrinación de hormigas en el submundo del pavimento roto y me hicieron olvidar momentáneamente que me habían robado y que habían convertido a Vincent (mi coche, llamado así porque un camión le voló el espejo izquierdo en un cuello de botella) en poco más que una cáscara de metal azulado. Cuatro horas antes, la nostalgia me había vencido y convencí a Sofía de ir a desayunar chilaquiles verdes al restaurante en el que comía solo en la prepa todos los jueves mientras leía. Ahora, ella me acompañaba por solidaridad y me propuso llevarme a casa cuando llegaran los del seguro. Salvo por una llamada a la policía y otra al seguro, la espera había sido silenciosa, hasta que le llegó un mensaje a Sofía, lo vio de reojo y me preguntó si ya me había contado de Miranda. Dijo que la había conocido tres años antes, en la Facultad de Música, porque estaban en la clase de solfeo y ambas traían el mismo suéter amarillo. Yo tomé una rama corta y empecé a mover los pétalos rojos que flotaban en el charco. Imaginé un naufragio mediterráneo en aguas turbias. Cada vez que se hundía la embarcación, conseguía otra para perderse también en la oscuridad y recordé aquellas líneas que Kipling atribuyó a marineros fenicios:

Dioses, no me juzguéis como un dios,

sino como un hombre

a quien ha destrozado el mar.

Uno no puede evitar maravillarse ante un mundo en el que coexisten el polvo y las flores.

Sofía relataba que Miranda era perfecta: también estudiaba letras clásicas, hablaba ruso, latín, griego, alemán, etcétera, etcétera. En una de ésas, hasta acadio. Y llevaban tres años dándose vueltas como zopilotes hasta que le ofrecieron una beca en la Universidad de Padua. El día en el que Sofía me acompañaba con paciencia infinita y demasiada generosidad, Miranda había llegado a Roma y esperaba su segundo vuelo. No se volverían a encontrar. Después, describió durante quince minutos cómo a Miranda le encantaba irse al bosque a acampar llevando sólo un cuchillo. Me hubiera gustado imaginarla como el tipo de persona que, si se peleaba con Dios, pensaría que ella tenía la razón, pero sé que Sofía tiene mejor juicio.

Le pregunté si estaba bien o si quería hablar de ello, pero me dijo que prefería no hacerlo. En cambio, me preguntó cuál era el mejor partido que había dejado ir. Mi mente se fue inmediatamente hacia Abril y, después, hacia una serie de incógnitas ociosas: ¿existe un mejor partido? ¿La dejé ir? ¿O más bien me expulsó de su vida? La respuesta corta —y la que murmuré— es que no lo sabía. La respuesta larga empezaba por decir que “Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa…”. Pero me quedé con la corta, porque me aterran las palabras. Decir (o peor aún, escribir) algo es dar una sentencia de realidad, es casi admitirlo, darle una forma en el mundo.

II

Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa, intenté empujar la puerta del café “La serpiente emplumada”. No tuve éxito. Mis manos tiritaban un poco por el frío y más por los nervios. Dejé los guantes en Vincent, que estaba en la agencia por su oreja mochada. Me vi obligado a levantar la vista del piso tapizado con flores parecidas a cuernos violetas y a acomodar mi mochila con cosas para el gimnasio y la universidad. Pensé que, cuando estuviera sentado con Abril, ella me preguntaría qué cargaba y le diría jugando que mi traje de antropólogo. Así le explicaría que estaba haciendo una etnografía que intentaba estudiar los rituales de los hombres en los gimnasios, casilleros y regaderas y podríamos bromear, para romper el hielo. Pero no me preguntó nada sobre eso.

Vi la etiqueta sobre la manija y jalé la puerta de metal negro. Empequeñecido, entré al café con una pena agigantada. Entonces, al igual que ahora, no sabía cómo actuar en ese tipo de situaciones. El café tenía dos pisos: el primero era de piedra desnuda y vigas de hierro cubiertas de pseudopoemas puestos con magnetos por los comensales. Un haikú particularmente malo decía Evening to whisper/ Silent dawn around your lips/ A thunder to cry. Nunca me conmovió, pero todas las veces que regresé al café lo vi, ridículo, invicto y separado del resto, a la altura de mis ojos. En la esquina del lado derecho de la puerta había una tarima con una periquera vacía, un micrófono negro mate y una guitarra acústica de verde chillón, de esas que no necesitas escuchar para saber que estarán desafinadas. Al lado, una chica con un impecable suéter blanco tejido leía La sonata a Kreutzer mientras ignoraba su pollo a la salsa bernesa. Más ignorado aún estaba su acompañante, que la veía con algo que podría parecer fascinación, pero quizá se confundía con una extrañeza absoluta. Había una barra en el fondo, que anunciaba smoothies de yogur griego con moras.

Di unos pasos y me oprimió ver a Abril en el segundo piso, con un vestido negro lleno de pétalos azules y un suéter con cuello redondo. Me encantó cómo resaltaba su cuello esbelto. Las manos alargadas de Abril escondían un tarro de cristal con hielo morado. Sus rasgos eran tan definidos y pálidos que, si no hubiera sido por la intensidad de sus ojos, la hubiera dado por mármol. Pasé junto una mesa con dos estudiantes peleándose por su trabajo final sobre la polarización de las elecciones estadunidenses (o algo así, no pude oírlos tanto como hubiera querido), subí las escaleras con rodillas temblorosas, vi unos anuncios en la pared sobre clases de tarot y saludé a Abril. Esperé a que me preguntara si quería bajar por algo de tomar y, más bien, me invitó a sentarme. A lo largo de este manojo de años he regresado a este momento para darme cuenta de que la omisión me hirió de la misma manera que cuando me enteré, en una tira de Mafalda, que Santa Claus no existe. La magia había muerto, pero cualquier momento anterior era hermoso y preciado. Varias veces he pensado que Abril y yo no funcionamos porque no me preguntó nunca si quería ir por algo de tomar. Y tampoco me preguntó por la mochila.

Con mi garganta seca y sometido al repugnante calor húmedo de marzo, coloqué mis cosas entre las patas de la silla y la mesa, que era un tristísimo acetato del Tristán e Isolda de Wagner dirigido por Kleiber. Su función se había reducido a aguantar malteadas, cacahuates, algún juego de mesa y, en este caso, un smoothie solitario. Abril me preguntó si todo estaba en orden. Seguramente notó que mis ojos saltaron al primer piso y que tenía mis dudas sobre si sentarme o quedarme parado. “Sí, sí. Todo bien, ¿tú qué tal?” respondí casi mecánicamente, sin hacer contacto visual y ocultando mi horror por la cercanía al barandal transparente. Hay toda una colección de cosas que jamás le dije a Abril, que iba desde mi horror por las alturas, hasta cómo su mirada fija y color avispa me daba más vértigo que los tres metros de caída.

Quizás para protegerme, olvidé nuestra conversación casi por completo. Sé que Abril me contó de su tesina sobre el Dichten Denken de Heidegger y la novela Narziso y Golmundo. No recuerdo la relación entre ambos. También me acuerdo de que hablamos sobre la música de cámara de Schubert y sobre el exnovio de Abril, que escribió un cuento sobre el estafador de Coyoacán que supuestamente es un dramaturgo y revende boletos falsos frente al kiosco. Recuerdo, más bien, que cuando empecé a hablar, ella bajó la mirada y comenzó a mover sus manos, que yo no alcanzaba a ver. A lo largo de mi monólogo, en el que seguramente tropecé una y otra vez, porque mi seguridad en mí mismo se volvía más pequeña con cada palabra, tenía la impresión de que veía su celular mientras me escuchaba a medias. Mi inseguridad empeoró cuando logré regresarle la palabra y me recitó un soneto a las jacarandas, de belleza aplastante y totalmente fuera de mi comprensión, más intimidante que sus ojos primaverados, que sus ideas y que sus omisiones. La conversación regresó a la incomodidad. Si hubiera visto que las manos de Abril estaban ocupadas jugando con los botones como perlas de su suéter verde y no con su celular, tal vez nos hubiéramos entendido. Pero pensé ingenuamente que después podría arreglarlo todo. Entonces, cuatro años y tres semanas después, decidí romper el silencio. “Sofía, ¿alguna vez te conté de Abril?”

III

Le di unos detalles sobre Abril a Sofía. Suficientes como para que entendiera por qué me atraía tanto después de años de desencuentro y silencio. Le dije que Abril escribía poesía, se sabía a Borges al derecho y al revés, y que era muy brillante y liviana, casi como un pétalo suspendido en el aire. Omití que, poco a poco, representó esa vida que nunca tuve, pero siempre quise. Ella tenía veladas bohemias con sus amigos, que parecían hechos de luz de luna y vino. Iban a museos y salas de conciertos, se encontraban en parques para ver atardeceres y en azoteas para contar estrellas. Mientras tanto, yo llevaba poco menos de veinte años de sentirme solo e incomprendido. Callé que cada vez la imaginaba mejor y era menos capaz de saber cómo era en realidad. Noté que mi deseo y su representación se podrían anteponer a la realidad y a su posibilidad como persona. Así que hice un esfuerzo consciente por salir de su vida.

Tampoco dije que la había visto, a lo lejos, en septiembre, y que no nos saludamos. Fue en la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes, justo antes de que Veronika Eberle tocara el concierto de violín de Brahms con la Orquesta Sinfónica de Montreal. Mis dos boletos y yo fuimos a sentarnos solos, y la ausencia de Adela, que me dejó plantado, se mezcló con alguna mirada amielada de Abril y con la embriaguez de la multiplicidad de la vida en el primer movimiento de Brahms. Hay momentos victoriosos, punzantes, nostálgicos, pero los dolorosamente hermosos me saltaron como nunca. Esa noche, soñé primero que intentaba abrazar a Adela y que le daba asco, casi como si oliera a cadáver y todos, excepto yo, se dieran cuenta. Cada persona me veía con desprecio y caras largas. Al despertar, tomé un vaso con agua. Volví a acostarme y soñé después que Abril y yo estábamos en algo parecido al fondo de una pecera inmensa. El piso era cobalto y tenía algas vivas que apuntaban a un cielo sin límites con nebulosas púrpuras, rosas y azules brillantes que triunfaban sobre la oscuridad. El olor fresco a lavanda y mandarina era apenas sugerente. Las paredes estaban cubiertas de tulipanes u orquídeas en flor que palpitaban como si tuvieran pulso y respiraran. Los dos sentíamos el alivio del llanto, nos sonreíamos. Nuestras palmas se tocaban en sintonía. Encajaban, como si fueran perfectamente planas. Su mirada no me pesó. Desperté cinco minutos antes de que sonara mi alarma. Vi que tenía un mensaje de Abril, como si hubiéramos compartido ese tierno momento de complicidad. Tampoco dije que acabé mi relación con Adela poco tiempo después. “¿Al final qué pasó?”, preguntó Sofía. “Ah. Pues nada. Ahora tiene un novio y se ven muy felices. Me da gusto por ambos”, contesté. Lo dije en serio.

IV

Llegó la grúa del seguro. Me explicó que la cámara de seguridad de la esquina era de las nuevas del gobierno de la ciudad. De esas que todavía no funcionan y tal vez nunca lo hagan, pero ya pusieron porque asumen que una apariencia es suficiente para sustituir, aunque sea por un rato de ingenuidad, una cosa que funciona. La grúa se llevó lo que quedaba de Vincent al mecánico y Sofía ofreció acercarme a mi casa. Me gusta que Sofía me deja estar en silencio. Vi por la ventana cómo la ciudad se estaba pintando de azul violáceo. Era la temporada en la que la bóveda blanca de contaminación y nubes se rompe, y el cielo comienza a verse como se supone que se ve un cielo. Ésta es una ciudad distinta a la Ciudad de México de mi memoria, separada de la real, tan plural, imposible y pesada. La que puebla mis recuerdos como pequeños ácaros sedientos es monolítica, melancólica, constante, en la que se funden las jacarandas jóvenes, el cempasúchil de los muertos y las mariposas monarcas que anuncian el invierno. Las calles se cubren de arcos de papel picado que cuelgan de las luces de navidad y las banderas tricolores, algunas verdes, blancas y rojas, otras, más antiguas, deslavadas, cafés, grises y anaranjadas. Recuerdo a Abril desde esta ciudad gris de la memoria, donde puedo volver a vivir. No sé si por egoísmo o inmadurez, tenía miedo de vivir bajo su sombra, pero también sentía que éramos inevitables. Sofía me dejó en el Parque de la Bombilla. Caminé poco hasta una banca debajo de tres jacarandas violetas, me senté en ella y esperé a que las flores muertas cubrieran mi cuerpo mientras me sumergía en el recuerdo.  

Ensayo

El infierno de pasar por México

Afuera, en la periferia de las ciudades, han transitado desde tiempos remotos  los vagabundos, los exiliados, en fin: los extranjeros. Un mundo de exclusión e inclusión construido con la naturalidad con que unas manos forman un montículo de tierra para separar un territorio del otro. Según sostiene Thomas Nail en su libro The Figure Of The Migrant, la percepción que tenemos de la historia occidental gira en torno a un concepto espacio-temporal bien definido; se trata de la existencia de un “adentro” y un “afuera”. Desde que se fundaron las primeras ciudades ha habido un bárbaro cuyos balbuceos no cabían en la Polis y altos muros para mantenerlo lejos. En este artificio bordeado por fronteras tangibles e intangibles hay figuras nítidas que caminan por las aceras, turistas que dan la vuelta al mundo con sus papeles en regla y su eterna contraparte: las figuras cuyo tránsito es castigado. Los migrantes.

Migrar es un derecho humano, reza el antimonumento erigido este 22 de agosto en la Ciudad de México frente a la embajada de los Estados Unidos. Su propósito es no olvidar una tragedia que, diez años después, sigue impune: la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. ¿Por qué moverse de un espacio a otro en este país es igual a transitar hacia la muerte? En México, una nación “de paso” por excelencia, la literatura de los últimos 10 años se ha hecho la misma pregunta. En Los niños perdidos (2016), el brutal testimonio de Valeria Luiselli producto de su trabajo como intérprete en la corte migratoria de E.E.U.U., la autora equipara las políticas de migración de México con “un videojuego de realidad aumentada […] donde gana el gañán que caza más migrantes”.  Un cruento juego entre «buenos» y «malos».

La frontera con Tijuana-San Diego del lado de México. Imagen: FB/CUELL Tijuana.

Volvamos un momento a los baluartes primigenios de la civilización occidental. En el Antiguo Testamento, Abel estableció su ganado y cosechas con el favor de Dios. Caín, el asesino, vagó su rumbo, legando su condena a todos sus parientes. La muerte de un migrante parece conservar aun hoy en día ese tufo de moralidad. Si los bad hombres mueren, es por decisión propia. Si llegan al infierno, es porque no tendrían que haber andado tanto. En respuesta, la literatura mexicana ha tomado en más de una ocasión los relatos en torno al cielo y al infierno como modelo para sus narrativas sobre la migración.

Tal es el caso de Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge, que combina testimonios de migrantes centroamericanos en su paso por México con fragmentos de La divina comedia, creando una perturbadora amalgama temporal que pesa sobre el lector. Lo que ocurre ahora ha ocurrido ya mil veces y seguirá ocurriendo, tiempo cíclico del mito que también aparece, pero en clave prehispánica, en Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera.

Como los videntes en el infierno de Dante, condenados a mirar siempre hacia atrás, el migrante desciende hasta el infierno portando la maldición de Caín.  En la alternancia de sus personajes entre el horizonte infinito del desierto y los apretados confines de camiones de carga, bodegas y mataderos, se externaliza uno de los más grandes miedos de la sociedad occidental: un mundo abierto, sin límites, en donde la frontera entre el sol y la sombra se difumina.  Para quien migra, la vida no toma lugar en el cielo como en la tierra; más bien, es en la tierra, en los parajes insólitos del desierto, como es en el infierno. 

Ambas novelas incorporan e invierten los tropos de la road novel, inmortalizada a mediados del siglo pasado en la literatura norteamericana (pensemos, por dar un ejemplo, en Jack Kerouac). En esta literatura de viaje de la modernidad había una meta, un sueño, una transformación espiritual hacia, si no lo perfecto, por lo menos lo positivo. En la literatura mexicana de migración, esta transformación se asemeja más a un apocalipsis de muertos vivientes. Cada uno de los desterrados, de los que se describen a sí  mismos como “sin cuerpo y sin alma”, tiene su destino grabado en fuego.

El fuego: su destructora, atronadora y a la vez purificadora esencia, elemento fiero que catalizó el inicio de nuestra civilización; eje de sacrificios y la forma preferida de eliminar todo rastro de un cuerpo. Los cuerpos y su destrucción son esenciales en Las tierras arrasadas, pero esta representación del fuego no es aislada. Fila India (2013) de Antonio Ortuño también recurre a él: quema con él los cuerpos.

Mural en Tijuana, México. Imagen: Marcela Santos

En la configuración de esta novela se encuentra la esencia del sacrificio y de su mercantilización. Las escenas de violencia extrema que se representan, con un lenguaje que raya en el hiperrealismo, no tienen un propósito dramatizante. Son incómodas, oscuras, satíricas. En ellas, el lector se hunde en el más profundo horror sólo para ser “rescatado”, una y otra vez, por las banalidades todavía más obscenas de la vida política. Los personajes ven a un hombre quemarse y se lamentan de haber perdido dinero. Los asesinos incendian un refugio repleto de migrantes y se alejan escuchando la radio. Los protagonistas, los cazadores que han entregado tantas vidas a la muerte, están enamorados, viven en sus mentes su propia tragedia. La fila india que hacen los migrantes hacia su muerte son las filas de los interminables trámites burocráticos. Sus vidas son números en papeletas archivadas.

Se levanta una nube de fascismo, de exclusión y la literatura responde: no con oposición directa, no con contraargumentos o dramatizaciones. Ante la exclusión extrema, los personajes más marginados al centro. Ante la extrema violencia, la violencia extrema, o en sordina, el lado más incómodo de esa violencia pero, sobre todo, su banalidad. El propósito no es darle voz a quienes ya la tienen: la literatura no tiene esa superioridad. Tampoco tiene la capacidad de mover o cambiar las cosas; es acaso un paréntesis de reflexión. Si de algo nos sirven estas narrativas de la migración, es para recordarnos que la migración no está reservada a un grupo de personas que huyen; es una situación que nos cruza directamente. Que esta literatura nos siga sirviendo de dique, un medio saludable para transitar por capas y capas de versiones oficiales. 

Cultura

El ritual y los chiles en nogada

Nunca me sentí cómoda en Puebla. Mi familia no es de ahí, nací en el Distrito Federal y siempre imaginé que mi vida sería distinta, mejor, si hubiera crecido en el D.F. —no le digo la Ciudad de México porque cuando pensaba eso no se llamaba así todavía. Sin embargo, a los dieciséis años me inscribí a una clase para aprender a hacer chiles en nogada, el platillo insignia de Puebla.

Pienso, por esta manía de rumiar el pasado, que esa clase fue un ritual.

Si algo bueno hay en Puebla es la cocina, y creo que deseaba participar en algo que me hiciera más poblana, no tanto por el lugar sino por el sabor del lugar. Al referirme a los rituales tengo en mente a Victor Turner, que los considera procesos de transformación y no sólo meras repeticiones. Para él, los rituales son un espacio liminal donde la posición social de las personas, la estructura del grupo, cambia. Pero en vez de ahondar en Turner, mejor esbozo algunos rasgos del ritual en el que participé.

Primero, los chiles en nogada son un platillo regional de temporada; es decir, no se pueden cocinar todo el tiempo. Segundo, al inicio de la clase, la profesora —que por cierto era poblana— entregó una hoja con la receta general, sin detalles sobre la preparación, pues esos eran “trucos que debíamos aprender”; además enfatizó que estábamos elaborando su receta familiar y no una de recetario (de una forma u otra nos volvíamos parte de su familia durante la clase). Tercero, en la clase había mujeres —sí, sólo mujeres— de todas las edades y, aunque platicábamos mientras hacíamos nuestras labores, nadie mencionó su lugar de procedencia (tal vez imaginábamos que la denominación de origen era un requisito para cocinar los chiles, entonces mejor no decir nada).

Al final, la transformación: me sentía como en Arráncame la vida cuando Catalina toma clases de cocina con las hermanas Muñoz y aprende a hacer “mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga”; sólo que, a diferencia de ella, yo no era poblana ni estaba aprendiendo a cocinar porque me había casado.

Llegué orgullosa a casa con los dos chiles que me tocaron en la repartición. El platillo, antes exclusivo de familias poblanas y restaurantes, ahora era mío. Vuelve a ser mío cada vez que lo cocino y ajusto para tener mi propia receta. Ahora sí, tan poblana como Catalina (o como el mole, las chalupas, los molotes, las pelonas, las tortitas de santa Clara, los camotes, el pipián verde, la torta de agua, los tacos árabes, las cemitas, las chanclas, el rompope, las memelas, los tlayoyos y los chiles en nogada).

***

Para diez chiles en nogada, se tateman los chiles poblanos directo en el fuego o en comal. Una vez tatemados se envuelven en plástico para que suden unos diez minutos, se les quita la piel y se les hace un corte para quitar venas y semillas (hay quienes descalifican, enérgicamente, que se pelen y desvenen los chiles ayudándose de agua porque pierden sabor: es cierto, pero se vale si los comensales no toleran mucho el picante o si se está batallando demasiado con las semillas). Se cortan en cubos pequeños seis manzanas panocheras, seis peras de san Juan y seis duraznos amarillos, se pone bastante aceite vegetal en un sartén grande y se doran dos dientes de ajo, se retiran los ajos y se pone la fruta picada…

Hasta creen que les voy a dar mi receta, pasen por su propio ritual o encárguenme unos.

Ilustración: Salvador Novo, Historia gastronómica de la Ciudad de México, Porrúa, 1967.

María Alejandra Dorado Vinay (Ciudad de México, 1988) una vez se comió seis milanesas.

reseñas

«Narda o el verano» de Salvador Elizondo

De Elizondo muchos ya han dicho que es experimental, o sea, que hizo lo que quiso, y ésa es una de las razones por las que su obra perduró. Elizondo fue un escritor vanguardista, irruptor y moderno en la segunda mitad del siglo xx mexicano. Pero una cosa es su escritura, y otra su escritura historizada y parchada entre más nombres intimidantes.

Cuando leí su libro no pensaba en esas cosas.

Mujeres, violencia, foto, “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar, miradas; algo así me dejó la primera lectura. “En la playa” es como una película de acción, porque un hombre gordo huye despavorido en una lancha y lo persigue este villano de nombre espectacular, Van Guld. “Puente de piedra” podría ser una historia de amor si no se deshilachara lo verdaderamente interesante, la tensión que subyace a la conversación entre dos amantes y que explota cuando aparece un niño deforme. La mirada del niño destruye la relación de la pareja y tiene símiles en “La puerta”, “Narda o el verano” y “La Historia según Pao Cheng”: acá también hay miradas vigilantes, miradas que espían, miradas terroríficas y cuasidemoníacas, y la propia mirada mirándose en un espejo que mira.

Son cuentos raros, oscuros, con finales inquietantes y abruptos. Elizondo no se cuestiona los saltos de tono. En ocasiones abandona el relato a su suerte y parece que hemos cambiado por completo de lectura; en otras el autor deja caer elementos extraños como piedritas, con finura, hasta que algo estalla.

Para ser experimental también hay que luchar contra el bagaje que traemos encima. A mí me enseñaron que una reseña debe titularse con la referencia del libro, nada más; que un párrafo debe tener más de cuatro líneas; que escribir ensayos académicos en primera persona está bien, porque así admito mi subjetividad (luego vinieron otros a decirme lo contrario, pero ya era demasiado tarde).

Y para sacudirse cualquier grupo de reglas está la liminalidad, ese espacio donde se suspende la vida social y germinan las preguntas radicales y la creación novedosa. En la literatura y el arte, pareciera que el colapso del orden social es una oportunidad para explorar la rabia, el sexo, todo lo pecaminoso que induce culpa y se ha hecho a un lado en favor de la rutina y el confort. Pero, más allá de escandalizar, la liminalidad en la literatura debería implicar una reinvención del lenguaje y las formas. Por eso remite a la vanguardia.

Todo esto lo pienso ahora, en mi segunda lectura, para leer el texto con otros ojos.

“Narda o el verano”, el cuento, es un espacio liminal en sí mismo. En algún lugar de Europa, dos amigos se lanzan a la aventura durante el verano, rentan una villa a la orilla del mar y comparten una amante que se da el nombre de Narda. El verano contrae un puñado de experiencias, las encierra en una temporalidad discreta y fantástica (nada existe fuera del verano mientras es verano) y las vidas ordinarias se interrumpen para explorar nuevas posibilidades. Por eso el inicio del relato tiene apariencia de crónica, como si su peculiaridad y tiempo fueran irrepetibles: “Puede decirse que el verano ha terminado. Ha llegado el momento de concretar todas las experiencias que han hecho esta temporada memorable y es preciso empezar por el principio…”.

El fin del verano, como el lector anticipaba, trae fracturas y cambios; entre ellos, que el protagonista ya no desea compartir a sus amantes. La “mujer nuestra” quedó como la menos lúgubre de las vivencias veraniegas. Y Narda no es distinta a la escultura de Pigmalión, una construcción al antojo del artista deseoso de amar. Narda es la idealización de la mujer, el nombre falso o la careta para el par de amigos que la descubren un verano, o la actriz que se ve a través del lente de una cámara. Narda es un montaje que aparece y desaparece.

Narda o el verano se publicó a mitad de la década de los 60, y la literatura mexicana ya llevaba años estancada, o eso escribió José Luis Martínez en una reseña que se incluyó en Problemas literarios. Aunque los temas de la Revolución mexicana ya estaban agotados, los escritores seguían abusando del tono de “la vida de los humildes y los desamparados”. Si exigimos de la literatura que las obras funcionen como espejo de la sociedad, la novela mexicana estaba en crisis. Los temas de la Revolución no eran vigentes y urgía renovar el tono, expandir las realidades. Porque, y aquí se merece el énfasis, es imposible que haya una sola realidad en un espacio tan vasto.

Los cuentos de Elizondo no respondían a la tradición de la Revolución, ni se interesaban por ser reflejos fieles de la realidad (los personifico porque así se presenta el volumen, vivo). Quizá porque no eran novela o quizá porque eran de Elizondo, los cuentos lidiaron con el espanto existencialista, el absurdo, la identidad, lo ambiguo. ¿Quién soy yo, que escribo? ¿Cómo soy con lo que escribo? ¿Lo que escribo está fuera de mí? “La historia según Pao Cheng” introduce con más fuerza la dimensión filosófica de la prosa de Elizondo, en la que ahondará en su obra futura. El texto, un ejercicio autorreflexivo sobre la escritura y la calidad del escritor, también juega con las formas. Pao Cheng escribe y en su pensamiento se cuela la visión de un hombre que escribe sobre él, que escribe, y de golpe el ojo lector se alza hacia el hombre que escribe, el escritor.

“La cucaracha soñadora”, el relato breve de Augusto Monterroso que se incluyó en sus fábulas de 1969, es otro ejemplo de metaficción:

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

Lo reproduzco porque Monterroso invoca ese texto popular de Chuang Tzu, “El sueño de la mariposa”. Sobra decir, entonces, que “inventar” y “reinventar” son palabras que merecen cautela. Elizondo, haya reinventado las formas o no, irrumpió. Lo hizo a mediados del siglo xx, pero también leerlo hoy es verlo irrumpir. Esto me obliga a concluir que las formas y el lenguaje no envejecen como las aproximaciones o lo temas; al contrario, el manejo artificioso de la palabra permanece estático y atemporal. Perdura. Y la brevedad del relato, en particular, facilita la experimentación.

Ahora pienso en la prosa que surgió hace ya más de una década, la que alude al crimen organizado, el narcotráfico, la violencia mórbida. El tono, si tuviera que forzar las palabras, es “la vida de los desaparecidos, los cárteles, los cuerpos”. La discusión de hace sesenta años es vigente por razones obvias. La realidad, que debiera inspirar al trabajo literario, también tiene el potencial de empobrecerlo cuando se gasta o se abusa. Hoy decir “narcotráfico” es no decir nada.

En el ámbito literario, recordó José Luis Martínez, se defiende la existencia de “la alta cultura”, y aquí suelen ubicarse los trabajos que imitan lo más posible la experiencia humana; por eso la novela policial (o de ciencia ficción) se lee con altivez y se considera obra menor. ¿Pero qué ocurre cuando la literatura se ocupa de una realidad totalizadora?

Elizondo, Salvador, Narda o el verano, México, FCE, 1965.