Ensayo

Damnosa hereditas

Por Fabrizio Cossalter

Calla, el enemigo no te escucha.

Piergiorgio Bellocchio

No tengo ideas en este momento, tengo tan sólo antipatías.

Leo Longanesi

La Edad Moderna se ha acabado. Comienza la Edad Media de los especialistas. Hoy también el cretino está especializado.

Ennio Flaiano

Mi abuelo materno nació el 21 de enero de 1913 y murió el 18 de febrero de 2018, después de haber sobrevivido a dos guerras mundiales, a la influenza española, a innumerables caídas en motocicleta y a alguna que otra imprudente expedición alpinista. Fue un hombre aventurero, un ferviente «architaliano» —capitán de infantería de montaña durante el último conflicto—, un pequeño tiburón en los florecientes negocios de la posguerra y, ante todo, un aficionado a las mujeres y a los demás placeres sibaríticos, quien logró dejar de fumar a los cien años. Siempre le envidié su cálido apego a la vida, esa sensualidad proteica, algo canalla e impulsiva que caracterizó una trayectoria existencial bastante dilatada.

Lo quería muchísimo, pero no compartía casi ninguna de sus ideas, por la insalvable distancia que dividía nuestras visiones del mundo, trágica o cómicamente contrapuestas: aunque me cueste reconocerlo, yo soy un hijo bastardo del desencanto posmoderno, un intérprete consumado —cansado y cansino, sobre todo para mis estudiantes, cuya inocencia no siempre he podido preservar— de la mueca escéptica. Suelo actuar según el guion desgastado de un entramado retórico que, tras la borrachera teórica del post-estructuralismo, ha hallado en el coma etílico de los insobornables Cultural Studies su carnet de baile favorito. Sí, me refiero específicamente a las sesudas investigaciones acerca de las recetas de cocina, de las series televisivas y de las canciones pop que nos devuelven nuestra buena conciencia y nos indemnizan a diario a través de una cita más o menos malograda de Lacan, de Foucault, de Lyotard o de Baudrillard. Cuando nos va bien (es un decir). Si nos va mal, nos enfrentamos a las profecías gnósticas de Giorgio Agamben, a los chistes revolucionarios de Slavoj Žižek o a la revolución-chiste de Toni Negri, por no hablar de la infinita cohorte de sus imitadores…

En el italianísimo país de Tartuffe, según Cesare Garboli, es precisamente la mezcla entre transformismo, conformismo y radicalismo la que explica el éxito apabullante de nuestros mediocres maîtres à penser, máscaras mutantes de una comedia del arte de imperecedera actualidad. ¿Cómo no añorar, en tales condiciones, el siglo de mi abuelo, a la vez tan terrible y tan grandioso, ese siglo del que apenas nos quedan unas ruinas? Tempus edax rerum.

Bastaría con espigar algún ejemplo: a comienzos de 1913, mientras mi abuelo se dedicaba a su primera lactancia, Marcel Proust reescribía las pruebas de Du côté de chez Swann, Robert Musil empezaba a avizorar el tortuoso porvenir de su obra maestra, Franz Kafka se carteaba con Felice Bauer, Karl Kraus arreciaba desde Viena con la borrascosa perseverancia de la inteligencia herida e Italo Svevo, de vez en cuando, conversaba en Trieste con su antiguo profesor de inglés, el «mercader de gerundios» James Joyce.

Nosotros, en cambio, estamos viviendo nuestra enésima Noche de Walpurgis, y seguimos asistiendo a las misas cantadas de unos escritores que andan sobrados de premios, pero escasos de talento, es decir, a la agotadora letanía de la «indiferencia intelectual, el uso instrumental de las ideas, la docilidad a las modas culturales» (Alfonso Berardinelli). Qué desgana…

Cuando el destino auténtico —el que desprende la contradictoria plenitud de un sentido problemático— deja de existir, hay que encomendarse a la escatología, en ambas acepciones, a fin de gozar de las asténicas mitologías contemporáneas y de aguantar con cara de póquer las coprofilias del espectáculo, con todos sus errores, con todos sus horrores…

Al cabo y al fin, es una fortuna que mi abuelo haya muerto. Sus ideas inevitablemente equivocadas pertenecen a otra constelación histórica, caduca y anacrónica como él. Sin embargo, generan en mí cierta nostalgia, saturnina e inactual, pues todavía me permiten imaginar y recordar las palabras descaradamente libres — «anárquico-conservadoras», hubiera dicho él — que fueron extirpadas hace mucho tiempo del cuerpo enfermizo de un presente eternizado.

Hoy en día no podemos con nada, ni siquiera con nuestros propios lugares comunes o con la bêtise que nos rodea y de la que somos, en gran parte, responsables. ¿No es algo triste, algo trivial esta libertad que reivindicamos, defendemos y alabamos en cada momento, por deber de oficio, como si de un autorretrato se tratara?


Fabrizio Cossalter (Padua, 1974) es ensayista y editor italiano, residente en México.

Cultura

Italians do it better

Por Fabrizio Cossalter

¿Quién es ese imbécil? Soy yo.

Piergiorgio Bellocchio

Existen los imbéciles superficiales y los imbéciles profundos.

Karl Kraus

Todavía actuamos bien, pero el guión no es nuestro.

Alfonso Berardinelli

La semana pasada estaba revisando —gajes de la cuarentena— un montón de papeles y periódicos viejos, con la intención de tirarlo todo, cuando choqué de nuevo, después de unos cuantos años de olvido selectivo, con el rostro noblemente envejecido —casi de antiguo senador romano— de Andrea Camilleri, el apóstol, ya fallecido, del midcult made in Italy, quien me miraba desde la portada amarillenta de una antigua edición del suplemento cultural más leído en el ámbito hispánico. En ese momento, por un descuido, la ceniza del cigarrillo que estaba fumando se cayó en la copa de vino, así que no puedo decir si el subsiguiente reflujo fue provocado por el agravio póstumo a mi supuesto buen gusto literario o por mi habitual torpeza.

De todas formas, la fotografía de aquel apacible nonagenario me recordó el encumbramiento de una obra francamente mediocre, cuya fortuna global ha encontrado un caldo de cultivo inmejorable en la nefasta hegemonía industrial de los indigeribles «guisos novelescos» (Gianni Celati), en la inaguantable trivialidad de la corrección política y en el inevitable colapso —por síndrome de agotamiento— de la crítica literaria y la Kulturkritik.

Hoy día nos deleitamos, en cambio, con las tesis de licenciatura, de maestría y de doctorado dedicadas a la obra de Alessandro Baricco, con los simposios en honor de Umberto Eco y de su meliflua «Sopa Medieval» (Piergiorgio Bellocchio) y con los proyectos de investigación inspirados en Gomorra (el libro, la película, la serie televisiva, qué más da…).

Mientras tanto, Giovanni Comisso, Antonio Delfini, Luigi Meneghello, Paolo Volponi, Goffredo Parise y Gianni Celati yacen —con loables excepciones, naturalmente— casi olvidados en las estanterías de las bibliotecas universitarias, entre el polvo y el desasosiego. Por no hablar de los grandes críticos literarios, de los ensayistas más imprescindibles —por ejemplo, Sergio Solmi, Roberto Longhi, Giacomo Debenedetti, Cesare Garboli, Luigi Baldacci, Giovanni Macchia—, que sobreviven ocultos en la clandestinidad de alguna biblioteca particular.

La sonrisa siniestra del populismo cultural, que nos acecha junto con su camarada histórico, el esnobismo de masas, no es sino la prueba general de nuestro próximo, ridículo entierro. La banalidad y el conformismo habitan felizmente el imaginario desertificado de los herederos de Bouvard y Pécuchet y alimentan la sed de distinción simbólica que caracteriza su empobrecida relación con lo que antaño se solía llamar juicio de valor.

¿Soy demasiado nostálgico? No lo creo, nunca he conocido otra realidad, al fin y al cabo, y no tengo nada que añorar. Además, el exceso de atrabilis me lo impide. ¿Parezco apocalíptico? Tampoco lo creo. En la «estación meteorológica del fin del mundo» (Karl Kraus) no hay espacio para la grandeza desesperada del milenarismo. Lo nuestro es más bien la eutanasia narcotizada.

La compraventa de disfraces intelectuales convierte incluso a los mesianismos revolucionarios y a las teologías negativas —ese matrimonio contra natura entre Benjamin y Heidegger, hoy en día tan en boga— en juguetes de temporada. Si todavía existieran los intelectuales —pero no estoy nada seguro de que sea así—, los podríamos dividir en dos categorías vocacionales: los apocalípticos-integrados y los integrados-integrados.

Los primeros nos ofrecen desde hace décadas el dudoso placer de la regresión y acaban por vendernos muy caro su nihilismo barato. Los segundos nos entretienen con el espectáculo de su cursilería y nos invitan a disfrutar sin complejos de los territorios exóticos de un turismo cultural apto para cada edad del hombre: las transgresiones de cartón piedra al servicio de nuestros paladares atrofiados, que se lo tragan todo sin retener nada; la gimnasia genital disfrazada de erotismo y el exhibicionismo impúdico; los dilemas maniqueos de la novela negra y la (in)ofensiva violencia de papel de la narco-literatura; el plagio pseudo-expresionista de los argots y los dialectos como garantía, adulterada a la par que exitosa, de «estilo» y «autenticidad»…

Mi dispepsia crónica no me permite leer la mala literatura, y menos aún la falsa buena literatura. Es la única virtud que me reconozco. En todo lo demás, mis cualidades y mis costumbres no se alejan de la medianía nada excepcional de una especie en irreversible decadencia. ¿Cómo avivar, pues, el rescoldo de estos fuegos fatuos, que tan sólo representan la exhalación nocturna y solitaria de un desconcierto originario? Al carecer de cualquier teoría o ideología, no puedo sino encomendarme a la idiosincrásica legitimación de la única consigna moral y estética en la que sigo, a pesar de todo, creyendo: «Limitar el deshonor» (Piergiorgio Bellocchio).


Fabrizio Cossalter (Padua, 1974) es ensayista y editor italiano, residente en México.