Lo que mueve a Seligson es el paso desenfrenado del tiempo, la infancia, la familia. Las despedidas. Así lo revela la autora desde el epígrafe de Edmond Jabès: “Todo libro se escribe en la transparencia de un adiós”. Hebras tiene el tono de un texto que se escribió de manera impúdica. Aquí no hay pretensión alguna de separar la emoción propia y su consecuencia intelectual.
En “Luciérnagas en Nueva York”, la escritora le habla a su nieta recién nacida. ¿Cómo ha sido la vida desde tu nacimiento?, parece preguntarse, y así redescubre el jardín de la casa que habitan tres generaciones de mujeres: las plantas y los bichos minúsculos, el atronador ladrido del perro, las fragancias de los nuevos pétalos. La perspectiva romántica predomina en la descripción de los espacios, en el agradecimiento por la sola posibilidad de vida y su manifestación en la nieta, porque con ella la abuela renació.
Redescubro contigo lo que de por sí es único y pronto olvidamos sumergidos en nuestras rencorosas soledades de adulto. Y lleva razón el poeta al reclamar del alma su infantil capacidad de asombro, de entrega, de anhelo…
Estamos bebiendo café en la terraza del Centro Cultural Elena Garro. Hay una fuerte corriente de aire y hablamos apretando los vasos humeantes. Es invierno, no sé de qué año. Tampoco sé cómo saco el libro a colación. El punto es que Marcela me dice: No me gusta Seligson, es muy rosa, muy meh. Literatura rosa. Me quedo pensando. ¿No es otra forma de referirse a su narrativa como «prosa poética»? Eso ya lo escuché en otro lado. ¿Por qué me gusta a mí?
No entiendo cómo se modera el lenguaje poético, si debería hacerse siquiera. Aceptamos una verdad irrefutable: Chéjov es el maestro del cuento porque muestra al lector “lo que sucede” y no elabora en cosas que “no aportan” al relato (ahí suele terminar la afirmación, difícilmente alguien se aventurará a complejizarla). La conclusión es obvia: se desalienta la manipulación excesiva del lenguaje. Quizá no hay respuesta. Hay autoras como Seligson que reconocen y celebran el papel fundamental de las emociones en la creación literaria; y otros que la acusan de melodramática o chantajista, pues creen que dirige al lector, lo obliga a la experiencia estética.
Los complejidad de los primeros movimientos infantiles avanza a la par del lenguaje. En la infancia es imposible nombrar lo que acontece, y después, cuando podemos formar palabras, hemos olvidado lo que sintieron nuestros dedos al palpar por primera vez. Por eso la narradora se esmera en plasmar las impresiones que atestigua en su nieta (su reacción ante el sonido de las campanas, los ojos luminosos del gato sobre la maceta, las flores de tallo alto y pesado), con la lucidez que sus años le permiten: sus palabras están dirigidas a la niña futurizada, la lectora adulta.
La fijación en el lenguaje y la edad, y la fascinación por el asombro infantil, se repiten en “Retornos”:
Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuenten las historias que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos, oídos y memoria, empalmar sin tregua amaneceres y crepúsculos, redescubrir el gozo de cada saber, las texturas del color, la inagotable filigrana de las letras que van haciéndose sílaba, vocablo, palabra, dibujando en el aire […]
Seligson, en el afán de volcar sensaciones y contactos primitivos en su escritura, acude, inevitablemente, a la poesía. Su prosa va y viene cual gato aburrido, entre la sutilidad estética y la descripción explícita. Aquí radica su encanto o fatalidad, dependerá ya del lector: en sus abstracciones del mundo y su audacia para notar las cosas más pequeñas, como “la mariposa atrapada entre el vidrio y la tela de alambre en la ventana, que empezaría a aletear en cuanto disminuyera la luz”. El relato rinde homenaje a la inspiración creadora.
El lector puede desgastarse por el tono romántico de la narrativa, pienso, si la lectura se reduce a un conjunto de adornos o frases rimbombantes. Si la prosa se sostuviera por completo en la combinación de palabras fortuitas, la narración sería pretenciosa, cansada, exhibicionista. Me gusta Seligson porque supo conciliar el relato y la unión entre el lenguaje y su sensibilidad; la forma y el estilo, me entero después por personas que saben mucho; o lo que se ve y lo que no se ve, para la mayoría. En Hebras lo memorable no es lo que sucede, sino lo que se muestra: la casa de la abuela, la madre joven, el acercamiento a las manos infantiles, el jardín que crece sin algo que le detenga, como planta trepadora, devorándolo todo.
La infancia es una oportunidad fugaz de cercanía física con el mundo. Pero el retorno a la infancia, a través de otro, también es una oportunidad de redescubrir la palabra y lo místico. “Jardín de infancia” es el relato fantástico de otro jardín, evocado por el sueño de una narradora sobre “el niño que fue y la niña que quiso ser y la niña que fue y el niño que quiso ser”. En el sueño, los niños emprenden la búsqueda de “la puerta de las siete alegrías” por invitación de serafines alegres pero de origen dudoso, quienes recitan adivinanzas y cantan música conocida: naranja dulce limón partido, dame un abrazo que yo te pido, reproduce Seligson, y el final del relato llega, brutal, con un destino trágico que ya se insinuaba en imágenes previas:
Al alba los ángeles recogen los cuerpos de los niños destrozados entre las patas de los caballos igualmente descabezados…
Despierto. La mariposa sigue ahí. Recuerdo que, mucho antes de saber quiénes eran, yo ya había escrito sus nombres en mis cuadernos escolares.
De tin, marín,
de do, pingué,
cucara, mácara,
títere fue.
De los relatos y textos que componen Hebras, destacan los que juegan con visiones alucinantes y fantasmagóricas, con la extensión del mundo onírico en una realidad aparatosa. Y como los niños que buscan lo inasible, el lector lee y relee en busca de significado. Hemos entrado al reino infantil de las canciones y las rondas. El lenguaje se endulza con la provocación de la memoria y la nostalgia, porque basta un verso para ubicar en geografía, remitir a una vida cotidiana específica, a la propia infancia. ¿Pero qué significa? ¿Significa algo, hay acaso un motivo trascendental de la escritura que el lector puede desentrañar, o es la pura compilación de lo que, para Seligson, fue la belleza? Es ese pensamiento, agraciado por la ambigüedad, el que seduce. No hay falta.

—
Seligson, Esther, Hebras, México, Ediciones sin nombre, 1996.