Por Juan Carlos Calvillo
Lo que se ha dicho sobre el impacto del confinamiento en nuestras vidas ha sido ya tanto a lo largo de los últimos doce meses, y tan devastador, que me siento incapaz de darle a la gente querida unas palabras de aliento. Y, sin embargo, el objeto de mis estudios literarios durante más de una década ha sido la obra de una persona que vivió toda su vida adulta en un cautiverio semejante a aquel en el que vivimos ahora nosotros, y dado que la compañía es una de las cosas que más añoramos en este encierro, me parece buena idea, en vista de mi mencionada incapacidad, compartir un atisbo de la experiencia de esta escritora estadounidense. Me refiero, desde luego, a Emily Dickinson.
Son bastante conocidos algunos hechos, ya casi legendarios, relativos a su aislamiento: que a partir de los treinta años, más o menos, se retiró de la sociedad; que vivió prácticamente sin salir de la casa de su padre; que sus poemas no se descubrieron sino hasta su muerte en 1886, guardados en un baúl al pie de su cama; que vestía toda de blanco y que no hablaba con visitas más que a través de una puerta entrecerrada en la habitación contigua. Nadie sabe muy bien por qué decidió enclaustrarse y dejar de ver a la gente: algunos biógrafos suponen que padecía agorafobia, o epilepsia, o que sufría ataques de pánico; otros creen que fue una medida que adoptó luego de pasar por una experiencia traumática, en términos emocionales, alrededor del año de 1860. Hoy en día, la crítica cree mucho más probable que la decisión de recluirse fue, más bien, un ejercicio cabal del albedrío, una afirmación rotunda de su independencia. Emily Dickinson optó por el arte en lugar de la vida pública, o al menos de la vida convencional que se esperaba que vivieran las mujeres de su posición en la Nueva Inglaterra del siglo xix.
Lo cierto es que Emily Dickinson prefirió la privacidad (y la privación que viene con ella), y que en el aislamiento la poeta encontró una especie de emancipación que no habría tenido de otro modo. Como ella misma escribió en el poema 657, no es que viviera en el encierro, sino que el retiro fue para ella una forma de libertad. Les leo el inicio de ese poema en traducción mía:
La Posibilidad es mi morada –
una Casa más bella que la Prosa –
superior en Ventanas –
de Puertas – numerosa –
Ahora bien, es verdad que la casa de la familia tenía un jardín inmenso, y, como todos sabemos, eso hace un poco más llevaderas las cosas; pero, en todo caso, lo que importa es que el mundo de Dickinson fue siempre un mundo interior; un mundo en el que, por ejemplo, bastaba un libro para viajar a las tierras más lejanas (poema 1263), un mundo en el que no hacía falta más sociedad que uno mismo y su alma (poema 303), unos cuantos corresponsales y una consagración al poder humano del arte.
Digo lo del jardín de broma, aunque no tanto: claro, es mucho más fácil sobrellevar el encierro en un caserón enorme que en un departamento moderno. Pero lo digo porque Emily Dickinson desarrolló con ese jardín una relación de gran intimidad. Algunos de sus poemas se dan a la tarea de retratar el mundo natural, sus ciclos, sus habitantes y el asombro que le producen a todo aquel que está dispuesto a escuchar sus mensajes. No se trata necesariamente de la experiencia sublime, pero todos, en algún momento, nos hemos sentido en compañía de la naturaleza que nos rodea, y ése es un mundo que se revela sumamente ajetreado, el de las aves y las hormigas y las plantas, una vez que uno le otorga la atención necesaria. Por poner un ejemplo, así describe Dickinson el paso veloz de un colibrí por un arbusto; la estampa se ofrece en términos casi impresionistas (es mi traducción del poema 1463):
La Ruta de una Evanescencia,
con una Rueda giratoria –
la Resonancia de Esmeralda
y una Ráfaga de Grana –
y cada Flor en el Arbusto
se ajusta la Cabeza atropellada –
llegó – quizá – el Correo de Túnez,
un grato Viaje de Mañana –
Salta a la vista que el colibrí ni siquiera se menciona: lo que queda registrado es el efecto, la conmoción que provoca, el rastro color esmeralda y carmín que el ave deja impreso en las sensaciones. Y, sin embargo, la manera que tiene la poeta de concebir este acontecimiento repentino es ponerlo en términos humanos: habrá llegado “quizá – el Correo de Túnez”, el cartero de un país lejano. La personificación del colibrí le ayuda a comprender un suceso que en realidad ocurre mucho más rápido de lo que pueden procesar el ojo y la mente. Y cuando el mundo a nuestro alrededor se convierte en una especie de sociedad, cuando el colibrí es el cartero, cuando el sol desata los listones de las montañas, cuando uno se deja sorprender por la “asesina rubia” (que es como ella llamaba a la escarcha que mataba sus flores), quiero decir, cuando uno es capaz de sentir ese asombro frente un grillo o frente a la luz sesgada del invierno, uno nunca se siente en realidad encerrado. Como escribió alguna vez otro famoso poeta del mismo período y del mismo estado de Massachussetts, Henry David Thoreau: “¿Por qué habría yo de sentirme solo? ¿Acaso no está nuestro planeta en la Vía Láctea?”.
Con todo, Emily Dickinson nunca dejó de pensar en la severidad de su estilo de vida, en los sacrificios que exige la entrega absoluta a la poesía y la abdicación de todo lo demás. La privación es uno de los grandes temas de su obra. Hay poemas en los que la carencia, voluntaria o involuntaria, se entiende como la única forma de vivir y sentir la presencia; es decir, por vía negativa: uno aprende lo que es el placer sólo por medio del sufrimiento. Dicho en otras palabras, son la falta o la pérdida las que confieren significado a los breves instantes en los que existe gratificación. Hay un poema, por ejemplo, el número 67, en el que escribe:
El éxito estiman lo más dulce
los que nunca triunfaron.
Para entender el néctar se requiere
la sed y el desamparo.
Dickinson tenía una visión trágica no sólo del sufrimiento sino también del aprendizaje: en otro poema, incluso más explícito, que sólo voy a parafrasear, el número 167, la poeta afirma que el éxtasis se aprende sólo por medio del dolor, “como los ciegos aprenden [a valorar] el sol”, es decir, cuando es ya demasiado tarde para verlo con ojos propios.
Emily Dickinson era también muy consciente del dolor que provoca la decisión de renunciar. Uno de mis poemas favoritos habla precisamente de la renuncia como si fuera una virtud, como si hubiera una suerte de heroísmo en la capacidad de privarse uno de lo que anhela, y, sin embargo, el poema es totalmente fragmentario —estertóreo, diría yo— a causa del sufrimiento que le produce tomar esa decisión. Aquí, de nuevo, mi propia versión del poema 745:
Dolorosa Virtud – es la Renuncia –
Permitir que se vaya
Una presencia – a cambio de Esperanza –
Ahora no –
Sacarse una los Ojos –
El Alba solamente –
No sea que el Día –
El Gran Progenitor del Día –
Dispute la victoria
Renuncia – es la elección
en contra de sí misma –
para justificarse
una misma a sí misma –
cuando un propósito ulterior –
la haga parecer nimia –
una Visión Velada – Aquí –
Qué difícil es renunciar, “permitir que se vaya / una presencia – a cambio de Esperanza”, saber decir “Ahora no”, “justificarse / una misma” en nombre de “un propósito ulterior”. Creo que éstas son palabras que nos hablan directamente a nosotros, aunque no compartan exactamente el contexto en el que ahora nos encontramos. Y aunque sean palabras duras, también Dickinson sabía muy bien lo que es ese “propósito ulterior” por el que vale la pena la renuncia, el sacrificio, y tampoco de él apartaba ni la vista ni su pensamiento. Mencionó Emily al principio del poema anterior la palabra “Esperanza”, y termino este breve texto informal con un poema dedicado a ella, la esperanza entendida en esta ocasión como un ave que no deja de cantar. Es mi traducción del poema 254:
La “Esperanza” es el ser que tiene plumas –
y se posa en el alma –
y canta la canción sin las palabras –
y no cesa – por nada –
que más dulce – en el Vendaval – se escucha –
y sólo un turbión
resentido podría aturdir al Ave
que a tantos dio calor –
La he escuchado en tierras congeladas –
y en el Mar más extraño –
mas nunca, ni en Penuria, exigió
la miga – de mi Mano.
Espero que el canto de esta ave se escuche todavía, luego ya de tantos meses de confinamiento, y que, si alguna de estas palabras fue de utilidad, permitan ustedes que Emily Dickinson les brinde un poco de compañía en estos tiempos tan difíciles.
Ciudad de México
Abril de 2021
Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.