Narrativa

Canción del fuego fatuo

Apenas se asoman los primeros rayos del sol cuando abres los ojos. Dormiste mal, con el rostro dirigido a la pared y te deslumbra la mañana. Sudas, y hay poco tiempo para procesar lo que soñaste. Tienes mucho que hacer. Recuerdas que estabas en una feria, de esas que se ponían en el parque a la vuelta de tu casa. Ibas cada año, hasta que tu hermano creció demasiado para esas cosas y tu papá dejó de tolerar el ruido de la gente. Después fuiste con tu mamá un par de veces, pero ya no era lo mismo. En tu sueño estabas con ella, y todavía puedes ver el carrusel de platón perdiendo sus contornos resplandecientes. Los caballitos con piernas de plástico rojo se multiplicaban hasta convertirse en uno circular, que cargaba sombras color terracota en su lomo infinito. Te sentabas en los escalones del Monumento a Álvaro Obregón, donde estuvo el restaurante en el que lo mataron hace casi cien años. Eras todavía más pequeño entre las estatuas monstruosas de dos mujeres de granito. Una sostenía un martillo, otra una mazorca. Tosías con una voz que retumbaba en tu diafragma (no era la tuya) y tus dientes se caían. Todos. Eran negros y puntiagudos, como puntas de flecha de obsidiana, de esas que venden para los turistas en las pirámides. No sabes si tu sorpresa fue mayor a tu horror. Bajaste apurado los escalones sin regresar la vista al monumento. Llevaste el puño de piedras negras a tu mamá y te dijo que no te preocuparas, mientras ponía su mano cálida y suave sobre tu cabello. En ese entonces, todavía brillaba.

Quitas la almohada de entre tus rodillas. Te estiras. Vas a estar muchas horas en el escritorio y no quieres que te duelan tanto. Revisas tu celular. Son las seis y trece, pronóstico de siete grados, parcialmente nublado, con 30% de probabilidad de lluvia. No tienes respuesta de Helena. Seguro dijiste algo que no le gustó. Te levantas de la cama, agradeces que conseguiste un cuarto con baño y prendes el agua caliente de la regadera, escarbas el par de ropa interior limpia que te queda, la playera del día anterior, los jeans del lunes y te metes a bañar. El jabón es del tamaño de una almendra, debiste haber traído más. Habías llenado la maleta de libros, empacaste un camino de cama y un cojín de Tenango de Doria, pero no trajiste suficiente jabón. A ver cuándo te da tiempo de ir a la ciudad por esas cosas. Te secas y vistes. Metes la ropa sucia y las toallas a la inmensa bolsa amarilla que tiene escrito con marcador, en letras de molde, el nombre de tu hermano. Supones que tu mamá lo garabateó cuando él se tuvo que ir de campamento, para que no se perdiera o no se lo robaran.

La escuela los sacaba a acampar cada primavera desde la primaria hasta la prepa. La primera vez que te iba a tocar, lo cancelaron por la influenza H1N1 y, en secreto, sentiste alivio. No tuviste suerte las siguientes nueve veces. Te parecía espantoso salir del hogar. Mucho más todavía cuando es para estar rodeado de niños hiperactivos en lugares con humedad, lodo, mosquitos y sol, todos crueles. Los últimos dos campamentos fueron después de que se te abriera el mundo a los sentidos, e ir a la naturaleza ganó un encanto muy particular. Ahora sientes que antes de esos años no estabas vivo, que todo pasaba frente a tus ojos de perro triste como si estuvieras desconectado de la realidad y sólo hubieras existido en los libros. Siempre te ha costado trabajo no estar en la luna. Tenías diecisiete años cuando empezaste a intentar verle cara de Rin a cada riachuelo y de Alpes a cada cordillera. La primera vez que viste el amanecer fue en uno de esos campamentos, cuando los niños inclementes ya estaban hormonales. Fueron a Veracruz, al lago de Catemaco, donde están los brujos. Te acuerdas de oír, a lo lejos, los gritos de la isla de los monos. Te despertaste con sus alaridos de la madrugada y fuiste a la orilla del lago. Viste al sol como un disco rojo tenue, y las islas, el agua y el horizonte sin estrellas se confundían en un azul pálido, casi blanco. Sentiste un dolor profundo en el pecho por ser la única persona viendo eso, que se perdería para siempre. Tienes la imagen clara todavía, pero no sabes qué tanto la contamina su similitud con esa pintura famosa. Te impresiona que la memoria distorsione tanto. Crees que eso te pasa con frecuencia. Te frustra cómo lo real se desvanece entre lo que relacionas y tus ideas. Te aterra vivir dentro de tu cabeza.

Bajas las escaleras y entras a la cocina. Te haces de desayunar. Hueles la leche y te das cuenta de que ya está mala, entonces le pones agua a los corn flakes. Te los comes sin pensar y te haces un café soluble. Ambos son casi insaboros, pero cumplen su función. Ves tus ojeras de autoexplotación en el reflejo del agua con cereal. Deberías dormirte más temprano o despertarte más tarde, pero tienes mucho que hacer. No ayuda que los vecinos hagan fiesta a cada rato, a pesar de (o quizá a causa de) la pandemia. Dejas tus trastes sucios en el lavabo y ves que no tienes mensajes. Quizás se descompuso su teléfono, o está muy ocupada. Decides dejar de darle vueltas al asunto y subes a tu cuarto. Buscas Antígona en el librero. Pones un dedo encima del lomo del libro, lo inclinas, luego lo tomas con tu pulgar y dedo medio, lo sacas, y tienes un mundo entero en las manos, una caricia de humanidad, de sus pasiones, su dolor y su sosiego. En este caso, las de un griego muerto hace más de dos milenios y medio. No le das importancia y lo guardas bajo el brazo. Tienes que acabarlo para mañana. Te pones tu tapabocas y casi sales de la casa de estudiantes así, pero recuerdas que necesitas guardar el camino y el cojín, deshacer la cama, meter las sábanas y cubiertas en la bolsa, y que te falta el detergente en cápsulas.

Bajas las escaleras jorobado por el sacote amarillo en la espalda. Vibra tu teléfono, pero no es la respuesta. Es uno de esos correos de la universidad sobre el virus, pidiendo que no cunda el pánico. Te preocupa más el silencio que el virus. Puede ser que la aburriste y que su tiempo sea demasiado valioso como para que te conteste. Sales de la casa, cierras con llave y empiezas a caminar sobre Hull Road. Aprietas el paso: no tuviste en mente el frío cuando saliste. Cuando la calle se convierte en Lawrence Street, te sospechas invasor. Aceleras más y sacas el libro con tu mano derecha. La izquierda sostiene el saco y te comienza a doler la fricción con sus hilos. Con dificultad por los lentes empañados, empiezas a leer para no enfrentar las ventanas del edificio de la esquina. Te sientes más en paz cuando cruzas la muralla y ves la lavandería de Walmgate. Apenas abrió, entonces sigues solo al entrar. Pones capsulitas de detergente en dos lavadoras, las llenas y empiezan a dar vueltas. Te sientas en el piso tibio y devoras los primeros dos episodios de la obra. Luego recuerdas que tienes que limpiar los trastes y tirar la leche, entonces sales, caminas con velocidad por el frío, evades la mirada del edificio de la esquina, abres la puerta de la casa estudiantil, te lavas las manos, te quitas el tapabocas y entras a la cocina. Todavía no hay respuesta, por el cuarto día consecutivo. Seguro has revisado tu teléfono un centenar de veces desde entonces. Desactivas las notificaciones. Enjuagas el tetrapack de la leche y lo haces pequeño, lo tiras en la basura inorgánica, casi llena. Vas a lavar platos y pones una playlist de boleros tristes.

Una amiga y tú habían hecho un grupo de los estudiantes hispanohablantes. Primero eran cuatro: una española, una guatemalteca, una venezolana y tú. Helena llegó después, cuando eran como veinte. No te había llamado la atención hasta que te marcó un día para pedirte ayuda con el cambio de número de teléfono. Resultó que vivía en Lawrence Street, a pocas cuadras de tu casa y que ella era la única persona cuarentenada en su vivienda, así como tú en la tuya. Empezaron a platicar en sesiones largas de hilos de treinta o cuarenta mensajes. Luego decidieron caminar por los edificios alrededor de los de ustedes y ver cómo cambiaban las hojas. Te sorprendió la manifestación del otoño: ver que las hojas no salían amarillas o naranjas, sino que se iban colorando de adentro hacia afuera, como si un fuego naciera de su centro y las preparara para extinguirse. Pronto, caminar con Helena se convirtió en algo hogareño. Lo primero que te atrajo de ella fueron sus ojos, profundos y abiertos, como de avellana silvestre, con una pupila apenas discernible. No sabes si te gustan tanto porque el cubrebocas tapaba prácticamente el resto de sus rasgos faciales. Caminaban por ahí de las seis y veían los atardeceres sobre el río Foss. No ayudaba que no habías conocido a personas nuevas desde que te encerraste en México en marzo. Querías ver su sonrisa.

La última vez que caminaron fue un poco más en la noche. Faltaban cinco días para que llegaran sus compañeros de piso, así que intentaron sacarle todo el jugo a la soledad. Con dos metros de distancia entre sí, se apoyaron en el barandal del puente sobre río y vieron un rato largo los patos asomándose a las profundidades. No dijeron nada por varios minutos. Veían cómo la luna iluminaba todo y pintaba cientos de pequeñas hojas de plata sobre el agua. Unos faros y la luz de un súper oriental rasgaban a la masa oscura con reflejos azules, rojos y amarillos. El silencio se extendió como el cristal sobre la llama. Te volteó a ver y te sorprendió que dos puntos pudieran ser tan expresivos. Pasaron un par de minutos, o capaz que no. Te dijo que le daba emoción ver nieve por primera vez y propusiste algunos planes ambiguos sobre el invierno, en el caso de que no pudieran regresar a casa. Ahí le pudiste haber dicho. Pudiste haberle dicho que te atraía. Que querías que te enseñara el último rincón de su ciudad natal. Que querías acercarte. Que querías tomar su mano. ¿Pero qué tal que todo estaba en tu cabeza? Crees que te haces ideas. Te lo han dicho hasta el cansancio. Además, seguramente no es tan difícil sentir eso por cualquier persona frente a un río, con los patos, el silencio, la luna y la distancia. ¿Para qué apresurarse con algo que puede lastimar tanto? Y no eres el tipo de persona que haría cosas así. Siguieron hablando de la Navidad. Regresaron a su puerta. Era la última oportunidad. Sólo le deseaste una linda noche. Seguiste hasta Hull Road. Fuiste a la casa estudiantil, te lavaste las manos, subiste a tu cuarto, le mandaste un par de mensajes para llegar a la pregunta que querías hacer y nunca los contestó.

Seguramente dijiste algo que la incomodó. Bajas, te pones el tapabocas, abres la puerta de la casa. Puede ser que hayas sido demasiado insistente. Caminas con prisa viendo al piso hasta llegar a la lavandería. Tal vez sólo te quería tener ahí hasta que pudiera interactuar con más personas. Entras, te vuelves a sentar en el piso. Te duelen las rodillas. Quizás ni siquiera le caías bien. Sigues con el tercer episodio de Antígona. Creonte le dice a su hijo Hemón que recuerde que lo que abraza se torna frío en sus brazos. De ahí al final de la obra, Sófocles te hace pedazos. Te quedas unos tres minutos viendo cómo tus cosas dan vueltas y hacen círculos perfectos, casi hipnotizantes. Desdoblas la bolsa amarilla, metes todo ahí y regresas a tu cuarto. Pasas las dos horas que siguen colgando ropa, viendo tutoriales de planchado en la computadora e intentando planchar tus camisas. Regresas Antígona al librero. Revisas el teléfono. Está por llegar la hora en la que México se despierta, entonces te toca decidir entre dormir un par de minutos o empezar a resolver tus pendientes para la semana. Optas por lo primero, para no notar el silencio. Intentas apagar tu cabeza, te acuestas en la colcha y cierras los ojos.

Soñaste que estabas en una exhacienda, de esas que ahora son hoteles llenos de alemancitos y que visitabas durante los años de tu infancia en los que era seguro viajar por México. Estabas en el patio central, veías las vigas de madera oscura que sostenían un techo de losas, el cielo era azul, no tenía nubes, y las paredes eran blancas. Helena estaba sentada sobre una fuente de piedra. Suponías que, si no le decías algo en ese momento, no tendría sentido volver a dirigirle la palabra. Te acercaste a la Helena del sueño, le dijiste que no querías incomodarla de ninguna forma y que sabías que se iría pronto, pero que, si no le decías todo, te arrepentirías siempre. Te importaba que eso no fuera a crear distancia entre ustedes. Te decía que tenía bastante en qué pensar y no volvías a saber nada de ella. Nunca. Quizás sólo fue amable contigo.

Despiertas diez horas después. Bajas a la cocina y pones agua a hervir. Sacas un cilindro blanco del cajón al lado de la estufa. Ves las instrucciones. Ésta era inglesa, pero quería parecer china. Por primera vez en tu vida, doblas la tapa de una sopa instantánea y sacas un polvo rojo. No sabes qué hacer. Vuelves a leer las instrucciones. Cuando silva la tetera, viertes el agua en el recipiente, le pones el polvo y lo vuelves a cerrar. No sabes si te salió peor lo de Helena o tu sopa. Recuerdas que la pandemia de tu niñez no te afectó mucho y hasta te alegró. Dos semanas de encierro para un niño privilegiado y ensimismado no son nada. Te preguntas si Helena tiene pecas o algún lunar en su rostro y suspiras. Abres la sopa, huele dulzón, demasiado. A veces sólo piensas que te gustaría tener algo, lo que sea, en tus brazos, aunque se enfríe y tus brazos se desmoronen. Luego te acuerdas de que hay más entre nuestros brazos de lo que es aparente, que sólo es un día malo y que vienen otros. No necesariamente mejores. En el esquema grande de las cosas, nada de esto importa. Se te olvida la sopa y subes a arreglar tus pendientes.

Narrativa

Temporada de Jacarandas

I

Llevábamos pocas horas bajo la sombra de las flores incandescentes del flamboyán. El sol era implacable, casi como un desafío contra la lluvia de la noche anterior que llegó a empapar la madrugada. Las grúas del seguro eran más lentas de lo usual por las vacaciones de Semana Santa. Ya era la quinta vez que repetía la misma descripción insatisfactoria: “Le entregué el coche al valet como a las ocho. Hora y cuarto después, me regresó las llaves y nos dirigió hacia donde estaba estacionado. Nos enseñó que no encendía y se fue. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que alguien abrió el asiento del copiloto y se robó la computadora del coche. Ahora no funciona y el valet ya se desapareció.” Me dolía inmensamente que esto hubiera pasado a dos cuadras de la escuela en la que estuve dieciséis años. Me quería ir a casa, pero mis opciones se reducían a quedarme sentado en la acera junto a un charco mientras llegaban los del seguro o ir al Ministerio Público y explicar lo mismo otras tres o cuatro veces. Opté por la primera. Después, Sofía me acercaría a Chimalistac, pero en ese momento el calor se me hacía insoportable y sólo quería encontrar un refugio. Cerrar una puerta con llave, la que fuera.

Sofía y yo estábamos sentados en el lado de la calle que tenía sombra, a pesar de que la coladera estaba tapada y la acera estaba arrugada y quebrada por la fortaleza de las raíces del árbol de lumbre. El agua polvorienta ocultaba las suelas de nuestros zapatos, pero era preferible a estar del lado del sol. Las fresas silvestres y las diminutas flores blancas escondían la peregrinación de hormigas en el submundo del pavimento roto y me hicieron olvidar momentáneamente que me habían robado y que habían convertido a Vincent (mi coche, llamado así porque un camión le voló el espejo izquierdo en un cuello de botella) en poco más que una cáscara de metal azulado. Cuatro horas antes, la nostalgia me había vencido y convencí a Sofía de ir a desayunar chilaquiles verdes al restaurante en el que comía solo en la prepa todos los jueves mientras leía. Ahora, ella me acompañaba por solidaridad y me propuso llevarme a casa cuando llegaran los del seguro. Salvo por una llamada a la policía y otra al seguro, la espera había sido silenciosa, hasta que le llegó un mensaje a Sofía, lo vio de reojo y me preguntó si ya me había contado de Miranda. Dijo que la había conocido tres años antes, en la Facultad de Música, porque estaban en la clase de solfeo y ambas traían el mismo suéter amarillo. Yo tomé una rama corta y empecé a mover los pétalos rojos que flotaban en el charco. Imaginé un naufragio mediterráneo en aguas turbias. Cada vez que se hundía la embarcación, conseguía otra para perderse también en la oscuridad y recordé aquellas líneas que Kipling atribuyó a marineros fenicios:

Dioses, no me juzguéis como un dios,

sino como un hombre

a quien ha destrozado el mar.

Uno no puede evitar maravillarse ante un mundo en el que coexisten el polvo y las flores.

Sofía relataba que Miranda era perfecta: también estudiaba letras clásicas, hablaba ruso, latín, griego, alemán, etcétera, etcétera. En una de ésas, hasta acadio. Y llevaban tres años dándose vueltas como zopilotes hasta que le ofrecieron una beca en la Universidad de Padua. El día en el que Sofía me acompañaba con paciencia infinita y demasiada generosidad, Miranda había llegado a Roma y esperaba su segundo vuelo. No se volverían a encontrar. Después, describió durante quince minutos cómo a Miranda le encantaba irse al bosque a acampar llevando sólo un cuchillo. Me hubiera gustado imaginarla como el tipo de persona que, si se peleaba con Dios, pensaría que ella tenía la razón, pero sé que Sofía tiene mejor juicio.

Le pregunté si estaba bien o si quería hablar de ello, pero me dijo que prefería no hacerlo. En cambio, me preguntó cuál era el mejor partido que había dejado ir. Mi mente se fue inmediatamente hacia Abril y, después, hacia una serie de incógnitas ociosas: ¿existe un mejor partido? ¿La dejé ir? ¿O más bien me expulsó de su vida? La respuesta corta —y la que murmuré— es que no lo sabía. La respuesta larga empezaba por decir que “Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa…”. Pero me quedé con la corta, porque me aterran las palabras. Decir (o peor aún, escribir) algo es dar una sentencia de realidad, es casi admitirlo, darle una forma en el mundo.

II

Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa, intenté empujar la puerta del café “La serpiente emplumada”. No tuve éxito. Mis manos tiritaban un poco por el frío y más por los nervios. Dejé los guantes en Vincent, que estaba en la agencia por su oreja mochada. Me vi obligado a levantar la vista del piso tapizado con flores parecidas a cuernos violetas y a acomodar mi mochila con cosas para el gimnasio y la universidad. Pensé que, cuando estuviera sentado con Abril, ella me preguntaría qué cargaba y le diría jugando que mi traje de antropólogo. Así le explicaría que estaba haciendo una etnografía que intentaba estudiar los rituales de los hombres en los gimnasios, casilleros y regaderas y podríamos bromear, para romper el hielo. Pero no me preguntó nada sobre eso.

Vi la etiqueta sobre la manija y jalé la puerta de metal negro. Empequeñecido, entré al café con una pena agigantada. Entonces, al igual que ahora, no sabía cómo actuar en ese tipo de situaciones. El café tenía dos pisos: el primero era de piedra desnuda y vigas de hierro cubiertas de pseudopoemas puestos con magnetos por los comensales. Un haikú particularmente malo decía Evening to whisper/ Silent dawn around your lips/ A thunder to cry. Nunca me conmovió, pero todas las veces que regresé al café lo vi, ridículo, invicto y separado del resto, a la altura de mis ojos. En la esquina del lado derecho de la puerta había una tarima con una periquera vacía, un micrófono negro mate y una guitarra acústica de verde chillón, de esas que no necesitas escuchar para saber que estarán desafinadas. Al lado, una chica con un impecable suéter blanco tejido leía La sonata a Kreutzer mientras ignoraba su pollo a la salsa bernesa. Más ignorado aún estaba su acompañante, que la veía con algo que podría parecer fascinación, pero quizá se confundía con una extrañeza absoluta. Había una barra en el fondo, que anunciaba smoothies de yogur griego con moras.

Di unos pasos y me oprimió ver a Abril en el segundo piso, con un vestido negro lleno de pétalos azules y un suéter con cuello redondo. Me encantó cómo resaltaba su cuello esbelto. Las manos alargadas de Abril escondían un tarro de cristal con hielo morado. Sus rasgos eran tan definidos y pálidos que, si no hubiera sido por la intensidad de sus ojos, la hubiera dado por mármol. Pasé junto una mesa con dos estudiantes peleándose por su trabajo final sobre la polarización de las elecciones estadunidenses (o algo así, no pude oírlos tanto como hubiera querido), subí las escaleras con rodillas temblorosas, vi unos anuncios en la pared sobre clases de tarot y saludé a Abril. Esperé a que me preguntara si quería bajar por algo de tomar y, más bien, me invitó a sentarme. A lo largo de este manojo de años he regresado a este momento para darme cuenta de que la omisión me hirió de la misma manera que cuando me enteré, en una tira de Mafalda, que Santa Claus no existe. La magia había muerto, pero cualquier momento anterior era hermoso y preciado. Varias veces he pensado que Abril y yo no funcionamos porque no me preguntó nunca si quería ir por algo de tomar. Y tampoco me preguntó por la mochila.

Con mi garganta seca y sometido al repugnante calor húmedo de marzo, coloqué mis cosas entre las patas de la silla y la mesa, que era un tristísimo acetato del Tristán e Isolda de Wagner dirigido por Kleiber. Su función se había reducido a aguantar malteadas, cacahuates, algún juego de mesa y, en este caso, un smoothie solitario. Abril me preguntó si todo estaba en orden. Seguramente notó que mis ojos saltaron al primer piso y que tenía mis dudas sobre si sentarme o quedarme parado. “Sí, sí. Todo bien, ¿tú qué tal?” respondí casi mecánicamente, sin hacer contacto visual y ocultando mi horror por la cercanía al barandal transparente. Hay toda una colección de cosas que jamás le dije a Abril, que iba desde mi horror por las alturas, hasta cómo su mirada fija y color avispa me daba más vértigo que los tres metros de caída.

Quizás para protegerme, olvidé nuestra conversación casi por completo. Sé que Abril me contó de su tesina sobre el Dichten Denken de Heidegger y la novela Narziso y Golmundo. No recuerdo la relación entre ambos. También me acuerdo de que hablamos sobre la música de cámara de Schubert y sobre el exnovio de Abril, que escribió un cuento sobre el estafador de Coyoacán que supuestamente es un dramaturgo y revende boletos falsos frente al kiosco. Recuerdo, más bien, que cuando empecé a hablar, ella bajó la mirada y comenzó a mover sus manos, que yo no alcanzaba a ver. A lo largo de mi monólogo, en el que seguramente tropecé una y otra vez, porque mi seguridad en mí mismo se volvía más pequeña con cada palabra, tenía la impresión de que veía su celular mientras me escuchaba a medias. Mi inseguridad empeoró cuando logré regresarle la palabra y me recitó un soneto a las jacarandas, de belleza aplastante y totalmente fuera de mi comprensión, más intimidante que sus ojos primaverados, que sus ideas y que sus omisiones. La conversación regresó a la incomodidad. Si hubiera visto que las manos de Abril estaban ocupadas jugando con los botones como perlas de su suéter verde y no con su celular, tal vez nos hubiéramos entendido. Pero pensé ingenuamente que después podría arreglarlo todo. Entonces, cuatro años y tres semanas después, decidí romper el silencio. “Sofía, ¿alguna vez te conté de Abril?”

III

Le di unos detalles sobre Abril a Sofía. Suficientes como para que entendiera por qué me atraía tanto después de años de desencuentro y silencio. Le dije que Abril escribía poesía, se sabía a Borges al derecho y al revés, y que era muy brillante y liviana, casi como un pétalo suspendido en el aire. Omití que, poco a poco, representó esa vida que nunca tuve, pero siempre quise. Ella tenía veladas bohemias con sus amigos, que parecían hechos de luz de luna y vino. Iban a museos y salas de conciertos, se encontraban en parques para ver atardeceres y en azoteas para contar estrellas. Mientras tanto, yo llevaba poco menos de veinte años de sentirme solo e incomprendido. Callé que cada vez la imaginaba mejor y era menos capaz de saber cómo era en realidad. Noté que mi deseo y su representación se podrían anteponer a la realidad y a su posibilidad como persona. Así que hice un esfuerzo consciente por salir de su vida.

Tampoco dije que la había visto, a lo lejos, en septiembre, y que no nos saludamos. Fue en la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes, justo antes de que Veronika Eberle tocara el concierto de violín de Brahms con la Orquesta Sinfónica de Montreal. Mis dos boletos y yo fuimos a sentarnos solos, y la ausencia de Adela, que me dejó plantado, se mezcló con alguna mirada amielada de Abril y con la embriaguez de la multiplicidad de la vida en el primer movimiento de Brahms. Hay momentos victoriosos, punzantes, nostálgicos, pero los dolorosamente hermosos me saltaron como nunca. Esa noche, soñé primero que intentaba abrazar a Adela y que le daba asco, casi como si oliera a cadáver y todos, excepto yo, se dieran cuenta. Cada persona me veía con desprecio y caras largas. Al despertar, tomé un vaso con agua. Volví a acostarme y soñé después que Abril y yo estábamos en algo parecido al fondo de una pecera inmensa. El piso era cobalto y tenía algas vivas que apuntaban a un cielo sin límites con nebulosas púrpuras, rosas y azules brillantes que triunfaban sobre la oscuridad. El olor fresco a lavanda y mandarina era apenas sugerente. Las paredes estaban cubiertas de tulipanes u orquídeas en flor que palpitaban como si tuvieran pulso y respiraran. Los dos sentíamos el alivio del llanto, nos sonreíamos. Nuestras palmas se tocaban en sintonía. Encajaban, como si fueran perfectamente planas. Su mirada no me pesó. Desperté cinco minutos antes de que sonara mi alarma. Vi que tenía un mensaje de Abril, como si hubiéramos compartido ese tierno momento de complicidad. Tampoco dije que acabé mi relación con Adela poco tiempo después. “¿Al final qué pasó?”, preguntó Sofía. “Ah. Pues nada. Ahora tiene un novio y se ven muy felices. Me da gusto por ambos”, contesté. Lo dije en serio.

IV

Llegó la grúa del seguro. Me explicó que la cámara de seguridad de la esquina era de las nuevas del gobierno de la ciudad. De esas que todavía no funcionan y tal vez nunca lo hagan, pero ya pusieron porque asumen que una apariencia es suficiente para sustituir, aunque sea por un rato de ingenuidad, una cosa que funciona. La grúa se llevó lo que quedaba de Vincent al mecánico y Sofía ofreció acercarme a mi casa. Me gusta que Sofía me deja estar en silencio. Vi por la ventana cómo la ciudad se estaba pintando de azul violáceo. Era la temporada en la que la bóveda blanca de contaminación y nubes se rompe, y el cielo comienza a verse como se supone que se ve un cielo. Ésta es una ciudad distinta a la Ciudad de México de mi memoria, separada de la real, tan plural, imposible y pesada. La que puebla mis recuerdos como pequeños ácaros sedientos es monolítica, melancólica, constante, en la que se funden las jacarandas jóvenes, el cempasúchil de los muertos y las mariposas monarcas que anuncian el invierno. Las calles se cubren de arcos de papel picado que cuelgan de las luces de navidad y las banderas tricolores, algunas verdes, blancas y rojas, otras, más antiguas, deslavadas, cafés, grises y anaranjadas. Recuerdo a Abril desde esta ciudad gris de la memoria, donde puedo volver a vivir. No sé si por egoísmo o inmadurez, tenía miedo de vivir bajo su sombra, pero también sentía que éramos inevitables. Sofía me dejó en el Parque de la Bombilla. Caminé poco hasta una banca debajo de tres jacarandas violetas, me senté en ella y esperé a que las flores muertas cubrieran mi cuerpo mientras me sumergía en el recuerdo.  

Narrativa

El Principito anotado por Napoleón Bonaparte

Según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador

“Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.”

Augusto Monterroso, El burro y la flauta

A mediados del siglo XV, Genmai, uno de los diligentes sirvientes del poderoso samurái que lideraba la península de Izu, servía el té a su maestro e invitados todas las mañanas. Dejó de hacerlo cuando lo decapitaron. El deshonor que resultó en el fin de su vida fue que no acomodó bien el arroz tostado que tenía en las mangas de su kimono. Planeaba comérselo apenas tuviera un descanso, pero cayó en el té verde de su amo, frente a todos sus invitados. Una vez que el suelo estuvo de nuevo limpio y que el cadáver fue arrastrado hacia un lugar más adecuado, el furioso samurái sorbió su té, a pesar de que pensó que ya se había arruinado, y le pareció bastante bueno. Exclamó que el retrogusto a nuez tostada era exquisito. En agradecimiento al muy muerto Genmai, le puso su nombre a la mezcla y la tomó cada mañana, ahora preparada por un nuevo sirviente, que seguramente vivía aterrado. Ahora puedes comprar genmaicha (o el té de Genmai) en casi cualquier súper oriental o casa de té.

El nueve de noviembre de 1989, Günter Schabowski, jefe del Partido Socialista Unificado de Alemania en Berlín oriental, se confundió y anunció accidentalmente la eliminación inmediata de las restricciones de viaje entre las dos Alemanias. Harald Jäger, a cargo del control de pasaportes en uno de los puntos de cruce entre ambos berlines, quedó abrumado por la masa de alemanes deseando ir al otro lado, recibía insultos en lugar de instrucciones claras de parte de sus superiores y abrió la frontera. Una cosa llevó a la otra y, horas después, cayó el muro.

En una representación escolar de El peatón del aire de Ionescu, se le despegó la mitad del bigote falso al empleado de las pompas fúnebres y, en un momento de genialidad, gritó que se le empezaba a caer el bigote por el coraje. Lo lanzó a la persona con la que discutía y, con ese accidente, se estableció el universo de lo posible durante las dos horas que siguieron y se creó el tono de la obra completa.

La grandeza humana y los errores son la cabeza y la cola de un uróboros, una serpiente que se devora a sí misma. Admito desconocer cuál es la cabeza y cuál la cola, pero sobra señalar lo sencillo que es confundir la grandeza y genialidad con lo accidental y errado. Eso sucedió cuando llegó la segunda edición de Cien años de soledad a Ecuador. Sol Ramón Chávez-Leinos, uno de los más importantes distribuidores de libros de la ciudad de Cuenca, mandó una carta de reclamo enfático a Editorial Sudamericana, que recién había publicado la última novela de García Márquez. Los ejemplares le llegaron demasiado cerca de Navidad como para que los devolviera y sus portadas, así como sus lomos, tenían la “E” de Soledad al revés.

Él lo desconocía completamente, pero esa “E” inversa fue el resultado de una decisión meditada y meticulosa de diseño. En su ignorancia y falta de sensibilidad, modernidad, gusto o tolerancia, el respetable señor se vio obligado a raspar la portada hasta que desapareciera la “Ǝ”. La rehízo con cuidado y brutalidad usando un abominable marcador permanente rojo, libro por libro. No pidió un reembolso, porque los regaló —a pesar de una vergüenza demoledora— con una ridícula tarjeta amarillenta en la que escribió en cursivas que pedía disculpas por el descuido de Sudamericana. Pensó que se trataba de un error de impresión y arruinó irremediablemente la pasta de varias segundas ediciones que estaban en perfecto estado.

Algunas décadas después, Sol Ramón Chávez-Leinos II, fundador de la editorial Chávez-Leinos, se equivocaría y, en lugar de pedir una reimpresión de El príncipe de Maquiavelo con las notas y comentarios de Napoleón Bonaparte que encontraron las fuerzas prusianas tras la batalla de Waterloo, el nuevo editor engendraría una pésima versión de El principito de Saint-Exupéry con las notas del emperador francés. Así nació el texto con un título deliciosamente barroco y de una solemnidad absurda: El principito anotado por Napoleón Bonaparte, según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador.

A pesar de la evidente imposibilidad temporal de un libro con un texto posterior a las notas a pie de página que lo comentan, hay fragmentos que le dan verosimilitud a esta quimera. Por ejemplo, en la novelita de Saint-Exupéry, el narrador le ofrece al Principito una estaca y una cuerda para atar a su cordero imaginario, y la edición napoleónica tiene una nota en la que el emperador aclara que esas precauciones son inútiles en su caso, porque son muestras claras de debilidad. Similarmente, en el fragmento en el que la comunidad científica discrimina a un astrónomo por llevar un fez en la cabeza y no lo escucha hasta que se viste como occidental, Napoléon comenta que una cosa así nunca le sucedería, pues su nombre impone lo suficiente como para que todos doblen su voluntad.

No obstante, queda claro que la mayoría de las notas indicaban que algo había salido muy mal en la edición. Algunas no tenían sentido, otras eran demasiado arrogantes y bruscas para un libro leído (usual, pero no exclusivamente) por niños.   Un pintor y escultor que observó con cierta distancia los fascinantes y accidentados artificios de la familia de los Sol Ramones me confesó que, ante la confusión y el caos que reinaban en la editorial Chávez-Leinos, Sol Ramón III contempló la posibilidad de argumentar que las notas habían sido escritas por Napoleón III y no por su tío, Napoleón I. Eso hubiera disminuido la imposibilidad temporal de 128 años a 70, suficientes como para que nadie —según él— se diera cuenta. Además, le daría sazón al invento y una hermosa simetría: hay una edición de El Príncipe anotada por Napoleón “el grande” y una de El Principito anotada por Napoleón “el pequeño”. Pero la Navidad ya se acercaba y no le dio tiempo de ocultar y embellecer el error de su padre. Por lo tanto, El principito anotado por Napoleón Bonaparte según la edición de etc., etc. se imprimió, la familia Chávez-Leinos fue inmortalizada y ahora es posible conseguir un ejemplar en casi cualquier librería que se respete. La contribución a las notas a pie de página como género literario ha sido incalculable. El día de hoy, es posible leer disertaciones, asistir a seminarios en línea o incluso añadir tu tesis doctoral al montón que se ha escrito sobre un libro que no debería existir.

A Vicente Rojo, creador de la Ǝ

Ensayo

Apuntes sobre la poesía como memoria y sentires cristalizados

1

En su ensayo Against Interpretation, Susan Sontag sostiene que, desde la crítica de Platón, el arte ha tenido que aprender a defenderse. Para él, el arte era inútil porque intentaba imitar al mundo que percibimos, que no es más que la representación imperfecta del mundo de las ideas. Aristóteles justificaba a la poesía porque veía en la tragedia una oportunidad de catarsis: ir al anfiteatro ofrecía la posibilidad de purgar los sentimientos negativos de la audiencia, como una terapia. Sir Philip Sidney defendió a la poesía por su capacidad de cambiar al mundo y, también, de liberar al poeta de él.  

Pero ¿es en verdad necesario encontrar una función de la poesía? ¿Su valor depende de su utilidad? No realmente. Sostengo que, para las personas que en verdad aman cualquier tipo de arte, éste no necesita una razón de ser, basta simplemente con que sea. En las palabras de Noé Jitrik: “el poder de la literatura consiste en la literatura misma”.[1]

2

A mi parecer, hay justificaciones internas y externas de la literatura. Las primeras son de las personas de letras para las personas de letras, mientras que las segundas se aventuran fuera de ese mundo. Son dos discusiones distintas, casi como si en una se tuviera una charla amable con un grado alto de complicidad, mientras que en la otra se rogara para evitar la violenta expulsión de los poetas de la República.

Las internas se basan en una premisa sencilla: la literatura se justifica por sí misma. La literatura es un fin antes que un medio. A diferencia del martillo o la silla, no es necesario que un poemario sea capaz de quitar el clavo de la pared o que me pueda sentar sobre él para que tenga valor. Su mérito no descansa en su utilidad. Basta con haber amado un libro para compartir esta posición.

La justificación externa es más compleja. El problema empieza con el hecho de que la literatura está dos veces marginada: primero, porque la postura hegemónica sobre las actividades humanas dicta que, para que sean valiosas, tienen que ser instrumentales, servir para algo. Segundo, porque la literatura no suele tener alguna pretensión de decir algo generalizable ni objetivo. Entonces, la justificación externa busca convencer a nuestros contemporáneos de que leer, digamos, a Emily Dickinson aporta algo a su mundo. Este texto está más cerca de las justificaciones externas que de las internas.

3

La literatura puede tener muchas funciones distintas: puede presentar aporías, hacer tangibles las ideas de otros, transportarnos a mundos distantes, hacernos olvidar una pena y escapar, entre muchas cosas más. No sostendré nunca que éstas sean las razones principales para apreciarla, porque la literatura es mucho más que eso. A pesar de ello, no se debe subestimar el valor que puede tener la literatura como repositorio de la memoria.

El objetivo de este texto es, primero, tratar a la poesía como una cápsula del sentir y de la memoria humana. Y, segundo, mostrar por qué eso es esencial y urgente.

4

Como Antonio Alatorre apuntó, la lectura es un proceso intersubjetivo. Al escribir, el autor destila su experiencia subjetiva en lenguaje y, a su vez, el lector está sumido en su propio mundo igual de parcial y empapado en vida cuando se encuentra con lo escrito. Es tan simple como decir que hay tantas poesías como combinaciones de lectores y autores.[2]

Leer sería, entonces, un encuentro de dos mundos. Lo quiera o no, la obra de un autor emana de su momento, sus valores, su experiencia, los temas que le apasionan y muchas otras cosas más. La obra encapsula el mundo según lo vivía quien lo escribe. Y que la literatura preserve el mundo con la densidad vital de Virginia Woolf no es poca cosa.  

5

A finales del siglo XII a.C., los complejos de palacios de Micenas estaban en llamas. Posteriormente, serían ruinas. Parece ser que una combinación de cambio climático, epidemias, saqueos de piratas y migraciones masivas tuvo como consecuencia el colapso de casi todas las civilizaciones de la Era de Bronce. Con el fin del micénico y el inicio de una “edad oscura”, Grecia y las islas del Egeo regresaron al analfabetismo.

Emily Wilson sostiene que los relatos y mitos de ese período reflejaban el recuerdo y las fantasías sobre las culturas micénicas y minóicas, ambas perdidas. La Odisea se compuso como un poema oral en ese período y muestra un pasado heroico en el que hay inmensos palacios con puertas de bronce y columnas de plata, donde grandes reyes comían carne y bebían vino mientras las mujeres tejían lana púrpura y los dioses se ocultaban entre las personas, para guiarlas y darles regalos lujosos.

La lectura de la Odisea nos pone frente al sentir de generaciones que memoraban un pasado distante con melancolía y pensaban que habían perdido la abundancia y el favor de los dioses. No quedaron más huellas que los vestigios y las palabras.

6

El corpus de la literatura anglosajona comprende todo lo escrito en inglés antiguo entre el siglo VII de nuestra era y la batalla de Hastings, de 1066. Los anglosajones tenían una tradición larga de poesía oral y comenzaron a escribir con la expansión del cristianismo, que llegó al reino de Kent en 597.

Los poetas anglosajones (llamados scops) eran la memoria viva de la comunidad en la que habitaban. En una sociedad mayoritariamente analfabeta, el acceso que tenía la gente al pasado histórico se limitaba a las canciones de los poetas. Y la poesía anglosajona estaba centrada en tratar al pasado pagano con un tono elegíaco.

Beowulf nos acerca a la visión que tenía su autor del mundo desaparecido de sus antepasados en Dinamarca y Suecia. Y adoptar el cristianismo obligaba a los anglosajones a enfrentarse al hecho de que estaban condenando a sus ancestros a las consecuencias de no estar bautizados. Leer The Wanderer nos sumerge en un mundo en el que ser exiliado es desgarradoramente doloroso por la distancia que impone con la familia y la tierra, pero también con un señor feudal. Las dos relaciones más fuertes para el hombre anglojasón eran esas: aquélla con su familia y aquélla con su señor. El contraste que ofrece ese poema entre las heladas brutales y las cálidas salas de banquetes donde los señores fuertes daban regalos a sus siervos es, en las palabras de Crossley-Holland, la poesía de amor de una sociedad heroica.

En la poesía anglosajona hay un sentido profundo de honor, lealtad y el destino ineludible. También hay ogros en los pantanos, dragones que esconden tesoros en cuevas, linajes que conectan a los reyes con Odín e imágenes sorprendentes: mares como caminos de ballenas, una lanza como la serpiente del escudo. Todo eso conformaba un mundo que, al igual que todos los demás, dejó de existir. Ahora queda su historia y su sentir.

7

Guam es una isla estratégica en el Océano Pacífico, al lado de la fosa de las Marianas. Fue colonizada en el siglo XVI por los españoles, anexada por los estadunidenses en 1898, ocupada por los japoneses en 1941 y controlada de nuevo por los Estados Unidos en 1944. Ahora es un territorio no incorporado de los Estados Unidos, donde se aplica su constitución a medias y los pobladores son tratados como ciudadanos de segunda clase.

Los indígenas de la isla, los chamoru, han sido víctimas de un genocidio que casi acabó con toda su población, de intentos de aniquilar su lenguaje y tradiciones, así como de toda la barbarie que conlleva ser una colonia desde hace casi medio milenio. Además, la isla sufre de súper-tifones y otras formas de desastres naturales que serán cada vez más graves conforme se vayan extinguiendo los corales. Por ello, la crisis climática amenaza seriamente la habitabilidad de la isla.

La obra poética poscolonial y ambientalista de Craig Santos Perez refleja la memoria del pasado y la consciencia de la fragilidad del futuro. Por dar dos ejemplos, Without a Barrier Reef trata sobre aquel futuro en el que el poeta tendrá que explicarle a su hija que los corales en el mar y sus peces están muertos, y su poema from achiote va sobre la importación de esa planta latinoamericana a Guam, la abuela de Santos Perez, y sobre San Vitores, un jesuita que bautizó a la hija del jefe chamoru Mata’pang sin su permiso. Mata’pang mató a San Vitores y, como castigo, los españoles lo ahogaron y redujeron la población de Guam de 200’000 personas a 5’000 en dos generaciones.

Craig Santos Perez pone en el centro de nuestra imaginación a aquellos grupos que sufrirán más por la catástrofe climática de nuestro futuro cercano y cristaliza la memoria de la opresión del pueblo chamoru. En sus palabras, “My hope is that these poems provide a strategic position for “Guam” to emerge from imperial “redúccion(s)” into further uprisings of meaning”.[3] En este sentido, su obra hace algo esencial y urgente.

8

Jorge Luis Borges imaginaba que su escritura era vana, porque si algo no lo escribía él, alguien más lo haría. Es como el teorema del mono infinito, que afirma que, en un lapso sin fin, un mono inmortal frente a un teclado escribirá, sin duda, Hamlet. Pero la idea de Borges está fundamentalmente equivocada, porque no enfrenta que todo es finito y que la humanidad no es inmortal. No hay ninguna certeza real de que haya humanidad en cien años. Cada obra es producto de su mundo, y miles de mundos se desmoronan cada día.

9

El poeta arábigo andaluz Ben Chaj escribió en el siglo XI un poema sobre la despedida de su amada. Describe cómo se iba en un palanquín sobre lomos de camellos y sus lágrimas reptaban sobre las mejillas como escorpiones sobre rosas. Esta descripción es distante a mi mundo y, sin embargo, me conmueve hasta la médula. Un mundo muerto de hace un milenio es perfectamente capaz de irrumpir en el mío con una fuerza indescriptible e insospechada. La historia y la poesía son capaces de funcionar como repositorios de la memoria, pero mientras que la primera suele estar interesada en entender, la segunda está interesada en sentir. En la lectura de la poesía, no se accede a la memoria del autor, sino que se empatiza con ella. No es una hermenéutica, porque no se trata de entender el mundo del texto, sino de darle nueva vida.

El último Estado musulmán en la península ibérica cayó en 1492 y ha habido incontables intentos para erradicar la herencia arábiga en el mundo hispánico. Pero las semillas de la poesía arábigo-andaluza fueron suficientemente fuertes para superar al olvido y florecer como tiernos azahares en la memoria de otros, como la de García Lorca. Mientras quede un poema, seguirá habiendo humanidad.

10

En uno de los cuentos que más me gustan, Mircea Cărtărescu se pregunta sobre Ovidio:  

¿Se pronunciará su nombre en este mundo al cabo de otro milenio? ¿Se leerán aún sus Fastos dentro de un millón de años? Después de que el sol se apague y la galaxia se desintegre y se produzca la muerte térmica del universo infinito, ¿volverá a recitar alguien siquiera dos versos, con ritmo elegíaco, sobre los rizos de las damas elegantes y sus cajitas de marfil con afeites? Por supuesto que sí, por supuesto que sí. Puesto que han brillado en otra época, brillarán para siempre, más allá del mundo físico y de su terrible destino, en un espacio distinto al del polvo y el olvido. Pues, como dijo Mallarmé, «el mundo sólo existe para llegar a un libro».[4]

11

La poesía contiene la fuerza de vidas que se niegan a dejar de ser sentidas y la memoria de mundos que se rehúsan a dejar de ser experimentados. Sartre dijo que es claro que los libros “no tiene[n] utilidad práctica directa […] que no existe libro alguno que haya impedido a un niño morir”[5], pero basta con un poema para salvar un mundo entero de una muerte probable, cruel e injusta.


[1] Noé Jítrik, “Introducción”, en Jean Paul Sartre et al., ¿Para qué sirve la literatura?, trad. F. Mazía, Buenos Aires, Proteo, 1966, pp. 10.

[2] La frase es de Fiacro Jiménez.

[3] Craig Santos Perez, “Preface”, en su libro from unincorporated territory [hacha], Oakland, Omnidawn, 2017, p. 11.

[4] Mircea Cărtărescu, “Pontus Axeinos”, en su libro El ojo castaño de nuestro amor, trad. M. Ochoa de Eribe, Madrid, Impedimenta, 2016, p. 68.

[5] Jean Paul Sartre, en Jean Paul Sartre et al., ¿Para qué sirve la literatura?, trad. F. Mazía, Buenos Aires, Proteo, 1966, p. 93.


Antonio Alatorre, “¿Qué es la crítica literaria?”, en su libro Ensayos sobre crítica literaria, Ciudad de México, El Colegio de México, 2012, pp. 43-57.

Craig Santos Perez, from unincorporated territory [hacha], Oakland, Omnidawn, 2017, 104 pp.

Craig Santos Perez, “Without a Barrier Reef”, Cog Literary Journal, 2018, https://www.cogzine.com/copy-of-matt-zambito, consultado el 6 de julio de 2020.

Emilio García Gómez, Poemas arábigo-andaluces, Buenos Aires, Austral, 1940, 188 pp.

Homer, The Odyssey, trad. E. Wilson, Nueva York, Norton, 2018, 582 pp.

Jean Paul Sartre et al., ¿Para qué sirve la literatura?, trad. F. Mazía, Buenos Aires, Proteo, 1966, 106 pp.

Kevin Crossley-Holland, The Anglo-Saxon World: An Anthology, Nueva York, Oxford University, 1999, 308 pp.

Mircea Cărtărescu, “Pontus Axeinos”, en su libro El ojo castaño de nuestro amor, trad. M. Ochoa de Eribe, Madrid, Impedimenta, 2016, pp. 45-68.

Susan Sontag, “Against Interpretation”, en su libro Against Interpretation, Nueva York, Farrar, Strauss & Giroux, 1966, pp. 3-14.

Narrativa

Carta a un ensayo escrito a las tres de la mañana

Estimado ensayo:

Antes que nada, quiero disculparme contigo, porque sé que no te hice justicia. No creas que no me interesas. Me interesa el cambio de paradigma en el derecho administrativo mexicano a nivel municipal tanto como a cualquiera. No eres tú, soy yo. Sólo sucede que tomé tanto café que no me reconocí en el fondo tembloroso de la sexta taza y, por lo tanto, gasté mis energías en ordenar todos mis libros por colores, para concluir que ni de lejos soy el tipo de persona que pondría sus libros por colores y regresarlos a orden alfabético.

Sé que estás plagado de falacias argumentativas, lugares comunes, párrafos de una sola oración y puntuación tan extraña que hubiera perturbado un poco a Saramago. Veo que tus márgenes son un poco más grandes que lo usual, y que eres mucha paja y pocos alfileres, pero, por favor, tenme paciencia. ¿No ves que intento sobrevivir?

Y me queda claro que pude haberte empezado hace dos o tres meses y de eso nace mi apología, pero los ocupé para descansar del estrés inducido por no haberme preparado con antelación para las demás entregas. Pero no te sientas mal, ensayo. Tienes el mundo por delante y sólo soy un pequeño tropiezo en tu camino. Estás condenado a no ser un árbol, es cierto, pero quizás en otra vida envuelvas carne, te hagan un avioncito o un panfleto para promocionar fletes y mudanzas. De una u otra forma, tendrás un destino más digno que ser mi tinta escurrida.

Y no es tu culpa que tenga problemas de compromiso. Tuve una mala experiencia con mi primer ensayo, y tú sabes que después de eso puede ser difícil volver a confiar. Por ello, en lugar de escribirte, vi un video de cuarenta minutos sobre la historia de la cuchara, otro de un japonés que hace cuchillos de tofu y la final del mundial de Tetris: ganó un tal Joseph Saelee, joven de 17 años que decidió seguir sus sueños. Él sí se ve feliz. Te evadí no porque no me intereses, sino para no abrirme a la posibilidad de que nos lastimáramos.

Quiero que sepas que me siento terrible por haberte entregado así, además de que ahora mi ocio está acechado por la culpa. El asunto es que me han repetido hasta la náusea que debería trabajar duro toda mi juventud para que, cuando tenga edad de retiro, pueda empezar a vivir, ¿pero qué calidad de vida es esa?

Besitos, 

Armando

Narrativa

La rosa de Wittgenstein

Moritz Schlick esperaba solo y en el marco de la puerta del Seminario de Matemáticas de la Universidad de Viena, sobre la calle Boltzmanngasse número cinco y escondía su sonrisa parabólica y mecánica. Estaba tan emocionado que no podía pensar con claridad, su atención iba y venía como una onda en un plano cartesiano, quizás un coseno torcido, y su recuerdo más preciado de la niñez le asediaba. Pensó sobre cómo se sentía -algunos dirían que como niño en mostrador- cuando tenía cinco años y su papá lo llevaba a comprar reglas metálicas y otras herramientas de precisión. ¿Habrá algo más bello que un instrumento bien hecho? Todavía guardaba una colección de las reglas en el tercer cajón de su buró, a 13.00 centímetros de distancia de su cama, que hoy tendió con más velocidad que lo que acostumbra, así que tal vez quedó ligeramente arrugada. La dispersión de su pensamiento le angustiaba, pero no lo mostraría. ¿Leyó el Tractatus Logico-Philosophicus con suficiente rigor? Un ave azul, gris y gordo se posó sobre la puerta. ¿Cuál era la probabilidad A de que la paloma defecara sobre él? Quizás alrededor de 0.5% (P(A)=0.005), así que era estadísticamente insignificante y no ameritaba mayor preocupación. A pesar de ello, Schlick se desplazó horizontalmente 20.00 centímetros exactos en dirección opuesta a la paloma. Se tenía que concentrar. Después de todo, él lideraba el Círculo de Viena, el bastión del conocimiento que llevará a la humanidad a la era dorada de la ciencia y el progreso, de lo que se podía inducir que sus compañeros esperaban mucho de él, en especial Rudolf Carnap, que estaba absolutamente inmerso en la construcción de un lenguaje científico exacto para liberar al hombre de las cadenas barbarizadoras de la subjetividad y la emoción y, en su opinión, esta sesión les ayudaría a lograrlo. El Dr. Schlick le iba a preguntar a Wittgenstein sobre las estructuras lingüísticas subyacentes a su aproximación al abandono de la metafísica y cómo están emparentadas con la lógica formal simbólica, pero la formulación de la pregunta tenía que ser absolutamente clara hasta para el no-iniciado, porque iba a pasar a la historia, lo que implicaba concisión y transparencia absoluta.

Hacía frío en Boltzmanngasse 5, y Schlick ya quería entrar, porque sentía su nariz como un carámbano redondeado, pero sabía que tenía que esperar a Wittgenstein. Por supuesto que su pregunta tenía que ser enunciada en términos lógico-matemáticos, dado que Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. La paloma voló, y ahora había una nueva mancha blanca en el piso gris, a casi 10.00 centímetros de distancia del pie del Dr. Schlick. No sin alivio, Moritz siguió oculto en su pensamiento: debería encontrar la intersección entre el conjunto de preguntas que le quiere hacer a Ludwig Wittgenstein (A) y las preguntas que está dispuesto a responder (B), partiendo de un universo finito de preguntas que se pueden hacer, son formulables en términos lógicos matemáticos y vale la pena hacer (U). Entonces, tiene que hallar (A∩B). Esa es la forma más clara de expresarlo, pensó Schlick, pero pintar un diagrama de Venn nunca ha lastimado a nadie. Entonces Moritz (C) le va a preguntar a Wittgenstein (D) sobre su libro (E), pero ¿eso cómo se representa en términos formales? Schlick decidió regresar a su modelo de conjuntos, porque vio que su formulación no funcionaba, pero sabía que no se debía a una falta de inteligencia, puesto que tener el cargo titular de Ciencias Inductivas en Viena era una muestra irrefutable de rigor impecable y orden mental absoluto. Pero quizás por primera vez en su vida, Schlick no encontró confort en saberse inteligente y se tuvo que enfrentar a la agitación y el miedo.

Los ojos de Schlick vieron a una figura turbia a lo lejos. Se quitó los lentes y los limpió, mientras que Wittgenstein observaba con cuidado cada automóvil estacionado en la calle. Su atención era tan penetrante que parecía que intentaba memorizar el número de pernos que tenía cada llanta, lo que sería absurdo, ya que claramente él ya sabía cuántos eran. Schlick se puso los lentes y, ante el horror inminente de conocer a su héroe, empezó a preguntarse con obsesión si Ludwig ya lo había visto. De repente, Moritz observó que la cabeza de Wittgenstein se inclinó 45.73 grados hacia arriba y que portaba una sonrisa diminuta que no hacía que el hombre cincelado se viera más amigable, especialmente porque sus pómulos filosos y su cabello perfectamente corto siempre la daban la impresión a los demás de que Ludwig era mucho más serio de lo que era en verdad, y eso le molestaba un poco. Moritz sintió como si el tiempo se alentara y comenzó a contar milisegundos. Ludwig continuó caminando con movimientos abruptos y cargando un cono pequeño que se mantendría, hasta mucho después, fuera de la atención del profesor Moritz, ahora petrificado por la mirada fija de Wittgenstein, lo que hizo que se sintiera como si algo dentro de él (que algunos llamarían alma, pero él no lo haría, porque Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico) era arrancado de su cuerpo con violencia, sólo para ser consumido por un abismo frío y ser analizado después por Wittgenstein. Moritz sintió cómo los escalofríos cubrían su piel a un ritmo que crecía geométricamente. —H-H-Herr Wittgenstein— tartamudeó. —Wilkommen, wilkommen— dijo, mientras abría la puerta con diligencia. Obtuvo una respuesta, pero, a pesar de su decepción, le fue ininteligible porque le urgía entrar al calor del seminario de matemáticas y su angustia lo hizo temporalmente mudo. Dirigió a Wittgenstein a la sala en la que iba a hablar, aquella donde Rudolf Carnap ya esperaba sentado, esperando y listo para emitir juicios. Moritz pensaba sobre cómo ya era demasiado tarde como para pedirle a Wittgenstein que repitiera lo que dijo, pero que también era demasiado tarde como para responder con cualquier cosa que no fuera sonreír y asentir; en su lugar, decidió repasar y ensayar su pregunta dentro de su cabeza —Herr-Wittgenstein cuál-diría-usted-que-es la-estructura-lingüística-subyacente a-su-aproximación-al-abandono de-la-metafísica- y-cómo-está-emparentada-con la-lógica-formal-simbólica?— y logró sentirse reconfortado por su inteligencia y precisión. Su prestigiosa escuela del pensamiento (y él, por supuesto) eran testimonios del triunfo de la racionalidad sobre la emoción, de la Ilustración sobre el Romanticismo, de lo abstracto y general sobre lo concreto y particular y eran testimonios partícipes del glorioso avance del progreso científico. Ludwig estaba incómodo por tener que hablar en público, especialmente en Viena, donde los judíos como él no eran tratados mejor que en ninguna otra parte del mundo, pero su incomodidad comenzó cuando pasó frente el Musikverein y recordó a Gustav Mahler y sus horrendas composiciones, que siempre lograron perturbarlo. ¿Por qué se dedicaría uno a algo en lo que es tan deficiente? En el caso de Mahler eso era componer, porque su dirección era inmensurablemente superior a sus creaciones, y en el caso de Ludwig eso era la filosofía. Él hubiera preferido continuar trabajando solo en la construcción de la casa de su hermana, porque el techo del comedor quedó demasiado bajo, quizás por tres o cuatro centímetros, y nadie parecía entender la importancia de tener un techo correctamente alto sobre la cabeza, justo como nadie se daba cuenta de que, en lugar de estudiar filosofía académica, las personas deberían hacer algo valioso con sus vidas. Además que la ingeniería aeronáutica podría ser más útil y emocionante. Quizás estudiaría eso después. Moritz, todavía ensayando su pregunta y con el sentimiento recuperado de las reglas de metal, le mostró a Wittgenstein la plataforma en la que le tocaría hablar: tenía una mesa en el lado izquierdo con una silla detrás y una jarra con agua acompañada por un vaso vacío. Ludwig se detuvo ante la belleza del cuarto adornado con arcos y pinturas de trazos ligeros que dejaron una impresión tan profunda en él que le hicieron pensar en el hermoso retrato que Gustav Klimt hizo de su hermana para su boda. Ludwig estaba tan conmovido que sentía que se asfixiaba y deseó observar las pinturas con cuidado infinito.

Moritz se sentó junto a Carnap y el resto de sus cómplices y, con una mueca infantil, sacó su libreta de cuero y pluma. El momento había llegado: escribió “estructura lingüística subyacente”, “lógica formal simbólica” y “metafísica”, que después tachó. Vio como Wittgenstein tomó la jarra de agua y vertió su contenido en el vaso; el líquido era más denso y oscuro de lo que esperaba. Ludwig le dio la espalda a Schlick y el resto, abrió el paquete cónico y plantó en el vaso una rosa con delicadeza y decisión. ¡Qué precioso y abrumador era el contraste entre la suavidad de los pétalos color cardenal y la serenidad del tallo! Sin voltearse, buscó algo en el bolsillo izquierdo de su saco y extrajo un librito café. Moritz, que no había visto la rosa, sólo podía ver una “T” dorada en la portada del libro. ¿Por qué una “T”? El libro de Wittgenstein se llama “Logisch-philosophische Abhandlung”, pero es probable que haya traído la traducción al inglés “Tractatus Logico- Philosophicus”, que, después de todo, incluye el texto paralelo en alemán.

       ¿Iba Herr Wittgenstein a leer en voz alta una de sus siete proposiciones para después discutirla? Todas ellas eran resultados claros del glorioso triunfo de la racionalidad sobre la emoción. A Moritz le gustaban en particular las proposiciones 6.1251 (“Por eso, en la lógica tampoco puede haber nunca sorpresas”) y, por supuesto, el 7. (“De lo que no se puede hablar hay que callar”), porque él era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. Mientras tanto, Ludwig pensó sobre cómo lo metafísico y lo místico están más allá de lo expresable y sólo se pueden mostrar.  —Lo místico no es cómo es el mundo, sino el hecho de que es; que existe— se dijo en voz baja. Parecía que la fragancia de la rosa permeaba cada palabra que se fuera a decir en la sala y Wittgenstein abrió el librito, visualizó la pintura detrás de él y comenzó a recitar Gitanjali, de Rabindranath Tagore, con un impulso de pasión. Al mismo tiempo que Ludwig leía en voz alta, pero frágil, y corrían riachuelos fríos de sus ojos suaves, Rudolf Carnap se sintió cada vez más incómodo y tenso. Rudolf se enojaba y frustraba. Moritz estaba agitado y sin habla. Cuando acabó la declamación, hubo un silencio satisfactorio y sublime para Ludwig. Carnap estalló —¡¿Cómo te atreves a venir a nuestra sala a leer poesía?!— mientras que su cabeza en forma de tomate aplastado se enrojecía.  —Si piensan que esto no fue sobre el libro, entonces no entendieron nada— dijo Wittgenstein con una expresión calmada. Tomó la rosa y salió.