Me quito los tacones y los dejo en el pasillo. Cuando Miranda encontró la pequeña puerta abierta en Motolinia, yo llevaba esperándola treinta y tres minutos, pienso, mientras cuelgo mi abrigo en el perchero a la entrada de mi cuarto en la Colonia Roma. Quedamos que nos íbamos a ver por ahí de las siete y media y el grupo era grande: para las demás personas, la tardanza de Miranda pasó desapercibida, para mí no. Llegué al Zinco Jazz Club a las siete y veinte. Miranda bajó los escalones para llegar al sótano y se detuvo en la puerta hasta que le aplaudieran al grupo que tocaba Tenderly. Mientras reacomodaba sus trenzas pequeñas detrás de sus aretes largos, toreaba los montones de mesas que había entre nosotras y ella y nos saludaba, primero de lejos con su sonrisa de cal y su mano de barro, luego de cerca con su voz agradablemente monótona que siempre parecía que preguntaba, yo ya había dado por sentado que ella no iba a llegar y me había acabado mi segundo negroni, me digo y voy a la cocina para secuestrar una jarra con agua. La jarra de agua, también de barro, se parece a Miranda, fresca, opaca, vital. A quién se le ocurre llegar tarde a su despedida, murmuro. Cuando Miranda intentó darme un abrazo yo me quedé paralizada y no pude pararme. Pegó su frente a mi hombro, yo ya tenía la cabeza ligera y sentía el alcohol dilatando el tiempo, pienso, con la jarra rebosante entre los brazos.
Camino con cuidado para que no se caiga. Se sentó, e iba a hablarme de algo. Yo veía sus labios pintados de rosa e intentaba anticipar la conversación, pero el saxofonista asintió en la dirección de la pianista y empezaron a tocar I’m Old Fashioned. Nos callamos y volteamos al escenario. Miranda me tapaba al baterista y la bajista, y yo veía, encima de sus hombros descubiertos, a la pianista a la izquierda y el saxofonista a la derecha. Parecía que el sonido salía de ella. Casi se lo dije, pero Hugo, quien le había hecho ojitos desde nuestra primera clase juntas en la Facultad de Música, tres años antes, le preguntó si quería ir por algo de tomar y se fueron a la barra. Cómo fue, El día que me quieras, Born to be blue y otras dos canciones que no reconocí. Hugo y Miranda pasaron de estar lejos y más o menos al pendiente de los demás a tener un par de rodillas y hombros pegados y estar absorbidos entre sí. Para ese momento, sus tequilas seguramente estaban empezando a surtir efecto, pienso y llevo la jarra a mi cuarto. Dejo la bolsa sobre mi escritorio y la veo con culpa.
Me sirvo un vaso con agua y dejo la jarra al lado de la bolsa. Recuerdo el horror absoluto de saber que algo tan fuerte no es recíproco y voy a mi baño. El saxofonista estaba dando todo lo que tenía y era difícil hablar con las personas; Hugo y Miranda empezaron a hablarse directamente al oído. Miranda volteaba hacia nosotras y nos veía como viendo a la pared, que es como decir que no nos veía. Hugo puso su mano contra su mejilla y me acordé esas líneas de Safo (¿poema treinta? ¿treinta y uno? ¿por ahí?) que le gustan tanto a Marcos. Ese hombre me parece un igual a los dioses, o como sea que vaya la traducción, Miranda sabría pero importa poco. Lo real es el fuego delgado bajo la piel y el dolor, no la poesía. El bajo y la batería llenaban mis oídos, retumbaban en mi esternón y alborotaban mi embriaguez. Me sentía casi muerta.
No sé por qué tomé si solo me pone triste, me digo, mientras mojo el algodón con desmaquillante. Entonces el piano, ligero y anticipatorio. El saxofón se hizo de la línea melódica, que sonaba casi como una súplica y ardía, azul y extendida. Empezaron a improvisar sobre el tema de Ruby, My Dear y me perdí en la música y el reflejo de la luz morada en la boca del saxofón. Parecía una pequeña constelación alrededor de esa dulce oscuridad. Por unos momentos, todo estaba bien. Es más, por unos momentos, nada estaba. Sólo había la luz morada en la boca del saxofón y la melodía cercana a un suspiro: Ruby, My Dear, Ruby, My Dear para siempre y nada más. Parecía que la canción nunca acabaría ni habría empezado, hasta que llegó un silencio que parecía circular y estaba lleno de alivio. Unos aplausos prematuros y un grito del sobrentusiasta insensible de Hugo lo interrumpieron. El mundo regresó con todo su peso, pienso al buscar mi cepillo de dientes. Prendo las bocinas y pongo la versión de piano solo de Thelonius Monk. No es lo mismo, pero ayuda. Hugo nos invitó a su departamento y organizamos una pequeña flota de ubers. No lo aguanto, pero todo por estar cerca de Miranda, aunque ni hablé con ella en toda la noche, me digo con el cepillo de dientes todavía en la boca.
Las tres nos fuimos en el mismo coche. Todo el camino hablaron entre sí. Qué es esa cercanía glauca. Qué es sentir su hombro contra el mío si estaba volteada y hablando con él. Hugo se acercó y le plantó un beso en la punta izquierda de su labio y no sé si sentí asco, tristeza o rabia, pero algo incendiaba mis adentros. Aún lo hace. Llegamos a su edificio, subimos tres pisos tambaleantes de escaleras y nos enseñó su librero lleno de porquerías. Miranda, mereces más. En unos pocos minutos se llenó la sala-comedor. Hugo alternaba vino tinto con tabaco en la esquina y veía a Miranda esculcar el librero y tomar café con Dios sabe qué. Alguien indeterminado tocaba mal el piano de pared desafinado. A veces parecía que tocaba Debussy y a veces que era I Will survive. Todo esto, mientras nadie apagaba la maldita bocina tocando Getz/Gilberto. Tres amargados estaban sentados en la esquina contraria a Hugo y sorbían café (o peor aún, té) a las dos de la madrugada. Miranda se volteó, hizo espacio entre las velas y empezó a enrollar un porro sobre la mesa, entre ella y el piano. El del piano se puso a hablar con ella. Embriaguez en todos lados. Alguien recuerda esto, sola, ahora sobria, tirada en la cama y viendo al techo.
Qué significa estar aquí y amar y estar bien con que todo sea ligeramente decepcionante. Saber de la muerte térmica del universo y la entropía y seguirle diciendo que sí a la vida. Qué significa que seamos la última línea de nuestros ancestros y desear agotar el campo de lo posible. Entonces para qué callar las cosas. Por qué no me paré para decirle a Miranda que a veces despierto en la mitad de la noche con sus ojos y labios entreabiertos grabados en mi mente. Por qué no crucé el cuarto hasta la mesa, interrumpí al pianista y le confesé a Miranda que nunca había visto nada más hermoso que su rostro contra la luz de las velas. Así, tal vez pude tener el rechazo en las manos, seguir con la vida. Por qué no perseguir la muerte emocional de nuestros deseos. ¿Será que deseamos desear, que queremos el encanto de lo lejano y que esa presencia detrás de la luz anaranjada nos atormente? No queremos salir de la cueva y ver el sol, sino ver a las sombras moverse. Las cadenas están adentro y quizá las amamos más que al amor. Pero al final todo eso es filosofía y no importa.
Saqué mi cuaderno y pluma de mi bolsa, arranqué una hoja y empecé a escribir la carta, me dije, mientras me levanto de la cama y voy al escritorio. “Miranda, querida. Querida Miranda: El problema esencial es que te quiero y no estamos juntas. Que me duela es entendible, pero lo que no es tan obvio es que aunque no te tengo entre mis brazos, no puedo poner mi cabeza sobre la tuya ni ver tus ojos de cerca, y no sé cómo se siente tu cadera en mis manos o tu susurro en mi oído, quererte tanto hace que vea que hay flores en todos lados, que la luna está llena y que el rojo de los claveles y el aroma de los jacintos nunca han sido tan intensos. El aroma de la vida toca todas las cosas y el mundo me canta. Por eso no te digo en persona, querida, lo que siento; por eso te dejo esta carta y me voy sin despedirme. No arruinemos lo que nunca tuvimos. Espero que seas feliz del otro lado del mundo. Con amor, de veras, – Cristina” Eso es lo que decía la carta. Cuando acabé de escribirla tomé mis cosas, busqué a la chica con mi mirada y la encontré, contra la pared, tapada por el cabello largo de Hugo.
He de haber despedazado la hoja hasta que no hubiera un trozo más grande que un diente. Los aplasté en mi puño y fui a buscar la taza de Miranda. La encontré junto a la copa de él. Sin pensar, arrojé los papeles en el vino y ni presté atención a cómo se disolvía la tinta azul en el líquido rojizo. Abrí mi bolsa, cometí mi crimen y bajé las escaleras. Esperé a mi uber en la banqueta.
Con culpa, con una satisfacción completamente nueva, saco la taza de mi bolsa y la pongo sobre la mesa. Podría ser el centro de un altar, o una obra en una exposición, que debería ser lo mismo. Veo el borde, rosado sobre blanco, con el rastro de los labios de Miranda y no sé qué hacer. Mientras parece que río, mi cabeza cae entre mis manos abiertas y mi cuerpo se agita. Levanto la mirada y entre mis dedos veo otra vez los puntos rosas sobre la porcelana. Parecen pétalos. Todo cae, todo tiembla.
Miranda le preguntó qué iba a hacer después. ‘Ah, voy a ir al depa. Abraham me va a hacer cordero. Algo así como una disculpa,’ contestó Irina, sin dar más explicaciones y evitando los ojos de Miranda. Habían pasado suficientes horas hablando como para que esas omisiones fueran llamativas. Irina sabía. Actuó como si hubiera dicho algo sin importancia y cambió de tema, menos para hacer que no le doliera tanto a Miranda y más para evitar hablar de Abraham.
Hubo un silencio breve y, al fin, la certeza de que esta convalecencia era meramente unilateral. El dolor era de Miranda y de nadie más. Asintió con una sonrisa interior, genuina y punzante, como si siempre hubiera presupuesto que Irina seguía con él. Como si sus intenciones, de todas formas buenas, puras, hubieran sido irreprochablemente amigables siempre, y que las muestras de interés excesivas eran producto de su condición como extranjera. Ese año, lo único que le aprendió a los ingleses era cómo parecer ecuánime cuando una se quiebra.
Y eso pareció ser todo. Un hombre con un delantal de cuero sostuvo la puerta desde dentro y abrazaba una escoba con su brazo desocupado. Miraba a las dos personas -no una pareja- conversando en la esquina del fondo del café, como si amenazara con cerrarlo con ambas adentro. Se dieron cuenta, pararon y juntaron sus cosas, se pusieron abrigos, una gorra, orejeras, etcétera.
Se disculparon con el hombre y fueron arrojadas a la calle que todavía centelleaba con el rastro de la llovizna del mediodía y la luz adamantina de los faroles y las decoraciones; sus reflejos en las ventanas, escaparates, algunos letreros de metal y dos o tres coches estacionados. La puerta se cerró detrás de ellos. ‘¿No es extraño?’ dijo Irina, ‘¿Hablar con alguien y luego salir al mundo, ver que todo sigue en su lugar, que nada ha cambiado, que tal vez existe la calle?’ A Miranda también le parecía raro, pero no contestó porque no supo que decir: estaba abrumada. Decidió dirigir la conversación a los dos libros que le iba a regalar (la traducción de Safo de Anne Carson y Nightwood ) y la carta que los acompañaba. Le tomó una semana entera escribirla, para dejar claro, en el subtexto, que le estaba dando una parte de su corazón, que regalar esos libros era un acto de vulnerabilidad sincero. En ese momento, con el paquete envuelto en su mano, sintió que tenía que hacerlo menos.
Miranda le contó cómo en la primavera le prestó cuatro colecciones bilingües de poetas latinoamericanas a una de sus amigas (Pizarnik, Sor Juana, Mistral y Storni las poetas; Amelie la amiga) y le dio una carta explicándole cada volumen. Detalló cómo sus acciones amistosas se malinterpretaron como coqueterías. Deformó el incidente para presentar a los mexicanos como una banda de sentimentales que escriben cartas bajo la menor provocación y regalan o prestan libros a quien se deje. Era una mentirilla blanca que sólo crearía expectativas no cumplidas si Irina llegara a conocer a otra mexicana. Miranda codificó su regalo para implicar que no era más que un gesto amistoso.
Puso los libros en las manos de Irina, con indiferencia performativa y reverencia privada. Tal vez ese fue el momento en el que se dio cuenta de que la amaba. Su amor hipotético se quedaría puro, incontaminado por la realidad, como una pequeña perla rosa, y moriría, esperaba Miranda, con más o menos un mes de pop navideño triste (¿quizá Wham! finalmente le diría algo?) Le caería bien regresar al calor y polvo familiar de la Ciudad de México. Ver a su madre, abuela y perro. Llenar ese hueco cada vez más evidente con chilaquiles, amistades de la infancia (cada vez más remota, al igual que la amistad) y esquinas nostálgicas. Miranda abrazó lateralmente a Irina, intentando evitar incomodidad e intimidad, y ambas agnósticas se desearon un feliz año nuevo. Nunca se había sentido más sola.
Irina andaba al norte, donde las campanas de la catedral repicaban; Miranda al sur, a regresar a su refugio de los elementos de esta isla de la melancolía. El viento decembrino les recordó que tenían un cuerpo con piel atersada por el frío, que tenían un lugar en el mundo. También les recordó que no tocaban a nadie: que, a final de cuentas, la soledad permea a todas las cosas. Los humanos son discretos, hay un punto en el que empiezan y acaba todo lo demás. Ser es dejar afuera. Las corrientes también agitaron sus ropas y liberaron el sorprendente aroma de la otra, inadvertido en el café. Miranda lo notó y sintió una extraña pesadez entre sus pulmones. Se preguntó si podría ser la misma persona que antes.
Ambas caminaron hacia sus departamentos, hasta que, en el mismo momento pero en distintas partes de la ciudad se detuvieron: sus miradas se encontraron con el cielo nocturno. Sus ojos se llenaron de la extendida y reconfortante nada infinita.
Con un alivio que era el mismo pero tenía orígenes distintos, vieron que el mundo también estaba vacío. Tras un esfuerzo breve, dos sonrisas de felicidad y compasión, de ironía y ternura siguieron caminando en direcciones opuestas. Detrás de las decoraciones, las estrellas centelleaban a lo lejos. Qué tristes, qué hermosas eran.
Como en 2020, en Desvelo adaptamos el ejercicio de «Los mejores libros de 2021» a uno bien sencillo: compartirles pocos libros que cada uno disfrutó especialmente durante los meses pasados, sin importar su año de publicación y país de origen. Acá mencionamos novelas y ensayos, manifiestos urgentes y libros de historia; autores como Hermann Hesse, Saidiya Hartman, Bárbara Jacobs y George Sand. La lista es heterogénea y, como el proyecto en sí, su objetivo es dialogar entre nosotros, conocer lo que los demás descubrieron este año y expandir nuestras lecturas: esta vez tenemos un invitado lector que contribuyó a nuestra lista.
Esperamos que hagan clic con algún título, y que ustedes también compartan sus lecturas como caramelos. ¡Feliz año nuevo!
De Armando:
Pnin, de Vladimir Nabokov
Por un lado, Pnin es Nabokov en su punto más accesible. La novela es corta, ágil, y tiene en su centro a un protagonista tragicómico y entrañable, Pnin, con el que es fácil empatizar. Es posible que el capítulo que nos lleve al llanto sea también el que nos haga reír en voz alta. Por el otro, el mundo de Pnin es aquél de los émigrés rusos en los cincuentas, uno lleno de soledad, de los muertos de la revolución y el holocausto. Además, no deja de ser una novela de Nabokov: abundan los juegos literarios, los dobles sentidos, códigos y espejos. Éste es un libro que ofrece algo para cualquier lector, y es especialmente bueno para romper el prejuicio de las personas que imaginan a Nabokov como un esteta inmoral, desconectado del mundo y su dolor
Ada or Ardor, también de Vladimir Nabokov
Ada or Ardor es Nabokov sin restricciones, y por lo tanto un texto más difícil. Mi edición tiene casi quinientas páginas, que comienzan con unos capítulos que parodian la complejidad genealógica de las novelas rusas del siglo diecinueve y pasan por una sección particularmente opaca dedicada a la filosofía del tiempo de uno de los protagonistas. A pesar de su dificultad, Ada lo vale, sin pensarlo dos veces. Tiene algunas de las páginas más hermosas que he leído y momentos de una intensidad emocional sobrecogedora. Al igual que lo mejor del resto de sus otras obras, Ada enseña a leer con cuidado y a ver el mundo con más colores y texturas al cerrar el libro. Lo recomiendo en particular para las personas convencidas del genio de Nabokov, que disfrutan su pirotecnia verbal, sus delicadísimas imágenes y su música.
Días de tu vida, de Bárbara Jacobs
No sé de nada que se parezca a Días de tu vida, la extraordinaria novela más reciente de Bárbara Jacobs. El monólogo continuo de Patricia, su hermana y la protagonista en agonía, es una asociación libre compuesta por pequeñas oraciones en minúsculas que no suelen rebasar las tres palabras antes del punto y crean un flujo que captura nuestra atención y emociones. La novela de Jacobs impone una lectura lenta pero con un ritmo constante, contraria a las novelas híper-ágiles que se pueden consumir en una hora o dos sin significar gran cosa. Y como las oraciones son muy pequeñas, cada palabra importa y crea una experiencia de lectura profunda que compenetra con el lector.
A pesar de que la voz de la narradora es la de alguien en el lecho de muerte, su vitalidad y carisma hacen que su amor por la vida supere cualquier angustia. En esencia, la pesadez y sobriedad de la muerte se ve pequeña junto con el gozo de haber vivido y la esperanza de reencontrarse con sus muertos. La novela de Jacobs es un triunfo que afirma la vida.
De Camila:
En la Tierra somos fugazmente grandiosos, deOcean Vuong
«Querida Ma», dentro de la cabeza del narrador – o podría haber sido su corazón – el nombre comienza a retumbar, como la canción de una campana, «Estoy escribiendo para llegar a ti, incluso si cada palabra que pongo es una palabra más lejos de donde estás». Y aunque sabe que su madre es analfabeta, su educación terminó a la edad de 5 años después de que una redada de napalm destruyó su escuela en Vietnam, y así, todas sus horas y su dolor se doblarán en papel y se guardarán, las palabras seguían cayéndose, prendiéndose a fuego a medida que avanzaban.
Vuong entiende profundamente la elocuencia de la violencia, y sus palabras vibran con un salvajismo rojo, floreciendo, sacando tanta sangre de la historia como sea posible. Vuong muestra los sentimientos de su narrador, Little Dog, como el agua encamina sus olas, y uno sólo puede asumir que él debe haber dibujado en alguna fuente de dolor dentro de sí mismo, creciendo en los Estados Unidos, queer, y el hijo de un inmigrante. Vuong escribe como si estuviera abrazando sus recuerdos por la última vez, como si los estuviese incrustando en la superficie de su piel. Sus palabras son tan suaves como una capa de tela sobre el cuerpo que se envuelve contra el frío; pero a veces tienen la tendencia abrasiva de rallar las páginas, como la raspadura de una piedra que afila a una hoja. A menudo, el alfabeto parece transmutarse en horquillas incoherentes, vacilando como si fuera un sueño desgastado.
El resultado es un libro que no se puede describir sin tomar prestado algo del lenguaje propio del autor: «No te estoy contando una historia sino un naufragio, las piezas flotando, iluminadas, finalmente legibles».
País de nieve, de Kawabata Yasunari
el mar agitado
extendiéndose hacia Sado
la Vía Láctea*
– Matsuo Bashō
El haiku evocador de Bashō se cita al final del libro mientras un personaje principal comienza a contemplar las pequeñas gotas de fuego que, en contraste con el ambiente tranquilo de un país hecho de nieve, flotan en el aire, ardiendo de furia y desencanto, pero protegidos por el esplendor absoluto de la Vía Láctea. La sublimidad de un firmamento bajo el cual la existencia se manifiesta en forma de la belleza y la tristeza.
Así se desarrolla la experiencia tangible de leer la prosa de Kawabata. Su estilo minimalista y conmovedor. Su voz sincera y nostálgica. Una melodía única en una noche tranquila en medio de una corriente de estrellas centelleantes. Principalmente, País de nieve es un cuento de amor. Una aventuraromántica. Un hombre arrugado por su propia frialdad, casado con un par de mujeres etéreas. Mujeres que le dan todo lo que tienen. Un despliegue dramático de cada emoción. Un abismo de vulnerabilidad. Un comportamiento obstinado que ni siquiera considera renunciar a todo lo que está destinado al fracaso. Una relación que estaba destinada a perecer frente a las montañas blanqueadas, incluso antes de que empezara.
Este libro rebosa de nostalgia, de las delicias de la naturaleza. Una belleza sencilla, la belleza japonesa, pura, no adulterada; una que se niega a caer bajo el hechizo de la modernidad occidental; tratando desesperadamente de preservar sus tradiciones y valores. El mundo de una geisha. Lección tras lección sobre cómo entretener a otros con el corazón roto.
*mi traducción de la interpretación en el inglés
Siddhartha, de Hermann Hesse
La simple elocuencia de este libro bien puede ser incomparable en toda la literatura. Como muchos lectores, supongo, al principio pensé que el Siddhartha de Hesse sería la biografía del Buda Gautama, también conocido como el príncipe Siddhartha. De hecho, incluso la estructura narrativa parece imitar las enseñanzas del Buda: la primera parte con sus cuatro capítulos podría insinuar las cuatro verdades y la segunda parte, con sus ocho capítulos al Camino Óctuple. Incluso cuando el mismo Buda aparece como un personaje en la historia, podría ser visto por un tiempo como el doble del héroe, a quien se enfrenta, niega y finalmente acepta como su espíritu gemelo.
Sin embargo, el libro no sigue esta trayectoria supuesta. El Siddhartha de Hesse elige su propio camino, negándose a ser un seguidor del «Ilustre». Por lo tanto, la estructura dual del libro incluye a una vista más cercana tres edades en la vida del héroe, cada uno de ellos completado con un despertar, una epifanía. Así, la novela resulta ser, aparte de una novela de ideas, también un bildungsroman. Fue la manera más fácil para mí, debido al título y a las referencias míticas en el texto, ofrecer fragmentos de filosofía budista como claves de la lectura. Sin embargo, el conocimiento de ella no es necesariamente un requisito, ya que al final, el libro llega a describir a la búsqueda arquetípica hacia el significado del mundo y el Sí Mismo. Y poco a poco, página a página, las alusiones eruditas se vuelven menos importantes, mientras que el viaje de Siddhartha se convierte en lo nuestro, lo universal; tocando y cambiando para siempre nuestra alma haciéndonos creer, incluso es sólo por un tiempo, que levantamos el velo y vimos lo desconocido.
De Azucena:
Historia de las alcobas, de Michelle Perrot
En las alcobas ocurren los acontecimientos más importantes de la vida: el nacimiento y la muerte, el sexo y la secrecía, los sueños y las pesadillas. Historia de las alcobas es un paseo narrativo por imágenes cotidianas de esta vida privada en Occidente. Perrot nos abre la puerta igualmente de la majestuosa cámara de Luis xiv, de las habitaciones de obreros, de niños, de enfermos y moribundos, de escritores como Proust, Kafka y Woolf. Hace una sabia parada en el rechazo a lo doméstico, propio de las feministas, los existencialistas y los aventureros fogosos, y también coquetea con el picaporte de las habitaciones de hotel.
La historiadora argumenta con obras literarias. Cuando escribe, por ejemplo, que tener una habitación propia garantiza la independencia de las mujeres, robustece su afirmación con el monólogo de Faunia, la protagonista de La mancha humana de Philip Roth: una noche Faunia se queda a dormir en el cuarto de su amante y al día siguiente lamenta su impulsiva decisión, pues “dormir en la propia cama es de una importancia vital” para una chica como ella. Imposible ignorar la osadía de una científica social que, en pleno siglo xxi, esgrime la literatura como fuente documental legítima.
Sarrasine, de Balzac
El escultor Sarrasine ha pasado su vida observando cuerpos femeninos en busca de rodillas pequeñas, manos y cuellos esbeltos y hombros pálidos para esculpir “la figura perfecta”. Durante un viaje a Roma, el artista asiste a un número de Zambinella, una hermosa estrella de ópera, y reconoce en la cantante las formas deseables que antes sólo encontró en múltiples mujeres. La viva imagen de su obsesión inspira su mejor escultura, pero una noticia escandalosa perturba por completo el significado de su visión. Sarrasine es una lectura placentera por un sinfín de motivos: el retrato de la vida urbana en París del siglo xix; el irónico escándalo sexual; la narración ágil en forma de chisme. Todo en la novella confirma que la obra “fresca” o “disruptiva” no es, necesariamente, la contemporánea.
Indiana, de George Sand
Indiana se casó a los dieciséis años con un ex oficial del Ejército francés y su tediosa vida cotidiana la ha enfermado desde entonces. En su triste afán de supervivencia, y como Madame Bovary, la joven busca pasión como bocanadas de aire. Así se enamora sin remedio de Raymon de Ramière, su vecino apuesto, rico y elocuente, sin saber que aquél ya ha seducido y embarazado a su mucama. Basta con este pincelazo para exponer la naturaleza canalla del hombre que atormentará a la heroína.
Con Indiana, George Sand —el seudónimo masculino de Amantine Lucile Aurore Dupin— afianzó la fama entre los círculos literarios. Hoy la novela tiene un interesante revés anacrónico: se discute si la obra es “feminista” o no porque el origen del drama está en la vulnerable posición de las mujeres bajo el Código Napoleónico, en particular su incapacidad de divorciarse y poseer tierras. El adulterio, el drama, la rivalidad entre hombres y la institución que encarna cada personaje (el “régimen de representatividad” que ciertos críticos han observado en la tradición realista) rápidamente hicieron del título un clásico de la literatura francesa. Sin embargo, Sand tomó apenas unos elementos del género y los desechó con la misma facilidad. La habitación circular de Indiana es, en este sentido, ilustrativa: al adentrarse en ella sus pretendientes ingresan a un mundo luminoso, plagado de ilusiones, espejos y fragancias, y quedan atontados. En la alcoba rosada se desdibujan los límites del opresivo mundo social que habita Indiana, y se le permite a la heroína, si a veces, respirar.
De Fiacro:
How to Blow Up a Pipeline, de Andreas Malm
Este año tuvo lugar la COP26 y fue un espectáculo desolador. De seguir como vamos, para 2100 se estima que la temperatura del planeta incrementará entre 2° y 3°C. Hace cinco años, el objetivo del celebradísimo acuerdo de Paris era mantenernos en 1.5°C, lo cual implicaba hambrunas, sequías, desplazamientos, incendios e inundaciones en el terreno de lo manejable. Estamos muy por encima de eso. How to Blow Up a Pipeline es un manifiesto con una propuesta muy sencilla: dada la situación actual, el ambientalismo necesita comenzar a utilizar la violencia como herramienta política. La idea es contundente y polémica. La mayoría de las principales figuras en el ambientalismo se han declarado abiertamente en contra de ella y sin duda hay múltiples argumentos en contra. Sin embargo, Malm hace un excelente trabajo delimitando de qué tipo de violencia estamos hablando (únicamente contra la infraestructura petrolífera), cuáles son las virtudes de esta herramienta, y cuáles son los vicios del ambientalismo como lo hemos visto hasta ahora. Sin importar si uno está de acuerdo con Malm, How to Blow Up a Pipeline ofrece una mirada fresca al problema más grande de nuestro tiempo.
El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde
Mi primera lectura de Dorian Gray fue durante la secundaria y desde entonces había sido una astilla en mi conciencia. En su momento, me pareció un libro extremadamente descriptivo y, siendo un puberto impaciente, lo abandoné en plena descripción de una cortina. Casi 15 años después ha sido una sorpresa ligeramente macabra regresar a Wilde y encontrar una lectura tan rica. Estoy seguro que Dorian Gray ofrecerá cosas distintas para cada lector. En mi caso, mi interés inicial por el diálogo con lo ensayos de Sontag sobre la naturaleza del arte, pronto fue suplantado por las discusiones sobre la moral cristiana, la torturada homosexualidad de Wilde y la, primero seductora, y en última instancia patética persona de Lord Henry. Para quien esté cansado de los pesados años que hemos tenido, Wilde ofrece una muy parcial reflexión sobre el hedonismo, sus virtudes, y sus peligros.
El ministerio del futuro, Kim Stanley Robinson
Se ha escrito sobre la Crisis Climática desde hace más de 50 años. No obstante, ha sido hasta años recientes que ha comenzado a incrementar la popularidad de su ficción. Imaginarnos el futuro que nos espera es, en mi opinión, una labor crucial que ha estado demasiado ausente de los movimientos ambientalistas. Más allá de los grados, los datos y las estimaciones, la movilización política suele venir de un lugar emocional. Crear narrativas sobre dónde estamos y a dónde vamos es urgente. En este sentido, El ministerio del futuro ha sido una de las lecturas más populares entre los activistas del movimiento. El libro comienza con una narración de cómo una, por ahora ficticia, ola de calor termina matando a cientos de miles de personas en la India. La descripción es progresivamente aterradora y sirve perfectamente para ilustrar el peligro que tenemos en puerta.
De Fernando Bañuelos:
La isla, de Judith Martínez Ortega
Judith Martínez Ortega llegó al penal de las Islas Marías un 31 de diciembre para trabajar como secretaria del entonces director, el general Francisco J. Múgica. La isla recoge una serie de viñetas sobre “aquel año de incendio” que Martínez Ortega pasó en el Pacífico antes de volver a la capital y hacer fortuna como coleccionista y restaurantera. Mitad chismógrafo y mitad diario, el libro de Martínez Ortega describe vidas tensas en que el ritual y la vigilancia muy apenas pueden mantener algo parecido al orden, algo parecido a la paz. Conforme avanza el año, reos y colonos (incluyendo a la autora) se erosionan poco a poco bajo el peso de la crueldad, el aislamiento, la cotidianidad de las tormentas. “Estaban hechizados por el mar, por las noches magníficas que se metían por las ventanas y llenaban los cuartos de estrellas, por la brisa que estaba toda perfumada con el viejo olor de la sensualidad.” Dos tragedias: La isla es el único libro publicado de Martínez Ortega (1908-1985), se reeditó una sola vez (que yo sepa), en 1959.
Estilo, de Dolores Dorantes
¿Quiénes son las nenas que hablan desde las páginas de Estilo? Dicen: “Este es un libro que no existe.” Dicen: “Te tenemos rodeado.” Dicen: “ Queremos que nos tapes la boca.” Dicen: “Somos espacio y somos superficie.” Dicen: “Somos adolescentes armadas cruzando la frontera.” Dicen: “Danos la presidencia.” Estilo es un poemario hecho de fragmentos chamuscados que sugieren una explosión: esquirlas. Al igual que Querida fábrica (2012), el libro que Dorantes publicó inmediatamente después, Estilo se ha leído como una respuesta desde la proverbialmente enrarecida poesía mexicana actual a La Guerra. Su retórica remite a los titulares de esos (estos) años, sí, pero la violencia que ordena (desordena) los libros de Dorantes es sólo suya, una violencia sobre la lírica, sobre la idea de que los poemas se-tratan-de-algo, sobre la idea de que un poema, un libro, un texto es algo que se parece a una persona.
Wayward Lives, Beautiful Experiments, de Saidiya Hartman
Saidiya Hartman ya había escrito dos libros buenos y entonces escribió uno radiante. En cada capítulo de Wayward Lives, Beautiful Experiments, Hartman trata un documento de la persecución y explotación de afrodescendientes en ciudades norteamericanas a inicios del siglo XX. Su “argumento académico”, por así decirlo, es convincente (donde muchos testigos de la “sociabilidad negra” han visto patología, ella ve experimentación y voluntad de escape), pero lo que brilla es su prosa y su técnica narrativa: Hartman escribe con la soltura de una novelista (algunos de sus pares académicos la han acusado de serlo). Además, usa la terminología más exaltada de los estudios culturales norteamericanos y encuentra lo bello que alguna vez hubo en ella, la forma en que sirve para iluminar un par de momentos de dolor o rebeldía en la vida de una persona. El libro es largo y no siempre mantiene el mismo nivel, pero algunas de sus páginas son (perdón por insistir) luminosas. No estetiza ni intenta redimir la miseria e hipervigilancia del ghetto: busca mostrar los momentos de sagacidad o ternura en que, fugazmente, el futuro parece posible.
Encima de la cabecera de mi cama, a poco menos de medio metro de mi almohada, descansa la edición de Penguin Modern Classics de la Metamorfosis de Franz Kafka. Resulta sorprendente pensar que ese volumen pequeño —con su lomo y contraportada celestes, letras negras sin patitas, y la imagen de un martín pescador, una flor y sombras en la portada— incluye la novelita de Kafka y decenas de ficciones más o menos cortas. ¿Cómo entender que adentro nos espera un vendedor que despierta una mañana convertido en escarabajo[1] y que está más preocupado por su trabajo que por su nueva condición? La sorpresa es bien merecida, sobre todo porque revela un engaño: el libro cerrado no contiene nada de eso, Gregor Samsa no está ahí. Esto se debe a que el texto, aquel conjunto de puntos y líneas negras sobre un papel color crema, no es la literatura.
Imaginemos que llegamos al museo Belvedere en Viena y encontramos que todos los Klimts y Schieles están cubiertos con mantas de seda negra. Salvo que rechacemos la realidad de lo perceptible,[2] pensaremos que las pinturas están detrás, que existen en toda su materialidad y los trazos de esos pintores austriacos se mantienen intactos e invisibles. Tampoco hay razón para dudar que ahí estén las hojas de oro que utilizó Klimt, los cuerpos ligeramente contorsionados y alargados de Schiele, etcétera. Podríamos valorar incluso cuánto cuesta o costó el cuadro no visto. Pero en ese momento, esos cuadros tapados no existen como arte.
Los tres grabados de La gran ola de Kanagawa de Hokusai que tiene el Museo Británico suelen estar fuera de exhibición. El objetivo detrás de eso es preservarlos con todo el cuidado posible y evitar que la luz los deteriore. A pesar de ello, la tienda del museo vende calcetines, llaveros, aretes, postales, cuadernos, termos y otras reproducciones de La gran ola. Los grabados guardados existen como símbolo de poder, como mercancía, como un signo y tesoro nacional, como una causa de prestigio, existen en todos los niveles menos el único que verdaderamente importa. Las obras de arte necesitan de su materialidad y la trascienden: sólo existen como tal cuando alguien las contempla.
II
Esto quiere decir que hay que admitir distintos niveles de significación, cada uno con sus capacidades y limitaciones. Por más que nos enredemos en neurociencia al explicar que los bebés liberan feromonas que hacen que los queramos proteger y que disfrutemos abrazarlos o cargarlos, no podríamos estar más lejos de entender la experiencia inmediata de cargar un niño. El arte funciona de una manera análoga, requiere de capas interiores de significación para existir, pero quedarnos en ellas sería equivalente a no entender nada.
La obra literaria existe en su recepción, que depende de condiciones materiales, sin importar si es de transmisión oral o escrita, y éstas a su vez suelen reproducir un texto original. Tomemos como ejemplo King Lear: hay dos textos distintos, el Folio, que es la reproducción de las obras completas de Shakespeare, publicadas en 1623, y el Quarto, de 1608. El primero tiene una centena de líneas ausentes del otro, y el segundo contiene tres centenas que no corresponden con nada del primero. El texto podría ser un facsímil de alguno de los dos, una versión con ortografía contemporánea, o una traducción. Hay diferencias en el tamaño de la hoja y de la fuente, la distribución en la página, que puede ser rugosa o lisa, opaca o transparente, y el libro puede ser de pasta dura o blanda. Todo eso importa, determina, por ejemplo, si podemos leer el libro caminando, si lo podemos sacar de donde vivimos y llevarlo a un parque o café o qué leemos inmediatamente antes de voltear la página. También hace que haya ediciones más fáciles de subrayar o anotar con lápiz y otras que requieren de todos los cuidados. Cada variante cambia la forma en la que el texto significa y lo experimentamos.
III
Además de las condiciones materiales, mi mundo afecta al arte. Para mis amistades inglesas, la crueldad de los eventos de King Lear parece algo tajantemente distante. Ese nivel de violencia se entiende como algo sacado de un pasado brutal en el que las personas escogían entre asistir a las ejecuciones públicas o ver cómo le arrancan los ojos a Gloucester y cómo Lear pierde todo hasta morir, solo, demente, con el cadáver de la única hija que lo quiso entre los brazos.
Yo crecí en el México de la guerra contra el narcotráfico; lo más violento de la obrapodría salir de una nota roja del puesto de periódico a una cuadra de la casa de mi abuela, o en la esquina contraria a mi primaria. Y, digamos, ¿qué tal que alguien lo lee porque es el libro favorito de una persona que le atrae y que los ingleses lo leen porque lo estudian en la preparatoria? ¿Y si otra persona lo hace porque cree que así entenderá mejor la vanidad o los límites del lenguaje? King Lear sólo existe en la unión de todas las capas de significación, que serán distintas en cada lectura, y que involucran todas las condiciones (históricas, culturales, sociales, etcétera) que afectan mi experiencia. El libro cerrado no es nada más que un objeto y una posibilidad. Una cosa es mi mundo y otra el arte.
IV
¿Cómo podemos seguir con nuestras vidas después de escuchar La muerte y la doncella de Schubert, a Janis Joplin, o ver un Goya? Salvo que caigamos en un quijotismo profundo, necesitamos transitar entre el arte y nuestro mundo, como sea que lo experimentemos. La mayoría de las personas lo hacemos: salimos de la sala de conciertos, nos quitamos nuestros audífonos, salimos del museo y vamos a tomarnos un café malón con una persona que apenas conocemos; hablaremos del clima y de nuestros hermanos, lo que sea. Sin la transición, el arte sería una forma de muerte, tan definitiva, pero para nosotros es algo que significa, sentimos y pasa: está más cerca de la vida.
La transición no es tan sencilla cuando la obra nos toca o abruma, mucho menos cuando nos perdemos en ella. En algo se parecen cerrar un libro que en verdad nos absorbe, despedirse después de una conversación larga, profunda, y tener una experiencia mística. En el arte, el amor y la mística (tal vez caras distintas de lo mismo, indecible), uno no puede situarse en su mundo, nos quedamos perplejos ante cómo brilla hermoso en su enorme indiferencia. La obra afecta a mi mundo. Antes de la literatura, el libro cerrado es sólo un objeto y una posibilidad; después de la literatura, lo es todo.
V
El arte, a pesar de existir en comunión con la subjetividad de la persona que lo contempla, es capaz de crear puentes con otras subjetividades. Un par de horas antes de escribir estas líneas, dos amigas y yo conversamos brevemente en la sobremesa sobre el primer sueño de Raskólnikov. Me parece fascinante que compartiéramos el interés y el dolor producido por el mismo episodio corto de una novela de más de seiscientas páginas. Aquello de una obra que nos llama la atención dice mucho sobre nosotros.
En la primera parte de Crimen y castigo, Dostoievski narra que Raskólnikov sueña que tiene siete años y ve a una multitud intoxicada con su propia crueldad matar a golpes y varazos a una yegua vieja. El niño está lleno de compasión y abraza al cuerpo inerte, lo besa. Leímos distintas traducciones en momentos específicos y desde experiencias diferentes, pero nuestra conversación supera ese atomismo, como si no existiera. Las tres personas compartimos una conexión, breve o no. Ese es el lugar en el que el arte deja de estar situado en nuestro mundo para convertirse en parte de él, aquella continuación de la obra, varias veces distinta, que sucede cuando los libros cerrados nos acercan al otro.
Brighton, 2021
[1]A pesar de que solamos imaginar a Gregor Samsa como una cucaracha, la palabra que utiliza Kafka es Ungeziefer, un insecto entendido como una plaga. Vladimir Nabokov, que a final de cuentas dedicó una buena porción de su vida a estudiar mariposas y sabía mucho más de insectos que cualquier persona que conozca, argumentó convincentemente que Samsa es un escarabajo en sus clases de literatura europea.
Armando Gaxiola (Ciudad de México, 1999) estudia letras inglesas en una ciudad amurallada. Le gusta el té, la música y la literatura de los dos extremos de la modernidad. Twitter: @gaxioar
y así de repente el primer chico que besé ha muerto / como cuando arrancas el vestido
de un maniquí y no hay nada debajo / un hombre que sólo se convierte
en el espacio que abandona / una herida punzante en el tapiz
de mi juventud / acomodé sus fotos en el lavabo
del baño y me rasuré en la oscuridad / intenté que su contorno
apareciera / en mi espejo / tal como era entonces / el primer chico
que quise y me quiso también / me enseñó que merecía
un pensamiento tan simple como el hambre / que la palabra deseo
podía describir mi piel saturnina / lo que está muerto
no puede aparecerse en el pan / lo que tiene dueño nunca puede pagarse
/ en su lugar tengo esta deuda / soy demasiado pequeño para cargarla / quizá es
la herencia de mi mano / para tocar / mi luto / un par de guantes
que alzo en el espacio / delineo la cintura fantasma / oigo
su voz que susurra desde la oscuridad
▼
te viniste en mi boca en un condón
en el clóset del conserje en el pasillo
de mi dormitorio en la universidad /
después / dije cristo en broma /
cristo / y te volviste pequeño / dijiste que jesús
era tu señor y salvador /
el primer chico que tuve en mi boca
tenía al señor dentro / así es mi suerte /
siempre a medio camino de la salvación /
serotonina salpicada de divinidad /
la hostia que se disuelve
sobre una lengua arrepentida / la lotería
que se gana con un billete perdido / la barrera que
hubiera sido mejor no tener
▼
podía pagar el vuelo a nueva york
podía pagar las vacaciones
podía pagar una noche en un motel
podía conocer a un hombre con mi pequeño aparato
podía pedirle que trajera cocaína
podía llevarlo a mi habitación barata
podía ser miserable ahí con él
podía decirle tu nombre y él podía soportarlo
podía verlo partir una raya y convertirse en ti
pero sentarme en la iglesia / con tu familia
y que juzgaran cómo amaba
con semejante compañía / no pienso que no
no podría
soportarlo
▼
dime
por
favor
cómo
se
supone
que
siga
sabiendo
que
estás
[ ]
▼
la lujuria persigue el rastro del corazón en su
jaula subterránea de hueso / digamos que el edificio
de la sociedad de estudiantes era un laberinto
/ la noche que nos conocimos / digamos que eras el minotauro /
porque habías pasado más años viviendo como un monstruo
/ no porque yo también diera miedo /
un típico tauro / desesperado por un roce
que me transformara / digamos que sostuve la espada
y tú me recibiste desnudo dentro de ti / y fuiste
mi primera vez / lo que significa que algo murió
y renació / digamos que me rogaste
que cortara tu garganta y me arrastrara dentro de esa
herida resbaladiza / digamos que lo hice / digamos que morí
/ digamos que nunca te dejé /
▼
de acuerdo con la autopsia / la causa de muerte / fue una sobredosis /
dosis del griego didonai dar // dar demasiado / sobredar /
darse // cuerpo abriéndose hacia lo desconocido / velo del cráneo levantándose /
inundando el cerebro de sangre / la cocaína viene de las hojas de la planta de coca
secas quebradizas / hechas polvo y espolvoreadas con limón // las mismas sustancias
alcalinas que se usan para acelerar la descomposición de la carne // después queroseno
en una lavadora / después ácido sulfúrico / después se mezclan otra vez / después se empacan
y se mandan a una planta procesadora / permanganato de potasio / después se envían
a través de un continente / después se pisan tanto que parece una danza / el panteón
de químicos y manos cercenadas / de heridas de bala y mulas con plástico en sus
estómagos humanos / él puso todo eso en su interior / él que no se quebraba /
él paradigma de promesas / él hermosura / con potencial que se extendía más allá del metal
y el pentecostés / él que inhaló rayas hasta rayar en la eucaristía // taquiarritmia / hemorragia
cerebral / hipertermia // me pregunto qué encontraron / cuando lo abrieron / alas apuesto
/ apuesto que encontraron alas
sam sax es el autor de las colecciones bury it (Wesleyan University Press, 2018), que obtuvo el premio James Laughlin, y madness (Penguin, 2017), ganador de la National Poetry Series.
Rodrigo Círigo (Ciudad de México, 1992) obtuvo el primer premio del Concurso 39 de Punto de Partida, en la categoría de traducción literaria, con una versión al español de “Little Gidding”, de T.S. Eliot. Ha sido dos veces becario de la Fundación para las Letras Mexicanas para asistir al Curso de Creación Literaria, en la categoría de poesía. Actualmente es candidato a doctor en Sociología por la London School of Economics and Political Science, donde es editor de la revista New Sociological Perspectives. También es becario, en la disciplina de poesía, del programa Jóvenes Creadores de la Secretaría de Cultura (2020-2021).
No book is worth reading once if it’s not worth reading many times
Susan Sontag, “Pedro Páramo”
I
Hace poco compré The Inseparables, la traducción al inglés de una novela recién descubierta de Simone de Beauvoir. La versión original se publicó en francés el año pasado y la traducción salió a inicios de septiembre. Aunque me llamó la atención porque no todos los días se publican cosas nuevas de autoras consagradas que llevan casi cuatro décadas muertas, la verdadera razón por la que la compré es que la introducción de Deborah Levy me pareció irresistible. Es perfectamente buena en cualquier sentido, a pesar de lo que sugiere la autora cuando comienza con la siguiente advertencia: “Esta introducción contiene spoilers relacionados con la trama”.[1]
Un spoiler, del verbo inglés para echar a perder, es el acto de revelar los giros de tuerca o la resolución de los nudos de una narrativa. Se supone que arruina la trama al eliminar el asombro del final, pero usualmente se entiende como contar cualquier detalle sorprendente antes de que una persona experimente la narrativa. Por eso, la advertencia de la introducción me parece doblemente interesante: primero, no se me ocurre ninguna introducción de novela que no revele algo sobre la trama, (la mayoría de las que tengo a la mano revelan detalles del desenlace); segundo, no tolero la idea de que revelar detalles de los nudos de la trama sea eso, un spoiler, algo que arruine o eche a perder la obra (es decir, los spoilers no spoilean). Es casi como implicar que el valor de las narrativas depende de la sorpresa. Y claramente no: si el texto es apenas competente, seguramente tendrá algo más que ofrecer; si es excelente, podrá releerse una cantidad ilimitada de veces.
II
No recuerdo un momento en el que las personas hayan estado tan sensibles con los spoilers como cuando salió la última temporada de Juego de Tronos. No contaré lo que sucede, para no molestar a las personas que se mantengan escépticas a lo que sostengo, pero dejémoslo en que casi dos millones de personas han firmado una petición en change.org que pide que se rehaga la última temporada con escritores “competentes” (https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, por si quieren unirse al club).[2] Sin embargo, el problema de la serie no fue tanto qué pasó al final sino que el camino a eso no tenía sentido. Incluso si fuéramos a pensar que nos importan las narrativas por sus historias y nada más, que sería algo profundamente empobrecedor, tenemos que admitir que el recorrido importa mucho más que el destino. El giro más inesperado en una trama mal construida palidece frente una trama simple pero sólida. Es decir que en las tramas importa mucho más el porqué y el cómo que el qué.
Le damos demasiado peso a la parte incorrecta de la trama y demasiado poco a la técnica.[3] Por ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez revela el destino del protagonista desde la primera oración: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…”.[4] García Márquez juega con las expectativas que construyó y crea algo que, en mi opinión, es mucho más emocionante que el desenvolvimiento tradicional de una trama. A propósito, durante la mayor parte de la historia de la narrativa en el mundo occidental, la originalidad (que es aquello que podría llevarnos a valorar la sorpresa en los desenlaces) se ha entendido más como una muestra de arrogancia que de destreza literaria. Hacerse de la trama de relatos más antiguos le confería autoridad al texto nuevo y era el procedimiento estándar. Por decir algo, los Lais de Marie de France sostienen que la autora tomó sus relatos de una tradición bretona que refiere a su pasado celta (y así crea dos grados de separación), y detrás de Shakespeare están las traducciones que hizo North a Plutarco, el texto sobre Ricardo III de Tomás Moro, la Metamorfosis de Ovidio, los Ensayos de Montaigne en la traducción de John Florio, el Troilus and Criseyde de Chaucer, entre muchos, muchos otros.
III
Durante mi infancia, disfrutaba mucho leer una página aleatoria de un libro antes de empezarlo. Idealmente, leía la página 271 un par de veces, hasta poder visualizarlo todo, y entonces me iba al principio. Por lo general, resultaba en que me preguntara cómo estaba construida la novela desde la primera página hasta la 271. Permitía disfrutar la infraestructura del texto, además de todos los otros placeres. Los spoilers no sólo no arruinan, sino que abren posibilidades. Esto es lo que sucede cuando se lee un texto detectivesco o de horror después de conocer el nudo de la trama, y es parecido a leer clásicos.
IV
Muy pocas personas que empiecen a leer una tragedia de Shakespeare lo harán sin saber que al final todos los personajes importantes estarán muertos. E importaría poco, por ejemplo, para quien vea o lea Hamlet, que le dijeran que (alerta de spoiler) su tío envenena por error a su madre, que Laertes hiere a Hamlet con una espada envenenada, que cambian de espadas y Hamlet hiere a su adversario y mata a su tío. Al final, todos ellos mueren. No importa saberlo por cuatro razones: 1. Llevamos más de cuatrocientos años hablando sobre la obra. 2. Hamlet es un referente cultural inmenso y en muchos casos no es necesario haberla visto para saber qué pasa. 3. En el teatro de la modernidad temprana, las comedias solían terminar con una boda y las tragedias con la muerte de todos los personajes importantes. Hamlet es una tragedia de ese periodo y, por lo tanto, seguía la convención. 4. Ir a ver Hamlet no se trata de sorprenderse con los nudos de la trama.[5] Esto llega al punto en el que si vas a ver una obra de Shakespeare en un país anglófono, probablemente encuentres a una o dos personas moviendo los labios al unísono con los personajes. Se saben la obra de memoria, van de todas formas y la disfrutan enormemente. Es peor con Romeo y Julieta, porque la obra comienza con un prólogo: un personaje se para frente a la audiencia y, en forma de soneto, revela la trama entera, con premisa, desarrollo y desenlace. De todas formas, una producción en el Globo[6] puede juntar por tres horas a una centena de londinenses que la verán parados sin intermedio, bajo la lluvia, en medio de una pandemia. Vemos a Shakespeare y nos conmueve hasta los huesos.
V
El asombro por los nudos de la trama es una emoción con una dimensión estética muy pobre comparada con todas las demás, y el arte suele apuntar hacia otras direcciones. Experimentar una obra por primera vez es un fenómeno irrepetible, pero lo que importa de esa experiencia no depende de la trama, no es spoileable. Podría parecer vulgar quejarse del Ulysses porque no pasa gran cosa.
Resultan ejemplares las tres novelas inconclusas de Franz Kafka (Amerika, El castillo y El proceso) porque sus tramas no se acaban de desenvolver y, a pesar de ello, son de las grandes obras literarias del siglo pasado. La genialidad de una novela como Mrs. Dalloway tiene poco que ver con lo que sucede (el qué de la novela, la trama e historia) y mucho con lo demás (los cómos, la técnica): el idioma de Woolf, sus imágenes, cómo carga al mundo de las redes de significado conscientes e inconscientes de sus personajes, entre muchas otras cosas. Lo central es que nada de lo que verdaderamente importa en la lectura de Mrs. Dalloway es revelable. Haberla leído por primera vez fue uno de los momentos más importantes de lo que llevo de mi vida y hubiera dado igual si me hubieran contado qué pasaba.
La historia y la trama son las únicas partes de una narración que pueden ser reducidas a una síntesis y todo lo relativo a la técnica sólo puede ser descrito con un grado de separación tan grande al texto que no puede aprehenderse sin experimentarlo de primera mano. Dejemos a los desenlaces y giros de tuerca en paz y pongamos nuestra atención y energía en otros lados. Y respetemos a quienes mantengan su escepticismo, la vida es demasiado corta para amargar a las demás personas.
Londres, 2021
Post scriptum
VI
Me parece indispensable que dejemos a las personas disfrutar el arte como se les antoje, siempre y cuando no sea transgresivo contra la obra ni contra la experiencia de las demás personas. Si alguien quiere escuchar la sonata Hammerklavier al doble de la velocidad original, que vaya y que lo haga, pero hay que entender que eso no es escuchar la Hammerklavier, de la misma manera en la que ponerse unos lentes azules para ver las pinturas en la casa del Greco implica ver-sus-pinturas-con-lentes-azules, que es una experiencia estética distinta a la de ver sus pinturas.[7] No me parece que haya una única forma correcta de experimentar el arte, pero definitivamente hay muchas incorrectas. Sin embargo, los ejemplos que doy se valen. Lo que no se vale sería cambiar los focos del Prado para que todas las personas vean Las Meninas bajo una luz anaranjada, abrir caramelos durante un recital o llevar un bebé a una ópera (que inevitablemente va a llorar, yo también lo haría). Hay que prescindir de la idea del spoiler porque conocer el desenlace no está en la misma categoría que llevar lentes azules a la casa del Greco (y el spoiler es una idea que empobrece nuestro entendimiento y apreciación del arte), pero no hay que contar el desenlace a las personas a las que sí les importa porque ese acto está en la misma categoría que abrir un caramelo envuelto en plástico chillón durante un movimiento lento de Mozart.
Apreciar las artes narrativas no parte de la necesidad de la ignorancia de la trama, que no tiene por qué ser una parte esencial de la experiencia. La pregunta verdaderamente esencial es si somos testigos del arte o si lo experimentamos. Y no imagino una alternativa a la segunda.
[1] Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv. Trad propia de This introduction contains plot spoilers
[3] A falta de un mejor término para englobar a lo que usualmente llamaríamos estilo y forma.
[4] Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.
[5] Seguramente no hay un sentido único en ir a ver Hamlet. La actividad se puede tratar de muchas cosas, pero también hay otras que no, evidentemente. Por dar un par de ejemplos, ir al teatro a verX no se trata de dormirse, aunque se valga. Tampoco se trata de pensar en cómo construir una escalera, cosa que también se vale. No se vale ni se trata de hacer llamadas por el teléfono, pelearte con tu pareja, etc.
[6] Me refiero a la réplica del teatro de Shakespeare en el banco sur del Támesis, no a la panadería mexicana.
[7] Al igual que empezar a leer un libro en la página 271 en lugar de comenzar por el principio. Se podría argumentar con mucha facilidad que cuando leía una página más avanzada y luego me iba al principio, no leía la obra literaria original sino algo distinto.
Referencias
Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv.
Sigo aquí sigo aquí. Ya ha pasado un mes. Estas cuatro paredes blancas me asfixian. Sigo aquí. Quiero salir. Ojalá no se olviden de mí.
(1:46 p.m.)
No sé qué hacer. Qué estará haciendo Sarita. Trato de mirar por la ventana a ver si tal vez alcanzo a ver mi casa desde aquí. Pero no distingo nada. Deben estar almorzando.
(4:11 p.m.)
Tomé una siesta, me sentí chiquito otra vez. Extraño ser chiquito. Y colorear. Ojalá tuviera crayolas.
(7:01 p.m.)
Hay un reloj colgado en la pared. Por eso puedo saber tan bien la hora. Precisión. Me gusta. Es mi pequeño lujo. Ya van a apagar las luces. Chao.
02 de marzo (9:34 a.m.)
Cielo azul y pájaros afuera. Pajaritos. Piu piu. pipipiu.
(9:36 a.m.)
La hora cambia muy rápido.
(9:37 a.m.)
Y muy lento a la vez. Tal vez duerma todo el día.
03 de marzo (8:41 a.m.)
Menos pájaros. Más gritos de noche. No sé por qué estoy aquí. No he hecho nada malo. No me dejan hablar mucho con los otros. Sarita no ha venido a visitarme. Qué pasa. Me siento triste.
(2:22 p.m.)
Voces al lado. Qué envidia.
(6:53 p.m.)
No he hecho nada malo, lo juro. Solo quiero salir y jugar con Sarita.
04 de marzo (10:20 a.m.)
Hoy es día de gelatina. Y de visitas. Qué emoción. Me voy a arreglar.
(5:51 p.m.)
Me tuvieron que dormir. Mamá vino sola. Sarita no vino con ella. Por qué Sarita ya no me quiere mami. Sí te quiere mijito pero este no es lugar para niños. Yo soy un niño mami. Sí pero es diferente, tú sabes mi amor que lo hago por tu bien, y además Sarita está en el colegio. Yo también quiero ir al colegio mami.
Papito ya me tengo que ir, vuelvo la próxima semana. Mami no te vayas, llévame contigo, no me dejes aquí mami no me gusta.
Pero se fue y estuve muy triste y por eso me tuvieron que dormir un rato. Sigo cansado. Hasta mañana.
05 de marzo (7:12 a.m.)
No me gusta tanto escribir. No sé a quién le estoy hablando y eso no me gusta. Supongo que me hablo a mí mismo. Yo soy el único que lee esto. Bueno aunque a veces mi enfermera Cata lo lee. Dice que es muy interesante y que debería escribir más sobre cómo me siento y menos sobre los pajaritos y el cielo. Pero yo no le hago caso.
(3:31 p.m.)
Me aburro. dks oppppppp fffffff WWWW. m e a b u r r r r r r o o o.
(3:33 p.m.)
(3:34 p.m.)
(3:37 p.m.)
(3:38 p.m.)
No se me ocurre nada. Perdón Cata. Sólo estoy cansado. Aunque hoy un copetón estaba cerquitica de mi ventana.
06 de marzo (6:04 p.m.)
Hoy no me siento bien. Hablé con Mamá por el teléfono del pasillo. Me dijo que la semana que viene no iba a poder venir como me había dicho porque iban a operar a Sarita. Qué tiene Sarita mami. Nada mijito, no te preocupes. Pero me preocupé porque la escuché sorber por la nariz como cuando lloraba. La llamada se desconectó y grité mucho. Cata y Mariana me arrastraron a mi cuarto y me dieron mis pastillas.
Por qué ya no puedo ver a Sarita, Cata. No entiendo. Cata miró por un segundo a Mariana y se arrodilló en frente de mí. Dieguito, te acuerdas de lo que pasó antes de que vinieras aquí. Sí, estábamos en el parque Mamá, Sarita y yo. Y no te acuerdas de nada más. No, Cata, no me acuerdo. Qué pasó. Pero Cata no me dijo nada. Me acarició la cabeza y se fue con Mariana.
07 de marzo (9:33 a.m.)
No me acuerdo. No me acuerdo. No me acuerdo. Cómo estará Sarita. Mamá no ha llamado. Sáquenme Sáquenme. Cata ayúdame a ver a Sarita por favor.
(9:34 a.m.)
A Sarita le gustan mucho los helados de pistacho.
(9:35 a.m.)
A Sarita le gusta mucho correr y rodar por el pasto. Por eso siempre vamos al parque de al ladito de la casa.
(9:36 a.m.)
Sarita y yo a veces nos peleamos. Yo soy más grande que ella pero Sarita es muy rápida y a veces me pega duro. Eso me enoja.
(9:37 a.m.)
Mamá siempre nos regaña cuando peleamos. Juego de manos, juego de marranos, dice siempre. Pero nosotros no le hacemos mucho caso.
(9:38 a.m.)
Fuimos al parque ese día. Peleamos como siempre. Le jalé el pelo. La empujé al piso. Y después. No me acuerdo. No me acuerdo. Mi mami gritó. ¡Para Diego!¡Déjala ya, qué haces! No me acuerdo. No me acuerdo. Cata ayúdame.
Mikaela Huet-Vray es una autora colombiana (Bogotá), estudiante de letras en la Sorbona. Ha publicado poemas en el fanzine Serpiente de Montaña, iniciativa independiente colombiana.
Borró el mensaje por tercera vez y volvió a empezar. ¡Hola, Irina! Oye, el día está muy bonito y tú también. ¿Te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, un vinito y unos libros de poesía? Contempló el borrador unos instantes y lo eliminó. No quería ser impositiva. Miranda odiaba hasta la médula hacer este tipo de cosas. Quizá un buen paso sería bajarle a la puntuación, quitar los signos de interrogación del principio y deshacerse de las mayúsculas: hola irina! cómo estás? oye, el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía? Mejor. Le daba una salida y sonaba más casual. Pero ella no era casual, ¿por qué tendría que serlo? La vida es demasiado corta y es ridícula esa actitud de fingir que no nos importa lo que sí. No entendía la lógica detrás de sostener que la indiferencia es atractiva. No podría ser más absurda toda la idea del hombre frío y distante que hace a las chicas embelesarse. Pero entendía el miedo al compromiso y no quería espantar a Irina, apenas se estaban conociendo.
Esas cosas nunca se saben. La línea entre una amistad y algo más se difumina como las esquinas de un trazo de carbón. Los hombres suelen ser mucho más obvios. Irina le echaba miraditas furtivas mientras hacían su trabajo en equipo para la clase de literatura posmoderna. Cuando Miranda se peleaba con Henry porque quería meter sus opiniones del siglo pasado en el trabajo, Irina asentía en apoyo. Y amaban con pasión a las mismas poetas confesionales: podían hablar por horas como si nadie antes las hubiera entendido. La afinidad era clara. Se caían bien y hasta habían ido por un té al barrio chino la semana pasada. Irina le había mandado un mensaje un par de horas antes avisándole que estaba saliendo de un resfriado común y que se iba a ver descuidada. Pero llegó preciosa, con un vestido largo de lino azul marino. Había rodeado su lagrimal con una pintura que brillaba color de plata y tenía el contorno de sus pestañas delineadas con un negro obsidiana que le daba a su mirada una profundidad hipnótica. Los farolillos de papel que colgaban en la calle apenas se reflejaban en sus aretes alunados de latón y aluminio, que mutaban las luces amarillas en pequeños puntos blancos y cobrizos en su cabello oscuro y ondulado. Parecía un interminable cielo estrellado en la noche más sola. Miranda pensó que eso era la felicidad. Verla gesticular con euforia cuando hablaba de Sylvia Plath y Anne Sexton y que sus siete anillos en cada mano resplandecieran en tonos distintos con cada palabra. Sus sonrisas destacaban sus pecas y hoyuelos, que se sentían como triunfos. El pasado musical de Miranda se asomaba y ella quería, con cada fibra de su ser, tocarle el Claro de Luna de Debussy. Pero el encanto se rompía cada vez que Irina quería discutir las ideas de Henry, que era todo un machote, peor que un orangután. Miranda no quería pensar en él mientras construían un vínculo tan hermoso.
Miranda llevaba poco menos de media hora dándole vueltas al mensaje, aunque lo había empezado a pensar mucho antes. Le trajeron su latte con leche de soya, con un corazón blanco sobre la espuma café, en una taza magenta. Se recargó en el respaldo del sofá, elevó la mirada para probar su latte y vio, más allá de las periqueras vacías y la ventana, a las personas caminando frente el Café Bloomsbury, entre la universidad y donde vivieron los Woolf. Algunas, con la intención de aprovechar el sol, cruzaban en chanclas y shorts o faldas largas al parque de la esquina contraria. Otras seguían la cuadra, esquivaban el poste negro victoriano y se dirigían a los edificios cobalto de los empresarios de la Ciudad de Londres. Dio otro sorbo y le escribió a Amelie. Oye, Ami. Estoy intentando escribirle a Irina y no sé cómo. Estaba pensando en algo como ‘oye. cómo estás? el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía?’. Send help. Otra opción era agregarle detalles al mensaje para Irina. Hacerlo más íntimo, transparente. Algo auténtico. Decirle que encontró un lugar a diez minutos de la estación de las afueras de la ciudad, y que tiene unos dientes de león y unas margaritas preciosas que le recordaron a ella y, de alguna forma que no acaba de estar clara, a sus hoyuelos y cómo sonreía con todos los dientes. Respuesta de Amelie: Ni idea, pero eso no. Bajo ninguna circunstancia. Namás dile que vas a ir por un café y que si quiere acompañarte. No seas tan intensa, ni sabes si le gustas. Pésimo consejo, qué es eso de no ser intensa. ¿Cuál era el punto en esconder la electricidad en la punta de su lengua? Pero sí había que bajarle un poco. Quizá podía hacer esa cosa que decía el imbécil de Henry, dizque muy conocedor en estos temas, que mientras más es le pongas al ‘‘oye’’, más interés demuestras. oyeeeeeeeeeeeeeeeeeee. No, ese era un exceso. Qué innecesariamente difícil. ¿Por qué no decir lo que sentimos y ya? Poder mandar un Oye, me gustas y quiero pasar más tiempo contigo para que nos conozcamos. ¿Qué opinas? Pero no, ¿verdad? Siempre tenemos que andar con jueguitos.
Miranda recordó a todos los hombres que habían intentado usar una pickup line con ella y se regocijó en sus fracasos. Nada sube los ánimos como ver a un hombre desagradable decepcionarse. Ese era, tal vez, el único atractivo que Miranda le veía al fútbol. Tres le habían dicho variaciones de Pingüino gordo… algo para romper el hielo. Dos le habían preguntado si creía en el amor a primera vista para irse después de la negativa y regresar preguntando si creía en el amor a la segunda. Uno había sido extrañamente político: Cómo me gustaría ser el proletariado para expropiar tus medios de producción. Cuatro habían sido todavía más obscenos. No quería estar en el mismo saco que ellos. Quería ser abierta sobre lo que sentía, pero le daba miedo que no fuera recíproco.
Le dio otro sorbo a su latte y vio de reojo las parejas en el parque. Agarradas de la mano, tomando el sol, echadas sobre el pasto, sentadas en las bancas bajo las magnolias y cerezos en flor, caminando lado a lado en improbable sintonía. Tal vez era más improbable quererse tanto. Suertudas. Cómo no sentirse romántica cuando Londres abandonaba sus trajes grises. oyeee. cómo estás? el día y el pasto lleno de margaritas están muy bonitos y tú también. qué tal si nos juntamos en un rato para hacer un picnic, tú llevas el pan y un libro de poesía y yo llevo el vino y los quesos. jalas? A Miranda le gustó la opción. Podría ser mejor, le gustaría que Irina saliera con ella porque quería y no por ninguna otra razón. Decidió agregar un pero sin presión 🙂 al final. Le volvió a mandar el borrador a Amelie. Tal vez Irina sentía lo mismo que ella. Estuvieron cuatro horas en la casa de té y sólo se fueron porque iba a cerrar. Irina le propuso que fueran juntas al metro y caminaron hablando de la musicalidad de Plath, qué libros y cds se llevarían a una isla desierta, qué nombre le pondrían a sus gatos si pudieran tenerlos y opinaron sobre su maestría en historia del arte. Una vez bajo tierra y en lugar de separarse, Irina le dijo que le quedaba suficiente lasaña del día anterior para las dos y la invitó a cenar en su departamento. Hablaron de lo que querían que tuviera su futuro durante tres estaciones, unas escaleras, cinco calles, un elevador y el tiempo que tomó abrir la puerta, saludar al compañero de piso que veía la tele en la sala-comedor, llegar a la cocina, poner la lasaña en el único plato de Irina, meterla al microondas para que diera vueltas hasta que emitiera vapor, sacarla y llevarla a la cama de Irina. Se sentaron frente a frente y comieron con un disco de Janis Joplin que Irina puso de fondo, para callar el documental del compañero de piso. Cada vez que Miranda se inclinaba hacia el frente, cruzaba las piernas o se apoyaba sobre sus palmas extendidas, Irina reflejaba sus movimientos. Miranda sólo se fue un par de horas después de haberse acabado la lasaña, cuando notó que los ojos avellanados de Irina le llamaban tanto la atención que no podía concentrarse en nada más. Concluyó que no tenía prisa, que le diría todo en otro momento. Regresó a la noche llena de estrellas y empezó a pensar en el mensaje de texto que le escribiría después.
Mensaje de Amelie: No sólo sigue igual de intenso, sino que decirle que sin presión hace que haya más presión. Tú hazme caso. Dile que vas por un café y unos libros y que si quiere ir. Y ya. Todo lo demás sobra. Miranda lamentó pensar que Amelie solía tener la razón y borró el mensaje. Levantó la cabeza para darle una serie de sorbos pequeños al latte, hasta que sólo quedara un rastro de espuma en su bigote. Por un instante largo, sintió que todo su cuerpo se tensaba y que le faltaba oxígeno. Miranda no pudo evitar reírse ante su recién descubierta miseria. Vio, sentada bajo un cerezo precioso en una de las bancas del parque de la esquina contraria al café, a Irina, con su sonrisa de todos los dientes y sus hoyuelos. Sentado a su derecha, oscureciendo con su mano peluda sus costillas izquierdas, Henry veía sus labios.