Poesía

Kaddish, de sam sax

Versión de Rodrigo Círigo

“Lloro. Pero conozco

la vanidad del llanto.”

Robert Hayden

y así de repente el primer chico que besé ha muerto / como cuando arrancas el vestido

de un maniquí y no hay nada debajo / un hombre que sólo se convierte

en el espacio que abandona / una herida punzante en el tapiz

de mi juventud / acomodé sus fotos en el lavabo

del baño y me rasuré en la oscuridad / intenté que su contorno

apareciera / en mi espejo / tal como era entonces / el primer chico

que quise y me quiso también / me enseñó que merecía

un pensamiento tan simple como el hambre / que la palabra deseo

podía describir mi piel saturnina / lo que está muerto

no puede aparecerse en el pan / lo que tiene dueño nunca puede pagarse

/ en su lugar tengo esta deuda / soy demasiado pequeño para cargarla / quizá es

la herencia de mi mano / para tocar / mi luto / un par de guantes

que alzo en el espacio / delineo la cintura fantasma / oigo

su voz que susurra desde la oscuridad

te viniste en mi boca en un condón

en el clóset del conserje en el pasillo

de mi dormitorio en la universidad /

después / dije cristo en broma /

cristo / y te volviste pequeño / dijiste que jesús

era tu señor y salvador /

el primer chico que tuve en mi boca

tenía al señor dentro / así es mi suerte /

siempre a medio camino de la salvación /

serotonina salpicada de divinidad /

la hostia que se disuelve

sobre una lengua arrepentida / la lotería

que se gana con un billete perdido / la barrera que

hubiera sido mejor no tener

podía pagar el vuelo a nueva york

podía pagar las vacaciones

podía pagar una noche en un motel

podía conocer a un hombre con mi pequeño aparato

podía pedirle que trajera cocaína

podía llevarlo a mi habitación barata

podía ser miserable ahí con él

podía decirle tu nombre y él podía soportarlo

podía verlo partir una raya y convertirse en ti

pero sentarme en la iglesia / con tu familia

y que juzgaran cómo amaba

con semejante compañía / no pienso que no

no podría

                     soportarlo

dime

por

favor

cómo

se

supone

que

siga

sabiendo

que

estás

[             ]

la lujuria persigue el rastro del corazón en su

jaula subterránea de hueso / digamos que el edificio

de la sociedad de estudiantes era un laberinto

/ la noche que nos conocimos / digamos que eras el minotauro /

porque habías pasado más años viviendo como un monstruo

/ no porque yo también diera miedo /

un típico tauro / desesperado por un roce

que me transformara / digamos que sostuve la espada

y tú me recibiste desnudo dentro de ti / y fuiste

mi primera vez / lo que significa que algo murió

y renació / digamos que me rogaste

que cortara tu garganta y me arrastrara dentro de esa

herida resbaladiza / digamos que lo hice / digamos que morí

/ digamos que nunca te dejé /

de acuerdo con la autopsia / la causa de muerte / fue una sobredosis /

dosis del griego didonai dar // dar demasiado / sobredar /

darse // cuerpo abriéndose hacia lo desconocido / velo del cráneo levantándose /

inundando el cerebro de sangre / la cocaína viene de las hojas de la planta de coca

secas quebradizas / hechas polvo y espolvoreadas con limón // las mismas sustancias

alcalinas que se usan para acelerar la descomposición de la carne // después queroseno

en una lavadora / después ácido sulfúrico / después se mezclan otra vez / después se empacan

y se mandan a una planta procesadora / permanganato de potasio / después se envían

a través de un continente / después se pisan tanto que parece una danza / el panteón

de químicos y manos cercenadas / de heridas de bala y mulas con plástico en sus

estómagos humanos / él puso todo eso en su interior / él que no se quebraba /

él paradigma de promesas / él hermosura / con potencial que se extendía más allá del metal

y  el pentecostés / él que inhaló rayas hasta rayar en la eucaristía // taquiarritmia / hemorragia

cerebral / hipertermia // me pregunto qué encontraron / cuando lo abrieron / alas apuesto

/ apuesto que encontraron alas


sam sax es el autor de las colecciones bury it (Wesleyan University Press, 2018), que obtuvo el premio James Laughlin, y madness (Penguin, 2017), ganador de la National Poetry Series.


Rodrigo Círigo (Ciudad de México, 1992) obtuvo el primer premio del Concurso 39 de Punto de Partida, en la categoría de traducción literaria, con una versión al español de “Little Gidding”, de T.S. Eliot. Ha sido dos veces becario de la Fundación para las Letras Mexicanas para asistir al Curso de Creación Literaria, en la categoría de poesía. Actualmente es candidato a doctor en Sociología por la London School of Economics and Political Science, donde es editor de la revista New Sociological Perspectives. También es becario, en la disciplina de poesía, del programa Jóvenes Creadores de la Secretaría de Cultura (2020-2021).

Ensayo

Contra el temor a los spoilers

Por Armando Gaxiola

No book is worth reading once if its not worth reading many times

Susan Sontag, “Pedro Páramo”

I

Hace poco compré The Inseparables, la traducción al inglés de una novela recién descubierta de Simone de Beauvoir. La versión original se publicó en francés el año pasado y la traducción salió a inicios de septiembre. Aunque me llamó la atención porque no todos los días se publican cosas nuevas de autoras consagradas que llevan casi cuatro décadas muertas, la verdadera razón por la que la compré es que la introducción de Deborah Levy me pareció irresistible. Es perfectamente buena en cualquier sentido, a pesar de lo que sugiere la autora cuando comienza con la siguiente advertencia: “Esta introducción contiene spoilers relacionados con la trama”.[1]

Un spoiler, del verbo inglés para echar a perder, es el acto de revelar los giros de tuerca o la resolución de los nudos de una narrativa. Se supone que arruina la trama al eliminar el asombro del final, pero usualmente se entiende como contar cualquier detalle sorprendente antes de que una persona experimente la narrativa. Por eso, la advertencia de la introducción me parece doblemente interesante: primero, no se me ocurre ninguna introducción de novela que no revele algo sobre la trama, (la mayoría de las que tengo a la mano revelan detalles del desenlace); segundo, no tolero la idea de que revelar detalles de los nudos de la trama sea eso, un spoiler, algo que arruine o eche a perder la obra (es decir, los spoilers no spoilean). Es casi como implicar que el valor de las narrativas depende de la sorpresa. Y claramente no: si el texto es apenas competente, seguramente tendrá algo más que ofrecer; si es excelente, podrá releerse una cantidad ilimitada de veces.

II

No recuerdo un momento en el que las personas hayan estado tan sensibles con los spoilers como cuando salió la última temporada de Juego de Tronos. No contaré lo que sucede, para no molestar a las personas que se mantengan escépticas a lo que sostengo, pero dejémoslo en que casi dos millones de personas han firmado una petición en change.org que pide que se rehaga la última temporada con escritores “competentes” (https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, por si quieren unirse al club).[2] Sin embargo, el problema de la serie no fue tanto qué pasó al final sino que el camino a eso no tenía sentido. Incluso si fuéramos a pensar que nos importan las narrativas por sus historias y nada más, que sería algo profundamente empobrecedor, tenemos que admitir que el recorrido importa mucho más que el destino. El giro más inesperado en una trama mal construida palidece frente una trama simple pero sólida. Es decir que en las tramas importa mucho más el porqué y el cómo que el qué.

Le damos demasiado peso a la parte incorrecta de la trama y demasiado poco a la técnica.[3] Por ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez revela el destino del protagonista desde la primera oración: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…”.[4] García Márquez juega con las expectativas que construyó y crea algo que, en mi opinión, es mucho más emocionante que el desenvolvimiento tradicional de una trama. A propósito, durante la mayor parte de la historia de la narrativa en el mundo occidental, la originalidad (que es aquello que podría llevarnos a valorar la sorpresa en los desenlaces) se ha entendido más como una muestra de arrogancia que de destreza literaria. Hacerse de la trama de relatos más antiguos le confería autoridad al texto nuevo y era el procedimiento estándar. Por decir algo, los Lais de Marie de France sostienen que la autora tomó sus relatos de una tradición bretona que refiere a su pasado celta (y así crea dos grados de separación), y detrás de Shakespeare están las traducciones que hizo North a Plutarco, el texto sobre Ricardo III de Tomás Moro, la Metamorfosis de Ovidio, los Ensayos de Montaigne en la traducción de John Florio, el Troilus and Criseyde de Chaucer, entre muchos, muchos otros.

III

Durante mi infancia, disfrutaba mucho leer una página aleatoria de un libro antes de empezarlo. Idealmente, leía la página 271 un par de veces, hasta poder visualizarlo todo, y entonces me iba al principio. Por lo general, resultaba en que me preguntara cómo estaba construida la novela desde la primera página hasta la 271. Permitía disfrutar la infraestructura del texto, además de todos los otros placeres. Los spoilers no sólo no arruinan, sino que abren posibilidades. Esto es lo que sucede cuando se lee un texto detectivesco o de horror después de conocer el nudo de la trama, y es parecido a leer clásicos.

IV

Muy pocas personas que empiecen a leer una tragedia de Shakespeare lo harán sin saber que al final todos los personajes importantes estarán muertos. E importaría poco, por ejemplo, para quien vea o lea Hamlet, que le dijeran que (alerta de spoiler) su tío envenena por error a su madre, que Laertes hiere a Hamlet con una espada envenenada, que cambian de espadas y Hamlet hiere a su adversario y mata a su tío. Al final, todos ellos mueren. No importa saberlo por cuatro razones: 1. Llevamos más de cuatrocientos años hablando sobre la obra. 2. Hamlet es un referente cultural inmenso y en muchos casos no es necesario haberla visto para saber qué pasa. 3. En el teatro de la modernidad temprana, las comedias solían terminar con una boda y las tragedias con la muerte de todos los personajes importantes. Hamlet es una tragedia de ese periodo y, por lo tanto, seguía la convención. 4. Ir a ver Hamlet no se trata de sorprenderse con los nudos de la trama.[5] Esto llega al punto en el que si vas a ver una obra de Shakespeare en un país anglófono, probablemente encuentres a una o dos personas moviendo los labios al unísono con los personajes. Se saben la obra de memoria, van de todas formas y la disfrutan enormemente. Es peor con Romeo y Julieta, porque la obra comienza con un prólogo: un personaje se para frente a la audiencia y, en forma de soneto, revela la trama entera, con premisa, desarrollo y desenlace. De todas formas, una producción en el Globo[6] puede juntar por tres horas a una centena de londinenses que la verán parados sin intermedio, bajo la lluvia, en medio de una pandemia. Vemos a Shakespeare y nos conmueve hasta los huesos.

V

El asombro por los nudos de la trama es una emoción con una dimensión estética muy pobre comparada con todas las demás, y el arte suele apuntar hacia otras direcciones. Experimentar una obra por primera vez es un fenómeno irrepetible, pero lo que importa de esa experiencia no depende de la trama, no es spoileable. Podría parecer vulgar quejarse del Ulysses porque no pasa gran cosa.

Resultan ejemplares las tres novelas inconclusas de Franz Kafka (Amerika, El castillo y El proceso) porque sus tramas no se acaban de desenvolver y, a pesar de ello, son de las grandes obras literarias del siglo pasado. La genialidad de una novela como Mrs. Dalloway tiene poco que ver con lo que sucede (el qué de la novela, la trama e historia) y mucho con lo demás (los cómos, la técnica): el idioma de Woolf, sus imágenes, cómo carga al mundo de las redes de significado conscientes e inconscientes de sus personajes, entre muchas otras cosas. Lo central es que nada de lo que verdaderamente importa en la lectura de Mrs. Dalloway es revelable. Haberla leído por primera vez fue uno de los momentos más importantes de lo que llevo de mi vida y hubiera dado igual si me hubieran contado qué pasaba.

La historia y la trama son las únicas partes de una narración que pueden ser reducidas a una síntesis y todo lo relativo a la técnica sólo puede ser descrito con un grado de separación tan grande al texto que no puede aprehenderse sin experimentarlo de primera mano. Dejemos a los desenlaces y giros de tuerca en paz y pongamos nuestra atención y energía en otros lados. Y respetemos a quienes mantengan su escepticismo, la vida es demasiado corta para amargar a las demás personas.

Londres, 2021

Post scriptum

VI

Me parece indispensable que dejemos a las personas disfrutar el arte como se les antoje, siempre y cuando no sea transgresivo contra la obra ni contra la experiencia de las demás personas. Si alguien quiere escuchar la sonata Hammerklavier al doble de la velocidad original, que vaya y que lo haga, pero hay que entender que eso no es escuchar la Hammerklavier, de la misma manera en la que ponerse unos lentes azules para ver las pinturas en la casa del Greco implica ver-sus-pinturas-con-lentes-azules, que es una experiencia estética distinta a la de ver sus pinturas.[7] No me parece que haya una única forma correcta de experimentar el arte, pero definitivamente hay muchas incorrectas. Sin embargo, los ejemplos que doy se valen. Lo que no se vale sería cambiar los focos del Prado para que todas las personas vean Las Meninas bajo una luz anaranjada, abrir caramelos durante un recital o llevar un bebé a una ópera (que inevitablemente va a llorar, yo también lo haría). Hay que prescindir de la idea del spoiler porque conocer el desenlace no está en la misma categoría que llevar lentes azules a la casa del Greco (y el spoiler es una idea que empobrece nuestro entendimiento y apreciación del arte), pero no hay que contar el desenlace a las personas a las que sí les importa porque ese acto está en la misma categoría que abrir un caramelo envuelto en plástico chillón durante un movimiento lento de Mozart.

Apreciar las artes narrativas no parte de la necesidad de la ignorancia de la trama, que no tiene por qué ser una parte esencial de la experiencia. La pregunta verdaderamente esencial es si somos testigos del arte o si lo experimentamos. Y no imagino una alternativa a la segunda.


[1] Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv. Trad propia de This introduction contains plot spoilers

[2] Dylan D., “Remake Game of Thrones Season 8 with competent writers.”, https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, consultado el 26 de octubre de 2021.

[3] A falta de un mejor término para englobar a lo que usualmente llamaríamos estilo y forma.

[4] Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.

[5] Seguramente no hay un sentido único en ir a ver Hamlet. La actividad se puede tratar de muchas cosas, pero también hay otras que no, evidentemente. Por dar un par de ejemplos, ir al teatro a ver X no se trata de dormirse, aunque se valga. Tampoco se trata de pensar en cómo construir una escalera, cosa que también se vale. No se vale ni se trata de hacer llamadas por el teléfono, pelearte con tu pareja, etc.

[6] Me refiero a la réplica del teatro de Shakespeare en el banco sur del Támesis, no a la panadería mexicana.

[7] Al igual que empezar a leer un libro en la página 271 en lugar de comenzar por el principio. Se podría argumentar con mucha facilidad que cuando leía una página más avanzada y luego me iba al principio, no leía la obra literaria original sino algo distinto.


Referencias

Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv.

Dylan D., “Remake Game of Thrones Season 8 with competent writers.”, https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, consultado el 26 de octubre de 2021.

Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.

Susan Sontag, “Pedro Páramo”, en su libro Where the Stress Falls, Londres, Penguin, 2001, pp. 106-108.

Poesía

las cuatro paredes

Por Camila Ponce Hernández

el miedo entra por el oído; es más rápido que la vista

y la palabra. el oído, más allá de trazar una certeza,

es el órgano del cuerpo que encarna el secreto y la duda.

aguzamos el oído cuando merodea nuestras vidas

en silencio. escuchar podría ser entonces

abrirse a la contingencia – dejar que la otredad

más grande nos atrape.

en algún lugar del mundo escucharemos el estruendo

del fuego, sustancias innombrables rodeando nuestra memoria

como si ayer hubiese estado habitada por seres de luz.

cuando especulamos que el mundo esta embrujado,

queremos decir que aún no lo hemos traducido –

el leve pulso de un momento nos causa migrañas,

y el respirar fuera de la sombra es algo abrasivo para el ojo.

solemos soñar con lo que podría parecer si todo fuese inmutable,

si una palpitación de luz acariciara nuestras imaginaciones,

pero nunca estamos seguros de lo que es la memoria – dulce, ardiente,

gigantesca, silenciosa – el borrado largo bajo el viento que surge

tan infrecuente, que nos estancamos cuando llega

para que tenga algo que pueda sacudir, y se nos olvida

contemplar los ruidos de nuestros pensamientos,

conmocionados por el crepúsculo como transeúntes arrestados

cuyos secretos crecen en su ausencia. cuando hemos terminado,

el cuerpo se estará arrugando, ojos de tinta y una boca,

las laceraciones simples que nos dejan inseguros de nuestras propias

periferias – los ojos, estas diminutas fabricas del perdón,

¿a qué ritmo se depreciará nuestra maquinaria óptica mientras nos preocupan

estos rendimientos decrecientes a escala?

mis días, mis datos, ¿cuánto de la vida pierdo con los atardeceres?

y el tiempo se agota, como el deseo de la materia

de volver siempre al principio, de aprender

que escuchar es tentar lo otro – es coser

con los sentidos más sensatos

las heridas

de la exclusión.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Ensayo

Baby Yeah

Anthony Veasna So
Traducción de Carlos Arroyo

Raúl Manzano, «Acapulco XXI». Reproducida con la autorización del artista.

Este ensayo de Anthony Veasna So sobre la amistad, el suicidio, el duelo y la escritura apareció originalmente en el número 39 de la revista n+1. Agradecemos a Mark Krotov el permiso para publicarlo en español. 


Anthony Veasna So murió el 8 de diciembre de 2020, a los 28 años. Fue un colaborador querido de n+1 desde que publicó su cuento corto “El hijo superrey gana otra vez” en el número 31. Poco antes de su muerte, Anthony terminó el siguiente ensayo, que es sobre escribir, pensar, colaborar y simplemente estar con un amigo cercano de su maestría en artes en la Universidad de Siracusa, quien murió en 2019; la juventud de Anthony en Stockton, California, y los consuelos de la banda Pavement, hijos nativos de Stockton. Aunque el duelo por la muerte de Anthony no ha retrocedido, y no retrocederá en el futuro, hay algo de consuelo en su invocación, hacia el final del ensayo, de “tantos significados nuevos que son esenciales, madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas”. En su vida y obra, Anthony siempre tuvo cuidado de perseguir esos nuevos significados, y su ensayo, como toda su ficción y su no ficción, es un tributo a esa empresa. Lo extrañamos.    —Mark Krotov y Alex Torres. 

El semestre antes de su suicidio, mi amigo y yo pasamos tardes descansando en un sofá defectuoso, sin patas, que yo había tomado prestado sin tener la intención de devolverlo. Iba a donarlo a Goodwill o a robarme los cojines y romper el marco, dejándolo en un basurero para que recolectara podredumbre vil. Ese mismo otoño, justo cuando el calor disminuía, el dueño del sofá, el compañero de clases que se había quedado con las patas del sofá, había sido expuesto en nuestro programa de posgrado como moralmente corrupto en formas que eran tan histéricas que sus pecados parecían al mismo tiempo devastadores y cósmicos. Por esa razón, y porque había molestado a mi amigo el semestre anterior, durante nuestro primer año como residentes no oficiales de Nueva York, yo tenía un deseo intenso de que el dueño soportara castigos de todos tipos, ya fueran severos o frívolos o mezquinos.

Sigo. El aire polvoriento golpeaba los filtros expirados que mi casero había prometido cambiar, mientras nosotros delirábamos en el sofá hasta pensar que podríamos cambiar de velocidades, de la conversación digresiva a la productividad madura. Eso no funcionó, así que escuchamos la discografía entera de Pavement en shuffle en Spotify. Si has pasado tiempo con los cinco álbumes y nueve EPs y cuatro reediciones extendidas o explorado las madrigueras de sus subestimados lados B, podrías registrar esta experiencia sónica como algo más que el fraude desconectado de huevones pretenciosos obsesionados, sin razón aparente, con el rock indie casi sin sentido de los años noventa. Me avergüenza tanto confesar que ése era exactamente el tipo de arte que estudiábamos y emulábamos.

Mi amigo y yo nos veíamos uno a otro como escritores desesperanzados, profetas malentendidos, críticos de nuestro momento cultural que rechazaban la política simplona y reduccionista. Nunca nos metíamos en búsquedas ordinarias porque anhelábamos escribir obras maestras, trabajos atemporales con alegría nihilista e imaginaciones de la disidencia. Creíamos en nuestra visión y en nuestra estética, así que cuando Stephen Malkmus cantaba, “Wait to hear my words and they’re diamond-sharp / I could open it up”, en la canción “In the Mouth a Desert”, juramos que esos versos nos hablaban directamente, espiritualmente, como si Pavement personificara un modo celestial de creación artística fuera de ritmo.

Al mismo tiempo, nos mantuvimos desapegados de nuestras ambiciones idealistas, escépticos de nuestros sueños. Sabíamos lo que éramos, después de todo: estudiantes de posgrado que habían sido estafados y habían firmado contratos con seguros médicos insuficientes. Vivíamos de becas mediocres y pizza aguada que se quedaba de las reuniones departamentales. Enseñábamos a estudiantes de licenciatura, por quienes sentíamos pena, clases de composición que odiábamos, y teníamos una cuenta excesiva de opiniones que irritaban a nuestros supervisores. Por ejemplo: preferíamos la gramática a las metáforas. Considerábamos a Frank Ocean un mejor poeta que Robert Hass (Bob, como lo llamaba nuestro profesor famoso), aunque también devorábamos su obra. Como Malkmus, pensábamos en lo sublime, en la belleza, como algo confuso. “Heaven is a truck / it got stuck”.

Ambos éramos “una isla de tanta complejidad”, como canta Malkmus en “Shady Lane / J vs. S”, excepto que nos tomamos en serio su moraleja: “Has sido elegido como un extra en la película / de la secuela de tu vida”. 

Yo escribía cuentos. Mi amigo era poeta. Ambos estábamos llenos de potencial vertiginoso, amor por los chistes idiotas, nociones enredadas que rogaban ser aclaradas y convertidas en arte verdadero, hasta que uno de nosotros se asomó al futuro predecible, o quizás al próximo gran día, y decidió que vivir no valía la pena. 

Nos conocimos durante la orientación para nuestra maestría en escritura creativa, en un salón de cátedra adentro de un edificio que tenía forma de castillo. Mi amigo tenía una playera de Wowee Zowee, e inmediatamente caímos en una discusión larga sobre si el subestimado tercer álbum de Pavement era el mejor. Yo había olvidado todos los puntos finos y sutilezas, pero “AT&T” todavía está hasta arriba de mi lista de canciones favoritas, así que quien fuera que haya estado a favor de Wowee Zowee tenía razón. Sobre todo puedo recordar estar consciente de cuán insufribles sonábamos. Era agosto de 2017 y éramos dos millennials con cara de bebé despotricando sobre la música caprichosa de la generación X. 

Mi amigo acababa de salir de la licenciatura y había crecido muy pobre en las afueras de Detroit, en esa región de la escala de pobreza donde los hilos de conexión del parentesco de algunas personas casi no tienen sentido. Su padre iraquí caldeo se había alejado de las obligaciones de la paternidad años atrás y había muerto poco tiempo después. La historia íntima de su madre blanca, especialmente su historial de empleo de mala calidad, era un tema que mi amigo evitaba tocar en reuniones sociales. Tenía hermanos y medios hermanos y parientes esparcidos entre Michigan y West Virginia, algunos rechazaban el contacto con otros miembros de la familia. Consideraba milagroso haber llegado a la licenciatura y luego haber sido admitido con beca a un programa de posgrado, tanto como haber encontrado su verdadera vocación y su voz poética, una voz que, una y otra vez, me sorprendía. 

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado.

Me identifiqué con él inmediatamente. De niño, yo no era no rico —para cuando nací, mis padres refugiados ya habían escapado de su fatal estatus socioeconómico— pero yo sabía algo del aislamiento y la alienación, tanto del mundo exterior como de mi comunidad insular compuesta por sobrevivientes del genocidio de Khmer Rouge y sus hijos, ninguno especialmente empático hacia mi queerness. Como yo, mi amigo había suavizado su soledad persiguiendo una relación con el arte, en particular la música. Y, como él, yo entendía lo que significaba venir de una ciudad en bancarrota y difícil, habiendo pasado mi niñez y adolescencia en Stockton, California, el hogar de la tercera población más grande de camboyanos-americanos en Estados Unidos y, originalmente, el hogar de los músicos de Pavement. Ambas ciudades habían sido núcleos desarrollados y prósperos —Detroit, la antigua capital automotriz del mundo; Stockton, el antiguo puerto marítimo de la fiebre del oro de California— y ambas habían terminado degradadas y deprimidas. Así que encontramos reconocimiento visceral en la letra rebelde y jubilosa de “Box Elder”, la gema rayada y sobresaliente de Slay Tracks: 1933-1969, el EP debut de Pavement. 

Made me make a choice
That I had to get the fuck out of this town
I got a lot of things to do
A lot of places to go
I’ve got a lot of good things coming my way
And I’m afraid to say that you’re not one of

Por años, escuché “Box Elder” ignorando el hecho de que fue grabada en Stockton el 17 de enero de 1989, el mismo día de la masacre de la escuela Cleveland, el tiroteo escolar más fatal de la década. Cuando descubrí esta conexión sorprendente con la masacre, seguí escuchándola de todas formas, armado con una incredulidad voluntariosa. La conexión era más profunda: mi madre, una sobreviviente traumatizada del genocidio, había presenciado el tiroteo en la primaria Cleveland. Trabajaba como asistente bilingüe, enseñando inglés a los niños surasiáticos, incluidos los cinco que fueron asesinados y los más de treinta que fueron heridos por el tirador blanco. El tirador, que se suicidó antes de ser arrestado, imaginaba que su vecindario había sido invadido.

No había mucha gente que pudiera entender los contextos culturales específicos que mi amigo experimentó como un poeta mitad iraquí caldeo de las afueras de Detroit. No lo entendían nuestros compañeros de posgrado, ni los otros escritores a quienes conocíamos que representaban a las llamadas “comunidades marginalizadas”, ni los consejeros y psiquiatras de la Universidad de Siracusa. “Nosotros somos minorías dentro de las minorías”, le decía a mi amigo, en un intento por apaciguar su frustración ante los obstáculos compuestos de su vida.

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado. O al menos eso parecía. Empezamos a escribir en los últimos años de la universidad, como estudiantes de primera generación, y no tuvimos padres, mentores ni maestros de preparatoria bien intencionados que se hubieran preocupado por nutrir nuestra creatividad existencial. Nuestras madres desconocedoras nos habían atiborrado de comida chatarra y mala televisión. Él tuvo trabajos malos durante su carrera universitaria, sirviendo mesas en el café de una pareja tailandesa racista. Yo pasé mi adolescencia atendiendo los llamados de mis padres, quienes siempre querían ayuda en nuestro taller mecánico. Obtener una licencia de manejo fue menos un logro de libertad juvenil y más una cualificación para ser el chofer de nuestros clientes y llevarlos a casa, para llevar a primos más chicos a la escuela, para acompañar a mi abuela a sus citas con el único doctor khmer —y el único doctor hablante de khmer— de la ciudad, para sacrificar horas de estudio preciosas durante noches de escuela y ayudar a mi padre a cargar y descargar equipo pesado y autopartes. Desde niño, mi deber, como el de mis hermanos y primos más grandes, era aliviar las presiones de sostener a mi comunidad, a la sombra de la guerra y el genocidio y dos millones de muertes, un cuarto de la población de Camboya en 1975. 

Aun así, mi amigo y yo intentábamos no tener resentimientos. Adoptamos un aura de queerness descrita por José Esteban Muñoz en Cruising Utopia como “un modo de ‘estar con’ que desafía las convenciones y conformismos sociales y es innatamente hereje hacia el mundo, pero deseosa de él”. Teníamos hambre de conexiones, un estado constante de “estar con”, mientras que otros eran incapaces de ser empáticos con nosotros, y nosotros éramos incapaces de portarnos normalmente. 

Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente. Que falta algo.

Por eso Pavement era nuestro ídolo, con sus álbumes de estática lo-fi distorsionada. Los acordes imparables de la banda se resistían al brillo de los ritmos convencionales. Su letra capturaba los sentimientos caóticos de estar hastiados pero tener buenos corazones, de ser dubitativos pero sentimentales, sentimientos que mi amigo y yo pensábamos que hacían falta en la literatura, la cultura, quizás hasta en el mundo.

La primera vez que nos conocimos, me pregunté si era gay. Me estaría engañando si dijera que no noté inmediatamente su belleza; la forma en la cual su cabello oscuro y ondulado recordaba a un Louis Garrel serio y consciente de sí; que tenía la espalda ancha pero nunca se paraba ni se sentaba derecho. Me gustaba que no era exageradamente musculoso, aunque me enseñó a hacer bíceps mejor de lo que yo había aprendido en el YMCA. Más tarde, me enteré de que tenía una apreciación profunda por la belleza masculina y que idolatraba a las mujeres, que se enamoraba de ellas con gran intensidad. Soñaba con mujeres relajadas que le darían confianza inquebrantable. Pasó meses leyendo una biografía de Joni Mitchell que siempre dejaba olvidada bajo el asiento de pasajeros de mi coche, un Honda Accord del 2000. Siempre dejaba sus pertenencias ahí: su mochila, botellas de agua demasiado caras y, una vez, una rodaja de gouda. 

Resultó que los hombres no tenían efecto sexual en mi amigo, a pesar de que su madre siempre decía que era amanerado. Aun así, yo pensé que su espíritu era queer, del mismo modo que asociaba a Pavement con las subversiones extravagantes de los roqueros glamurosos mordaces; a pesar de la ropa ñoña que les quedaba mal y de la desilusión descarada intrínseca de los habitantes del Valle Central californiano, plagado por la sequía. “Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente”, escribe Muñoz, “que falta algo”. Sin duda, estando con mi amigo, percibías que el mundo era demasiado chico, demasiado limitado, demasiado miope. Pensabas —o quizás era sólo yo— que la sociedad tenía que estar operando de maneras profundamente imperdonables si no existía un lugar seguro para que él floreciera. 

Un día de octubre, el semestre antes de que mi amigo se suicidara, estábamos planeando las clases de composición de licenciatura que impartíamos y, como de costumbre, escuchando los sonidos dentados de Pavement. Fue otra tarde de flojera, sin sorpresas, hasta que un lado B, que ninguno de los dos reconocía, empezó a sonar en mi computadora.

Era la grabación de un concierto en vivo. La canción empieza con una progresión simple de notas en la guitarra, de agudas a graves, una cascada descendiente breve, conforme la multitud aplaude por la canción anterior. El guitarrista produce variaciones de esta progresión, desplazada a octavas más agudas y más graves. Un tamborileo estable se introduce en la melodía, y las palabras gotean: “Baby, baby, baby yeah”, con la última exclamación extendida hacia un balbuceo prolongado. Malkmus repite el verso cinco veces, con cada iteración del yeah cargada de más aliento, con el compás aumentando en un crescendo eufórico hasta que la canción explota en un aullido doloroso y el baby abandona la letra conforme Malkmus grita el yeah, repetida pero nunca monótonamente, con su voz estallando tan fuerte como puede contra la atmósfera. 

Después del octavo y último grito de yeah, el último tercio de la grabación pasa a sus versos más legibles:

She abused me
For no apparent reason!
She confused my hopes
For a blistered lesion
It’s torn, torn clean apart
It’s torn and it’s torn
Torn, torn clean apart
Stop

La multitud vitorea y aplaude. “Ésta es nuestra última canción. Es para Sonic Youth”, anuncia Malkmus antes de que la grabación se detenga, abruptamente, como un padre severo que mata la vibra arrancando el cable del estéreo de la pared del dormitorio. 

Mi amigo y yo escuchamos este lado B de tres minutos de la reedición de Slanted and Enchanted, con atención cautivada. La sucesión ascendiente de baby y yeah nos distrajo de nuestra planeación de clases y nos obligó a quedarnos sentados y esperar pacientemente, suspendidos por la voz esforzada de Malkmus, su letra fragmentaria, hasta que la canción coherentemente se volvió euforia. Pero la catarsis prometida nunca llegó, y, cuando la canción acabó, casi como un pensamiento tardío y bromista, después de esa pausa repentina y literal, mi amigo y yo nos miramos fijamente. Luego empezamos a reírnos con fuerza.

A lo mejor estoy exagerando este recuerdo, que regresa a mí a menudo, persistentemente, tras su suicidio. Pero algo sobre nuestro acercamiento a “Baby Yeah” se sintió primitivo. Esa canción desbloqueó en nosotros un sentimiento desenfrenado, misterioso y sin pretensiones. 

Quiero darle significado preciso a ese sentimiento, o al menos intentarlo. Baby yeah: una afirmación de lo que no se dice, de algo que todavía no existe. Baby yeah: un llamado seductor y sentimental a la conexión humana. Baby yeah: un alarido tierno, alborotado de pasión deseosa.  

Otro lado B corto ya había casi terminado para cuando mi amigo y yo dejamos de reírnos. Yo tenía la sensación de haber sido expuesto, de estar abierto y receptivo a mis alrededores, como si me hubieran rasgado y limpiado por dentro [torn, torn clean apart]. Me sentí completo, con afecto genuino hacia él. 

 Subimos el volumen y pusimos “Baby Yeah” otra vez.

Meses después, en lo que serían sus últimas semanas de vida, mi amigo estuvo quedándose en el piso de mi cuarto algunas noches, con un tapete de yoga de veinte dólares como el único cojín bajo su cuerpo. Tal vez si ambos nos hubiéramos admitido el balance precario de su estado mental y físico, le hubiera dicho que se metiera en mi cama. Nos hubiéramos acostado lado a lado, con sus pies a la altura de mi cabeza, como niños que duermen en una pijamada. 

Pero él nunca quería molestar a alguien con inconveniencias, así que fingimos que sus pensamientos acelerados estaban bien, aunque eso se sintiera falso. Ninguno de los dos asumió la verdad, que era que mi amigo elegía quedarse en mi piso, y en los pisos y sofás de otros compañeros, demasiado frecuentemente como para que se sintiera descansado o bien. Se colgó el día que se fue a su propio departamento.

En una de nuestras últimas conversaciones, le dije que yo pensaba que la música era expresión artística menos cool. Estábamos preparando chana masala y pollo frito empanizado con harina de almendras. Yo necesitaba que él estuviera sano, nutrido. “Lo que es hermoso sobre la música”, estaba diciéndole, “es que todos pueden apreciar una buena melodía. Considera cómo, en el esquema más amplio del universo, no hay diferencia entre los poderes técnicos de un perdedor de preparatoria en una banda escolar y Stephan Malkmus, cantando canciones locas en los discos de Pavement”. Cómo la música aparece dondequiera que estés. Cuán ubicua es: Patti Smith cantando suavemente en una librería de libros usados en East Village; Chance the Rapper rebotando contra los pasillos de una tienda en Siracusa; Whitney Houston dando una serenata en las esquinas oscuras de un bar. No tenía sentido depender de tu gusto musical —o de tus habilidades— para elevarte a un nivel cultural más alto. Eso sólo limitaría la experiencia comunal de escuchar.

Es por eso que finalmente dije: “Me vale madres la banda de cualquiera. Y me vale madres tu banda también”.

Mi amigo empezó a reírse, pero al poco rato se calmó. Cuando dejó el ala psiquiátrica del hospital local —fue ahí que me enseñó las cicatrices de sus primeros intentos de suicidio, que en ese momento estaban rojas y marcadas y sanando, con su vergüenza escondida detrás de su bata suelta de hospital, con su sonrisa tímida cubierta con las yemas de sus dedos encimadas una sobre otra—, seguí intentando hacerlo reír. 

Cuando mi amigo se suicidó, no pude comer por varios días. Casi no podía subir o bajar las escaleras sin hiperventilar. Mis pensamientos eran un sinsentido astillado. No confiaba en mí mismo para manejar mi coche, y cuando era una necesidad imperante, en esa primera semana de duelo, me encontré paralizado en el estacionamiento antes de mi cita con el doctor, escuchando el mismo disco que había estado metido en el estéreo de mi Accord durante tres años. A mi amigo le encantaba ese disco quemado, que tenía a Lauryn Hill, New Order y Half Japanese. Me acompañaba en mis mandados para poder escuchar “Doo Wop (That Thing)” con las ventanas abajo. 

Yo estaba en duelo. Eso era obvio. Pero era más que eso. Mis órganos parecían haberse desplazado de sus ubicaciones originales, precariamente apilados uno sobre otro de manera peligrosa. Sonaban sirenas en mi cuerpo, y mis adentros, mis sentimientos, mis pensamientos, quedaban obstruidos. ¿Tenía hambre? ¿Tenía dolor? ¿Y qué hay del torrente turbio de emociones enredadas que intentaban golpear mi torso, que se movían con esfuerzo por debajo de mi duelo sofocante e impenetrable?

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente.

Ataqué a compañeros de clase que también estaban en duelo con crueldad o indiferencia total. Se sentía horrible e irresponsable responder así sin entender por qué, aunque no estaba seguro de que mis compañeros hubieran registrado mis ataques. ¿A lo mejor eran válidas las reacciones viscerales? Estaba irremediablemente reprimido. Mi duelo había eclipsado otros sentimientos igualmente pertinentes, buenos o malos, saludables o no. Por semanas, cargué conmigo el deseo de explotar, de forzar una catarsis, pero seguía demasiado cansado, demasiado hinchado de impulsos sin expresar, como para atender mis necesidades.

Lamento la vaguedad, el lenguaje abstracto, pero sigo. La imprecisión de mis sensaciones me frustraba al punto de la autodestrucción. Este bloqueo interno creció. Esta represión debilitante creció. Siguió surgiendo, sin que yo pudiera vislumbrar su liberación. 

Bueno. Está bien. Una anécdota concreta: El día después de la muerte de mi amigo, un profesor de poesía invitó a todo nuestro programa de posgrado, de alrededor de cuarenta estudiantes, a estar de luto juntos en su casa. Los profesores pagaron la pizza aguada. Había agua mineral para los alcohólicos en recuperación y un plato de frutas en la mesa. El cielo frío de primavera lavaba la sala con una luz pálida. Respirando entre los libreros y muebles minimalistas del profesor, vi destellos de formas brillantes amorfas, como si estuviera viendo la parte interior de mis párpados. Sentí una disociación aguda, debida a la sorpresa y también a las consecuencias de lo que había estado haciendo la noche anterior. Treinta minutos antes de que el director del programa me llamara para informarme del suicidio de mi amigo, estúpidamente había ingerido marihuana comestible, con la promesa potente de la consciencia risueña. La llamada me llevó a un estado aterrorizante y surreal que me duró toda la noche. Hasta este punto —hasta estos muebles, hasta esta reunión— había confrontado la no existencia de mi amigo estando bastante drogado.

Hablamos e intercambiamos plática superficial durante una hora, cuando nuestros profesores sorprendieron a quienes estaban en la habitación con un consejero de la iglesia universitaria. El hombre nos indicó que nos sentáramos en círculo, encima de los sofás, cuyas patas —no pude evitar notar— eran gruesas y estaban atornilladas al piso. Nos pidió a todos que compartiéramos historias e impresiones de mi amigo. Traía puesta una sotana negra con cuello blanco. Yo traía puesta una chamarra rompevientos azul neón con amarillo, que había comprado cuando acompañé a mi amigo a su primer viaje a Nueva York.

Mis profesores y compañeros de clase ofrecían sus historias. Cantaban sus penas, llamaban a mi amigo un buen tipo, decían que era un poeta talentoso, que era guapo y encantador en su andar pensativo y desgarbado. Sentado ahí, no podía soportar la idea de que todos los demás pudieran recordarlo tan fácil y felizmente, incluso aquellos compañeros a los que él había admirado. Yo quería golpear a una de las personas que contaban sus recuerdos por hablar sobre la clase en la que le había dado a mi amigo una dosis de medicina para el dolor de cabeza. Una ira interna nació en mí y se estaba hinchando. Mis nervios producían destellos de entumecimiento que se arrastraban bajo mi piel y aterrorizaban cada recuerdo que yo invocaba, y mi voz empezó a atravesarse en las historias de todos, mis historias empezaron a huir de la tormenta caótica de mi mente plagada de duelo. Había decidido que cualquier memoria que no me perteneciera era un despliegue superficial de condolencias vacías. Eran actuaciones, nada más.

Eventualmente mi ataque de interrupciones detuvo el intercambio colectivo. El consejero dirigió sus rodillas hacia mí, puso sus manos firmemente sobre sus muslos. “¿Sientes que pudiste haber hecho más para ayudar a tu amigo?”, preguntó, repitiendo una pregunta que originalmente le había hecho a toda la sala. “No”, dije yo, “hice todo lo que pude”. Expliqué las últimas semanas con mi amigo, intentando martillear en la cabeza de todos una culpa debilitante por su negligencia. “Quiero que sepas”, me respondió, “que debes estar orgulloso de estar ahí para tu amigo, en este momento de necesidad”. Las lágrimas brillaban encima de los cachetes en la sala. Yo también estaba llorando, pero me odiaba por eso, por hacer eso ahí.

Más tarde, conforme la gente se dispersó y siguió masticando y tragando más pizza, el consejero me jaló hacia la salida. Estábamos parados entre un montón de zapatos. Me dijo que decía esas palabras en serio, que estaba siendo genuino y verídico. Pero mi ira sólo complementaba mi duelo, atiborrando mi cabeza de resentimiento.

Es fácil retratar mi comportamiento en esta anécdota como benigno. También es fácil asignar una explicación empática a mis acciones, en la forma retrospectiva y mecánica en que ocurren esas cosas. Me sentí abandonado por mi amigo. Me sentí culpable por no hacer suficientes cosas para apoyarlo. Estaba enojado con quienes habían ignorado sus dificultades. Pero, si soy honesto, nunca entenderé la realidad nebulosa en la que viví mientras estuve lidiando con su suicidio; todas las drogas de diseñador que consumí, los ataques de adrenalina que me llevaban a ataques de manía y luego directamente al piso, donde lloraba y gemía por horas, donde mi amigo había pasado tantas noches. Sólo puedo decirles lo que me pareció útil. 

En las semanas después de la muerte de mi amigo, me desperté cada mañana, y de cada siesta nebulosa, pensando que quizás todo fue un sueño. Una pesadilla causada por las drogas. Revisaba mi teléfono periódicamente para ver si había recibido señales de vida, o de renacimiento. Ignoraba llamadas de parientes y mensajes de otras personas a quienes después saqué de mi vida. Le diría a una conocida de la universidad, mi antigua mejor amiga, que dejara de contactarme. Sin remordimientos, le escribí en un mensaje de texto que su vida —su relación heteronormada con su prometido, que también era amigo mío, su estúpido trabajo de ingeniería en Google— habían empezado a molestarme y a asquearme. 

Entre los mensajes de texto que recibí de mi amigo, había uno sobre el álbum de Fat Tony, Smart Ass Black Boy, con instrucciones de escuchar la canción “BKNY feat. Old Money”. Revisité esta conversación una mañana a finales de mayo, con la cabeza nublada e incoherente. Me reí de lo cursi de su mensaje, donde se refería a Fat Tony como “Tony” o “Tone-Tone”, pues asignaba un apodo a todas las personas que amaba. Me puse mis AirPods y escuché “BKNY”. Cuando terminó, la puse otra vez. Y, luego de cuatro minutos, otra vez. Y así. 

Estuve en los confines de “BKNY” por dos horas, adentro de la textura del rap relajado de Fat Tony, como el narrador drogado en el prólogo de El hombre invisible, que desciende a las profundidades de “(What Did I Do to Be So) Black and Blue” de Louis Armstrong, un disco que el narrador añora oír en cinco fonógrafos sonando simultáneamente. Por momentos breves, recordaba, verdaderamente o quizás en la aproximación más cercana a la verdad que había tenido desde la muerte de mi amigo, lo que se sentía estar con él, esa facilidad surreal que encarnábamos en los días buenos, sin responsabilidades más allá de escribir oraciones y versos, o simplemente cazar la inspiración. Esos fueron los días en los que no teníamos que tomarnos en serio a nosotros mismos, como millennials idiotas a quienes nos pagaban por escribir, cuando vagábamos por las calles del centro de Siracusa riéndonos de nada: miradas antagonistas de transeúntes, basura atascada en los montones de nieve amarilla, envolturas brillantes de la comida chatarra que habíamos inhalado de niños, cómo cada restaurante caro de Nueva York creía que la cebolla morada curtida podía convertir cualquier platillo en una cena fina. 

En ese momento recurrí a “Baby Yeah”. Toda esa tarde y esa noche, viajé por las profundidades de la canción, que puse una y otra vez. Me disolví en una tristeza más y más profunda con cada repetición; ya no tenía el duelo de las semanas anteriores, la desorientación de atravesar la distancia eterna entre mi amigo muerto y yo, sino la melancolía de hundirme en mí mismo, por virtud de mi recién hallada voluntad de abrazar esos recuerdos que él había dejado atrás. Tentativamente, y luego menos, permití que la presencia de mi amigo renaciera en mi mente, que se desvaneciera, una y otra vez, con cada repetición de esa progresión melódica descendiente, de Malkmus lamentando “it’s torn / torn, torn clean apart”, de esa invocación repentina y casual a detenerte. Estaba llorando más fuerte que nunca. 

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente. Entre más historia tienes con el fallecido, sufrirás más finales.

Si las emociones son las vacilaciones de la mente, la experiencia sobrecogedora del duelo, y las frustraciones que produce, pueden llevarte a la locura, una fuerza interna aterradora que golpea las paredes de tu mente, tu cuerpo, tu espíritu. ¿Cómo escapas? Quizás girando tanto hacia la verdad que colapsas.

Incluso ahora, casi un año después de la muerte de mi amigo, escucho “Baby Yeah” sin parar, aunque no por tanto tiempo como esos primeros meses del duelo, cuando la canción podía sonar y sonar durante semanas. “La diferencia yace entre dos repeticiones”, escribe Gilles Deleuze en Diferencia y repetición. (Stephen Malkmus recomendó otro libro de él, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, en Artforum. Pero sigo.) “El papel de la imaginación”, dice Deleuze, “o de la mente que contempla en mil estados múltiples y fragmentados, es sacar algo nuevo de la repetición, sacar diferencia de la repetición”. 

La repetición permite la reinvención. Estoy leyendo las palabras de Deleuze conforme analizo el propósito de mi escucha obsesiva. Me pregunto si la repetición de “Baby Yeah”, y la repetición de la historia tierna que cuenta, y el eco de cada baby y cada yeah, si todo esto permite entendimientos frescos, sentimientos radicales que nunca han sido experimentados y que pueden desmantelar el bloqueo o remplazarlo con algo nuevo. A lo mejor ésta es la noción de Nietzsche del eterno retorno, que Deleuze describe como “el poder de empezar y volver a empezar”, y estoy confirmando que, a pesar de los suicidios infinitos que pueda presenciar, a pesar de cuán condenada y nauseabunda resulte la civilización moderna (según Nietzsche), siempre escogería revivir esos años hermosos, pero brutales, con mi amigo.

Y sí, creo que mi amigo también entendió el poder de la repetición. ¿Por qué otra razón elegiría rendirse ante esos sueños infinitos de sus propias limitaciones?

El enero antes de su suicidio, me envió un correo electrónico con el último poema que terminó. Lo envió tres veces en un periodo de diez minutos, con revisiones leves. “Avec Amour” termina así:

…la otra noche pasé por la piscina exterior
donde nadé cada mañana el verano
que mi primera novia se mudó a Japón,
y noté cómo la nieve casi parecía
estar cayendo de la luna
como si fuera un hoyo que lleva a otro día,
a otra hora en el pasado
hecha de nada y causando
todo.

Es posible que “Baby Yeah” me lleve a “otra hora en el pasado” a la que no puedo llegar de otra forma. La canción podría “estar hecha de nada y causando todo”. Es la forma en la cual mantengo a mi amigo vivo en mi imaginación, la forma en la cual le permito que finalmente muera. Quizás necesitaba saber, simple y prácticamente, que podría encontrarse con portales distintos a la luna inquieta, o quizás crearlos de la nada. 

Mi línea favorita en Diferencia y repetición dice: “Todos nuestros ritmos, nuestras reservas, nuestros tiempos de reacción, los mil enredos, los presentes y las fatigas de las que estamos compuestos, están definidos por nuestras contemplaciones”. Quiero compartir esto con mi amigo. Quisiera poder asegurarle que sus presentes y sus fatigas son válidos. Sí, informan tus ritmos. Pero, por favor, escúchame: ¿no crees que la diferencia respira en las extensiones que yacen entre tus pensamientos monótonos? Incluso conforme sólo ves suicidio en el futuro, tu mente aloja tantos significados nuevos que son esenciales, tantas madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas, y quizá si esperas, sólo un poco más, estos significados correrán como sangre dentro de tu ser, reestructurando las reservas de tu espíritu, y quizás entonces, después de una exploración seria de todo lo que es cierto, tú, mi querido amigo, sentirás algo que parezca nuevo. 

Narrativa

Diario de un idiota

Por Mikaela Huet-Vray

01 de marzo (12:05 p.m.)

Sigo aquí sigo aquí. Ya ha pasado un mes. Estas cuatro paredes blancas me asfixian. Sigo aquí. Quiero salir. Ojalá no se olviden de mí.

(1:46 p.m.)

No sé qué hacer. Qué estará haciendo Sarita. Trato de mirar por la ventana a ver si tal vez alcanzo a ver mi casa desde aquí. Pero no distingo nada. Deben estar almorzando.

(4:11 p.m.)

Tomé una siesta, me sentí chiquito otra vez. Extraño ser chiquito. Y colorear. Ojalá tuviera crayolas.

(7:01 p.m.)

Hay un reloj colgado en la pared. Por eso puedo saber tan bien la hora. Precisión. Me gusta. Es mi pequeño lujo. Ya van a apagar las luces. Chao. 

02 de marzo (9:34 a.m.)

Cielo azul y pájaros afuera. Pajaritos. Piu piu. pipipiu.

(9:36 a.m.)

La hora cambia muy rápido.

(9:37 a.m.)

Y muy lento a la vez. Tal vez duerma todo el día.

03 de marzo (8:41 a.m.)

Menos pájaros. Más gritos de noche. No sé por qué estoy aquí. No he hecho nada malo. No me dejan hablar mucho con los otros. Sarita no ha venido a visitarme. Qué pasa. Me siento triste.

(2:22 p.m.)

Voces al lado. Qué envidia.

(6:53 p.m.)

No he hecho nada malo, lo juro. Solo quiero salir y jugar con Sarita.

04 de marzo (10:20 a.m.)

Hoy es día de gelatina. Y de visitas. Qué emoción. Me voy a arreglar.

(5:51 p.m.)

Me tuvieron que dormir. Mamá vino sola. Sarita no vino con ella. Por qué Sarita ya no me quiere mami. Sí te quiere mijito pero este no es lugar para niños. Yo soy un niño mami. Sí pero es diferente, tú sabes mi amor que lo hago por tu bien, y además Sarita está en el colegio. Yo también quiero ir al colegio mami.

Papito ya me tengo que ir, vuelvo la próxima semana. Mami no te vayas, llévame contigo, no me dejes aquí mami no me gusta.

Pero se fue y estuve muy triste y por eso me tuvieron que dormir un rato. Sigo cansado. Hasta mañana.

05 de marzo (7:12 a.m.)

No me gusta tanto escribir. No sé a quién le estoy hablando y eso no me gusta. Supongo que me hablo a mí mismo. Yo soy el único que lee esto. Bueno aunque a veces mi enfermera Cata lo lee. Dice que es muy interesante y que debería escribir más sobre cómo me siento y menos sobre los pajaritos y el cielo. Pero yo no le hago caso.   

(3:31 p.m.)

Me aburro. dks oppppppp fffffff WWWW. m    e       a      b   u   r  r  r  r  r  r o   o o.

(3:33 p.m.)

(3:34 p.m.)

(3:37 p.m.)

(3:38 p.m.)

No se me ocurre nada. Perdón Cata. Sólo estoy cansado. Aunque hoy un copetón estaba cerquitica de mi ventana.

06 de marzo (6:04 p.m.)

Hoy no me siento bien. Hablé con Mamá por el teléfono del pasillo. Me dijo que la semana que viene no iba a poder venir como me había dicho porque iban a operar a Sarita. Qué tiene Sarita mami. Nada mijito, no te preocupes. Pero me preocupé porque la escuché sorber por la nariz como cuando lloraba. La llamada se desconectó y grité mucho. Cata y Mariana me arrastraron a mi cuarto y me dieron mis pastillas.

Por qué ya no puedo ver a Sarita, Cata. No entiendo. Cata miró por un segundo a Mariana y se arrodilló en frente de mí. Dieguito, te acuerdas de lo que pasó antes de que vinieras aquí. Sí, estábamos en el parque Mamá, Sarita y yo. Y no te acuerdas de nada más. No, Cata, no me acuerdo. Qué pasó. Pero Cata no me dijo nada. Me acarició la cabeza y se fue con Mariana.

07 de marzo (9:33 a.m.)

No me acuerdo. No me acuerdo. No me acuerdo. Cómo estará Sarita. Mamá no ha llamado. Sáquenme Sáquenme. Cata ayúdame a ver a Sarita por favor.

(9:34 a.m.)

A Sarita le gustan mucho los helados de pistacho.

(9:35 a.m.)

A Sarita le gusta mucho correr y rodar por el pasto. Por eso siempre vamos al parque de al ladito de la casa.

(9:36 a.m.)

Sarita y yo a veces nos peleamos. Yo soy más grande que ella pero Sarita es muy rápida y a veces me pega duro. Eso me enoja.

(9:37 a.m.)

Mamá siempre nos regaña cuando peleamos. Juego de manos, juego de marranos, dice siempre. Pero nosotros no le hacemos mucho caso.

(9:38 a.m.)

Fuimos al parque ese día. Peleamos como siempre. Le jalé el pelo. La empujé al piso. Y después. No me acuerdo. No me acuerdo. Mi mami gritó. ¡Para Diego!¡Déjala ya, qué haces! No me acuerdo. No me acuerdo. Cata ayúdame.


Mikaela Huet-Vray es una autora colombiana (Bogotá), estudiante de letras en la Sorbona. Ha publicado poemas en el fanzine Serpiente de Montaña, iniciativa independiente colombiana.

Ensayo

La separación de los amantes

El último encuentro es el espectáculo más dramático en la vida de los amantes. Debe ser porque el espacio entre dos cuerpos antes fundidos se antoja eterno, o porque es allí donde ambos firman un contrato silencioso que obliga al desconocimiento. A partir de ahora seremos dos extraños. Giraremos la cabeza si nos topamos en la calle. Callaremos si escuchamos el nombre del otro en una conversación. Olvidaremos lo que nos revelamos en la cotidianidad. La separación niega el pasado y un posible destino, se convierte en una violenta referencia de muerte. 

Imagino un desenlace. Mi pareja está en la última mesa de un café triste. Hay reclamos. Súplicas. Miradas cargadas de desprecio. La visión definitiva de una espalda yéndose: él ha echado a andar por fin. Dejó con crueldad su taza tibia, mancillada en los bordes, sobre la mesa. Un abanico solitario da vueltas en el techo. Imagino a la persona que se queda con el rostro sepultado en las manos, que a su vez imagina cómo cruje la grava bajo los pies del que se va, cada zancada más lejos. Es el ser abandonado, escribió Igor Caruso en La separación de los amantes, quien dota de sentido a la despedida y arrastra consigo el pesado cadáver del amante.  

Por lo menos algo se insinúa en esta postal: la fractura de los amantes inicia con la espalda. 

En la inolvidable escena del avión de juguete de Chungking Express, el policía 663, Tony Leung, pasa una tarde enclaustrado en un apasionado mundo privado con su novia, la aeromoza que eventualmente lo dejará. “What a difference a day makes” de Dinah Washington suena en el fondo. El policía 663 planea una réplica de avión en el aire sofocante; persigue a su novia por el diminuto apartamento entre risas, la empuja contra la pared, forcejean, se besan. Wong Kar-wai dirige con cuidado la escena icónica: ella esconde una sonrisa boca abajo en la cama, semidesnuda y sudorosa, mientras él acaricia el arco de su espalda con el avión. Un retrato perfecto de los amantes amándose. It’s heaven when you find romance on your menu, canta Dinah. La espalda es territorio de profunda intimidad y las despedidas ocurren porque la espalda existe. ¿Es posible dudarlo? Pues el día que ella se dé la vuelta y exhiba impúdica la parte posterior de su tronco, cuando lo prive de sus ojos crispados y de sus labios finos y arranque con la ligereza de una niña que corre hacia nuevas aventuras, él presenciará un adiós. 

Desde el psicoanálisis Caruso describió los mecanismos de defensa posteriores a la separación: agresividad, indiferencia, la catástrofe del Yo, odio, pulsión de muerte. Uno mata simbólicamente al otro para seguir viviendo; hay hombres que desplazan el afecto hacia una nueva pareja casi al instante, añadió. La aproximación de Caruso es esquemática, culta, masculina —no por nada dialoga con Freud y Marcuse— y estudiable. ¿Quiénes lo leen? Los psicólogos, sin duda. Sospecho que también lo leen personas abatidas, hombres y mujeres que han sufrido un desengaño o sobrellevan el final de una relación tormentosa. Si el lector que imagino atisbara de reojo La separación de los amantes en los estantes de una librería, en la mesa de recomendaciones, entre novelas y biografías aparatosas de pensadores y políticos, algo brincaría en su pecho. Poco importa si no comprende la contraportada. A sus ojos Caruso deja de ser un escritor oscuro y sofisticado y se convierte en un autor de autoayuda. Es decir, La separación de los amantes puede ser, al mismo tiempo, un libro de teoría y un “libro de Sanborns”; y, especialista o no, el lector que acuda al libro en busca de consuelo difícilmente lo encontrará. Para eso sería más útil recurrir a una cantina y escuchar a José José predicar que el amor acaba, el amor acaba, rodeado de una muchedumbre borrosa. (“Porque el sentimiento es humo/Y ceniza la palabra”). 

La hermosa Catherine Deneuve se topa con su primer amor en el final de Les parapluies de Cherbourg, el musical rosa de Jacques Demy. La guerra en Argelia impidió el futuro imaginado de Guy y Genevieve. Él partió con el ejército francés. Ella, tras descubrir que había quedado embarazada, se casó con un joyero parisino y dejó Cherbourg con remordimiento. Años después, Genevieve atraviesa los caminos nevados en un auto último modelo, ataviada con un abrigo de piel y tacones negros, en compañía de su tierna hija Françoise. El destino la detiene en la gasolinera que atiende Guy, quien vive con su esposa Madeleine y su hijo, François. Descubrimos que Guy y Genevieve eligieron el nombre que habían planeado juntos para sus hijos hipotéticos. Sus ojos se encuentran a través del vidrio y ambos se paralizan. Seguirán momentos incómodos, vacíos. Antes los amantes cantaron la balada romántica de Michel Legrand al separarse: No, jamás podría vivir sin ti/No podría, me moriría […] Mi amor, te esperaré toda mi vida. Y sin embargo aquí están. Ella no esperó a que él volviera de la guerra. Ambos han vivido, y felices, sin el otro. Cuando Madeleine expresa su inquietud y pregunta a Guy si ha dejado de pensar en Genevieve, él contesta con simpleza que quiere hacer su vida con una mujer, como si una las contuviera a todas. Desplazar al ser amado es otra forma de asestar el golpe fatal.

Genevieve llora en brazos de Guy el día de la despedida
El reencuentro

Pienso ahora en la separación de dos amantes que no se conocen. Amantes que se quisieron sólo un momento. Hay una doble sorpresa en atizar el fuego crepitante y verlo extinguirse sin más.

En “El beso”, uno de los cuentos más leídos de Chéjov, una brigada de artillería que se ha detenido en la aldea Mechtonki recibe una invitación para tomar el té. En casa del teniente general Von Rabbek los oficiales se revigorizan, beben, saborean platillos, contemplan a las damas perfumadas. El oficial Riabóvich, el más tímido de la brigada, bajo de estatura, más bien mediocre y gris, observa el cotilleo de la cálida tertulia con indiferencia. No se une al juego de billar, donde se han congregado los hombres, ni presta atención a lo que discuten las señoritas. En el cenit del relato, Riabóvich se interna por equivocación en un cuarto oscuro al deambular por la casa; una presencia desconocida lo recibe jubilosa en el umbral y le planta un beso fresco en la mejilla. La estrujante muestra de afecto tiene el efecto de un eficaz estimulante: después del beso la mirada de Riabóvich se agudiza. Lo inundan unas locas ganas de bailar y reír. Se enamora de la sombra que se lanzó a sus brazos y la echa de menos. El encuentro inesperado abre el panorama de Riabóvich. El mundo que conoció en el cuarto oscuro insinúa las pinceladas rojas que han estado ausentes en su miserable existencia: no es ya una mujer en particular la que lo hace sufrir, sino la certeza de haber vislumbrado un destino. 

 En On the beach at night alone, la película de Hong Sang-soo, el narcisista alter ego del director parafrasea al poeta coreano Park Chong-hwa para enmendar las cosas con su joven y rencorosa amante, a quien abandonó para volver con su esposa: “Déjalo ir. Un amor que sofoca debe desecharse. El anhelo que te oprime, friégalo, lávalo. El dolor incesante por la separación —y la angustia, más grande, por el encuentro—: déjalos ir. Échalos al viento”. Ella escucha indiferente con la mirada clavada en algún punto sobre su hombro. La hemos acompañado en una lenta travesía de amor, descubrimiento, despecho y dolor que culminó en odio. Es un odio palpitante, confuso y empapado de sufrimiento. No es odio. Son las bocanadas desesperadas de alguien que casi muere ahogada y se rehúsa a volver al mar, a considerarlo siquiera.

Más apabullante que el duelo y el olvido es la certeza de que todo es finito. “Es muy difícil sentirse sostenida en el mundo, en general”, me dijo una amiga la última vez que la vi. La elección del verbo sostener me atrapó e imaginé sus palabras escritas desde que las pronunció. Sostener en mí evoca literalmente a una persona refugiada en brazos de otra. No se esconde ni pretende que la lleven consigo; es un acuerdo tácito de intimidad. La interpretación freudiana sería que fuimos expulsadas del vientre materno y que a partir de ahí no hay refugio que se le asemeje. En una comparación atrevida y acaso repulsiva, la separación es ser expulsadas una vez y otra de la fantasía del retorno al vientre. El llanto del recién nacido y de la persona abandonada tienen eso en común: la separación es despertar otra vez en un mundo hostil.  

Orfeo y Eurídice fijaron la vara para medir las despedidas poéticas. En la secundaria versión de Ovidio, Orfeo descendió a las profundidades para recuperar a su amada Eurídice, muerta por la maliciosa picadura de una serpiente. En las tinieblas lo recibió Perséfone, quien aceptó retornar a Eurídice al mundo terrenal con una condición: que en el camino hacia la superficie Orfeo no girara la cabeza para mirarla. El héroe aceptó. Ascendieron. Pero antes de cruzar la laguna Estigia, donde Carón aguardaba en su barca para remarlos a la felicidad, Orfeo dudó por un segundo de la presencia de Eurídice, se giró y de inmediato ella se hundió en la oscuridad. Murió otra vez, narró Ovidio, y no se quejó de que Orfeo le hubiera fallado: ¿de qué podría quejarse, si la amaba así?

La pintura de Christian Kratzenstein ilustra el momento anterior a la metamorfosis de Eurídice. La ninfa, a punto de precipitarse y ascender en volutas de gas, extiende sus brazos hacia Orfeo por última vez. Sus labios entreabiertos sugieren un llamado, quizá el intento frustrado por pronunciar el nombre sagrado. No decirlo es igual a morir.

Narrativa

Muerte y concepción de un mensaje de texto

Borró el mensaje por tercera vez y volvió a empezar. ¡Hola, Irina! Oye, el día está muy bonito y tú también. ¿Te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, un vinito y unos libros de poesía? Contempló el borrador unos instantes y lo eliminó. No quería ser impositiva. Miranda odiaba hasta la médula hacer este tipo de cosas. Quizá un buen paso sería bajarle a la puntuación, quitar los signos de interrogación del principio y deshacerse de las mayúsculas: hola irina! cómo estás? oye, el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía? Mejor. Le daba una salida y sonaba más casual. Pero ella no era casual, ¿por qué tendría que serlo? La vida es demasiado corta y es ridícula esa actitud de fingir que no nos importa lo que sí. No entendía la lógica detrás de sostener que la indiferencia es atractiva. No podría ser más absurda toda la idea del hombre frío y distante que hace a las chicas embelesarse.  Pero entendía el miedo al compromiso y no quería espantar a Irina, apenas se estaban conociendo.

Esas cosas nunca se saben. La línea entre una amistad y algo más se difumina como las esquinas de un trazo de carbón. Los hombres suelen ser mucho más obvios. Irina le echaba miraditas furtivas mientras hacían su trabajo en equipo para la clase de literatura posmoderna. Cuando Miranda se peleaba con Henry porque quería meter sus opiniones del siglo pasado en el trabajo, Irina asentía en apoyo. Y amaban con pasión a las mismas poetas confesionales: podían hablar por horas como si nadie antes las hubiera entendido. La afinidad era clara. Se caían bien y hasta habían ido por un té al barrio chino la semana pasada. Irina le había mandado un mensaje un par de horas antes avisándole que estaba saliendo de un resfriado común y que se iba a ver descuidada. Pero llegó preciosa, con un vestido largo de lino azul marino. Había rodeado su lagrimal con una pintura que brillaba color de plata y tenía el contorno de sus pestañas delineadas con un negro obsidiana que le daba a su mirada una profundidad hipnótica. Los farolillos de papel que colgaban en la calle apenas se reflejaban en sus aretes alunados de latón y aluminio, que mutaban las luces amarillas en pequeños puntos blancos y cobrizos en su cabello oscuro y ondulado. Parecía un interminable cielo estrellado en la noche más sola. Miranda pensó que eso era la felicidad. Verla gesticular con euforia cuando hablaba de Sylvia Plath y Anne Sexton y que sus siete anillos en cada mano resplandecieran en tonos distintos con cada palabra. Sus sonrisas destacaban sus pecas y hoyuelos, que se sentían como triunfos. El pasado musical de Miranda se asomaba y ella quería, con cada fibra de su ser, tocarle el Claro de Luna de Debussy. Pero el encanto se rompía cada vez que Irina quería discutir las ideas de Henry, que era todo un machote, peor que un orangután. Miranda no quería pensar en él mientras construían un vínculo tan hermoso.

Miranda llevaba poco menos de media hora dándole vueltas al mensaje, aunque lo había empezado a pensar mucho antes. Le trajeron su latte con leche de soya, con un corazón blanco sobre la espuma café, en una taza magenta. Se recargó en el respaldo del sofá, elevó la mirada para probar su latte y vio, más allá de las periqueras vacías y la ventana, a las personas caminando frente el Café Bloomsbury, entre la universidad y donde vivieron los Woolf. Algunas, con la intención de aprovechar el sol, cruzaban en chanclas y shorts o faldas largas al parque de la esquina contraria. Otras seguían la cuadra, esquivaban el poste negro victoriano y se dirigían a los edificios cobalto de los empresarios de la Ciudad de Londres. Dio otro sorbo y le escribió a Amelie. Oye, Ami. Estoy intentando escribirle a Irina y no sé cómo. Estaba pensando en algo como ‘oye. cómo estás? el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía?’. Send help. Otra opción era agregarle detalles al mensaje para Irina. Hacerlo más íntimo, transparente. Algo auténtico. Decirle que encontró un lugar a diez minutos de la estación de las afueras de la ciudad, y que tiene unos dientes de león y unas margaritas preciosas que le recordaron a ella y, de alguna forma que no acaba de estar clara, a sus hoyuelos y cómo sonreía con todos los dientes. Respuesta de Amelie: Ni idea, pero eso no. Bajo ninguna circunstancia. Namás dile que vas a ir por un café y que si quiere acompañarte. No seas tan intensa, ni sabes si le gustas. Pésimo consejo, qué es eso de no ser intensa. ¿Cuál era el punto en esconder la electricidad en la punta de su lengua? Pero sí había que bajarle un poco. Quizá podía hacer esa cosa que decía el imbécil de Henry, dizque muy conocedor en estos temas, que mientras más es le pongas al ‘‘oye’’, más interés demuestras. oyeeeeeeeeeeeeeeeeeee. No, ese era un exceso. Qué innecesariamente difícil. ¿Por qué no decir lo que sentimos y ya? Poder mandar un Oye, me gustas y quiero pasar más tiempo contigo para que nos conozcamos. ¿Qué opinas? Pero no, ¿verdad?  Siempre tenemos que andar con jueguitos.

Miranda recordó a todos los hombres que habían intentado usar una pickup line con ella y se regocijó en sus fracasos. Nada sube los ánimos como ver a un hombre desagradable decepcionarse. Ese era, tal vez, el único atractivo que Miranda le veía al fútbol. Tres le habían dicho variaciones de Pingüino gordo… algo para romper el hielo. Dos le habían preguntado si creía en el amor a primera vista para irse después de la negativa y regresar preguntando si creía en el amor a la segunda. Uno había sido extrañamente político: Cómo me gustaría ser el proletariado para expropiar tus medios de producción. Cuatro habían sido todavía más obscenos. No quería estar en el mismo saco que ellos. Quería ser abierta sobre lo que sentía, pero le daba miedo que no fuera recíproco.

Le dio otro sorbo a su latte y vio de reojo las parejas en el parque. Agarradas de la mano, tomando el sol, echadas sobre el pasto, sentadas en las bancas bajo las magnolias y cerezos en flor, caminando lado a lado en improbable sintonía. Tal vez era más improbable quererse tanto. Suertudas. Cómo no sentirse romántica cuando Londres abandonaba sus trajes grises. oyeee. cómo estás? el día y el pasto lleno de margaritas están muy bonitos y tú también. qué tal si nos juntamos en un rato para hacer un picnic, tú llevas el pan y un libro de poesía y yo llevo el vino y los quesos. jalas? A Miranda le gustó la opción. Podría ser mejor, le gustaría que Irina saliera con ella porque quería y no por ninguna otra razón. Decidió agregar un pero sin presión 🙂 al final. Le volvió a mandar el borrador a Amelie. Tal vez Irina sentía lo mismo que ella. Estuvieron cuatro horas en la casa de té y sólo se fueron porque iba a cerrar. Irina le propuso que fueran juntas al metro y caminaron hablando de la musicalidad de Plath, qué libros y cds se llevarían a una isla desierta, qué nombre le pondrían a sus gatos si pudieran tenerlos y opinaron sobre su maestría en historia del arte. Una vez bajo tierra y en lugar de separarse, Irina le dijo que le quedaba suficiente lasaña del día anterior para las dos y la invitó a cenar en su departamento. Hablaron de lo que querían que tuviera su futuro durante tres estaciones, unas escaleras, cinco calles, un elevador y el tiempo que tomó abrir la puerta, saludar al compañero de piso que veía la tele en la sala-comedor, llegar a la cocina, poner la lasaña en el único plato de Irina, meterla al microondas para que diera vueltas hasta que emitiera vapor, sacarla y llevarla a la cama de Irina. Se sentaron frente a frente y comieron con un disco de Janis Joplin que Irina puso de fondo, para callar el documental del compañero de piso. Cada vez que Miranda se inclinaba hacia el frente, cruzaba las piernas o se apoyaba sobre sus palmas extendidas, Irina reflejaba sus movimientos. Miranda sólo se fue un par de horas después de haberse acabado la lasaña, cuando notó que los ojos avellanados de Irina le llamaban tanto la atención que no podía concentrarse en nada más. Concluyó que no tenía prisa, que le diría todo en otro momento. Regresó a la noche llena de estrellas y empezó a pensar en el mensaje de texto que le escribiría después.

Mensaje de Amelie: No sólo sigue igual de intenso, sino que decirle que sin presión hace que haya más presión. Tú hazme caso. Dile que vas por un café y unos libros y que si quiere ir. Y ya. Todo lo demás sobra. Miranda lamentó pensar que Amelie solía tener la razón y borró el mensaje. Levantó la cabeza para darle una serie de sorbos pequeños al latte, hasta que sólo quedara un rastro de espuma en su bigote. Por un instante largo, sintió que todo su cuerpo se tensaba y que le faltaba oxígeno. Miranda no pudo evitar reírse ante su recién descubierta miseria. Vio, sentada bajo un cerezo precioso en una de las bancas del parque de la esquina contraria al café, a Irina, con su sonrisa de todos los dientes y sus hoyuelos. Sentado a su derecha, oscureciendo con su mano peluda sus costillas izquierdas, Henry veía sus labios.

Poesía

donde acaba el aliento

emerge en silencio

el instinto de la supervivencia  –

en la mañana, fue un beso

que cantaba con sed

unas variaciones sobre la tristeza:

una tarde de luz en el que el mar parecía

empedrado de aluminio, de peces sacados a flote

por un polvo triste que les soplaba por encima

como si fueran estrellas transitorias

que se cernían como velas moribundas

en la madrugada desencantada

por la claridad –

el tinte virgen de las aguas fue un engaño de purificación,

a ellas las vi extenderse en el capullo de la vida,

y desplegar sus alas – cual mariposa entretejida

por una caligrafía acuosa que buscaba

la libertad anhelada, tratando de despertar

más rápido que la mañana –

los últimos oropeles de un paraíso perdido

se desahogaron en líneas arenosas como el poeta

canta sobre el coral las maneras en la que se puede vencer el naufragio,

y poder ser árbol, y aferrar la vida en el tronco del viejo roble caído

y con su leña avivar el fuego, tembloroso de tanto frío –

cuando nació la luna, se dejó llevar por el aire,

por donde acaba el aliento, como un cuerpo ceniciento

que iba entonando notas luctuosas de un infausto lamento,

arrancando los últimos suspiros que paseaban radiantes

ante una luz solar inclinada al lado de las nubes deshilachadas,

y si tuviésemos la fuerza suficiente, podríamos haber corrido

de los espacios, de los huesos que a rabietas nos sostenían,

desprendiéndonos de nuestra piel como los tallos agrietados

de los girasoles que se agachan

a través de los conos de nieve, con un cadáver

a cuestas – y así la eternidad nos grita con burla,

que todo lo que somos, seremos también mañana.


Camila Ponce Hernández (2002, Anaco, Venezuela) estudia letras inglesas en York y escribe poesía bilingüe. Instagram: @milawritess


Banner: Fragonard, Jean Honoré. Mountain Landscape at Sunset. C. 1765, National Gallery of Art, Washington D.C.

Poesía

Elegía a mi gato

Por Juan Carlos Calvillo

A la manera de Edward Gardner

¿Es verdad que te fuiste, mi querido
compañero de juventud? ¿Es cierto
que te arrancaron de este fiel amigo
que te adoraba? ¿No te redimieron
tu gran benevolencia y devoción?
¿No hay más remedio que decirte adiós?

Si tengo que entregar aquí tu cuerpo,
ya rígido, aterido bajo el toque
de la muerte, yo sé que cuando menos
encontrarás reposo en este bosque
a la sombra del sauce, que te llora
y que guarda por siempre tu memoria.

Y no pienses que sólo por que dio
en el blanco la flecha del arquero,
ni porque al fin y al cabo consiguió
robarme el último de tus alientos,
olvida el corazón su deuda eterna
ni sepulta el cariño en esta tierra.

Si una lágrima exige tu recuerdo,
mi gatito, un caudal inagotable
brotará hasta regar este pequeño
sepulcro, la arboleda en la que yaces,
y el punzante dolor de la tristeza
habrá de transformarse en vida nueva.

Sabes que amé esta vida que vivimos
juntos, la procesión de las mañanas,
nuestro peregrinar aún dormidos;
sabes que fue un honor que ronronearas
con mis caricias, y que fuiste tú
quien me hizo digno de la gratitud.

Ya no deleitarán tus travesuras
cada día; ya no calentarás
nuestra cama las noches taciturnas
del invierno; ya nunca habrá un manjar
dispuesto para ti, como era antes;
ya nunca quedará más que extrañarte.

Y jamás volverá ya tu maullido
a derretirme el corazón, ahora
que el silencio se ha vuelto tu destino;
¡cómo me entusiasmaba oír sus notas
de ternura! ¡Qué gala de clamores
cuando llegaba a casa por la noche!

Te pido, por favor, no me condenes
si aquel infausto día yo no estuve
ahí, al lado tuyo, como siempre,
si no me despedí cuando aún el lustre
de una galaxia refulgía en tus ojos,
si no te acompañé y te fuiste solo.

¿Ya quién va a protegerme de ratones?
¿Quién va a leer conmigo en el insomnio?
¿Quién va a dejarme, como yo tus flores,
tributos a los pies de mi escritorio,
si ya no estás conmigo, mi gatito,
si ya se me acabaron tus suspiros?

Ahora es libre el gorrión de transitar
sin miedo los senderos del jardín,
y tu presa de antaño anidará
en tus ramas; también el colibrí
vendrá de cuando en cuando, y con el tiempo
empezará a confiarte sus secretos.

¡Adiós, Enano! Y que en la faz del mundo
todos los gatos buenos sean amados
como lo fuiste tú, y que en el curso
de su vida, una sola vez si acaso,
el hombre más afortunado alcance
a ser amado como tú me amaste.

† 16 de diciembre de 2020


Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.


Banner: Manet, Edouard. A Cat Curled Up, Sleeping. 1861, Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

Cultura

Entrevista no editada con David Foster Wallace en la ZDF (3)

Tercera parte de tres. Para leer la segunda parte de la entrevista, da clic aquí.

Traducción de Carlos Arroyo

E.: Sí, pero de hecho no es un nombre alemán.

D. F. W.: No, por supuesto que no. Es un nombre que suena vagamente germánico para los estadounidenses. No es el personaje más sutil. Pues los ángulos son matemáticos. Entonces no sé.

E.: ¿La literatura te permite hacer esa discusión?

D. F. W.: Vi esto en la hoja.

E.: Sí, porque tuve que…

D. F. W.: Está bien. Entonces déjame preguntarte: ¿qué puede hacer la literatura que otras cosas no pueden hacer?

E.: Pues…

D. F. W.: No es fácil, ¿verdad?

E.: No, para nada. Pero pensé que eras más inteligente que yo. Entonces pensé que… Bueno, leí esto en la entrevista. Tú dijiste que el buen arte de alguna manera hace que no te sientas solo. Eso es algo a lo que yo soy adicta. Porque, tan simple como soy, estoy muy feliz cuando no me siento sola al leer algo. Y, ¿sabes? La buena literatura es algo muy musical para mí. Tengo ese sentimiento mucho. Porque, entre más enferma se ha vuelto la vida, las palabras se vuelven más fáciles. Es como algo musical. Entonces yo veo la belleza de las palabras y también lo musical. Y también lo filosófico y el no sentirse sola.

D. F. W.: ¿Podemos contestar eso entonces? Eso es una mejor respuesta de la que yo podía dar.

E.: No, primero te tengo que entrevistar.

D. F. W. [al principio dirigiéndose al camarógrafo]: Pues, retroceda la cinta a lo que ella dijo y yo… No. Es una pregunta pesada. Hay algo musical sobre la literatura porque tiene que ver con patrones de significado que se desarrollan a lo largo del tiempo. Hay algo sobre leer, para mí, que no es como ver una obra de arte. Porque ahí yo elijo cuánto tiempo veo algo y qué veo, estoy siendo dirigido por un pedazo lineal de tiempo. Pero, en una pieza musical o en una película, ese flujo es dirigido por mí. No tengo ninguna elección más que seguirlo. Pero, en los libros, es raro, porque estoy moviéndome a través del tiempo a lo largo de esta cosa… No sé si tú lo hagas, pero, si he leído un párrafo que me gusta mucho, me regreso y lo leo otra vez. Entonces, estoy atrapado en el tiempo, pero tengo más movilidad adentro de ese tiempo. Y creo que… ¿Sabes qué? Lo he hablado con otros escritores y a la mayoría de las personas que hacemos esto nos gustaba leer de niños, seguramente por las mismas razones que a ti. Hay… Estoy intentando encontrar una manera de decirlo que no sólo suene estúpida y simple. No es necesario decir que en este cuarto hay cuatro personas. Todos parecemos ser amables. Hay límites grandes sobre lo que sabremos los unos de los otros. Por ejemplo, yo no sé qué estás pensando en este momento. Dios sepa qué hay en la mente de él [del camarógrafo]. Hay una forma de… Y hablo más como lector. Cuando estoy leyendo algo bueno y real, soy capaz de saltar esa pared de yo, y habitar a alguien más. Es algo que no puedo hacer —no podemos hacer— en la vida normal. Y, cuando habito a otra persona, a menudo lo que están pensando o diciendo o sintiendo son cosas que son como las que yo hago, pero me da miedo que haya algo malo con lo que yo hago y que sean cosas que nadie más haga. Hay una certeza tremenda sobre ese tipo de comunión y empatía. Después se vuelve más complicado, porque también tengo acceso a la mente del actor, de una manera que no tenemos si sólo estuviéramos hablando. La mayoría de mis amigos… Y a la mayoría de mis amigos no les gusta leer… A la mayoría de mis amigos, a quienes no les gusta leer, lo encuentran, A) aburrido y B) lento. Y yo no lo entiendo. Porque, para mí ver televisión, aunque es más fácil, es mucho más lento. Ver imágenes planas en una pantalla plana haciendo cosas interesantes… Y a menudo son muy fáciles de mirar… Es muy diferente de saber lo que es estar adentro de la piel de otra persona. O saber lo que es poder pasar dos horas con un autor que puede hacerme sentir como que sé. Es como magia, para mí.

E.: ¿Y también es conflicto?

D. F. W.: No puedo recordar qué escritor estadounidense fue. Lo escuché hablar y dijo que su trabajo es reconfortar a los perturbados y perturbar a los cómodos. Y, entonces, hay algo reconfortante sobre ser capaz de habitar a alguien más. Pero también hay algo muy incómodo sobre eso. Porque, normalmente, la experiencia que esa persona está teniendo es justamente una que a mí no me gusta, o que no he logrado entender. Y me parece que la división más grande no es entre la música y la literatura, o entre la música y la escultura, o lo que sea. Hay formas de arte que nos ofrecen escapes de nosotros y nuestras vidas diarias. Y creo que eso es divertido en dosis pequeñas. Y también hay tipos de arte que nos ofrecen más confrontación con nuestras vidas. Y no creo que sea sorprendente que no haya tanta demanda o tanto dinero para estos últimos tipos. Porque es más difícil y menos placentero, a veces. Y toma habilidad y educación volverte bueno leyendo y escuchando, para ser capaz de sacar placer de ahí. Hay un elemento de clase ahí, que se vuelve complicado. Pero creo que vale la pena. Creo que leer y escribir valen la pena. Es muy profundo. Me salió bien eso, en medio. Fui lúcido. Lo único que hice fue repetir lo que tú dijiste, pero yo me tardé diez veces más. E hice esto [hace gestos de revoltijos con las manos] mucho más. Dios, hace calor aquí.

E.: Sí.

Camarógrafo: Sí que sí.

E.: Entonces, hemos llegado a algo que de hecho tengo… [Al verlo incómodo y acalorado:] ¿Quieres que te traiga un vaso con agua o algo?

D. F. W.: No, estoy bien. Sólo me quedaré sudando en mi silla. Está bien. No es problema.

E.: Serás el típico estadounidense.

D. F. W.: Sí, el estadounidense sudoroso. Me da orgullo sudar en nombre de los Estados Unidos de América [risas del camarógrafo].

E.: Entonces, estaba a la mitad de una pregunta que puse en esta hoja de papel, que te enviamos por correo electrónico o por fax.

D. F. W.: Y que yo recibí.

E.: Impresionante. Bueno saberlo. [Recita de la hoja:] El miedo del escritor de que su trabajo y su persona, de alguna forma, se vuelvan banales, se aplanen, se abusen, tan pronto como los medios…

D. F. W.: ¡Yo no recuerdo eso! ¿Dónde está escrito eso?

E.: Aquí.

D. F. W.: ¡¿Banal?!

E.: Sí, no sé si eso…

D. F. W.: Ah, sí.

E.: Es “banalizado”. ¿Me inventé esa palabra?

D. F. W.: ¡Qué interesante! Mi copia de la hoja llegaba hasta acá [señala en la hoja].

E.: ¿En serio?

D. F. W.: Sí, no estaba nada de esto.

E.: Ay, por Dios.

D. F. W.: No, está bien. Entonces, ¿estamos hablando del mercadeo de la escritura?

E.: No, me refiero a… [Recita de la hoja:] El miedo del escritor de que su trabajo y su persona se vuelvan banales. Bueno, no sólo es eso, pero digamos que sí tiene que ver con la promoción.

D. F. W.: ¿El trabajo y la persona son la misma cosa?

E.: No, no.

D. F. W.: Pero ambos se vuelven…

E.: Sí, ya sabes, cuando estas ahí afuera, con los medios. ¿Qué pasa ahí?

D. F. W.: Veo una paradoja aquí. ¿Yo voy a hablar de las dificultades de lidiar con los medios, pero estoy hablando con los medios? Fingiré que estoy hablando contigo, pero, cuando esto salga al aire, vas a tener esta cara sudada en la cámara hablando de lo difícil que es, como escritor, estar frente a una cámara. En ese caso, si yo fuera el televidente, pensaría: ¿por qué está este cabrón frente a la cámara? ¿Entonces cómo sugieres que maneje esto?

E.: Sí, veo que es una paradoja, pero al mismo tiempo, es muy… O sea es un miedo legítimo. Entonces… Yo pienso en esto todo el tiempo. Pienso en la literatura, pero pienso, ¿estoy haciendo esto? ¿Qué tal lo estoy haciendo? ¿Cómo puedo preservar estas cosas? Es una paradoja para mí también. Por esa razón, creo que es algo en lo que puedes pensar.

D. F. W.: Claro. Bueno, hay varios intercambios. En Estados Unidos, hay una división entre las editoriales corporativas y las editoriales non-profit, que normalmente son muy chicas y publican mucha poesía y ficción vanguardista. Si tú tienes “suerte”… [Hace comillas en el aire.] Éstas comillas dan miedo. Si tienes suficiente suerte para que te publique una editorial corporativa, te dan más exposición. Te hacen reseñas en el New York Times y no sólo en el periódico local. Te traducen a otros idiomas. Pero las cosas literarias hacen a las editoriales corporativas perder dinero, casi siempre. Y una de las formas en las cuales intentan no perder dinero es con mercadeo. Y, por razones que todos han intentado explicarme, pero yo sigo sin entender, hacer que el autor vaya por ahí y hable y lea… Lo que más les gusta hacer es enviarte a una librería. Das una lectura en una librería. Y a lo mejor hay doscientas personas ahí. Pero, mientras estás en alguna ciudad, haciendo una lectura para alguna librería, hablas con el periódico local y a lo mejor haces algo como esto, que genera publicidad gratis para el libro. Mis problemas con eso son los siguientes: mis cosas… No me parece que sean para leerse en voz alta. En realidad no hay… No se supone que viva en el aliento. No tiene suficientes signos de puntuación. [Se ríe.] Y no siento que lo lea muy bien en voz alto. Eso es A. Y B, encuentro que la mayoría de… Cuando hay una sesión de preguntas y respuestas como la que estamos teniendo tú y yo… Aunque tú y yo estamos teniendo una sesión mucho más larga. Pero, sobre todo con un reportero de periódicos o con una sesión de preguntas y respuestas al final de una lectura, la pregunta es fácil de responder si es aburrida o estúpida. Las preguntas buenas no se pueden responder en ese formato. ¿Cierto? Son preguntas que tendrías que responder tomando una taza de té o de café. Son cosas que sólo se pueden responder en conversaciones entre dos personas. Entonces yo siempre me siento vagamente fraudulento. Hay algo sobre hacer esto, donde tú estás ayudándome. Estamos fingiendo que estamos teniendo una conversación. Y yo también estoy fingiendo que no hay cámaras por allá. Pero, de hecho, todo esto está en televisión y yo sé que tengo que ignorar… No se supone que voltee a ver a la cámara [Voltea a la cámara.], porque eso no hace una buena entrevista. Pero, confía en mí, cuando yo estoy sentado aquí, la cámara es lo único que veo. Es bastante extraño. Y entonces, ¿por qué lo hago? Hago una variedad de tratos y hago unas pocas cosas. Conozco a algunos escritores a quienes les gusta esto. Y es bastante halagador. O sea, ustedes vinieron. Me pone nervioso y me pone ansioso que tengo que hablar de cosas que casi siempre encuentro que son imposibles de discutir en voz alta. O, si no, empiezo a decir: “—¿Cuántos días se quedan en el pueblo? —Tres días.” Pero yo le debo… Tengo una agente a quien le debo veinticinco mil favores, porque ha hecho muchas cosas buenas. Y también es emocionante para un escritor que lo publiquen en otro país. Entonces, ella dice: “Esta editorial alemana es muy buena. Van a publicar el libro bien”. Aunque no creo que mi inglés se pueda traducir al alemán, porque es muy idiomático.

E.: Sí deberías publicarlo.

D. F. W.: Muy buena publicidad, muchas gracias. “Y todo lo que necesita esa editorial es que tú les ayudes a vender libros, para que no pierdan dinero”. Entonces se vuelve muy difícil decir que no. Por otro lado, no creo que sea tan bueno hacer esa publicidad. Quizás en un programa como éste… No hay algo similar en Estados Unidos. pero eso de ir a leer en librerías es convertir a los escritores en versiones baratas de las celebridades. La gente no viene a oírte leer. Viene a ver cómo te ves y a ver si tu voz concuerda con la voz que ellos se imaginan cuando leen. Y nada de eso es importante. Es… guácala. No sé si haya una traducción al alemán para “guácala”. En términos de la banalidad, no sé. La banalidad, para mí, significa, general, simplista, superficial y vacío. Y, si trabajas así, pagas ciertos precios. No tanta gente lee tus cosas. Pero la gente que sí lo lee y está interesada, estás seguro de que… Lo que me gusta de trabajar así es que sé que mis lectores son tan listos como yo. Creo que si eres alguien como Crichton… Alguien que tiene un título de Medicina de Harvard, pero está escribiendo para una industria masiva, las cosas se ponen raras. A mí no me preocupa que la gente que lee mi trabajo lo malentienda o lo banalice, más allá del nivel de banalidad que ya tiene. Sí me preocupa, y es raro, que cuando se traduce a idiomas que no conozco… No sé qué haya ahí. Hay tantas frases estadounidenses ahí que no sé si se puedan traducir o no.

E.: Es muy difícil traducirlo. Creo que la gente que tradujo tu trabajo a alemán son gente que conoce tu trabajo mucho. Conozco a algunos de ellos.

D. F. W.: Es muy bueno saber eso. Y yo puedo creerte, pero sigo teniendo este extraño… La cosa es que… A lo mejor tú también tienes esto en tu trabajo. El término es control freak. Yo quiero controlar cada palabra que está ahí. Y es difícil. El único idioma que sí puedo leer, leí la traducción, y era tan diferente de lo que yo quería decir, que decidí que era hasta mejor que se hiciera en idiomas que yo no conozco. ¿Eso es una respuesta?

E.: Sí, claro. Una cosa que también me llamó la atención es que, cuando hablaste en una entrevista sobre la soledad existencial…

D. F. W.: ¿Dije las palabras “soledad existencial”?

E.: Algo así.

D. F. W.: OK.

E.: Pero, ya sabes, yo soy alemana. A veces entiendo las cosas mal.

D. F. W.: No, para nada.

D. F. W.: Eso es algo que me gusta escuchar a un autor decir. Porque es la única cosa que busco. En las cosas que leo, busco testimonios de soledad existencial. Entonces, ¿eso es algo con lo que te relacionas?

E.: Sí. Si entiendo tu pregunta, es sobre lo que hablábamos hace dos preguntas. Hay algo doloroso en estar en un cuerpo y una consciencia que no pueden aceptar, mediante la conversación, que estará en la cabeza de alguien más. Hay una magia… No sé mucho sobre música, pero la gente que sí sabe dice que hay una pureza en la manera en la cual el estado emocional del músico se puede transmitir por el instrumento. No pueden hacerlo de ninguna otra forma. Quizás la mayoría de los tipos de arte tengan esta cosa mágica. Por un momento, hay una reconciliación y comunión entre tú y yo que es imposible de cualquier otra forma. Pero también es el tipo de cosa que es tan pesada y general, que, sobre todo después de que él [Voltea a ver al camarógrafo.] usó la palabra “pontificar”, siento que…

E.: ¿Qué significa esa palabra? Nunca la he escuchado.

D. F. W.: La palabra “pontificar” significa hablar pomposamente sobre asuntos muy complejos y abstractos. Es peyorativa. Pero él lo dijo de forma chistosa. Es… Y eso es otra cosa sobre ser un estadounidense. Cuando oigo la palabra “existencialismo”, giro los ojos hacia arriba. Digo: “Ah, que palabra tan grande, sexy, filosófica”. Y se vuelve difícil hablar seriamente sobre ella, porque lo único que puedo oír en mi cabeza es a gente burlándose por lo serio y aburrido y tonto que soy. Si eso tiene sentido. Buena suerte editando esta cinta.

[Hay un corte. La pantalla se vuelve negra.]

D. F. W.: Sí, tu acento alemán está mucho mejor ahora. Qué sorpresa.

E.: Sí, es cierto. En Alemania, cuando hablo de mi generación… La gente en mi profesión la mayoría de las veces tiene muy buena educación. Y todo esto. Pero también hay un sentimiento de no poder hacer nada con eso. ¿Sabes? Tienes muy buenas condiciones al inicio. Y, después de eso, piensas, ¿qué sigue? ¿Qué voy a hacer con esto? ¿Sabes? A lo mejor no es la realidad, pero tienes el sentimiento de no estar haciendo nada con tu vida. ¿Qué piensas sobre eso?

D. F. W.: [Hace un gemido de susto.] Sé que hay una paradoja en Estados Unidos, de la gente que consigue trabajos poderosos. Tienden haber ido a buenas escuelas, a menudo a escuelas donde se estudian artes liberales, que es filosofía, los clásicos, idiomas. Y es sobre la nobleza del espíritu y ampliar la mente. Y, de eso, te vas a una escuela especializada para aprender a demandar gente o para aprender a escribir publicidad para que la gente quiera comprar camionetas. Y sí. No sé qué pienso sobre eso, más allá de que no estoy seguro de que haya sido diferente antes. Porque muy pocos de nosotros… Y hay cosas sobre mi trabajo que no me gustan, pero ésta es una cosa que sí me gusta: yo puedo usar casi todo lo que aprendí. Y es algo que resalta cuando estoy quejándome. A veces es trabajo solitario. Y a veces te preocupa que no seas bueno. Sé que en Estados Unidos hay toda una clase… Hablo de una clase muy específica. De la clase alta y media alta, cuyos padres pudieron enviarlos a escuelas muy buenas, donde tuvieron muy buena educación. Que a menudo están en trabajos que ofrecen recompensas financieras, pero no tienen nada que ver con lo que les enseñaron, de manera persuasiva, que era importante y que valía la pena. Y eso… Nunca lo he pensado en esos términos. ¿Es una paradoja, no? ¿Ustedes qué dicen sobre eso? ¿Qué concluyen?

E.: Ésa es la cuestión, que no sé qué concluir sobre eso. No sé si es un fenómeno que tiene que ver con cierta generación.

D. F. W.: Por ejemplo, un amigo tuyo, de tu edad, cuando ibas a la escuela con él, que ahora es empresario, diría que tú estás mejor que él. Porque tú estás usando las cosas que aprendiste. ¿No?

E.: Sí.

D. F. W.: Sí. ¿Sabes qué? Podríamos hablar de esto durante mucho tiempo. Pero no sé si puedo decir algo que sea interesante, desde el punto de vista de la cámara. Es mi sospecha que esto tiene algo que ver con algo que se explicó en el pecado original, en el Génesis. Conforme nos hacemos viejos, tenemos que conseguir dinero para hacer cosas, para seguir vivos. Y hay cosas sobre eso que a menudo se sienten muy mal. [Se ríe.] Sería muy lindo si cortaras eso, porque se sintió raro. No sé.

E.: A lo mejor la alienación es parte de eso, ¿no? En tu libro, en La broma infinita, hay personas que no quieren crecer. Se sienten alienado de lo que empezaron. Y dicen: hemos hecho esto y lo otro…

D. F. W.: Pero no estamos hablando de una alienación marxista. No estamos hablando de la alienación de los medios de producción. Sí, hay una… La cosa es que, en Estados Unidos, creo, dudo que alguien que sólo fue a la preparatoria, a la escuela secundaria, y está trabajando en una fábrica sienta… Dudo que se levante y diga: “Dios, al menos tengo todo este aprendizaje humanista que no estoy usando”. No imagino que él esté más satisfecho o nutrido por su trabajo, tampoco. Pero tú y yo somos parte de una clase y una generación que es muy articulada sobre cuáles son nuestras quejas y sobre qué nos hace sentir incómodos. Y creo que, si hay algo que caracterice a nuestra generación no es que se nos ocurran nuevos problemas y nuevas soluciones, sino que somos infinitamente verbales al respecto. Y eso es probablemente un comienzo. Al menos la gente puede hablar sobre eso. Pero sí.

E.: Hablando de este dilema, de querer estar entretenido… Y tú mencionaste que hubo algo en Estados Unidos, hace unos días, un movimiento en cierta dirección. Tú me preguntaste qué pensaba y yo creo que fue hace diez o veinte años. Entonces, ¿cómo crees que será en un par de décadas, en Estados Unidos? O sea, ¿cómo seguirá esto?

D. F. W.: No sé. Tengo miedo. No sé si pudiera decirte algo sobre los últimos años que alguien más no pudiera decir. Cuando era joven, o más joven, solía… Hay una forma en la que en Estados Unidos estamos cómodos, muy cómodos. Y yo solía pensar que algunas de las respuestas políticas y sociales que yo pensé que deberían… Yo pensé que algunas de las correcciones sociales y políticas que deberían pasar sólo pasarían si hubiera algún cataclismo o infortunio, y ya no estuviéramos tan cómodos como ahora. El hecho de que ahora tenemos evidencia clara de que la forma en la cual vivimos y las relaciones que tenemos con algunos países han hecho que algunos nos odien tanto que quieren asesinarnos, y quizás tengan éxito en asesinar a muchos de nosotros, me aterra, sólo porque… Cuando estaba creciendo, algunos de los periodos mitológicos de la Gran Depresión, la era de Weimar, era que, según la historia, todos se unieron. Fueron tiempos difíciles y nadie tenía lo suficiente. Todos se unieron. Parece, ahora, que la reacción del país al terror y la inseguridad es comprar vehículos de utilidades de deportes, que son unos tanques enormes, y hacer que las personas se sientan seguras. Pero también, a cuatro mil millas de distancia, en un país donde la gasolina es un quinto de lo cara que debería ser, hay una sanidad en Europa sobre los precios de gasolina que no hay aquí. Y la gente está votando por gente que decide ir y matar a cientos de miles de civiles, para matar a unos cuantos enemigos. Nada de esto es importante. Pero el hecho de que nadie aquí esté hablando sobre la conexión entre cómo vivimos y lo que conducimos y las cosas que están pasando… La velocidad con la cual se convierte en: “Esas personas malas, esos fanáticos malos. Son malos. Lo que en realidad odian es nuestra libertad y nuestra forma de vida”. Que es difícil de tragar, ¿no? ¿Quién odia la libertad? La gente odia a la gente, no la libertad. Yo ahora no sé qué va a pasar. Y yo soy un estadounidense que está asustado. Desde que era niño y aprendí que Estados Unidos tenía bases intercontinentales… Desde entonces no he estado tan asustado. Y lo que más me asusta… Esto es totalmente personal, pero tengo más miedo por nosotros que por todos los demás. Eso es un lugar oscuro. No sé cómo me siento al respecto. Vas a usar esto, si quieres. No creo que sea un mal país. No creo que la gente de Estados Unidos sea mala. Creo que hemos tenido las cosas muy fáciles materialmente, durante mucho tiempo. Y que hemos tenido muy poca ayuda para entender que hay cosas que son importantes además de estar cómodos. Y no creo que nadie sepa cómo reaccionaremos si las cosas se ponen difíciles aquí. Y el hecho de que seamos fuertes militar y económicamente también da miedo. Para algunos de nosotros, los estadounidenses. Por suerte, no muchos estadounidenses verán esto en Alemania.

E.: ¿Hay muchos medios de rebelión?

D. F. W.: Claro.

E.: ¿Cuáles son?

D. F. W.: Bueno, pues hay gente que lo hace por todos lados. No sé nada sobre la gente que es repelida de los edificios y que les avientan gas lacrimógeno. La gente que yo conozco que se está rebelando no compra muchas cosas, y no obtienen su visión del mundo de la televisión. Y están dispuestos a gastar cuatro o cinco horas investigando una elección, en vez de dejarse guiar por los comerciales. La cuestión es que, en Estados Unidos, pensamos en la rebelión como una cosa sexy, que involucra acción y fuerza, y se ve bien. Yo supongo que las formas de rebelión que cambiarán las cosas de manera importante serán calladas e individuales. Y probablemente no serán interesantes de ver. Espero cosas menos interesantes y no más interesantes. La violencia es interesante, y la corrupción horrible y los escándalos. Y sables temblorosos hablando sobre la guerra, demonizando a un billón de personas con una fe diferente en el mundo. Todas esas cosas son interesantes. Sentarse en una silla y pensar qué significa esto, y en por qué el auto que conduzco quizás tenga algo que ver con qué sienten sobre mí las personas en otras partes del mundo. Eso fue muy cercano a la verdad. Además, es un poco tonto. Yo soy escritor. No soy político ni un pensador político. Sólo soy un estadounidense asustado, viviendo en California.

E.: Sólo una pregunta más. ¿Crees que haya oportunidad de que nos deshagamos del amor por la atracción, por lo visual? Dijiste que la rebelión supuestamente debe ser atractiva. La gente piensa que es atractivo tomar un arma y ser un rebelde. Pero no se supone que la verdadera rebelión sea atractiva. Porque no lo es. Entonces, ¿cómo nos deshacemos de lo visual?

D. F. W.: Es raro decir esto en la televisión, pero hay algo sobre… No hay nada malo con… No es que haya algo malo con interesarte por lo que es interesante y atractivo. Pero me parece que la televisión y el entretenimiento corporativos, como son tan caros, para ganar dinero, tienen que ser atractivos para una audiencia muy grande. Eso significa que tienen que encontrar cosas que mucha gente tiene en común. Y no sé tú, pero aquí creo que la mayoría de nosotros tenemos en común intereses básicos, no interesantes, egoístas, estúpidos. La atracción física, el sexo, un humor fácil, el espectáculo vívido. Esas cosas, las veré inmediatamente. Y tú y tú y tú y tú. Entonces está en nuestros intereses más básicos y aniñados que somos una masa. Las cosas que nos hacen interesantes y únicos y humanos, esos intereses tienden a ser ampliamente diferentes entre mucha gente. Yo creo que… En términos de la cultura masiva estadounidense, para que las cosas cambien significativamente, se necesitará la fragmentación de la industria de entretenimiento. Algo como lo que ha pasado en la industria de revistas estadounidenses, donde, en vez de tres o cuatro revistas con millones de suscriptores, tienes miles de revistas, cada una con unos cuantos miles de suscriptores. Si el entretenimiento se puede volver más de nicho, es posible que las compañías que sacan estas cosas puedan hacer dinero sin tener que apelar a veinte millones de personas. Porque yo no creo que sea maligno, creo que es como funciona. La única manera de conseguir que diez o veinte millones de personas se interesen por lo mismo es bajándote mucho. Porque a lo mejor a ti no te interesan ningunas de las cosas que he nombrado, inmediatamente, pero a mí sí. No soy diferente de los demás. Hay unas cuantas personas a quienes no les interesa nada de eso.