Por Luisa De la Concha Montes
En su libro “Arqueología del Búnker”, el teórico y filósofo cultural Paul Virilio habla sobre la extraña dicotomía que representa el búnker de guerra. Mediante un ensayo visual que documenta la presencia de estas estructuras después de la Segunda Guerra Mundial, Virilio explora la extraña tensión que representa la existencia de estos búnkeres en el terreno que ha dejado de ser un campo de batalla. Según él, uno de los aspectos principales del posmodernismo es que conceptos binarios, como son las ideas de guerra y paz, o áreas civiles y militares, dejan de ser válidos. En otras palabras, el posmodernismo indica un cambio en el que cada aspecto de nuestra sociedad es guiado por los conceptos de dominación y colonización. De este modo, los terrenos físicos se convierten en áreas que deben ser “defendidas, aseguradas, invadidas o conquistadas.”[1] De acuerdo con esta idea, las herramientas culturales, como el cine, la televisión y la fotografía, se vuelven una parte esencial de la dinámica de control. El mundo de la violencia pasa del campo de batalla y se adapta al campo mediático; los lentes de las cámaras se convierten en las nuevas armas de fuego.
Al adoptar esta teoría como punto de partida, quiero proponer que del mismo modo que el mundo mediático ha utilizado la violencia como su referente principal, existen maneras en las que podemos utilizar sus mismas armas para reconquistar el espacio de manera constructiva. Para lograr esto, podemos utilizar la fotografía como un referente simbólico que nos puede ayudar a imaginar y construir utopías feministas. Hace un año, la Ciudad de México fue testigo de una de las marchas más grandes de nuestra historia. De acuerdo con números oficiales, la protesta del 8 de marzo contó con más de 70 mil participantes.[2] Personalmente, fue una experiencia extraña, ya que no pude estar ahí. Crecí en la Ciudad de México y me mudé al Reino Unido hace tres años. Sin embargo, mi identidad como mujer feminista está fuertemente arraigada a mi tierra madre. No estar presente físicamente me llenó de nostalgia, pero también de orgullo. La experiencia de ver a miles de mujeres volverse parte de un movimiento que previamente no entendían fue apaciguadora. Por un día, la ilusión de paz y sororidad se volvió real. Sin embargo, también estuve muy consciente del impacto que el no-estar-ahí tuvo en mi propia visualización de la marcha. Todo lo que vi, experimenté y sentí fue un producto mediático.
Una de las imágenes que más me impactó fue la fotografía aérea que tomó Santiago Arau de la Alameda Central. En esta foto se puede ver a la multitud de manifestantes entre los edificios, el Hemiciclo a Juárez y las jacarandas. Virilio sostiene que una de las maneras en las que los ideales del campo de batalla se transfieren al territorio citadino es por medio del diseño del espacio. Es decir, la planeación urbana se convierte en “un arma estratégica de fortificación.”[3] De esta manera, la fotografía de Arau subvierte el uso de las estructuras urbanas para el beneficio político de la protesta; el tamaño de los edificios permite entender la magnitud física de la marcha. Al documentar este espacio urbano en el contexto de la protesta, Arau además establece una visión urbana que sobrescribe las intenciones patriarcales del Estado. Aunque sea de manera ficcional y temporal, esta fotografía nos permite ver una realidad alterna en la que la ciudad le pertenece al movimiento feminista y no al Estado.

Otra de las ideas de Virilio que se pueden adaptar a la lectura de esta imagen es la fluidez. Virilio analiza el uso del concreto en el búnker para crear una metáfora respecto a las contradicciones de la posmodernidad. De manera similar al búnker, que está hecho de concreto líquido, la posmodernidad depende de discursos inestables basados en los flujos del capital. A pesar de ello, la estructura del búnker y de la posmodernidad encuentra la manera de existir y resistir. De este modo, al utilizar un dron –un objeto capaz de transcender las barreras físicas de la ciudad– para tomar esta fotografía, podemos re-imaginar la fluidez como una técnica visual que nos permite dejar atrás las barreras del cuerpo humano y del patriarcado. Recordemos que la lucha feminista en México está firmemente arraigada en la experiencia corporal. Es un movimiento que lucha en contra de la violación, el acoso sexual y los feminicidios. En esencia, es un movimiento que desea ponerle final a la normalización de la violencia hacia el cuerpo femenino y que nos invita a emanciparnos de la mirada masculina. Debido a esto, el uso del dron es sumamente simbólico. La imagen no es tomada por un cuerpo humano y el dron se convierte en un agente que nos permite ver más allá del género: nos ayuda a imaginar una realidad post-humana.
La imagen también crea una ilusión visual de fluidez: pareciera que las manifestantes se filtran entre las calles de manera casi líquida, reconquistando el espacio y moviéndose libremente. Uno de los aspectos más importantes de esta escena es la idea del colectivo. Contrario a los propósitos de dominación del Estado, el propósito de las manifestantes no es conquistar el espacio para su beneficio individual, sino crear un ambiente físico en el que cada mujer se pueda sentir segura. Esta imagen nos permite ver una urbe imaginaria en la cual las barreras simbólicas impuestas sobre el cuerpo femenino son derribadas. Un contrargumento sería que esta foto de cierta manera borra las historias individuales de cada feminista y crea una percepción homogenizada del movimiento. Sin embargo, quiero proponer que esta homogenización tiene un propósito político muy claro: esta imagen nos ayuda a sanar momentáneamente los choques ideológicos que son intrínsecos a las diversas ramas del movimiento feminista, creando una utopía visual de sororidad. En palabras de Virilio, el uso de la visión artificial del dron nos permite “reconstruir un paisaje que de otro modo experimentaría una fragmentación infinita.”[5] A pesar de que esta imagen evidentemente es una versión ficticia del feminismo, su existencia y su lectura subversiva nos permite sanar las pérdidas y tensiones ideológicas del feminismo mexicano, convirtiendo esta imagen en un símbolo necesario. En otras palabras, esta imagen es un símbolo que nos permite re-imaginar el campo de batalla contemporáneo de la política sexual como una utopía libre de contradicciones.
Quiero finalizar este ensayo hablando del aspecto más simbólico de esta imagen: las jacarandas. La primera vez que vi esta foto fue en Twitter, acompañada del encabezado “¡Las jacarandas también son feministas!”[6] La simplicidad de esta frase y de la foto me movió el suelo a pesar de estar a más siete mil kilómetros de distancia por dos razones principales. La primera razón es meramente visual. Este gesto simple, en el que las jacarandas se confunden con las manifestantes y viceversa, crea una enfática coexistencia entre la naturaleza y el cuerpo, sugiriendo que la verdadera emancipación del patriarcado implica una tregua con la naturaleza. La segunda razón, sin embargo, es un poco más compleja, ya que tiene que ver con mi memoria e identidad feminista.
Hace unos días recordé que la primera manifestación a la que asistí fue en el 2003, en contra de la guerra en Iraq. Vagamente recuerdo que mi mamá y yo asistimos juntas. También recuerdo que había muchas personas con carteles, pero nosotras no teníamos un cartel. Al darse cuenta de que esto me molestaba, mi mamá tomó un papel huérfano que estaba en el suelo y utilizando el jugo de las jacarandas como tinta, escribió No a la guerra. Cuando el mundo me pesa y leo encabezado tras encabezado de mujeres desaparecidas, regreso a esa memoria de la tinta morada y de las manos de mi madre encontrando la manera de politizar a la naturaleza. Sé que mi mamá probablemente sintió impotencia al saber que nuestro cartel no sirvió de nada (un mundo en el que las jacarandas paran una guerra en Iraq no existe), pero también sé que esas manos, las mismas manos que me arroparon cuando yo no sabía hacerlo, las mismas manos que golpearon a un hombre en el metro cuando intentó masturbarse contra ella, las mismas manos que pintaron jacarandas sobre el papel, nunca dejaron de trazar palabras utópicas. No a la guerra es un suspiro distante, una promesa ficticia. Del mismo modo, se va a caer, es una proclamación necia, a veces ciega, pero no por ello deja de ser necesaria. A veces, el dolor de la realidad nos hace olvidar que necesitamos soñar para seguir existiendo. Imágenes como la que tomó Arau hace un año son símbolos necesarios que nos permiten volver a la inocencia de la niñez, al calor de la maternidad y a la inexistencia de las dicotomías.
Un año después, las jacarandas siguen cayendo, desde arriba.
[1] Douglas Kellner, ‘Virilio, War and Technology: Some Critical Reflexions’, in Paul Virilio: From Modernism to Hypermodernism and Beyond. ed. By John Armitage (London: SAGE, 2000), pp. 103-125 (p. 104).
[2] https://www.infobae.com/america/mexico/2020/03/08/minuto-a-minuto-de-la-marcha-por-el-dia-internacional-de-la-mujer-comienzan-pintas-en-la-plancha-del-zocalo-de-la-cdmx/#:~:text=Sobre%20Avenida%20Ju%C3%A1rez%20y%20Eje,a%20la%20marcha%20del%208M.
[3] Paul Virilio, Speed and Politics (Cambridge: MIT Press, 1977), p. 11.
[4] https://www.instagram.com/p/B9fUANXH4L-/
[5] Paul Virilio, Bunker Archaeology (New York: Princeton Architectural Press, 1994), p. 40.
[6] @Hipofrenia_, 9 de marzo, 2020 <https://twitter.com/Hipofrenia_/status/1236888738447462400>
Luisa De la Concha Montes (Ciudad de México, 1998) es fotógrafa y escritora. Instagram: @erst.while