Narrativa

Diario de un idiota

Por Mikaela Huet-Vray

01 de marzo (12:05 p.m.)

Sigo aquí sigo aquí. Ya ha pasado un mes. Estas cuatro paredes blancas me asfixian. Sigo aquí. Quiero salir. Ojalá no se olviden de mí.

(1:46 p.m.)

No sé qué hacer. Qué estará haciendo Sarita. Trato de mirar por la ventana a ver si tal vez alcanzo a ver mi casa desde aquí. Pero no distingo nada. Deben estar almorzando.

(4:11 p.m.)

Tomé una siesta, me sentí chiquito otra vez. Extraño ser chiquito. Y colorear. Ojalá tuviera crayolas.

(7:01 p.m.)

Hay un reloj colgado en la pared. Por eso puedo saber tan bien la hora. Precisión. Me gusta. Es mi pequeño lujo. Ya van a apagar las luces. Chao. 

02 de marzo (9:34 a.m.)

Cielo azul y pájaros afuera. Pajaritos. Piu piu. pipipiu.

(9:36 a.m.)

La hora cambia muy rápido.

(9:37 a.m.)

Y muy lento a la vez. Tal vez duerma todo el día.

03 de marzo (8:41 a.m.)

Menos pájaros. Más gritos de noche. No sé por qué estoy aquí. No he hecho nada malo. No me dejan hablar mucho con los otros. Sarita no ha venido a visitarme. Qué pasa. Me siento triste.

(2:22 p.m.)

Voces al lado. Qué envidia.

(6:53 p.m.)

No he hecho nada malo, lo juro. Solo quiero salir y jugar con Sarita.

04 de marzo (10:20 a.m.)

Hoy es día de gelatina. Y de visitas. Qué emoción. Me voy a arreglar.

(5:51 p.m.)

Me tuvieron que dormir. Mamá vino sola. Sarita no vino con ella. Por qué Sarita ya no me quiere mami. Sí te quiere mijito pero este no es lugar para niños. Yo soy un niño mami. Sí pero es diferente, tú sabes mi amor que lo hago por tu bien, y además Sarita está en el colegio. Yo también quiero ir al colegio mami.

Papito ya me tengo que ir, vuelvo la próxima semana. Mami no te vayas, llévame contigo, no me dejes aquí mami no me gusta.

Pero se fue y estuve muy triste y por eso me tuvieron que dormir un rato. Sigo cansado. Hasta mañana.

05 de marzo (7:12 a.m.)

No me gusta tanto escribir. No sé a quién le estoy hablando y eso no me gusta. Supongo que me hablo a mí mismo. Yo soy el único que lee esto. Bueno aunque a veces mi enfermera Cata lo lee. Dice que es muy interesante y que debería escribir más sobre cómo me siento y menos sobre los pajaritos y el cielo. Pero yo no le hago caso.   

(3:31 p.m.)

Me aburro. dks oppppppp fffffff WWWW. m    e       a      b   u   r  r  r  r  r  r o   o o.

(3:33 p.m.)

(3:34 p.m.)

(3:37 p.m.)

(3:38 p.m.)

No se me ocurre nada. Perdón Cata. Sólo estoy cansado. Aunque hoy un copetón estaba cerquitica de mi ventana.

06 de marzo (6:04 p.m.)

Hoy no me siento bien. Hablé con Mamá por el teléfono del pasillo. Me dijo que la semana que viene no iba a poder venir como me había dicho porque iban a operar a Sarita. Qué tiene Sarita mami. Nada mijito, no te preocupes. Pero me preocupé porque la escuché sorber por la nariz como cuando lloraba. La llamada se desconectó y grité mucho. Cata y Mariana me arrastraron a mi cuarto y me dieron mis pastillas.

Por qué ya no puedo ver a Sarita, Cata. No entiendo. Cata miró por un segundo a Mariana y se arrodilló en frente de mí. Dieguito, te acuerdas de lo que pasó antes de que vinieras aquí. Sí, estábamos en el parque Mamá, Sarita y yo. Y no te acuerdas de nada más. No, Cata, no me acuerdo. Qué pasó. Pero Cata no me dijo nada. Me acarició la cabeza y se fue con Mariana.

07 de marzo (9:33 a.m.)

No me acuerdo. No me acuerdo. No me acuerdo. Cómo estará Sarita. Mamá no ha llamado. Sáquenme Sáquenme. Cata ayúdame a ver a Sarita por favor.

(9:34 a.m.)

A Sarita le gustan mucho los helados de pistacho.

(9:35 a.m.)

A Sarita le gusta mucho correr y rodar por el pasto. Por eso siempre vamos al parque de al ladito de la casa.

(9:36 a.m.)

Sarita y yo a veces nos peleamos. Yo soy más grande que ella pero Sarita es muy rápida y a veces me pega duro. Eso me enoja.

(9:37 a.m.)

Mamá siempre nos regaña cuando peleamos. Juego de manos, juego de marranos, dice siempre. Pero nosotros no le hacemos mucho caso.

(9:38 a.m.)

Fuimos al parque ese día. Peleamos como siempre. Le jalé el pelo. La empujé al piso. Y después. No me acuerdo. No me acuerdo. Mi mami gritó. ¡Para Diego!¡Déjala ya, qué haces! No me acuerdo. No me acuerdo. Cata ayúdame.


Mikaela Huet-Vray es una autora colombiana (Bogotá), estudiante de letras en la Sorbona. Ha publicado poemas en el fanzine Serpiente de Montaña, iniciativa independiente colombiana.

Narrativa

Muerte y concepción de un mensaje de texto

Borró el mensaje por tercera vez y volvió a empezar. ¡Hola, Irina! Oye, el día está muy bonito y tú también. ¿Te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, un vinito y unos libros de poesía? Contempló el borrador unos instantes y lo eliminó. No quería ser impositiva. Miranda odiaba hasta la médula hacer este tipo de cosas. Quizá un buen paso sería bajarle a la puntuación, quitar los signos de interrogación del principio y deshacerse de las mayúsculas: hola irina! cómo estás? oye, el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía? Mejor. Le daba una salida y sonaba más casual. Pero ella no era casual, ¿por qué tendría que serlo? La vida es demasiado corta y es ridícula esa actitud de fingir que no nos importa lo que sí. No entendía la lógica detrás de sostener que la indiferencia es atractiva. No podría ser más absurda toda la idea del hombre frío y distante que hace a las chicas embelesarse.  Pero entendía el miedo al compromiso y no quería espantar a Irina, apenas se estaban conociendo.

Esas cosas nunca se saben. La línea entre una amistad y algo más se difumina como las esquinas de un trazo de carbón. Los hombres suelen ser mucho más obvios. Irina le echaba miraditas furtivas mientras hacían su trabajo en equipo para la clase de literatura posmoderna. Cuando Miranda se peleaba con Henry porque quería meter sus opiniones del siglo pasado en el trabajo, Irina asentía en apoyo. Y amaban con pasión a las mismas poetas confesionales: podían hablar por horas como si nadie antes las hubiera entendido. La afinidad era clara. Se caían bien y hasta habían ido por un té al barrio chino la semana pasada. Irina le había mandado un mensaje un par de horas antes avisándole que estaba saliendo de un resfriado común y que se iba a ver descuidada. Pero llegó preciosa, con un vestido largo de lino azul marino. Había rodeado su lagrimal con una pintura que brillaba color de plata y tenía el contorno de sus pestañas delineadas con un negro obsidiana que le daba a su mirada una profundidad hipnótica. Los farolillos de papel que colgaban en la calle apenas se reflejaban en sus aretes alunados de latón y aluminio, que mutaban las luces amarillas en pequeños puntos blancos y cobrizos en su cabello oscuro y ondulado. Parecía un interminable cielo estrellado en la noche más sola. Miranda pensó que eso era la felicidad. Verla gesticular con euforia cuando hablaba de Sylvia Plath y Anne Sexton y que sus siete anillos en cada mano resplandecieran en tonos distintos con cada palabra. Sus sonrisas destacaban sus pecas y hoyuelos, que se sentían como triunfos. El pasado musical de Miranda se asomaba y ella quería, con cada fibra de su ser, tocarle el Claro de Luna de Debussy. Pero el encanto se rompía cada vez que Irina quería discutir las ideas de Henry, que era todo un machote, peor que un orangután. Miranda no quería pensar en él mientras construían un vínculo tan hermoso.

Miranda llevaba poco menos de media hora dándole vueltas al mensaje, aunque lo había empezado a pensar mucho antes. Le trajeron su latte con leche de soya, con un corazón blanco sobre la espuma café, en una taza magenta. Se recargó en el respaldo del sofá, elevó la mirada para probar su latte y vio, más allá de las periqueras vacías y la ventana, a las personas caminando frente el Café Bloomsbury, entre la universidad y donde vivieron los Woolf. Algunas, con la intención de aprovechar el sol, cruzaban en chanclas y shorts o faldas largas al parque de la esquina contraria. Otras seguían la cuadra, esquivaban el poste negro victoriano y se dirigían a los edificios cobalto de los empresarios de la Ciudad de Londres. Dio otro sorbo y le escribió a Amelie. Oye, Ami. Estoy intentando escribirle a Irina y no sé cómo. Estaba pensando en algo como ‘oye. cómo estás? el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía?’. Send help. Otra opción era agregarle detalles al mensaje para Irina. Hacerlo más íntimo, transparente. Algo auténtico. Decirle que encontró un lugar a diez minutos de la estación de las afueras de la ciudad, y que tiene unos dientes de león y unas margaritas preciosas que le recordaron a ella y, de alguna forma que no acaba de estar clara, a sus hoyuelos y cómo sonreía con todos los dientes. Respuesta de Amelie: Ni idea, pero eso no. Bajo ninguna circunstancia. Namás dile que vas a ir por un café y que si quiere acompañarte. No seas tan intensa, ni sabes si le gustas. Pésimo consejo, qué es eso de no ser intensa. ¿Cuál era el punto en esconder la electricidad en la punta de su lengua? Pero sí había que bajarle un poco. Quizá podía hacer esa cosa que decía el imbécil de Henry, dizque muy conocedor en estos temas, que mientras más es le pongas al ‘‘oye’’, más interés demuestras. oyeeeeeeeeeeeeeeeeeee. No, ese era un exceso. Qué innecesariamente difícil. ¿Por qué no decir lo que sentimos y ya? Poder mandar un Oye, me gustas y quiero pasar más tiempo contigo para que nos conozcamos. ¿Qué opinas? Pero no, ¿verdad?  Siempre tenemos que andar con jueguitos.

Miranda recordó a todos los hombres que habían intentado usar una pickup line con ella y se regocijó en sus fracasos. Nada sube los ánimos como ver a un hombre desagradable decepcionarse. Ese era, tal vez, el único atractivo que Miranda le veía al fútbol. Tres le habían dicho variaciones de Pingüino gordo… algo para romper el hielo. Dos le habían preguntado si creía en el amor a primera vista para irse después de la negativa y regresar preguntando si creía en el amor a la segunda. Uno había sido extrañamente político: Cómo me gustaría ser el proletariado para expropiar tus medios de producción. Cuatro habían sido todavía más obscenos. No quería estar en el mismo saco que ellos. Quería ser abierta sobre lo que sentía, pero le daba miedo que no fuera recíproco.

Le dio otro sorbo a su latte y vio de reojo las parejas en el parque. Agarradas de la mano, tomando el sol, echadas sobre el pasto, sentadas en las bancas bajo las magnolias y cerezos en flor, caminando lado a lado en improbable sintonía. Tal vez era más improbable quererse tanto. Suertudas. Cómo no sentirse romántica cuando Londres abandonaba sus trajes grises. oyeee. cómo estás? el día y el pasto lleno de margaritas están muy bonitos y tú también. qué tal si nos juntamos en un rato para hacer un picnic, tú llevas el pan y un libro de poesía y yo llevo el vino y los quesos. jalas? A Miranda le gustó la opción. Podría ser mejor, le gustaría que Irina saliera con ella porque quería y no por ninguna otra razón. Decidió agregar un pero sin presión 🙂 al final. Le volvió a mandar el borrador a Amelie. Tal vez Irina sentía lo mismo que ella. Estuvieron cuatro horas en la casa de té y sólo se fueron porque iba a cerrar. Irina le propuso que fueran juntas al metro y caminaron hablando de la musicalidad de Plath, qué libros y cds se llevarían a una isla desierta, qué nombre le pondrían a sus gatos si pudieran tenerlos y opinaron sobre su maestría en historia del arte. Una vez bajo tierra y en lugar de separarse, Irina le dijo que le quedaba suficiente lasaña del día anterior para las dos y la invitó a cenar en su departamento. Hablaron de lo que querían que tuviera su futuro durante tres estaciones, unas escaleras, cinco calles, un elevador y el tiempo que tomó abrir la puerta, saludar al compañero de piso que veía la tele en la sala-comedor, llegar a la cocina, poner la lasaña en el único plato de Irina, meterla al microondas para que diera vueltas hasta que emitiera vapor, sacarla y llevarla a la cama de Irina. Se sentaron frente a frente y comieron con un disco de Janis Joplin que Irina puso de fondo, para callar el documental del compañero de piso. Cada vez que Miranda se inclinaba hacia el frente, cruzaba las piernas o se apoyaba sobre sus palmas extendidas, Irina reflejaba sus movimientos. Miranda sólo se fue un par de horas después de haberse acabado la lasaña, cuando notó que los ojos avellanados de Irina le llamaban tanto la atención que no podía concentrarse en nada más. Concluyó que no tenía prisa, que le diría todo en otro momento. Regresó a la noche llena de estrellas y empezó a pensar en el mensaje de texto que le escribiría después.

Mensaje de Amelie: No sólo sigue igual de intenso, sino que decirle que sin presión hace que haya más presión. Tú hazme caso. Dile que vas por un café y unos libros y que si quiere ir. Y ya. Todo lo demás sobra. Miranda lamentó pensar que Amelie solía tener la razón y borró el mensaje. Levantó la cabeza para darle una serie de sorbos pequeños al latte, hasta que sólo quedara un rastro de espuma en su bigote. Por un instante largo, sintió que todo su cuerpo se tensaba y que le faltaba oxígeno. Miranda no pudo evitar reírse ante su recién descubierta miseria. Vio, sentada bajo un cerezo precioso en una de las bancas del parque de la esquina contraria al café, a Irina, con su sonrisa de todos los dientes y sus hoyuelos. Sentado a su derecha, oscureciendo con su mano peluda sus costillas izquierdas, Henry veía sus labios.

Narrativa

Petirrojo

No me podía levantar de la cama. Cada día era más difícil. A pesar de la terapia y de las pastillas, la falta de luz en invierno me partía el alma. Mi vida se me estaba resbalando entre los dobleces de mis sábanas y eso me paralizaba. Todo me paraliza ahora. De chiquita no era así. A veces mi mamá me cuenta lo enérgica que era antes, esas ganas de comerme el mundo, como dice ella. Pues el mundo me comió a mí mamá, perdóname. Pero creo que todavía hay esperanza. Hay días que siento esa presencia acogedora y tranquilizante, esa presencia de la que era antes. Y aquella niña dulce me coge de la mano y me acompaña hasta el baño para que tome una ducha y me vista. Mi niña se me aparece de vez en cuando en forma de petirrojo. Un petirrojo sereno y gordito que se posa suavemente en el marco de mi ventana y hace gárgaras de música con el viento. Casi todas las mañanas lo veo, y me acompaña.

Pero esta mañana me desperté y ya no sentía nada. Miré a la ventana en busca de consuelo pero no había rastro de mi compañero. Una sensación inexplicable se apoderó de todo mi cuerpo y, por más ridículo que suene, decidí salir a buscarlo. Me alisté, atravesé la sala de estar y salí del apartamento ante la mirada anonadada de mi mamá. No salía hace por lo menos cuatro meses. Bajé los tres pisos de mi edificio y salí a la calle. Salí. Y el hedor de la realidad me abofeteó. La basura, los andenes putrefactos, las palomas decrépitas revoloteando encima de mi cabeza, la mierda de perro que pisas inevitablemente. La verdad, siempre me sorprendió que un pajarito como mi petirrojo se posara en una ventana de un tercer piso entre tanta paloma y gorrión. Seguí andando por las calles de una ciudad que ya no reconocía. Todo estaba medio vacío, medio muerto. No había tanta gente en la calle como me esperaba. Tuve una sensación rara en el estómago. Qué idiotez, me dije, ahora donde se supone que encuentre yo un petirrojo. Alcé mi cabeza tratando de ver los marcos de todas las ventanas de los edificios que me rodeaban. Cuando me dolió el cuello paré sintiéndome aún más ridícula.

De repente, escuché unas risitas infantiles seguidas de murmullos. Venían del parquecito descuidado de al lado de mi apartamento. Al acercarme, vi a dos niños de unos once años sentados en el piso, al lado de los columpios. Los dos parecían muy entretenidos jugando. Me dio curiosidad y, animada, decidí acercarme aún más para ver mejor lo que yo me imaginé que era un juego de canicas. Pero escuché un gorjeo. Una gargarita de música. Y lo vi, aleteando sus alas con todas sus fuerzas. Las manitas blancas aplastándolo contra el pasto. Las manitas blancas asfixiándolo con sus dedos. Y se reían. Este sí que es testarudo, decía uno de ellos, no se deja. Salí de mi ensimismamiento y les grité que ¡qué hacían! que lo iban a matar. Los dos niños se voltearon a mirarme, me tiraron la lengua y salieron corriendo con ruidosas carcajadas. Me arrodillé en el pasto y recogí, con mucho cuidado, a la niña que fui.


Mikaela Huet-Vray es una autora colombiana (Bogotá), estudiante de letras en la Sorbona. Ha publicado poemas en el fanzine Serpiente de Montaña, iniciativa independiente colombiana.

Narrativa

El nacimiento de Vera

But O as to embrace me she enclin’d

I wak’d, she fled, and day brought back my night.

John Milton, Soneto 23

El insomnio y querer estar ocupada la orillaron a empacar. Le tomó hasta la mañana. No había mucho que guardar, pero llevaba unos días sin tener ganas de nada. Desde que falleció Agustín, sus movimientos se habían alentado y cada vez eran más difíciles. Sentía que no podía dejar de hacer cualquier cosa, sobre todo en las noches. Así nadie se daba cuenta del esfuerzo que ahora le costaba todo. Vera se sentó sobre la cama infantil, todavía con la cubierta de planetas, y vio en la pared, junto a un póster de Nirvana, uno de los primeros murales del muerto: un puesto de flores imaginario, no muy distinto al que pasaba cada mañana cuando iba a la escuela. Desde niño, Agustín había estado obsesionado con la pluralidad de las cosas: le parecía casi inconcebible, por ejemplo, que tantas texturas, formas y colores distintos fueran parte de lo mismo y que terminaran en las mismas macetas de plástico negro, o en conos de periódico del día anterior. Mientras Vera seguía con sus ojos los pétalos púrpuras de los crisantemos, los rayos de los girasoles y la simpleza pura de las margaritas, su pulgar hacía girar los dos anillos de oro, prácticamente impolutos y envueltos alrededor de su muñeca en una cadena improvisada.

Había muerto dos semanas atrás. Vera lo encontró en la tarde, cuando regresó de la oficina. Estaba pálido y sentado frente a la mesa de su taller. Todavía tenía el pincel seco y tieso en la mano. La imitación de los alcatraces del vecino, que se veían desde la única ventana del taller, quedó atravesada por una línea diagonal amarillo canario, que quizá resultó de algún espasmo producido por el infarto.

La mañana había transcurrido con normalidad. Vera se levantó a las seis y media y se bañó con su jabón de menta. Agustín preparó el desayuno (unas claras con huitlacoche, avena, jugo verde para ella, unos chilaquiles rojos y un jugo de naranja para él) y se sentaron para platicar sobre sus planes del fin de semana. Agustín quería ir a asolearse, tomar mezcal, comer moles de varios colores. Tenía anhelos de revivir su luna de miel del año pasado en Oaxaca, pero no lograron concretar nada. Limpiaron los platos, Agustín fue a pintar sus óleos y Vera corrió a la oficina, para ser la primera ahí. Últimamente había tenido prisa.

Ahora llevaba una quincena con su suegro. Pedro sugirió que Don Agustín y ella se podían hacer compañía mientras se encargaba de poner en orden los papeles del muerto y el departamento. Vera se hospedó en el cuarto de la infancia de Agustín y no podía evitar acordarse de él, sobre todo cada vez que veía en el techo, sobre la almohada, la grieta que él decía que tenía forma de pétalo de bugambilia. Para ella, era una grieta con cara de grieta, pero acercarse a la imaginación luminosa de Agustín agravaba su sentimiento de pérdida. A pesar de eso, todavía no lograba soltar ni una lágrima.

Agustín siempre fue el sentimental de los dos. Si la muerta fuera ella, él seguramente hubiera empapado el piso con sus lágrimas diarias y poblado las paredes con monstruos, más solitarios que horribles.

Vera se dio cuenta de que había alguien más en la recámara cuando sintió una mano pesada sobre su hombro. ‘¿Cómo sigues, hijita? ¿Estás lista?’ dijo el suegro a la viuda. Él sí tenía los ojos aclarados por las noches de llanto desolado. Tenían la misma forma de luna menguante que aquéllos hechos ceniza y guardados en una cripta en el Pedregal, entre la suegra y varios pares de ancestros que Agustín nunca conoció. Asintió: dijo que estaba lista y arrastró la maletita hasta el garaje. En el camino, evitó las fotos, los cuadros, las pinturas y cualquier otro recuerdo. Procuró caminar cabizbaja. Prometió llamar pronto y le dio un abrazo al suegro, que siguió llorando cuando se despidió de lejos y ella ya estaba en el coche, camino al departamento. Vera llevaba desde la preprimaria sin llorar, cuando mandaron a su hermano a terapia porque disque los niños no lloran, porque no son débiles. Ella se obligó a dejar de expresar su dolor y ahora era incapaz de hacerlo, sobre todo cuando más sentía que lo necesitaba.

En lugar de la cajuela, prefirió poner su maleta en el asiento del copiloto, con cinturón. Pasó casi todo el viaje en su cabeza, no en la calle. Habría atropellado a un viene-viene, si él hubiera sido un poco menos ágil o ella menos atenta. En el recorrido de la Escandón a Coyoacán hizo paradas en su memoria: cómo Pedro le presentó a Agustín cinco años atrás para que aprendiera a relajarse, aquellas pequeñeces que los juntaron. Se acordó del poema de Robert Haas que él se tatuó bien pequeño en la espalda, como un reconocimiento de que siempre iba a ser parte de su vida, pero que no aguantaría verlo todos los días. Recordó también esas cosas que hacía, como escribirle mensajes en el espejo empañado de la regadera, salir en bicicleta los domingos para tener pan dulce recién hecho, o pintar sus óleos de flores encima de pinturas monstruosas.

Su recuerdo fue interrumpido en Avenida Universidad por un niño que se abalanzó sobre su parabrisas con la intención de limpiarlo, a pesar de (o tal vez con más ganas por) todas las veces que le dijo que no con la cabeza. Vio a la madre con otro niño en su rebozo. Los tres estaban descalzos y se sorprendió cuando entendió que su desprecio era más bien envidia. Los niños siempre le habían dado indiferencia, pero en ese momento no había nada que hubiera querido más que tener a un pequeño, en el que poco a poco se fueran desarrollando los gestos y las facciones del que amaba. Lo hubiera metido a clases de pintura, le hubiera contado que su padre fue un gran hombre y lo hubiera querido mucho. También se hubiera llamado Agustín. Le dio quince pesos al niño, el semáforo pasó a verde y regresó a su cabeza.

Agustín decía que lo auténticamente hermoso sólo era posible si se alternaba con horror o tristeza. Entonces insistía en retratarla primero, luego pintar monstruos sobre ella, flores sobre los monstruos, paisajes urbanos sobre las flores y diseño tipográfico u otras abstracciones sobre lo urbano. Nunca llegó más allá de eso, pero Vera intuía que eventualmente la pintaría sobre otra cosa y se cerraría el ciclo. Quizá sólo volvería a empezar.

Llegó. Abrió el portón y bajó la rampa. En el estacionamiento, al lado de los elevadores, la esperaba su hermano, Pedro, que recién había acabado de guardar en su cajuela las cajas de ropa, pinceles, óleos, acuarelas, lienzos y las cosas de aseo de su amigo. Sólo se confundió y se llevó el jabón de menta y no el de mandarina y albahaca. Le ayudó a subir la maleta al departamento y a desempacar, para que no viera todavía los cajones vacíos a medias, ni los demás huecos tangibles. De nuevo en el estacionamiento, Pedro le dijo que lo llamara si necesitaba cualquier cosa. La luz sucia hizo que Vera no supiera de las lágrimas de su hermano hasta que se secó los ojos en su hombro con un abrazo que ella no sintió.

Después de que Pedro se fuera, Vera se dedicó a reordenar, para distraerse un poco. No se permitía dejar de estar ocupada. Quería que el departamento se viera un poco más lleno, entonces acomodó varios grupos de flores enviadas por amistades y familiares lejanos: tulipanes, orquídeas, etcétera, no importaba. Entró a su cuarto, abrió las puertas del clóset. Pedro dejó, quizás intencionalmente, la sudadera favorita de Agustín, lo demás era vacío. Vera esparció su ropa para que el espacio fuera menos evidente.

Una vez, Agustín llegó vestido con esa sudadera y unos pantalones carmesíes, porque iban a ir a Michoacán a ver las mariposas monarcas y alguien le dijo que se subían a las personas vestidas de rojo. Inmediatamente, fue a comprarse su atuendo. Estaba emocionado como niño por la idea de que lo tapizaran con alas de bronce, ónix y plata, antes de que dejaran de existir. Entonces supo Vera que quería pasar el resto de sus días con él. Se sintió culpable al descubrir que le dolía que Agustín estaba extinto y ellas no.

Tomó la sudadera, ropa interior, unos pants. Los puso encima el lavabo, prendió la regadera, colocó su toalla color durazno con flores negras sobre el cristal de la cabina color caracola y, una vez que el vapor comenzó a soplar, se metió a bañar. Del agua enfriándose a sus pies, de las burbujas fundiéndose y multiplicándose en los rincones de su espalda, y del vapor condensándose y comenzando a gotear, nació una nueva Vera: prístina, vulnerable y quebradiza. Ahora ella olía a mandarina y albahaca. Salió, se enmantó con la toalla durazno, fue al espejo. En un momento de pausa y con dos hilos cristalinos corriendo desde sus ojos húmedos, notó, escrito con trazos seguros y longevos, la última muestra de amor del muerto.

Narrativa

Marcha fúnebre en el estilo de Callot

In memoriam M. E.

Se abrió la puerta del salón 2244 y un estudiante ojeroso, con sus manos en la bolsa de la sudadera, escapó como si escondiera algo o quisiera mostrar que tenía frío. La voz anapéstica del sociólogo se multiplicó y comenzó a retumbar en las paredes del pasillo, “el surgimiento del positivismo, y por la influencia de Gaos, que le dijo que no estudiara eso porque no leía griego ni latín, y entonces se preguntó cuál es el contenido filosófico-ideológico del mural de Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública. Y en parte bajo el espíritu de León-Portilla…” hasta que se cerró la puerta. Entonces sólo se escuchó la impresora de la esquina, frente al sillón negro, entre los salones 2245 y 2246, ése en el que duermen los alumnos durante el último mes de clases para no tener que regresar a casa.

El estudiante tanteó el rectángulo frío y delgado en la bolsa y volteó a revisar ambos extremos del pasillo. Cuando vio que estaba libre de sospecha, abrió la puerta frente al sillón, subió las escaleras, caminó hasta estar frente las oficinas de publicaciones, dio una vuelta a la izquierda y se apoderó de la banca frente al balcón. Procuró moverse con prisa, porque había salido de su clase con la excusa de ir al baño. Le gustaba esa banca porque estaba al aire libre, a esas horas le daba el sol y además estaba en el piso de oficinas, entonces podía cometer su crimen en santa paz. Sacó el rectángulo y oprimió el botón que tenía junto a la entrada para el cargador. En la esquina izquierda superior, el lector electrónico mostró la hora. Restaban cinco octavas partes de la clase de sociología, faltaba una hora y cuarto para el fin de semana, y tres días para volver a tener clase de redacción. En esa clase, el estudiante no se daba escapadas breves para leer por gusto. Por un instante, pasaron por su mente esas preguntas que lo molestaban desde que empezó la carrera, preguntas sobre pasiones no perseguidas, futuros, deudas, conformidades, su cobardía y mediocridad. Se repitió esas frases de autoconvencimiento sobre el prestigio de su universidad y el privilegio de estar ahí y logró callar sus preocupaciones por unos momentos.

Esos descansos duraban poco en el ocio contemplativo, entonces decidió seguir con su novelita para distraerse. Quería por lo menos acabar el capítulo, pero no seguirse, para que el Profesor M. no se preocupara. El estudiante lo admiraba, hasta lo respetaba, pero sentía que su clase merecía una atención que lo superaba, todavía más por dos horas seguidas. Aquél era un día especialmente difícil porque la clase había tenido algo que ver con el positivismo, no sabía qué. El estudiante perdió el hilo desde la semana pasada. Suspiró porque se sentía atrapado. En momentos como ese, le faltaba el aire. Sentía que este camino lo llevaría a ser un muerto vertical, un perfecto insensible productivo, intocado, frío e impoluto. El estudiante volvió a leer el título, Tres golpes de tristeza, una de esas novelitas que se han escrito sobre Mahler, y buscó la última palabra que había leído. Continuó con su lectura, como si el tiempo se solidificara entre los espacios blancos y las líneas negras:

«…ve el título del artículo en el periódico de la mañana, ‘Thousands mourn dead Fire Chief; Great Tribute to Kruger, who sacrificed his life in the Service’, y sospecha que la disonancia proviene de la muchedumbre que abruma la avenida gris e iluminada, aquélla que camina al lado de la oscuridad de Central Park, como un ejército que se confunde con un bosque. El compositor se asoma de la ventana del onceavo piso con suficiente fuerza para parecer que se quiere aventar de cara. Con sus manos aferrándose con firmeza al marco, ve la procesión fúnebre, lenta y rítmica, que honra al bombero caído. Así recordó cuando él tenía catorce años y su hermano favorito, Ernst, respiró por última vez. Gustav deseaba haberse sentado durante meses en la cama de su hermano pequeño, a su lado, con la esperanza de que no llegara su fin. Y llegó, como cualquier otro final. Todos a su alrededor siguieron con sus vidas. Nadie, salvo por él, estuvo de luto por el pequeño cadáver. Sólo esperaba que la muerte fuera capaz de otorgarle sentido a la vida. Y ahora, con la muchedumbre detenida abajo, el maestro de ceremonias da unos pasos adelante para decir unas palabras, enmudecidas por la distancia. El silencio es petrificante y redondo, como si durara un compás entero. Entonces lo rompe un niño —más diminuto aún desde el onceavo piso— que redobla, feliz y energético, un tambor, y Mahler toca en su mente los tres martillazos de su sexta sinfonía. Cada uno puede sobrevivir tres golpes al corazón y luego muere. ¿Cuántos había recibido él? Tal vez sólo aguantaría otro. El redoble acaba y él se da cuenta de que esto era distinto a su Sexta, algo de una profundidad emotiva suficiente para ser parte de otra obra, quizás su última. Pero el nuevo silencio mata su pensamiento. El sosiego intenso y palpable está tan impregnado de belleza y duelo que sus lágrimas como emoción cristalizada fluyen por sus pómulos de piedra caliza para caer once pisos y confundirse con la llovizna. Siente la suave mano blanca de Alma en su hombro, que intenta sacarlo de un lugar de soledad absoluta, voltea a verla y se quiebra en llanto por la inmediatez del amor, la vida, la alegría, la desesperanza y la muerte». 

El estudiante cerró el lector electrónico, y se sintió paralizado y empapado de empatía. Fue uno de esos momentos en los que algo resuena profundamente con la persona que lee y se tiene que tomar una pausa antes de regresar a la vida de la que escapó. Una vez más, ocultó el aparato en su sudadera y bajó al salón para evitar regaños. Abrió la puerta del salón 2244 y se volvió a romper el silencio del pasillo, ahora con un “le dijeron, es que profesor, usted está muy malo, necesita una dieta blanda y dejar de tomar. Ya deje de escribir cosas que lo alteren en la noche. Y entonces dijo que así no valía la pena vivir y se murió. José Ortega y Gasset, su amigo y casi casi…” El estudiante se infiltró hasta llegar a su asiento y comenzó a asentir y ver al Profesor M., como si supiera de qué hablaba. Se sintió avergonzado y culpable hasta que acabó la clase.

Cuando todos habían salido del salón, el estudiante guardó su aparato en la mochila, salió al pasillo y se encontró con el olor seco a tabaco de V., la profesora de español y redacción. Se saludaron, y la profesora, con una sonrisa juvenil que no tenía nada que ver con su edad, le ordenó que caminara con ella. Fue más una invitación imposible de rechazar que una imposición. Él intentaba grabar en su memoria todo lo que V. le decía y la acompañó gustoso. Pensaba que escuchar sus palabras, tan delicadas como definitivas, se asemejaban a tener mariposas anaranjadas entre las manos. Con un tono alentado y más cercano al murmullo que al habla, como si pesara cada letra contra sus alternativas, la profesora empezó a hablar. Ya terminé de leer el cuento que me prestó, dijo. No esperaba menos de una recomendación suya. Excelente y terrible: lo disfruté, es un texto sabroso. Ni se le ocurra dejar que alguno de sus compañeros más frágiles o inocentes lea nada de su Cărtărescu. Mucho menos cerca de los exámenes. Está como para deprimirse todas las vacaciones. Muy bueno. El estudiante se sintió orgulloso de que le hubiera gustado y disfrutó esa asociación, su Cărtărescu. Admitió para sus adentros que nunca había admirado a alguien tanto como a ella y recordó la vez en la que recitó Los dos reyes y los dos laberintos para corregir la gramática de Borges, de memoria.

Él pensó que quizás ese era un buen momento para compartirle sus dudas y pedirle consejo, pero antes de poder hacerlo, ella cortó su idea. ¿Ha leído algo de Cummings? La próxima semana le traeré una colección de poemas suyos, pero por ahora, busque i thank you God, para que no olvide respirar, descansar de sus profesores big-shot y pueda vivir de vez en cuando. Él estaba agradecido con V., mientras que medía sus pasos para que fueran tan graves y definitivos como los de ella. Profesora, dijo, inseguro, hay algo que quiero hablar con usted: llevo un tiempo pensando en cambiarme de carrera. Quizás a un programa de letras hispánicas o inglesas, pero todavía no acabo de decidirme. Sin sorpresa y con ternura, quizás con nostalgia en sus ojos, le detuvo en seco. Por favor no sea imbécil. Cuatro años no son nada, y después podrá hacer lo que quiera. Si quiere perseguir la literatura, por favor hágalo, yo le ayudo, pero en su tiempo libre y ya de lleno después de acabar sus estudios aquí. Y el estudiante intentó defender su postura con una voz cada vez más delgada. Pero creo que me podría empapar en literatura de una forma más completa si me dedicara a estudiarla formalmente. Además, en algún momento tengo que apropiarme de mi vida. Para ese entonces, ya habían alcanzado el elevador, ella presionó el botón, se abrieron las puertas y entraron. Él seguía esperando una respuesta mientras que ella intentó ocultar un ataque de tos.

 Se volvieron a abrir las puertas y salieron al pasillo del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, que sólo ofrecía posgrados. Con sus ojos perdidos y una mueca de arruga a arruga, ella abrió la puerta de su cubículo, tapizada de fotos de bustos griegos y otros hombres guapos, desde Harrison Ford y Marlon Brando, hasta Pericles y Alcibíades, y salió despavorido el olor de tabaco que permeaba todo lo que ella tocaba. Entró a su guarida y se sentó frente a su escritorio, que estaba cubierto de ensayos sin calificar, reseñas por leer y otras curiosidades impresas. A pesar de que iba a su cubículo cada semana, el estudiante seguía impresionado por sus libreros rebosantes de diccionarios de griego y latín, sus volúmenes de poesía del Siglo de Oro, y sus innumerables tomos de filología hispánica y filosofía clásica, todos en rojo, azul y verde. Ella esculcó en los papeles para encontrar una hoja. El estudiante la recibió con confusión y sólo la leyó hasta un año después, por miedo y dolor. Si le interesa aprender a escribir cuentos, lea a Chéjov. Si quiere aprender a leer cuentos, entonces tendrá que leer las Novelas Ejemplares. Pero si lo que busca es dominar la gramática y la redacción, yo le enseño todo lo que pueda enseñarle. Empecemos el lunes, dijo la profesora, con confianza y sin pretensiones. Él sabía que lo decía en serio y estuvo eufórico por la posibilidad de que le dé clases uno a uno. La hoja de papel era una lista de libros, y la profesora le dijo que la discutirían otro día. Tengo que irme, pero no olvide bailar esta noche. Relájese un poco. ¿Le veré la próxima semana?, preguntó V., sin necesitar la respuesta.

Ella se empezó a preparar para su próxima clase y él salió del cubículo sintiéndose vivo e intoxicado. Con prisa, regresó a casa para contar los segundos que faltaban para el lunes. La profesora V. nunca llegó. Seguramente fue cáncer de pulmón. La pérdida fue insoportable. Cuando él menos lo esperaba, ella se había ido para siempre. Y su partir dejó un vacío en su vida, un hueco que absorbía la luz. Se quedó sin refugio ni escapatoria. El miércoles, el estudiante prestó atención en su clase de sociología.

Narrativa

Canción del fuego fatuo

Apenas se asoman los primeros rayos del sol cuando abres los ojos. Dormiste mal, con el rostro dirigido a la pared y te deslumbra la mañana. Sudas, y hay poco tiempo para procesar lo que soñaste. Tienes mucho que hacer. Recuerdas que estabas en una feria, de esas que se ponían en el parque a la vuelta de tu casa. Ibas cada año, hasta que tu hermano creció demasiado para esas cosas y tu papá dejó de tolerar el ruido de la gente. Después fuiste con tu mamá un par de veces, pero ya no era lo mismo. En tu sueño estabas con ella, y todavía puedes ver el carrusel de platón perdiendo sus contornos resplandecientes. Los caballitos con piernas de plástico rojo se multiplicaban hasta convertirse en uno circular, que cargaba sombras color terracota en su lomo infinito. Te sentabas en los escalones del Monumento a Álvaro Obregón, donde estuvo el restaurante en el que lo mataron hace casi cien años. Eras todavía más pequeño entre las estatuas monstruosas de dos mujeres de granito. Una sostenía un martillo, otra una mazorca. Tosías con una voz que retumbaba en tu diafragma (no era la tuya) y tus dientes se caían. Todos. Eran negros y puntiagudos, como puntas de flecha de obsidiana, de esas que venden para los turistas en las pirámides. No sabes si tu sorpresa fue mayor a tu horror. Bajaste apurado los escalones sin regresar la vista al monumento. Llevaste el puño de piedras negras a tu mamá y te dijo que no te preocuparas, mientras ponía su mano cálida y suave sobre tu cabello. En ese entonces, todavía brillaba.

Quitas la almohada de entre tus rodillas. Te estiras. Vas a estar muchas horas en el escritorio y no quieres que te duelan tanto. Revisas tu celular. Son las seis y trece, pronóstico de siete grados, parcialmente nublado, con 30% de probabilidad de lluvia. No tienes respuesta de Helena. Seguro dijiste algo que no le gustó. Te levantas de la cama, agradeces que conseguiste un cuarto con baño y prendes el agua caliente de la regadera, escarbas el par de ropa interior limpia que te queda, la playera del día anterior, los jeans del lunes y te metes a bañar. El jabón es del tamaño de una almendra, debiste haber traído más. Habías llenado la maleta de libros, empacaste un camino de cama y un cojín de Tenango de Doria, pero no trajiste suficiente jabón. A ver cuándo te da tiempo de ir a la ciudad por esas cosas. Te secas y vistes. Metes la ropa sucia y las toallas a la inmensa bolsa amarilla que tiene escrito con marcador, en letras de molde, el nombre de tu hermano. Supones que tu mamá lo garabateó cuando él se tuvo que ir de campamento, para que no se perdiera o no se lo robaran.

La escuela los sacaba a acampar cada primavera desde la primaria hasta la prepa. La primera vez que te iba a tocar, lo cancelaron por la influenza H1N1 y, en secreto, sentiste alivio. No tuviste suerte las siguientes nueve veces. Te parecía espantoso salir del hogar. Mucho más todavía cuando es para estar rodeado de niños hiperactivos en lugares con humedad, lodo, mosquitos y sol, todos crueles. Los últimos dos campamentos fueron después de que se te abriera el mundo a los sentidos, e ir a la naturaleza ganó un encanto muy particular. Ahora sientes que antes de esos años no estabas vivo, que todo pasaba frente a tus ojos de perro triste como si estuvieras desconectado de la realidad y sólo hubieras existido en los libros. Siempre te ha costado trabajo no estar en la luna. Tenías diecisiete años cuando empezaste a intentar verle cara de Rin a cada riachuelo y de Alpes a cada cordillera. La primera vez que viste el amanecer fue en uno de esos campamentos, cuando los niños inclementes ya estaban hormonales. Fueron a Veracruz, al lago de Catemaco, donde están los brujos. Te acuerdas de oír, a lo lejos, los gritos de la isla de los monos. Te despertaste con sus alaridos de la madrugada y fuiste a la orilla del lago. Viste al sol como un disco rojo tenue, y las islas, el agua y el horizonte sin estrellas se confundían en un azul pálido, casi blanco. Sentiste un dolor profundo en el pecho por ser la única persona viendo eso, que se perdería para siempre. Tienes la imagen clara todavía, pero no sabes qué tanto la contamina su similitud con esa pintura famosa. Te impresiona que la memoria distorsione tanto. Crees que eso te pasa con frecuencia. Te frustra cómo lo real se desvanece entre lo que relacionas y tus ideas. Te aterra vivir dentro de tu cabeza.

Bajas las escaleras y entras a la cocina. Te haces de desayunar. Hueles la leche y te das cuenta de que ya está mala, entonces le pones agua a los corn flakes. Te los comes sin pensar y te haces un café soluble. Ambos son casi insaboros, pero cumplen su función. Ves tus ojeras de autoexplotación en el reflejo del agua con cereal. Deberías dormirte más temprano o despertarte más tarde, pero tienes mucho que hacer. No ayuda que los vecinos hagan fiesta a cada rato, a pesar de (o quizá a causa de) la pandemia. Dejas tus trastes sucios en el lavabo y ves que no tienes mensajes. Quizás se descompuso su teléfono, o está muy ocupada. Decides dejar de darle vueltas al asunto y subes a tu cuarto. Buscas Antígona en el librero. Pones un dedo encima del lomo del libro, lo inclinas, luego lo tomas con tu pulgar y dedo medio, lo sacas, y tienes un mundo entero en las manos, una caricia de humanidad, de sus pasiones, su dolor y su sosiego. En este caso, las de un griego muerto hace más de dos milenios y medio. No le das importancia y lo guardas bajo el brazo. Tienes que acabarlo para mañana. Te pones tu tapabocas y casi sales de la casa de estudiantes así, pero recuerdas que necesitas guardar el camino y el cojín, deshacer la cama, meter las sábanas y cubiertas en la bolsa, y que te falta el detergente en cápsulas.

Bajas las escaleras jorobado por el sacote amarillo en la espalda. Vibra tu teléfono, pero no es la respuesta. Es uno de esos correos de la universidad sobre el virus, pidiendo que no cunda el pánico. Te preocupa más el silencio que el virus. Puede ser que la aburriste y que su tiempo sea demasiado valioso como para que te conteste. Sales de la casa, cierras con llave y empiezas a caminar sobre Hull Road. Aprietas el paso: no tuviste en mente el frío cuando saliste. Cuando la calle se convierte en Lawrence Street, te sospechas invasor. Aceleras más y sacas el libro con tu mano derecha. La izquierda sostiene el saco y te comienza a doler la fricción con sus hilos. Con dificultad por los lentes empañados, empiezas a leer para no enfrentar las ventanas del edificio de la esquina. Te sientes más en paz cuando cruzas la muralla y ves la lavandería de Walmgate. Apenas abrió, entonces sigues solo al entrar. Pones capsulitas de detergente en dos lavadoras, las llenas y empiezan a dar vueltas. Te sientas en el piso tibio y devoras los primeros dos episodios de la obra. Luego recuerdas que tienes que limpiar los trastes y tirar la leche, entonces sales, caminas con velocidad por el frío, evades la mirada del edificio de la esquina, abres la puerta de la casa estudiantil, te lavas las manos, te quitas el tapabocas y entras a la cocina. Todavía no hay respuesta, por el cuarto día consecutivo. Seguro has revisado tu teléfono un centenar de veces desde entonces. Desactivas las notificaciones. Enjuagas el tetrapack de la leche y lo haces pequeño, lo tiras en la basura inorgánica, casi llena. Vas a lavar platos y pones una playlist de boleros tristes.

Una amiga y tú habían hecho un grupo de los estudiantes hispanohablantes. Primero eran cuatro: una española, una guatemalteca, una venezolana y tú. Helena llegó después, cuando eran como veinte. No te había llamado la atención hasta que te marcó un día para pedirte ayuda con el cambio de número de teléfono. Resultó que vivía en Lawrence Street, a pocas cuadras de tu casa y que ella era la única persona cuarentenada en su vivienda, así como tú en la tuya. Empezaron a platicar en sesiones largas de hilos de treinta o cuarenta mensajes. Luego decidieron caminar por los edificios alrededor de los de ustedes y ver cómo cambiaban las hojas. Te sorprendió la manifestación del otoño: ver que las hojas no salían amarillas o naranjas, sino que se iban colorando de adentro hacia afuera, como si un fuego naciera de su centro y las preparara para extinguirse. Pronto, caminar con Helena se convirtió en algo hogareño. Lo primero que te atrajo de ella fueron sus ojos, profundos y abiertos, como de avellana silvestre, con una pupila apenas discernible. No sabes si te gustan tanto porque el cubrebocas tapaba prácticamente el resto de sus rasgos faciales. Caminaban por ahí de las seis y veían los atardeceres sobre el río Foss. No ayudaba que no habías conocido a personas nuevas desde que te encerraste en México en marzo. Querías ver su sonrisa.

La última vez que caminaron fue un poco más en la noche. Faltaban cinco días para que llegaran sus compañeros de piso, así que intentaron sacarle todo el jugo a la soledad. Con dos metros de distancia entre sí, se apoyaron en el barandal del puente sobre río y vieron un rato largo los patos asomándose a las profundidades. No dijeron nada por varios minutos. Veían cómo la luna iluminaba todo y pintaba cientos de pequeñas hojas de plata sobre el agua. Unos faros y la luz de un súper oriental rasgaban a la masa oscura con reflejos azules, rojos y amarillos. El silencio se extendió como el cristal sobre la llama. Te volteó a ver y te sorprendió que dos puntos pudieran ser tan expresivos. Pasaron un par de minutos, o capaz que no. Te dijo que le daba emoción ver nieve por primera vez y propusiste algunos planes ambiguos sobre el invierno, en el caso de que no pudieran regresar a casa. Ahí le pudiste haber dicho. Pudiste haberle dicho que te atraía. Que querías que te enseñara el último rincón de su ciudad natal. Que querías acercarte. Que querías tomar su mano. ¿Pero qué tal que todo estaba en tu cabeza? Crees que te haces ideas. Te lo han dicho hasta el cansancio. Además, seguramente no es tan difícil sentir eso por cualquier persona frente a un río, con los patos, el silencio, la luna y la distancia. ¿Para qué apresurarse con algo que puede lastimar tanto? Y no eres el tipo de persona que haría cosas así. Siguieron hablando de la Navidad. Regresaron a su puerta. Era la última oportunidad. Sólo le deseaste una linda noche. Seguiste hasta Hull Road. Fuiste a la casa estudiantil, te lavaste las manos, subiste a tu cuarto, le mandaste un par de mensajes para llegar a la pregunta que querías hacer y nunca los contestó.

Seguramente dijiste algo que la incomodó. Bajas, te pones el tapabocas, abres la puerta de la casa. Puede ser que hayas sido demasiado insistente. Caminas con prisa viendo al piso hasta llegar a la lavandería. Tal vez sólo te quería tener ahí hasta que pudiera interactuar con más personas. Entras, te vuelves a sentar en el piso. Te duelen las rodillas. Quizás ni siquiera le caías bien. Sigues con el tercer episodio de Antígona. Creonte le dice a su hijo Hemón que recuerde que lo que abraza se torna frío en sus brazos. De ahí al final de la obra, Sófocles te hace pedazos. Te quedas unos tres minutos viendo cómo tus cosas dan vueltas y hacen círculos perfectos, casi hipnotizantes. Desdoblas la bolsa amarilla, metes todo ahí y regresas a tu cuarto. Pasas las dos horas que siguen colgando ropa, viendo tutoriales de planchado en la computadora e intentando planchar tus camisas. Regresas Antígona al librero. Revisas el teléfono. Está por llegar la hora en la que México se despierta, entonces te toca decidir entre dormir un par de minutos o empezar a resolver tus pendientes para la semana. Optas por lo primero, para no notar el silencio. Intentas apagar tu cabeza, te acuestas en la colcha y cierras los ojos.

Soñaste que estabas en una exhacienda, de esas que ahora son hoteles llenos de alemancitos y que visitabas durante los años de tu infancia en los que era seguro viajar por México. Estabas en el patio central, veías las vigas de madera oscura que sostenían un techo de losas, el cielo era azul, no tenía nubes, y las paredes eran blancas. Helena estaba sentada sobre una fuente de piedra. Suponías que, si no le decías algo en ese momento, no tendría sentido volver a dirigirle la palabra. Te acercaste a la Helena del sueño, le dijiste que no querías incomodarla de ninguna forma y que sabías que se iría pronto, pero que, si no le decías todo, te arrepentirías siempre. Te importaba que eso no fuera a crear distancia entre ustedes. Te decía que tenía bastante en qué pensar y no volvías a saber nada de ella. Nunca. Quizás sólo fue amable contigo.

Despiertas diez horas después. Bajas a la cocina y pones agua a hervir. Sacas un cilindro blanco del cajón al lado de la estufa. Ves las instrucciones. Ésta era inglesa, pero quería parecer china. Por primera vez en tu vida, doblas la tapa de una sopa instantánea y sacas un polvo rojo. No sabes qué hacer. Vuelves a leer las instrucciones. Cuando silva la tetera, viertes el agua en el recipiente, le pones el polvo y lo vuelves a cerrar. No sabes si te salió peor lo de Helena o tu sopa. Recuerdas que la pandemia de tu niñez no te afectó mucho y hasta te alegró. Dos semanas de encierro para un niño privilegiado y ensimismado no son nada. Te preguntas si Helena tiene pecas o algún lunar en su rostro y suspiras. Abres la sopa, huele dulzón, demasiado. A veces sólo piensas que te gustaría tener algo, lo que sea, en tus brazos, aunque se enfríe y tus brazos se desmoronen. Luego te acuerdas de que hay más entre nuestros brazos de lo que es aparente, que sólo es un día malo y que vienen otros. No necesariamente mejores. En el esquema grande de las cosas, nada de esto importa. Se te olvida la sopa y subes a arreglar tus pendientes.

Narrativa

Temporada de Jacarandas

I

Llevábamos pocas horas bajo la sombra de las flores incandescentes del flamboyán. El sol era implacable, casi como un desafío contra la lluvia de la noche anterior que llegó a empapar la madrugada. Las grúas del seguro eran más lentas de lo usual por las vacaciones de Semana Santa. Ya era la quinta vez que repetía la misma descripción insatisfactoria: “Le entregué el coche al valet como a las ocho. Hora y cuarto después, me regresó las llaves y nos dirigió hacia donde estaba estacionado. Nos enseñó que no encendía y se fue. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que alguien abrió el asiento del copiloto y se robó la computadora del coche. Ahora no funciona y el valet ya se desapareció.” Me dolía inmensamente que esto hubiera pasado a dos cuadras de la escuela en la que estuve dieciséis años. Me quería ir a casa, pero mis opciones se reducían a quedarme sentado en la acera junto a un charco mientras llegaban los del seguro o ir al Ministerio Público y explicar lo mismo otras tres o cuatro veces. Opté por la primera. Después, Sofía me acercaría a Chimalistac, pero en ese momento el calor se me hacía insoportable y sólo quería encontrar un refugio. Cerrar una puerta con llave, la que fuera.

Sofía y yo estábamos sentados en el lado de la calle que tenía sombra, a pesar de que la coladera estaba tapada y la acera estaba arrugada y quebrada por la fortaleza de las raíces del árbol de lumbre. El agua polvorienta ocultaba las suelas de nuestros zapatos, pero era preferible a estar del lado del sol. Las fresas silvestres y las diminutas flores blancas escondían la peregrinación de hormigas en el submundo del pavimento roto y me hicieron olvidar momentáneamente que me habían robado y que habían convertido a Vincent (mi coche, llamado así porque un camión le voló el espejo izquierdo en un cuello de botella) en poco más que una cáscara de metal azulado. Cuatro horas antes, la nostalgia me había vencido y convencí a Sofía de ir a desayunar chilaquiles verdes al restaurante en el que comía solo en la prepa todos los jueves mientras leía. Ahora, ella me acompañaba por solidaridad y me propuso llevarme a casa cuando llegaran los del seguro. Salvo por una llamada a la policía y otra al seguro, la espera había sido silenciosa, hasta que le llegó un mensaje a Sofía, lo vio de reojo y me preguntó si ya me había contado de Miranda. Dijo que la había conocido tres años antes, en la Facultad de Música, porque estaban en la clase de solfeo y ambas traían el mismo suéter amarillo. Yo tomé una rama corta y empecé a mover los pétalos rojos que flotaban en el charco. Imaginé un naufragio mediterráneo en aguas turbias. Cada vez que se hundía la embarcación, conseguía otra para perderse también en la oscuridad y recordé aquellas líneas que Kipling atribuyó a marineros fenicios:

Dioses, no me juzguéis como un dios,

sino como un hombre

a quien ha destrozado el mar.

Uno no puede evitar maravillarse ante un mundo en el que coexisten el polvo y las flores.

Sofía relataba que Miranda era perfecta: también estudiaba letras clásicas, hablaba ruso, latín, griego, alemán, etcétera, etcétera. En una de ésas, hasta acadio. Y llevaban tres años dándose vueltas como zopilotes hasta que le ofrecieron una beca en la Universidad de Padua. El día en el que Sofía me acompañaba con paciencia infinita y demasiada generosidad, Miranda había llegado a Roma y esperaba su segundo vuelo. No se volverían a encontrar. Después, describió durante quince minutos cómo a Miranda le encantaba irse al bosque a acampar llevando sólo un cuchillo. Me hubiera gustado imaginarla como el tipo de persona que, si se peleaba con Dios, pensaría que ella tenía la razón, pero sé que Sofía tiene mejor juicio.

Le pregunté si estaba bien o si quería hablar de ello, pero me dijo que prefería no hacerlo. En cambio, me preguntó cuál era el mejor partido que había dejado ir. Mi mente se fue inmediatamente hacia Abril y, después, hacia una serie de incógnitas ociosas: ¿existe un mejor partido? ¿La dejé ir? ¿O más bien me expulsó de su vida? La respuesta corta —y la que murmuré— es que no lo sabía. La respuesta larga empezaba por decir que “Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa…”. Pero me quedé con la corta, porque me aterran las palabras. Decir (o peor aún, escribir) algo es dar una sentencia de realidad, es casi admitirlo, darle una forma en el mundo.

II

Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa, intenté empujar la puerta del café “La serpiente emplumada”. No tuve éxito. Mis manos tiritaban un poco por el frío y más por los nervios. Dejé los guantes en Vincent, que estaba en la agencia por su oreja mochada. Me vi obligado a levantar la vista del piso tapizado con flores parecidas a cuernos violetas y a acomodar mi mochila con cosas para el gimnasio y la universidad. Pensé que, cuando estuviera sentado con Abril, ella me preguntaría qué cargaba y le diría jugando que mi traje de antropólogo. Así le explicaría que estaba haciendo una etnografía que intentaba estudiar los rituales de los hombres en los gimnasios, casilleros y regaderas y podríamos bromear, para romper el hielo. Pero no me preguntó nada sobre eso.

Vi la etiqueta sobre la manija y jalé la puerta de metal negro. Empequeñecido, entré al café con una pena agigantada. Entonces, al igual que ahora, no sabía cómo actuar en ese tipo de situaciones. El café tenía dos pisos: el primero era de piedra desnuda y vigas de hierro cubiertas de pseudopoemas puestos con magnetos por los comensales. Un haikú particularmente malo decía Evening to whisper/ Silent dawn around your lips/ A thunder to cry. Nunca me conmovió, pero todas las veces que regresé al café lo vi, ridículo, invicto y separado del resto, a la altura de mis ojos. En la esquina del lado derecho de la puerta había una tarima con una periquera vacía, un micrófono negro mate y una guitarra acústica de verde chillón, de esas que no necesitas escuchar para saber que estarán desafinadas. Al lado, una chica con un impecable suéter blanco tejido leía La sonata a Kreutzer mientras ignoraba su pollo a la salsa bernesa. Más ignorado aún estaba su acompañante, que la veía con algo que podría parecer fascinación, pero quizá se confundía con una extrañeza absoluta. Había una barra en el fondo, que anunciaba smoothies de yogur griego con moras.

Di unos pasos y me oprimió ver a Abril en el segundo piso, con un vestido negro lleno de pétalos azules y un suéter con cuello redondo. Me encantó cómo resaltaba su cuello esbelto. Las manos alargadas de Abril escondían un tarro de cristal con hielo morado. Sus rasgos eran tan definidos y pálidos que, si no hubiera sido por la intensidad de sus ojos, la hubiera dado por mármol. Pasé junto una mesa con dos estudiantes peleándose por su trabajo final sobre la polarización de las elecciones estadunidenses (o algo así, no pude oírlos tanto como hubiera querido), subí las escaleras con rodillas temblorosas, vi unos anuncios en la pared sobre clases de tarot y saludé a Abril. Esperé a que me preguntara si quería bajar por algo de tomar y, más bien, me invitó a sentarme. A lo largo de este manojo de años he regresado a este momento para darme cuenta de que la omisión me hirió de la misma manera que cuando me enteré, en una tira de Mafalda, que Santa Claus no existe. La magia había muerto, pero cualquier momento anterior era hermoso y preciado. Varias veces he pensado que Abril y yo no funcionamos porque no me preguntó nunca si quería ir por algo de tomar. Y tampoco me preguntó por la mochila.

Con mi garganta seca y sometido al repugnante calor húmedo de marzo, coloqué mis cosas entre las patas de la silla y la mesa, que era un tristísimo acetato del Tristán e Isolda de Wagner dirigido por Kleiber. Su función se había reducido a aguantar malteadas, cacahuates, algún juego de mesa y, en este caso, un smoothie solitario. Abril me preguntó si todo estaba en orden. Seguramente notó que mis ojos saltaron al primer piso y que tenía mis dudas sobre si sentarme o quedarme parado. “Sí, sí. Todo bien, ¿tú qué tal?” respondí casi mecánicamente, sin hacer contacto visual y ocultando mi horror por la cercanía al barandal transparente. Hay toda una colección de cosas que jamás le dije a Abril, que iba desde mi horror por las alturas, hasta cómo su mirada fija y color avispa me daba más vértigo que los tres metros de caída.

Quizás para protegerme, olvidé nuestra conversación casi por completo. Sé que Abril me contó de su tesina sobre el Dichten Denken de Heidegger y la novela Narziso y Golmundo. No recuerdo la relación entre ambos. También me acuerdo de que hablamos sobre la música de cámara de Schubert y sobre el exnovio de Abril, que escribió un cuento sobre el estafador de Coyoacán que supuestamente es un dramaturgo y revende boletos falsos frente al kiosco. Recuerdo, más bien, que cuando empecé a hablar, ella bajó la mirada y comenzó a mover sus manos, que yo no alcanzaba a ver. A lo largo de mi monólogo, en el que seguramente tropecé una y otra vez, porque mi seguridad en mí mismo se volvía más pequeña con cada palabra, tenía la impresión de que veía su celular mientras me escuchaba a medias. Mi inseguridad empeoró cuando logré regresarle la palabra y me recitó un soneto a las jacarandas, de belleza aplastante y totalmente fuera de mi comprensión, más intimidante que sus ojos primaverados, que sus ideas y que sus omisiones. La conversación regresó a la incomodidad. Si hubiera visto que las manos de Abril estaban ocupadas jugando con los botones como perlas de su suéter verde y no con su celular, tal vez nos hubiéramos entendido. Pero pensé ingenuamente que después podría arreglarlo todo. Entonces, cuatro años y tres semanas después, decidí romper el silencio. “Sofía, ¿alguna vez te conté de Abril?”

III

Le di unos detalles sobre Abril a Sofía. Suficientes como para que entendiera por qué me atraía tanto después de años de desencuentro y silencio. Le dije que Abril escribía poesía, se sabía a Borges al derecho y al revés, y que era muy brillante y liviana, casi como un pétalo suspendido en el aire. Omití que, poco a poco, representó esa vida que nunca tuve, pero siempre quise. Ella tenía veladas bohemias con sus amigos, que parecían hechos de luz de luna y vino. Iban a museos y salas de conciertos, se encontraban en parques para ver atardeceres y en azoteas para contar estrellas. Mientras tanto, yo llevaba poco menos de veinte años de sentirme solo e incomprendido. Callé que cada vez la imaginaba mejor y era menos capaz de saber cómo era en realidad. Noté que mi deseo y su representación se podrían anteponer a la realidad y a su posibilidad como persona. Así que hice un esfuerzo consciente por salir de su vida.

Tampoco dije que la había visto, a lo lejos, en septiembre, y que no nos saludamos. Fue en la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes, justo antes de que Veronika Eberle tocara el concierto de violín de Brahms con la Orquesta Sinfónica de Montreal. Mis dos boletos y yo fuimos a sentarnos solos, y la ausencia de Adela, que me dejó plantado, se mezcló con alguna mirada amielada de Abril y con la embriaguez de la multiplicidad de la vida en el primer movimiento de Brahms. Hay momentos victoriosos, punzantes, nostálgicos, pero los dolorosamente hermosos me saltaron como nunca. Esa noche, soñé primero que intentaba abrazar a Adela y que le daba asco, casi como si oliera a cadáver y todos, excepto yo, se dieran cuenta. Cada persona me veía con desprecio y caras largas. Al despertar, tomé un vaso con agua. Volví a acostarme y soñé después que Abril y yo estábamos en algo parecido al fondo de una pecera inmensa. El piso era cobalto y tenía algas vivas que apuntaban a un cielo sin límites con nebulosas púrpuras, rosas y azules brillantes que triunfaban sobre la oscuridad. El olor fresco a lavanda y mandarina era apenas sugerente. Las paredes estaban cubiertas de tulipanes u orquídeas en flor que palpitaban como si tuvieran pulso y respiraran. Los dos sentíamos el alivio del llanto, nos sonreíamos. Nuestras palmas se tocaban en sintonía. Encajaban, como si fueran perfectamente planas. Su mirada no me pesó. Desperté cinco minutos antes de que sonara mi alarma. Vi que tenía un mensaje de Abril, como si hubiéramos compartido ese tierno momento de complicidad. Tampoco dije que acabé mi relación con Adela poco tiempo después. “¿Al final qué pasó?”, preguntó Sofía. “Ah. Pues nada. Ahora tiene un novio y se ven muy felices. Me da gusto por ambos”, contesté. Lo dije en serio.

IV

Llegó la grúa del seguro. Me explicó que la cámara de seguridad de la esquina era de las nuevas del gobierno de la ciudad. De esas que todavía no funcionan y tal vez nunca lo hagan, pero ya pusieron porque asumen que una apariencia es suficiente para sustituir, aunque sea por un rato de ingenuidad, una cosa que funciona. La grúa se llevó lo que quedaba de Vincent al mecánico y Sofía ofreció acercarme a mi casa. Me gusta que Sofía me deja estar en silencio. Vi por la ventana cómo la ciudad se estaba pintando de azul violáceo. Era la temporada en la que la bóveda blanca de contaminación y nubes se rompe, y el cielo comienza a verse como se supone que se ve un cielo. Ésta es una ciudad distinta a la Ciudad de México de mi memoria, separada de la real, tan plural, imposible y pesada. La que puebla mis recuerdos como pequeños ácaros sedientos es monolítica, melancólica, constante, en la que se funden las jacarandas jóvenes, el cempasúchil de los muertos y las mariposas monarcas que anuncian el invierno. Las calles se cubren de arcos de papel picado que cuelgan de las luces de navidad y las banderas tricolores, algunas verdes, blancas y rojas, otras, más antiguas, deslavadas, cafés, grises y anaranjadas. Recuerdo a Abril desde esta ciudad gris de la memoria, donde puedo volver a vivir. No sé si por egoísmo o inmadurez, tenía miedo de vivir bajo su sombra, pero también sentía que éramos inevitables. Sofía me dejó en el Parque de la Bombilla. Caminé poco hasta una banca debajo de tres jacarandas violetas, me senté en ella y esperé a que las flores muertas cubrieran mi cuerpo mientras me sumergía en el recuerdo.  

Narrativa

El Principito anotado por Napoleón Bonaparte

Según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador

“Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.”

Augusto Monterroso, El burro y la flauta

A mediados del siglo XV, Genmai, uno de los diligentes sirvientes del poderoso samurái que lideraba la península de Izu, servía el té a su maestro e invitados todas las mañanas. Dejó de hacerlo cuando lo decapitaron. El deshonor que resultó en el fin de su vida fue que no acomodó bien el arroz tostado que tenía en las mangas de su kimono. Planeaba comérselo apenas tuviera un descanso, pero cayó en el té verde de su amo, frente a todos sus invitados. Una vez que el suelo estuvo de nuevo limpio y que el cadáver fue arrastrado hacia un lugar más adecuado, el furioso samurái sorbió su té, a pesar de que pensó que ya se había arruinado, y le pareció bastante bueno. Exclamó que el retrogusto a nuez tostada era exquisito. En agradecimiento al muy muerto Genmai, le puso su nombre a la mezcla y la tomó cada mañana, ahora preparada por un nuevo sirviente, que seguramente vivía aterrado. Ahora puedes comprar genmaicha (o el té de Genmai) en casi cualquier súper oriental o casa de té.

El nueve de noviembre de 1989, Günter Schabowski, jefe del Partido Socialista Unificado de Alemania en Berlín oriental, se confundió y anunció accidentalmente la eliminación inmediata de las restricciones de viaje entre las dos Alemanias. Harald Jäger, a cargo del control de pasaportes en uno de los puntos de cruce entre ambos berlines, quedó abrumado por la masa de alemanes deseando ir al otro lado, recibía insultos en lugar de instrucciones claras de parte de sus superiores y abrió la frontera. Una cosa llevó a la otra y, horas después, cayó el muro.

En una representación escolar de El peatón del aire de Ionescu, se le despegó la mitad del bigote falso al empleado de las pompas fúnebres y, en un momento de genialidad, gritó que se le empezaba a caer el bigote por el coraje. Lo lanzó a la persona con la que discutía y, con ese accidente, se estableció el universo de lo posible durante las dos horas que siguieron y se creó el tono de la obra completa.

La grandeza humana y los errores son la cabeza y la cola de un uróboros, una serpiente que se devora a sí misma. Admito desconocer cuál es la cabeza y cuál la cola, pero sobra señalar lo sencillo que es confundir la grandeza y genialidad con lo accidental y errado. Eso sucedió cuando llegó la segunda edición de Cien años de soledad a Ecuador. Sol Ramón Chávez-Leinos, uno de los más importantes distribuidores de libros de la ciudad de Cuenca, mandó una carta de reclamo enfático a Editorial Sudamericana, que recién había publicado la última novela de García Márquez. Los ejemplares le llegaron demasiado cerca de Navidad como para que los devolviera y sus portadas, así como sus lomos, tenían la “E” de Soledad al revés.

Él lo desconocía completamente, pero esa “E” inversa fue el resultado de una decisión meditada y meticulosa de diseño. En su ignorancia y falta de sensibilidad, modernidad, gusto o tolerancia, el respetable señor se vio obligado a raspar la portada hasta que desapareciera la “Ǝ”. La rehízo con cuidado y brutalidad usando un abominable marcador permanente rojo, libro por libro. No pidió un reembolso, porque los regaló —a pesar de una vergüenza demoledora— con una ridícula tarjeta amarillenta en la que escribió en cursivas que pedía disculpas por el descuido de Sudamericana. Pensó que se trataba de un error de impresión y arruinó irremediablemente la pasta de varias segundas ediciones que estaban en perfecto estado.

Algunas décadas después, Sol Ramón Chávez-Leinos II, fundador de la editorial Chávez-Leinos, se equivocaría y, en lugar de pedir una reimpresión de El príncipe de Maquiavelo con las notas y comentarios de Napoleón Bonaparte que encontraron las fuerzas prusianas tras la batalla de Waterloo, el nuevo editor engendraría una pésima versión de El principito de Saint-Exupéry con las notas del emperador francés. Así nació el texto con un título deliciosamente barroco y de una solemnidad absurda: El principito anotado por Napoleón Bonaparte, según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador.

A pesar de la evidente imposibilidad temporal de un libro con un texto posterior a las notas a pie de página que lo comentan, hay fragmentos que le dan verosimilitud a esta quimera. Por ejemplo, en la novelita de Saint-Exupéry, el narrador le ofrece al Principito una estaca y una cuerda para atar a su cordero imaginario, y la edición napoleónica tiene una nota en la que el emperador aclara que esas precauciones son inútiles en su caso, porque son muestras claras de debilidad. Similarmente, en el fragmento en el que la comunidad científica discrimina a un astrónomo por llevar un fez en la cabeza y no lo escucha hasta que se viste como occidental, Napoléon comenta que una cosa así nunca le sucedería, pues su nombre impone lo suficiente como para que todos doblen su voluntad.

No obstante, queda claro que la mayoría de las notas indicaban que algo había salido muy mal en la edición. Algunas no tenían sentido, otras eran demasiado arrogantes y bruscas para un libro leído (usual, pero no exclusivamente) por niños.   Un pintor y escultor que observó con cierta distancia los fascinantes y accidentados artificios de la familia de los Sol Ramones me confesó que, ante la confusión y el caos que reinaban en la editorial Chávez-Leinos, Sol Ramón III contempló la posibilidad de argumentar que las notas habían sido escritas por Napoleón III y no por su tío, Napoleón I. Eso hubiera disminuido la imposibilidad temporal de 128 años a 70, suficientes como para que nadie —según él— se diera cuenta. Además, le daría sazón al invento y una hermosa simetría: hay una edición de El Príncipe anotada por Napoleón “el grande” y una de El Principito anotada por Napoleón “el pequeño”. Pero la Navidad ya se acercaba y no le dio tiempo de ocultar y embellecer el error de su padre. Por lo tanto, El principito anotado por Napoleón Bonaparte según la edición de etc., etc. se imprimió, la familia Chávez-Leinos fue inmortalizada y ahora es posible conseguir un ejemplar en casi cualquier librería que se respete. La contribución a las notas a pie de página como género literario ha sido incalculable. El día de hoy, es posible leer disertaciones, asistir a seminarios en línea o incluso añadir tu tesis doctoral al montón que se ha escrito sobre un libro que no debería existir.

A Vicente Rojo, creador de la Ǝ

Narrativa

Veinte variaciones oulipianas sobre una minificción de Augusto Monterroso

00 Aria (texto original) 

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

01 Reorganización alfabética

AAAAAAA B C DDDD EEEE IIII LLL NN OOOOO P RR SSS TTT UU V 

02 Anagrama

 Asiáticos abran desde el arito. Tía pudo: anudó vello. 

03 Lipograma en f, g, h, j, k, m, q, w, x, y, z

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

04 Lipograma en u

Al despertar, el reptil ancestral todavía estaba allí. 

05 Lipograma en o 

Al despertar, el reptil ancestral permanecía allí.  

06 Traslación (S+7)

Cuando despertó, la diócesis todavía estaba allí. 

07 Traslación (V+1)

Cuando despesteñó, el dinosaurio todavía estatuaba allí.

08 Una letra menos 

Cuando desertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

09 Negación

Mientras dormía, todos los dinosaurios se extinguieron. 

10 Reducción

Despertó. El dinosaurio todavía estaba allí.

11 Otras reducciones 

Cuando despertó, ¡un dinosaurio!

Despertó. ¡El dinosaurio!

12 Versión mínima

¡Dinosaurio!

13 Mínimas variaciones 

Cuando despertó, el dios áureo todavía estaba allí.

Cuando desesperó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía restaba allí.

14 Haiku 

Cuando despertó

El dinosaurio estaba 

Todavía allí

15 Tartamudeo

Cuancuandodo desdesperpertótó, elel didinonosausauriorio totodadavíavía esestatababa allíllí. 

16 Efe

Cuafandofo defespefertofo, efel difinofosafaufurifiofo tofodafavifiafa efestafabafa afallifi. 

17 Trámite burocrático 

Asimismo, cuando la persona física o moral cesó su descanso inerte y usualmente nocturno, el saurópsido del Triásico permaneció, a pesar de lo esperado, en su posición original, anteriormente conocida. 

18 Inventario completo

Artículos y sustantivos: El dinosaurio
Verbos: despertó, estaba
Adverbios:

19 Inventario reconstruido 

Despertó; el dinosaurio estaba. 

20 Otro punto de vista

Tras el amanecer, el dinosaurio se preguntó si despertaría. 

00 Aria (texto original)

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.