Poesía

Dos poemas de Jorge Meneses

I.

Una casa es un muro que se prolonga

una enredadera que extiende su largo y verde brazo

y abraza el vacío de una habitación que no existe hasta entonces.

Una casa es una frontera al acecho de los bárbaros

que asoman sus caras barbadas a las puertas y ventanas

porque en la mesa hay pan caliente 

recién salido del horno de piedra.

Una casa es una caverna.

Una casa es una jaula para fantasmas 

que no renuncian a la esquina que los cobija

aves raras que no vuelan pero sí gritan.

Una casa es un muro largo 

que envuelve el cuarto de los niños

que no será nunca el cuarto de los niños

porque he renunciado a la paternidad.

Una casa es una afrenta a lo desconocido

mas detrás de sus murallas nada se conoce.

Yo no tuve casa.

Fui nómada.

El aire fue mi barca

y en mi espalda llevaba los fardos, la carga.

Apenas traspaso una puerta quiero irme.

Pero hay que casas que aprietan

que cazan

son animales salvajes que acechan en las esquinas

en la oscuridad de una calle tranquila.

Esta casa que habito me mantiene preso.

Trato de huir

pero cuando encuentro por fin la puerta

una suave voz advierte que llegue lejos

y el cemento se estira

pues una casa es un muro que se prolonga

que se prolonga

y sigue

sigue

sigue…

II.

Hay una herida abierta

y en la herida corre un río de aguas claras, limpias

y a manera de homenaje este río me lleva en hombros.

De mi frente brota la rosada flor

de fragancia deliciosa

que embriaga de alegría los corazones de los que están a la orilla

cantando en un idioma extranjero el encuentro fortuito.

Lágrimas salen de mis ojos y se vuelven río

y yo me vuelvo uno con el agua

un agua que limpia la herida abierta

un agua que se vuelve espuma, algodón de agua

un agua que se disuelve por fin en el estallido final contra la roca.

Que nadie sufra:

En el río permanecerán los pétalos rosados de fragancia deliciosa

escamas rosadas de una víbora diáfana que custodia mi herida abierta.

reseñas

«Fuegos artificiales», de Angela Carter

Mauricio Rumualdo Ávila

Después de haber escrito sus primeros ejercicios literarios a mediados de los años 60, la escritora inglesa Angela Carter publicó en 1974 Fuegos artificiales: nueve piezas profanas, su primer libro de cuentos. Escritos entre 1970 y 1973 y, a su vez, entre Japón e Inglaterra, aquí Angela Carter se inspiró en la tradición profana de Edgar Allan Poe para escribir cuentos sobre temas antinaturales que estaban encaminados a provocar incomodidad. En este libro encontramos historias sobre homicidios, lujuria, incesto, liberación, el abuso sexual y la objetivación del amor; que, si bien no logran desprenderse de la experiencia cotidiana del todo, sí perfilan la narrativa de tendencia fantástica de la autora. Es así como en La sonrisa del invierno descubrimos las reflexiones nostálgicas de una mujer que vive junto al mar; en Reflejos, la historia de la violación de una mujer a un hombre en el bosque del Mar de la fertilidad, y el enfrentamiento con un ser andrógino que se encarga de mantener la cohesión del mundo.

Con la excepción de La hermosa hija del verdugo donde la mujer ocupa un espacio sumiso (un incesto intencionado que llama a la controversia), las mujeres de estos relatos son valientes, vengativas, sensuales, fuertes y eróticas. Son mujeres que se enfrentan a sus violadores, como la nativa del Amazonas que dispara al cazador en Amo o la mujer de Réquiem por un mercenario que ahorca a su amante junto al resto de sus cómplices: “Te estás convirtiendo en una tigresa, y yo que siempre te había considerado una gatita”, le dice uno de sus amigos. También son mujeres que cometen incesto, como las adolescentes de Penetrando en el corazón del bosque y La hermosa hija del verdugo, y que disfrutan de su sexualidad, como la mujer que se acuesta con desconocidos en Carne y el espejo y la lujuriosa lady Púrpura.

En Fuegos artificiales también encontramos una muestra de la clásica metodología deconstructiva de Carter. Está presente en Penetrando en el corazón del bosque, una historia sobre el incesto entre dos hermanos que descubren su despertar sexual debido a un árbol exótico que hace referencia al Génesis bíblico, y en Los amoríos de lady Púrpura, una reescritura del clásico Pinocho, acerca de una mujer lasciva que, luego de ganarse el odio popular por haber engañado y asesinado a los hombres que la visitaban en su burdel, se convierte en marioneta para luego volver a transmutar en humana al chuparle la vida a su viejo titiritero. La autora tampoco escatima en mostrar sus referencias literarias, musicales, históricas, artísticas y cinematográficas, que son mencionadas a largo de sus cuentos: Emma Bovary, Mariana de Medida por medida de Shakespeare, Momotaro del cuento tradicional japonés, Glumdalclitch de Los viajes de Gulliver de Swift, el adivino andrógino Tiresias, el revolucionario ruso Serguéi Nechayev, las esculturas de Jean Arp, la película Blue movie de Wahrol, La rebelión de los juguetes de Hermína Tyrlová, la canción popular de The seven virgins y Liebestod de la ópera Tristán e Isolda.

Además de los temas antinaturales, el papel femenino, la narrativa deconstructiva y las referencias externas, este libro también contiene una serie de reflexiones en torno a la otredad, los espejos y las máscaras. Sus dos cuentos ambientados en Japón, Un recuerdo de Japón y Carne y el espejo, se diferencian del resto por su narrativa introspectiva y su aparente realismo. La relevancia de estos cuentos consiste en el «desenmascaramiento» de las protagonistas a la sociedad japonesa y sus relaciones interpersonales: “Pero las más conmovedoras de aquellas imágenes eran nuestros intangibles reflejos en los ojos del otro, reflejos de apariencias, nada más, en una ciudad dedicada a aparentar, y, por más que intentásemos hacernos con la esencia de la otredad del otro, fracasábamos inevitablemente”.  Además de esta máscara del objeto amado y el enamoramiento, Carter también explora las inversiones de los espejos que “aniquilan el tiempo, el lugar y las personas”, la objetivación del castigo en la capucha del verdugo y las transmutaciones de títere a humano y de hombre a mujer.

Fuegos artificiales es el primer desprendimiento de una narrativa, en apariencia realista, que llevaría a la autora a progresar en sus recursos fantásticos. Entre el desencanto y la insatisfacción de una realidad hipócrita, y la ruptura del mundo de las apariencias dentro de los bosques encantados, estos fuegos profanos explotan panoramas, discursos narrativos y personajes que, a pesar de florecer por separado, se unen en lo antinatural. En su escritura, Angela Carter encontró una alternativa a un mundo irreconocible: un mundo de pirotecnia “que finalizaba, como si realmente se tratase de un espectáculo de fuegos artificiales, en cenizas, desolación y silencio”. 

Mauricio Simón Rumualdo Ávila (Acapulco, 1996) estudió Historia en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y se tituló con una biografía intelectual acerca del escritor mexicano Francisco Tario. Ha escrito para revistas digitales como Temporales, Metáforas al Aire, Katabasis, Página Salmón y Ouroboros. Actualmente labora como corrector de estilo para el proyecto creativo Autores Implacables.

Poesía

Dos poemas de Andrés Tuxtla

Con esta selección de poemas de Andrés Tuxtla inauguramos la publicación de textos seleccionados en la Convocatoria 2021. Agradecemos a todos los participantes que compartieron sus escritos con nosotros.

Ajusco (2016)

No puedo escapar de mis visiones. Me siguen, como un murmuro continuo en la parte de atrás de mi cabeza. Es como si tuviera demasiados recuerdos. Los puedo ver todos claramente. Es el recuerdo de mi abuela manejando su Jetta viejo y fumando por la ventana. Mi padre el día que me compró mi primer coche y luego me lo quitó al día siguiente, porque no llegué a dormir. Veo a mi madre, acostada en su cama y envuelta en una cobija con encaje rosa, diciendo que está demasiado cansada, que por favor la deje dormir. Veo la colina donde crecí y la primera fiesta a la que fui.

No tengo cómo esconderme de mis recuerdos. Regresan a mí, como olas que golpean un acantilado de piedra muy susceptible. Esta noche es a Manuel a quien veo sonriendo a través del humo de su cigarro. Estamos sentados en una de las terrazas del edificio de la universidad, las que hacían que pareciera un castillo a medio construir. Solíamos escalar esas terrazas para ver el amanecer después de estudiar toda la noche. A las tres de la mañana la línea siempre se borraba entre lo que era real y lo que no, y nos sentábamos ahí callados intentando encontrar el significado de todo, la ciudad de México, nuestra presencia en el mundo, nuestra esencia. Si nos conocimos por casualidad, tenía todo el sentido del mundo. Manuel me enseñó la ciudad. Era un manojo de miedos e inseguridades, pero de alguna manera siempre se las arreglaba para hacerme sentir protegido. Si cierro mis ojos lo puedo ver manejando por el segundo piso del periférico en su Beetle negro que siempre le dije que lo hacía parecer afeminado. Voy sentado en el asiento del copiloto, está atardeciendo sobre Las Águilas, y él ha puesto uno de esos discos de Belle and Sebastian que siempre lo hacían llorar.

Hay dos casas que siempre veía cuando caminaba por Álvaro Obregón. Son negro con blanco y están hechas de madera y una es idéntica a la otra. Una es un okupa de mazahuas que venden bordados. La otra es ahora el restaurante Jack Kerouac.

¿Recuerdas cómo no solía haber ninguna construcción al sur de la ciudad de México? Es porque todo estaba cubierto por rocas. Porque hace mil años, cuando estalló el volcán, la lava cubrió la mitad sur del valle y se petrificó. Por muchos años sólo hubo musgo y rocas y un montón de árboles a medio crecer. Eso fue antes de las invasiones de tierras de los setenta, antes de la UNAM, antes de que Luis Barragán hiciera el Pedregal.

Cascada (2016)

Pongo mi película favorita

y me pregunto:

por qué mi vida

no parece ser nada como aquella

de las personas en la pantalla.

Es fantasía,

nadie vive así,

pero no puedo evitar preguntarme:

¿son más felices que yo?

Si sólo soy yo quien está

en este cuarto justo ahora,

ésta es mi décima mudanza,

entonces por qué parece que

cada persona con quien he pasado un rato

me acecha en mi mente

y dice:

ya no soy la persona

que conociste aquella vez.

La cascada hace un sonido

que es a la vez un rugido

y un susurro que me calma.

Siempre que me siento frente a ella

olvido

qué fue lo que me trajo aquí

la primera vez.

No toma más de dos minutos lejos del rugido para que el sentimiento de calma me abandone.

Si recuerdas cómo sonaban las calles de esta ciudad cuando tenías esta edad, tal vez ya habrás avanzado un paso más.

¿Para qué crear? ¿O cómo? Dice mi reflejo tenue en el panel de la ventana. ¿O sería mejor que escribiera un post en Facebook, preguntando si todos quieren ir por un paseo en lancha?

¿Recuerdas qué añorabas cuando tenías diecisiete años? Ibas a la preparatoria y pensabas: un día estaré lejos de toda esta mierda provincial. Una vez manejaste hasta el siguiente pueblo, en el coche de alguien más, y te preguntaste: si esto no me hace feliz, ¿qué sí?

Sabes lo que decían todos esos brujos en Oaxaca, sobre encontrar profundidad y significado y dejar atrás toda tu mierda terrenal. Si vas más alto en la montaña, encontrarás estrellas que burbujean con luz, azul, doradas y rosa plateado. Pero si bajas con las manos vacías sabrás que sólo estabas soñando. 

¿Sabes quién era Mauricio? El güey que me llevaba al campo de golf a sentarnos en el pasto y ver el atardecer desde una colina, pero que después me pedía que moviera mi coche usado, porque sus padres podrían verlo y preguntarle quién era yo. 

Recuerdo que una vez me pidió leer mi diario y me negué, porque justo ahí decía cuánto lo había querido y cómo un día solamente había dejado de quererlo. 

Cuando tenía doce o trece, visitaba los suburbios nuevecitos al sur de la ciudad. Había albercas y cactus cada doce metros. Siempre me pregunté por qué el desierto parecía tan viejo y las casas tan nuevas, y también si todo el mundo vivía así. 

¿Por qué, Adriana, viajar por el mundo no te llena tanto como debería? Y siempre acabas pensando en el lugar donde creciste, en el lugar en medio del desierto que pensaste no era lo suficientemente bueno para ti.

Recuerdo que una vez manejé hasta el siguiente pueblo y me emborraché junto a la torre de agua después de nadar en la alberca. Nunca pude entender el semidesierto ni por qué la gente era tan fría.

La primera vez que hice LSD había un campo de golf gigante y nubes que giraban arriba de nosotros, haciendo patrones con forma de cristales y sonidos que nos llegaban en ondas. Cuando manejamos de vuelta a la ciudad, el semidesierto por fin había perdido significado. 

No quiero ver
otra foto de la pirámide de Teotihuacán
secuestrada por tu instagram.
Te dije que tuve que cerrar mi Facebook porque no quería que la gente se metiera en mi vida, pero la verdad es que soy yo quien no quiere saber todo lo que pasa en las vidas de las personas. Incluso caminando por la calle sólo quisiera que toda la gente desapareciera. Preferiría estar en un campo abierto, oyendo agua caer, que en la estación de metro escuchando a alguien hablar de los Smiths. 

Se hizo tarde y regresamos a la ciudad en el coche de alguien más. Recuerdo el sonido agudo del viento, como navajas. Todas las luces de la ciudad se veían neón. Sólo entonces entendí la magia de la civilización. Querétaro era un pedazo del semidesierto, cactus y tres o cuatro colinas. En LSD Querétaro era un oasis de metal brillante, estelas neón que brillaban hasta el espacio, un coche de lujo con interiores de cuero y tecno francés sonando en el estéreo. 

¿Recuerdas Querétaro en los años dos mil? Ya no es así para nada.