Ensayo

Sala 1

Apagadas las luces de la Sala 1 de la Cineteca Nacional, no queda más que intentar concentrarse en la pantalla luminosa que una tiene enfrente. La estricta política de cero tráilers —acaso un brevísimo rezo por la utilidad de los tapetes sanitizantes y el gel antibacterial— convierte a este cine en uno de los más puntuales de la ciudad: si tu función es a las 5, la película empieza a las 5. Si no fuera porque hoy vine a ver una película de Buñuel, y porque toda película viejita es una novela in extrema res (primero salen los créditos), no tendría tiempo ni de saludar al amigo que llegó tarde y está sentándose en la butaca de al lado. 

Los optimistas pensarán que semejante política alteró las costumbres chilangas, que refrescó la puntualidad y la discreción. Error. Sólo explica la marea de espectadores que sube y baja por los escalones alfombrados, arrojando la luz del celular para inspeccionar el número de asiento, tirando palomitas y propinando por igual patadas y Perdón. Mientras tanto, en la pantalla desaparece el nombre del director, la obertura termina y el protagonista se presenta con voz en off: “Mi familia tenía una posición económica muy desahogada; era hijo único. Crecí al cuidado de una institutriz, pero no por eso dejé de ir adquiriendo todos los defectos de un niño mimado…”. Risas amenazan el silencio incipiente. ¡Chissst!  

Lidiar con un batallón ciego en busca de butaca es miel sobre hojuelas: después de todo, el cine es público y lo público es esto. Confieso, por mi gran culpa, que la verdadera razón por la que prefiero ir a Cinépolis entre semana es para no toparme con rostros familiares. Pues ir a la Cineteca es un juego de ruleta rusa en el que me ha tocado el resultado mortal: te sientas con tu cita en uno de los cafés y de pronto un ex profesor, borracho, arrastra una silla hacia tu mesa y te arranca sonrisas incómodas con preguntas impertinentes. Ni se diga de las personas que dejé de ver en vida y en la virtualidad, pero que en la Cineteca son zombis que se alzan del panteón de Coyoacán, recorren estantes del Educal y hacen fila en la dulcería. La provinciana capital no ofrece la posibilidad de ser anónima. 

A veces, sin embargo, voy. 

Ensayo de un crimen
(La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, México, 1955, Dur.: 89 mins.)

Archibaldo de la Cruz está obsesionado con la muerte desde que era niño, pero la casualidad siempre frustra todos sus intentos por llevar a cabo un crimen. […] Buñuel exhibe las estructuras y valores que enmarcan el deseo feminicida del presunto criminal, un individuo neurótico semejante a otros personajes “buñuelianos” como el Francisco de Él o don Jaime de Viridiana.

Razones por las que decidí ver esta película:

1) Es de Buñuel
2) El protagonista se llama Archibaldo de la Cruz* 
3) Dura 89 minutos

A Ensayo de un crimen la cobijan primero que Buñuel está muerto, luego sus 67 años de antigüedad y que es la adaptación de una novela policiaca, al final su humor. Quiero decir, por supuesto, que la cobijan del sobresalto que podría provocar una sinopsis así en México, en 2022. O en 1990, 1970, 1960… ¿habrá habido un momento adecuado para ver esta película?

El niño Archibaldo creció en una capital de provincia durante la Revolución mexicana, y allí presenció la muerte de su guapa institutriz por una bala perdida. La belleza no es gratuita: Agustín Jiménez gira la cámara hacia las piernas de la muchacha fallecida, y la mirada de Archibaldo cambia. El origen de su deseo sexual, sadismo y machismo está condensado en apenas dos minutos de rodaje.

La sinopsis ya reconfortó sensibilidades advirtiendo que Archibaldo, Archi, no le toca un pelo a ninguna de las mujeres que ansía matar en el Distrito Federal. Apenas somos testigos de su deleite al calcular cada paso: mentir, acechar, perseguir, sofocar, disparar, confesar el crimen. En uno de sus ensayos, Archibaldo compra un maniquí a imagen y semejanza de Lavinia, una modelo que lo visita en su mansión para una falsa cita de trabajo. Cuando la llegada de un grupo de extranjeros frustra su plan, lo vemos aventar el maniquí dentro de una cámara y tranquilizarse, emocionarse sólo al verlo arder: la cera derretida corre lágrimas por las mejillas de la dama escultural. A ojos de Archi es la misma Lavinia la que ha sido incinerada. No hay más que decir. En el traslado persona-objeto, Buñuel recordó lo que mi generación aprendió de Sid en Toy Story: las formas inanimadas palian la urgencia sádica. 

Es simpático Archibaldo, un maravilloso narrador. Diríase que, porque el muy manipulador abrió contando su infancia privilegiada, firmamos un contrato vinculante en el que nos obligaron a empatizar con él. Mas son las risas espaciadas, asombradas —detrás de mí una mujer soltaba “¡Ay, no! ¿Ahora qué va a hacer?” cada quince minutos— las que remueven los asientos con disfrute incrédulo. Las risas y los sustos unen más a una audiencia que cualquier tragedia o causa moral.

La pálida maldad de Archibaldo es la alucinación de un caballero rico, narcisista y obsesionado con las formas y su propia particularidad. Cuando Archi se casa con Carlota e imagina cómo será matarla en la noche de bodas, Alejandro, el amante de ella, irrumpe en la iglesia y le pega varios tiros. Fin. Muy a pesar del marco analítico de Buñuel, que se concentra en la semilla de la psicopatía y encarna personajes femeninos virginales o sexuales, Alejandro ejemplifica el genuino perfil del feminicida mexicano: el hombre común y corriente. 

Lo inverosímil es la culpa de Archibaldo por un crimen que no cometió, las irresistibles ganas católicas de recibir un castigo por su mente pecaminosa. Hacia el final de la película, el juez, risueño, le dice a Archi que si arrestara a todos los que alguna vez quisieron matar a alguien, la mitad de la humanidad estaría tras las rejas. “El pensamiento no delinque”. El sermón secular que le permite ir en paz a Archi, absuelto, también es comedia negra involuntaria. Hoy que abundan los culpables es mucho pedir que se abra una carpeta de investigación.  

*En la novela de Rodolfo Usigli, el personaje se llama Roberto de la Cruz. 

18:29 pm. 

Hay que ser medio salvaje para alumbrar rostros pasmados, idiotizados, todavía en medio de la vergonzosa digestión de imágenes y sonidos. Encender las luces en cuanto acaba una película es igual que recibir un cubetazo de agua fría durante el sueño profundo. El audible quejido colectivo tampoco ha logrado alterar esta práctica de la Cineteca, y temo que ya es demasiado tarde: se reanudó el bullicio de levantarse, sacudirse la ropa y recoger las bolsas del suelo. Algunos se ocultan en las notificaciones del celular, sonríen por memes y mensajes antes de salir resignados al mundo real. Las parejas se hacen ovillo unos minutos más, se besan y se acarician a pesar de la iluminada sala traicionera.  

Ensayo

La separación de los amantes

El último encuentro es el espectáculo más dramático en la vida de los amantes. Debe ser porque el espacio entre dos cuerpos antes fundidos se antoja eterno, o porque es allí donde ambos firman un contrato silencioso que obliga al desconocimiento. A partir de ahora seremos dos extraños. Giraremos la cabeza si nos topamos en la calle. Callaremos si escuchamos el nombre del otro en una conversación. Olvidaremos lo que nos revelamos en la cotidianidad. La separación niega el pasado y un posible destino, se convierte en una violenta referencia de muerte. 

Imagino un desenlace. Mi pareja está en la última mesa de un café triste. Hay reclamos. Súplicas. Miradas cargadas de desprecio. La visión definitiva de una espalda yéndose: él ha echado a andar por fin. Dejó con crueldad su taza tibia, mancillada en los bordes, sobre la mesa. Un abanico solitario da vueltas en el techo. Imagino a la persona que se queda con el rostro sepultado en las manos, que a su vez imagina cómo cruje la grava bajo los pies del que se va, cada zancada más lejos. Es el ser abandonado, escribió Igor Caruso en La separación de los amantes, quien dota de sentido a la despedida y arrastra consigo el pesado cadáver del amante.  

Por lo menos algo se insinúa en esta postal: la fractura de los amantes inicia con la espalda. 

En la inolvidable escena del avión de juguete de Chungking Express, el policía 663, Tony Leung, pasa una tarde enclaustrado en un apasionado mundo privado con su novia, la aeromoza que eventualmente lo dejará. “What a difference a day makes” de Dinah Washington suena en el fondo. El policía 663 planea una réplica de avión en el aire sofocante; persigue a su novia por el diminuto apartamento entre risas, la empuja contra la pared, forcejean, se besan. Wong Kar-wai dirige con cuidado la escena icónica: ella esconde una sonrisa boca abajo en la cama, semidesnuda y sudorosa, mientras él acaricia el arco de su espalda con el avión. Un retrato perfecto de los amantes amándose. It’s heaven when you find romance on your menu, canta Dinah. La espalda es territorio de profunda intimidad y las despedidas ocurren porque la espalda existe. ¿Es posible dudarlo? Pues el día que ella se dé la vuelta y exhiba impúdica la parte posterior de su tronco, cuando lo prive de sus ojos crispados y de sus labios finos y arranque con la ligereza de una niña que corre hacia nuevas aventuras, él presenciará un adiós. 

Desde el psicoanálisis Caruso describió los mecanismos de defensa posteriores a la separación: agresividad, indiferencia, la catástrofe del Yo, odio, pulsión de muerte. Uno mata simbólicamente al otro para seguir viviendo; hay hombres que desplazan el afecto hacia una nueva pareja casi al instante, añadió. La aproximación de Caruso es esquemática, culta, masculina —no por nada dialoga con Freud y Marcuse— y estudiable. ¿Quiénes lo leen? Los psicólogos, sin duda. Sospecho que también lo leen personas abatidas, hombres y mujeres que han sufrido un desengaño o sobrellevan el final de una relación tormentosa. Si el lector que imagino atisbara de reojo La separación de los amantes en los estantes de una librería, en la mesa de recomendaciones, entre novelas y biografías aparatosas de pensadores y políticos, algo brincaría en su pecho. Poco importa si no comprende la contraportada. A sus ojos Caruso deja de ser un escritor oscuro y sofisticado y se convierte en un autor de autoayuda. Es decir, La separación de los amantes puede ser, al mismo tiempo, un libro de teoría y un “libro de Sanborns”; y, especialista o no, el lector que acuda al libro en busca de consuelo difícilmente lo encontrará. Para eso sería más útil recurrir a una cantina y escuchar a José José predicar que el amor acaba, el amor acaba, rodeado de una muchedumbre borrosa. (“Porque el sentimiento es humo/Y ceniza la palabra”). 

La hermosa Catherine Deneuve se topa con su primer amor en el final de Les parapluies de Cherbourg, el musical rosa de Jacques Demy. La guerra en Argelia impidió el futuro imaginado de Guy y Genevieve. Él partió con el ejército francés. Ella, tras descubrir que había quedado embarazada, se casó con un joyero parisino y dejó Cherbourg con remordimiento. Años después, Genevieve atraviesa los caminos nevados en un auto último modelo, ataviada con un abrigo de piel y tacones negros, en compañía de su tierna hija Françoise. El destino la detiene en la gasolinera que atiende Guy, quien vive con su esposa Madeleine y su hijo, François. Descubrimos que Guy y Genevieve eligieron el nombre que habían planeado juntos para sus hijos hipotéticos. Sus ojos se encuentran a través del vidrio y ambos se paralizan. Seguirán momentos incómodos, vacíos. Antes los amantes cantaron la balada romántica de Michel Legrand al separarse: No, jamás podría vivir sin ti/No podría, me moriría […] Mi amor, te esperaré toda mi vida. Y sin embargo aquí están. Ella no esperó a que él volviera de la guerra. Ambos han vivido, y felices, sin el otro. Cuando Madeleine expresa su inquietud y pregunta a Guy si ha dejado de pensar en Genevieve, él contesta con simpleza que quiere hacer su vida con una mujer, como si una las contuviera a todas. Desplazar al ser amado es otra forma de asestar el golpe fatal.

Genevieve llora en brazos de Guy el día de la despedida
El reencuentro

Pienso ahora en la separación de dos amantes que no se conocen. Amantes que se quisieron sólo un momento. Hay una doble sorpresa en atizar el fuego crepitante y verlo extinguirse sin más.

En “El beso”, uno de los cuentos más leídos de Chéjov, una brigada de artillería que se ha detenido en la aldea Mechtonki recibe una invitación para tomar el té. En casa del teniente general Von Rabbek los oficiales se revigorizan, beben, saborean platillos, contemplan a las damas perfumadas. El oficial Riabóvich, el más tímido de la brigada, bajo de estatura, más bien mediocre y gris, observa el cotilleo de la cálida tertulia con indiferencia. No se une al juego de billar, donde se han congregado los hombres, ni presta atención a lo que discuten las señoritas. En el cenit del relato, Riabóvich se interna por equivocación en un cuarto oscuro al deambular por la casa; una presencia desconocida lo recibe jubilosa en el umbral y le planta un beso fresco en la mejilla. La estrujante muestra de afecto tiene el efecto de un eficaz estimulante: después del beso la mirada de Riabóvich se agudiza. Lo inundan unas locas ganas de bailar y reír. Se enamora de la sombra que se lanzó a sus brazos y la echa de menos. El encuentro inesperado abre el panorama de Riabóvich. El mundo que conoció en el cuarto oscuro insinúa las pinceladas rojas que han estado ausentes en su miserable existencia: no es ya una mujer en particular la que lo hace sufrir, sino la certeza de haber vislumbrado un destino. 

 En On the beach at night alone, la película de Hong Sang-soo, el narcisista alter ego del director parafrasea al poeta coreano Park Chong-hwa para enmendar las cosas con su joven y rencorosa amante, a quien abandonó para volver con su esposa: “Déjalo ir. Un amor que sofoca debe desecharse. El anhelo que te oprime, friégalo, lávalo. El dolor incesante por la separación —y la angustia, más grande, por el encuentro—: déjalos ir. Échalos al viento”. Ella escucha indiferente con la mirada clavada en algún punto sobre su hombro. La hemos acompañado en una lenta travesía de amor, descubrimiento, despecho y dolor que culminó en odio. Es un odio palpitante, confuso y empapado de sufrimiento. No es odio. Son las bocanadas desesperadas de alguien que casi muere ahogada y se rehúsa a volver al mar, a considerarlo siquiera.

Más apabullante que el duelo y el olvido es la certeza de que todo es finito. “Es muy difícil sentirse sostenida en el mundo, en general”, me dijo una amiga la última vez que la vi. La elección del verbo sostener me atrapó e imaginé sus palabras escritas desde que las pronunció. Sostener en mí evoca literalmente a una persona refugiada en brazos de otra. No se esconde ni pretende que la lleven consigo; es un acuerdo tácito de intimidad. La interpretación freudiana sería que fuimos expulsadas del vientre materno y que a partir de ahí no hay refugio que se le asemeje. En una comparación atrevida y acaso repulsiva, la separación es ser expulsadas una vez y otra de la fantasía del retorno al vientre. El llanto del recién nacido y de la persona abandonada tienen eso en común: la separación es despertar otra vez en un mundo hostil.  

Orfeo y Eurídice fijaron la vara para medir las despedidas poéticas. En la secundaria versión de Ovidio, Orfeo descendió a las profundidades para recuperar a su amada Eurídice, muerta por la maliciosa picadura de una serpiente. En las tinieblas lo recibió Perséfone, quien aceptó retornar a Eurídice al mundo terrenal con una condición: que en el camino hacia la superficie Orfeo no girara la cabeza para mirarla. El héroe aceptó. Ascendieron. Pero antes de cruzar la laguna Estigia, donde Carón aguardaba en su barca para remarlos a la felicidad, Orfeo dudó por un segundo de la presencia de Eurídice, se giró y de inmediato ella se hundió en la oscuridad. Murió otra vez, narró Ovidio, y no se quejó de que Orfeo le hubiera fallado: ¿de qué podría quejarse, si la amaba así?

La pintura de Christian Kratzenstein ilustra el momento anterior a la metamorfosis de Eurídice. La ninfa, a punto de precipitarse y ascender en volutas de gas, extiende sus brazos hacia Orfeo por última vez. Sus labios entreabiertos sugieren un llamado, quizá el intento frustrado por pronunciar el nombre sagrado. No decirlo es igual a morir.