Narrativa

El verano

Verónica no siempre lo detestó. Los primeros años, se burlaba con Andrés de las tardes bochornosas, enumerando las ventajas de tener mucho frío contra tener mucho calor. Al final, él siempre llegaba a la misma conclusión: con el frío siempre puedes ponerte otra cosa encima, pero con el calor sólo hay tanto que puedas quitarte. Ella lo miraba con ternura y le recordaba que sólo en el verano sabía tan bien el agua helada.

Sin embargo, los días se vuelven insoportables. Desesperada, Verónica abre las ventas y se refugia metiendo la cabeza en el congelador. Está contraindicado, consume demasiada energía y no la enfría mucho; pero en esa cajita de hielo recuerda a su madre: sentada en la cocina escuchando las noticias en el teléfono. En la pantalla un señor de traje (todavía se acostumbraban los trajes) hablaba de la última ola “…de 38°. Las autoridades recomiendan tomar precauciones y mantenerse hid…” Su madre permanecía en silencio y Verónica daba vueltas, impaciente. Al dar las dos saldrían a la calle, buscando la plaza más cercana donde las fuentes, esculpidas para otros tiempos, escupían potentes chorros de agua y los pequeños chapuceaban. Sospecha que su antiguo gusto viene de aquellos días, de los charquitos de agua tibia y las risas infantiles jugando en la tarde, mientras su madre la veía y sonreía. Casi nunca sonreía.

En el cuarto contiguo un grito rompe la somnolencia. Se apresura a sacudirse los trocitos de hielo. Para mitigar la soledad prende la televisión, se aproxima al origen de los alaridos y lo acurruca en su pecho: una cara redonda chilla entre sus brazos. Los cachetes rechonchos se pintan de rosa por el bochorno y, entre lágrimas y sudor, Verónica siente sujetar la crisálida de una enorme oruga. La sensación le produce repulsión, pero no hay más remedio. Es Andrés, el hijo de Andrés.

Se dedica a arrullarlo con esmero y, conforme pasan los minutos, el berrinche cede ante el pendular movimiento de sus cuerpos. Sin embargo, el encantamiento es delicado, requiere tiempo y paciencia, tendrá que mantenerse así por un rato, con las noticias para distraerse. En su escritorio, la conductora anuncia el decimocuarto aniversario de La Reclamación. Ya nadie celebra nada, pero Verónica se sorprende al escuchar que, como parte de los festejos, las autoridades han anunciado la reapertura de algunos museos y sitios históricos, un desfile militar y, sobre todo, que se encenderán las fuentes de la ciudad durante el fin de semana.

Una sensación eléctrica le recorre el cuerpo y, mientras apaga el televisor, mira la hora: son las dos de la tarde. El estruendo ha terminado, en el sopor de la tarde sólo permanecen un par de ojos negros que, desconcertados, la observan. No sabe descifrar si lo que mira en ellos es súplica, desesperación o incomprensión; pero entiende que, en sus propios ojos, igual de negros, el anuncio ha destapado la angustia de su madre silenciosa. Andrés debe conocer las fuentes y chapotear en los charcos. Hay que salir.

Verónica da el primer paso fuera del edificio y el aire caliente la golpea, envolviéndola en una agradable sensación. Sabe que pronto será un problema, pero disfruta el momento, a fin de cuentas ha salido preparada: con una mano sujeta la sombrilla y con la otra empuja al bebé en su carriola. Hinchado, el asfalto arde con la radiación acumulada de todo el día y a cada paso sugiere peligro, pero la de aventura la entusiasma. La estación de metro se encuentra a unos 30 minutos, si apresura la marcha, y de ahí toda la ciudad estará a su alcance. Por las calles vacías no se escucha más que las veloces ruedas de Andrés, recuerdo de los metálicos rugidos que producían los coches. Nunca se prohibieron formalmente, algunas amistades presumían haberlos abandonado como su contribución a la causa, otras sólo dejaron de usarlos, entusiasmadas con las bicicletas. La verdad era menos misteriosa: ya nadie podía pagar la gasolina.

Un bache.

Convertida en catapulta, la carriola los estampa en el pavimento, fracturándose en el proceso. Inmediatamente reanudan los llantos y se apresura a levantarlo, revisarlo. Han tenido suerte, el incidente no pasa de algunos rasguños en los codos y un susto para Andrés; pero el transporte está perdido. Es imposible continuar con todo, así que decide dejar los restos en una esquina, segura de que a alguien le servirán, o vendrá después a recogerlos, con Andrés. El llanto no cesa. Se las arregla para sostener al niño con una mano y a la sombrilla con la otra, que ya están cerca. Una gota escurre por su frente y cae sobre la cabecita enrojecida que, como si sopesara la situación, detiene sus alaridos por un instante, sólo para reanudarlos con mayor ahínco. Verónica comienza a exasperarse. La mente se le escapa a la noche en que lo anunciaron a sus padres: piensa en las risas y felicitaciones de su padre, que los abrazó con fuerza, primero a ella, después a Andrés; en cómo todos bromeaban y planificaban, hablando de colores y escuelas. Y el dolor regresa al recordar cómo su madre la veía, callada. Jamás le había perdonado esa mirada y las telas silenciosas que arrastraba.

Se detiene en seco: frente a ambos una malla de acero cuelga de la entrada. Lo ha olvidado, para controlar el flujo de personas, muchas estaciones han cerrado durante el fin de semana. El llanto continúa y ella, enfurecida, lanza la sombrilla contra las viejas láminas. ¿A qué imbécil se le ocurre cerrar el metro hoy? ¿Qué no saben a dónde va? ¿Por qué no pueden entenderla? No ha sido la mejor madre, pero le queda toda la vida por delante, tan sólo es un niño. Y a ella ¿quién le preguntó? ¿Quién la conjuró a este mundo desolado de piedras grises y árboles muertos? ¿Qué debe hacer, si no intentar? que no le han dado otra opción. Maldice a Andrés con su entusiasmo idiota, a sus amistades rígidas de perros babeantes y gatos malolientes, y a sus padres ¿por qué no le advirtieron?

Implacable, el sol evapora sus lágrimas conforme se estrellan en el suelo y no le concede el respiro de tirarse, exhausta. Sin embargo, entre los llantos y la rabia, Verónica escucha algo. Una música carnavalesca la llama, distante. Son helados. Se levanta, reanimada por el recuerdo de las fuentes y la nieve. Andrés continua decidido, pero no importa, escucha el cansancio en su voz. Los rayos dorados de la tarde se cuelan entre las manzanas y rebotan en las ventanas cerradas de la ciudad; en las calles desiertas Verónica deambula, ignorando su sudor y el del niño que lleva en brazos. Y mientras pasan las horas, llevándose los últimos resquicios de luz y dejando respirar a la tierra ardiente, se pregunta si de verdad lo habrá escuchado, si su búsqueda tendrá algún sentido.

En ese momento da la vuelta en una estrecha calle y lo ve: en una plaza de proporciones diminutas, de la boca de unos pescaditos pétreos brota un modesto chorro de agua, arqueando unos centímetros en el aire, antes de impactar en el suelo, sin nadie que vea todo su esplendor. En la esquina, un señor de traje negro empaca con delicadeza sus utensilios y se prepara para irse, en el último carrito de helados del mundo. Ella se aproxima con velocidad y le ruega que le de uno. Le explica la búsqueda que ha consumido toda la tarde, señalando de paso al niño silencioso que lleva en brazos. Le cuenta de su madre, de las fuentes y de Andrés. Él la mira, impávido, y pronto los recuerdos la arrastran a la desesperación, materializados en sus ojos negros que, como ella, ya no pueden más. Hasta escucharlo:

¿De qué sabor?

Verónica se sienta en una banca frente a los peces inmóviles. No recuerda si en las prisas de la salida ha cerrado las ventanas del departamento, o si ha dejado la puerta del congelador abierta. Sin embargo, el silencio de la noche le quita la importancia al olvido y a sus recuerdos. Sin aviso, el agua deja de fluir, indicando que es hora de volver. Se detiene a saborear el momento, entre sus manos sostiene deliciosa nieve de limón.


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