Ensayo

Sala 1

Apagadas las luces de la Sala 1 de la Cineteca Nacional, no queda más que intentar concentrarse en la pantalla luminosa que una tiene enfrente. La estricta política de cero tráilers —acaso un brevísimo rezo por la utilidad de los tapetes sanitizantes y el gel antibacterial— convierte a este cine en uno de los más puntuales de la ciudad: si tu función es a las 5, la película empieza a las 5. Si no fuera porque hoy vine a ver una película de Buñuel, y porque toda película viejita es una novela in extrema res (primero salen los créditos), no tendría tiempo ni de saludar al amigo que llegó tarde y está sentándose en la butaca de al lado. 

Los optimistas pensarán que semejante política alteró las costumbres chilangas, que refrescó la puntualidad y la discreción. Error. Sólo explica la marea de espectadores que sube y baja por los escalones alfombrados, arrojando la luz del celular para inspeccionar el número de asiento, tirando palomitas y propinando por igual patadas y Perdón. Mientras tanto, en la pantalla desaparece el nombre del director, la obertura termina y el protagonista se presenta con voz en off: “Mi familia tenía una posición económica muy desahogada; era hijo único. Crecí al cuidado de una institutriz, pero no por eso dejé de ir adquiriendo todos los defectos de un niño mimado…”. Risas amenazan el silencio incipiente. ¡Chissst!  

Lidiar con un batallón ciego en busca de butaca es miel sobre hojuelas: después de todo, el cine es público y lo público es esto. Confieso, por mi gran culpa, que la verdadera razón por la que prefiero ir a Cinépolis entre semana es para no toparme con rostros familiares. Pues ir a la Cineteca es un juego de ruleta rusa en el que me ha tocado el resultado mortal: te sientas con tu cita en uno de los cafés y de pronto un ex profesor, borracho, arrastra una silla hacia tu mesa y te arranca sonrisas incómodas con preguntas impertinentes. Ni se diga de las personas que dejé de ver en vida y en la virtualidad, pero que en la Cineteca son zombis que se alzan del panteón de Coyoacán, recorren estantes del Educal y hacen fila en la dulcería. La provinciana capital no ofrece la posibilidad de ser anónima. 

A veces, sin embargo, voy. 

Ensayo de un crimen
(La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, México, 1955, Dur.: 89 mins.)

Archibaldo de la Cruz está obsesionado con la muerte desde que era niño, pero la casualidad siempre frustra todos sus intentos por llevar a cabo un crimen. […] Buñuel exhibe las estructuras y valores que enmarcan el deseo feminicida del presunto criminal, un individuo neurótico semejante a otros personajes “buñuelianos” como el Francisco de Él o don Jaime de Viridiana.

Razones por las que decidí ver esta película:

1) Es de Buñuel
2) El protagonista se llama Archibaldo de la Cruz* 
3) Dura 89 minutos

A Ensayo de un crimen la cobijan primero que Buñuel está muerto, luego sus 67 años de antigüedad y que es la adaptación de una novela policiaca, al final su humor. Quiero decir, por supuesto, que la cobijan del sobresalto que podría provocar una sinopsis así en México, en 2022. O en 1990, 1970, 1960… ¿habrá habido un momento adecuado para ver esta película?

El niño Archibaldo creció en una capital de provincia durante la Revolución mexicana, y allí presenció la muerte de su guapa institutriz por una bala perdida. La belleza no es gratuita: Agustín Jiménez gira la cámara hacia las piernas de la muchacha fallecida, y la mirada de Archibaldo cambia. El origen de su deseo sexual, sadismo y machismo está condensado en apenas dos minutos de rodaje.

La sinopsis ya reconfortó sensibilidades advirtiendo que Archibaldo, Archi, no le toca un pelo a ninguna de las mujeres que ansía matar en el Distrito Federal. Apenas somos testigos de su deleite al calcular cada paso: mentir, acechar, perseguir, sofocar, disparar, confesar el crimen. En uno de sus ensayos, Archibaldo compra un maniquí a imagen y semejanza de Lavinia, una modelo que lo visita en su mansión para una falsa cita de trabajo. Cuando la llegada de un grupo de extranjeros frustra su plan, lo vemos aventar el maniquí dentro de una cámara y tranquilizarse, emocionarse sólo al verlo arder: la cera derretida corre lágrimas por las mejillas de la dama escultural. A ojos de Archi es la misma Lavinia la que ha sido incinerada. No hay más que decir. En el traslado persona-objeto, Buñuel recordó lo que mi generación aprendió de Sid en Toy Story: las formas inanimadas palian la urgencia sádica. 

Es simpático Archibaldo, un maravilloso narrador. Diríase que, porque el muy manipulador abrió contando su infancia privilegiada, firmamos un contrato vinculante en el que nos obligaron a empatizar con él. Mas son las risas espaciadas, asombradas —detrás de mí una mujer soltaba “¡Ay, no! ¿Ahora qué va a hacer?” cada quince minutos— las que remueven los asientos con disfrute incrédulo. Las risas y los sustos unen más a una audiencia que cualquier tragedia o causa moral.

La pálida maldad de Archibaldo es la alucinación de un caballero rico, narcisista y obsesionado con las formas y su propia particularidad. Cuando Archi se casa con Carlota e imagina cómo será matarla en la noche de bodas, Alejandro, el amante de ella, irrumpe en la iglesia y le pega varios tiros. Fin. Muy a pesar del marco analítico de Buñuel, que se concentra en la semilla de la psicopatía y encarna personajes femeninos virginales o sexuales, Alejandro ejemplifica el genuino perfil del feminicida mexicano: el hombre común y corriente. 

Lo inverosímil es la culpa de Archibaldo por un crimen que no cometió, las irresistibles ganas católicas de recibir un castigo por su mente pecaminosa. Hacia el final de la película, el juez, risueño, le dice a Archi que si arrestara a todos los que alguna vez quisieron matar a alguien, la mitad de la humanidad estaría tras las rejas. “El pensamiento no delinque”. El sermón secular que le permite ir en paz a Archi, absuelto, también es comedia negra involuntaria. Hoy que abundan los culpables es mucho pedir que se abra una carpeta de investigación.  

*En la novela de Rodolfo Usigli, el personaje se llama Roberto de la Cruz. 

18:29 pm. 

Hay que ser medio salvaje para alumbrar rostros pasmados, idiotizados, todavía en medio de la vergonzosa digestión de imágenes y sonidos. Encender las luces en cuanto acaba una película es igual que recibir un cubetazo de agua fría durante el sueño profundo. El audible quejido colectivo tampoco ha logrado alterar esta práctica de la Cineteca, y temo que ya es demasiado tarde: se reanudó el bullicio de levantarse, sacudirse la ropa y recoger las bolsas del suelo. Algunos se ocultan en las notificaciones del celular, sonríen por memes y mensajes antes de salir resignados al mundo real. Las parejas se hacen ovillo unos minutos más, se besan y se acarician a pesar de la iluminada sala traicionera.  

Ensayo

Notas sobre el diván

Si hay un consenso popular sobre la medicina moderna, es que su objetivo debe ser curar enfermedades. No hablemos de aliviar el sufrimiento, prolongar la vida de los moribundos o acabar con su agonía. Tampoco nos pronunciemos sobre las vacunas, los antibióticos y los analgésicos; así se enardecen los debates. El anarquista Iván Illich publicó Némesis médica en 1974 para denunciar que la práctica médica puede dañar la salud. Los antropólogos médicos nos han advertido de la medicalización de la vida desde hace décadas. Y, aunque muchas personas asumen que el movimiento antivacunas está conformado por una muchedumbre inculta y bruta, entre sus defensores hay médicos como Andrew Wakefield, hoy famélico de credibilidad.  

Hablemos de cosas más lindas, como la curación. La curación es una fiesta. La celebran pacientes, familiares y amigos que cabecean en la sala de espera sobre vasos de café quemado. Un cirujano soporta con sonrisa que su paciente exclame “¡Esto fue obra de Dios!” al salir de la sala de operación, como si Jesucristo le hubiera arrebatado el bisturí para ejercer la intangible ciencia del milagro. Sabe que lo colmarán a él de chocolates, frutos secos, botellas de vino y —según me han contado— una pistola Colt envuelta en satín. 

Presenciar la curación intensifica la confianza en la práctica médica, la ciencia y el sentido del quehacer profesional. Esto no quiere decir que un niño sin cáncer vuelva más atractivo al médico, pero sí que su sanación cumple una función elemental: lo legitima. Cuando da de alta a su paciente, el médico confirma que es un especialista.

No es de extrañar que miembros de la comunidad médica desconfíen de prácticas cuyos métodos y resultados son invisibles, como el psicoanálisis. Su duda es hasta deseable. La universidad debería enseñar, ante todo, a sospechar y a reconocer charlatanes. Y sabemos que en el psicoanálisis abundan los charlatanes. Hace días leí una entrevista, fechada en 1989, donde preguntaban a cuatro psicoanalistas si sus pacientes expresaban distintos problemas sexuales en ese momento, en contraste a cuando ellos comenzaron a ejercer. Una psicóloga respondió:

El lugar del sexo […] sigue siendo, como antes, un territorio de anhelos desconsolados. Desconsolados desde que la palabra arrancó los cuerpos del seno de la Naturaleza y los condenó al amor y a la muerte. Desde que la palabra estropeó la carne, como diría Mishima, y la arrojó al tumulto de las pasiones humanas. 

No sólo nos dejó con un gran signo de interrogación, sino que también aprovechó para llevarse de encuentro a Mishima. Total, los muertos no se quejan. 

II


En la colonia xxx hay una casa que visito desde 201x. Una vez a la semana, camino cuesta arriba por la jacarandosa calle xxx y me detengo frente a un alambrado cubierto de trepadoras. Por la ventana se asoma un pastor alemán con las orejas al aire, juicioso y vigilante. K. atiende el timbre y abre la reja chirriante. Hola, pasa, pasa. La banqueta conduce a un zaguán veterano. Un día triste sepultaron los helechos y los rosales en macetas de piedra, arrancaron el césped, tendieron una cama de cemento y estacionaron el auto que comenzó a liberar un tufo a gasolina. 

La costumbre dicta que debo virar a la izquierda, girar el picaporte de la única puerta a la vista, y esperar que K. entre tras de mí y cierre con pasador. 

Acostada en el diván, frente a una pared armada con acuarelas infantiles y pinturas abstractas, caigo en la tentación. Imagino que uno de los cuadros es una avenida vista desde el piso diez de una secretaría de gobierno: los autos aceleran y se funden con el borrón rojo del semáforo; siluetas grises caminan agotadas hacia su fonda de siempre, saboreando con anticipación el plato de arroz con huevo y los chismes de la oficina. La pintura basta para que recuerde los pilares de la burocracia: la jarra de agua del día, la aventura sexual con el compañero de trabajo y la hora de Luis Miguel. 

Debajo del cuadro hay una mesita de madera con figurillas, guardapelos y estuches metálicos que reflejan la luz de la tarde. Desvío la vista del techo a los cuadros a los objetos mientras anudo mis manos y juego con mi liga del pelo. Pienso cómo sería tomar terapia en un tejabán, con la mirada fija en una pared atestada de útiles sartenes y ollas de hojalata, tal vez con un sencillo calendario de carnicería (vaquitas pastando), o de taller mecánico (mujeres rubias de senos redondos posando en traje de baño).

Si fuera más consistente, escribiría un artículo sobre la disposición de los muebles o sobre esta pintura, es decir, “El materialismo en el proceso psicoanalítico: Las implicaciones del orden espacial y las condiciones materiales de un consultorio personal en la Ciudad de México”. O algo así.  

III


En su perfil profesional, K. menciona que es especialista en trastornos de la personalidad, adicciones, sexualidad, intervenciones en crisis, depresión neurótica, desorden de ansiedad por separación, terapia familiar y más temas que googleo un viernes por la noche. La visitan dieciséis pacientes por semana. 

Un mes después de haber regresado al consultorio, abandono uno de los sillones individuales porque el contacto visual con K. está entorpeciéndome. Me acuesto en el diván. Bienvenida, dice ella. Ese día comienzo escuchar que escribe a toda velocidad detrás de mí. Me pregunto si hacer apuntes en una sesión de terapia es, para la analista, tan esencial para retener información como lo es para un estudiante en la universidad. Escribe tanto sobre mí como escribí yo en una clase sobre la Revolución iraní. Nombres: Ayatollah Khomeini, Mossadegh, Reza Shah, Bazargan. Lugares, fechas, hechos. Su escritura frenética disminuye, y después de un rato distingo el sonido de un trazo lento y sostenido. Intento adivinar lo que dibuja.

A espaldas del diván y del sillón de K. hay un ventanal. A veces pauso la libre asociación porque Se compran colchones y el traqueteo de la camionetita exigen que me calle. Aunque va contra el objetivo del espacio, también me gusta cuando las personas pasan por la banqueta e irrumpen en el proceso. Mujeres le gritan a sus hijos, niños corren detrás de sus perros y sueltan carcajadas envidiables. Son las cinco y afuera la tarde transcurre con gozoso movimiento. Aquí hay tiempo suspendido, forcejeo mental y dos o tres ideas en el aire.  

Sigo: “He pensado que…”. Me irrito sola al enunciar que pienso y luego aclarar qué. Hablo y hablo y hablo: la charlatana soy yo. A veces K. responde sorprendida, o se ríe. Cuando permito que el silencio se apodere de la habitación, pregunta despacio:

—¿En qué te quedaste pensando?

Me tomo mi tiempo para contestar. Recuerdo al niño de “Tachas”, el cuento de Efrén Hernández, que mira a través de un agujero triangular en la puerta de su salón de primaria y, en lugar de atender al maestro, contempla las nubes que pasan y se disipan. El niño Juárez, sin duda un monje en formación, presta más atención al silencio que al parloteo educativo:  

No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

IV


Después de septiembre de 2017, después de escuchar varias veces la alerta sísmica, subir corriendo a la azotea de un edificio de nueve pisos, sentir cómo se tambaleaba el mundo y presenciar cómo mi vecina tenía un ataque de pánico, empecé a soñar con temblores. Quisiera saber si alguien ha levantado una encuesta sobre sueños chilangos después de los dos 19 de septiembre. Aunque le creo al profesor que me aseguró que no existe la interpretación general de los sueños, sino que aquéllos cobran significado en cada cabeza, me muero por leer una historia local de las pesadillas. Una historia de las pesadillas urbanas.

V


La paciente de psicoanálisis recita su dolencia y pide alivio. Al igual que los superhéroes y los villanos, la paciente tiene una origin story que explica por qué decidió iniciar el análisis. Perdió a un ser querido. Se separó de su pareja. La asaltaron a punta de pistola. La violaron. Su hija o hijo desapareció. También hay pacientes, los menos, que son la otra cara de la moneda: ellos han violado, asesinado o amedrentado. En la sesión 1, la paciente suelta información de sopetón. La analista escucha, a sabiendas de que no ha llegado el momento de internarse en lo que en verdad importa, apenas de rascar la superficie del sueño que ella tuvo ayer. 

En la administración pública le llaman bomberazo al deber urgente que paraliza las actividades cotidianas. La caída de la línea 12 del metro, por ejemplo. La línea 12 capturó la atención de incontables políticos y servidores públicos por meses. Mientras la televisión transmitía imágenes del vagón desplomándose en avenida Tláhuac, tras bambalinas la función pública suspendía sus labores ordinarias y comenzaba a atender el desastre. La mitigación llega con los meses. Los periódicos continúan imprimiendo noticias; a una tragedia la sucede otra, sobre todo en este país. Para los familiares de las víctimas y los sobrevivientes, el fuego nunca se extingue.

Paradójicamente, para que el proceso psicoanalítico nos lleve hacia algún lado hay que esperar que el bomberazo propio se apague. Lo último que nos hizo sufrir debe ser tan relevante como habernos raspado la rodilla a los once años. Como cáscara de naranja el dolor adelgaza, se endurece y se hace polvo, y al fin podemos mirar hacia atrás. El análisis no curó, sino el tiempo.

VI


Cuando paso la sesión 10 en el consultorio de K., y creo que ya no tengo nada que decirle, empiezo a contarle lo que estoy escribiendo. De pronto, sin saber bien cómo, convertimos el consultorio en taller literario. Ella repite la trama, el narrador y los personajes; interpreta. Pienso pedirle que señale las deficiencias de la historia y que me diga si le aburre. Lo mejor que puede ocurrirte en una sesión de psicoanálisis es sentir que te cae el veinte, que notas algo nuevo en lo que sale de tu boca. Pero en este momento la envidio a ella, receptora de tanta gente, y pienso que Augusto Bracho debió dedicarle su canción: Tú has escuchado más cosas/Que enfermeras y taxistas.

Cultura

Nuestras lecturas favoritas de 2021

Como en 2020, en Desvelo adaptamos el ejercicio de «Los mejores libros de 2021» a uno bien sencillo: compartirles pocos libros que cada uno disfrutó especialmente durante los meses pasados, sin importar su año de publicación y país de origen. Acá mencionamos novelas y ensayos, manifiestos urgentes y libros de historia; autores como Hermann Hesse, Saidiya Hartman, Bárbara Jacobs y George Sand. La lista es heterogénea y, como el proyecto en sí, su objetivo es dialogar entre nosotros, conocer lo que los demás descubrieron este año y expandir nuestras lecturas: esta vez tenemos un invitado lector que contribuyó a nuestra lista.

Esperamos que hagan clic con algún título, y que ustedes también compartan sus lecturas como caramelos. ¡Feliz año nuevo!

De Armando:

Pnin, de Vladimir Nabokov

Por un lado, Pnin es Nabokov en su punto más accesible. La novela es corta, ágil, y tiene en su centro a un protagonista tragicómico y entrañable, Pnin, con el que es fácil empatizar. Es posible que el capítulo que nos lleve al llanto sea también el que nos haga reír en voz alta. Por el otro, el mundo de Pnin es aquél de los émigrés rusos en los cincuentas, uno lleno de soledad, de los muertos de la revolución y el holocausto. Además, no deja de ser una novela de Nabokov: abundan los juegos literarios, los dobles sentidos, códigos y espejos. Éste es un libro que ofrece algo para cualquier lector, y es especialmente bueno para romper el prejuicio de las personas que imaginan a Nabokov como un esteta inmoral, desconectado del mundo y su dolor

Ada or Ardor, también de Vladimir Nabokov

Ada or Ardor es Nabokov sin restricciones, y por lo tanto un texto más difícil. Mi edición tiene casi quinientas páginas, que comienzan con unos capítulos que parodian la complejidad genealógica de las novelas rusas del siglo diecinueve y pasan por una sección particularmente opaca dedicada a la filosofía del tiempo de uno de los protagonistas. A pesar de su dificultad, Ada lo vale, sin pensarlo dos veces. Tiene algunas de las páginas más hermosas que he leído y momentos de una intensidad emocional sobrecogedora. Al igual que lo mejor del resto de sus otras obras, Ada enseña a leer con cuidado y a ver el mundo con más colores y texturas al cerrar el libro. Lo recomiendo en particular para las personas convencidas del genio de Nabokov, que disfrutan su pirotecnia verbal, sus delicadísimas imágenes y su música.

Días de tu vida, de Bárbara Jacobs

No sé de nada que se parezca a Días de tu vida, la extraordinaria novela más reciente de Bárbara Jacobs. El monólogo continuo de Patricia, su hermana y la protagonista en agonía, es una asociación libre compuesta por pequeñas oraciones en minúsculas que no suelen rebasar las tres palabras antes del punto y crean un flujo que captura nuestra atención y emociones. La novela de Jacobs impone una lectura lenta pero con un ritmo constante, contraria a las novelas híper-ágiles que se pueden consumir en una hora o dos sin significar gran cosa. Y como las oraciones son muy pequeñas, cada palabra importa y crea una experiencia de lectura profunda que compenetra con el lector.

A pesar de que la voz de la narradora es la de alguien en el lecho de muerte, su vitalidad y carisma hacen que su amor por la vida supere cualquier angustia. En esencia, la pesadez y sobriedad de la muerte se ve pequeña junto con el gozo de haber vivido y la esperanza de reencontrarse con sus muertos. La novela de Jacobs es un triunfo que afirma la vida.


De Camila:

En la Tierra somos fugazmente grandiosos, de Ocean Vuong

«Querida Ma», dentro de la cabeza del narrador – o podría haber sido su corazón – el nombre comienza a retumbar, como la canción de una campana, «Estoy escribiendo para llegar a ti, incluso si cada palabra que pongo es una palabra más lejos de donde estás». Y aunque sabe que su madre es analfabeta, su educación terminó a la edad de 5 años después de que una redada de napalm destruyó su escuela en Vietnam, y así, todas sus horas y su dolor se doblarán en papel y se guardarán, las palabras seguían cayéndose, prendiéndose a fuego a medida que avanzaban. 

Vuong entiende profundamente la elocuencia de la violencia, y sus palabras vibran con un salvajismo rojo, floreciendo, sacando tanta sangre de la historia como sea posible. Vuong muestra los sentimientos de su narrador, Little Dog, como el agua encamina sus olas, y uno sólo puede asumir que él debe haber dibujado en alguna fuente de dolor dentro de sí mismo, creciendo en los Estados Unidos, queer, y el hijo de un inmigrante. Vuong escribe como si estuviera abrazando sus recuerdos por la última vez, como si los estuviese incrustando en la superficie de su piel. Sus palabras son tan suaves como una capa de tela sobre el cuerpo que se envuelve contra el frío; pero a veces tienen la tendencia abrasiva de rallar las páginas, como la raspadura de una piedra que afila a una hoja. A menudo, el alfabeto parece transmutarse en horquillas incoherentes, vacilando como si fuera un sueño desgastado. 

El resultado es un libro que no se puede describir sin tomar prestado algo del lenguaje propio del autor: «No te estoy contando una historia sino un naufragio, las piezas flotando, iluminadas, finalmente legibles».

País de nieve, de Kawabata Yasunari

el mar agitado

extendiéndose hacia Sado

la Vía Láctea*

– Matsuo Bashō

El haiku evocador de Bashō se cita al final del libro mientras un personaje principal comienza a contemplar las pequeñas gotas de fuego que, en contraste con el ambiente tranquilo de un país hecho de nieve, flotan en el aire, ardiendo de furia y desencanto, pero protegidos por el esplendor absoluto de la Vía Láctea. La sublimidad de un firmamento bajo el cual la existencia se manifiesta en forma de la belleza y la tristeza. 

Así se desarrolla la experiencia tangible de leer la prosa de Kawabata. Su estilo minimalista y conmovedor. Su voz sincera y nostálgica. Una melodía única en una noche tranquila en medio de una corriente de estrellas centelleantes. Principalmente, País de nieve es un cuento de amor. Una aventuraromántica. Un hombre arrugado por su propia frialdad, casado con un par de mujeres etéreas. Mujeres que le dan todo lo que tienen. Un despliegue dramático de cada emoción. Un abismo de vulnerabilidad. Un comportamiento obstinado que ni siquiera considera renunciar a todo lo que está destinado al fracaso. Una relación que estaba destinada a perecer frente a las montañas blanqueadas, incluso antes de que empezara. 

Este libro rebosa de nostalgia, de las delicias de la naturaleza. Una belleza sencilla, la belleza japonesa, pura, no adulterada; una que se niega a caer bajo el hechizo de la modernidad occidental; tratando desesperadamente de preservar sus tradiciones y valores. El mundo de una geisha. Lección tras lección sobre cómo entretener a otros con el corazón roto.

*mi traducción de la interpretación en el inglés

Siddhartha, de Hermann Hesse 

La simple elocuencia de este libro bien puede ser incomparable en toda la literatura. Como muchos lectores, supongo, al principio pensé que el Siddhartha de Hesse sería la biografía del Buda Gautama, también conocido como el príncipe Siddhartha. De hecho, incluso la estructura narrativa parece imitar las enseñanzas del Buda: la primera parte con sus cuatro capítulos podría insinuar las cuatro verdades y la segunda parte, con sus ocho capítulos al Camino Óctuple. Incluso cuando el mismo Buda aparece como un personaje en la historia, podría ser visto por un tiempo como el doble del héroe, a quien se enfrenta, niega y finalmente acepta como su espíritu gemelo. 

Sin embargo, el libro no sigue esta trayectoria supuesta. El Siddhartha de Hesse elige su propio camino, negándose a ser un seguidor del «Ilustre». Por lo tanto, la estructura dual del libro incluye a una vista más cercana tres edades en la vida del héroe, cada uno de ellos completado con un despertar, una epifanía. Así, la novela resulta ser, aparte de una novela de ideas, también un bildungsroman. Fue la manera más fácil para mí, debido al título y a las referencias míticas en el texto, ofrecer fragmentos de filosofía budista como claves de la lectura. Sin embargo, el conocimiento de ella no es necesariamente un requisito, ya que al final, el libro llega a describir a la búsqueda arquetípica hacia el significado del mundo y el Sí Mismo. Y poco a poco, página a página, las alusiones eruditas se vuelven menos importantes, mientras que el viaje de Siddhartha se convierte en lo nuestro, lo universal; tocando y cambiando para siempre nuestra alma haciéndonos creer, incluso es sólo por un tiempo, que levantamos el velo y vimos lo desconocido.


De Azucena:

Historia de las alcobas, de Michelle Perrot 

En las alcobas ocurren los acontecimientos más importantes de la vida: el nacimiento y la muerte, el sexo y la secrecía, los sueños y las pesadillas. Historia de las alcobas es un paseo narrativo por imágenes cotidianas de esta vida privada en Occidente. Perrot nos abre la puerta igualmente de la majestuosa cámara de Luis xiv, de las habitaciones de obreros, de niños, de enfermos y moribundos, de escritores como Proust, Kafka y Woolf. Hace una sabia parada en el rechazo a lo doméstico, propio de las feministas, los existencialistas y los aventureros fogosos, y también coquetea con el picaporte de las habitaciones de hotel. 

La historiadora argumenta con obras literarias. Cuando escribe, por ejemplo, que tener una habitación propia garantiza la independencia de las mujeres, robustece su afirmación con el monólogo de Faunia, la protagonista de La mancha humana de Philip Roth: una noche Faunia se queda a dormir en el cuarto de su amante y al día siguiente lamenta su impulsiva decisión, pues “dormir en la propia cama es de una importancia vital” para una chica como ella. Imposible ignorar la osadía de una científica social que, en pleno siglo xxi, esgrime la literatura como fuente documental legítima.

Sarrasine, de Balzac 

El escultor Sarrasine ha pasado su vida observando cuerpos femeninos en busca de rodillas pequeñas, manos y cuellos esbeltos y hombros pálidos para esculpir “la figura perfecta”. Durante un viaje a Roma, el artista asiste a un número de Zambinella, una hermosa estrella de ópera, y reconoce en la cantante las formas deseables que antes sólo encontró en múltiples mujeres. La viva imagen de su obsesión inspira su mejor escultura, pero una noticia escandalosa perturba por completo el significado de su visión. Sarrasine es una lectura placentera por un sinfín de motivos: el retrato de la vida urbana en París del siglo xix; el irónico escándalo sexual; la narración ágil en forma de chisme. Todo en la novella confirma que la obra “fresca” o “disruptiva” no es, necesariamente, la contemporánea.

Indiana, de George Sand

Indiana se casó a los dieciséis años con un ex oficial del Ejército francés y su tediosa vida cotidiana la ha enfermado desde entonces. En su triste afán de supervivencia, y como Madame Bovary, la joven busca pasión como bocanadas de aire. Así se enamora sin remedio de Raymon de Ramière, su vecino apuesto, rico y elocuente, sin saber que aquél ya ha seducido y embarazado a su mucama. Basta con este pincelazo para exponer la naturaleza canalla del hombre que atormentará a la heroína. 

Con Indiana, George Sand —el seudónimo masculino de Amantine Lucile Aurore Dupin— afianzó la fama entre los círculos literarios. Hoy la novela tiene un interesante revés anacrónico: se discute si la obra es “feminista” o no porque el origen del drama está en la vulnerable posición de las mujeres bajo el Código Napoleónico, en particular su incapacidad de divorciarse y poseer tierras. El adulterio, el drama, la rivalidad entre hombres y la institución que encarna cada personaje (el “régimen de representatividad” que ciertos críticos han observado en la tradición realista) rápidamente hicieron del título un clásico de la literatura francesa. Sin embargo, Sand tomó apenas unos elementos del género y los desechó con la misma facilidad. La habitación circular de Indiana es, en este sentido, ilustrativa: al adentrarse en ella sus pretendientes ingresan a un mundo luminoso, plagado de ilusiones, espejos y fragancias, y quedan atontados. En la alcoba rosada se desdibujan los límites del opresivo mundo social que habita Indiana, y se le permite a la heroína, si a veces, respirar. 

De Fiacro:

How to Blow Up a Pipeline, de Andreas Malm

Este año tuvo lugar la COP26 y fue un espectáculo desolador. De seguir como vamos, para 2100 se estima que la temperatura del planeta incrementará entre 2° y 3°C. Hace cinco años, el objetivo del celebradísimo acuerdo de Paris era mantenernos en 1.5°C, lo cual implicaba hambrunas, sequías, desplazamientos, incendios e inundaciones en el terreno de lo manejable. Estamos muy por encima de eso. How to Blow Up a Pipeline es un manifiesto con una propuesta muy sencilla: dada la situación actual, el ambientalismo necesita comenzar a utilizar la violencia como herramienta política. La idea es contundente y polémica. La mayoría de las principales figuras en el ambientalismo se han declarado abiertamente en contra de ella y sin duda hay múltiples argumentos en contra. Sin embargo, Malm hace un excelente trabajo delimitando de qué tipo de violencia estamos hablando (únicamente contra la infraestructura petrolífera), cuáles son las virtudes de esta herramienta, y cuáles son los vicios del ambientalismo como lo hemos visto hasta ahora. Sin importar si uno está de acuerdo con Malm, How to Blow Up a Pipeline ofrece una mirada fresca al problema más grande de nuestro tiempo.

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

Mi primera lectura de Dorian Gray fue durante la secundaria y desde entonces había sido una astilla en mi conciencia. En su momento, me pareció un libro extremadamente descriptivo y, siendo un puberto impaciente, lo abandoné en plena descripción de una cortina. Casi 15 años después ha sido una sorpresa ligeramente macabra regresar a Wilde y encontrar una lectura tan rica. Estoy seguro que Dorian Gray ofrecerá cosas distintas para cada lector. En mi caso, mi interés inicial por el diálogo con lo ensayos de Sontag sobre la naturaleza del arte, pronto fue suplantado por las discusiones sobre la moral cristiana, la torturada homosexualidad de Wilde y la, primero seductora, y en última instancia patética persona de Lord Henry. Para quien esté cansado de los pesados años que hemos tenido, Wilde ofrece una muy parcial reflexión sobre el hedonismo, sus virtudes, y sus peligros.

El ministerio del futuro, Kim Stanley Robinson

Se ha escrito sobre la Crisis Climática desde hace más de 50 años. No obstante, ha sido hasta años recientes que ha comenzado a incrementar la popularidad de su ficción. Imaginarnos el futuro que nos espera es, en mi opinión, una labor crucial que ha estado demasiado ausente de los movimientos ambientalistas. Más allá de los grados, los datos y las estimaciones, la movilización política suele venir de un lugar emocional. Crear narrativas sobre dónde estamos y a dónde vamos es urgente. En este sentido, El ministerio del futuro ha sido una de las lecturas más populares entre los activistas del movimiento. El libro comienza con una narración de cómo una, por ahora ficticia, ola de calor termina matando a cientos de miles de personas en la India. La descripción es progresivamente aterradora y sirve perfectamente para ilustrar el peligro que tenemos en puerta.


De Fernando Bañuelos:

La isla, de Judith Martínez Ortega

Judith Martínez Ortega llegó al penal de las Islas Marías un 31 de diciembre para trabajar como secretaria del entonces director, el general Francisco J. Múgica. La isla recoge una serie de viñetas sobre “aquel año de incendio” que Martínez Ortega pasó en el Pacífico antes de volver a la capital y hacer fortuna como coleccionista y restaurantera. Mitad chismógrafo y mitad diario, el libro de Martínez Ortega describe vidas tensas en que el ritual y la vigilancia muy apenas pueden mantener algo parecido al orden, algo parecido a la paz. Conforme avanza el año, reos y colonos (incluyendo a la autora) se erosionan poco a poco bajo el peso de la crueldad, el aislamiento, la cotidianidad de las tormentas. “Estaban hechizados por el mar, por las noches magníficas que se metían por las ventanas y llenaban los cuartos de estrellas, por la brisa que estaba toda perfumada con el viejo olor de la sensualidad.” Dos tragedias: La isla es el único libro publicado de Martínez Ortega (1908-1985), se reeditó una sola vez (que yo sepa), en 1959.

Estilo, de Dolores Dorantes

¿Quiénes son las nenas que hablan desde las páginas de Estilo? Dicen: “Este es un libro que no existe.” Dicen: “Te tenemos rodeado.” Dicen: “ Queremos que nos tapes la boca.” Dicen: “Somos espacio y somos superficie.” Dicen: “Somos adolescentes armadas cruzando la frontera.” Dicen: “Danos la presidencia.” Estilo es un poemario hecho de fragmentos chamuscados que sugieren una explosión: esquirlas. Al igual que Querida fábrica (2012), el libro que Dorantes publicó inmediatamente después, Estilo se ha leído como una respuesta desde la proverbialmente enrarecida poesía mexicana actual a La Guerra. Su retórica remite a los titulares de esos (estos) años, sí, pero la violencia que ordena (desordena) los libros de Dorantes es sólo suya, una violencia sobre la lírica, sobre la idea de que los poemas se-tratan-de-algo, sobre la idea de que un poema, un libro, un texto es algo que se parece a una persona.

Wayward Lives, Beautiful Experiments, de Saidiya Hartman

Saidiya Hartman ya había escrito dos libros buenos y entonces escribió uno radiante. En cada capítulo de Wayward Lives, Beautiful Experiments, Hartman trata un documento de la persecución y explotación de afrodescendientes en ciudades norteamericanas a inicios del siglo XX. Su “argumento académico”, por así decirlo, es convincente (donde muchos testigos de la “sociabilidad negra” han visto patología, ella ve experimentación y voluntad de escape), pero lo que brilla es su prosa y su técnica narrativa: Hartman escribe con la soltura de una novelista (algunos de sus pares académicos la han acusado de serlo). Además, usa la terminología más exaltada de los estudios culturales norteamericanos y encuentra lo bello que alguna vez hubo en ella, la forma en que sirve para iluminar un par de momentos de dolor o rebeldía en la vida de una persona. El libro es largo y no siempre mantiene el mismo nivel, pero algunas de sus páginas son (perdón por insistir) luminosas. No estetiza ni intenta redimir la miseria e hipervigilancia del ghetto: busca mostrar los momentos de sagacidad o ternura en que, fugazmente, el futuro parece posible.

Ensayo

La muerte de Proust

Estoy convencida de que día a día desecho recuerdos significativos y existo nuevamente. No soy la niña que despertó un domingo por la mañana en el 2000 y se empapeló en hojas de periódico, ni la que descubrió paralizada una serpiente bajo los mosaicos rojos en el patio de la abuela. Tampoco la que antes habló con otras palabras y otro acento, ni la que amó semblantes oscurecidos por el tiempo. Y así hay días en que me descubro los mismos ojos castaños y las mismas mañas. 

Hace muy poco un profesor me dijo que tenía oficio de historiadora. Lo dijo con seguridad y orgullo, como si creyera que estaba corroborando mi sospecha más íntima, cuando en realidad es la primera vez que alguien sugiere lo que soy o lo que podría ser, la primera que lo reflexiono en verdad. Disfruto las declaraciones apasionadas de monjas, médicos, zapateros, cocineras, maestros y madres que dicen haber dado en el clavo; me convencen del placer que obtienen de sus jornadas cíclicas. Pero más disfruto el refugio de lo general, la alegría espontánea de saber un poco de cosas lejanas, la procesión de abrirme al mundo como la estudiante que el primer día de clases llega con la mochila atestada de libros y el estuche repleto de lápices de colores. Comprendí el comentario de mi profesor cuando escuché que los historiadores historian también su propia vida.

En “La autobiografía”, Mauricio Tenorio elogia la prodigiosa memoria de Salvador Novo y su habilidad para “capturar, en exactas cápsulas, el tiempo, el espacio y las palabras […] evocar con detalle exacto nombres, lugares, colores y sabores”. Novo es el escritor homosexual más guarro y estilizado de la literatura mexicana del siglo xx. Por Estatua de sal sabemos que sintió avidez por el cruising y que era un ciudadano ejemplar, pues le entregó a la vorágine urbana todo lo que ella exige de su población: sudor, carne y lágrimas. Sin embargo, asestó Tenorio con precaución, Novo se limitó a narrar “la fugacidad de la ciudad”, adicto como era al confort, los excesos y las aventuras, se concentró en la crónica y no dirigió su inteligencia a escribir textos que pudieran leerse con más distancia.  

Rumiar el pasado personal es una adicción seria: hay que rescatar relatos inútiles o mezquinos, contarlos en una suerte de invocación perezosa, preguntarse constantemente en qué momento brincaste de A a B, cuándo dejaste de ser una persona que diría tal cosa para repudiarla hoy. Es un ejercicio intelectual de nulo riesgo, pues nadie te conoce mejor que tú, nadie podría desmentirte o confrontarte. Basta con aventar migajas de pensamiento al traqueteo automático de la cabeza para desarrollar dos o tres ideas chirriantes. Sólo una sabe si ha afilado el pasado hasta convertirlo en una reluciente piedra de río o si lo dejó hecho pedrusco. 

De Joe Brainard a Georges Perec a Margo Glantz al anónimo que viene cabeceando en el metro, todos “nos acordamos” y anotamos el recuerdo donde podemos: en post-its, un blog, las notas del celular, Twitter, libretas de bolsillo, agendas, recibos arrugados que echamos al fondo de la bolsa de un pantalón. Los menos ignoran el cosquilleo de la inmediatez y colan pacientemente el recuerdo en una obra: allí reside la dificultad, en encender y apagar el recuerdo, enfriarlo para así delegarlo a la palabra. 

II 

A la par del genuino goce con el que paseo por los años vividos, me agobia considerar que la memoria es una falsa identidad y que, en consecuencia, puede alejar de una verdadera presencia. Seré más clara. Me preocupa que cuanto más erudita la memoria, menos capacidad de movimiento, que ciertos recuerdos sujeten mis brazos y piernas cual riendas. Peor: antes me aterró enclaustrarme en muros cuarteados con recuerdos y desistir del mundo que afuera reverdece. Mi propia experiencia me obligó a concluir que una persona traumatizada no es tanto alguien que revive angustias como alguien que habita el tiempo con destreza utópica, porque el pasado nunca deja de ocurrirle. 

El franco asombro de haber sido y haber hecho es un tónico que, o agita violentamente la conciencia, o la envenena al punto de la parálisis. En su ensayo “Memoria y tradición”, Ricardo Piglia escribió que en la literatura contemporánea el héroe vive en el instante puro, sin nada personal, sin tradición; héroe es el que mata el recuerdo, el que se inventa un pasado y una identidad. Me obsesionaron sus líneas en cuanto las leí: del mismo modo que Don Draper renunció a su nombre y fabricó una vida de hombre dandi en Manhattan, el héroe literario tiene el mundo abierto para sí y puede ser quien le venga en gana. Piglia sugirió que a este fenómeno podríamos llamarlo “la muerte de Proust”, porque ni la memoria ni el recuerdo personal son indispensables para ostentar una identidad. El héroe se enfrenta desnudo a su mítico destino, y así es más misterioso y varonil. Qué atractiva me resulta esta imposible vida literaria. 

Es cierto. El recuerdo de la madre que nos acuesta y nos besa antes de dormir no dice nada de quiénes somos hoy. La vaquita (¡mu!) que va por el caminito de El retrato del artista adolescente y se encuentra un niñín muy guapín, el artista-niño, dejará de atraer al artista adulto, ya vuelto con intensidad hacia la mujer que se baña en el río. Ni siquiera el trauma de una joven que ha sido violada la erige eterna víctima, insistió Virginie Despentes en su Teoría King Kong; ella es más que lo que le ocurrió, más que la suma de sus experiencias. 

La tesis es clara: la libertad es posible, la identidad no está grabada en piedra. El pasado puede sacudirse como el polvo de un abrigo de segunda mano. Por más nostalgia que te despierte el sabor de aquel trozo de magdalena sopeado en té, Marcel, ¿no sería preferible proseguir con el festín? Habría que ser un loco o un misántropo para deambular por ese devastado recodo mental, tan repleto de espinos y animalejos, de luz enceguedora que lentamente quema la coronilla y las ideas, con el engañoso fin de conocerse a sí mismo. Al menos eso pensaba mientras respondía la serie de pruebas psicométricas que me ordenó un posible empleador, sin previo aviso, un martes por la tarde. 

    Sin razón, en ocasiones usted siente un miedo intenso y súbito 

    Le gustaría más vivir en medio de un bosque que en una ciudad

    Usted se mira en el espejo y confunde la derecha con la izquierda 

    Usted se mira en el espejo y no se reconoce

    Usted evita mirarse al espejo

¿Me miro con fijeza? ¿Es un espejo de cuerpo completo o uno redondo, de tocador, empañado por el agua de la regadera? Deseé interrogar a la prueba con agresividad similar a la que me sometía. Un vistazo sería suficiente para comprobar que tengo el mismo rostro que ayer, pero si abro el grifo del lavabo y dejo correr el agua mientras encaro una mirada prolongada, el desperdicio de líquido abriría camino a la turbación. Tendría noticias de mí: lo profunda que es la tierra de mis córneas, el preocupante lunar que nació en mi párpado mientras dormía, la marca de nacimiento que recorre la piel cercana a mi oreja izquierda y que descubro sólo a veces, de reojo, cuando soy osada y me inspecciono de perfil. Me evaporo en la imagen de mí misma. Soy un borrón, un relámpago de desconocimiento, polvo. 

¿Y qué hay de oír mi voz grave en una grabación, ver por primera vez una fotografía que alguien tomó de mí? ¿Me reconocería? 

III

Hasta aquí iba mi ejercicio sobre la identidad, la memoria. Era un sábado silencioso, estaba encaramada sobre el sillón deshilachado de una sala en la que ya no vivo. Tenía en el regazo un ejemplar manchado de café de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, que el amable mensajero-ciclista de la librería Jorge Cuesta me había entregado unos días antes. Iría quizá por la página ciento y pico, ya absorta, cuando volví sobre mis pasos para releer los pasajes subrayados y pensé un guijarro más. 

El pueblo de Ixtepec describe el tiempo como un inmóvil globo de vidrio donde los personajes están obligados a existir de manera repetitiva. En la novela, el tiempo no transcurre como lo pensamos —de atrás hacia adelante—, sino que cada instante es en sí mismo “tiempo petrificado”; y el porvenir, “la repetición del pasado”, es una afrenta a la percepción lectora, a la actividad que inicia en la página uno y termina en el punto final de la última página. Los recuerdos del porvenir es una propuesta filosófica que no es ajena a la tradición que la precede. En cristiano, los personajes literarios existen fuera del tiempo (sí, existen: porque se siente el peso de su existencia). Si en los libros el tiempo es una experiencia subjetiva, individualizada al fin; en Los recuerdos del porvenir el manejo artificial del tiempo es autorreferencial. Paradójicamente, como alguna vez escribió George Steiner, es la ruptura de nuestra noción del tiempo la que proporciona un sentido de realidad a la ficción. 

A lo que iba. Escritores y lectores no corremos con la suerte de los personajes: estamos condenados a conversar con el mundo que hemos habitado. Pero esa condena puede ser también una hazaña. Si soy incapaz de soltar el pesado trajín de lo transcurrido, si soy incapaz de abandonar mi noción del tiempo, me dedicaré a saltearlo con memorias que no son mías, de nadie, hasta crear un monstruo de terribles proporciones a cuya sombra pueda dormir con tranquilidad, con la certeza de ser también lo que no soy. Las memorias ficticias se funden con la memoria vivida, la nutren— como escribió Piglia: cada día trabajamos con la memoria ajena sin darnos cuenta. El lenguaje memorioso se purifica con palabras, imágenes, sensaciones, relatos radiantes que abandonan la boca de quienes amamos. Estos son nuestros tiempos petrificados. 

Me esfuerzo ahora por empezar mi nueva autobiografía. Recuerdo la semana que Jo March se encerró en su ático a leer con compulsión lunática hasta quemarse las pestañas. Recuerdo versos de Villaurrutia: 

Amar es una angustia, una pregunta

una suspensa y luminosa duda;

es un querer saber todo lo tuyo

y a la vez un temor de al fin saberlo. 

Recuerdo el horror de la Sunamita, y el mío, cuando su tío moribundo estiró el brazo y le agarró el trasero. Recuerdo la inmensa pena de Bola de Sebo cuando su villa miserable la rechazó después de que se prostituyera por el bien común. Recuerdo la muerte de un burócrata común. Recuerdo, con claridad tremenda, la orden que acataron los Pevensie para llegar al Paraíso: “further up, further in”. Con más fidelidad, color y agudeza que ciertos días que viví en carne y hueso, lo recuerdo. La memoria engorda con la acumulación de hechos pasados, intepreta y otorga sentido, encandila. La memoria engaña. No es individual ni, propiamente, colectiva: es una fiesta bulliciosa de memorias en el silencio contemplativo de la propia. Sólo aquí tenemos la posibilidad de desdibujar nuestra identidad.