Narrativa

Ruby, my dear

Me quito los tacones y los dejo en el pasillo. Cuando Miranda encontró la pequeña puerta abierta en Motolinia, yo llevaba esperándola treinta y tres minutos, pienso, mientras cuelgo mi abrigo en el perchero a la entrada de mi cuarto en la Colonia Roma. Quedamos que nos íbamos a ver por ahí de las siete y media y el grupo era grande: para las demás personas, la tardanza de Miranda pasó desapercibida, para mí no. Llegué al Zinco Jazz Club a las siete y veinte. Miranda bajó los escalones para llegar al sótano y se detuvo en la puerta hasta que le aplaudieran al grupo que tocaba Tenderly. Mientras reacomodaba sus trenzas pequeñas detrás de sus aretes largos, toreaba los montones de mesas que había entre nosotras y ella y nos saludaba, primero de lejos con su sonrisa de cal y su mano de barro, luego de cerca con su voz agradablemente monótona que siempre parecía que preguntaba, yo ya había dado por sentado que ella no iba a llegar y me había acabado mi segundo negroni, me digo y voy a la cocina para secuestrar una jarra con agua. La jarra de agua, también de barro, se parece a Miranda, fresca, opaca, vital. A quién se le ocurre llegar tarde a su despedida, murmuro. Cuando Miranda intentó darme un abrazo yo me quedé paralizada y no pude pararme. Pegó su frente a mi hombro, yo ya tenía la cabeza ligera y sentía el alcohol dilatando el tiempo, pienso, con la jarra rebosante entre los brazos.

Camino con cuidado para que no se caiga. Se sentó, e iba a hablarme de algo. Yo veía sus labios pintados de rosa e intentaba anticipar la conversación, pero el saxofonista asintió en la dirección de la pianista y empezaron a tocar I’m Old Fashioned. Nos callamos y volteamos al escenario. Miranda me tapaba al baterista y la bajista, y yo veía, encima de sus hombros descubiertos, a la pianista a la izquierda y el saxofonista a la derecha. Parecía que el sonido salía de ella. Casi se lo dije, pero Hugo, quien le había hecho ojitos desde nuestra primera clase juntas en la Facultad de Música, tres años antes, le preguntó si quería ir por algo de tomar y se fueron a la barra. Cómo fue, El día que me quieras, Born to be blue y otras dos canciones que no reconocí. Hugo y Miranda pasaron de estar lejos y más o menos al pendiente de los demás a tener un par de rodillas y hombros pegados y estar absorbidos entre sí. Para ese momento, sus tequilas seguramente estaban empezando a surtir efecto, pienso y llevo la jarra a mi cuarto. Dejo la bolsa sobre mi escritorio y la veo con culpa.

Me sirvo un vaso con agua y dejo la jarra al lado de la bolsa. Recuerdo el horror absoluto de saber que algo tan fuerte no es recíproco y voy a mi baño. El saxofonista estaba dando todo lo que tenía y era difícil hablar con las personas; Hugo y Miranda empezaron a hablarse directamente al oído. Miranda volteaba hacia nosotras y nos veía como viendo a la pared, que es como decir que no nos veía. Hugo puso su mano contra su mejilla y me acordé esas líneas de Safo (¿poema treinta? ¿treinta y uno? ¿por ahí?) que le gustan tanto a Marcos. Ese hombre me parece un igual a los dioses, o como sea que vaya la traducción, Miranda sabría pero importa poco. Lo real es el fuego delgado bajo la piel y el dolor, no la poesía. El bajo y la batería llenaban mis oídos, retumbaban en mi esternón y alborotaban mi embriaguez. Me sentía casi muerta.

No sé por qué tomé si solo me pone triste, me digo, mientras mojo el algodón con desmaquillante. Entonces el piano, ligero y anticipatorio. El saxofón se hizo de la línea melódica, que sonaba casi como una súplica y ardía, azul y extendida. Empezaron a improvisar sobre el tema de Ruby, My Dear y me perdí en la música y el reflejo de la luz morada en la boca del saxofón. Parecía una pequeña constelación alrededor de esa dulce oscuridad. Por unos momentos, todo estaba bien. Es más, por unos momentos, nada estaba. Sólo había la luz morada en la boca del saxofón y la melodía cercana a un suspiro: Ruby, My Dear, Ruby, My Dear para siempre y nada más. Parecía que la canción nunca acabaría ni habría empezado, hasta que llegó un silencio que parecía circular y estaba lleno de alivio. Unos aplausos prematuros y un grito del sobrentusiasta insensible de Hugo lo interrumpieron. El mundo regresó con todo su peso, pienso al buscar mi cepillo de dientes. Prendo las bocinas y pongo la versión de piano solo de Thelonius Monk. No es lo mismo, pero ayuda. Hugo nos invitó a su departamento y organizamos una pequeña flota de ubers. No lo aguanto, pero todo por estar cerca de Miranda, aunque ni hablé con ella en toda la noche, me digo con el cepillo de dientes todavía en la boca.

Las tres nos fuimos en el mismo coche. Todo el camino hablaron entre sí. Qué es esa cercanía glauca. Qué es sentir su hombro contra el mío si estaba volteada y hablando con él. Hugo se acercó y le plantó un beso en la punta izquierda de su labio y no sé si sentí asco, tristeza o rabia, pero algo incendiaba mis adentros. Aún lo hace. Llegamos a su edificio, subimos tres pisos tambaleantes de escaleras y nos enseñó su librero lleno de porquerías. Miranda, mereces más. En unos pocos minutos se llenó la sala-comedor. Hugo alternaba vino tinto con tabaco en la esquina y veía a Miranda esculcar el librero y tomar café con Dios sabe qué. Alguien indeterminado tocaba mal el piano de pared desafinado. A veces parecía que tocaba Debussy y a veces que era I Will survive. Todo esto, mientras nadie apagaba la maldita bocina tocando Getz/Gilberto. Tres amargados estaban sentados en la esquina contraria a Hugo y sorbían café (o peor aún, té) a las dos de la madrugada. Miranda se volteó, hizo espacio entre las velas y empezó a enrollar un porro sobre la mesa, entre ella y el piano. El del piano se puso a hablar con ella. Embriaguez en todos lados. Alguien recuerda esto, sola, ahora sobria, tirada en la cama y viendo al techo.

Qué significa estar aquí y amar y estar bien con que todo sea ligeramente decepcionante. Saber de la muerte térmica del universo y la entropía y seguirle diciendo que sí a la vida. Qué significa que seamos la última línea de nuestros ancestros y desear agotar el campo de lo posible. Entonces para qué callar las cosas. Por qué no me paré para decirle a Miranda que a veces despierto en la mitad de la noche con sus ojos y labios entreabiertos grabados en mi mente. Por qué no crucé el cuarto hasta la mesa, interrumpí al pianista y le confesé a Miranda que nunca había visto nada más hermoso que su rostro contra la luz de las velas. Así, tal vez pude tener el rechazo en las manos, seguir con la vida. Por qué no perseguir la muerte emocional de nuestros deseos. ¿Será que deseamos desear, que queremos el encanto de lo lejano y que esa presencia detrás de la luz anaranjada nos atormente? No queremos salir de la cueva y ver el sol, sino ver a las sombras moverse. Las cadenas están adentro y quizá las amamos más que al amor. Pero al final todo eso es filosofía y no importa.

Saqué mi cuaderno y pluma de mi bolsa, arranqué una hoja y empecé a escribir la carta, me dije, mientras me levanto de la cama y voy al escritorio. “Miranda, querida. Querida Miranda: El problema esencial es que te quiero y no estamos juntas. Que me duela es entendible, pero lo que no es tan obvio es que aunque no te tengo entre mis brazos, no puedo poner mi cabeza sobre la tuya ni ver tus ojos de cerca, y no sé cómo se siente tu cadera en mis manos o tu susurro en mi oído, quererte tanto hace que vea que hay flores en todos lados, que la luna está llena y que el rojo de los claveles y el aroma de los jacintos nunca han sido tan intensos. El aroma de la vida toca todas las cosas y el mundo me canta. Por eso no te digo en persona, querida, lo que siento; por eso te dejo esta carta y me voy sin despedirme. No arruinemos lo que nunca tuvimos. Espero que seas feliz del otro lado del mundo. Con amor, de veras, – Cristina” Eso es lo que decía la carta. Cuando acabé de escribirla tomé mis cosas, busqué a la chica con mi mirada y la encontré, contra la pared, tapada por el cabello largo de Hugo.

He de haber despedazado la hoja hasta que no hubiera un trozo más grande que un diente. Los aplasté en mi puño y fui a buscar la taza de Miranda. La encontré junto a la copa de él. Sin pensar, arrojé los papeles en el vino y ni presté atención a cómo se disolvía la tinta azul en el líquido rojizo. Abrí mi bolsa, cometí mi crimen y bajé las escaleras. Esperé a mi uber en la banqueta.

Con culpa, con una satisfacción completamente nueva, saco la taza de mi bolsa y la pongo sobre la mesa. Podría ser el centro de un altar, o una obra en una exposición, que debería ser lo mismo. Veo el borde, rosado sobre blanco, con el rastro de los labios de Miranda y no sé qué hacer. Mientras parece que río, mi cabeza cae entre mis manos abiertas y mi cuerpo se agita. Levanto la mirada y entre mis dedos veo otra vez los puntos rosas sobre la porcelana. Parecen pétalos. Todo cae, todo tiembla.

Ficción

Adagietto

Por Armando Gaxiola

Miranda le preguntó qué iba a hacer después. ‘Ah, voy a ir al depa. Abraham me va a hacer cordero. Algo así como una disculpa,’ contestó Irina, sin dar más explicaciones y evitando los ojos de Miranda. Habían pasado suficientes horas hablando como para que esas omisiones fueran llamativas. Irina sabía. Actuó como si hubiera dicho algo sin importancia y cambió de tema, menos para hacer que no le doliera tanto a Miranda y más para evitar hablar de Abraham.

Hubo un silencio breve y, al fin, la certeza de que esta convalecencia era meramente unilateral. El dolor era de Miranda y de nadie más. Asintió con una sonrisa interior, genuina y punzante, como si siempre hubiera presupuesto que Irina seguía con él. Como si sus intenciones, de todas formas buenas, puras, hubieran sido irreprochablemente amigables siempre, y que las muestras de interés excesivas eran producto de su condición como extranjera. Ese año, lo único que le aprendió a los ingleses era cómo parecer ecuánime cuando una se quiebra.

Y eso pareció ser todo. Un hombre con un delantal de cuero sostuvo la puerta desde dentro y abrazaba una escoba con su brazo desocupado. Miraba a las dos personas -no una pareja- conversando en la esquina del fondo del café, como si amenazara con cerrarlo con ambas adentro. Se dieron cuenta, pararon y juntaron sus cosas, se pusieron abrigos, una gorra, orejeras, etcétera.

Se disculparon con el hombre y fueron arrojadas a la calle que todavía centelleaba con el rastro de la llovizna del mediodía y la luz adamantina de los faroles y las decoraciones; sus reflejos en las ventanas, escaparates, algunos letreros de metal y dos o tres coches estacionados. La puerta se cerró detrás de ellos. ‘¿No es extraño?’ dijo Irina, ‘¿Hablar con alguien y luego salir al mundo, ver que todo sigue en su lugar, que nada ha cambiado, que tal vez existe la calle?’ A Miranda también le parecía raro, pero no contestó porque no supo que decir: estaba abrumada. Decidió dirigir la conversación a los dos libros que le iba a regalar (la traducción de Safo de Anne Carson y Nightwood ) y la carta que los acompañaba. Le tomó una semana entera escribirla, para dejar claro, en el subtexto, que le estaba dando una parte de su corazón, que regalar esos libros era un acto de vulnerabilidad sincero. En ese momento, con el paquete envuelto en su mano, sintió que tenía que hacerlo menos.

Miranda le contó cómo en la primavera le prestó cuatro colecciones bilingües de poetas latinoamericanas a una de sus amigas (Pizarnik, Sor Juana, Mistral y Storni las poetas; Amelie la amiga) y le dio una carta explicándole cada volumen. Detalló cómo sus acciones amistosas se malinterpretaron como coqueterías. Deformó el incidente para presentar a los mexicanos como una banda de sentimentales que escriben cartas bajo la menor provocación y regalan o prestan libros a quien se deje. Era una mentirilla blanca que sólo crearía expectativas no cumplidas si Irina llegara a conocer a otra mexicana. Miranda codificó su regalo para implicar que no era más que un gesto amistoso.

Puso los libros en las manos de Irina, con indiferencia performativa y reverencia privada. Tal vez ese fue el momento en el que se dio cuenta de que la amaba. Su amor hipotético se quedaría puro, incontaminado por la realidad, como una pequeña perla rosa, y moriría, esperaba Miranda, con más o menos un mes de pop navideño triste (¿quizá Wham! finalmente le diría algo?) Le caería bien regresar al calor y polvo familiar de la Ciudad de México. Ver a su madre, abuela y perro. Llenar ese hueco cada vez más evidente con chilaquiles, amistades de la infancia (cada vez más remota, al igual que la amistad) y esquinas nostálgicas. Miranda abrazó lateralmente a Irina, intentando evitar incomodidad e intimidad, y ambas agnósticas se desearon un feliz año nuevo. Nunca se había sentido más sola.

Irina andaba al norte, donde las campanas de la catedral repicaban; Miranda al sur, a regresar a su refugio de los elementos de esta isla de la melancolía. El viento decembrino les recordó que tenían un cuerpo con piel atersada por el frío, que tenían un lugar en el mundo. También les recordó que no tocaban a nadie: que, a final de cuentas, la soledad permea a todas las cosas. Los humanos son discretos, hay un punto en el que empiezan y acaba todo lo demás. Ser es dejar afuera. Las corrientes también agitaron sus ropas y liberaron el sorprendente aroma de la otra, inadvertido en el café. Miranda lo notó y sintió una extraña pesadez entre sus pulmones. Se preguntó si podría ser la misma persona que antes.

Ambas caminaron hacia sus departamentos, hasta que, en el mismo momento pero en distintas partes de la ciudad se detuvieron: sus miradas se encontraron con el cielo nocturno. Sus ojos se llenaron de la extendida y reconfortante nada infinita.

Con un alivio que era el mismo pero tenía orígenes distintos, vieron que el mundo también estaba vacío. Tras un esfuerzo breve, dos sonrisas de felicidad y compasión, de ironía y ternura siguieron caminando en direcciones opuestas. Detrás de las decoraciones, las estrellas centelleaban a lo lejos. Qué tristes, qué hermosas eran.

Cultura

Nuestras lecturas favoritas de 2021

Como en 2020, en Desvelo adaptamos el ejercicio de «Los mejores libros de 2021» a uno bien sencillo: compartirles pocos libros que cada uno disfrutó especialmente durante los meses pasados, sin importar su año de publicación y país de origen. Acá mencionamos novelas y ensayos, manifiestos urgentes y libros de historia; autores como Hermann Hesse, Saidiya Hartman, Bárbara Jacobs y George Sand. La lista es heterogénea y, como el proyecto en sí, su objetivo es dialogar entre nosotros, conocer lo que los demás descubrieron este año y expandir nuestras lecturas: esta vez tenemos un invitado lector que contribuyó a nuestra lista.

Esperamos que hagan clic con algún título, y que ustedes también compartan sus lecturas como caramelos. ¡Feliz año nuevo!

De Armando:

Pnin, de Vladimir Nabokov

Por un lado, Pnin es Nabokov en su punto más accesible. La novela es corta, ágil, y tiene en su centro a un protagonista tragicómico y entrañable, Pnin, con el que es fácil empatizar. Es posible que el capítulo que nos lleve al llanto sea también el que nos haga reír en voz alta. Por el otro, el mundo de Pnin es aquél de los émigrés rusos en los cincuentas, uno lleno de soledad, de los muertos de la revolución y el holocausto. Además, no deja de ser una novela de Nabokov: abundan los juegos literarios, los dobles sentidos, códigos y espejos. Éste es un libro que ofrece algo para cualquier lector, y es especialmente bueno para romper el prejuicio de las personas que imaginan a Nabokov como un esteta inmoral, desconectado del mundo y su dolor

Ada or Ardor, también de Vladimir Nabokov

Ada or Ardor es Nabokov sin restricciones, y por lo tanto un texto más difícil. Mi edición tiene casi quinientas páginas, que comienzan con unos capítulos que parodian la complejidad genealógica de las novelas rusas del siglo diecinueve y pasan por una sección particularmente opaca dedicada a la filosofía del tiempo de uno de los protagonistas. A pesar de su dificultad, Ada lo vale, sin pensarlo dos veces. Tiene algunas de las páginas más hermosas que he leído y momentos de una intensidad emocional sobrecogedora. Al igual que lo mejor del resto de sus otras obras, Ada enseña a leer con cuidado y a ver el mundo con más colores y texturas al cerrar el libro. Lo recomiendo en particular para las personas convencidas del genio de Nabokov, que disfrutan su pirotecnia verbal, sus delicadísimas imágenes y su música.

Días de tu vida, de Bárbara Jacobs

No sé de nada que se parezca a Días de tu vida, la extraordinaria novela más reciente de Bárbara Jacobs. El monólogo continuo de Patricia, su hermana y la protagonista en agonía, es una asociación libre compuesta por pequeñas oraciones en minúsculas que no suelen rebasar las tres palabras antes del punto y crean un flujo que captura nuestra atención y emociones. La novela de Jacobs impone una lectura lenta pero con un ritmo constante, contraria a las novelas híper-ágiles que se pueden consumir en una hora o dos sin significar gran cosa. Y como las oraciones son muy pequeñas, cada palabra importa y crea una experiencia de lectura profunda que compenetra con el lector.

A pesar de que la voz de la narradora es la de alguien en el lecho de muerte, su vitalidad y carisma hacen que su amor por la vida supere cualquier angustia. En esencia, la pesadez y sobriedad de la muerte se ve pequeña junto con el gozo de haber vivido y la esperanza de reencontrarse con sus muertos. La novela de Jacobs es un triunfo que afirma la vida.


De Camila:

En la Tierra somos fugazmente grandiosos, de Ocean Vuong

«Querida Ma», dentro de la cabeza del narrador – o podría haber sido su corazón – el nombre comienza a retumbar, como la canción de una campana, «Estoy escribiendo para llegar a ti, incluso si cada palabra que pongo es una palabra más lejos de donde estás». Y aunque sabe que su madre es analfabeta, su educación terminó a la edad de 5 años después de que una redada de napalm destruyó su escuela en Vietnam, y así, todas sus horas y su dolor se doblarán en papel y se guardarán, las palabras seguían cayéndose, prendiéndose a fuego a medida que avanzaban. 

Vuong entiende profundamente la elocuencia de la violencia, y sus palabras vibran con un salvajismo rojo, floreciendo, sacando tanta sangre de la historia como sea posible. Vuong muestra los sentimientos de su narrador, Little Dog, como el agua encamina sus olas, y uno sólo puede asumir que él debe haber dibujado en alguna fuente de dolor dentro de sí mismo, creciendo en los Estados Unidos, queer, y el hijo de un inmigrante. Vuong escribe como si estuviera abrazando sus recuerdos por la última vez, como si los estuviese incrustando en la superficie de su piel. Sus palabras son tan suaves como una capa de tela sobre el cuerpo que se envuelve contra el frío; pero a veces tienen la tendencia abrasiva de rallar las páginas, como la raspadura de una piedra que afila a una hoja. A menudo, el alfabeto parece transmutarse en horquillas incoherentes, vacilando como si fuera un sueño desgastado. 

El resultado es un libro que no se puede describir sin tomar prestado algo del lenguaje propio del autor: «No te estoy contando una historia sino un naufragio, las piezas flotando, iluminadas, finalmente legibles».

País de nieve, de Kawabata Yasunari

el mar agitado

extendiéndose hacia Sado

la Vía Láctea*

– Matsuo Bashō

El haiku evocador de Bashō se cita al final del libro mientras un personaje principal comienza a contemplar las pequeñas gotas de fuego que, en contraste con el ambiente tranquilo de un país hecho de nieve, flotan en el aire, ardiendo de furia y desencanto, pero protegidos por el esplendor absoluto de la Vía Láctea. La sublimidad de un firmamento bajo el cual la existencia se manifiesta en forma de la belleza y la tristeza. 

Así se desarrolla la experiencia tangible de leer la prosa de Kawabata. Su estilo minimalista y conmovedor. Su voz sincera y nostálgica. Una melodía única en una noche tranquila en medio de una corriente de estrellas centelleantes. Principalmente, País de nieve es un cuento de amor. Una aventuraromántica. Un hombre arrugado por su propia frialdad, casado con un par de mujeres etéreas. Mujeres que le dan todo lo que tienen. Un despliegue dramático de cada emoción. Un abismo de vulnerabilidad. Un comportamiento obstinado que ni siquiera considera renunciar a todo lo que está destinado al fracaso. Una relación que estaba destinada a perecer frente a las montañas blanqueadas, incluso antes de que empezara. 

Este libro rebosa de nostalgia, de las delicias de la naturaleza. Una belleza sencilla, la belleza japonesa, pura, no adulterada; una que se niega a caer bajo el hechizo de la modernidad occidental; tratando desesperadamente de preservar sus tradiciones y valores. El mundo de una geisha. Lección tras lección sobre cómo entretener a otros con el corazón roto.

*mi traducción de la interpretación en el inglés

Siddhartha, de Hermann Hesse 

La simple elocuencia de este libro bien puede ser incomparable en toda la literatura. Como muchos lectores, supongo, al principio pensé que el Siddhartha de Hesse sería la biografía del Buda Gautama, también conocido como el príncipe Siddhartha. De hecho, incluso la estructura narrativa parece imitar las enseñanzas del Buda: la primera parte con sus cuatro capítulos podría insinuar las cuatro verdades y la segunda parte, con sus ocho capítulos al Camino Óctuple. Incluso cuando el mismo Buda aparece como un personaje en la historia, podría ser visto por un tiempo como el doble del héroe, a quien se enfrenta, niega y finalmente acepta como su espíritu gemelo. 

Sin embargo, el libro no sigue esta trayectoria supuesta. El Siddhartha de Hesse elige su propio camino, negándose a ser un seguidor del «Ilustre». Por lo tanto, la estructura dual del libro incluye a una vista más cercana tres edades en la vida del héroe, cada uno de ellos completado con un despertar, una epifanía. Así, la novela resulta ser, aparte de una novela de ideas, también un bildungsroman. Fue la manera más fácil para mí, debido al título y a las referencias míticas en el texto, ofrecer fragmentos de filosofía budista como claves de la lectura. Sin embargo, el conocimiento de ella no es necesariamente un requisito, ya que al final, el libro llega a describir a la búsqueda arquetípica hacia el significado del mundo y el Sí Mismo. Y poco a poco, página a página, las alusiones eruditas se vuelven menos importantes, mientras que el viaje de Siddhartha se convierte en lo nuestro, lo universal; tocando y cambiando para siempre nuestra alma haciéndonos creer, incluso es sólo por un tiempo, que levantamos el velo y vimos lo desconocido.


De Azucena:

Historia de las alcobas, de Michelle Perrot 

En las alcobas ocurren los acontecimientos más importantes de la vida: el nacimiento y la muerte, el sexo y la secrecía, los sueños y las pesadillas. Historia de las alcobas es un paseo narrativo por imágenes cotidianas de esta vida privada en Occidente. Perrot nos abre la puerta igualmente de la majestuosa cámara de Luis xiv, de las habitaciones de obreros, de niños, de enfermos y moribundos, de escritores como Proust, Kafka y Woolf. Hace una sabia parada en el rechazo a lo doméstico, propio de las feministas, los existencialistas y los aventureros fogosos, y también coquetea con el picaporte de las habitaciones de hotel. 

La historiadora argumenta con obras literarias. Cuando escribe, por ejemplo, que tener una habitación propia garantiza la independencia de las mujeres, robustece su afirmación con el monólogo de Faunia, la protagonista de La mancha humana de Philip Roth: una noche Faunia se queda a dormir en el cuarto de su amante y al día siguiente lamenta su impulsiva decisión, pues “dormir en la propia cama es de una importancia vital” para una chica como ella. Imposible ignorar la osadía de una científica social que, en pleno siglo xxi, esgrime la literatura como fuente documental legítima.

Sarrasine, de Balzac 

El escultor Sarrasine ha pasado su vida observando cuerpos femeninos en busca de rodillas pequeñas, manos y cuellos esbeltos y hombros pálidos para esculpir “la figura perfecta”. Durante un viaje a Roma, el artista asiste a un número de Zambinella, una hermosa estrella de ópera, y reconoce en la cantante las formas deseables que antes sólo encontró en múltiples mujeres. La viva imagen de su obsesión inspira su mejor escultura, pero una noticia escandalosa perturba por completo el significado de su visión. Sarrasine es una lectura placentera por un sinfín de motivos: el retrato de la vida urbana en París del siglo xix; el irónico escándalo sexual; la narración ágil en forma de chisme. Todo en la novella confirma que la obra “fresca” o “disruptiva” no es, necesariamente, la contemporánea.

Indiana, de George Sand

Indiana se casó a los dieciséis años con un ex oficial del Ejército francés y su tediosa vida cotidiana la ha enfermado desde entonces. En su triste afán de supervivencia, y como Madame Bovary, la joven busca pasión como bocanadas de aire. Así se enamora sin remedio de Raymon de Ramière, su vecino apuesto, rico y elocuente, sin saber que aquél ya ha seducido y embarazado a su mucama. Basta con este pincelazo para exponer la naturaleza canalla del hombre que atormentará a la heroína. 

Con Indiana, George Sand —el seudónimo masculino de Amantine Lucile Aurore Dupin— afianzó la fama entre los círculos literarios. Hoy la novela tiene un interesante revés anacrónico: se discute si la obra es “feminista” o no porque el origen del drama está en la vulnerable posición de las mujeres bajo el Código Napoleónico, en particular su incapacidad de divorciarse y poseer tierras. El adulterio, el drama, la rivalidad entre hombres y la institución que encarna cada personaje (el “régimen de representatividad” que ciertos críticos han observado en la tradición realista) rápidamente hicieron del título un clásico de la literatura francesa. Sin embargo, Sand tomó apenas unos elementos del género y los desechó con la misma facilidad. La habitación circular de Indiana es, en este sentido, ilustrativa: al adentrarse en ella sus pretendientes ingresan a un mundo luminoso, plagado de ilusiones, espejos y fragancias, y quedan atontados. En la alcoba rosada se desdibujan los límites del opresivo mundo social que habita Indiana, y se le permite a la heroína, si a veces, respirar. 

De Fiacro:

How to Blow Up a Pipeline, de Andreas Malm

Este año tuvo lugar la COP26 y fue un espectáculo desolador. De seguir como vamos, para 2100 se estima que la temperatura del planeta incrementará entre 2° y 3°C. Hace cinco años, el objetivo del celebradísimo acuerdo de Paris era mantenernos en 1.5°C, lo cual implicaba hambrunas, sequías, desplazamientos, incendios e inundaciones en el terreno de lo manejable. Estamos muy por encima de eso. How to Blow Up a Pipeline es un manifiesto con una propuesta muy sencilla: dada la situación actual, el ambientalismo necesita comenzar a utilizar la violencia como herramienta política. La idea es contundente y polémica. La mayoría de las principales figuras en el ambientalismo se han declarado abiertamente en contra de ella y sin duda hay múltiples argumentos en contra. Sin embargo, Malm hace un excelente trabajo delimitando de qué tipo de violencia estamos hablando (únicamente contra la infraestructura petrolífera), cuáles son las virtudes de esta herramienta, y cuáles son los vicios del ambientalismo como lo hemos visto hasta ahora. Sin importar si uno está de acuerdo con Malm, How to Blow Up a Pipeline ofrece una mirada fresca al problema más grande de nuestro tiempo.

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

Mi primera lectura de Dorian Gray fue durante la secundaria y desde entonces había sido una astilla en mi conciencia. En su momento, me pareció un libro extremadamente descriptivo y, siendo un puberto impaciente, lo abandoné en plena descripción de una cortina. Casi 15 años después ha sido una sorpresa ligeramente macabra regresar a Wilde y encontrar una lectura tan rica. Estoy seguro que Dorian Gray ofrecerá cosas distintas para cada lector. En mi caso, mi interés inicial por el diálogo con lo ensayos de Sontag sobre la naturaleza del arte, pronto fue suplantado por las discusiones sobre la moral cristiana, la torturada homosexualidad de Wilde y la, primero seductora, y en última instancia patética persona de Lord Henry. Para quien esté cansado de los pesados años que hemos tenido, Wilde ofrece una muy parcial reflexión sobre el hedonismo, sus virtudes, y sus peligros.

El ministerio del futuro, Kim Stanley Robinson

Se ha escrito sobre la Crisis Climática desde hace más de 50 años. No obstante, ha sido hasta años recientes que ha comenzado a incrementar la popularidad de su ficción. Imaginarnos el futuro que nos espera es, en mi opinión, una labor crucial que ha estado demasiado ausente de los movimientos ambientalistas. Más allá de los grados, los datos y las estimaciones, la movilización política suele venir de un lugar emocional. Crear narrativas sobre dónde estamos y a dónde vamos es urgente. En este sentido, El ministerio del futuro ha sido una de las lecturas más populares entre los activistas del movimiento. El libro comienza con una narración de cómo una, por ahora ficticia, ola de calor termina matando a cientos de miles de personas en la India. La descripción es progresivamente aterradora y sirve perfectamente para ilustrar el peligro que tenemos en puerta.


De Fernando Bañuelos:

La isla, de Judith Martínez Ortega

Judith Martínez Ortega llegó al penal de las Islas Marías un 31 de diciembre para trabajar como secretaria del entonces director, el general Francisco J. Múgica. La isla recoge una serie de viñetas sobre “aquel año de incendio” que Martínez Ortega pasó en el Pacífico antes de volver a la capital y hacer fortuna como coleccionista y restaurantera. Mitad chismógrafo y mitad diario, el libro de Martínez Ortega describe vidas tensas en que el ritual y la vigilancia muy apenas pueden mantener algo parecido al orden, algo parecido a la paz. Conforme avanza el año, reos y colonos (incluyendo a la autora) se erosionan poco a poco bajo el peso de la crueldad, el aislamiento, la cotidianidad de las tormentas. “Estaban hechizados por el mar, por las noches magníficas que se metían por las ventanas y llenaban los cuartos de estrellas, por la brisa que estaba toda perfumada con el viejo olor de la sensualidad.” Dos tragedias: La isla es el único libro publicado de Martínez Ortega (1908-1985), se reeditó una sola vez (que yo sepa), en 1959.

Estilo, de Dolores Dorantes

¿Quiénes son las nenas que hablan desde las páginas de Estilo? Dicen: “Este es un libro que no existe.” Dicen: “Te tenemos rodeado.” Dicen: “ Queremos que nos tapes la boca.” Dicen: “Somos espacio y somos superficie.” Dicen: “Somos adolescentes armadas cruzando la frontera.” Dicen: “Danos la presidencia.” Estilo es un poemario hecho de fragmentos chamuscados que sugieren una explosión: esquirlas. Al igual que Querida fábrica (2012), el libro que Dorantes publicó inmediatamente después, Estilo se ha leído como una respuesta desde la proverbialmente enrarecida poesía mexicana actual a La Guerra. Su retórica remite a los titulares de esos (estos) años, sí, pero la violencia que ordena (desordena) los libros de Dorantes es sólo suya, una violencia sobre la lírica, sobre la idea de que los poemas se-tratan-de-algo, sobre la idea de que un poema, un libro, un texto es algo que se parece a una persona.

Wayward Lives, Beautiful Experiments, de Saidiya Hartman

Saidiya Hartman ya había escrito dos libros buenos y entonces escribió uno radiante. En cada capítulo de Wayward Lives, Beautiful Experiments, Hartman trata un documento de la persecución y explotación de afrodescendientes en ciudades norteamericanas a inicios del siglo XX. Su “argumento académico”, por así decirlo, es convincente (donde muchos testigos de la “sociabilidad negra” han visto patología, ella ve experimentación y voluntad de escape), pero lo que brilla es su prosa y su técnica narrativa: Hartman escribe con la soltura de una novelista (algunos de sus pares académicos la han acusado de serlo). Además, usa la terminología más exaltada de los estudios culturales norteamericanos y encuentra lo bello que alguna vez hubo en ella, la forma en que sirve para iluminar un par de momentos de dolor o rebeldía en la vida de una persona. El libro es largo y no siempre mantiene el mismo nivel, pero algunas de sus páginas son (perdón por insistir) luminosas. No estetiza ni intenta redimir la miseria e hipervigilancia del ghetto: busca mostrar los momentos de sagacidad o ternura en que, fugazmente, el futuro parece posible.

Ensayo

Un libro cerrado

I

Encima de la cabecera de mi cama, a poco menos de medio metro de mi almohada, descansa la edición de Penguin Modern Classics de la Metamorfosis de Franz Kafka. Resulta sorprendente pensar que ese volumen pequeño con su lomo y contraportada celestes, letras negras sin patitas, y la imagen de un martín pescador, una flor y sombras en la portada incluye la novelita de Kafka y decenas de ficciones más o menos cortas. ¿Cómo entender que adentro nos espera un vendedor que despierta una mañana convertido en escarabajo[1] y que está más preocupado por su trabajo que por su nueva condición? La sorpresa es bien merecida, sobre todo porque revela un engaño: el libro cerrado no contiene nada de eso, Gregor Samsa no está ahí. Esto se debe a que el texto, aquel conjunto de puntos y líneas negras sobre un papel color crema, no es la literatura.

Imaginemos que llegamos al museo Belvedere en Viena y encontramos que todos los Klimts y Schieles están cubiertos con mantas de seda negra. Salvo que rechacemos la realidad de lo perceptible,[2] pensaremos que las pinturas están detrás, que existen en toda su materialidad y los trazos de esos pintores austriacos se mantienen intactos e invisibles. Tampoco hay razón para dudar que ahí estén las hojas de oro que utilizó Klimt, los cuerpos ligeramente contorsionados y alargados de Schiele, etcétera. Podríamos valorar incluso cuánto cuesta o costó el cuadro no visto. Pero en ese momento, esos cuadros tapados no existen como arte.

Los tres grabados de La gran ola de Kanagawa de Hokusai que tiene el Museo Británico suelen estar fuera de exhibición. El objetivo detrás de eso es preservarlos con todo el cuidado posible y evitar que la luz los deteriore. A pesar de ello, la tienda del museo vende calcetines, llaveros, aretes, postales, cuadernos, termos y otras reproducciones de La gran ola. Los grabados guardados existen como símbolo de poder, como mercancía, como un signo y tesoro nacional, como una causa de prestigio, existen en todos los niveles menos el único que verdaderamente importa. Las obras de arte necesitan de su materialidad y la trascienden: sólo existen como tal cuando alguien las contempla.

II

Esto quiere decir que hay que admitir distintos niveles de significación, cada uno con sus capacidades y limitaciones. Por más que nos enredemos en neurociencia al explicar que los bebés liberan feromonas que hacen que los queramos proteger y que disfrutemos abrazarlos o cargarlos, no podríamos estar más lejos de entender la experiencia inmediata de cargar un niño. El arte funciona de una manera análoga, requiere de capas interiores de significación para existir, pero quedarnos en ellas sería equivalente a no entender nada.

La obra literaria existe en su recepción, que depende de condiciones materiales, sin importar si es de transmisión oral o escrita, y éstas a su vez suelen reproducir un texto original. Tomemos como ejemplo King Lear: hay dos textos distintos, el Folio, que es la reproducción de las obras completas de Shakespeare, publicadas en 1623, y el Quarto, de 1608. El primero tiene una centena de líneas ausentes del otro, y el segundo contiene tres centenas que no corresponden con nada del primero. El texto podría ser un facsímil de alguno de los dos, una versión con ortografía contemporánea, o una traducción. Hay diferencias en el tamaño de la hoja y de la fuente, la distribución en la página, que puede ser rugosa o lisa, opaca o transparente, y el libro puede ser de pasta dura o blanda. Todo eso importa, determina, por ejemplo, si podemos leer el libro caminando, si lo podemos sacar de donde vivimos y llevarlo a un parque o café o qué leemos inmediatamente antes de voltear la página. También hace que haya ediciones más fáciles de subrayar o anotar con lápiz y otras que requieren de todos los cuidados. Cada variante cambia la forma en la que el texto significa y lo experimentamos.

III

Además de las condiciones materiales, mi mundo afecta al arte. Para mis amistades inglesas, la crueldad de los eventos de King Lear parece algo tajantemente distante. Ese nivel de violencia se entiende como algo sacado de un pasado brutal en el que las personas escogían entre asistir a las ejecuciones públicas o ver cómo le arrancan los ojos a Gloucester y cómo Lear pierde todo hasta morir, solo, demente, con el cadáver de la única hija que lo quiso entre los brazos.

            Yo crecí en el México de la guerra contra el narcotráfico; lo más violento de la obrapodría salir de una nota roja del puesto de periódico a una cuadra de la casa de mi abuela, o en la esquina contraria a mi primaria. Y, digamos, ¿qué tal que alguien lo lee porque es el libro favorito de una persona que le atrae y que los ingleses lo leen porque lo estudian en la preparatoria? ¿Y si otra persona lo hace porque cree que así entenderá mejor la vanidad o los límites del lenguaje? King Lear sólo existe en la unión de todas las capas de significación, que serán distintas en cada lectura, y que involucran todas las condiciones (históricas, culturales, sociales, etcétera) que afectan mi experiencia. El libro cerrado no es nada más que un objeto y una posibilidad. Una cosa es mi mundo y otra el arte.

IV

¿Cómo podemos seguir con nuestras vidas después de escuchar La muerte y la doncella de Schubert, a Janis Joplin, o ver un Goya? Salvo que caigamos en un quijotismo profundo, necesitamos transitar entre el arte y nuestro mundo, como sea que lo experimentemos. La mayoría de las personas lo hacemos: salimos de la sala de conciertos, nos quitamos nuestros audífonos, salimos del museo y vamos a tomarnos un café malón con una persona que apenas conocemos; hablaremos del clima y de nuestros hermanos, lo que sea. Sin la transición, el arte sería una forma de muerte, tan definitiva, pero para nosotros es algo que significa, sentimos y pasa: está más cerca de la vida.

La transición no es tan sencilla cuando la obra nos toca o abruma, mucho menos cuando nos perdemos en ella. En algo se parecen cerrar un libro que en verdad nos absorbe, despedirse después de una conversación larga, profunda, y tener una experiencia mística. En el arte, el amor y la mística (tal vez caras distintas de lo mismo, indecible), uno no puede situarse en su mundo, nos quedamos perplejos ante cómo brilla hermoso en su enorme indiferencia. La obra afecta a mi mundo. Antes de la literatura, el libro cerrado es sólo un objeto y una posibilidad; después de la literatura, lo es todo.

V

El arte, a pesar de existir en comunión con la subjetividad de la persona que lo contempla, es capaz de crear puentes con otras subjetividades. Un par de horas antes de escribir estas líneas, dos amigas y yo conversamos brevemente en la sobremesa sobre el primer sueño de Raskólnikov. Me parece fascinante que compartiéramos el interés y el dolor producido por el mismo episodio corto de una novela de más de seiscientas páginas. Aquello de una obra que nos llama la atención dice mucho sobre nosotros.

En la primera parte de Crimen y castigo, Dostoievski narra que Raskólnikov sueña que tiene siete años y ve a una multitud intoxicada con su propia crueldad matar a golpes y varazos a una yegua vieja. El niño está lleno de compasión y abraza al cuerpo inerte, lo besa. Leímos distintas traducciones en momentos específicos y desde experiencias diferentes, pero nuestra conversación supera ese atomismo, como si no existiera. Las tres personas compartimos una conexión, breve o no. Ese es el lugar en el que el arte deja de estar situado en nuestro mundo para convertirse en parte de él, aquella continuación de la obra, varias veces distinta, que sucede cuando los libros cerrados nos acercan al otro.

Brighton, 2021


[1]A pesar de que solamos imaginar a Gregor Samsa como una cucaracha, la palabra que utiliza Kafka es Ungeziefer, un insecto entendido como una plaga. Vladimir Nabokov, que a final de cuentas dedicó una buena porción de su vida a estudiar mariposas y sabía mucho más de insectos que cualquier persona que conozca, argumentó convincentemente que Samsa es un escarabajo en sus clases de literatura europea.

[2] En cuyo caso toda la discusión sería ociosa.


Armando Gaxiola (Ciudad de México, 1999) estudia letras inglesas en una ciudad amurallada. Le gusta el té, la música y la literatura de los dos extremos de la modernidad. Twitter: @gaxioar

Ensayo

Contra el temor a los spoilers

Por Armando Gaxiola

No book is worth reading once if its not worth reading many times

Susan Sontag, “Pedro Páramo”

I

Hace poco compré The Inseparables, la traducción al inglés de una novela recién descubierta de Simone de Beauvoir. La versión original se publicó en francés el año pasado y la traducción salió a inicios de septiembre. Aunque me llamó la atención porque no todos los días se publican cosas nuevas de autoras consagradas que llevan casi cuatro décadas muertas, la verdadera razón por la que la compré es que la introducción de Deborah Levy me pareció irresistible. Es perfectamente buena en cualquier sentido, a pesar de lo que sugiere la autora cuando comienza con la siguiente advertencia: “Esta introducción contiene spoilers relacionados con la trama”.[1]

Un spoiler, del verbo inglés para echar a perder, es el acto de revelar los giros de tuerca o la resolución de los nudos de una narrativa. Se supone que arruina la trama al eliminar el asombro del final, pero usualmente se entiende como contar cualquier detalle sorprendente antes de que una persona experimente la narrativa. Por eso, la advertencia de la introducción me parece doblemente interesante: primero, no se me ocurre ninguna introducción de novela que no revele algo sobre la trama, (la mayoría de las que tengo a la mano revelan detalles del desenlace); segundo, no tolero la idea de que revelar detalles de los nudos de la trama sea eso, un spoiler, algo que arruine o eche a perder la obra (es decir, los spoilers no spoilean). Es casi como implicar que el valor de las narrativas depende de la sorpresa. Y claramente no: si el texto es apenas competente, seguramente tendrá algo más que ofrecer; si es excelente, podrá releerse una cantidad ilimitada de veces.

II

No recuerdo un momento en el que las personas hayan estado tan sensibles con los spoilers como cuando salió la última temporada de Juego de Tronos. No contaré lo que sucede, para no molestar a las personas que se mantengan escépticas a lo que sostengo, pero dejémoslo en que casi dos millones de personas han firmado una petición en change.org que pide que se rehaga la última temporada con escritores “competentes” (https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, por si quieren unirse al club).[2] Sin embargo, el problema de la serie no fue tanto qué pasó al final sino que el camino a eso no tenía sentido. Incluso si fuéramos a pensar que nos importan las narrativas por sus historias y nada más, que sería algo profundamente empobrecedor, tenemos que admitir que el recorrido importa mucho más que el destino. El giro más inesperado en una trama mal construida palidece frente una trama simple pero sólida. Es decir que en las tramas importa mucho más el porqué y el cómo que el qué.

Le damos demasiado peso a la parte incorrecta de la trama y demasiado poco a la técnica.[3] Por ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez revela el destino del protagonista desde la primera oración: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…”.[4] García Márquez juega con las expectativas que construyó y crea algo que, en mi opinión, es mucho más emocionante que el desenvolvimiento tradicional de una trama. A propósito, durante la mayor parte de la historia de la narrativa en el mundo occidental, la originalidad (que es aquello que podría llevarnos a valorar la sorpresa en los desenlaces) se ha entendido más como una muestra de arrogancia que de destreza literaria. Hacerse de la trama de relatos más antiguos le confería autoridad al texto nuevo y era el procedimiento estándar. Por decir algo, los Lais de Marie de France sostienen que la autora tomó sus relatos de una tradición bretona que refiere a su pasado celta (y así crea dos grados de separación), y detrás de Shakespeare están las traducciones que hizo North a Plutarco, el texto sobre Ricardo III de Tomás Moro, la Metamorfosis de Ovidio, los Ensayos de Montaigne en la traducción de John Florio, el Troilus and Criseyde de Chaucer, entre muchos, muchos otros.

III

Durante mi infancia, disfrutaba mucho leer una página aleatoria de un libro antes de empezarlo. Idealmente, leía la página 271 un par de veces, hasta poder visualizarlo todo, y entonces me iba al principio. Por lo general, resultaba en que me preguntara cómo estaba construida la novela desde la primera página hasta la 271. Permitía disfrutar la infraestructura del texto, además de todos los otros placeres. Los spoilers no sólo no arruinan, sino que abren posibilidades. Esto es lo que sucede cuando se lee un texto detectivesco o de horror después de conocer el nudo de la trama, y es parecido a leer clásicos.

IV

Muy pocas personas que empiecen a leer una tragedia de Shakespeare lo harán sin saber que al final todos los personajes importantes estarán muertos. E importaría poco, por ejemplo, para quien vea o lea Hamlet, que le dijeran que (alerta de spoiler) su tío envenena por error a su madre, que Laertes hiere a Hamlet con una espada envenenada, que cambian de espadas y Hamlet hiere a su adversario y mata a su tío. Al final, todos ellos mueren. No importa saberlo por cuatro razones: 1. Llevamos más de cuatrocientos años hablando sobre la obra. 2. Hamlet es un referente cultural inmenso y en muchos casos no es necesario haberla visto para saber qué pasa. 3. En el teatro de la modernidad temprana, las comedias solían terminar con una boda y las tragedias con la muerte de todos los personajes importantes. Hamlet es una tragedia de ese periodo y, por lo tanto, seguía la convención. 4. Ir a ver Hamlet no se trata de sorprenderse con los nudos de la trama.[5] Esto llega al punto en el que si vas a ver una obra de Shakespeare en un país anglófono, probablemente encuentres a una o dos personas moviendo los labios al unísono con los personajes. Se saben la obra de memoria, van de todas formas y la disfrutan enormemente. Es peor con Romeo y Julieta, porque la obra comienza con un prólogo: un personaje se para frente a la audiencia y, en forma de soneto, revela la trama entera, con premisa, desarrollo y desenlace. De todas formas, una producción en el Globo[6] puede juntar por tres horas a una centena de londinenses que la verán parados sin intermedio, bajo la lluvia, en medio de una pandemia. Vemos a Shakespeare y nos conmueve hasta los huesos.

V

El asombro por los nudos de la trama es una emoción con una dimensión estética muy pobre comparada con todas las demás, y el arte suele apuntar hacia otras direcciones. Experimentar una obra por primera vez es un fenómeno irrepetible, pero lo que importa de esa experiencia no depende de la trama, no es spoileable. Podría parecer vulgar quejarse del Ulysses porque no pasa gran cosa.

Resultan ejemplares las tres novelas inconclusas de Franz Kafka (Amerika, El castillo y El proceso) porque sus tramas no se acaban de desenvolver y, a pesar de ello, son de las grandes obras literarias del siglo pasado. La genialidad de una novela como Mrs. Dalloway tiene poco que ver con lo que sucede (el qué de la novela, la trama e historia) y mucho con lo demás (los cómos, la técnica): el idioma de Woolf, sus imágenes, cómo carga al mundo de las redes de significado conscientes e inconscientes de sus personajes, entre muchas otras cosas. Lo central es que nada de lo que verdaderamente importa en la lectura de Mrs. Dalloway es revelable. Haberla leído por primera vez fue uno de los momentos más importantes de lo que llevo de mi vida y hubiera dado igual si me hubieran contado qué pasaba.

La historia y la trama son las únicas partes de una narración que pueden ser reducidas a una síntesis y todo lo relativo a la técnica sólo puede ser descrito con un grado de separación tan grande al texto que no puede aprehenderse sin experimentarlo de primera mano. Dejemos a los desenlaces y giros de tuerca en paz y pongamos nuestra atención y energía en otros lados. Y respetemos a quienes mantengan su escepticismo, la vida es demasiado corta para amargar a las demás personas.

Londres, 2021

Post scriptum

VI

Me parece indispensable que dejemos a las personas disfrutar el arte como se les antoje, siempre y cuando no sea transgresivo contra la obra ni contra la experiencia de las demás personas. Si alguien quiere escuchar la sonata Hammerklavier al doble de la velocidad original, que vaya y que lo haga, pero hay que entender que eso no es escuchar la Hammerklavier, de la misma manera en la que ponerse unos lentes azules para ver las pinturas en la casa del Greco implica ver-sus-pinturas-con-lentes-azules, que es una experiencia estética distinta a la de ver sus pinturas.[7] No me parece que haya una única forma correcta de experimentar el arte, pero definitivamente hay muchas incorrectas. Sin embargo, los ejemplos que doy se valen. Lo que no se vale sería cambiar los focos del Prado para que todas las personas vean Las Meninas bajo una luz anaranjada, abrir caramelos durante un recital o llevar un bebé a una ópera (que inevitablemente va a llorar, yo también lo haría). Hay que prescindir de la idea del spoiler porque conocer el desenlace no está en la misma categoría que llevar lentes azules a la casa del Greco (y el spoiler es una idea que empobrece nuestro entendimiento y apreciación del arte), pero no hay que contar el desenlace a las personas a las que sí les importa porque ese acto está en la misma categoría que abrir un caramelo envuelto en plástico chillón durante un movimiento lento de Mozart.

Apreciar las artes narrativas no parte de la necesidad de la ignorancia de la trama, que no tiene por qué ser una parte esencial de la experiencia. La pregunta verdaderamente esencial es si somos testigos del arte o si lo experimentamos. Y no imagino una alternativa a la segunda.


[1] Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv. Trad propia de This introduction contains plot spoilers

[2] Dylan D., “Remake Game of Thrones Season 8 with competent writers.”, https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, consultado el 26 de octubre de 2021.

[3] A falta de un mejor término para englobar a lo que usualmente llamaríamos estilo y forma.

[4] Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.

[5] Seguramente no hay un sentido único en ir a ver Hamlet. La actividad se puede tratar de muchas cosas, pero también hay otras que no, evidentemente. Por dar un par de ejemplos, ir al teatro a ver X no se trata de dormirse, aunque se valga. Tampoco se trata de pensar en cómo construir una escalera, cosa que también se vale. No se vale ni se trata de hacer llamadas por el teléfono, pelearte con tu pareja, etc.

[6] Me refiero a la réplica del teatro de Shakespeare en el banco sur del Támesis, no a la panadería mexicana.

[7] Al igual que empezar a leer un libro en la página 271 en lugar de comenzar por el principio. Se podría argumentar con mucha facilidad que cuando leía una página más avanzada y luego me iba al principio, no leía la obra literaria original sino algo distinto.


Referencias

Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv.

Dylan D., “Remake Game of Thrones Season 8 with competent writers.”, https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, consultado el 26 de octubre de 2021.

Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.

Susan Sontag, “Pedro Páramo”, en su libro Where the Stress Falls, Londres, Penguin, 2001, pp. 106-108.

Narrativa

Muerte y concepción de un mensaje de texto

Borró el mensaje por tercera vez y volvió a empezar. ¡Hola, Irina! Oye, el día está muy bonito y tú también. ¿Te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, un vinito y unos libros de poesía? Contempló el borrador unos instantes y lo eliminó. No quería ser impositiva. Miranda odiaba hasta la médula hacer este tipo de cosas. Quizá un buen paso sería bajarle a la puntuación, quitar los signos de interrogación del principio y deshacerse de las mayúsculas: hola irina! cómo estás? oye, el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía? Mejor. Le daba una salida y sonaba más casual. Pero ella no era casual, ¿por qué tendría que serlo? La vida es demasiado corta y es ridícula esa actitud de fingir que no nos importa lo que sí. No entendía la lógica detrás de sostener que la indiferencia es atractiva. No podría ser más absurda toda la idea del hombre frío y distante que hace a las chicas embelesarse.  Pero entendía el miedo al compromiso y no quería espantar a Irina, apenas se estaban conociendo.

Esas cosas nunca se saben. La línea entre una amistad y algo más se difumina como las esquinas de un trazo de carbón. Los hombres suelen ser mucho más obvios. Irina le echaba miraditas furtivas mientras hacían su trabajo en equipo para la clase de literatura posmoderna. Cuando Miranda se peleaba con Henry porque quería meter sus opiniones del siglo pasado en el trabajo, Irina asentía en apoyo. Y amaban con pasión a las mismas poetas confesionales: podían hablar por horas como si nadie antes las hubiera entendido. La afinidad era clara. Se caían bien y hasta habían ido por un té al barrio chino la semana pasada. Irina le había mandado un mensaje un par de horas antes avisándole que estaba saliendo de un resfriado común y que se iba a ver descuidada. Pero llegó preciosa, con un vestido largo de lino azul marino. Había rodeado su lagrimal con una pintura que brillaba color de plata y tenía el contorno de sus pestañas delineadas con un negro obsidiana que le daba a su mirada una profundidad hipnótica. Los farolillos de papel que colgaban en la calle apenas se reflejaban en sus aretes alunados de latón y aluminio, que mutaban las luces amarillas en pequeños puntos blancos y cobrizos en su cabello oscuro y ondulado. Parecía un interminable cielo estrellado en la noche más sola. Miranda pensó que eso era la felicidad. Verla gesticular con euforia cuando hablaba de Sylvia Plath y Anne Sexton y que sus siete anillos en cada mano resplandecieran en tonos distintos con cada palabra. Sus sonrisas destacaban sus pecas y hoyuelos, que se sentían como triunfos. El pasado musical de Miranda se asomaba y ella quería, con cada fibra de su ser, tocarle el Claro de Luna de Debussy. Pero el encanto se rompía cada vez que Irina quería discutir las ideas de Henry, que era todo un machote, peor que un orangután. Miranda no quería pensar en él mientras construían un vínculo tan hermoso.

Miranda llevaba poco menos de media hora dándole vueltas al mensaje, aunque lo había empezado a pensar mucho antes. Le trajeron su latte con leche de soya, con un corazón blanco sobre la espuma café, en una taza magenta. Se recargó en el respaldo del sofá, elevó la mirada para probar su latte y vio, más allá de las periqueras vacías y la ventana, a las personas caminando frente el Café Bloomsbury, entre la universidad y donde vivieron los Woolf. Algunas, con la intención de aprovechar el sol, cruzaban en chanclas y shorts o faldas largas al parque de la esquina contraria. Otras seguían la cuadra, esquivaban el poste negro victoriano y se dirigían a los edificios cobalto de los empresarios de la Ciudad de Londres. Dio otro sorbo y le escribió a Amelie. Oye, Ami. Estoy intentando escribirle a Irina y no sé cómo. Estaba pensando en algo como ‘oye. cómo estás? el día está muy bonito y tú también. si no estás ocupada, te gustaría ir al bosque a hacer un picnic con quesos, vino y libros de poesía?’. Send help. Otra opción era agregarle detalles al mensaje para Irina. Hacerlo más íntimo, transparente. Algo auténtico. Decirle que encontró un lugar a diez minutos de la estación de las afueras de la ciudad, y que tiene unos dientes de león y unas margaritas preciosas que le recordaron a ella y, de alguna forma que no acaba de estar clara, a sus hoyuelos y cómo sonreía con todos los dientes. Respuesta de Amelie: Ni idea, pero eso no. Bajo ninguna circunstancia. Namás dile que vas a ir por un café y que si quiere acompañarte. No seas tan intensa, ni sabes si le gustas. Pésimo consejo, qué es eso de no ser intensa. ¿Cuál era el punto en esconder la electricidad en la punta de su lengua? Pero sí había que bajarle un poco. Quizá podía hacer esa cosa que decía el imbécil de Henry, dizque muy conocedor en estos temas, que mientras más es le pongas al ‘‘oye’’, más interés demuestras. oyeeeeeeeeeeeeeeeeeee. No, ese era un exceso. Qué innecesariamente difícil. ¿Por qué no decir lo que sentimos y ya? Poder mandar un Oye, me gustas y quiero pasar más tiempo contigo para que nos conozcamos. ¿Qué opinas? Pero no, ¿verdad?  Siempre tenemos que andar con jueguitos.

Miranda recordó a todos los hombres que habían intentado usar una pickup line con ella y se regocijó en sus fracasos. Nada sube los ánimos como ver a un hombre desagradable decepcionarse. Ese era, tal vez, el único atractivo que Miranda le veía al fútbol. Tres le habían dicho variaciones de Pingüino gordo… algo para romper el hielo. Dos le habían preguntado si creía en el amor a primera vista para irse después de la negativa y regresar preguntando si creía en el amor a la segunda. Uno había sido extrañamente político: Cómo me gustaría ser el proletariado para expropiar tus medios de producción. Cuatro habían sido todavía más obscenos. No quería estar en el mismo saco que ellos. Quería ser abierta sobre lo que sentía, pero le daba miedo que no fuera recíproco.

Le dio otro sorbo a su latte y vio de reojo las parejas en el parque. Agarradas de la mano, tomando el sol, echadas sobre el pasto, sentadas en las bancas bajo las magnolias y cerezos en flor, caminando lado a lado en improbable sintonía. Tal vez era más improbable quererse tanto. Suertudas. Cómo no sentirse romántica cuando Londres abandonaba sus trajes grises. oyeee. cómo estás? el día y el pasto lleno de margaritas están muy bonitos y tú también. qué tal si nos juntamos en un rato para hacer un picnic, tú llevas el pan y un libro de poesía y yo llevo el vino y los quesos. jalas? A Miranda le gustó la opción. Podría ser mejor, le gustaría que Irina saliera con ella porque quería y no por ninguna otra razón. Decidió agregar un pero sin presión 🙂 al final. Le volvió a mandar el borrador a Amelie. Tal vez Irina sentía lo mismo que ella. Estuvieron cuatro horas en la casa de té y sólo se fueron porque iba a cerrar. Irina le propuso que fueran juntas al metro y caminaron hablando de la musicalidad de Plath, qué libros y cds se llevarían a una isla desierta, qué nombre le pondrían a sus gatos si pudieran tenerlos y opinaron sobre su maestría en historia del arte. Una vez bajo tierra y en lugar de separarse, Irina le dijo que le quedaba suficiente lasaña del día anterior para las dos y la invitó a cenar en su departamento. Hablaron de lo que querían que tuviera su futuro durante tres estaciones, unas escaleras, cinco calles, un elevador y el tiempo que tomó abrir la puerta, saludar al compañero de piso que veía la tele en la sala-comedor, llegar a la cocina, poner la lasaña en el único plato de Irina, meterla al microondas para que diera vueltas hasta que emitiera vapor, sacarla y llevarla a la cama de Irina. Se sentaron frente a frente y comieron con un disco de Janis Joplin que Irina puso de fondo, para callar el documental del compañero de piso. Cada vez que Miranda se inclinaba hacia el frente, cruzaba las piernas o se apoyaba sobre sus palmas extendidas, Irina reflejaba sus movimientos. Miranda sólo se fue un par de horas después de haberse acabado la lasaña, cuando notó que los ojos avellanados de Irina le llamaban tanto la atención que no podía concentrarse en nada más. Concluyó que no tenía prisa, que le diría todo en otro momento. Regresó a la noche llena de estrellas y empezó a pensar en el mensaje de texto que le escribiría después.

Mensaje de Amelie: No sólo sigue igual de intenso, sino que decirle que sin presión hace que haya más presión. Tú hazme caso. Dile que vas por un café y unos libros y que si quiere ir. Y ya. Todo lo demás sobra. Miranda lamentó pensar que Amelie solía tener la razón y borró el mensaje. Levantó la cabeza para darle una serie de sorbos pequeños al latte, hasta que sólo quedara un rastro de espuma en su bigote. Por un instante largo, sintió que todo su cuerpo se tensaba y que le faltaba oxígeno. Miranda no pudo evitar reírse ante su recién descubierta miseria. Vio, sentada bajo un cerezo precioso en una de las bancas del parque de la esquina contraria al café, a Irina, con su sonrisa de todos los dientes y sus hoyuelos. Sentado a su derecha, oscureciendo con su mano peluda sus costillas izquierdas, Henry veía sus labios.

Narrativa

El nacimiento de Vera

But O as to embrace me she enclin’d

I wak’d, she fled, and day brought back my night.

John Milton, Soneto 23

El insomnio y querer estar ocupada la orillaron a empacar. Le tomó hasta la mañana. No había mucho que guardar, pero llevaba unos días sin tener ganas de nada. Desde que falleció Agustín, sus movimientos se habían alentado y cada vez eran más difíciles. Sentía que no podía dejar de hacer cualquier cosa, sobre todo en las noches. Así nadie se daba cuenta del esfuerzo que ahora le costaba todo. Vera se sentó sobre la cama infantil, todavía con la cubierta de planetas, y vio en la pared, junto a un póster de Nirvana, uno de los primeros murales del muerto: un puesto de flores imaginario, no muy distinto al que pasaba cada mañana cuando iba a la escuela. Desde niño, Agustín había estado obsesionado con la pluralidad de las cosas: le parecía casi inconcebible, por ejemplo, que tantas texturas, formas y colores distintos fueran parte de lo mismo y que terminaran en las mismas macetas de plástico negro, o en conos de periódico del día anterior. Mientras Vera seguía con sus ojos los pétalos púrpuras de los crisantemos, los rayos de los girasoles y la simpleza pura de las margaritas, su pulgar hacía girar los dos anillos de oro, prácticamente impolutos y envueltos alrededor de su muñeca en una cadena improvisada.

Había muerto dos semanas atrás. Vera lo encontró en la tarde, cuando regresó de la oficina. Estaba pálido y sentado frente a la mesa de su taller. Todavía tenía el pincel seco y tieso en la mano. La imitación de los alcatraces del vecino, que se veían desde la única ventana del taller, quedó atravesada por una línea diagonal amarillo canario, que quizá resultó de algún espasmo producido por el infarto.

La mañana había transcurrido con normalidad. Vera se levantó a las seis y media y se bañó con su jabón de menta. Agustín preparó el desayuno (unas claras con huitlacoche, avena, jugo verde para ella, unos chilaquiles rojos y un jugo de naranja para él) y se sentaron para platicar sobre sus planes del fin de semana. Agustín quería ir a asolearse, tomar mezcal, comer moles de varios colores. Tenía anhelos de revivir su luna de miel del año pasado en Oaxaca, pero no lograron concretar nada. Limpiaron los platos, Agustín fue a pintar sus óleos y Vera corrió a la oficina, para ser la primera ahí. Últimamente había tenido prisa.

Ahora llevaba una quincena con su suegro. Pedro sugirió que Don Agustín y ella se podían hacer compañía mientras se encargaba de poner en orden los papeles del muerto y el departamento. Vera se hospedó en el cuarto de la infancia de Agustín y no podía evitar acordarse de él, sobre todo cada vez que veía en el techo, sobre la almohada, la grieta que él decía que tenía forma de pétalo de bugambilia. Para ella, era una grieta con cara de grieta, pero acercarse a la imaginación luminosa de Agustín agravaba su sentimiento de pérdida. A pesar de eso, todavía no lograba soltar ni una lágrima.

Agustín siempre fue el sentimental de los dos. Si la muerta fuera ella, él seguramente hubiera empapado el piso con sus lágrimas diarias y poblado las paredes con monstruos, más solitarios que horribles.

Vera se dio cuenta de que había alguien más en la recámara cuando sintió una mano pesada sobre su hombro. ‘¿Cómo sigues, hijita? ¿Estás lista?’ dijo el suegro a la viuda. Él sí tenía los ojos aclarados por las noches de llanto desolado. Tenían la misma forma de luna menguante que aquéllos hechos ceniza y guardados en una cripta en el Pedregal, entre la suegra y varios pares de ancestros que Agustín nunca conoció. Asintió: dijo que estaba lista y arrastró la maletita hasta el garaje. En el camino, evitó las fotos, los cuadros, las pinturas y cualquier otro recuerdo. Procuró caminar cabizbaja. Prometió llamar pronto y le dio un abrazo al suegro, que siguió llorando cuando se despidió de lejos y ella ya estaba en el coche, camino al departamento. Vera llevaba desde la preprimaria sin llorar, cuando mandaron a su hermano a terapia porque disque los niños no lloran, porque no son débiles. Ella se obligó a dejar de expresar su dolor y ahora era incapaz de hacerlo, sobre todo cuando más sentía que lo necesitaba.

En lugar de la cajuela, prefirió poner su maleta en el asiento del copiloto, con cinturón. Pasó casi todo el viaje en su cabeza, no en la calle. Habría atropellado a un viene-viene, si él hubiera sido un poco menos ágil o ella menos atenta. En el recorrido de la Escandón a Coyoacán hizo paradas en su memoria: cómo Pedro le presentó a Agustín cinco años atrás para que aprendiera a relajarse, aquellas pequeñeces que los juntaron. Se acordó del poema de Robert Haas que él se tatuó bien pequeño en la espalda, como un reconocimiento de que siempre iba a ser parte de su vida, pero que no aguantaría verlo todos los días. Recordó también esas cosas que hacía, como escribirle mensajes en el espejo empañado de la regadera, salir en bicicleta los domingos para tener pan dulce recién hecho, o pintar sus óleos de flores encima de pinturas monstruosas.

Su recuerdo fue interrumpido en Avenida Universidad por un niño que se abalanzó sobre su parabrisas con la intención de limpiarlo, a pesar de (o tal vez con más ganas por) todas las veces que le dijo que no con la cabeza. Vio a la madre con otro niño en su rebozo. Los tres estaban descalzos y se sorprendió cuando entendió que su desprecio era más bien envidia. Los niños siempre le habían dado indiferencia, pero en ese momento no había nada que hubiera querido más que tener a un pequeño, en el que poco a poco se fueran desarrollando los gestos y las facciones del que amaba. Lo hubiera metido a clases de pintura, le hubiera contado que su padre fue un gran hombre y lo hubiera querido mucho. También se hubiera llamado Agustín. Le dio quince pesos al niño, el semáforo pasó a verde y regresó a su cabeza.

Agustín decía que lo auténticamente hermoso sólo era posible si se alternaba con horror o tristeza. Entonces insistía en retratarla primero, luego pintar monstruos sobre ella, flores sobre los monstruos, paisajes urbanos sobre las flores y diseño tipográfico u otras abstracciones sobre lo urbano. Nunca llegó más allá de eso, pero Vera intuía que eventualmente la pintaría sobre otra cosa y se cerraría el ciclo. Quizá sólo volvería a empezar.

Llegó. Abrió el portón y bajó la rampa. En el estacionamiento, al lado de los elevadores, la esperaba su hermano, Pedro, que recién había acabado de guardar en su cajuela las cajas de ropa, pinceles, óleos, acuarelas, lienzos y las cosas de aseo de su amigo. Sólo se confundió y se llevó el jabón de menta y no el de mandarina y albahaca. Le ayudó a subir la maleta al departamento y a desempacar, para que no viera todavía los cajones vacíos a medias, ni los demás huecos tangibles. De nuevo en el estacionamiento, Pedro le dijo que lo llamara si necesitaba cualquier cosa. La luz sucia hizo que Vera no supiera de las lágrimas de su hermano hasta que se secó los ojos en su hombro con un abrazo que ella no sintió.

Después de que Pedro se fuera, Vera se dedicó a reordenar, para distraerse un poco. No se permitía dejar de estar ocupada. Quería que el departamento se viera un poco más lleno, entonces acomodó varios grupos de flores enviadas por amistades y familiares lejanos: tulipanes, orquídeas, etcétera, no importaba. Entró a su cuarto, abrió las puertas del clóset. Pedro dejó, quizás intencionalmente, la sudadera favorita de Agustín, lo demás era vacío. Vera esparció su ropa para que el espacio fuera menos evidente.

Una vez, Agustín llegó vestido con esa sudadera y unos pantalones carmesíes, porque iban a ir a Michoacán a ver las mariposas monarcas y alguien le dijo que se subían a las personas vestidas de rojo. Inmediatamente, fue a comprarse su atuendo. Estaba emocionado como niño por la idea de que lo tapizaran con alas de bronce, ónix y plata, antes de que dejaran de existir. Entonces supo Vera que quería pasar el resto de sus días con él. Se sintió culpable al descubrir que le dolía que Agustín estaba extinto y ellas no.

Tomó la sudadera, ropa interior, unos pants. Los puso encima el lavabo, prendió la regadera, colocó su toalla color durazno con flores negras sobre el cristal de la cabina color caracola y, una vez que el vapor comenzó a soplar, se metió a bañar. Del agua enfriándose a sus pies, de las burbujas fundiéndose y multiplicándose en los rincones de su espalda, y del vapor condensándose y comenzando a gotear, nació una nueva Vera: prístina, vulnerable y quebradiza. Ahora ella olía a mandarina y albahaca. Salió, se enmantó con la toalla durazno, fue al espejo. En un momento de pausa y con dos hilos cristalinos corriendo desde sus ojos húmedos, notó, escrito con trazos seguros y longevos, la última muestra de amor del muerto.

Narrativa

Marcha fúnebre en el estilo de Callot

In memoriam M. E.

Se abrió la puerta del salón 2244 y un estudiante ojeroso, con sus manos en la bolsa de la sudadera, escapó como si escondiera algo o quisiera mostrar que tenía frío. La voz anapéstica del sociólogo se multiplicó y comenzó a retumbar en las paredes del pasillo, “el surgimiento del positivismo, y por la influencia de Gaos, que le dijo que no estudiara eso porque no leía griego ni latín, y entonces se preguntó cuál es el contenido filosófico-ideológico del mural de Diego Rivera en la Secretaría de Educación Pública. Y en parte bajo el espíritu de León-Portilla…” hasta que se cerró la puerta. Entonces sólo se escuchó la impresora de la esquina, frente al sillón negro, entre los salones 2245 y 2246, ése en el que duermen los alumnos durante el último mes de clases para no tener que regresar a casa.

El estudiante tanteó el rectángulo frío y delgado en la bolsa y volteó a revisar ambos extremos del pasillo. Cuando vio que estaba libre de sospecha, abrió la puerta frente al sillón, subió las escaleras, caminó hasta estar frente las oficinas de publicaciones, dio una vuelta a la izquierda y se apoderó de la banca frente al balcón. Procuró moverse con prisa, porque había salido de su clase con la excusa de ir al baño. Le gustaba esa banca porque estaba al aire libre, a esas horas le daba el sol y además estaba en el piso de oficinas, entonces podía cometer su crimen en santa paz. Sacó el rectángulo y oprimió el botón que tenía junto a la entrada para el cargador. En la esquina izquierda superior, el lector electrónico mostró la hora. Restaban cinco octavas partes de la clase de sociología, faltaba una hora y cuarto para el fin de semana, y tres días para volver a tener clase de redacción. En esa clase, el estudiante no se daba escapadas breves para leer por gusto. Por un instante, pasaron por su mente esas preguntas que lo molestaban desde que empezó la carrera, preguntas sobre pasiones no perseguidas, futuros, deudas, conformidades, su cobardía y mediocridad. Se repitió esas frases de autoconvencimiento sobre el prestigio de su universidad y el privilegio de estar ahí y logró callar sus preocupaciones por unos momentos.

Esos descansos duraban poco en el ocio contemplativo, entonces decidió seguir con su novelita para distraerse. Quería por lo menos acabar el capítulo, pero no seguirse, para que el Profesor M. no se preocupara. El estudiante lo admiraba, hasta lo respetaba, pero sentía que su clase merecía una atención que lo superaba, todavía más por dos horas seguidas. Aquél era un día especialmente difícil porque la clase había tenido algo que ver con el positivismo, no sabía qué. El estudiante perdió el hilo desde la semana pasada. Suspiró porque se sentía atrapado. En momentos como ese, le faltaba el aire. Sentía que este camino lo llevaría a ser un muerto vertical, un perfecto insensible productivo, intocado, frío e impoluto. El estudiante volvió a leer el título, Tres golpes de tristeza, una de esas novelitas que se han escrito sobre Mahler, y buscó la última palabra que había leído. Continuó con su lectura, como si el tiempo se solidificara entre los espacios blancos y las líneas negras:

«…ve el título del artículo en el periódico de la mañana, ‘Thousands mourn dead Fire Chief; Great Tribute to Kruger, who sacrificed his life in the Service’, y sospecha que la disonancia proviene de la muchedumbre que abruma la avenida gris e iluminada, aquélla que camina al lado de la oscuridad de Central Park, como un ejército que se confunde con un bosque. El compositor se asoma de la ventana del onceavo piso con suficiente fuerza para parecer que se quiere aventar de cara. Con sus manos aferrándose con firmeza al marco, ve la procesión fúnebre, lenta y rítmica, que honra al bombero caído. Así recordó cuando él tenía catorce años y su hermano favorito, Ernst, respiró por última vez. Gustav deseaba haberse sentado durante meses en la cama de su hermano pequeño, a su lado, con la esperanza de que no llegara su fin. Y llegó, como cualquier otro final. Todos a su alrededor siguieron con sus vidas. Nadie, salvo por él, estuvo de luto por el pequeño cadáver. Sólo esperaba que la muerte fuera capaz de otorgarle sentido a la vida. Y ahora, con la muchedumbre detenida abajo, el maestro de ceremonias da unos pasos adelante para decir unas palabras, enmudecidas por la distancia. El silencio es petrificante y redondo, como si durara un compás entero. Entonces lo rompe un niño —más diminuto aún desde el onceavo piso— que redobla, feliz y energético, un tambor, y Mahler toca en su mente los tres martillazos de su sexta sinfonía. Cada uno puede sobrevivir tres golpes al corazón y luego muere. ¿Cuántos había recibido él? Tal vez sólo aguantaría otro. El redoble acaba y él se da cuenta de que esto era distinto a su Sexta, algo de una profundidad emotiva suficiente para ser parte de otra obra, quizás su última. Pero el nuevo silencio mata su pensamiento. El sosiego intenso y palpable está tan impregnado de belleza y duelo que sus lágrimas como emoción cristalizada fluyen por sus pómulos de piedra caliza para caer once pisos y confundirse con la llovizna. Siente la suave mano blanca de Alma en su hombro, que intenta sacarlo de un lugar de soledad absoluta, voltea a verla y se quiebra en llanto por la inmediatez del amor, la vida, la alegría, la desesperanza y la muerte». 

El estudiante cerró el lector electrónico, y se sintió paralizado y empapado de empatía. Fue uno de esos momentos en los que algo resuena profundamente con la persona que lee y se tiene que tomar una pausa antes de regresar a la vida de la que escapó. Una vez más, ocultó el aparato en su sudadera y bajó al salón para evitar regaños. Abrió la puerta del salón 2244 y se volvió a romper el silencio del pasillo, ahora con un “le dijeron, es que profesor, usted está muy malo, necesita una dieta blanda y dejar de tomar. Ya deje de escribir cosas que lo alteren en la noche. Y entonces dijo que así no valía la pena vivir y se murió. José Ortega y Gasset, su amigo y casi casi…” El estudiante se infiltró hasta llegar a su asiento y comenzó a asentir y ver al Profesor M., como si supiera de qué hablaba. Se sintió avergonzado y culpable hasta que acabó la clase.

Cuando todos habían salido del salón, el estudiante guardó su aparato en la mochila, salió al pasillo y se encontró con el olor seco a tabaco de V., la profesora de español y redacción. Se saludaron, y la profesora, con una sonrisa juvenil que no tenía nada que ver con su edad, le ordenó que caminara con ella. Fue más una invitación imposible de rechazar que una imposición. Él intentaba grabar en su memoria todo lo que V. le decía y la acompañó gustoso. Pensaba que escuchar sus palabras, tan delicadas como definitivas, se asemejaban a tener mariposas anaranjadas entre las manos. Con un tono alentado y más cercano al murmullo que al habla, como si pesara cada letra contra sus alternativas, la profesora empezó a hablar. Ya terminé de leer el cuento que me prestó, dijo. No esperaba menos de una recomendación suya. Excelente y terrible: lo disfruté, es un texto sabroso. Ni se le ocurra dejar que alguno de sus compañeros más frágiles o inocentes lea nada de su Cărtărescu. Mucho menos cerca de los exámenes. Está como para deprimirse todas las vacaciones. Muy bueno. El estudiante se sintió orgulloso de que le hubiera gustado y disfrutó esa asociación, su Cărtărescu. Admitió para sus adentros que nunca había admirado a alguien tanto como a ella y recordó la vez en la que recitó Los dos reyes y los dos laberintos para corregir la gramática de Borges, de memoria.

Él pensó que quizás ese era un buen momento para compartirle sus dudas y pedirle consejo, pero antes de poder hacerlo, ella cortó su idea. ¿Ha leído algo de Cummings? La próxima semana le traeré una colección de poemas suyos, pero por ahora, busque i thank you God, para que no olvide respirar, descansar de sus profesores big-shot y pueda vivir de vez en cuando. Él estaba agradecido con V., mientras que medía sus pasos para que fueran tan graves y definitivos como los de ella. Profesora, dijo, inseguro, hay algo que quiero hablar con usted: llevo un tiempo pensando en cambiarme de carrera. Quizás a un programa de letras hispánicas o inglesas, pero todavía no acabo de decidirme. Sin sorpresa y con ternura, quizás con nostalgia en sus ojos, le detuvo en seco. Por favor no sea imbécil. Cuatro años no son nada, y después podrá hacer lo que quiera. Si quiere perseguir la literatura, por favor hágalo, yo le ayudo, pero en su tiempo libre y ya de lleno después de acabar sus estudios aquí. Y el estudiante intentó defender su postura con una voz cada vez más delgada. Pero creo que me podría empapar en literatura de una forma más completa si me dedicara a estudiarla formalmente. Además, en algún momento tengo que apropiarme de mi vida. Para ese entonces, ya habían alcanzado el elevador, ella presionó el botón, se abrieron las puertas y entraron. Él seguía esperando una respuesta mientras que ella intentó ocultar un ataque de tos.

 Se volvieron a abrir las puertas y salieron al pasillo del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios, que sólo ofrecía posgrados. Con sus ojos perdidos y una mueca de arruga a arruga, ella abrió la puerta de su cubículo, tapizada de fotos de bustos griegos y otros hombres guapos, desde Harrison Ford y Marlon Brando, hasta Pericles y Alcibíades, y salió despavorido el olor de tabaco que permeaba todo lo que ella tocaba. Entró a su guarida y se sentó frente a su escritorio, que estaba cubierto de ensayos sin calificar, reseñas por leer y otras curiosidades impresas. A pesar de que iba a su cubículo cada semana, el estudiante seguía impresionado por sus libreros rebosantes de diccionarios de griego y latín, sus volúmenes de poesía del Siglo de Oro, y sus innumerables tomos de filología hispánica y filosofía clásica, todos en rojo, azul y verde. Ella esculcó en los papeles para encontrar una hoja. El estudiante la recibió con confusión y sólo la leyó hasta un año después, por miedo y dolor. Si le interesa aprender a escribir cuentos, lea a Chéjov. Si quiere aprender a leer cuentos, entonces tendrá que leer las Novelas Ejemplares. Pero si lo que busca es dominar la gramática y la redacción, yo le enseño todo lo que pueda enseñarle. Empecemos el lunes, dijo la profesora, con confianza y sin pretensiones. Él sabía que lo decía en serio y estuvo eufórico por la posibilidad de que le dé clases uno a uno. La hoja de papel era una lista de libros, y la profesora le dijo que la discutirían otro día. Tengo que irme, pero no olvide bailar esta noche. Relájese un poco. ¿Le veré la próxima semana?, preguntó V., sin necesitar la respuesta.

Ella se empezó a preparar para su próxima clase y él salió del cubículo sintiéndose vivo e intoxicado. Con prisa, regresó a casa para contar los segundos que faltaban para el lunes. La profesora V. nunca llegó. Seguramente fue cáncer de pulmón. La pérdida fue insoportable. Cuando él menos lo esperaba, ella se había ido para siempre. Y su partir dejó un vacío en su vida, un hueco que absorbía la luz. Se quedó sin refugio ni escapatoria. El miércoles, el estudiante prestó atención en su clase de sociología.

Narrativa

Canción del fuego fatuo

Apenas se asoman los primeros rayos del sol cuando abres los ojos. Dormiste mal, con el rostro dirigido a la pared y te deslumbra la mañana. Sudas, y hay poco tiempo para procesar lo que soñaste. Tienes mucho que hacer. Recuerdas que estabas en una feria, de esas que se ponían en el parque a la vuelta de tu casa. Ibas cada año, hasta que tu hermano creció demasiado para esas cosas y tu papá dejó de tolerar el ruido de la gente. Después fuiste con tu mamá un par de veces, pero ya no era lo mismo. En tu sueño estabas con ella, y todavía puedes ver el carrusel de platón perdiendo sus contornos resplandecientes. Los caballitos con piernas de plástico rojo se multiplicaban hasta convertirse en uno circular, que cargaba sombras color terracota en su lomo infinito. Te sentabas en los escalones del Monumento a Álvaro Obregón, donde estuvo el restaurante en el que lo mataron hace casi cien años. Eras todavía más pequeño entre las estatuas monstruosas de dos mujeres de granito. Una sostenía un martillo, otra una mazorca. Tosías con una voz que retumbaba en tu diafragma (no era la tuya) y tus dientes se caían. Todos. Eran negros y puntiagudos, como puntas de flecha de obsidiana, de esas que venden para los turistas en las pirámides. No sabes si tu sorpresa fue mayor a tu horror. Bajaste apurado los escalones sin regresar la vista al monumento. Llevaste el puño de piedras negras a tu mamá y te dijo que no te preocuparas, mientras ponía su mano cálida y suave sobre tu cabello. En ese entonces, todavía brillaba.

Quitas la almohada de entre tus rodillas. Te estiras. Vas a estar muchas horas en el escritorio y no quieres que te duelan tanto. Revisas tu celular. Son las seis y trece, pronóstico de siete grados, parcialmente nublado, con 30% de probabilidad de lluvia. No tienes respuesta de Helena. Seguro dijiste algo que no le gustó. Te levantas de la cama, agradeces que conseguiste un cuarto con baño y prendes el agua caliente de la regadera, escarbas el par de ropa interior limpia que te queda, la playera del día anterior, los jeans del lunes y te metes a bañar. El jabón es del tamaño de una almendra, debiste haber traído más. Habías llenado la maleta de libros, empacaste un camino de cama y un cojín de Tenango de Doria, pero no trajiste suficiente jabón. A ver cuándo te da tiempo de ir a la ciudad por esas cosas. Te secas y vistes. Metes la ropa sucia y las toallas a la inmensa bolsa amarilla que tiene escrito con marcador, en letras de molde, el nombre de tu hermano. Supones que tu mamá lo garabateó cuando él se tuvo que ir de campamento, para que no se perdiera o no se lo robaran.

La escuela los sacaba a acampar cada primavera desde la primaria hasta la prepa. La primera vez que te iba a tocar, lo cancelaron por la influenza H1N1 y, en secreto, sentiste alivio. No tuviste suerte las siguientes nueve veces. Te parecía espantoso salir del hogar. Mucho más todavía cuando es para estar rodeado de niños hiperactivos en lugares con humedad, lodo, mosquitos y sol, todos crueles. Los últimos dos campamentos fueron después de que se te abriera el mundo a los sentidos, e ir a la naturaleza ganó un encanto muy particular. Ahora sientes que antes de esos años no estabas vivo, que todo pasaba frente a tus ojos de perro triste como si estuvieras desconectado de la realidad y sólo hubieras existido en los libros. Siempre te ha costado trabajo no estar en la luna. Tenías diecisiete años cuando empezaste a intentar verle cara de Rin a cada riachuelo y de Alpes a cada cordillera. La primera vez que viste el amanecer fue en uno de esos campamentos, cuando los niños inclementes ya estaban hormonales. Fueron a Veracruz, al lago de Catemaco, donde están los brujos. Te acuerdas de oír, a lo lejos, los gritos de la isla de los monos. Te despertaste con sus alaridos de la madrugada y fuiste a la orilla del lago. Viste al sol como un disco rojo tenue, y las islas, el agua y el horizonte sin estrellas se confundían en un azul pálido, casi blanco. Sentiste un dolor profundo en el pecho por ser la única persona viendo eso, que se perdería para siempre. Tienes la imagen clara todavía, pero no sabes qué tanto la contamina su similitud con esa pintura famosa. Te impresiona que la memoria distorsione tanto. Crees que eso te pasa con frecuencia. Te frustra cómo lo real se desvanece entre lo que relacionas y tus ideas. Te aterra vivir dentro de tu cabeza.

Bajas las escaleras y entras a la cocina. Te haces de desayunar. Hueles la leche y te das cuenta de que ya está mala, entonces le pones agua a los corn flakes. Te los comes sin pensar y te haces un café soluble. Ambos son casi insaboros, pero cumplen su función. Ves tus ojeras de autoexplotación en el reflejo del agua con cereal. Deberías dormirte más temprano o despertarte más tarde, pero tienes mucho que hacer. No ayuda que los vecinos hagan fiesta a cada rato, a pesar de (o quizá a causa de) la pandemia. Dejas tus trastes sucios en el lavabo y ves que no tienes mensajes. Quizás se descompuso su teléfono, o está muy ocupada. Decides dejar de darle vueltas al asunto y subes a tu cuarto. Buscas Antígona en el librero. Pones un dedo encima del lomo del libro, lo inclinas, luego lo tomas con tu pulgar y dedo medio, lo sacas, y tienes un mundo entero en las manos, una caricia de humanidad, de sus pasiones, su dolor y su sosiego. En este caso, las de un griego muerto hace más de dos milenios y medio. No le das importancia y lo guardas bajo el brazo. Tienes que acabarlo para mañana. Te pones tu tapabocas y casi sales de la casa de estudiantes así, pero recuerdas que necesitas guardar el camino y el cojín, deshacer la cama, meter las sábanas y cubiertas en la bolsa, y que te falta el detergente en cápsulas.

Bajas las escaleras jorobado por el sacote amarillo en la espalda. Vibra tu teléfono, pero no es la respuesta. Es uno de esos correos de la universidad sobre el virus, pidiendo que no cunda el pánico. Te preocupa más el silencio que el virus. Puede ser que la aburriste y que su tiempo sea demasiado valioso como para que te conteste. Sales de la casa, cierras con llave y empiezas a caminar sobre Hull Road. Aprietas el paso: no tuviste en mente el frío cuando saliste. Cuando la calle se convierte en Lawrence Street, te sospechas invasor. Aceleras más y sacas el libro con tu mano derecha. La izquierda sostiene el saco y te comienza a doler la fricción con sus hilos. Con dificultad por los lentes empañados, empiezas a leer para no enfrentar las ventanas del edificio de la esquina. Te sientes más en paz cuando cruzas la muralla y ves la lavandería de Walmgate. Apenas abrió, entonces sigues solo al entrar. Pones capsulitas de detergente en dos lavadoras, las llenas y empiezan a dar vueltas. Te sientas en el piso tibio y devoras los primeros dos episodios de la obra. Luego recuerdas que tienes que limpiar los trastes y tirar la leche, entonces sales, caminas con velocidad por el frío, evades la mirada del edificio de la esquina, abres la puerta de la casa estudiantil, te lavas las manos, te quitas el tapabocas y entras a la cocina. Todavía no hay respuesta, por el cuarto día consecutivo. Seguro has revisado tu teléfono un centenar de veces desde entonces. Desactivas las notificaciones. Enjuagas el tetrapack de la leche y lo haces pequeño, lo tiras en la basura inorgánica, casi llena. Vas a lavar platos y pones una playlist de boleros tristes.

Una amiga y tú habían hecho un grupo de los estudiantes hispanohablantes. Primero eran cuatro: una española, una guatemalteca, una venezolana y tú. Helena llegó después, cuando eran como veinte. No te había llamado la atención hasta que te marcó un día para pedirte ayuda con el cambio de número de teléfono. Resultó que vivía en Lawrence Street, a pocas cuadras de tu casa y que ella era la única persona cuarentenada en su vivienda, así como tú en la tuya. Empezaron a platicar en sesiones largas de hilos de treinta o cuarenta mensajes. Luego decidieron caminar por los edificios alrededor de los de ustedes y ver cómo cambiaban las hojas. Te sorprendió la manifestación del otoño: ver que las hojas no salían amarillas o naranjas, sino que se iban colorando de adentro hacia afuera, como si un fuego naciera de su centro y las preparara para extinguirse. Pronto, caminar con Helena se convirtió en algo hogareño. Lo primero que te atrajo de ella fueron sus ojos, profundos y abiertos, como de avellana silvestre, con una pupila apenas discernible. No sabes si te gustan tanto porque el cubrebocas tapaba prácticamente el resto de sus rasgos faciales. Caminaban por ahí de las seis y veían los atardeceres sobre el río Foss. No ayudaba que no habías conocido a personas nuevas desde que te encerraste en México en marzo. Querías ver su sonrisa.

La última vez que caminaron fue un poco más en la noche. Faltaban cinco días para que llegaran sus compañeros de piso, así que intentaron sacarle todo el jugo a la soledad. Con dos metros de distancia entre sí, se apoyaron en el barandal del puente sobre río y vieron un rato largo los patos asomándose a las profundidades. No dijeron nada por varios minutos. Veían cómo la luna iluminaba todo y pintaba cientos de pequeñas hojas de plata sobre el agua. Unos faros y la luz de un súper oriental rasgaban a la masa oscura con reflejos azules, rojos y amarillos. El silencio se extendió como el cristal sobre la llama. Te volteó a ver y te sorprendió que dos puntos pudieran ser tan expresivos. Pasaron un par de minutos, o capaz que no. Te dijo que le daba emoción ver nieve por primera vez y propusiste algunos planes ambiguos sobre el invierno, en el caso de que no pudieran regresar a casa. Ahí le pudiste haber dicho. Pudiste haberle dicho que te atraía. Que querías que te enseñara el último rincón de su ciudad natal. Que querías acercarte. Que querías tomar su mano. ¿Pero qué tal que todo estaba en tu cabeza? Crees que te haces ideas. Te lo han dicho hasta el cansancio. Además, seguramente no es tan difícil sentir eso por cualquier persona frente a un río, con los patos, el silencio, la luna y la distancia. ¿Para qué apresurarse con algo que puede lastimar tanto? Y no eres el tipo de persona que haría cosas así. Siguieron hablando de la Navidad. Regresaron a su puerta. Era la última oportunidad. Sólo le deseaste una linda noche. Seguiste hasta Hull Road. Fuiste a la casa estudiantil, te lavaste las manos, subiste a tu cuarto, le mandaste un par de mensajes para llegar a la pregunta que querías hacer y nunca los contestó.

Seguramente dijiste algo que la incomodó. Bajas, te pones el tapabocas, abres la puerta de la casa. Puede ser que hayas sido demasiado insistente. Caminas con prisa viendo al piso hasta llegar a la lavandería. Tal vez sólo te quería tener ahí hasta que pudiera interactuar con más personas. Entras, te vuelves a sentar en el piso. Te duelen las rodillas. Quizás ni siquiera le caías bien. Sigues con el tercer episodio de Antígona. Creonte le dice a su hijo Hemón que recuerde que lo que abraza se torna frío en sus brazos. De ahí al final de la obra, Sófocles te hace pedazos. Te quedas unos tres minutos viendo cómo tus cosas dan vueltas y hacen círculos perfectos, casi hipnotizantes. Desdoblas la bolsa amarilla, metes todo ahí y regresas a tu cuarto. Pasas las dos horas que siguen colgando ropa, viendo tutoriales de planchado en la computadora e intentando planchar tus camisas. Regresas Antígona al librero. Revisas el teléfono. Está por llegar la hora en la que México se despierta, entonces te toca decidir entre dormir un par de minutos o empezar a resolver tus pendientes para la semana. Optas por lo primero, para no notar el silencio. Intentas apagar tu cabeza, te acuestas en la colcha y cierras los ojos.

Soñaste que estabas en una exhacienda, de esas que ahora son hoteles llenos de alemancitos y que visitabas durante los años de tu infancia en los que era seguro viajar por México. Estabas en el patio central, veías las vigas de madera oscura que sostenían un techo de losas, el cielo era azul, no tenía nubes, y las paredes eran blancas. Helena estaba sentada sobre una fuente de piedra. Suponías que, si no le decías algo en ese momento, no tendría sentido volver a dirigirle la palabra. Te acercaste a la Helena del sueño, le dijiste que no querías incomodarla de ninguna forma y que sabías que se iría pronto, pero que, si no le decías todo, te arrepentirías siempre. Te importaba que eso no fuera a crear distancia entre ustedes. Te decía que tenía bastante en qué pensar y no volvías a saber nada de ella. Nunca. Quizás sólo fue amable contigo.

Despiertas diez horas después. Bajas a la cocina y pones agua a hervir. Sacas un cilindro blanco del cajón al lado de la estufa. Ves las instrucciones. Ésta era inglesa, pero quería parecer china. Por primera vez en tu vida, doblas la tapa de una sopa instantánea y sacas un polvo rojo. No sabes qué hacer. Vuelves a leer las instrucciones. Cuando silva la tetera, viertes el agua en el recipiente, le pones el polvo y lo vuelves a cerrar. No sabes si te salió peor lo de Helena o tu sopa. Recuerdas que la pandemia de tu niñez no te afectó mucho y hasta te alegró. Dos semanas de encierro para un niño privilegiado y ensimismado no son nada. Te preguntas si Helena tiene pecas o algún lunar en su rostro y suspiras. Abres la sopa, huele dulzón, demasiado. A veces sólo piensas que te gustaría tener algo, lo que sea, en tus brazos, aunque se enfríe y tus brazos se desmoronen. Luego te acuerdas de que hay más entre nuestros brazos de lo que es aparente, que sólo es un día malo y que vienen otros. No necesariamente mejores. En el esquema grande de las cosas, nada de esto importa. Se te olvida la sopa y subes a arreglar tus pendientes.

Narrativa

Veinte variaciones ouilipianas sobre dos versos de Alejandra Pizarnik

00 Aria (texto original)

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre.

01 Reorganización alfabética

 AA BB C DDDDDD EEEEEEE G IIII LL MMMM NN OOOOO R SSS T UU

02 Anagrama

Mío Cid: en ruidos gélidos se la tomen de lamen, médium debe boa.

03 Lipograma en c, f, h, j, k, p, q, v, w, x, y, z

 ¿Sabes tú del miedo?

 Sé del miedo cuando digo mi nombre.

04 Lipograma en a

¿Tienes miedo?

Tengo miedo si digo mi nombre.

05 Lipograma en s

¿Conoces al miedo?

 Conozco al miedo cuando digo mi nombre.

06 Traslación (S+7)

¿Sabes tú del mielítico?

Sé del mielítico cuando digo mi nominal.

07 Traslación (V+1)

¿Sacralizas tú al miedo?

Sacralizo al miedo cuando declamo mi nombre.

08 Una letra menos

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando dio mi nombre.

09 Tres letras menos

¿Sabes tú del mido?

Sé del meo cuando digo mi nombre.

10 Negación

¿No sabes del miedo?

Sé de la calma cuando digo mi nombre.

11 Reducción

¿Miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre

12 Otra reducción

¿Sabes tú del miedo?

Mi nombre.

13 Doble reducción

¿Miedo?

Mi nombre.

14 Mínimas variaciones

¿Sabes tú del medio?

Sé el de en medio cuando digo mi hombre.

¿Sabes tú del hielo?

Sé del hielo cuando higo mi hombro.

15 Pésimas traducciones en ida y vuelta

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre.

Do you know fear?

I know fear when I say my name.

¿Conoces al temor?

Conozco al temor cuando afirmo mi reputación.

Have you met awe?

 I meet awe every time I affirm my reputation.

¿Conoces a la admiración? 

Conozco a la admiración cada vez que ratifico mi reputación.

16 Spanglish

¿Sabes tú del fear?

Sé del fear when I say mi nombre.

17 Haiku

¿Sabes del miedo?

Sé del miedo al decir

mi propio nombre.

 18 Inventario de sustantivos

El miedo

El miedo

Mi nombre

19 Efe

¿Safabefes tufu defel mifiefedofo?

Sefe defel mifiefedofo cufuafandofo difigofo mifi nofombrefe.

20 Literatura definicional (Diccionario del español de México)

¿Sabes tú de la sensación que se experimenta ante algún peligro, posible daño o ante algo desconocido, y que se manifiesta generalmente con pérdida de la seguridad, actitudes poco racionales, temblor, escalofríos, palidez?

Sé de la sensación que se experimenta ante algún peligro, posible daño o ante algo desconocido, y que se manifiesta generalmente con pérdida de la seguridad, actitudes poco racionales, temblor, escalofríos, palidez cuando digo la palabra con la que se me distingue.  

00 Aria (texto original)

¿Sabes tú del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre.