Ensayo

Baby Yeah

Anthony Veasna So
Traducción de Carlos Arroyo

Raúl Manzano, «Acapulco XXI». Reproducida con la autorización del artista.

Este ensayo de Anthony Veasna So sobre la amistad, el suicidio, el duelo y la escritura apareció originalmente en el número 39 de la revista n+1. Agradecemos a Mark Krotov el permiso para publicarlo en español. 


Anthony Veasna So murió el 8 de diciembre de 2020, a los 28 años. Fue un colaborador querido de n+1 desde que publicó su cuento corto “El hijo superrey gana otra vez” en el número 31. Poco antes de su muerte, Anthony terminó el siguiente ensayo, que es sobre escribir, pensar, colaborar y simplemente estar con un amigo cercano de su maestría en artes en la Universidad de Siracusa, quien murió en 2019; la juventud de Anthony en Stockton, California, y los consuelos de la banda Pavement, hijos nativos de Stockton. Aunque el duelo por la muerte de Anthony no ha retrocedido, y no retrocederá en el futuro, hay algo de consuelo en su invocación, hacia el final del ensayo, de “tantos significados nuevos que son esenciales, madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas”. En su vida y obra, Anthony siempre tuvo cuidado de perseguir esos nuevos significados, y su ensayo, como toda su ficción y su no ficción, es un tributo a esa empresa. Lo extrañamos.    —Mark Krotov y Alex Torres. 

El semestre antes de su suicidio, mi amigo y yo pasamos tardes descansando en un sofá defectuoso, sin patas, que yo había tomado prestado sin tener la intención de devolverlo. Iba a donarlo a Goodwill o a robarme los cojines y romper el marco, dejándolo en un basurero para que recolectara podredumbre vil. Ese mismo otoño, justo cuando el calor disminuía, el dueño del sofá, el compañero de clases que se había quedado con las patas del sofá, había sido expuesto en nuestro programa de posgrado como moralmente corrupto en formas que eran tan histéricas que sus pecados parecían al mismo tiempo devastadores y cósmicos. Por esa razón, y porque había molestado a mi amigo el semestre anterior, durante nuestro primer año como residentes no oficiales de Nueva York, yo tenía un deseo intenso de que el dueño soportara castigos de todos tipos, ya fueran severos o frívolos o mezquinos.

Sigo. El aire polvoriento golpeaba los filtros expirados que mi casero había prometido cambiar, mientras nosotros delirábamos en el sofá hasta pensar que podríamos cambiar de velocidades, de la conversación digresiva a la productividad madura. Eso no funcionó, así que escuchamos la discografía entera de Pavement en shuffle en Spotify. Si has pasado tiempo con los cinco álbumes y nueve EPs y cuatro reediciones extendidas o explorado las madrigueras de sus subestimados lados B, podrías registrar esta experiencia sónica como algo más que el fraude desconectado de huevones pretenciosos obsesionados, sin razón aparente, con el rock indie casi sin sentido de los años noventa. Me avergüenza tanto confesar que ése era exactamente el tipo de arte que estudiábamos y emulábamos.

Mi amigo y yo nos veíamos uno a otro como escritores desesperanzados, profetas malentendidos, críticos de nuestro momento cultural que rechazaban la política simplona y reduccionista. Nunca nos metíamos en búsquedas ordinarias porque anhelábamos escribir obras maestras, trabajos atemporales con alegría nihilista e imaginaciones de la disidencia. Creíamos en nuestra visión y en nuestra estética, así que cuando Stephen Malkmus cantaba, “Wait to hear my words and they’re diamond-sharp / I could open it up”, en la canción “In the Mouth a Desert”, juramos que esos versos nos hablaban directamente, espiritualmente, como si Pavement personificara un modo celestial de creación artística fuera de ritmo.

Al mismo tiempo, nos mantuvimos desapegados de nuestras ambiciones idealistas, escépticos de nuestros sueños. Sabíamos lo que éramos, después de todo: estudiantes de posgrado que habían sido estafados y habían firmado contratos con seguros médicos insuficientes. Vivíamos de becas mediocres y pizza aguada que se quedaba de las reuniones departamentales. Enseñábamos a estudiantes de licenciatura, por quienes sentíamos pena, clases de composición que odiábamos, y teníamos una cuenta excesiva de opiniones que irritaban a nuestros supervisores. Por ejemplo: preferíamos la gramática a las metáforas. Considerábamos a Frank Ocean un mejor poeta que Robert Hass (Bob, como lo llamaba nuestro profesor famoso), aunque también devorábamos su obra. Como Malkmus, pensábamos en lo sublime, en la belleza, como algo confuso. “Heaven is a truck / it got stuck”.

Ambos éramos “una isla de tanta complejidad”, como canta Malkmus en “Shady Lane / J vs. S”, excepto que nos tomamos en serio su moraleja: “Has sido elegido como un extra en la película / de la secuela de tu vida”. 

Yo escribía cuentos. Mi amigo era poeta. Ambos estábamos llenos de potencial vertiginoso, amor por los chistes idiotas, nociones enredadas que rogaban ser aclaradas y convertidas en arte verdadero, hasta que uno de nosotros se asomó al futuro predecible, o quizás al próximo gran día, y decidió que vivir no valía la pena. 

Nos conocimos durante la orientación para nuestra maestría en escritura creativa, en un salón de cátedra adentro de un edificio que tenía forma de castillo. Mi amigo tenía una playera de Wowee Zowee, e inmediatamente caímos en una discusión larga sobre si el subestimado tercer álbum de Pavement era el mejor. Yo había olvidado todos los puntos finos y sutilezas, pero “AT&T” todavía está hasta arriba de mi lista de canciones favoritas, así que quien fuera que haya estado a favor de Wowee Zowee tenía razón. Sobre todo puedo recordar estar consciente de cuán insufribles sonábamos. Era agosto de 2017 y éramos dos millennials con cara de bebé despotricando sobre la música caprichosa de la generación X. 

Mi amigo acababa de salir de la licenciatura y había crecido muy pobre en las afueras de Detroit, en esa región de la escala de pobreza donde los hilos de conexión del parentesco de algunas personas casi no tienen sentido. Su padre iraquí caldeo se había alejado de las obligaciones de la paternidad años atrás y había muerto poco tiempo después. La historia íntima de su madre blanca, especialmente su historial de empleo de mala calidad, era un tema que mi amigo evitaba tocar en reuniones sociales. Tenía hermanos y medios hermanos y parientes esparcidos entre Michigan y West Virginia, algunos rechazaban el contacto con otros miembros de la familia. Consideraba milagroso haber llegado a la licenciatura y luego haber sido admitido con beca a un programa de posgrado, tanto como haber encontrado su verdadera vocación y su voz poética, una voz que, una y otra vez, me sorprendía. 

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado.

Me identifiqué con él inmediatamente. De niño, yo no era no rico —para cuando nací, mis padres refugiados ya habían escapado de su fatal estatus socioeconómico— pero yo sabía algo del aislamiento y la alienación, tanto del mundo exterior como de mi comunidad insular compuesta por sobrevivientes del genocidio de Khmer Rouge y sus hijos, ninguno especialmente empático hacia mi queerness. Como yo, mi amigo había suavizado su soledad persiguiendo una relación con el arte, en particular la música. Y, como él, yo entendía lo que significaba venir de una ciudad en bancarrota y difícil, habiendo pasado mi niñez y adolescencia en Stockton, California, el hogar de la tercera población más grande de camboyanos-americanos en Estados Unidos y, originalmente, el hogar de los músicos de Pavement. Ambas ciudades habían sido núcleos desarrollados y prósperos —Detroit, la antigua capital automotriz del mundo; Stockton, el antiguo puerto marítimo de la fiebre del oro de California— y ambas habían terminado degradadas y deprimidas. Así que encontramos reconocimiento visceral en la letra rebelde y jubilosa de “Box Elder”, la gema rayada y sobresaliente de Slay Tracks: 1933-1969, el EP debut de Pavement. 

Made me make a choice
That I had to get the fuck out of this town
I got a lot of things to do
A lot of places to go
I’ve got a lot of good things coming my way
And I’m afraid to say that you’re not one of

Por años, escuché “Box Elder” ignorando el hecho de que fue grabada en Stockton el 17 de enero de 1989, el mismo día de la masacre de la escuela Cleveland, el tiroteo escolar más fatal de la década. Cuando descubrí esta conexión sorprendente con la masacre, seguí escuchándola de todas formas, armado con una incredulidad voluntariosa. La conexión era más profunda: mi madre, una sobreviviente traumatizada del genocidio, había presenciado el tiroteo en la primaria Cleveland. Trabajaba como asistente bilingüe, enseñando inglés a los niños surasiáticos, incluidos los cinco que fueron asesinados y los más de treinta que fueron heridos por el tirador blanco. El tirador, que se suicidó antes de ser arrestado, imaginaba que su vecindario había sido invadido.

No había mucha gente que pudiera entender los contextos culturales específicos que mi amigo experimentó como un poeta mitad iraquí caldeo de las afueras de Detroit. No lo entendían nuestros compañeros de posgrado, ni los otros escritores a quienes conocíamos que representaban a las llamadas “comunidades marginalizadas”, ni los consejeros y psiquiatras de la Universidad de Siracusa. “Nosotros somos minorías dentro de las minorías”, le decía a mi amigo, en un intento por apaciguar su frustración ante los obstáculos compuestos de su vida.

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado. O al menos eso parecía. Empezamos a escribir en los últimos años de la universidad, como estudiantes de primera generación, y no tuvimos padres, mentores ni maestros de preparatoria bien intencionados que se hubieran preocupado por nutrir nuestra creatividad existencial. Nuestras madres desconocedoras nos habían atiborrado de comida chatarra y mala televisión. Él tuvo trabajos malos durante su carrera universitaria, sirviendo mesas en el café de una pareja tailandesa racista. Yo pasé mi adolescencia atendiendo los llamados de mis padres, quienes siempre querían ayuda en nuestro taller mecánico. Obtener una licencia de manejo fue menos un logro de libertad juvenil y más una cualificación para ser el chofer de nuestros clientes y llevarlos a casa, para llevar a primos más chicos a la escuela, para acompañar a mi abuela a sus citas con el único doctor khmer —y el único doctor hablante de khmer— de la ciudad, para sacrificar horas de estudio preciosas durante noches de escuela y ayudar a mi padre a cargar y descargar equipo pesado y autopartes. Desde niño, mi deber, como el de mis hermanos y primos más grandes, era aliviar las presiones de sostener a mi comunidad, a la sombra de la guerra y el genocidio y dos millones de muertes, un cuarto de la población de Camboya en 1975. 

Aun así, mi amigo y yo intentábamos no tener resentimientos. Adoptamos un aura de queerness descrita por José Esteban Muñoz en Cruising Utopia como “un modo de ‘estar con’ que desafía las convenciones y conformismos sociales y es innatamente hereje hacia el mundo, pero deseosa de él”. Teníamos hambre de conexiones, un estado constante de “estar con”, mientras que otros eran incapaces de ser empáticos con nosotros, y nosotros éramos incapaces de portarnos normalmente. 

Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente. Que falta algo.

Por eso Pavement era nuestro ídolo, con sus álbumes de estática lo-fi distorsionada. Los acordes imparables de la banda se resistían al brillo de los ritmos convencionales. Su letra capturaba los sentimientos caóticos de estar hastiados pero tener buenos corazones, de ser dubitativos pero sentimentales, sentimientos que mi amigo y yo pensábamos que hacían falta en la literatura, la cultura, quizás hasta en el mundo.

La primera vez que nos conocimos, me pregunté si era gay. Me estaría engañando si dijera que no noté inmediatamente su belleza; la forma en la cual su cabello oscuro y ondulado recordaba a un Louis Garrel serio y consciente de sí; que tenía la espalda ancha pero nunca se paraba ni se sentaba derecho. Me gustaba que no era exageradamente musculoso, aunque me enseñó a hacer bíceps mejor de lo que yo había aprendido en el YMCA. Más tarde, me enteré de que tenía una apreciación profunda por la belleza masculina y que idolatraba a las mujeres, que se enamoraba de ellas con gran intensidad. Soñaba con mujeres relajadas que le darían confianza inquebrantable. Pasó meses leyendo una biografía de Joni Mitchell que siempre dejaba olvidada bajo el asiento de pasajeros de mi coche, un Honda Accord del 2000. Siempre dejaba sus pertenencias ahí: su mochila, botellas de agua demasiado caras y, una vez, una rodaja de gouda. 

Resultó que los hombres no tenían efecto sexual en mi amigo, a pesar de que su madre siempre decía que era amanerado. Aun así, yo pensé que su espíritu era queer, del mismo modo que asociaba a Pavement con las subversiones extravagantes de los roqueros glamurosos mordaces; a pesar de la ropa ñoña que les quedaba mal y de la desilusión descarada intrínseca de los habitantes del Valle Central californiano, plagado por la sequía. “Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente”, escribe Muñoz, “que falta algo”. Sin duda, estando con mi amigo, percibías que el mundo era demasiado chico, demasiado limitado, demasiado miope. Pensabas —o quizás era sólo yo— que la sociedad tenía que estar operando de maneras profundamente imperdonables si no existía un lugar seguro para que él floreciera. 

Un día de octubre, el semestre antes de que mi amigo se suicidara, estábamos planeando las clases de composición de licenciatura que impartíamos y, como de costumbre, escuchando los sonidos dentados de Pavement. Fue otra tarde de flojera, sin sorpresas, hasta que un lado B, que ninguno de los dos reconocía, empezó a sonar en mi computadora.

Era la grabación de un concierto en vivo. La canción empieza con una progresión simple de notas en la guitarra, de agudas a graves, una cascada descendiente breve, conforme la multitud aplaude por la canción anterior. El guitarrista produce variaciones de esta progresión, desplazada a octavas más agudas y más graves. Un tamborileo estable se introduce en la melodía, y las palabras gotean: “Baby, baby, baby yeah”, con la última exclamación extendida hacia un balbuceo prolongado. Malkmus repite el verso cinco veces, con cada iteración del yeah cargada de más aliento, con el compás aumentando en un crescendo eufórico hasta que la canción explota en un aullido doloroso y el baby abandona la letra conforme Malkmus grita el yeah, repetida pero nunca monótonamente, con su voz estallando tan fuerte como puede contra la atmósfera. 

Después del octavo y último grito de yeah, el último tercio de la grabación pasa a sus versos más legibles:

She abused me
For no apparent reason!
She confused my hopes
For a blistered lesion
It’s torn, torn clean apart
It’s torn and it’s torn
Torn, torn clean apart
Stop

La multitud vitorea y aplaude. “Ésta es nuestra última canción. Es para Sonic Youth”, anuncia Malkmus antes de que la grabación se detenga, abruptamente, como un padre severo que mata la vibra arrancando el cable del estéreo de la pared del dormitorio. 

Mi amigo y yo escuchamos este lado B de tres minutos de la reedición de Slanted and Enchanted, con atención cautivada. La sucesión ascendiente de baby y yeah nos distrajo de nuestra planeación de clases y nos obligó a quedarnos sentados y esperar pacientemente, suspendidos por la voz esforzada de Malkmus, su letra fragmentaria, hasta que la canción coherentemente se volvió euforia. Pero la catarsis prometida nunca llegó, y, cuando la canción acabó, casi como un pensamiento tardío y bromista, después de esa pausa repentina y literal, mi amigo y yo nos miramos fijamente. Luego empezamos a reírnos con fuerza.

A lo mejor estoy exagerando este recuerdo, que regresa a mí a menudo, persistentemente, tras su suicidio. Pero algo sobre nuestro acercamiento a “Baby Yeah” se sintió primitivo. Esa canción desbloqueó en nosotros un sentimiento desenfrenado, misterioso y sin pretensiones. 

Quiero darle significado preciso a ese sentimiento, o al menos intentarlo. Baby yeah: una afirmación de lo que no se dice, de algo que todavía no existe. Baby yeah: un llamado seductor y sentimental a la conexión humana. Baby yeah: un alarido tierno, alborotado de pasión deseosa.  

Otro lado B corto ya había casi terminado para cuando mi amigo y yo dejamos de reírnos. Yo tenía la sensación de haber sido expuesto, de estar abierto y receptivo a mis alrededores, como si me hubieran rasgado y limpiado por dentro [torn, torn clean apart]. Me sentí completo, con afecto genuino hacia él. 

 Subimos el volumen y pusimos “Baby Yeah” otra vez.

Meses después, en lo que serían sus últimas semanas de vida, mi amigo estuvo quedándose en el piso de mi cuarto algunas noches, con un tapete de yoga de veinte dólares como el único cojín bajo su cuerpo. Tal vez si ambos nos hubiéramos admitido el balance precario de su estado mental y físico, le hubiera dicho que se metiera en mi cama. Nos hubiéramos acostado lado a lado, con sus pies a la altura de mi cabeza, como niños que duermen en una pijamada. 

Pero él nunca quería molestar a alguien con inconveniencias, así que fingimos que sus pensamientos acelerados estaban bien, aunque eso se sintiera falso. Ninguno de los dos asumió la verdad, que era que mi amigo elegía quedarse en mi piso, y en los pisos y sofás de otros compañeros, demasiado frecuentemente como para que se sintiera descansado o bien. Se colgó el día que se fue a su propio departamento.

En una de nuestras últimas conversaciones, le dije que yo pensaba que la música era expresión artística menos cool. Estábamos preparando chana masala y pollo frito empanizado con harina de almendras. Yo necesitaba que él estuviera sano, nutrido. “Lo que es hermoso sobre la música”, estaba diciéndole, “es que todos pueden apreciar una buena melodía. Considera cómo, en el esquema más amplio del universo, no hay diferencia entre los poderes técnicos de un perdedor de preparatoria en una banda escolar y Stephan Malkmus, cantando canciones locas en los discos de Pavement”. Cómo la música aparece dondequiera que estés. Cuán ubicua es: Patti Smith cantando suavemente en una librería de libros usados en East Village; Chance the Rapper rebotando contra los pasillos de una tienda en Siracusa; Whitney Houston dando una serenata en las esquinas oscuras de un bar. No tenía sentido depender de tu gusto musical —o de tus habilidades— para elevarte a un nivel cultural más alto. Eso sólo limitaría la experiencia comunal de escuchar.

Es por eso que finalmente dije: “Me vale madres la banda de cualquiera. Y me vale madres tu banda también”.

Mi amigo empezó a reírse, pero al poco rato se calmó. Cuando dejó el ala psiquiátrica del hospital local —fue ahí que me enseñó las cicatrices de sus primeros intentos de suicidio, que en ese momento estaban rojas y marcadas y sanando, con su vergüenza escondida detrás de su bata suelta de hospital, con su sonrisa tímida cubierta con las yemas de sus dedos encimadas una sobre otra—, seguí intentando hacerlo reír. 

Cuando mi amigo se suicidó, no pude comer por varios días. Casi no podía subir o bajar las escaleras sin hiperventilar. Mis pensamientos eran un sinsentido astillado. No confiaba en mí mismo para manejar mi coche, y cuando era una necesidad imperante, en esa primera semana de duelo, me encontré paralizado en el estacionamiento antes de mi cita con el doctor, escuchando el mismo disco que había estado metido en el estéreo de mi Accord durante tres años. A mi amigo le encantaba ese disco quemado, que tenía a Lauryn Hill, New Order y Half Japanese. Me acompañaba en mis mandados para poder escuchar “Doo Wop (That Thing)” con las ventanas abajo. 

Yo estaba en duelo. Eso era obvio. Pero era más que eso. Mis órganos parecían haberse desplazado de sus ubicaciones originales, precariamente apilados uno sobre otro de manera peligrosa. Sonaban sirenas en mi cuerpo, y mis adentros, mis sentimientos, mis pensamientos, quedaban obstruidos. ¿Tenía hambre? ¿Tenía dolor? ¿Y qué hay del torrente turbio de emociones enredadas que intentaban golpear mi torso, que se movían con esfuerzo por debajo de mi duelo sofocante e impenetrable?

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente.

Ataqué a compañeros de clase que también estaban en duelo con crueldad o indiferencia total. Se sentía horrible e irresponsable responder así sin entender por qué, aunque no estaba seguro de que mis compañeros hubieran registrado mis ataques. ¿A lo mejor eran válidas las reacciones viscerales? Estaba irremediablemente reprimido. Mi duelo había eclipsado otros sentimientos igualmente pertinentes, buenos o malos, saludables o no. Por semanas, cargué conmigo el deseo de explotar, de forzar una catarsis, pero seguía demasiado cansado, demasiado hinchado de impulsos sin expresar, como para atender mis necesidades.

Lamento la vaguedad, el lenguaje abstracto, pero sigo. La imprecisión de mis sensaciones me frustraba al punto de la autodestrucción. Este bloqueo interno creció. Esta represión debilitante creció. Siguió surgiendo, sin que yo pudiera vislumbrar su liberación. 

Bueno. Está bien. Una anécdota concreta: El día después de la muerte de mi amigo, un profesor de poesía invitó a todo nuestro programa de posgrado, de alrededor de cuarenta estudiantes, a estar de luto juntos en su casa. Los profesores pagaron la pizza aguada. Había agua mineral para los alcohólicos en recuperación y un plato de frutas en la mesa. El cielo frío de primavera lavaba la sala con una luz pálida. Respirando entre los libreros y muebles minimalistas del profesor, vi destellos de formas brillantes amorfas, como si estuviera viendo la parte interior de mis párpados. Sentí una disociación aguda, debida a la sorpresa y también a las consecuencias de lo que había estado haciendo la noche anterior. Treinta minutos antes de que el director del programa me llamara para informarme del suicidio de mi amigo, estúpidamente había ingerido marihuana comestible, con la promesa potente de la consciencia risueña. La llamada me llevó a un estado aterrorizante y surreal que me duró toda la noche. Hasta este punto —hasta estos muebles, hasta esta reunión— había confrontado la no existencia de mi amigo estando bastante drogado.

Hablamos e intercambiamos plática superficial durante una hora, cuando nuestros profesores sorprendieron a quienes estaban en la habitación con un consejero de la iglesia universitaria. El hombre nos indicó que nos sentáramos en círculo, encima de los sofás, cuyas patas —no pude evitar notar— eran gruesas y estaban atornilladas al piso. Nos pidió a todos que compartiéramos historias e impresiones de mi amigo. Traía puesta una sotana negra con cuello blanco. Yo traía puesta una chamarra rompevientos azul neón con amarillo, que había comprado cuando acompañé a mi amigo a su primer viaje a Nueva York.

Mis profesores y compañeros de clase ofrecían sus historias. Cantaban sus penas, llamaban a mi amigo un buen tipo, decían que era un poeta talentoso, que era guapo y encantador en su andar pensativo y desgarbado. Sentado ahí, no podía soportar la idea de que todos los demás pudieran recordarlo tan fácil y felizmente, incluso aquellos compañeros a los que él había admirado. Yo quería golpear a una de las personas que contaban sus recuerdos por hablar sobre la clase en la que le había dado a mi amigo una dosis de medicina para el dolor de cabeza. Una ira interna nació en mí y se estaba hinchando. Mis nervios producían destellos de entumecimiento que se arrastraban bajo mi piel y aterrorizaban cada recuerdo que yo invocaba, y mi voz empezó a atravesarse en las historias de todos, mis historias empezaron a huir de la tormenta caótica de mi mente plagada de duelo. Había decidido que cualquier memoria que no me perteneciera era un despliegue superficial de condolencias vacías. Eran actuaciones, nada más.

Eventualmente mi ataque de interrupciones detuvo el intercambio colectivo. El consejero dirigió sus rodillas hacia mí, puso sus manos firmemente sobre sus muslos. “¿Sientes que pudiste haber hecho más para ayudar a tu amigo?”, preguntó, repitiendo una pregunta que originalmente le había hecho a toda la sala. “No”, dije yo, “hice todo lo que pude”. Expliqué las últimas semanas con mi amigo, intentando martillear en la cabeza de todos una culpa debilitante por su negligencia. “Quiero que sepas”, me respondió, “que debes estar orgulloso de estar ahí para tu amigo, en este momento de necesidad”. Las lágrimas brillaban encima de los cachetes en la sala. Yo también estaba llorando, pero me odiaba por eso, por hacer eso ahí.

Más tarde, conforme la gente se dispersó y siguió masticando y tragando más pizza, el consejero me jaló hacia la salida. Estábamos parados entre un montón de zapatos. Me dijo que decía esas palabras en serio, que estaba siendo genuino y verídico. Pero mi ira sólo complementaba mi duelo, atiborrando mi cabeza de resentimiento.

Es fácil retratar mi comportamiento en esta anécdota como benigno. También es fácil asignar una explicación empática a mis acciones, en la forma retrospectiva y mecánica en que ocurren esas cosas. Me sentí abandonado por mi amigo. Me sentí culpable por no hacer suficientes cosas para apoyarlo. Estaba enojado con quienes habían ignorado sus dificultades. Pero, si soy honesto, nunca entenderé la realidad nebulosa en la que viví mientras estuve lidiando con su suicidio; todas las drogas de diseñador que consumí, los ataques de adrenalina que me llevaban a ataques de manía y luego directamente al piso, donde lloraba y gemía por horas, donde mi amigo había pasado tantas noches. Sólo puedo decirles lo que me pareció útil. 

En las semanas después de la muerte de mi amigo, me desperté cada mañana, y de cada siesta nebulosa, pensando que quizás todo fue un sueño. Una pesadilla causada por las drogas. Revisaba mi teléfono periódicamente para ver si había recibido señales de vida, o de renacimiento. Ignoraba llamadas de parientes y mensajes de otras personas a quienes después saqué de mi vida. Le diría a una conocida de la universidad, mi antigua mejor amiga, que dejara de contactarme. Sin remordimientos, le escribí en un mensaje de texto que su vida —su relación heteronormada con su prometido, que también era amigo mío, su estúpido trabajo de ingeniería en Google— habían empezado a molestarme y a asquearme. 

Entre los mensajes de texto que recibí de mi amigo, había uno sobre el álbum de Fat Tony, Smart Ass Black Boy, con instrucciones de escuchar la canción “BKNY feat. Old Money”. Revisité esta conversación una mañana a finales de mayo, con la cabeza nublada e incoherente. Me reí de lo cursi de su mensaje, donde se refería a Fat Tony como “Tony” o “Tone-Tone”, pues asignaba un apodo a todas las personas que amaba. Me puse mis AirPods y escuché “BKNY”. Cuando terminó, la puse otra vez. Y, luego de cuatro minutos, otra vez. Y así. 

Estuve en los confines de “BKNY” por dos horas, adentro de la textura del rap relajado de Fat Tony, como el narrador drogado en el prólogo de El hombre invisible, que desciende a las profundidades de “(What Did I Do to Be So) Black and Blue” de Louis Armstrong, un disco que el narrador añora oír en cinco fonógrafos sonando simultáneamente. Por momentos breves, recordaba, verdaderamente o quizás en la aproximación más cercana a la verdad que había tenido desde la muerte de mi amigo, lo que se sentía estar con él, esa facilidad surreal que encarnábamos en los días buenos, sin responsabilidades más allá de escribir oraciones y versos, o simplemente cazar la inspiración. Esos fueron los días en los que no teníamos que tomarnos en serio a nosotros mismos, como millennials idiotas a quienes nos pagaban por escribir, cuando vagábamos por las calles del centro de Siracusa riéndonos de nada: miradas antagonistas de transeúntes, basura atascada en los montones de nieve amarilla, envolturas brillantes de la comida chatarra que habíamos inhalado de niños, cómo cada restaurante caro de Nueva York creía que la cebolla morada curtida podía convertir cualquier platillo en una cena fina. 

En ese momento recurrí a “Baby Yeah”. Toda esa tarde y esa noche, viajé por las profundidades de la canción, que puse una y otra vez. Me disolví en una tristeza más y más profunda con cada repetición; ya no tenía el duelo de las semanas anteriores, la desorientación de atravesar la distancia eterna entre mi amigo muerto y yo, sino la melancolía de hundirme en mí mismo, por virtud de mi recién hallada voluntad de abrazar esos recuerdos que él había dejado atrás. Tentativamente, y luego menos, permití que la presencia de mi amigo renaciera en mi mente, que se desvaneciera, una y otra vez, con cada repetición de esa progresión melódica descendiente, de Malkmus lamentando “it’s torn / torn, torn clean apart”, de esa invocación repentina y casual a detenerte. Estaba llorando más fuerte que nunca. 

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente. Entre más historia tienes con el fallecido, sufrirás más finales.

Si las emociones son las vacilaciones de la mente, la experiencia sobrecogedora del duelo, y las frustraciones que produce, pueden llevarte a la locura, una fuerza interna aterradora que golpea las paredes de tu mente, tu cuerpo, tu espíritu. ¿Cómo escapas? Quizás girando tanto hacia la verdad que colapsas.

Incluso ahora, casi un año después de la muerte de mi amigo, escucho “Baby Yeah” sin parar, aunque no por tanto tiempo como esos primeros meses del duelo, cuando la canción podía sonar y sonar durante semanas. “La diferencia yace entre dos repeticiones”, escribe Gilles Deleuze en Diferencia y repetición. (Stephen Malkmus recomendó otro libro de él, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, en Artforum. Pero sigo.) “El papel de la imaginación”, dice Deleuze, “o de la mente que contempla en mil estados múltiples y fragmentados, es sacar algo nuevo de la repetición, sacar diferencia de la repetición”. 

La repetición permite la reinvención. Estoy leyendo las palabras de Deleuze conforme analizo el propósito de mi escucha obsesiva. Me pregunto si la repetición de “Baby Yeah”, y la repetición de la historia tierna que cuenta, y el eco de cada baby y cada yeah, si todo esto permite entendimientos frescos, sentimientos radicales que nunca han sido experimentados y que pueden desmantelar el bloqueo o remplazarlo con algo nuevo. A lo mejor ésta es la noción de Nietzsche del eterno retorno, que Deleuze describe como “el poder de empezar y volver a empezar”, y estoy confirmando que, a pesar de los suicidios infinitos que pueda presenciar, a pesar de cuán condenada y nauseabunda resulte la civilización moderna (según Nietzsche), siempre escogería revivir esos años hermosos, pero brutales, con mi amigo.

Y sí, creo que mi amigo también entendió el poder de la repetición. ¿Por qué otra razón elegiría rendirse ante esos sueños infinitos de sus propias limitaciones?

El enero antes de su suicidio, me envió un correo electrónico con el último poema que terminó. Lo envió tres veces en un periodo de diez minutos, con revisiones leves. “Avec Amour” termina así:

…la otra noche pasé por la piscina exterior
donde nadé cada mañana el verano
que mi primera novia se mudó a Japón,
y noté cómo la nieve casi parecía
estar cayendo de la luna
como si fuera un hoyo que lleva a otro día,
a otra hora en el pasado
hecha de nada y causando
todo.

Es posible que “Baby Yeah” me lleve a “otra hora en el pasado” a la que no puedo llegar de otra forma. La canción podría “estar hecha de nada y causando todo”. Es la forma en la cual mantengo a mi amigo vivo en mi imaginación, la forma en la cual le permito que finalmente muera. Quizás necesitaba saber, simple y prácticamente, que podría encontrarse con portales distintos a la luna inquieta, o quizás crearlos de la nada. 

Mi línea favorita en Diferencia y repetición dice: “Todos nuestros ritmos, nuestras reservas, nuestros tiempos de reacción, los mil enredos, los presentes y las fatigas de las que estamos compuestos, están definidos por nuestras contemplaciones”. Quiero compartir esto con mi amigo. Quisiera poder asegurarle que sus presentes y sus fatigas son válidos. Sí, informan tus ritmos. Pero, por favor, escúchame: ¿no crees que la diferencia respira en las extensiones que yacen entre tus pensamientos monótonos? Incluso conforme sólo ves suicidio en el futuro, tu mente aloja tantos significados nuevos que son esenciales, tantas madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas, y quizá si esperas, sólo un poco más, estos significados correrán como sangre dentro de tu ser, reestructurando las reservas de tu espíritu, y quizás entonces, después de una exploración seria de todo lo que es cierto, tú, mi querido amigo, sentirás algo que parezca nuevo.