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«Fuegos artificiales», de Angela Carter

Mauricio Rumualdo Ávila

Después de haber escrito sus primeros ejercicios literarios a mediados de los años 60, la escritora inglesa Angela Carter publicó en 1974 Fuegos artificiales: nueve piezas profanas, su primer libro de cuentos. Escritos entre 1970 y 1973 y, a su vez, entre Japón e Inglaterra, aquí Angela Carter se inspiró en la tradición profana de Edgar Allan Poe para escribir cuentos sobre temas antinaturales que estaban encaminados a provocar incomodidad. En este libro encontramos historias sobre homicidios, lujuria, incesto, liberación, el abuso sexual y la objetivación del amor; que, si bien no logran desprenderse de la experiencia cotidiana del todo, sí perfilan la narrativa de tendencia fantástica de la autora. Es así como en La sonrisa del invierno descubrimos las reflexiones nostálgicas de una mujer que vive junto al mar; en Reflejos, la historia de la violación de una mujer a un hombre en el bosque del Mar de la fertilidad, y el enfrentamiento con un ser andrógino que se encarga de mantener la cohesión del mundo.

Con la excepción de La hermosa hija del verdugo donde la mujer ocupa un espacio sumiso (un incesto intencionado que llama a la controversia), las mujeres de estos relatos son valientes, vengativas, sensuales, fuertes y eróticas. Son mujeres que se enfrentan a sus violadores, como la nativa del Amazonas que dispara al cazador en Amo o la mujer de Réquiem por un mercenario que ahorca a su amante junto al resto de sus cómplices: “Te estás convirtiendo en una tigresa, y yo que siempre te había considerado una gatita”, le dice uno de sus amigos. También son mujeres que cometen incesto, como las adolescentes de Penetrando en el corazón del bosque y La hermosa hija del verdugo, y que disfrutan de su sexualidad, como la mujer que se acuesta con desconocidos en Carne y el espejo y la lujuriosa lady Púrpura.

En Fuegos artificiales también encontramos una muestra de la clásica metodología deconstructiva de Carter. Está presente en Penetrando en el corazón del bosque, una historia sobre el incesto entre dos hermanos que descubren su despertar sexual debido a un árbol exótico que hace referencia al Génesis bíblico, y en Los amoríos de lady Púrpura, una reescritura del clásico Pinocho, acerca de una mujer lasciva que, luego de ganarse el odio popular por haber engañado y asesinado a los hombres que la visitaban en su burdel, se convierte en marioneta para luego volver a transmutar en humana al chuparle la vida a su viejo titiritero. La autora tampoco escatima en mostrar sus referencias literarias, musicales, históricas, artísticas y cinematográficas, que son mencionadas a largo de sus cuentos: Emma Bovary, Mariana de Medida por medida de Shakespeare, Momotaro del cuento tradicional japonés, Glumdalclitch de Los viajes de Gulliver de Swift, el adivino andrógino Tiresias, el revolucionario ruso Serguéi Nechayev, las esculturas de Jean Arp, la película Blue movie de Wahrol, La rebelión de los juguetes de Hermína Tyrlová, la canción popular de The seven virgins y Liebestod de la ópera Tristán e Isolda.

Además de los temas antinaturales, el papel femenino, la narrativa deconstructiva y las referencias externas, este libro también contiene una serie de reflexiones en torno a la otredad, los espejos y las máscaras. Sus dos cuentos ambientados en Japón, Un recuerdo de Japón y Carne y el espejo, se diferencian del resto por su narrativa introspectiva y su aparente realismo. La relevancia de estos cuentos consiste en el «desenmascaramiento» de las protagonistas a la sociedad japonesa y sus relaciones interpersonales: “Pero las más conmovedoras de aquellas imágenes eran nuestros intangibles reflejos en los ojos del otro, reflejos de apariencias, nada más, en una ciudad dedicada a aparentar, y, por más que intentásemos hacernos con la esencia de la otredad del otro, fracasábamos inevitablemente”.  Además de esta máscara del objeto amado y el enamoramiento, Carter también explora las inversiones de los espejos que “aniquilan el tiempo, el lugar y las personas”, la objetivación del castigo en la capucha del verdugo y las transmutaciones de títere a humano y de hombre a mujer.

Fuegos artificiales es el primer desprendimiento de una narrativa, en apariencia realista, que llevaría a la autora a progresar en sus recursos fantásticos. Entre el desencanto y la insatisfacción de una realidad hipócrita, y la ruptura del mundo de las apariencias dentro de los bosques encantados, estos fuegos profanos explotan panoramas, discursos narrativos y personajes que, a pesar de florecer por separado, se unen en lo antinatural. En su escritura, Angela Carter encontró una alternativa a un mundo irreconocible: un mundo de pirotecnia “que finalizaba, como si realmente se tratase de un espectáculo de fuegos artificiales, en cenizas, desolación y silencio”. 

Mauricio Simón Rumualdo Ávila (Acapulco, 1996) estudió Historia en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y se tituló con una biografía intelectual acerca del escritor mexicano Francisco Tario. Ha escrito para revistas digitales como Temporales, Metáforas al Aire, Katabasis, Página Salmón y Ouroboros. Actualmente labora como corrector de estilo para el proyecto creativo Autores Implacables.

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La escritura doliente de Cristina Rivera Garza

He considerado de reojo, entre líneas, la historia de Liliana Rivera Garza desde que leí el último párrafo de un fragmento de libro que publicó CRG en The Paris Review, en octubre pasado, titulado “The Language of Pain”. Ahí leí por primera vez que su hermana menor, Liliana, estudiante de arquitectura de la UAM Azcapotzcalco, fue víctima de un crimen: la madrugada del 16 de julio de 1990, Ángel González Ramos, su exnovio de la prepa, penetró su vivienda y la asesinó. Jamás fue detenido. El feminicidio de Liliana nos obliga a formular ya fatigosas preguntas sobre violencia patriarcal, la responsabilidad de quienes vuelven la cabeza, el ansiado derecho a la libertad de las mujeres. Pero porque fue la hermana mayor de Liliana, la escritora más conocida de la familia Rivera Garza, quien escribió aquel texto, en él también brilla una inquietud personal de CRG sobre su oficio a la luz de la tragedia: ¿Por qué escribo? ¿Qué hago con el dolor?  

Reconocer, nombrar lo que sucede en sociedad —“el hecho social”— y legitimar el sufrimiento es un forcejeo constante y, a veces, infructífero. Nadie lucha más consigo mismo que quien no encuentra palabras para expresarse. Nadie se lamenta más que quien descubre la palabra, el concepto reluciente y novedoso, que describe puntualmente una tragedia de hace tres décadas: feminicidio. Si en algo ha avanzado el movimiento feminista en México, en América Latina, es en la poderosa capacidad de pronunciar. La lengua rueda; hablamos, acusamos, describimos con precisión, exigimos justicia por la violencia tipificada. No debemos tomarla por sentado, esa conciencia límpida del hecho con nombre. Y la culpa no era mía/ ni dónde estaba/ ni cómo vestía.

CRG concluyó que ella no escribe para rodear el dolor ni para huir de él, sino para darle la bienvenida: escribe “to grieve”. ¿Y qué verbo escogemos en español? ¿Vivir el duelo, atravesarlo? En el libro al que pertenece el fragmento, un título de ensayos y crónicas de 2011, ella misma eligió Dolerse, “la escritura doliente”. CRG escribe para pensar por medio del dolor, como mujer que avanza entre matorrales, y para tendernos, después, su hallazgo. Debió pasar un periodo de enfriamiento, de lentísima resignación, para que comenzara a escribir la novela cuidadosa, sensible, que clama justicia. Así arrojó su último libro la escritora, así llegó a librerías la historia de Liliana.

En Autobiografía del algodón, CRG ya había hilado su narrativa y su historia familiar con investigación documental y trabajo de archivo. El invencible verano de Liliana se sostiene sobre un archivo acaso más difícil de recorrer e interpretar, un archivo contenido en pocas cajas de cartón: los diarios, las cartas, agendas, recados y recibos casuales de “Lili”, la muchacha contemplativa que llevaba un diligente registro de su vida. De su puño y letra surge la voz que se adueña de las páginas. Su influencia es tal que abarca la acertada elección del título, el invencible verano que se origina en una cita de Albert Camus y arde en el corazón de Liliana. Por lo demás, los diarios de Lili pasean por sus relaciones afectivas con compañeros de la universidad, sus ilusiones y arrebatos, y vuelven a una inusual y llamativa resistencia a “ser poseída”: Liliana tenía una fijación apasionada con la libertad.  

El trabajo de recopilación, clasificación y exhibición de la voz que ya no está, bajo la estricta lupa narrativa de CRG, es tan importante como el desarrollo de la trama. Liliana está muy viva en los recuerdos de la autora, los de sus padres y amigos. En los múltiples testimonios, que CRG transforma en narradores y personajes, que añade como entrevistas semiestructuradas hacia el final del libro, la presencia de Lili es abrumadora. Los estudiantes de la UAM que acompañaron a la joven durante sus últimos meses de vida, Ana, Manolo, Raúl, etcétera, apresaron su recuerdo, sin duda afectados por la pérdida traumática de su amiga, y la evocan con claridad. Puedo recordar ahora, por la repetición de sus descripciones, la visión de Liliana: alta, esbelta, guapa, su pelo largo y lacio, sus lentes redondos y doraditos, su rostro sin una gota de maquillaje. Y luego, ella: amable, buena onda, tomboy, graciosa, inteligentísima. No le costó echar raíz en la memoria. 

En cambio, la entrecortada presencia de Ángel González Ramos y su aura oscurecida auguran el final de la novela, el que conocemos de entrada. El exnovio posesivo, asesino, es una sombra lejana, pero palpable, en las reflexiones de la autora sobre la incapacidad de su hermana por nombrar el peligro mortal que la acechaba. Sin embargo, esta historia no es sobre Ángel González Ramos, feminicida; tampoco, propiamente, sobre el feminicidio de Liliana Rivera Garza. Es un retrato amoroso de Lili, con todo lo que conlleva la existencia de una niña y, después, una veinteañera amada: amigos, risas, proyectos escolares, cervezas en la habitación de una chica foránea en el Distrito Federal, cine, curiosidad intelectual, enamoramientos fugaces y olvidables, correspondencia familiar. La búsqueda y las andanzas incansables de CRG no ofuscan la anhelada presencia de su hermana. Triunfó CRG al retratarla, no sólo como víctima, sino como Liliana. Sólo por el grueso y apabullante marco del duelo, evidente en las respuestas lúgubres de sus padres en entrevista; por los lamentos de la autora y la crónica íntima de cómo sobrelleva latigazos cotidianos de dolor; sólo por eso lo sabemos: el recuerdo de Liliana está envuelto en luto. 

Justicia. 

  • Rivera Garza, Cristina, El invencible verano de Liliana, Random House, 2021.

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La cueva mágica

En un lamento prolongado, tres notas se levantan y revelan el pálido rostro de Justine. Detrás de sus ojos azules, que se abren con lentitud, del cielo caen muertas las aves; y al frente de la escena resuena el acorde de Tristán.

Dirigida por Lars Von Trier, Melancholia es la segunda entrada de la Depression Trilogy. Comparada con sus películas hermanas, Anticrist y Nymph()maniac, la película mantiene un tono suave de principio a fin, que se vuelve inquietante mientras se revela el argumento central: Melancholia, un planeta que hasta ahora se ha mantenido oculto detrás del Sol, se dirige hacia la Tierra. No es claro hasta los últimos minutos si el planeta está rumbo a ser el fenómeno estético más importante de la historia, o si su trayectoria lo coloca en camino a aniquilar el único planeta con vida en el universo. Sin embargo, incluso con un peligro de dimensiones cósmicas, la trama carece del tinte épico que suele venir con los temas propios de la ciencia ficción; el lente fijo en la vida terrenal de dos hermanas.

La historia toma lugar en dos partes. El primer acto se centra en la noche de bodas de la hermana menor (Kirsten Dunst) que, sumida en un profundo episodio depresivo, es incapaz de lidiar con las demandas de la celebración. Pasan las horas y, conforme se acumulan los fracasos, las expectativas de su madre, su hermana, su esposo, su jefe, sus invitados y hasta del maestro de ceremonias, catalizan la angustia de Justine: desesperada, busca sin éxito a alguien que la escuche. El segundo acto gira la perspectiva y nos coloca del lado de Claire (Charlotte Gainsbourg) que, también desesperada, busca la manera de cuidar de su hermana enferma mientras navega los desafíos de la vida cotidiana: cuidar a su hijo, lidiar con su esposo, decidir qué comer.

Con frecuencia ponemos en oposición estos actos. Por un lado, colocamos los momentos especiales de la vida: casarse, los ascensos, los planes de comprar una casa en el campo y plantar manzanos; por el otro, pensamos la cotidianidad del matrimonio: comprar el súper, bañarse, dormir y trabajar.  Melancholia rechaza esta división y fusiona ambas facetas. La diferencia esencial entre Justine y Claire radica no en la realidad que viven, pues ambas llevan una existencia de comodidad y privilegio, sino en su experiencia de ésta. Claire es igual de exitosa, igual de funcional, en los momentos especiales que en los cotidianos; Justine es igual de miserable. Von Trier nos propone que la vida, sin importar la situación, se reduce a un problema singular: el deseo.

La idea no es nueva. Desde el primer momento, el único motivo musical de la película, la obertura de Tristan und Isolde, nos presenta este conflicto y nos regresa insistentemente a él. La referencia es significativa por distintos motivos. En 1857 Tristan und Isolde marcó un punto de inflexión en la obra de Wagner tanto en términos de composición cuanto temáticos. A lo largo de la ópera, los recursos más notables son el uso de armonías no tradicionales que terminan en acordes disonantes (como el de Tristán) y de suspensiones armónicas de cadencias prolongadas que no se resuelven; el resultado es el aspecto más llamativo de toda la pieza: una sensación constante de angustia y expectativa que no se consuma.

A la par, en contraste con sus óperas anteriores —donde el deseo origina la tragedia, pero no concluye en fatalidad (el deseo de Elsa por conocer el nombre de su amado Lohengrin, por ejemplo)— en Tristan und Isolde la influencia de Schopenhauer es evidente. El amor, en apariencia imposible, entre Tristan e Isolde, produce un deseo insoportable por el otro, un sufrimiento inescapable resoluble sólo en la muerte. Esta visión fenomenológica del mundo, donde el deseo se encuentra por siempre en choque con el mundo externo, es la piedra angular en la tragedia insalvable de Melancholia. No existe fuerza externa más potente que la inminente aniquilación del planeta.

Conforme la realidad se vuelve incuestionable, la desesperación explota: la seguridad en el mundo material de John (Kiefer Sutherland), el “experto en estrellas”, no le brinda alivio alguno frente a la impotencia de haber consolado a su familia en suposiciones: prefiere la muerte. Claire, privada del suicidio y abandonada por su marido, trata primero de buscar refugio para su hijo y ella; después, intenta hacer el cataclismo soportable con cena y música. Y Justine, de frente a la catástrofe, se baña en la luz del planeta que será su muerte. Es en este punto que se presenta la distinción más relevante entre Von Trier y el pesimismo de Wagner y Schopenhauer: Justine, a diferencia de Isolde, es incapaz de relacionarse con el mundo y con su propio deseo. La profundidad de su depresión le impide participar y funcionar en las situaciones mundanas; sin embargo, esta ausencia de voluntad le permite experimentar la aniquilación de la existencia desde un lugar distinto. En un giro final, los papeles se han invertido: Claire es incapaz de encarar la muerte mientras Justine lleva a Leo a construir una cueva mágica de palos en el fin del mundo.

“Dem Land das Tristan meint, der Sonne Licht nicht scheint.”


@el_abernuncio

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Barranca, de Diana del Ángel

En Barranca de Diana del Ángel una historia corre palpitante por debajo de la hierba. Se trata de un relato doloroso que encuentra en el lenguaje poético un lugar para fluir. Los detalles del episodio violento que sepultó en la voz lírica «la simiente del miedo», la agresión sexual que la separó de sí misma, se revelan a lo largo del libro con una intensidad creciente. Son una raíz podrida en medio de la vívida naturaleza que habita en los poemas. Los versos de Barranca son susurros que escuchamos al descansar el oído sobre una concha de mar. Hay nombres que fueron arrancados y anhelos que se vaciaron, pero una voz persiste:

Me habría gustado contarte
que descubrí no mi nombre,
sino mi voz,
y que sin el dolor de la barranca
me faltarían fuerzas y palabras para decir.

 En las primeras páginas, Del Ángel construye un lugar seguro con sus palabras, un sitio fresco y tibio que, a su vez, se tambalea en la esquina de un precipicio. El resultado es un retrato preciso de las contradicciones que viven en quienes han sufrido agresiones durante la infancia: recuerdos terribles al lado de episodios luminosos que la poeta capta con avidez. Las tardes son largas y soleadas, pero no están exentas de tristeza. Barranca siembra estos momentos con nombres de flores, como en “Lágrimas de niños (Soleirolia soleirolii)”: «Brotan por nada / sus raíces profundas / son cristalinas».

 Podemos notar de inmediato que sus poemas encuentran un preciado equilibrio: se resisten a llegar al punto en el que un exceso de palabras empobrece los sentimientos. Esto no significa que se escondan detrás de un lenguaje hermético; por el contrario, sus palabras cortan como el filo de un cristal: «hay segundos de lentísima tristeza, / como hormigueros de lágrimas, / que nos embotan y limitan cada paso». La melancolía de quien se sabe lejos de su hogar y lejos de sí misma es una semilla bien enraizada, pero mutable. En ocasiones flota leve, es una espora; en otras, taja y se anquilosa en la garganta. La niña a quien le arrebataron el nombre no abandona a la adulta, su rabia aún escuece.

Los poemas alcanzan una potencia abrasadora cuando la familia entra a cuadro. Los secretos oscuros de una abuela, la inestabilidad cariñosa de una madre y la imagen borrosa de quienes ya han dejado el mundo prenden fuego al campo. La familia es una amputación abyecta del espíritu, escribió Ricardo Piglia. En Barranca, la familia es el balbuceo primigenio: se trata de una fuente de protección que se deforma, con los años, en una coraza que nos oculta de la claridad del mundo. «Tu cuerpo es una barranca por la que te despeñas». 

La materialidad del cuerpo es algo que compartimos con la naturaleza: la baba, los minerales, la descomposición. Pero en ella incluso lo microscópico es ingente. Nosotras vagamos por la superficie sin conocernos del todo. Quizá de aquí surge el anhelo de regresar a un período umbilical, casi etéreo. Ser un cuerpo unido completamente al líquido, fundido con los elementos, en vez de habitar un andamio de huesos que se deshilvana. La poesía, en su afán de nunca resolverse en una interpretación, de resbalar lejos del sentido, es el ambiente perfecto para huir de la violenta materialidad del mundo, pero sólo en apariencia. Hablar es abrirse: de la boca surge la primera herida, aquella que portamos sin darnos cuenta. Quizá Barranca sea una manera, si no de curarla, por lo menos de tocarla con las yemas de los dedos. De reconocerla.

Adelanto: Barranca, de Diana del Ángel | Tierra Adentro

Diana del Ángel. Barranca (2018). Fondo Editorial Tierra Adentro.

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«Moho» de Paulette Jonguitud

En el conocido relato de la mitología griega, Dafne corre lejos de Apolo, flechado por Eros, en una huida que parece eterna. Desesperada por semejante hostigamiento, Dafne invoca la ayuda de Zeus, quien decide convertirla en un laurel. Mejor inanimada que soltera, parece ser el mensaje de esa historia.

Algo similar le ocurre a Constanza, personaje principal de Moho. Ella es una mujer digna, acomodada y “ya mayor”, receptora de todos los eufemismos que suelen utilizarse para las mujeres que alcanzan cierta edad. Una mañana, pocas horas antes de la boda de su hija mayor, Constanza descubre una mancha verduzca en su piel: se trata de un lunar rasposo y creciente, un moho que trepa por sus piernas, adueñándose de su cuerpo.

El moho avanza y petrifica a Constanza. Su cuerpo no es lo único que sufre una metamorfosis: su mente también es acechada por recuerdos dolorosos que involucran a su sobrina, la otra Constanza, con quien mantuvo siempre una relación difícil. Libre de adjetivos estorbosos, la prosa de Jonguitud avanza audaz, dirigiendo al lector hacia escenarios que, aunque perturbadores, se tiñen también de un humor oscuro. La autora utiliza la metáfora del moho para ejemplificar la lucha de Constanza contra su propia vejez, pero también contra una idea de la femineidad que, tras recubrirla por décadas en un abrazo tóxico, la deja totalmente desolada. 

Jonguitud da forma a su exquisita sátira social memoria valiéndose de analepsis breves y perversas. Constanza la vieja, Constanza la joven, un esposo inútil y dos hijos que parecieran de papel conforman un retrato preciso de una familia disfuncional de clase media. En medio del hartazgo va dibujándose una imagen tan penetrante en la conciencia mexicana como el moho: las mujeres y sus cuerpos, breves santuarios de pulcritud, tienen una fecha de caducidad. Por más que, como Dafne, se lancen a la huida, las limitaciones de una sociedad mojigata no dejan de perseguirlas, de rodearlas con una dura corteza infecciosa.

La temática social de Moho, velada por una cautivadora intriga, diálogos sólidos y descripciones casi oníricas, ha sido comparada con la obra de Inés Arredondo y Mario Bellatin; sin embargo, la agilidad y frescura de su prosa le han garantizado un lugar propio dentro de la literatura mexicana.

En esta novela, Paulette Jonguitud logra con facilidad lo que pocos narradores consiguen: construye, en menos de noventa cuartillas, una historia infecciosa que sigue asediando días, semanas, meses después de su lectura. 

Jonguitud, Paulette, Moho, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010.

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«Hebras» de Esther Seligson

Lo que mueve a Seligson es el paso desenfrenado del tiempo, la infancia, la familia. Las despedidas. Así lo revela la autora desde el epígrafe de Edmond Jabès: “Todo libro se escribe en la transparencia de un adiós”. Hebras tiene el tono de un texto que se escribió de manera impúdica. Aquí no hay pretensión alguna de separar la emoción propia y su consecuencia intelectual.

En “Luciérnagas en Nueva York”, la escritora le habla a su nieta recién nacida. ¿Cómo ha sido la vida desde tu nacimiento?, parece preguntarse, y así redescubre el jardín de la casa que habitan tres generaciones de mujeres: las plantas y los bichos minúsculos, el atronador ladrido del perro, las fragancias de los nuevos pétalos. La perspectiva romántica predomina en la descripción de los espacios, en el agradecimiento por la sola posibilidad de vida y su manifestación en la nieta, porque con ella la abuela renació.

Redescubro contigo lo que de por sí es único y pronto olvidamos sumergidos en nuestras rencorosas soledades de adulto. Y lleva razón el poeta al reclamar del alma su infantil capacidad de asombro, de entrega, de anhelo

Estamos bebiendo café en la terraza del Centro Cultural Elena Garro. Hay una fuerte corriente de aire y hablamos apretando los vasos humeantes. Es invierno, no sé de qué año. Tampoco sé cómo saco el libro a colación. El punto es que Marcela me dice: No me gusta Seligson, es muy rosa, muy meh. Literatura rosa. Me quedo pensando. ¿No es otra forma de referirse a su narrativa como «prosa poética»? Eso ya lo escuché en otro lado. ¿Por qué me gusta a mí?

No entiendo cómo se modera el lenguaje poético, si debería hacerse siquiera. Aceptamos una verdad irrefutable: Chéjov es el maestro del cuento porque muestra al lector “lo que sucede” y no elabora en cosas que “no aportan” al relato (ahí suele terminar la afirmación, difícilmente alguien se aventurará a complejizarla). La conclusión es obvia: se desalienta la manipulación excesiva del lenguaje. Quizá no hay respuesta. Hay autoras como Seligson que reconocen y celebran el papel fundamental de las emociones en la creación literaria; y otros que la acusan de melodramática o chantajista, pues creen que dirige al lector, lo obliga a la experiencia estética.

Los complejidad de los primeros movimientos infantiles avanza a la par del lenguaje. En la infancia es imposible nombrar lo que acontece, y después, cuando podemos formar palabras, hemos olvidado lo que sintieron nuestros dedos al palpar por primera vez. Por eso la narradora se esmera en plasmar las impresiones que atestigua en su nieta (su reacción ante el sonido de las campanas, los ojos luminosos del gato sobre la maceta, las flores de tallo alto y pesado), con la lucidez que sus años le permiten: sus palabras están dirigidas a la niña futurizada, la lectora adulta.

La fijación en el lenguaje y la edad, y la fascinación por el asombro infantil, se repiten en “Retornos”:

Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuenten las historias que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos, oídos y memoria, empalmar sin tregua amaneceres y crepúsculos, redescubrir el gozo de cada saber, las texturas del color, la inagotable filigrana de las letras que van haciéndose sílaba, vocablo, palabra, dibujando en el aire […]

Seligson, en el afán de volcar sensaciones y contactos primitivos en su escritura, acude, inevitablemente, a la poesía. Su prosa va y viene cual gato aburrido, entre la sutilidad estética y la descripción explícita. Aquí radica su encanto o fatalidad, dependerá ya del lector: en sus abstracciones del mundo y su audacia para notar las cosas más pequeñas, como “la mariposa atrapada entre el vidrio y la tela de alambre en la ventana, que empezaría a aletear en cuanto disminuyera la luz”. El relato rinde homenaje a la inspiración creadora.

El lector puede desgastarse por el tono romántico de la narrativa, pienso, si la lectura se reduce a un conjunto de adornos o frases rimbombantes. Si la prosa se sostuviera por completo en la combinación de palabras fortuitas, la narración sería pretenciosa, cansada, exhibicionista. Me gusta Seligson porque supo conciliar el relato y la unión entre el lenguaje y su sensibilidad; la forma y el estilo, me entero después por personas que saben mucho; o lo que se ve y lo que no se ve, para la mayoría. En Hebras lo memorable no es lo que sucede, sino lo que se muestra: la casa de la abuela, la madre joven, el acercamiento a las manos infantiles, el jardín que crece sin algo que le detenga, como planta trepadora, devorándolo todo.

La infancia es una oportunidad fugaz de cercanía física con el mundo. Pero el retorno a la infancia, a través de otro, también es una oportunidad de redescubrir la palabra y lo místico. “Jardín de infancia” es el relato fantástico de otro jardín, evocado por el sueño de una narradora sobre “el niño que fue y la niña que quiso ser y la niña que fue y el niño que quiso ser”. En el sueño, los niños emprenden la búsqueda de “la puerta de las siete alegrías” por invitación de serafines alegres pero de origen dudoso, quienes recitan adivinanzas y cantan música conocida: naranja dulce limón partido, dame un abrazo que yo te pido, reproduce Seligson, y el final del relato llega, brutal, con un destino trágico que ya se insinuaba en imágenes previas:

Al alba los ángeles recogen los cuerpos de los niños destrozados entre las patas de los caballos igualmente descabezados…

Despierto. La mariposa sigue ahí. Recuerdo que, mucho antes de saber quiénes eran, yo ya había escrito sus nombres en mis cuadernos escolares.

De tin, marín,
de do, pingué,
cucara, mácara,
títere fue.

De los relatos y textos que componen Hebras, destacan los que juegan con visiones alucinantes y fantasmagóricas, con la extensión del mundo onírico en una realidad aparatosa. Y como los niños que buscan lo inasible, el lector lee y relee en busca de significado. Hemos entrado al reino infantil de las canciones y las rondas. El lenguaje se endulza con la provocación de la memoria y la nostalgia, porque basta un verso para ubicar en geografía, remitir a una vida cotidiana específica, a la propia infancia. ¿Pero qué significa? ¿Significa algo, hay acaso un motivo trascendental de la escritura que el lector puede desentrañar, o es la pura compilación de lo que, para Seligson, fue la belleza? Es ese pensamiento, agraciado por la ambigüedad, el que seduce. No hay falta.

Seligson, Esther, Hebras, México, Ediciones sin nombre, 1996.

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«Introducción a Teresa de Jesús» de Cristina Morales


Mi lauro esté en el desprecio,
en las penas mi afición,
mi dignidad sea el rincón
y la soledad mi aprecio.

—Teresa de Jesús

De visita en Ávila, uno puede imaginar cómo vivía Teresa de Jesús en el convento de la Encarnación, tremenda piedra que albergaba a más de doscientas monjas con bastantes comodidades. Leyendo a Teresa y a quienes mejor han estudiado su vida y sus escritos, es muy comprensible el contraste con que se topa quien mira la entrada de San José, el pequeño convento donde ella quiso morir y no pudo. Murió en el otoño de 1582 en Alba de Tormes, pero se había ido mucho tiempo antes.

En su novela Introducción a Teresa de Jesús, Cristina Morales le da voz a la mujer, escritora, mística y fundadora de ascendencia judía, nacida lejos del mar, en Ávila, al inicio de la primavera de 1515. La imagina escribiendo un texto paralelo al Libro de la vida —obra seminal en el género de la autobiografía— en el que Teresa no tiene el recato ni la propiedad obligados por su condición sospechosa ante la inquisición. Después de todo, la santa escribió su autobiografía por obediencia al padre García de Toledo, su confesor, para ser leída, revisada y juzgada por otros.

Morales, a su vez, toma prestada la voz de Teresa y presenta algunas ideas que bien podrían ser las de aquella monja rebelde, imprudente y nada mojigata; tan única y tan elevada, si viviera en el siglo XXI. La reivindicación feminista de Teresa de Jesús no es nueva, aunque tampoco muy extendida. La reivindicación anarquista lo es menos, todavía. La autora logra bien las dos.

La novela se ubica en el verano de 1562. Teresa está en Toledo, consolando a Doña Luisa de la Cerda —hija de los duques de Medinaceli y tan rica como se podría ser en la España del siglo XVI—, que recién enviudó. A los cuarenta y siete años, madura y fuerte, llena de misticismo y fama de santidad o de herejía, según a quién le preguntaran, Teresa libraba las últimas batallas para fundar un convento reformado que observara las reglas originales de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. En particular, Teresa buscaba reformar el Carmelo para que se viviera con auténtica austeridad, pobreza y clausura.

Las biografías de la santa marcan el año de 1554 como el de su conversión. Usualmente, se considera que antes de éste se halla su vida ascética y después su vida mística. A partir de entonces, habría de perderle el miedo a la intensidad sin igual de sus experiencias místicas y, aunque siguió contando con el apoyo de confesores y directores espirituales, habría de tomar potestad de su propia vida interior, sin hacer tanto caso a teólogos y letrados. Era emancipada y fugitiva.

Felipe II comenzó su reinado en 1556, tras la muerte de Carlos I de España y V de Alemania, con una visión muy distinta a la de su padre. Si durante la primera mitad de la vida de Teresa, España estaba abierta a Europa, en la segunda —tanto biográfica como espiritual—, se replegó en sí misma. En términos religiosos, esto implicó meterse a piedra y lodo en las tradiciones de la oración coral y la lentitud eclesial, quemar vulgatas, perseguir cristianos nuevos. Ante una oleada reformadora que encabezaron personajes entre los que hallamos a Ignacio de Loyola (que murió también en 1556), Pedro de Alcántara o la misma Teresa de Ávila, el miedo a que lo nuevo fuera luterano o que lo judío estuviera destruyendo lo cristiano se hizo institución y así la inquisición se hizo fuerte.

En ese contexto y hacia el final de la novela, tras recibir una carta de su amiga Juana, en la que le deja saber que probablemente la elegirán priora del convento de la Encarnación —lo cual complicaría o anularía sus posibilidades de fundar—, se sienten al unísono la voz anarquista de Morales y la radicalidad de Teresa: Para mí, irme es vencer.

Una de las búsquedas más importantes de Teresa de Ávila fue que la dejaran en paz. Que quienes dominaban en su vida —reglas, obispos, reyes— no estorbaran en su deseo y proyecto de vivir con otras la radicalidad de la pobreza y la oración. Las máquinas sociales, sin embargo, trituran esos deseos y a quienes les queman las entrañas. Cuando los hallan resistentes —como a Teresa—, buscan engullirlos y digerirlos. Que se excusen, que se acomoden, que no llamen la atención. Que cambien el mundo sin cambiar las reglas. Merecen ser prioras de la Encarnación porque son muy santas, pero la pretensión de coser sus propios vestidos revela arrogancia. Se les pide santa medianía. Según las voces autorizadas ellas son, cuando mucho, aptas para gobernar y para tal cosa se les hace encargo: que arreglen grietas, que refuercen cimientos. Pero esas almas radicales no se adaptan. No quieren ni pueden. Se van, pero no por la puerta; en lugar de pasar por debajo de un dintel, tumban los venerables muros de adentro hacia afuera. Son un problema.

Michel de Montaigne se encerró en su castillo en 1571 para escribir sus ensayos. Para entonces, Teresa ya llevaba más de quince años encerrada en su castillo interior, explorando lo que no se puede decir, llevando la experiencia de la autenticidad personal a retar al lenguaje y las formas religiosas, políticas y sociales de su época. Fémina inquieta y andariega, como la llamaría Monseñor Sega tras recluirla en Toledo por 1578, fundó diecisiete conventos en veinte años. Ella, que conocía el mundo y la tenía en buena medida despreocupada, dijo sobre sus jueces «que como son hijos de Adán y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa» (Camino de perfección, 4,1); por eso gobernó su reforma a través de sus descalzos.

¿Qué hizo Teresa?, ¿qué hacen estas personas problema? Nada más, pero nada menos, que descubrir quiénes son y rehusarse a vivir como si no lo fueran. Por eso se van. Por eso se ven raras en el reino de lo igual. Un judío en la esquina pobre de un imperio se experimentó como hijo de Dios y se le ocurrió que todos lo somos y eso debería tener consecuencias. Guijarro incómodo para el engranaje bajo el estandarte del águila romana. En medio de un cisma que puso en jaque siglos de dominio espiritual, una mujer dice que se puede «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (El libro de la vida, 8,5). Monja impertinente, se supo amada, no sometida.

Morales, Cristina, Introducción a Teresa de Jesús, Anagrama, 2020.


A Jesús Carrillo le gusta salir al campo, la carne asada y leer.

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«Narda o el verano» de Salvador Elizondo

De Elizondo muchos ya han dicho que es experimental, o sea, que hizo lo que quiso, y ésa es una de las razones por las que su obra perduró. Elizondo fue un escritor vanguardista, irruptor y moderno en la segunda mitad del siglo xx mexicano. Pero una cosa es su escritura, y otra su escritura historizada y parchada entre más nombres intimidantes.

Cuando leí su libro no pensaba en esas cosas.

Mujeres, violencia, foto, “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar, miradas; algo así me dejó la primera lectura. “En la playa” es como una película de acción, porque un hombre gordo huye despavorido en una lancha y lo persigue este villano de nombre espectacular, Van Guld. “Puente de piedra” podría ser una historia de amor si no se deshilachara lo verdaderamente interesante, la tensión que subyace a la conversación entre dos amantes y que explota cuando aparece un niño deforme. La mirada del niño destruye la relación de la pareja y tiene símiles en “La puerta”, “Narda o el verano” y “La Historia según Pao Cheng”: acá también hay miradas vigilantes, miradas que espían, miradas terroríficas y cuasidemoníacas, y la propia mirada mirándose en un espejo que mira.

Son cuentos raros, oscuros, con finales inquietantes y abruptos. Elizondo no se cuestiona los saltos de tono. En ocasiones abandona el relato a su suerte y parece que hemos cambiado por completo de lectura; en otras el autor deja caer elementos extraños como piedritas, con finura, hasta que algo estalla.

Para ser experimental también hay que luchar contra el bagaje que traemos encima. A mí me enseñaron que una reseña debe titularse con la referencia del libro, nada más; que un párrafo debe tener más de cuatro líneas; que escribir ensayos académicos en primera persona está bien, porque así admito mi subjetividad (luego vinieron otros a decirme lo contrario, pero ya era demasiado tarde).

Y para sacudirse cualquier grupo de reglas está la liminalidad, ese espacio donde se suspende la vida social y germinan las preguntas radicales y la creación novedosa. En la literatura y el arte, pareciera que el colapso del orden social es una oportunidad para explorar la rabia, el sexo, todo lo pecaminoso que induce culpa y se ha hecho a un lado en favor de la rutina y el confort. Pero, más allá de escandalizar, la liminalidad en la literatura debería implicar una reinvención del lenguaje y las formas. Por eso remite a la vanguardia.

Todo esto lo pienso ahora, en mi segunda lectura, para leer el texto con otros ojos.

“Narda o el verano”, el cuento, es un espacio liminal en sí mismo. En algún lugar de Europa, dos amigos se lanzan a la aventura durante el verano, rentan una villa a la orilla del mar y comparten una amante que se da el nombre de Narda. El verano contrae un puñado de experiencias, las encierra en una temporalidad discreta y fantástica (nada existe fuera del verano mientras es verano) y las vidas ordinarias se interrumpen para explorar nuevas posibilidades. Por eso el inicio del relato tiene apariencia de crónica, como si su peculiaridad y tiempo fueran irrepetibles: “Puede decirse que el verano ha terminado. Ha llegado el momento de concretar todas las experiencias que han hecho esta temporada memorable y es preciso empezar por el principio…”.

El fin del verano, como el lector anticipaba, trae fracturas y cambios; entre ellos, que el protagonista ya no desea compartir a sus amantes. La “mujer nuestra” quedó como la menos lúgubre de las vivencias veraniegas. Y Narda no es distinta a la escultura de Pigmalión, una construcción al antojo del artista deseoso de amar. Narda es la idealización de la mujer, el nombre falso o la careta para el par de amigos que la descubren un verano, o la actriz que se ve a través del lente de una cámara. Narda es un montaje que aparece y desaparece.

Narda o el verano se publicó a mitad de la década de los 60, y la literatura mexicana ya llevaba años estancada, o eso escribió José Luis Martínez en una reseña que se incluyó en Problemas literarios. Aunque los temas de la Revolución mexicana ya estaban agotados, los escritores seguían abusando del tono de “la vida de los humildes y los desamparados”. Si exigimos de la literatura que las obras funcionen como espejo de la sociedad, la novela mexicana estaba en crisis. Los temas de la Revolución no eran vigentes y urgía renovar el tono, expandir las realidades. Porque, y aquí se merece el énfasis, es imposible que haya una sola realidad en un espacio tan vasto.

Los cuentos de Elizondo no respondían a la tradición de la Revolución, ni se interesaban por ser reflejos fieles de la realidad (los personifico porque así se presenta el volumen, vivo). Quizá porque no eran novela o quizá porque eran de Elizondo, los cuentos lidiaron con el espanto existencialista, el absurdo, la identidad, lo ambiguo. ¿Quién soy yo, que escribo? ¿Cómo soy con lo que escribo? ¿Lo que escribo está fuera de mí? “La historia según Pao Cheng” introduce con más fuerza la dimensión filosófica de la prosa de Elizondo, en la que ahondará en su obra futura. El texto, un ejercicio autorreflexivo sobre la escritura y la calidad del escritor, también juega con las formas. Pao Cheng escribe y en su pensamiento se cuela la visión de un hombre que escribe sobre él, que escribe, y de golpe el ojo lector se alza hacia el hombre que escribe, el escritor.

“La cucaracha soñadora”, el relato breve de Augusto Monterroso que se incluyó en sus fábulas de 1969, es otro ejemplo de metaficción:

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

Lo reproduzco porque Monterroso invoca ese texto popular de Chuang Tzu, “El sueño de la mariposa”. Sobra decir, entonces, que “inventar” y “reinventar” son palabras que merecen cautela. Elizondo, haya reinventado las formas o no, irrumpió. Lo hizo a mediados del siglo xx, pero también leerlo hoy es verlo irrumpir. Esto me obliga a concluir que las formas y el lenguaje no envejecen como las aproximaciones o lo temas; al contrario, el manejo artificioso de la palabra permanece estático y atemporal. Perdura. Y la brevedad del relato, en particular, facilita la experimentación.

Ahora pienso en la prosa que surgió hace ya más de una década, la que alude al crimen organizado, el narcotráfico, la violencia mórbida. El tono, si tuviera que forzar las palabras, es “la vida de los desaparecidos, los cárteles, los cuerpos”. La discusión de hace sesenta años es vigente por razones obvias. La realidad, que debiera inspirar al trabajo literario, también tiene el potencial de empobrecerlo cuando se gasta o se abusa. Hoy decir “narcotráfico” es no decir nada.

En el ámbito literario, recordó José Luis Martínez, se defiende la existencia de “la alta cultura”, y aquí suelen ubicarse los trabajos que imitan lo más posible la experiencia humana; por eso la novela policial (o de ciencia ficción) se lee con altivez y se considera obra menor. ¿Pero qué ocurre cuando la literatura se ocupa de una realidad totalizadora?

Elizondo, Salvador, Narda o el verano, México, FCE, 1965.

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«Facsímil» de Alejandro Zambra

Cuando se habla de deconstrucción, ¿qué es lo que se rompe, lo que se deshace? Como todos los cuasi-conceptos que forman parte de la vasta propuesta filosófica de Jacques Derrida, no existe una respuesta única ni una definición concreta: el movimiento de la deconstrucción se dedica justamente a cuestionar los límites del lenguaje, del significado, de la conceptualización. La visión derridiana rechaza la seguridad de los orígenes y las jerarquías para contaminar los confines que las constituyen. Desplazar, interrelacionar, oponer, criticar: todos son actos relevantes en la mayor parte de las obras literarias, desde su concepción hasta su producción y subsecuente crítica.

No obstante, es bien sabido que hay textos que irrumpen más que otros. Tal es el caso de Facsímil (2015) del escritor chileno Alejandro Zambra, publicada en México por la editorial Sexto Piso. Esta obra es un ejemplo perfecto de la actividad deconstructiva, pues desde un principio se resiste a la clasificación: tomando como modelo la Prueba de Aptitud Verbal aplicada a los aspirantes universitarios en Chile, con su respectiva hoja de respuestas, es difícil determinar si estamos ante una novela, una colección de relatos, un ensayo o un poemario. Sobra decir que la participación del lector es crucial; al ir rellenando (o dejando en blanco) los alveolos, éste tiene la oportunidad de desplegar una multiplicidad de historias y de maneras de contarlas. Pero, ¿qué contar y para qué?

De entrada, Facsímil es una aguda crítica al sistema escolar chileno y a sus consecuencias en el desarrollo personal de los estudiantes; sin embargo, es también un acto de rebeldía dentro del ámbito literario y social. Su lectura invita a reflexionar sobre la posibilidad de que las escuelas no se han encargado de educarnos, sino de programarnos.

Facsímil está compuesto de cinco apartados, cada uno con instrucciones de contestado, además de una hoja de respuestas. Los ejercicios a realizar varían por parte, incluyendo ejercicios de término excluido, compleción y ordenación de enunciados y comprensión de lectura. Sin duda, esta estructura peculiar es lo que ha impedido que pueda adjudicársele algún género a la obra.

En La ley del género, Derrida refuta por completo la idea de que los textos literarios pertenecen inherentemente a algún género y propone que éstas siempre escapan a la definición. La propia noción del “género” contiene en sí misma su afirmación y negación: al decir que existen ciertos preceptos a los que las obras deben adherirse y por lo tanto negar la mezcla de géneros, se está afirmando la posibilidad de que ésta efectivamente puede darse. De esta forma, Facsímil se clasifica no como un género u otro, sino como una mezcla de todos que, como veremos más adelante, no nos debe certeza alguna.

Estas reflexiones derridianas han impulsado el surgimiento en el campo de la teoría literaria de los estudios de metaficción, definida por Carlos Lens San Martín como “una ruptura del pacto ficcional” en la que el lector se cuestiona los límites entre la realidad y la ficción. Una de las formas en que opera esta modalidad narrativa es la ruptura de las barreras del género tal como ocurre en Facsímil.

El tiempo corre y es momento de abrir los exámenes. Comencemos: ¿por qué este libro se llama Facsímil? Atendamos la página 15, en la que la obra se define a sí misma:

1. FACSÍMIL

A) copia
B) imitación
C) simulacro
D) ensayo
E) trampa

2. RÉPLICA

A) calco
B) duplicado
C) fotocopia
D) temblor
E) súplica

[…]

4. COPIAR

A) cortar
B) pegar
C) cortar
D) pegar
E) deshacer

Como lectores, podemos reconocer que, en efecto, estamos ante una especie de trampa. La forma de Facsímil imita los exámenes de opción múltiple que tanto hemos aprendido a detestar y la reta dándole la vuelta. En el ejercicio anterior, por ejemplo, la instrucción es “marcar la opción que corresponda a la palabra cuyo sentido no tenga relación ni con el enunciado ni con las demás palabras”. Sigamos, entonces: ¿cuál es la respuesta correcta?

Al entregarnos a la labor como haría cualquier estudiante dedicado, nos percatamos de inmediato de la imposibilidad de completar la tarea. Es cierto que no hay una relación clara entre las palabras por sí solas, pero vaya que la hay cuando se nos presentan de esta forma. Cada inciso bien podría leerse como un verso, encadenándose en el reenvío de significados múltiple e impredecible que caracteriza a la poesía contemporánea. El lenguaje no se mantiene estático y es imposible atribuirle una sola definición a las palabras. Para comprender lo que leemos, es necesario considerar otras posibles fuentes de significado y hacer caso omiso de las instrucciones. Hay que, como enfatiza el inciso E del cuarto reactivo, “deshacer”.

Continuemos. En “II. Plan de redacción”, se insta al lector a “marcar la opción que corresponda al orden más adecuado para constituir un buen esquema o plan de redacción”. ¿Cuál será el orden adecuado para esta historia? Veamos la página 23:

27. Un hijo

1. Sueñas que pierdes un hijo.
2. Despiertas.
3. Lloras.
4. Pierdes un hijo.
5. Lloras.

De nuevo, no hay una sola respuesta: los reactivos conforman minificciones cuyos acontecimientos pueden reordenarse sin perder su lógica. Así como no existe un solo significado para cualquier palabra, tampoco existe la noción de un orden “correcto” en esta obra. Aquí se alcanzan a percibir los ecos de la iterabilidad derridiana, que implica la idea de repetición que deviene en una recontextualización y alteridad. La reordenación de las oraciones crea en todo momento un sentido diferente e irrepetible, que además puede variar dependiendo del lector. La pureza tranquilizadora de una respuesta correcta queda contaminada por la subjetividad de quien la contesta. Surge así la siguiente pregunta: en la página 28, ¿somos los únicos respondiendo esta prueba?

36. Cicatrices

1. Piensas que la distancia menor entre dos puntos es el trazo de una cicatriz.
2. Piensas: la introducción es el padre, el desarrollo el hijo y la conclusión el espíritu santo.

[…]

11. En tu caso es un tumor.

A) 1-2-3-4-5-6-7-8-9-10-11
B) 1-2-3-4-5-6-7-8-9-10-11

[…]

La figura autoral entra en escena en este reactivo. En los incisos A y B, ¿se nos impone una respuesta, o es que el autor detrás del reactivo está contestando al igual que nosotros, proponiendo su propia visión? Otra pregunta imposible de responder, otra duda que contamina el sentido del orden preestablecido y que remite al corazón de la deconstrucción derridiana.

Hay quien argumenta que esta “contaminación” de todo lo que conocemos sólo puede devenir en caos; sin embargo, la noción de un orden inapelable tiene consecuencias terribles que van más allá de una mala nota en un examen. Haciendo eco de la novela Formas de volver a casa (2011), Zambra no pierde la oportunidad de referirse con humor a las oscuras circunstancias de la dictadura de Pinochet.

Respondamos rápido: ¿qué no la única forma de entender a los chilenos es a través de este oscuro período de sus vidas? En Facsímil no hay lugar para la lástima ni la victimización. Su estructura reta una y otra vez a su lector, ridiculiza sus clichés y sus preconcepciones, como se ve claramente en la página 66:

73. Del texto se desprende que:

A) Los estudiantes copiaban en las pruebas porque vivían en una dictadura y eso lo justifica todo.

[…]

Zambra ataca implacablemente la Prueba de Aptitud Verbal equiparándola a cualquier texto ficcional que requiere de un pacto con el lector, que se ve “entorpecida” por la subjetividad de quienes la responden, pero sobre todo, de quienes la crean. La distinción entre la “verdadera” prueba de aptitudes y ésta, su facsímil, no es tan clara como podríamos creer. El orden que rige nuestra realidad, sus leyes y sus textos, no son imparciales. Detrás de ellos hay seres humanos, intereses, intenciones y prejuicios que rara vez tienen el bien común en mente. Pregunta final: ¿por qué creer fervientemente en una y no en la otra?

La complejidad de Facsímil es casi inagotable. La obra también puede leerse desde la Teoría de la recepción, mientras que el conflicto ético, moral e histórico podrían verse bajo la perspectiva de Foucault. Sin embargo, este portentoso libro resalta por la deconstrucción, la contaminación y el desplazamiento de lo que la educación formal (y de paso, la literatura) considera verdadero y correcto.

Cierro este ensayo con una cita que habla por sí sola (o eso nos hace creer):

74. ¿Cuál de las siguientes frases del profesor Segovia es, a su juicio, verdadera?

A) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
B) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
C) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
D) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
E) A ustedes no los educaron, los entrenaron.

Zambra, Alejandro, Facsímil, México, Sexto Piso, 2014.

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George Steiner: una pedagogía de la exigencia

El maestro, tanto o más que la familia, es un eje fundamental de la llamada socialización: el maestro contribuye a ubicar al individuo en el contexto de la colectividad, a ordenar sus emociones y a establecer formas de respeto, reconocimiento o disconformidad. Porque la educación preserva el clan, pero también puede romperlo para después amplificarlo en un ideal de cultura y continuidad más extenso (la civilización). En este sentido, el maestro desata un mecanismo dialéctico que, alternativamente, puede propiciar en el alumno la familiarización o el extrañamiento, la adaptación o la subversión, el éxito mundano o el retiro del mundo.

En Lecciones de los maestros y Elogio de la transmisión, éste en coautoría con Cécile Ladjali, George Steiner (1929-2020) hace un balance rico y entrañable del oficio de la enseñanza en sus más variadas metamorfosis. Se trata de dos libros distintos en su naturaleza que, sin embargo, se complementan y confluyen. Lecciones de los maestros es un libro desbordante y exigente que exhibe el habitual estilo agudo y a veces grandilocuente de Steiner, ahora mucho más orientado a la remembranza emocionada que al argumento. Por su parte, Elogio de la transmisión está formado, principalmente, por un largo diálogo en el que Steiner reitera y abunda en su perspectiva en torno a la educación, la pedagogía de la exigencia y el papel de los clásicos.

Lecciones de los maestros rebosa emociones: tal vez ninguno de los libros de Steiner, incluyendo sus remembranzas de índole autobiográfica en Errata, sea tan personal. Artífice de la exposición sistemática, éste, paradójicamente, resulta uno de los libros más digresivos de Steiner, quien salta de un tema a otro, persigue anárquicamente las reverberaciones de una idea y crea, más que una estructura, un método de libre asociación en el que se habla con autoridad de las más variadas épocas y disciplinas (desde la filosofía, las matemáticas y la música hasta el fútbol americano). Por esta razón, es un libro que puede generar sensaciones contrastantes: por un lado, como ha señalado Joseph Epstein en su severa crítica a Las Lecciones…, campean esa erudición ostentosa, esa pomposidad y esos toques operísticos característicos del autor; sin embargo, también hay esa pasión, esa amplitud de perspectiva, y, sobre todo, esa mirada nostálgica al oficio de un maestro eminente que se aleja de las aulas en el crepúsculo de su vida.

A través de una triada esencial de las pasiones que genera el magisterio (el maestro que destruye a sus alumnos, el alumno que traiciona y tergiversa al maestro o el círculo de la mutua atracción) Steiner reconstruye diversas situaciones éticas y psicológicas y discute varias concepciones e ideales pedagógicos. Steiner aborda las formas de autoridad, amistad, amor, vasallaje o competencia que se desarrollan entre maestro y alumno; también reseña diversos métodos pedagógicos (la enseñanza como revelación religiosa, como demostración de índole científica o como inoculación de la sospecha y la rebeldía) y distintos perfiles del magisterio (desde el conservador que administra rigurosa y metódicamente las asignaturas hasta el maestro de vocación carismática que aspira a transformar a su pupilo).

Para Steiner, la enseñanza tiene un origen físico, de instrucción personalizada, cara a cara, de ahí la vigencia de la oralidad, de esa enseñanza ligada a la declamación y a la poesía que muchas veces derivaba en una comunidad de iniciados donde confluían la sociedad religiosa y la científica, la enseñanza esotérica y exotérica. La tradición oral, aunque matizada por el interés en lo textual y el inicio de profesionalización e institucionalización que propician los sofistas, ha marcado una poderosa continuidad en Occidente (Sócrates y Jesús, arquetipos del maestro, fueron ágrafos, cuya enseñanza pervive gracias al testimonio de sus discípulos). El magisterio entonces es personal, exclusivo y demandante, se basa en el carisma del profesor y en el talento y entrega del discípulo y se ejemplifica en relaciones complejas pero intensas, que en general son reales (Sócrates y Platón, Abelardo y Eloisa, Flaubert y Maupassant), aunque también pueden responder a un discipulazgo imaginario y electivo (como el de Dante hacia Virgilio o la academia de heterónimos de Pessoa).

Las relaciones maestro discípulo alcanzan la mayor gama de pasiones que van desde la ambición que pierde al pupilo y ofrenda su vida terrena y su alma a un ideal de conocimiento (como lo dramatizan los diversos Faustos) hasta los sentimientos más humanos de fidelidad, sumisión, celos o envidia. Así, el humilde y oscuro Kepler traiciona, supera y olvida a su carismático maestro Tycho Brahe; Max Brod, a su vez, en un acto límite de desprendimiento se consagra a publicar la obra de su amigo Kafka, al tiempo que adquiere una terrible certeza de su propia mediocridad; Heidegger, por su parte, pasa de la fidelidad al sistema husserliano a la refutación filosófica y al desdén y la traición personal a su maestro. La perdición erótica también es una posibilidad latente, como en el caso de Abelardo y Eloisa o el de Heidegger y Hannah Arendt, en donde la fascinación por el conocimiento se confunde con la fascinación amorosa.

Por supuesto, advierte Steiner, la enseñanza no está exenta de peligros (la intolerancia, el fanatismo, el acoso sexual), desviaciones y anomalías. Precisamente, el peligro de falsear la verdad de manera voluntaria o involuntaria, de sucumbir a la amenaza del deceptor, ese demonio falseador, a cuyo acecho no escapan las mentes más preclaras, obliga a una alerta en el que enseña. Esta alerta es más urgente en esas tradiciones intelectuales en que la palabra del maestro suele adquirir una resonancia más amplia, como es el caso de Francia y otros países, donde la elocuencia del Maître á penser ha resistido el auge de la ciencia positiva y ha conservado una autoridad apenas matizada por los siglos. De ahí, como proclamaba el hoy olvidado Alain, ese ascetismo, esa vigilancia sobre sus propias pasiones y enseñanzas que debe ejercer el maestro de niños o el maestro de la nación y que lo convierte en una suerte de clérigo laico.

En fin, Steiner se regodea con los ejemplos, con las pasiones y dilemas éticos que evocan las relaciones entre maestro y alumno a lo largo de la historia y se pregunta sobre su posible evolución. Para Steiner, en el mundo contemporáneo la enseñanza sufre tres mutaciones fundamentales: por un lado, las tecnologías de la información cambian las formas de transmisión de conocimientos y diálogo en la enseñanza; por el otro, el papel de la mujer modifica la estructura patriarcal y masculina que gobernó el arte de la enseñanza por siglos; finalmente, la autoridad inicial del maestro, que ha sido parte fundamental del magisterio, se ve amenazada por la utilización abusiva de las ideas de la igualdad y democracia, así como por el prestigio de la impugnación y la protesta inerciales.

Aquí, donde se queda Lecciones de los maestros, en esa tierra yerma de la nivelación hacia abajo, la sospecha hacia la exigencia y la introducción de las consignas políticas más pedestres en la esfera educativa, abunda Elogio de la transmisión. El libro es el testimonio de un encuentro: Cécile Ladjali, una joven profesora francesa de un Liceo en una zona deprimida de París, lectora de Steiner y convencida de una enseñanza basada en los clásicos, envió a éste una carta de admiración, acompañada de un proyecto de libro de de sonetos sobre la caída y el infierno escritos por sus alumnos. Steiner leyó con entusiasmo el material de los jóvenes y aceptó prologarlo. Elogio…, reúne por un lado, un texto de Ladjali que expone el proyecto del libro de sus alumnos, habla sobre sus tareas cotidianas de enseñanza, y se explaya sobre su visión de la educación y sobre su relación con Steiner, por el otro, una conversación radial entre Steiner y Ladjali. En este libro-testimonio ambos encomian esa enseñanza basada en la lectura de los clásicos, en el aprendizaje de memoria, en la exigencia de atención concentración y juicio, en el conocimiento de lo otro, en el vínculo del respeto entre maestro y alumno, en el reconocimiento de jerarquías entre obras. Todos esos rasgos, aparentemente anacrónicos, forman parte de un ideal de pedagogía humanista que invita al joven a superarse, a respetar, a identificarse con esos grandes libros que “aun sin darse cuenta los alumnos llevan en sus alforjas”.

No se trata, sin embargo, de refugiarse en un puñado de clásico y blandirlos inflamadamente, sino de comunicar una efusión y una convicción: “si un estudiante percibe que uno está un poco loco, poseído de alguna manera por aquello que enseña, es un primer paso. Quizá no se esté de acuerdo; quizá se burle; pero escuchará: se trata del milagroso instante en que comienza a establecerse un diálogo con una pasión”. Así pues, para Steiner, no es la exigencia, sino el conformismo, el pragmatismo miope o la complacencia lo que amenaza la enseñanza. No se trata, sin embargo, de un diagnóstico catastrofista, al contrario, para Steiner la actividad de la enseñanza vacuna contra la mortalidad, amplía el radio y la temporalidad de la conversación, permite dejar huella y seguir caminando en otros. “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: ésta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra”.

Steiner, George, Lecciones de los maestros, México, FCE, 2004.

Steiner, George y Cécile Ladjali, Elogio de la transmisión, Siruela, 2005.


Armando González Torres (Ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. @sobreperdonar