Narrativa

Una propuesta ilustrada

Señoras y señores, gracias por asistir a esta asamblea. Tomaré la palabra para compartirles una propuesta que hila múltiples problemas que aquejan nuestra nación (“Propuesta ilustrada”). Verán que el método es simple, pero sus implicaciones son extraordinarias.

Durante mucho tiempo, recursos y energía se han desperdiciado en cuidar nuestras fronteras infructuosamente; cada día miles de personas cruzan, a pesar de los muros. Tampoco nos sirven las jaulas para los niños, que tanta indignación en la opinión pública han causado.

Hemos destinado demasiado dinero y aún nos piden más; es escandaloso. Hagamos la cuenta, en este país más de veintitrés mil millones de billetes anuales se usan en el patrullaje de nuestras fronteras y el control de la migración; además, hay que incluir los 11 mil millones de billetes destinados a la construcción de la muralla, veinte millones por cada milla. Este enorme esfuerzo, que asciende a más de treinta mil millones de billetes, de poco ha servido para detener a esos individuos que migran a nuestro país. Pues vengo a darles una solución.

Es sentido común, colegas. El paso migrante no puede seguir más. La “Propuesta ilustrada” que he venido a presentarles, humilde, es una solución inmediata a problemas acarreados desde tiempo atrás, con una proyección costo-eficiente también a largo plazo, como toda gran política pública debe ser.

Es para el bienestar común, para evitarnos a todos el disgusto de la migración, de las persecuciones y el contacto indeseado… La policía gasta recursos muy valiosos en perseguir y atormentar, sin ningún resultado. Llegan más y más, ¡y ahora en caravanas! Ni se diga el tráfico de armas, de personas y de droga que estos flujos migratorios conllevan, es un nido de problemas. De implementarse, esta “Propuesta ilustrada” aliviaría el sufrimiento de miles de personas que intentan migrar en condiciones peligrosas y caras, poniendo en riesgo su vida y su economía familiar, el foco de violencia de la frontera desaparecería por completo, abriendo paso al orden y equilibrio de la naturaleza.

Mi “Propuesta ilustrada” es especialmente noble porque no anima la vuelta de los migrantes a su lugar de origen, que eso sí que es una crueldad, porque ¡vaya condiciones deplorables y desgraciadas las de esos países! Tampoco los detiene durante temporadas interminables en el limbo fronterizo, sin hogar, sin salud, sin alimento adecuado. Ya es mucho lo que sufren en los centros de detención migratoria, ni se diga la violencia de las poblaciones en las zonas de espera.

Es tan noble lo que vengo aquí a decirles que nos ahorrará a todos los involucrados los dos recursos más valiosos de esta vida: dinero y tiempo, en ese orden. Ni un solo billete nos costará esta empresa, y ni les digo cuántas horas, años de tiempo desperdiciado en estaciones de espera, traslados peligrosos y sueños rotos ahorraremos a los migrantes. Tiempo valioso que podrán emplear en otras actividades y dinero que no les será robado por coyotes fraudulentos.

También hay otro problema que nos aqueja, y que puede ser resuelto con esta “Propuesta ilustrada”. Los ratings de la televisión están a la baja. Esto es un riesgo enorme para la nación, pues sólo la educación política de nuestros programas es apta para los ciudadanos, los otros contenidos los confunden, siembran en ellos dudas, contemplación e inacción, ¡es terrible! Encima, los índices de tiempo invertido en esparcimiento, lectura y dibujo han subido drásticamente, esto es venenoso para nuestra democracia, que vivía mejores momentos enchufada a la TV, 24/7. Esto ustedes ya lo saben perfectamente.

En fin, el asunto es simple, casi obvio, espero que así lo vean ustedes también. Se trata de una distribución incorrecta de recursos y una corrosiva administración de los bienes. La atención orbita en torno a los discursos de bienestar, cuando lo único que hacen estas ideas es construir naciones ingobernables, demasiado justas y distraídas… Las personas sufren porque lo que quieren, en el fondo, es espectáculo, tragedias, anhelos: TV de la mejor calidad.

Lo mejor de todo es que los elementos materiales ya existen. Esta “Propuesta ilustrada” es austera, barata, absolutamente redituable en lo económico, político y social. Sería un parteaguas absoluto, un cambio de rumbo, una revolución. Compañeras y compañeros, ¿de qué nos ha servido seguir a la ciencia política y las teorías de administración pública, a los límites que imponen los opinólogos reaccionarios al progreso? ¿De qué ha servido detener la imaginación y su capacidad de hacer cosas extraordinarias?

Pocos saben que el precio de un tigre nacido en cautiverio es relativamente bajo, alrededor de dos mil dólares. Aún menos tienen conciencia de que hay casi diez mil tigres enjaulados en nuestro país, más de los que hay salvajes en todo el mundo. Oh sorpresa, los costos de mantenimiento de estos animales son altísimos, tan sólo en alimento, el monto anual asciende a diez mil billetes por tigre. En total, gastamos más de cien millones anuales en alimentar felinos. Es un despilfarro de dinero. Nos conviene convertirlo en una oportunidad.

La muralla, como bien han notado todos ustedes, tiene un espacio intermedio, un espacio fronterizo que utilizan los patrulleros para vigilar el cruce. Esta es una infraestructura que debemos de aprovechar eficaz y eficientemente, tanto en su administración como en el uso de los recursos. Su extensión es inmensa, por lo que es imposible una vigilancia total; los patrulleros tienen buen instinto, pero nada que se compare al olfato y agilidad de los tigres. Es obvio, siempre estuvo frente a nuestros ojos. La franja fronteriza, entre muros, es una enorme y majestuosa reja, perfecta para dar hogar y libertad a todos los tigres de este país. Imagínenlo, es el terreno perfecto, ahí podrán jugar, correr y cazar: una hermosa reserva ecológica.

Es precisamente eso lo que necesitamos, una “Reserva Ecológica Fronteriza” (“Reserva”).

De lograr esta empresa, se detendrá de golpe la venta ilegal de cachorros y las cruzas forzadas entre distintas razas de grandes felinos, quienes construirán un nuevo hábitat en la frontera. Lo mejor, y aquí la genialidad de esta “Propuesta ilustrada”: no hará falta dinero ni para alimentar a los tigres, ni para vigilar la frontera, pues los migrantes serán su alimento, más que suficiente, y gratuito. Sobre todo, los tigres no cobran sueldo, pueden dar un enorme servicio a la nación, ¡gratis! Además, los felinos libres se reproducen sin costo alguno.

Así es, los tigres defenderán la frontera sin disparar una sola bala y por supervivencia. ¿Entienden las dimensiones del ahorro que esto representaría?, son más de veinte mil millones de billetes que se quitan de la guardia fronteriza y de las instituciones de migración y que se pueden utilizar para asuntos mucho más importantes, como nuestro nuevo programa de TV, la exportación de armas, o el desarrollo de vacunas. Sin mencionar que, es por una causa justa, los felinos merecen alguna forma de libertad, es su derecho; así lo han proclamado organizaciones de la sociedad civil y es nuestro deber escucharlos.

Convendrán conmigo que la idea es espléndida y políticamente genial. Estaremos en estrecha cooperación con los activistas por los derechos de los migrantes, porque no rechazaremos ni una solicitud de migración o asilo en las fronteras terrestres, las puertas quedarán abiertas, para quien quiera ensayar el cruce. Como ya dije, los migrantes ahorrarán tiempo que antes perdían en colas, y mucho dinero, porque a diferencia de los coyotes, nosotros no cobraremos un solo peso por dejarlos pasar a la “Reserva”.

La agilización del trámite migratorio será tal, que las mejores universidades del país y del mundo nos darán premios de administración pública, y nos usarán de ejemplo… “Una reforma regulatoria sin parangón” se leerá en los periódicos. De esperar meses en Tijuana, ahora los migrantes podrán pasar en menos de una hora desde el momento de su llegada a la “Reserva”; sólo dejando su nombre, dirección y número de teléfono.

Y sí, seguramente lo están pensando, haremos un reality show sobre los combates de supervivencia, entre tigres y migrantes. Este será nuestro nuevo programa estelar. Seguiremos la fórmula perfecta, visitar los hogares de los migrantes desde antes de que se dirijan hacia la frontera, conseguir testimonios de sus sueños, anhelos, miedos y secretos; obviamente habrá lágrimas y risas. Cada episodio cerrará con un combate en vivo, en directo. Lo mejor es que será un programa continuo, 24/7, los 365 días del año; las personas vivirán pegadas a la TV.

El éxito de este programa es inimaginable, porque el gusto que hemos inculcado en los ciudadanos es refinado, y no hay nada tan exquisito como un programa de esta naturaleza. Además, será la escuela de la vida pública y política perfecta. Porque allá afuera gana el más fuerte, y eso lo debe de saber la gente, desde niños. También inculcará el valor del esfuerzo y el trabajo, de ganarse lo que uno se merece. No hay sistema más justo que el combate libre contra un tigre: el ganador obtiene la ciudadanía, el perdedor desaparece sin rastro. Ideal, porque no hay desechos, ni siquiera habrá que lidiar con los cadáveres que serán consumidos por completo por los tigres. Es una política amigable con el medio ambiente porque no genera residuos, a diferencia del papeleo insufrible y en cantidades exorbitantes de las instituciones migratorias y la patrulla fronteriza.

Ya veo sus rostros emocionados y aún no he terminado de exponerles y justificar mi “Propuesta ilustrada”. No sólo nos ahorrará cantidades enormes de dinero, también nos permitirá aumentar nuestras exportaciones de carnes de res, pues ya no se utilizarán para alimentar a los tigres, ¡más ganancias!

Otro aspecto brillante de esta “Propuesta ilustrada” es que los pocos migrantes que logren cruzar la “Reserva”, nuestro espacio fronterizo, serán los individuos más fuertes y audaces que haya en el planeta, por lo que nuestra raza será continuada y enriquecida por estos nuevos héroes, quienes serán bienvenidos para convertirse en compatriotas. El resto que no logre cruzar será librado de su sufrimiento y las circunstancias que lo obligaron a migrar, con una muerte rápida y heroica; y por una buena causa, para alimentar un animal noble. En suma, son menos bocas pobres que alimentar, menos tristeza en el mundo.

Muchas muertes peores han sufrido los migrantes en sus travesías. Incluso será un alivio para sus familias, que no tendrán que cubrir los gastos funerarios; una muerte memorable y armónica con la naturaleza. Por no decir que se acabará la trata y disminuirá el narcotráfico.

Esta “Propuesta ilustrada” reconcilia la fragmentada pero sagrada relación que hay entre espectáculo y política, pues el tigre que más migrantes haya comido en un año (“Rey Tigre”) gobernará el país durante una semana. Este será un periodo de episodios especiales del reality, donde seguiremos al “Rey Tigre” en toda su gloria, en sus baños, sus grandes ideas y su liderazgo ejemplar. Ya saben todos ustedes que los ratings de los episodios especiales son inigualables, ¡cuánto dinero!

Una semana al año, la mente brillante de un gran felino afinará nuestras finanzas, nuestros mecanismos de represión, nuestra policía, nuestros discursos y estrategias de ventas. Un ejercicio de transparencia gubernamental que no se ha visto jamás, ni se diga de rendición de cuentas. Todas las cifras de la “Reserva” estarán disponibles en la página web del reality, con gráficas y tablas interactivas: número de migrantes comidos por hora, día, mes, año; concentración de tigres en distintas zonas de la frontera; cantidad de dinero ahorrado por el plan, entre muchos otros datos de suma importancia, que la ciudadanía merece conocer en tiempo real.

No lo duden: si decidimos instaurar este sistema, explicado en esta “Propuesta ilustrada”, lo copiarán en otros lugares y habremos desatado una moda global, ¡vaya que eso me haría sentir muy orgulloso!, como seguramente a ustedes también. Sería evidencia irrefutable de crecimiento, progreso y desarrollo. Como ven, la lógica de mi “Propuesta ilustrada” es perfecta.

Gracias a todas y todos por su atención, espero con gusto sus comentarios.


Alejandro Porcel casi no se desvela.

Narrativa

Temporada de Jacarandas

I

Llevábamos pocas horas bajo la sombra de las flores incandescentes del flamboyán. El sol era implacable, casi como un desafío contra la lluvia de la noche anterior que llegó a empapar la madrugada. Las grúas del seguro eran más lentas de lo usual por las vacaciones de Semana Santa. Ya era la quinta vez que repetía la misma descripción insatisfactoria: “Le entregué el coche al valet como a las ocho. Hora y cuarto después, me regresó las llaves y nos dirigió hacia donde estaba estacionado. Nos enseñó que no encendía y se fue. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que alguien abrió el asiento del copiloto y se robó la computadora del coche. Ahora no funciona y el valet ya se desapareció.” Me dolía inmensamente que esto hubiera pasado a dos cuadras de la escuela en la que estuve dieciséis años. Me quería ir a casa, pero mis opciones se reducían a quedarme sentado en la acera junto a un charco mientras llegaban los del seguro o ir al Ministerio Público y explicar lo mismo otras tres o cuatro veces. Opté por la primera. Después, Sofía me acercaría a Chimalistac, pero en ese momento el calor se me hacía insoportable y sólo quería encontrar un refugio. Cerrar una puerta con llave, la que fuera.

Sofía y yo estábamos sentados en el lado de la calle que tenía sombra, a pesar de que la coladera estaba tapada y la acera estaba arrugada y quebrada por la fortaleza de las raíces del árbol de lumbre. El agua polvorienta ocultaba las suelas de nuestros zapatos, pero era preferible a estar del lado del sol. Las fresas silvestres y las diminutas flores blancas escondían la peregrinación de hormigas en el submundo del pavimento roto y me hicieron olvidar momentáneamente que me habían robado y que habían convertido a Vincent (mi coche, llamado así porque un camión le voló el espejo izquierdo en un cuello de botella) en poco más que una cáscara de metal azulado. Cuatro horas antes, la nostalgia me había vencido y convencí a Sofía de ir a desayunar chilaquiles verdes al restaurante en el que comía solo en la prepa todos los jueves mientras leía. Ahora, ella me acompañaba por solidaridad y me propuso llevarme a casa cuando llegaran los del seguro. Salvo por una llamada a la policía y otra al seguro, la espera había sido silenciosa, hasta que le llegó un mensaje a Sofía, lo vio de reojo y me preguntó si ya me había contado de Miranda. Dijo que la había conocido tres años antes, en la Facultad de Música, porque estaban en la clase de solfeo y ambas traían el mismo suéter amarillo. Yo tomé una rama corta y empecé a mover los pétalos rojos que flotaban en el charco. Imaginé un naufragio mediterráneo en aguas turbias. Cada vez que se hundía la embarcación, conseguía otra para perderse también en la oscuridad y recordé aquellas líneas que Kipling atribuyó a marineros fenicios:

Dioses, no me juzguéis como un dios,

sino como un hombre

a quien ha destrozado el mar.

Uno no puede evitar maravillarse ante un mundo en el que coexisten el polvo y las flores.

Sofía relataba que Miranda era perfecta: también estudiaba letras clásicas, hablaba ruso, latín, griego, alemán, etcétera, etcétera. En una de ésas, hasta acadio. Y llevaban tres años dándose vueltas como zopilotes hasta que le ofrecieron una beca en la Universidad de Padua. El día en el que Sofía me acompañaba con paciencia infinita y demasiada generosidad, Miranda había llegado a Roma y esperaba su segundo vuelo. No se volverían a encontrar. Después, describió durante quince minutos cómo a Miranda le encantaba irse al bosque a acampar llevando sólo un cuchillo. Me hubiera gustado imaginarla como el tipo de persona que, si se peleaba con Dios, pensaría que ella tenía la razón, pero sé que Sofía tiene mejor juicio.

Le pregunté si estaba bien o si quería hablar de ello, pero me dijo que prefería no hacerlo. En cambio, me preguntó cuál era el mejor partido que había dejado ir. Mi mente se fue inmediatamente hacia Abril y, después, hacia una serie de incógnitas ociosas: ¿existe un mejor partido? ¿La dejé ir? ¿O más bien me expulsó de su vida? La respuesta corta —y la que murmuré— es que no lo sabía. La respuesta larga empezaba por decir que “Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa…”. Pero me quedé con la corta, porque me aterran las palabras. Decir (o peor aún, escribir) algo es dar una sentencia de realidad, es casi admitirlo, darle una forma en el mundo.

II

Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa, intenté empujar la puerta del café “La serpiente emplumada”. No tuve éxito. Mis manos tiritaban un poco por el frío y más por los nervios. Dejé los guantes en Vincent, que estaba en la agencia por su oreja mochada. Me vi obligado a levantar la vista del piso tapizado con flores parecidas a cuernos violetas y a acomodar mi mochila con cosas para el gimnasio y la universidad. Pensé que, cuando estuviera sentado con Abril, ella me preguntaría qué cargaba y le diría jugando que mi traje de antropólogo. Así le explicaría que estaba haciendo una etnografía que intentaba estudiar los rituales de los hombres en los gimnasios, casilleros y regaderas y podríamos bromear, para romper el hielo. Pero no me preguntó nada sobre eso.

Vi la etiqueta sobre la manija y jalé la puerta de metal negro. Empequeñecido, entré al café con una pena agigantada. Entonces, al igual que ahora, no sabía cómo actuar en ese tipo de situaciones. El café tenía dos pisos: el primero era de piedra desnuda y vigas de hierro cubiertas de pseudopoemas puestos con magnetos por los comensales. Un haikú particularmente malo decía Evening to whisper/ Silent dawn around your lips/ A thunder to cry. Nunca me conmovió, pero todas las veces que regresé al café lo vi, ridículo, invicto y separado del resto, a la altura de mis ojos. En la esquina del lado derecho de la puerta había una tarima con una periquera vacía, un micrófono negro mate y una guitarra acústica de verde chillón, de esas que no necesitas escuchar para saber que estarán desafinadas. Al lado, una chica con un impecable suéter blanco tejido leía La sonata a Kreutzer mientras ignoraba su pollo a la salsa bernesa. Más ignorado aún estaba su acompañante, que la veía con algo que podría parecer fascinación, pero quizá se confundía con una extrañeza absoluta. Había una barra en el fondo, que anunciaba smoothies de yogur griego con moras.

Di unos pasos y me oprimió ver a Abril en el segundo piso, con un vestido negro lleno de pétalos azules y un suéter con cuello redondo. Me encantó cómo resaltaba su cuello esbelto. Las manos alargadas de Abril escondían un tarro de cristal con hielo morado. Sus rasgos eran tan definidos y pálidos que, si no hubiera sido por la intensidad de sus ojos, la hubiera dado por mármol. Pasé junto una mesa con dos estudiantes peleándose por su trabajo final sobre la polarización de las elecciones estadunidenses (o algo así, no pude oírlos tanto como hubiera querido), subí las escaleras con rodillas temblorosas, vi unos anuncios en la pared sobre clases de tarot y saludé a Abril. Esperé a que me preguntara si quería bajar por algo de tomar y, más bien, me invitó a sentarme. A lo largo de este manojo de años he regresado a este momento para darme cuenta de que la omisión me hirió de la misma manera que cuando me enteré, en una tira de Mafalda, que Santa Claus no existe. La magia había muerto, pero cualquier momento anterior era hermoso y preciado. Varias veces he pensado que Abril y yo no funcionamos porque no me preguntó nunca si quería ir por algo de tomar. Y tampoco me preguntó por la mochila.

Con mi garganta seca y sometido al repugnante calor húmedo de marzo, coloqué mis cosas entre las patas de la silla y la mesa, que era un tristísimo acetato del Tristán e Isolda de Wagner dirigido por Kleiber. Su función se había reducido a aguantar malteadas, cacahuates, algún juego de mesa y, en este caso, un smoothie solitario. Abril me preguntó si todo estaba en orden. Seguramente notó que mis ojos saltaron al primer piso y que tenía mis dudas sobre si sentarme o quedarme parado. “Sí, sí. Todo bien, ¿tú qué tal?” respondí casi mecánicamente, sin hacer contacto visual y ocultando mi horror por la cercanía al barandal transparente. Hay toda una colección de cosas que jamás le dije a Abril, que iba desde mi horror por las alturas, hasta cómo su mirada fija y color avispa me daba más vértigo que los tres metros de caída.

Quizás para protegerme, olvidé nuestra conversación casi por completo. Sé que Abril me contó de su tesina sobre el Dichten Denken de Heidegger y la novela Narziso y Golmundo. No recuerdo la relación entre ambos. También me acuerdo de que hablamos sobre la música de cámara de Schubert y sobre el exnovio de Abril, que escribió un cuento sobre el estafador de Coyoacán que supuestamente es un dramaturgo y revende boletos falsos frente al kiosco. Recuerdo, más bien, que cuando empecé a hablar, ella bajó la mirada y comenzó a mover sus manos, que yo no alcanzaba a ver. A lo largo de mi monólogo, en el que seguramente tropecé una y otra vez, porque mi seguridad en mí mismo se volvía más pequeña con cada palabra, tenía la impresión de que veía su celular mientras me escuchaba a medias. Mi inseguridad empeoró cuando logré regresarle la palabra y me recitó un soneto a las jacarandas, de belleza aplastante y totalmente fuera de mi comprensión, más intimidante que sus ojos primaverados, que sus ideas y que sus omisiones. La conversación regresó a la incomodidad. Si hubiera visto que las manos de Abril estaban ocupadas jugando con los botones como perlas de su suéter verde y no con su celular, tal vez nos hubiéramos entendido. Pero pensé ingenuamente que después podría arreglarlo todo. Entonces, cuatro años y tres semanas después, decidí romper el silencio. “Sofía, ¿alguna vez te conté de Abril?”

III

Le di unos detalles sobre Abril a Sofía. Suficientes como para que entendiera por qué me atraía tanto después de años de desencuentro y silencio. Le dije que Abril escribía poesía, se sabía a Borges al derecho y al revés, y que era muy brillante y liviana, casi como un pétalo suspendido en el aire. Omití que, poco a poco, representó esa vida que nunca tuve, pero siempre quise. Ella tenía veladas bohemias con sus amigos, que parecían hechos de luz de luna y vino. Iban a museos y salas de conciertos, se encontraban en parques para ver atardeceres y en azoteas para contar estrellas. Mientras tanto, yo llevaba poco menos de veinte años de sentirme solo e incomprendido. Callé que cada vez la imaginaba mejor y era menos capaz de saber cómo era en realidad. Noté que mi deseo y su representación se podrían anteponer a la realidad y a su posibilidad como persona. Así que hice un esfuerzo consciente por salir de su vida.

Tampoco dije que la había visto, a lo lejos, en septiembre, y que no nos saludamos. Fue en la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes, justo antes de que Veronika Eberle tocara el concierto de violín de Brahms con la Orquesta Sinfónica de Montreal. Mis dos boletos y yo fuimos a sentarnos solos, y la ausencia de Adela, que me dejó plantado, se mezcló con alguna mirada amielada de Abril y con la embriaguez de la multiplicidad de la vida en el primer movimiento de Brahms. Hay momentos victoriosos, punzantes, nostálgicos, pero los dolorosamente hermosos me saltaron como nunca. Esa noche, soñé primero que intentaba abrazar a Adela y que le daba asco, casi como si oliera a cadáver y todos, excepto yo, se dieran cuenta. Cada persona me veía con desprecio y caras largas. Al despertar, tomé un vaso con agua. Volví a acostarme y soñé después que Abril y yo estábamos en algo parecido al fondo de una pecera inmensa. El piso era cobalto y tenía algas vivas que apuntaban a un cielo sin límites con nebulosas púrpuras, rosas y azules brillantes que triunfaban sobre la oscuridad. El olor fresco a lavanda y mandarina era apenas sugerente. Las paredes estaban cubiertas de tulipanes u orquídeas en flor que palpitaban como si tuvieran pulso y respiraran. Los dos sentíamos el alivio del llanto, nos sonreíamos. Nuestras palmas se tocaban en sintonía. Encajaban, como si fueran perfectamente planas. Su mirada no me pesó. Desperté cinco minutos antes de que sonara mi alarma. Vi que tenía un mensaje de Abril, como si hubiéramos compartido ese tierno momento de complicidad. Tampoco dije que acabé mi relación con Adela poco tiempo después. “¿Al final qué pasó?”, preguntó Sofía. “Ah. Pues nada. Ahora tiene un novio y se ven muy felices. Me da gusto por ambos”, contesté. Lo dije en serio.

IV

Llegó la grúa del seguro. Me explicó que la cámara de seguridad de la esquina era de las nuevas del gobierno de la ciudad. De esas que todavía no funcionan y tal vez nunca lo hagan, pero ya pusieron porque asumen que una apariencia es suficiente para sustituir, aunque sea por un rato de ingenuidad, una cosa que funciona. La grúa se llevó lo que quedaba de Vincent al mecánico y Sofía ofreció acercarme a mi casa. Me gusta que Sofía me deja estar en silencio. Vi por la ventana cómo la ciudad se estaba pintando de azul violáceo. Era la temporada en la que la bóveda blanca de contaminación y nubes se rompe, y el cielo comienza a verse como se supone que se ve un cielo. Ésta es una ciudad distinta a la Ciudad de México de mi memoria, separada de la real, tan plural, imposible y pesada. La que puebla mis recuerdos como pequeños ácaros sedientos es monolítica, melancólica, constante, en la que se funden las jacarandas jóvenes, el cempasúchil de los muertos y las mariposas monarcas que anuncian el invierno. Las calles se cubren de arcos de papel picado que cuelgan de las luces de navidad y las banderas tricolores, algunas verdes, blancas y rojas, otras, más antiguas, deslavadas, cafés, grises y anaranjadas. Recuerdo a Abril desde esta ciudad gris de la memoria, donde puedo volver a vivir. No sé si por egoísmo o inmadurez, tenía miedo de vivir bajo su sombra, pero también sentía que éramos inevitables. Sofía me dejó en el Parque de la Bombilla. Caminé poco hasta una banca debajo de tres jacarandas violetas, me senté en ella y esperé a que las flores muertas cubrieran mi cuerpo mientras me sumergía en el recuerdo.  

Narrativa

El Principito anotado por Napoleón Bonaparte

Según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador

“Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.”

Augusto Monterroso, El burro y la flauta

A mediados del siglo XV, Genmai, uno de los diligentes sirvientes del poderoso samurái que lideraba la península de Izu, servía el té a su maestro e invitados todas las mañanas. Dejó de hacerlo cuando lo decapitaron. El deshonor que resultó en el fin de su vida fue que no acomodó bien el arroz tostado que tenía en las mangas de su kimono. Planeaba comérselo apenas tuviera un descanso, pero cayó en el té verde de su amo, frente a todos sus invitados. Una vez que el suelo estuvo de nuevo limpio y que el cadáver fue arrastrado hacia un lugar más adecuado, el furioso samurái sorbió su té, a pesar de que pensó que ya se había arruinado, y le pareció bastante bueno. Exclamó que el retrogusto a nuez tostada era exquisito. En agradecimiento al muy muerto Genmai, le puso su nombre a la mezcla y la tomó cada mañana, ahora preparada por un nuevo sirviente, que seguramente vivía aterrado. Ahora puedes comprar genmaicha (o el té de Genmai) en casi cualquier súper oriental o casa de té.

El nueve de noviembre de 1989, Günter Schabowski, jefe del Partido Socialista Unificado de Alemania en Berlín oriental, se confundió y anunció accidentalmente la eliminación inmediata de las restricciones de viaje entre las dos Alemanias. Harald Jäger, a cargo del control de pasaportes en uno de los puntos de cruce entre ambos berlines, quedó abrumado por la masa de alemanes deseando ir al otro lado, recibía insultos en lugar de instrucciones claras de parte de sus superiores y abrió la frontera. Una cosa llevó a la otra y, horas después, cayó el muro.

En una representación escolar de El peatón del aire de Ionescu, se le despegó la mitad del bigote falso al empleado de las pompas fúnebres y, en un momento de genialidad, gritó que se le empezaba a caer el bigote por el coraje. Lo lanzó a la persona con la que discutía y, con ese accidente, se estableció el universo de lo posible durante las dos horas que siguieron y se creó el tono de la obra completa.

La grandeza humana y los errores son la cabeza y la cola de un uróboros, una serpiente que se devora a sí misma. Admito desconocer cuál es la cabeza y cuál la cola, pero sobra señalar lo sencillo que es confundir la grandeza y genialidad con lo accidental y errado. Eso sucedió cuando llegó la segunda edición de Cien años de soledad a Ecuador. Sol Ramón Chávez-Leinos, uno de los más importantes distribuidores de libros de la ciudad de Cuenca, mandó una carta de reclamo enfático a Editorial Sudamericana, que recién había publicado la última novela de García Márquez. Los ejemplares le llegaron demasiado cerca de Navidad como para que los devolviera y sus portadas, así como sus lomos, tenían la “E” de Soledad al revés.

Él lo desconocía completamente, pero esa “E” inversa fue el resultado de una decisión meditada y meticulosa de diseño. En su ignorancia y falta de sensibilidad, modernidad, gusto o tolerancia, el respetable señor se vio obligado a raspar la portada hasta que desapareciera la “Ǝ”. La rehízo con cuidado y brutalidad usando un abominable marcador permanente rojo, libro por libro. No pidió un reembolso, porque los regaló —a pesar de una vergüenza demoledora— con una ridícula tarjeta amarillenta en la que escribió en cursivas que pedía disculpas por el descuido de Sudamericana. Pensó que se trataba de un error de impresión y arruinó irremediablemente la pasta de varias segundas ediciones que estaban en perfecto estado.

Algunas décadas después, Sol Ramón Chávez-Leinos II, fundador de la editorial Chávez-Leinos, se equivocaría y, en lugar de pedir una reimpresión de El príncipe de Maquiavelo con las notas y comentarios de Napoleón Bonaparte que encontraron las fuerzas prusianas tras la batalla de Waterloo, el nuevo editor engendraría una pésima versión de El principito de Saint-Exupéry con las notas del emperador francés. Así nació el texto con un título deliciosamente barroco y de una solemnidad absurda: El principito anotado por Napoleón Bonaparte, según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador.

A pesar de la evidente imposibilidad temporal de un libro con un texto posterior a las notas a pie de página que lo comentan, hay fragmentos que le dan verosimilitud a esta quimera. Por ejemplo, en la novelita de Saint-Exupéry, el narrador le ofrece al Principito una estaca y una cuerda para atar a su cordero imaginario, y la edición napoleónica tiene una nota en la que el emperador aclara que esas precauciones son inútiles en su caso, porque son muestras claras de debilidad. Similarmente, en el fragmento en el que la comunidad científica discrimina a un astrónomo por llevar un fez en la cabeza y no lo escucha hasta que se viste como occidental, Napoléon comenta que una cosa así nunca le sucedería, pues su nombre impone lo suficiente como para que todos doblen su voluntad.

No obstante, queda claro que la mayoría de las notas indicaban que algo había salido muy mal en la edición. Algunas no tenían sentido, otras eran demasiado arrogantes y bruscas para un libro leído (usual, pero no exclusivamente) por niños.   Un pintor y escultor que observó con cierta distancia los fascinantes y accidentados artificios de la familia de los Sol Ramones me confesó que, ante la confusión y el caos que reinaban en la editorial Chávez-Leinos, Sol Ramón III contempló la posibilidad de argumentar que las notas habían sido escritas por Napoleón III y no por su tío, Napoleón I. Eso hubiera disminuido la imposibilidad temporal de 128 años a 70, suficientes como para que nadie —según él— se diera cuenta. Además, le daría sazón al invento y una hermosa simetría: hay una edición de El Príncipe anotada por Napoleón “el grande” y una de El Principito anotada por Napoleón “el pequeño”. Pero la Navidad ya se acercaba y no le dio tiempo de ocultar y embellecer el error de su padre. Por lo tanto, El principito anotado por Napoleón Bonaparte según la edición de etc., etc. se imprimió, la familia Chávez-Leinos fue inmortalizada y ahora es posible conseguir un ejemplar en casi cualquier librería que se respete. La contribución a las notas a pie de página como género literario ha sido incalculable. El día de hoy, es posible leer disertaciones, asistir a seminarios en línea o incluso añadir tu tesis doctoral al montón que se ha escrito sobre un libro que no debería existir.

A Vicente Rojo, creador de la Ǝ

Narrativa

Humo

La tarde era particularmente clara. A lo alto, los bordes de un cielo sin nubes se curveaban sobre la ciudad como una cúpula. El aire espeso y caliente parecía enfrascar el ruido de los autos y camiones. Mónica bajó la mirada sin prestar atención. El rechinar de los frenos, la congestión de los mofles, el ocasional conductor irritado, todo era para ella un agrio sonido de fondo. Iba a paso rápido y poco ágil, temiendo que sus tobillos se rindieran ante algún tope o grieta; pero al mismo tiempo, deseando caerse. Quería caer, sí, tirarse en frente de algún carro con esperanzas de que no pisara el freno.

Desechó aquel deseo inmediatamente. Era algo ridículo, en realidad, el pensar que se atrevería a protagonizar una calamidad de ese tipo. No podía siquiera con el interminable dolor de estómago, o con el latido de sus sienes, que se inflamaban de pensamientos a cada paso. Juan, Juan, Juan, rechinaba su cerebro. Le habría gustado acallarlo con un pellizco, como se calla a un niño chillón. También podría dejarlo de lado, concentrar toda su atención en las grietas de la acera, o en el griterío del vendedor ambulante, o en el hecho de que tal vez iba tarde para el camión. Pero cada cabeza es un mundo, y en ese momento su mundo consistía en una incesante repetición de la misma escena. Una llamada, la voz que ya no volvería a escuchar, el teléfono apretado contra su pecho, el dolor que, en contraste con el autobús que consiguió alcanzar, permanecía inabordable.

Se acomodó en su asiento, sin mirar a un solo pasajero. Acostumbrada a la cortesía, lo había hecho a propósito, para reclamar su espacio, para darle a aquel niño  en su cabeza la exclusividad que merecía. No era necesario. Juan, Juan, podría decir ella, pero los párpados de Mónica no eran los únicos que, aun abiertos, se cegaban a su alrededor. Las personas, absortas en alguna revista, en la ventana, en el clásico, o el mandado, se eran irrelevantes de la manera más natural. Mónica no notó al joven que se sentó a su lado (Andrea, Andrea, Andrea) protegido por sus audífonos. Su boca se abría y cerraba, imitando el ritmo del vocalista, sin emitir sonido.

Mónica decidió mirar por la ventana. En pleno ardor cerebral, recordando una a una las palabras de Juan, abrió ligeramente la ventana del camión. El alboroto urbano seguía sin penetrar sus oídos. Árboles, peatones, carros. El paisaje sobre el que se deslizaba el camión parecía una colección de fotografías, como aquellas que se exponían en las últimas páginas del periódico los domingos. Lanzó un suspiro hastiado al comprobar que el camión se había detenido, bloqueado por el tráfico. Irritada por el pasajero a su lado, que ahora golpeaba  el asiento de en frente con sus dedos, estaba a punto de quejarse…Pero percibió el olor.

Notó que no era tanto un aroma como un sentimiento; un espasmo de la nariz al rechazar algún gas grumoso y asfixiante. Por primera vez, Mónica miró con atención a través del vidrio.

La fachada de un edificio grande que no recordaba haber visto antes, aunque recorría esa ruta todos los días, estaba manchada de negro. Las columnas de aquel humo emergían de las ventanas y se desparramaban hacia afuera como tentáculos grises. Los carros azules y blancos y los camiones rojos se acercaban a la escena. Mónica sintió asco al ver aquellos vehículos, deslizándose como serpientes hacia el edificio. Apartó la vista abruptamente al percatarse de la cantidad de bultos recubiertos de azul que había en el piso.

Se volvió hacia el joven, que seguía absorto en su música, pero que fruncía la nariz al percibir el olor. Estiró su brazo para cerrar la ventana, pero Mónica lo detuvo con un movimiento brusco. El quejido del muchacho quebró el silencio del camión y, poseída por un furor que se desvaneció rápido, Mónica abrió por completo la ventana.

El tráfico mantenía al camión fijo ante aquella escena, y ya no sólo el olor punzante, sino los alaridos, penetraron los sentidos de los pasajeros. Sentados o de pie, todos se vieron atraídos por lo que se veía del otro lado de la calle. Mónica intuyó que alguien buscaba su mirada, y no era la única.

Todos los pasajeros se vieron, percibiéndose por primera vez. Contemplaban las ruedas de las camillas, que se abrían paso rápidamente entre los escombros. Mónica se volvió al muchacho sentado a su lado y, al verse correspondida, desvió rápidamente la mirada. Chingado, parecían decir sus ojos. Otros. Otros más.

El camión avanzó y el incendio quedó atrás. Algunos pasajeros se tropezaron, y el ambiente pareció relajarse. Ladeaban la cabeza y se mordían el labio inferior. Suspiros, una maldición ahogada. Aunque de nuevo concentrados en sus tareas, sus pupilas inquietas los delataban. Seguían buscándose los unos a los otros. Quizás, como Mónica, habían sentido su piel volverse cada vez más ordinaria. Tal vez escucharon el mismo llamado.

Cada persona habría de bajarse del camión, y tardaría poco en volver a cegarse. Mónica se vería de nuevo torturada por la escena del teléfono, y el niño chillón se despertaría de nuevo. Pero ahora, al poner pies sobre la acera, las grietas de la calle eran heridas que  gritaban, y a lo alto, la cúpula que acogía al cielo se resquebrajaba por el hilo lejano del humo.

Narrativa

Carta a un ensayo escrito a las tres de la mañana

Estimado ensayo:

Antes que nada, quiero disculparme contigo, porque sé que no te hice justicia. No creas que no me interesas. Me interesa el cambio de paradigma en el derecho administrativo mexicano a nivel municipal tanto como a cualquiera. No eres tú, soy yo. Sólo sucede que tomé tanto café que no me reconocí en el fondo tembloroso de la sexta taza y, por lo tanto, gasté mis energías en ordenar todos mis libros por colores, para concluir que ni de lejos soy el tipo de persona que pondría sus libros por colores y regresarlos a orden alfabético.

Sé que estás plagado de falacias argumentativas, lugares comunes, párrafos de una sola oración y puntuación tan extraña que hubiera perturbado un poco a Saramago. Veo que tus márgenes son un poco más grandes que lo usual, y que eres mucha paja y pocos alfileres, pero, por favor, tenme paciencia. ¿No ves que intento sobrevivir?

Y me queda claro que pude haberte empezado hace dos o tres meses y de eso nace mi apología, pero los ocupé para descansar del estrés inducido por no haberme preparado con antelación para las demás entregas. Pero no te sientas mal, ensayo. Tienes el mundo por delante y sólo soy un pequeño tropiezo en tu camino. Estás condenado a no ser un árbol, es cierto, pero quizás en otra vida envuelvas carne, te hagan un avioncito o un panfleto para promocionar fletes y mudanzas. De una u otra forma, tendrás un destino más digno que ser mi tinta escurrida.

Y no es tu culpa que tenga problemas de compromiso. Tuve una mala experiencia con mi primer ensayo, y tú sabes que después de eso puede ser difícil volver a confiar. Por ello, en lugar de escribirte, vi un video de cuarenta minutos sobre la historia de la cuchara, otro de un japonés que hace cuchillos de tofu y la final del mundial de Tetris: ganó un tal Joseph Saelee, joven de 17 años que decidió seguir sus sueños. Él sí se ve feliz. Te evadí no porque no me intereses, sino para no abrirme a la posibilidad de que nos lastimáramos.

Quiero que sepas que me siento terrible por haberte entregado así, además de que ahora mi ocio está acechado por la culpa. El asunto es que me han repetido hasta la náusea que debería trabajar duro toda mi juventud para que, cuando tenga edad de retiro, pueda empezar a vivir, ¿pero qué calidad de vida es esa?

Besitos, 

Armando

Narrativa

Todo el tiempo del mundo

Te acuestas en el pasto para que el viento no te despeine más. Observas la barda de piedra construida cien años antes por personas lejanas a ti, pero cercanas a tu sangre.

Escuchas las voces y risas de tus primos, unos casados, otros por estarlo, y piensas que alguna vez tuvieron cinco años y eran, entonces, los pequeños de la familia.

Sientes la pluma con la que escribes y recuerdas a la persona que te la vendió en un semáforo en medio de Tlaxcala. Te sorprendes porque es de tinta suave y no se traba.

Hueles el humo del cigarro en tus dedos y en la playera que traes puesta, la playera de papá con estampado de Pearl Harbor. Recuerdas la vez que alguien te preguntó por ella y recuerdas también que dijiste que no te gustaba, aún así es de tus favoritas.

Ves el sol bajando lentamente y dejas que tus pupilas se inunden de naranja violeta. Los árboles y las montañas obedecen el color del cielo.

Te acuestas en el pasto de tu mejor lugar del mundo y también te acuestas en tu memoria, porque últimamente observarte es todo lo que sabes hacer.

Te acuestas porque el tiempo te asusta.


Sofía Muñoz nació en la Ciudad de México en 2001.

@sofia__mh

Narrativa

La rosa de Wittgenstein

Moritz Schlick esperaba solo y en el marco de la puerta del Seminario de Matemáticas de la Universidad de Viena, sobre la calle Boltzmanngasse número cinco y escondía su sonrisa parabólica y mecánica. Estaba tan emocionado que no podía pensar con claridad, su atención iba y venía como una onda en un plano cartesiano, quizás un coseno torcido, y su recuerdo más preciado de la niñez le asediaba. Pensó sobre cómo se sentía -algunos dirían que como niño en mostrador- cuando tenía cinco años y su papá lo llevaba a comprar reglas metálicas y otras herramientas de precisión. ¿Habrá algo más bello que un instrumento bien hecho? Todavía guardaba una colección de las reglas en el tercer cajón de su buró, a 13.00 centímetros de distancia de su cama, que hoy tendió con más velocidad que lo que acostumbra, así que tal vez quedó ligeramente arrugada. La dispersión de su pensamiento le angustiaba, pero no lo mostraría. ¿Leyó el Tractatus Logico-Philosophicus con suficiente rigor? Un ave azul, gris y gordo se posó sobre la puerta. ¿Cuál era la probabilidad A de que la paloma defecara sobre él? Quizás alrededor de 0.5% (P(A)=0.005), así que era estadísticamente insignificante y no ameritaba mayor preocupación. A pesar de ello, Schlick se desplazó horizontalmente 20.00 centímetros exactos en dirección opuesta a la paloma. Se tenía que concentrar. Después de todo, él lideraba el Círculo de Viena, el bastión del conocimiento que llevará a la humanidad a la era dorada de la ciencia y el progreso, de lo que se podía inducir que sus compañeros esperaban mucho de él, en especial Rudolf Carnap, que estaba absolutamente inmerso en la construcción de un lenguaje científico exacto para liberar al hombre de las cadenas barbarizadoras de la subjetividad y la emoción y, en su opinión, esta sesión les ayudaría a lograrlo. El Dr. Schlick le iba a preguntar a Wittgenstein sobre las estructuras lingüísticas subyacentes a su aproximación al abandono de la metafísica y cómo están emparentadas con la lógica formal simbólica, pero la formulación de la pregunta tenía que ser absolutamente clara hasta para el no-iniciado, porque iba a pasar a la historia, lo que implicaba concisión y transparencia absoluta.

Hacía frío en Boltzmanngasse 5, y Schlick ya quería entrar, porque sentía su nariz como un carámbano redondeado, pero sabía que tenía que esperar a Wittgenstein. Por supuesto que su pregunta tenía que ser enunciada en términos lógico-matemáticos, dado que Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. La paloma voló, y ahora había una nueva mancha blanca en el piso gris, a casi 10.00 centímetros de distancia del pie del Dr. Schlick. No sin alivio, Moritz siguió oculto en su pensamiento: debería encontrar la intersección entre el conjunto de preguntas que le quiere hacer a Ludwig Wittgenstein (A) y las preguntas que está dispuesto a responder (B), partiendo de un universo finito de preguntas que se pueden hacer, son formulables en términos lógicos matemáticos y vale la pena hacer (U). Entonces, tiene que hallar (A∩B). Esa es la forma más clara de expresarlo, pensó Schlick, pero pintar un diagrama de Venn nunca ha lastimado a nadie. Entonces Moritz (C) le va a preguntar a Wittgenstein (D) sobre su libro (E), pero ¿eso cómo se representa en términos formales? Schlick decidió regresar a su modelo de conjuntos, porque vio que su formulación no funcionaba, pero sabía que no se debía a una falta de inteligencia, puesto que tener el cargo titular de Ciencias Inductivas en Viena era una muestra irrefutable de rigor impecable y orden mental absoluto. Pero quizás por primera vez en su vida, Schlick no encontró confort en saberse inteligente y se tuvo que enfrentar a la agitación y el miedo.

Los ojos de Schlick vieron a una figura turbia a lo lejos. Se quitó los lentes y los limpió, mientras que Wittgenstein observaba con cuidado cada automóvil estacionado en la calle. Su atención era tan penetrante que parecía que intentaba memorizar el número de pernos que tenía cada llanta, lo que sería absurdo, ya que claramente él ya sabía cuántos eran. Schlick se puso los lentes y, ante el horror inminente de conocer a su héroe, empezó a preguntarse con obsesión si Ludwig ya lo había visto. De repente, Moritz observó que la cabeza de Wittgenstein se inclinó 45.73 grados hacia arriba y que portaba una sonrisa diminuta que no hacía que el hombre cincelado se viera más amigable, especialmente porque sus pómulos filosos y su cabello perfectamente corto siempre la daban la impresión a los demás de que Ludwig era mucho más serio de lo que era en verdad, y eso le molestaba un poco. Moritz sintió como si el tiempo se alentara y comenzó a contar milisegundos. Ludwig continuó caminando con movimientos abruptos y cargando un cono pequeño que se mantendría, hasta mucho después, fuera de la atención del profesor Moritz, ahora petrificado por la mirada fija de Wittgenstein, lo que hizo que se sintiera como si algo dentro de él (que algunos llamarían alma, pero él no lo haría, porque Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico) era arrancado de su cuerpo con violencia, sólo para ser consumido por un abismo frío y ser analizado después por Wittgenstein. Moritz sintió cómo los escalofríos cubrían su piel a un ritmo que crecía geométricamente. —H-H-Herr Wittgenstein— tartamudeó. —Wilkommen, wilkommen— dijo, mientras abría la puerta con diligencia. Obtuvo una respuesta, pero, a pesar de su decepción, le fue ininteligible porque le urgía entrar al calor del seminario de matemáticas y su angustia lo hizo temporalmente mudo. Dirigió a Wittgenstein a la sala en la que iba a hablar, aquella donde Rudolf Carnap ya esperaba sentado, esperando y listo para emitir juicios. Moritz pensaba sobre cómo ya era demasiado tarde como para pedirle a Wittgenstein que repitiera lo que dijo, pero que también era demasiado tarde como para responder con cualquier cosa que no fuera sonreír y asentir; en su lugar, decidió repasar y ensayar su pregunta dentro de su cabeza —Herr-Wittgenstein cuál-diría-usted-que-es la-estructura-lingüística-subyacente a-su-aproximación-al-abandono de-la-metafísica- y-cómo-está-emparentada-con la-lógica-formal-simbólica?— y logró sentirse reconfortado por su inteligencia y precisión. Su prestigiosa escuela del pensamiento (y él, por supuesto) eran testimonios del triunfo de la racionalidad sobre la emoción, de la Ilustración sobre el Romanticismo, de lo abstracto y general sobre lo concreto y particular y eran testimonios partícipes del glorioso avance del progreso científico. Ludwig estaba incómodo por tener que hablar en público, especialmente en Viena, donde los judíos como él no eran tratados mejor que en ninguna otra parte del mundo, pero su incomodidad comenzó cuando pasó frente el Musikverein y recordó a Gustav Mahler y sus horrendas composiciones, que siempre lograron perturbarlo. ¿Por qué se dedicaría uno a algo en lo que es tan deficiente? En el caso de Mahler eso era componer, porque su dirección era inmensurablemente superior a sus creaciones, y en el caso de Ludwig eso era la filosofía. Él hubiera preferido continuar trabajando solo en la construcción de la casa de su hermana, porque el techo del comedor quedó demasiado bajo, quizás por tres o cuatro centímetros, y nadie parecía entender la importancia de tener un techo correctamente alto sobre la cabeza, justo como nadie se daba cuenta de que, en lugar de estudiar filosofía académica, las personas deberían hacer algo valioso con sus vidas. Además que la ingeniería aeronáutica podría ser más útil y emocionante. Quizás estudiaría eso después. Moritz, todavía ensayando su pregunta y con el sentimiento recuperado de las reglas de metal, le mostró a Wittgenstein la plataforma en la que le tocaría hablar: tenía una mesa en el lado izquierdo con una silla detrás y una jarra con agua acompañada por un vaso vacío. Ludwig se detuvo ante la belleza del cuarto adornado con arcos y pinturas de trazos ligeros que dejaron una impresión tan profunda en él que le hicieron pensar en el hermoso retrato que Gustav Klimt hizo de su hermana para su boda. Ludwig estaba tan conmovido que sentía que se asfixiaba y deseó observar las pinturas con cuidado infinito.

Moritz se sentó junto a Carnap y el resto de sus cómplices y, con una mueca infantil, sacó su libreta de cuero y pluma. El momento había llegado: escribió “estructura lingüística subyacente”, “lógica formal simbólica” y “metafísica”, que después tachó. Vio como Wittgenstein tomó la jarra de agua y vertió su contenido en el vaso; el líquido era más denso y oscuro de lo que esperaba. Ludwig le dio la espalda a Schlick y el resto, abrió el paquete cónico y plantó en el vaso una rosa con delicadeza y decisión. ¡Qué precioso y abrumador era el contraste entre la suavidad de los pétalos color cardenal y la serenidad del tallo! Sin voltearse, buscó algo en el bolsillo izquierdo de su saco y extrajo un librito café. Moritz, que no había visto la rosa, sólo podía ver una “T” dorada en la portada del libro. ¿Por qué una “T”? El libro de Wittgenstein se llama “Logisch-philosophische Abhandlung”, pero es probable que haya traído la traducción al inglés “Tractatus Logico- Philosophicus”, que, después de todo, incluye el texto paralelo en alemán.

       ¿Iba Herr Wittgenstein a leer en voz alta una de sus siete proposiciones para después discutirla? Todas ellas eran resultados claros del glorioso triunfo de la racionalidad sobre la emoción. A Moritz le gustaban en particular las proposiciones 6.1251 (“Por eso, en la lógica tampoco puede haber nunca sorpresas”) y, por supuesto, el 7. (“De lo que no se puede hablar hay que callar”), porque él era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. Mientras tanto, Ludwig pensó sobre cómo lo metafísico y lo místico están más allá de lo expresable y sólo se pueden mostrar.  —Lo místico no es cómo es el mundo, sino el hecho de que es; que existe— se dijo en voz baja. Parecía que la fragancia de la rosa permeaba cada palabra que se fuera a decir en la sala y Wittgenstein abrió el librito, visualizó la pintura detrás de él y comenzó a recitar Gitanjali, de Rabindranath Tagore, con un impulso de pasión. Al mismo tiempo que Ludwig leía en voz alta, pero frágil, y corrían riachuelos fríos de sus ojos suaves, Rudolf Carnap se sintió cada vez más incómodo y tenso. Rudolf se enojaba y frustraba. Moritz estaba agitado y sin habla. Cuando acabó la declamación, hubo un silencio satisfactorio y sublime para Ludwig. Carnap estalló —¡¿Cómo te atreves a venir a nuestra sala a leer poesía?!— mientras que su cabeza en forma de tomate aplastado se enrojecía.  —Si piensan que esto no fue sobre el libro, entonces no entendieron nada— dijo Wittgenstein con una expresión calmada. Tomó la rosa y salió.

Narrativa

El planeta blanco

21.02 de 3000B

Después de meses sin ver luz, llegamos al tercer marte.

Por la mañana era apenas un punto celeste, casi blanco, en el horizonte. Resulta increíble pensar que ahora caminamos sobre él, respirando, ¡respirando! un aire más puro que el de Casa cuando mi madre crecía.

Instalamos el campamento sobre el hielo pegajoso sin necesidad de ponernos las máscaras. Los científicos dicen que les recuerda a la estructura de la Antártida en Casa. ¿Cómo podrían recordar algo que nunca vieron? Me miran con aprehensión, conscientes de su juventud, como si yo supiera más que ellos. Pero no soy mi madre. Ella sí los hubiera corregido, porque conoció más que la caja de arena en la que yo pasé la infancia. Me pregunto si estará orgullosa de mí ahora que soy la gran aventurera y recorro lo que ella descubrió de a gratis hace tantos años.

Probablemente no.

21.04 de 3000B

El humor de la tripulación es bueno. La chica encargada del conteo de oxígeno dejó de revisarlo hace una semana. Me inquieta. Hoy forcé la entrada de su camarote y noté que el porcentaje estaba 20% arriba de lo usual. ¿No debería preocuparnos que el planeta lo esté aumentando de manera tan drástica? Decidí hablar con el capitán, pero no lo encontré en ningun lado. Otro día será.

El resto trabaja bien. Los trabajos de minería en hielo van viento en popa, y creo que estamos adelantados por un par de días. Hay comida y agua.

21.05 de 3000B

Ha pasado otra semana y sigo sin encontrar al capitán. A través del hielo llegamos a una especie de cueva cristalina, hecha del mismo hielo de la superficie, pero con una consistencia distinta, viscosa, como si al derretirse en las palmas no se quisiera ir. Quemé los guantes que usé para inspeccionarla. Nadie más pareció notar algo raro.

Vi más gente de la asignada al trabajo de excavación. ¿El carrito de comida trae suficiente para todos? No parece molestarles. Cantan y bailan bajo los cristales blanquecinos.

También me he dado cuenta de que el agua que beben tiene la misma textura extraña. Comencé a beber sólo de mi reserva personal. Los Pilares saben qué tan caro me saldrá a la larga.

21.06 de 3000B

Al fin conseguí el acceso al invernadero 1. Todo está en proceso de putrefacción. Las plantas no han sido regadas en semanas, las herramientas están desparramadas. En el registro de actividades no aparece ninguna tarjeta, sólo la del capitán. Pregunto por él y todos dicen que está ocupado. ¿No tendría sentido que me lo hubiera topado al menos una vez?

No tengo idea de qué comen los trabajadores. Sé que no usan el comedor, que está en las mismas condiciones que el invernadero. No parece haber nadie en el resto de las instalaciones más que yo, mi sombra… y el hielo. Hay secciones de la Esfera en las que el suelo está cubierto de trozos gélidos, en formaciones tubulares o raíces babosas; tentáculos, tal vez, pero no puedo estar segura porque nunca he visto uno. ¿Cómo sucedió eso? Me recuerda al hielo de la cueva que exploramos antes.

La cueva. El resto de la tripulación no me permite bajar desde que comencé a beber mi propia agua, a pesar de que soy la química más importante del equipo. Debe haber alguna razón. ¿El capitán me está ocultando cosas? ¿Después de todo lo que he hecho por él y por su madre?

Tengo que averiguarlo. Bajaré hoy por la noche, el único momento en que descansan, aunque sea por unas pocas horas.

21.06 de 3000B

No me dejaron. Iba a salir de la esfera cuando la meteoróloga, la interna, me bloqueó el paso. Por los Pilares, juro que sólo la reconocí por sus lentes. Llevaba meses sin verla, pero estoy segura de que su cara no era tan pálida… y de que tenía pelo…

— Doctora — dijo, y ni siquiera su voz me parecía real. — ¿A dónde va? Es la hora de dormir. No puede interrumpir al equipo.

— ¿Equipo? ¿Siguen trabajando?

— Sí, pero no la necesitan. Vaya a descansar.

Me guió hasta mi cuarto y el toque de su mano en mi brazo me dio escalofríos. Cuando me soltó, me dejó la piel llena de baba, similar al líquido de la cueva. Cerré la puerta y me di cuenta de que un dedo se había quedado en mi chamarra. Se deshizo entre mis manos temblorosas. Vomité.


Sofía Vega (Culiacán, 2000) estudia Ciencias Computacionales en Monterrey y coordina el grupo de escritura Tinta Regia. Pueden leer más cuentos suyos en su blog.

@lofisofii

Narrativa

Veinte variaciones oulipianas sobre una minificción de Augusto Monterroso

00 Aria (texto original) 

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

01 Reorganización alfabética

AAAAAAA B C DDDD EEEE IIII LLL NN OOOOO P RR SSS TTT UU V 

02 Anagrama

 Asiáticos abran desde el arito. Tía pudo: anudó vello. 

03 Lipograma en f, g, h, j, k, m, q, w, x, y, z

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

04 Lipograma en u

Al despertar, el reptil ancestral todavía estaba allí. 

05 Lipograma en o 

Al despertar, el reptil ancestral permanecía allí.  

06 Traslación (S+7)

Cuando despertó, la diócesis todavía estaba allí. 

07 Traslación (V+1)

Cuando despesteñó, el dinosaurio todavía estatuaba allí.

08 Una letra menos 

Cuando desertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

09 Negación

Mientras dormía, todos los dinosaurios se extinguieron. 

10 Reducción

Despertó. El dinosaurio todavía estaba allí.

11 Otras reducciones 

Cuando despertó, ¡un dinosaurio!

Despertó. ¡El dinosaurio!

12 Versión mínima

¡Dinosaurio!

13 Mínimas variaciones 

Cuando despertó, el dios áureo todavía estaba allí.

Cuando desesperó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía restaba allí.

14 Haiku 

Cuando despertó

El dinosaurio estaba 

Todavía allí

15 Tartamudeo

Cuancuandodo desdesperpertótó, elel didinonosausauriorio totodadavíavía esestatababa allíllí. 

16 Efe

Cuafandofo defespefertofo, efel difinofosafaufurifiofo tofodafavifiafa efestafabafa afallifi. 

17 Trámite burocrático 

Asimismo, cuando la persona física o moral cesó su descanso inerte y usualmente nocturno, el saurópsido del Triásico permaneció, a pesar de lo esperado, en su posición original, anteriormente conocida. 

18 Inventario completo

Artículos y sustantivos: El dinosaurio
Verbos: despertó, estaba
Adverbios:

19 Inventario reconstruido 

Despertó; el dinosaurio estaba. 

20 Otro punto de vista

Tras el amanecer, el dinosaurio se preguntó si despertaría. 

00 Aria (texto original)

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. 


Narrativa

El planeta blanco

21.02 de 3000B

Después de meses sin ver luz, llegamos al tercer marte.

Por la mañana era apenas un punto celeste, casi blanco, en el horizonte. Resulta increíble pensar que ahora caminamos sobre él, respirando, ¡respirando! el aire casi más puro que el de Casa cuando mi madre crecía. Sin necesidad de máscaras, instalamos el campamento sobre el hielo pegajoso. Los científicos dicen que les recuerda a la estructura de la Antártida en Casa, casi demasiado. Pero bueno, ¿cómo podrían recordar algo que nunca vieron? Me miran con aprehensión, reconociendo su juventud, como si yo lo supiera. Pero no soy mi madre. Ella sí los hubiera corregido, porque conoció más que la caja de arena en la que yo pasé la infancia. Me pregunto si estará orgullosa de mí ahora que soy la gran aventurera, y recorro lo que ella descubrió de a gratis hace tantos años.

Probablemente no.

21.04 de 3000B

El humor de la tripulación es bueno. La chica encargada del conteo de oxígeno dejó de checarlo hace una semana. Me inquieta. Hoy en la mañana me metí a su camarote a la fuerza y noté que el porcentaje estaba 20% arriba de lo usual. ¿No debería preocuparnos que el planeta lo esté aumentando de manera tan drástica? Decidí hablar con el capitán, pero no lo encontré en ningun lado. Otro día será.

El resto trabaja bien. Los trabajos de minería en el hielo van viento en popa, y creo que estamos adelantados por un par de días. Hay comida, agua y buenos ánimos. ¿Qué más podría pedir?

21.05 de 3000B

Ha pasado otra semana y sigo sin encontrar al capitán. A través del hielo llegamos a una especie de cueva cristalina, hecha del mismo hielo de la superficie, pero con una consistencia distinta, casi pegajosa, como si al derretirse en las palmas no se quisiera ir. Quemé los guantes que usé para inspeccionarla. Nadie más pareció notar algo raro.

En esta revisión había más gente de la asignada al trabajo de excavación. ¿El carrito de comida trae suficiente para todos? No parece molestarles. Cantan y bailan bajo los cristales blanquecinos.

También me he dado cuenta de que el agua que beben tiene la misma textura extraña. Comencé a beber sólo de mi reserva personal. Los Pilares sabrán qué tan caro me saldrá a la larga.

21.06 de 3000B

Al fin conseguí el acceso al invernadero 1, y todo está en proceso de putrefacción. Las plantas no han sido regadas en semanas, las herramientas están desparramadas. En el registro de actividades no aparece ninguna tarjeta, sólo la del capitán. Pregunto por él y todos dicen que está ocupado. ¿No tendría sentido que me lo hubiera topado al menos una vez?

No tengo idea de qué comen los trabajadores. Sé que no usan el comedor, que está en las mismas condiciones que el invernadero. De hecho, no parece haber nadie en el resto de las instalaciones más que yo, mi sombra… y el hielo. No tengo idea de cómo sucedió, pero hay secciones de la Esfera en las que el suelo está cubierto de trozos de hielo en formaciones tubulares o raíces babosas; tentáculos, tal vez, pero no puedo estar segura porque nunca he visto uno en la vida real. No se parece al hielo sólido de la superficie. Me recuerda al que vi en la cueva que exploramos antes.

La cueva. Desde que comencé a beber mi propia agua, el resto de la tripulación no me permite bajar, a pesar de que soy la química más importante del equipo. Debe haber alguna razón. ¿El capitán me está ocultando cosas? ¿A mí, después de todo lo que he hecho por él y por su madre?

Tengo que averiguarlo. Bajaré hoy por la noche, la única hora en la que descansan, aunque sea por unas pocas horas.


21.06 de 3000B

No me dejaron. Iba a salir de la esfera cuando la meteoróloga, la interna, me bloqueó el paso. Por los Pilares, juro que de no ser por sus lentes no la hubiera reconocido. Llevaba meses sin verla, pero estoy segura de que su cara no era tan pálida… y de que tenía pelo…

— Doctora — dijo, y ni siquiera su voz me parecía real. — ¿A dónde va? Es la hora de dormir. No puede interrumpir al equipo.

— ¿Equipo? ¿Siguen trabajando?

— Sí, pero no la necesitan. Vaya a descansar.

Me guió hasta mi cuarto y el toque de su mano en mi brazo me dio escalofríos. Cuando me soltó, me dejó la piel llena de baba, como la del agua de la cueva. Cerré la puerta y me di cuenta de que un dedo se le había quedado en mi chamarra. Se deshizo entre mis dedos temblorosos. Vomité.