Ensayo, Ensayo y crónica

Apuntes sobre la traición

Ahora, yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia.

Apología de Sócrates

La traición produce heridas particularmente difíciles de atender. Como todo daño moral, una vez que alguien ha sido infligido con ella, la traición altera de manera permanente el orden de las cosas. La realidad se distorsiona y el contraste entre la forma en que el mundo debió ser y el estado en el que es se vuelve el centro cognitivo de la persona dañada; repentinamente la injusticia del daño lo abarca todo y el enojo se vuelve inseparable del deseo por rectificarla. La situación es irremediable, incluso si la persona que perpetró el daño lo reconoce, pide disculpas, propone reparaciones y promete no volver a incurrir en el acto, nada de esto modifica las condiciones iniciales que exigen justicia. El pasado es inalterable y el agravio no puede ser remediado jamás. En esencia, se crea una fuente de enojo infinita.

Esto es verdad para todo tipo de daño; sin embargo, la traición añade una dimensión adicional. La precondición esencial para hablar de traición es la existencia de un pacto de confianza entre dos partes; una vez que este se ha roto, no sólo se produce un daño (que en buena medida es una condición inevitable de la vida) sino que también se quebranta una promesa de cuidado. La imposibilidad de enmendar este acuerdo de intimidad produce, además del enojo, una tristeza sofocante: uno no sólo ha sufrido una injusticia, sino que quién la ha perpetrado es alguien de quien activamente se esperaba no sufrirla. La persona dañada experimenta una reestructuración de su marco de valores, el cual se vuelca en total oposición al daño sufrido; y, simultáneamente, es desprendida de toda estabilidad. La ruptura de la confianza pone en tela de juicio el pasado que justificaba el depósito de esta, elimina los supuestos bajo los cuáles se operaba en el presente, y cancela las expectativas del futuro. La traición despoja a quien la ha sufrido de herramientas para interpretar la realidad, y ofrece únicamente dos soluciones hacia adelante: la búsqueda de una justicia que no puede ser saciada, o el sacrificio injusto de perdonar el daño y al perpetrador, sin ninguna reparación posible.

Como señala Agnes Callard, tendemos a valorar el enojo desde dos posiciones en apariencia opuestas: o lo consideramos como una reacción entendible, pero en última instancia socialmente indeseable, ya que no puede sostenerse de forma indefinida; o lo defendemos como el motivador esencial que deriva de entender el mundo desde un lente moral, la expresión máxima de oponerse a la injusticia. No obstante, ambas posturas coinciden en que el enojo está enlazado con la búsqueda de la justicia. Para los primeros (donde podemos colocar las tradiciones estoicas y budistas), si bien reconocen que el enojo es el punto de partida, proponen que la reacción racional es transmutarlo a otro sentimiento más noble y constructivo, desprenderse del rencor. Los segundos tienen su origen en la visión aristotélica de que las pasiones bien dominadas son las que permiten al alma percibir el valor moral del mundo (dentro de esta tradición encontramos a David Hume y a Adam Smith, por ejemplo); no obstante, pareciera que estos tampoco valoran el enojo por sí mismo, sino por ser el mecanismo que nos impulsa a oponernos a la injusticia. Ambas posturas asumen que es posible extirpar las cualidades negativas del enojo, como el resentimiento y el deseo de la venganza, y quedarnos sólo con las que nos impulsan a ser moralmente mejores. Como bien señala Callard, esta purificación es imposible.

De aceptar que las condiciones que dan origen al enojo son para siempre inatendibles, las reacciones que de este derivan también son inagotables. Cualquier compensación o apología no tiene ningún efecto en mitigar el resentimiento, pues este emana del hecho de que lo que el otro hizo siempre diferirá de lo que debió haber hecho, sin importar qué haga después. Una vez que uno adquiere motivos para el enojo, los tendrá para siempre. En la misma línea, una vez que se ha reconocido la injusticia, la venganza se presenta como la única forma que tenemos de hacer al otro responsable de sus actos. Una nueva lógica se impone sobre la relación, y quien ha sido dañado se ve obligado a revertir el daño y no dejarlo ir; en aras de no dejar al opresor salir impune de su maldad, surge un deseo constante de recordarle su daño. La situación se vuelve imposible: perseguir el bien implica aferrarse al enojo y la venganza, que en última instancia llevarán a más injusticias. Renunciar a ellas, implica tolerar la maldad que uno ha sufrido, permitir que exista con impunidad. No hay resolución moralmente satisfactoria a este dilema. La conclusión de Callard me parece irrefutable y devastadora: una vez que se ha abierto la puerta del daño, es imposible para los humanos responder con justicia a la injusticia. El opresor ha orillado al oprimido a una situación imposible y, en el proceso, lo ha convertido en alguien moralmente peor, pues no podemos ser buenos en un mundo que nos hace el mal.

Además de esto, sobre los hombros de la víctima se deposita un peso adicional ya que el problema va más allá del individuo. Un continuo de venganza y enojo pronto desata una carga social insostenible que desembocaría en una espiral de represalias sin fin. Así pues, con miras a mantener el orden social, como señala Elizabeth Bruenig, la persona que ha sufrido el daño está obligada a perdonar: destruir su propiedad sagrada, su dolor completamente justificado, su fuente de enojo. Es un consejo recurrente decirle a quien ha sufrido el daño que no se centre en lo que le hicieron, que en lugar de eso valore lo aprendido, que sea la mejor persona, poner la otra mejilla. El lugar común es que el perdón es tanto más valioso para quien ha sido dañado que para quien dañó, que en él se encuentra la paz. Esta es una mentira. El perdón no es una necesidad lógica para el bienestar individual, no parte de un lugar de cuidado personal, sino de la necesidad social de detener la venganza desenfrenada. Predicamos el perdón en aras del bien común, no de la justicia.

En un giro final, la traición agrega otra dimensión al problema. Si el dolor y el enojo son absolutos cuando alguien ha sido dañado injustamente, quien ha sido traicionado se ve forzado, además, a cobijar un profundo cariño por quien le ha hecho el mal. Es, con frecuencia, de la persona amada de donde provienen las traiciones más dolorosas; y, a pesar de que como señalé arriba la traición pone en duda todo lo que fundamentó el lazo de confianza, la revelación del engaño no borra el afecto. Quien ha sido traicionado está obligado a simultáneamente resentir y amar. Perdonar implica despreciarse frente a alguien que conscientemente tomó la decisión de hacerle el mal en pos de su deseo; resentir implica desearle el mal al ser amado.

            Parece haber una pequeña salida de esta encrucijada en los estoicismos más radicales. Condenado a muerte por sus compatriotas, Sócrates le dio unas últimas palabras de consuelo a quienes intentaron impedir su muerte:

Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto.

Uno imagina que Sócrates escapó de esta trampa, que estando tan seguro de su bien interior pudo marchar a la muerte libre de enojo hacia quienes lo condenaron, pues ningún mal podían hacerle. ¿Pero habrá Sócrates amado a sus verdugos? ¿Qué respiro hay para quien ha sido traicionado? Quizás sólo la muerte o el olvido. En ningún caso la justicia, en ningún caso el bien.

@el_abernuncio

Ensayo

Sala 1

Apagadas las luces de la Sala 1 de la Cineteca Nacional, no queda más que intentar concentrarse en la pantalla luminosa que una tiene enfrente. La estricta política de cero tráilers —acaso un brevísimo rezo por la utilidad de los tapetes sanitizantes y el gel antibacterial— convierte a este cine en uno de los más puntuales de la ciudad: si tu función es a las 5, la película empieza a las 5. Si no fuera porque hoy vine a ver una película de Buñuel, y porque toda película viejita es una novela in extrema res (primero salen los créditos), no tendría tiempo ni de saludar al amigo que llegó tarde y está sentándose en la butaca de al lado. 

Los optimistas pensarán que semejante política alteró las costumbres chilangas, que refrescó la puntualidad y la discreción. Error. Sólo explica la marea de espectadores que sube y baja por los escalones alfombrados, arrojando la luz del celular para inspeccionar el número de asiento, tirando palomitas y propinando por igual patadas y Perdón. Mientras tanto, en la pantalla desaparece el nombre del director, la obertura termina y el protagonista se presenta con voz en off: “Mi familia tenía una posición económica muy desahogada; era hijo único. Crecí al cuidado de una institutriz, pero no por eso dejé de ir adquiriendo todos los defectos de un niño mimado…”. Risas amenazan el silencio incipiente. ¡Chissst!  

Lidiar con un batallón ciego en busca de butaca es miel sobre hojuelas: después de todo, el cine es público y lo público es esto. Confieso, por mi gran culpa, que la verdadera razón por la que prefiero ir a Cinépolis entre semana es para no toparme con rostros familiares. Pues ir a la Cineteca es un juego de ruleta rusa en el que me ha tocado el resultado mortal: te sientas con tu cita en uno de los cafés y de pronto un ex profesor, borracho, arrastra una silla hacia tu mesa y te arranca sonrisas incómodas con preguntas impertinentes. Ni se diga de las personas que dejé de ver en vida y en la virtualidad, pero que en la Cineteca son zombis que se alzan del panteón de Coyoacán, recorren estantes del Educal y hacen fila en la dulcería. La provinciana capital no ofrece la posibilidad de ser anónima. 

A veces, sin embargo, voy. 

Ensayo de un crimen
(La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, México, 1955, Dur.: 89 mins.)

Archibaldo de la Cruz está obsesionado con la muerte desde que era niño, pero la casualidad siempre frustra todos sus intentos por llevar a cabo un crimen. […] Buñuel exhibe las estructuras y valores que enmarcan el deseo feminicida del presunto criminal, un individuo neurótico semejante a otros personajes “buñuelianos” como el Francisco de Él o don Jaime de Viridiana.

Razones por las que decidí ver esta película:

1) Es de Buñuel
2) El protagonista se llama Archibaldo de la Cruz* 
3) Dura 89 minutos

A Ensayo de un crimen la cobijan primero que Buñuel está muerto, luego sus 67 años de antigüedad y que es la adaptación de una novela policiaca, al final su humor. Quiero decir, por supuesto, que la cobijan del sobresalto que podría provocar una sinopsis así en México, en 2022. O en 1990, 1970, 1960… ¿habrá habido un momento adecuado para ver esta película?

El niño Archibaldo creció en una capital de provincia durante la Revolución mexicana, y allí presenció la muerte de su guapa institutriz por una bala perdida. La belleza no es gratuita: Agustín Jiménez gira la cámara hacia las piernas de la muchacha fallecida, y la mirada de Archibaldo cambia. El origen de su deseo sexual, sadismo y machismo está condensado en apenas dos minutos de rodaje.

La sinopsis ya reconfortó sensibilidades advirtiendo que Archibaldo, Archi, no le toca un pelo a ninguna de las mujeres que ansía matar en el Distrito Federal. Apenas somos testigos de su deleite al calcular cada paso: mentir, acechar, perseguir, sofocar, disparar, confesar el crimen. En uno de sus ensayos, Archibaldo compra un maniquí a imagen y semejanza de Lavinia, una modelo que lo visita en su mansión para una falsa cita de trabajo. Cuando la llegada de un grupo de extranjeros frustra su plan, lo vemos aventar el maniquí dentro de una cámara y tranquilizarse, emocionarse sólo al verlo arder: la cera derretida corre lágrimas por las mejillas de la dama escultural. A ojos de Archi es la misma Lavinia la que ha sido incinerada. No hay más que decir. En el traslado persona-objeto, Buñuel recordó lo que mi generación aprendió de Sid en Toy Story: las formas inanimadas palian la urgencia sádica. 

Es simpático Archibaldo, un maravilloso narrador. Diríase que, porque el muy manipulador abrió contando su infancia privilegiada, firmamos un contrato vinculante en el que nos obligaron a empatizar con él. Mas son las risas espaciadas, asombradas —detrás de mí una mujer soltaba “¡Ay, no! ¿Ahora qué va a hacer?” cada quince minutos— las que remueven los asientos con disfrute incrédulo. Las risas y los sustos unen más a una audiencia que cualquier tragedia o causa moral.

La pálida maldad de Archibaldo es la alucinación de un caballero rico, narcisista y obsesionado con las formas y su propia particularidad. Cuando Archi se casa con Carlota e imagina cómo será matarla en la noche de bodas, Alejandro, el amante de ella, irrumpe en la iglesia y le pega varios tiros. Fin. Muy a pesar del marco analítico de Buñuel, que se concentra en la semilla de la psicopatía y encarna personajes femeninos virginales o sexuales, Alejandro ejemplifica el genuino perfil del feminicida mexicano: el hombre común y corriente. 

Lo inverosímil es la culpa de Archibaldo por un crimen que no cometió, las irresistibles ganas católicas de recibir un castigo por su mente pecaminosa. Hacia el final de la película, el juez, risueño, le dice a Archi que si arrestara a todos los que alguna vez quisieron matar a alguien, la mitad de la humanidad estaría tras las rejas. “El pensamiento no delinque”. El sermón secular que le permite ir en paz a Archi, absuelto, también es comedia negra involuntaria. Hoy que abundan los culpables es mucho pedir que se abra una carpeta de investigación.  

*En la novela de Rodolfo Usigli, el personaje se llama Roberto de la Cruz. 

18:29 pm. 

Hay que ser medio salvaje para alumbrar rostros pasmados, idiotizados, todavía en medio de la vergonzosa digestión de imágenes y sonidos. Encender las luces en cuanto acaba una película es igual que recibir un cubetazo de agua fría durante el sueño profundo. El audible quejido colectivo tampoco ha logrado alterar esta práctica de la Cineteca, y temo que ya es demasiado tarde: se reanudó el bullicio de levantarse, sacudirse la ropa y recoger las bolsas del suelo. Algunos se ocultan en las notificaciones del celular, sonríen por memes y mensajes antes de salir resignados al mundo real. Las parejas se hacen ovillo unos minutos más, se besan y se acarician a pesar de la iluminada sala traicionera.  

Ensayo

Notas sobre el diván

Si hay un consenso popular sobre la medicina moderna, es que su objetivo debe ser curar enfermedades. No hablemos de aliviar el sufrimiento, prolongar la vida de los moribundos o acabar con su agonía. Tampoco nos pronunciemos sobre las vacunas, los antibióticos y los analgésicos; así se enardecen los debates. El anarquista Iván Illich publicó Némesis médica en 1974 para denunciar que la práctica médica puede dañar la salud. Los antropólogos médicos nos han advertido de la medicalización de la vida desde hace décadas. Y, aunque muchas personas asumen que el movimiento antivacunas está conformado por una muchedumbre inculta y bruta, entre sus defensores hay médicos como Andrew Wakefield, hoy famélico de credibilidad.  

Hablemos de cosas más lindas, como la curación. La curación es una fiesta. La celebran pacientes, familiares y amigos que cabecean en la sala de espera sobre vasos de café quemado. Un cirujano soporta con sonrisa que su paciente exclame “¡Esto fue obra de Dios!” al salir de la sala de operación, como si Jesucristo le hubiera arrebatado el bisturí para ejercer la intangible ciencia del milagro. Sabe que lo colmarán a él de chocolates, frutos secos, botellas de vino y —según me han contado— una pistola Colt envuelta en satín. 

Presenciar la curación intensifica la confianza en la práctica médica, la ciencia y el sentido del quehacer profesional. Esto no quiere decir que un niño sin cáncer vuelva más atractivo al médico, pero sí que su sanación cumple una función elemental: lo legitima. Cuando da de alta a su paciente, el médico confirma que es un especialista.

No es de extrañar que miembros de la comunidad médica desconfíen de prácticas cuyos métodos y resultados son invisibles, como el psicoanálisis. Su duda es hasta deseable. La universidad debería enseñar, ante todo, a sospechar y a reconocer charlatanes. Y sabemos que en el psicoanálisis abundan los charlatanes. Hace días leí una entrevista, fechada en 1989, donde preguntaban a cuatro psicoanalistas si sus pacientes expresaban distintos problemas sexuales en ese momento, en contraste a cuando ellos comenzaron a ejercer. Una psicóloga respondió:

El lugar del sexo […] sigue siendo, como antes, un territorio de anhelos desconsolados. Desconsolados desde que la palabra arrancó los cuerpos del seno de la Naturaleza y los condenó al amor y a la muerte. Desde que la palabra estropeó la carne, como diría Mishima, y la arrojó al tumulto de las pasiones humanas. 

No sólo nos dejó con un gran signo de interrogación, sino que también aprovechó para llevarse de encuentro a Mishima. Total, los muertos no se quejan. 

II


En la colonia xxx hay una casa que visito desde 201x. Una vez a la semana, camino cuesta arriba por la jacarandosa calle xxx y me detengo frente a un alambrado cubierto de trepadoras. Por la ventana se asoma un pastor alemán con las orejas al aire, juicioso y vigilante. K. atiende el timbre y abre la reja chirriante. Hola, pasa, pasa. La banqueta conduce a un zaguán veterano. Un día triste sepultaron los helechos y los rosales en macetas de piedra, arrancaron el césped, tendieron una cama de cemento y estacionaron el auto que comenzó a liberar un tufo a gasolina. 

La costumbre dicta que debo virar a la izquierda, girar el picaporte de la única puerta a la vista, y esperar que K. entre tras de mí y cierre con pasador. 

Acostada en el diván, frente a una pared armada con acuarelas infantiles y pinturas abstractas, caigo en la tentación. Imagino que uno de los cuadros es una avenida vista desde el piso diez de una secretaría de gobierno: los autos aceleran y se funden con el borrón rojo del semáforo; siluetas grises caminan agotadas hacia su fonda de siempre, saboreando con anticipación el plato de arroz con huevo y los chismes de la oficina. La pintura basta para que recuerde los pilares de la burocracia: la jarra de agua del día, la aventura sexual con el compañero de trabajo y la hora de Luis Miguel. 

Debajo del cuadro hay una mesita de madera con figurillas, guardapelos y estuches metálicos que reflejan la luz de la tarde. Desvío la vista del techo a los cuadros a los objetos mientras anudo mis manos y juego con mi liga del pelo. Pienso cómo sería tomar terapia en un tejabán, con la mirada fija en una pared atestada de útiles sartenes y ollas de hojalata, tal vez con un sencillo calendario de carnicería (vaquitas pastando), o de taller mecánico (mujeres rubias de senos redondos posando en traje de baño).

Si fuera más consistente, escribiría un artículo sobre la disposición de los muebles o sobre esta pintura, es decir, “El materialismo en el proceso psicoanalítico: Las implicaciones del orden espacial y las condiciones materiales de un consultorio personal en la Ciudad de México”. O algo así.  

III


En su perfil profesional, K. menciona que es especialista en trastornos de la personalidad, adicciones, sexualidad, intervenciones en crisis, depresión neurótica, desorden de ansiedad por separación, terapia familiar y más temas que googleo un viernes por la noche. La visitan dieciséis pacientes por semana. 

Un mes después de haber regresado al consultorio, abandono uno de los sillones individuales porque el contacto visual con K. está entorpeciéndome. Me acuesto en el diván. Bienvenida, dice ella. Ese día comienzo escuchar que escribe a toda velocidad detrás de mí. Me pregunto si hacer apuntes en una sesión de terapia es, para la analista, tan esencial para retener información como lo es para un estudiante en la universidad. Escribe tanto sobre mí como escribí yo en una clase sobre la Revolución iraní. Nombres: Ayatollah Khomeini, Mossadegh, Reza Shah, Bazargan. Lugares, fechas, hechos. Su escritura frenética disminuye, y después de un rato distingo el sonido de un trazo lento y sostenido. Intento adivinar lo que dibuja.

A espaldas del diván y del sillón de K. hay un ventanal. A veces pauso la libre asociación porque Se compran colchones y el traqueteo de la camionetita exigen que me calle. Aunque va contra el objetivo del espacio, también me gusta cuando las personas pasan por la banqueta e irrumpen en el proceso. Mujeres le gritan a sus hijos, niños corren detrás de sus perros y sueltan carcajadas envidiables. Son las cinco y afuera la tarde transcurre con gozoso movimiento. Aquí hay tiempo suspendido, forcejeo mental y dos o tres ideas en el aire.  

Sigo: “He pensado que…”. Me irrito sola al enunciar que pienso y luego aclarar qué. Hablo y hablo y hablo: la charlatana soy yo. A veces K. responde sorprendida, o se ríe. Cuando permito que el silencio se apodere de la habitación, pregunta despacio:

—¿En qué te quedaste pensando?

Me tomo mi tiempo para contestar. Recuerdo al niño de “Tachas”, el cuento de Efrén Hernández, que mira a través de un agujero triangular en la puerta de su salón de primaria y, en lugar de atender al maestro, contempla las nubes que pasan y se disipan. El niño Juárez, sin duda un monje en formación, presta más atención al silencio que al parloteo educativo:  

No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

IV


Después de septiembre de 2017, después de escuchar varias veces la alerta sísmica, subir corriendo a la azotea de un edificio de nueve pisos, sentir cómo se tambaleaba el mundo y presenciar cómo mi vecina tenía un ataque de pánico, empecé a soñar con temblores. Quisiera saber si alguien ha levantado una encuesta sobre sueños chilangos después de los dos 19 de septiembre. Aunque le creo al profesor que me aseguró que no existe la interpretación general de los sueños, sino que aquéllos cobran significado en cada cabeza, me muero por leer una historia local de las pesadillas. Una historia de las pesadillas urbanas.

V


La paciente de psicoanálisis recita su dolencia y pide alivio. Al igual que los superhéroes y los villanos, la paciente tiene una origin story que explica por qué decidió iniciar el análisis. Perdió a un ser querido. Se separó de su pareja. La asaltaron a punta de pistola. La violaron. Su hija o hijo desapareció. También hay pacientes, los menos, que son la otra cara de la moneda: ellos han violado, asesinado o amedrentado. En la sesión 1, la paciente suelta información de sopetón. La analista escucha, a sabiendas de que no ha llegado el momento de internarse en lo que en verdad importa, apenas de rascar la superficie del sueño que ella tuvo ayer. 

En la administración pública le llaman bomberazo al deber urgente que paraliza las actividades cotidianas. La caída de la línea 12 del metro, por ejemplo. La línea 12 capturó la atención de incontables políticos y servidores públicos por meses. Mientras la televisión transmitía imágenes del vagón desplomándose en avenida Tláhuac, tras bambalinas la función pública suspendía sus labores ordinarias y comenzaba a atender el desastre. La mitigación llega con los meses. Los periódicos continúan imprimiendo noticias; a una tragedia la sucede otra, sobre todo en este país. Para los familiares de las víctimas y los sobrevivientes, el fuego nunca se extingue.

Paradójicamente, para que el proceso psicoanalítico nos lleve hacia algún lado hay que esperar que el bomberazo propio se apague. Lo último que nos hizo sufrir debe ser tan relevante como habernos raspado la rodilla a los once años. Como cáscara de naranja el dolor adelgaza, se endurece y se hace polvo, y al fin podemos mirar hacia atrás. El análisis no curó, sino el tiempo.

VI


Cuando paso la sesión 10 en el consultorio de K., y creo que ya no tengo nada que decirle, empiezo a contarle lo que estoy escribiendo. De pronto, sin saber bien cómo, convertimos el consultorio en taller literario. Ella repite la trama, el narrador y los personajes; interpreta. Pienso pedirle que señale las deficiencias de la historia y que me diga si le aburre. Lo mejor que puede ocurrirte en una sesión de psicoanálisis es sentir que te cae el veinte, que notas algo nuevo en lo que sale de tu boca. Pero en este momento la envidio a ella, receptora de tanta gente, y pienso que Augusto Bracho debió dedicarle su canción: Tú has escuchado más cosas/Que enfermeras y taxistas.

Ensayo

Un libro cerrado

I

Encima de la cabecera de mi cama, a poco menos de medio metro de mi almohada, descansa la edición de Penguin Modern Classics de la Metamorfosis de Franz Kafka. Resulta sorprendente pensar que ese volumen pequeño con su lomo y contraportada celestes, letras negras sin patitas, y la imagen de un martín pescador, una flor y sombras en la portada incluye la novelita de Kafka y decenas de ficciones más o menos cortas. ¿Cómo entender que adentro nos espera un vendedor que despierta una mañana convertido en escarabajo[1] y que está más preocupado por su trabajo que por su nueva condición? La sorpresa es bien merecida, sobre todo porque revela un engaño: el libro cerrado no contiene nada de eso, Gregor Samsa no está ahí. Esto se debe a que el texto, aquel conjunto de puntos y líneas negras sobre un papel color crema, no es la literatura.

Imaginemos que llegamos al museo Belvedere en Viena y encontramos que todos los Klimts y Schieles están cubiertos con mantas de seda negra. Salvo que rechacemos la realidad de lo perceptible,[2] pensaremos que las pinturas están detrás, que existen en toda su materialidad y los trazos de esos pintores austriacos se mantienen intactos e invisibles. Tampoco hay razón para dudar que ahí estén las hojas de oro que utilizó Klimt, los cuerpos ligeramente contorsionados y alargados de Schiele, etcétera. Podríamos valorar incluso cuánto cuesta o costó el cuadro no visto. Pero en ese momento, esos cuadros tapados no existen como arte.

Los tres grabados de La gran ola de Kanagawa de Hokusai que tiene el Museo Británico suelen estar fuera de exhibición. El objetivo detrás de eso es preservarlos con todo el cuidado posible y evitar que la luz los deteriore. A pesar de ello, la tienda del museo vende calcetines, llaveros, aretes, postales, cuadernos, termos y otras reproducciones de La gran ola. Los grabados guardados existen como símbolo de poder, como mercancía, como un signo y tesoro nacional, como una causa de prestigio, existen en todos los niveles menos el único que verdaderamente importa. Las obras de arte necesitan de su materialidad y la trascienden: sólo existen como tal cuando alguien las contempla.

II

Esto quiere decir que hay que admitir distintos niveles de significación, cada uno con sus capacidades y limitaciones. Por más que nos enredemos en neurociencia al explicar que los bebés liberan feromonas que hacen que los queramos proteger y que disfrutemos abrazarlos o cargarlos, no podríamos estar más lejos de entender la experiencia inmediata de cargar un niño. El arte funciona de una manera análoga, requiere de capas interiores de significación para existir, pero quedarnos en ellas sería equivalente a no entender nada.

La obra literaria existe en su recepción, que depende de condiciones materiales, sin importar si es de transmisión oral o escrita, y éstas a su vez suelen reproducir un texto original. Tomemos como ejemplo King Lear: hay dos textos distintos, el Folio, que es la reproducción de las obras completas de Shakespeare, publicadas en 1623, y el Quarto, de 1608. El primero tiene una centena de líneas ausentes del otro, y el segundo contiene tres centenas que no corresponden con nada del primero. El texto podría ser un facsímil de alguno de los dos, una versión con ortografía contemporánea, o una traducción. Hay diferencias en el tamaño de la hoja y de la fuente, la distribución en la página, que puede ser rugosa o lisa, opaca o transparente, y el libro puede ser de pasta dura o blanda. Todo eso importa, determina, por ejemplo, si podemos leer el libro caminando, si lo podemos sacar de donde vivimos y llevarlo a un parque o café o qué leemos inmediatamente antes de voltear la página. También hace que haya ediciones más fáciles de subrayar o anotar con lápiz y otras que requieren de todos los cuidados. Cada variante cambia la forma en la que el texto significa y lo experimentamos.

III

Además de las condiciones materiales, mi mundo afecta al arte. Para mis amistades inglesas, la crueldad de los eventos de King Lear parece algo tajantemente distante. Ese nivel de violencia se entiende como algo sacado de un pasado brutal en el que las personas escogían entre asistir a las ejecuciones públicas o ver cómo le arrancan los ojos a Gloucester y cómo Lear pierde todo hasta morir, solo, demente, con el cadáver de la única hija que lo quiso entre los brazos.

            Yo crecí en el México de la guerra contra el narcotráfico; lo más violento de la obrapodría salir de una nota roja del puesto de periódico a una cuadra de la casa de mi abuela, o en la esquina contraria a mi primaria. Y, digamos, ¿qué tal que alguien lo lee porque es el libro favorito de una persona que le atrae y que los ingleses lo leen porque lo estudian en la preparatoria? ¿Y si otra persona lo hace porque cree que así entenderá mejor la vanidad o los límites del lenguaje? King Lear sólo existe en la unión de todas las capas de significación, que serán distintas en cada lectura, y que involucran todas las condiciones (históricas, culturales, sociales, etcétera) que afectan mi experiencia. El libro cerrado no es nada más que un objeto y una posibilidad. Una cosa es mi mundo y otra el arte.

IV

¿Cómo podemos seguir con nuestras vidas después de escuchar La muerte y la doncella de Schubert, a Janis Joplin, o ver un Goya? Salvo que caigamos en un quijotismo profundo, necesitamos transitar entre el arte y nuestro mundo, como sea que lo experimentemos. La mayoría de las personas lo hacemos: salimos de la sala de conciertos, nos quitamos nuestros audífonos, salimos del museo y vamos a tomarnos un café malón con una persona que apenas conocemos; hablaremos del clima y de nuestros hermanos, lo que sea. Sin la transición, el arte sería una forma de muerte, tan definitiva, pero para nosotros es algo que significa, sentimos y pasa: está más cerca de la vida.

La transición no es tan sencilla cuando la obra nos toca o abruma, mucho menos cuando nos perdemos en ella. En algo se parecen cerrar un libro que en verdad nos absorbe, despedirse después de una conversación larga, profunda, y tener una experiencia mística. En el arte, el amor y la mística (tal vez caras distintas de lo mismo, indecible), uno no puede situarse en su mundo, nos quedamos perplejos ante cómo brilla hermoso en su enorme indiferencia. La obra afecta a mi mundo. Antes de la literatura, el libro cerrado es sólo un objeto y una posibilidad; después de la literatura, lo es todo.

V

El arte, a pesar de existir en comunión con la subjetividad de la persona que lo contempla, es capaz de crear puentes con otras subjetividades. Un par de horas antes de escribir estas líneas, dos amigas y yo conversamos brevemente en la sobremesa sobre el primer sueño de Raskólnikov. Me parece fascinante que compartiéramos el interés y el dolor producido por el mismo episodio corto de una novela de más de seiscientas páginas. Aquello de una obra que nos llama la atención dice mucho sobre nosotros.

En la primera parte de Crimen y castigo, Dostoievski narra que Raskólnikov sueña que tiene siete años y ve a una multitud intoxicada con su propia crueldad matar a golpes y varazos a una yegua vieja. El niño está lleno de compasión y abraza al cuerpo inerte, lo besa. Leímos distintas traducciones en momentos específicos y desde experiencias diferentes, pero nuestra conversación supera ese atomismo, como si no existiera. Las tres personas compartimos una conexión, breve o no. Ese es el lugar en el que el arte deja de estar situado en nuestro mundo para convertirse en parte de él, aquella continuación de la obra, varias veces distinta, que sucede cuando los libros cerrados nos acercan al otro.

Brighton, 2021


[1]A pesar de que solamos imaginar a Gregor Samsa como una cucaracha, la palabra que utiliza Kafka es Ungeziefer, un insecto entendido como una plaga. Vladimir Nabokov, que a final de cuentas dedicó una buena porción de su vida a estudiar mariposas y sabía mucho más de insectos que cualquier persona que conozca, argumentó convincentemente que Samsa es un escarabajo en sus clases de literatura europea.

[2] En cuyo caso toda la discusión sería ociosa.


Armando Gaxiola (Ciudad de México, 1999) estudia letras inglesas en una ciudad amurallada. Le gusta el té, la música y la literatura de los dos extremos de la modernidad. Twitter: @gaxioar

Ensayo

Contra el temor a los spoilers

Por Armando Gaxiola

No book is worth reading once if its not worth reading many times

Susan Sontag, “Pedro Páramo”

I

Hace poco compré The Inseparables, la traducción al inglés de una novela recién descubierta de Simone de Beauvoir. La versión original se publicó en francés el año pasado y la traducción salió a inicios de septiembre. Aunque me llamó la atención porque no todos los días se publican cosas nuevas de autoras consagradas que llevan casi cuatro décadas muertas, la verdadera razón por la que la compré es que la introducción de Deborah Levy me pareció irresistible. Es perfectamente buena en cualquier sentido, a pesar de lo que sugiere la autora cuando comienza con la siguiente advertencia: “Esta introducción contiene spoilers relacionados con la trama”.[1]

Un spoiler, del verbo inglés para echar a perder, es el acto de revelar los giros de tuerca o la resolución de los nudos de una narrativa. Se supone que arruina la trama al eliminar el asombro del final, pero usualmente se entiende como contar cualquier detalle sorprendente antes de que una persona experimente la narrativa. Por eso, la advertencia de la introducción me parece doblemente interesante: primero, no se me ocurre ninguna introducción de novela que no revele algo sobre la trama, (la mayoría de las que tengo a la mano revelan detalles del desenlace); segundo, no tolero la idea de que revelar detalles de los nudos de la trama sea eso, un spoiler, algo que arruine o eche a perder la obra (es decir, los spoilers no spoilean). Es casi como implicar que el valor de las narrativas depende de la sorpresa. Y claramente no: si el texto es apenas competente, seguramente tendrá algo más que ofrecer; si es excelente, podrá releerse una cantidad ilimitada de veces.

II

No recuerdo un momento en el que las personas hayan estado tan sensibles con los spoilers como cuando salió la última temporada de Juego de Tronos. No contaré lo que sucede, para no molestar a las personas que se mantengan escépticas a lo que sostengo, pero dejémoslo en que casi dos millones de personas han firmado una petición en change.org que pide que se rehaga la última temporada con escritores “competentes” (https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, por si quieren unirse al club).[2] Sin embargo, el problema de la serie no fue tanto qué pasó al final sino que el camino a eso no tenía sentido. Incluso si fuéramos a pensar que nos importan las narrativas por sus historias y nada más, que sería algo profundamente empobrecedor, tenemos que admitir que el recorrido importa mucho más que el destino. El giro más inesperado en una trama mal construida palidece frente una trama simple pero sólida. Es decir que en las tramas importa mucho más el porqué y el cómo que el qué.

Le damos demasiado peso a la parte incorrecta de la trama y demasiado poco a la técnica.[3] Por ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez revela el destino del protagonista desde la primera oración: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana…”.[4] García Márquez juega con las expectativas que construyó y crea algo que, en mi opinión, es mucho más emocionante que el desenvolvimiento tradicional de una trama. A propósito, durante la mayor parte de la historia de la narrativa en el mundo occidental, la originalidad (que es aquello que podría llevarnos a valorar la sorpresa en los desenlaces) se ha entendido más como una muestra de arrogancia que de destreza literaria. Hacerse de la trama de relatos más antiguos le confería autoridad al texto nuevo y era el procedimiento estándar. Por decir algo, los Lais de Marie de France sostienen que la autora tomó sus relatos de una tradición bretona que refiere a su pasado celta (y así crea dos grados de separación), y detrás de Shakespeare están las traducciones que hizo North a Plutarco, el texto sobre Ricardo III de Tomás Moro, la Metamorfosis de Ovidio, los Ensayos de Montaigne en la traducción de John Florio, el Troilus and Criseyde de Chaucer, entre muchos, muchos otros.

III

Durante mi infancia, disfrutaba mucho leer una página aleatoria de un libro antes de empezarlo. Idealmente, leía la página 271 un par de veces, hasta poder visualizarlo todo, y entonces me iba al principio. Por lo general, resultaba en que me preguntara cómo estaba construida la novela desde la primera página hasta la 271. Permitía disfrutar la infraestructura del texto, además de todos los otros placeres. Los spoilers no sólo no arruinan, sino que abren posibilidades. Esto es lo que sucede cuando se lee un texto detectivesco o de horror después de conocer el nudo de la trama, y es parecido a leer clásicos.

IV

Muy pocas personas que empiecen a leer una tragedia de Shakespeare lo harán sin saber que al final todos los personajes importantes estarán muertos. E importaría poco, por ejemplo, para quien vea o lea Hamlet, que le dijeran que (alerta de spoiler) su tío envenena por error a su madre, que Laertes hiere a Hamlet con una espada envenenada, que cambian de espadas y Hamlet hiere a su adversario y mata a su tío. Al final, todos ellos mueren. No importa saberlo por cuatro razones: 1. Llevamos más de cuatrocientos años hablando sobre la obra. 2. Hamlet es un referente cultural inmenso y en muchos casos no es necesario haberla visto para saber qué pasa. 3. En el teatro de la modernidad temprana, las comedias solían terminar con una boda y las tragedias con la muerte de todos los personajes importantes. Hamlet es una tragedia de ese periodo y, por lo tanto, seguía la convención. 4. Ir a ver Hamlet no se trata de sorprenderse con los nudos de la trama.[5] Esto llega al punto en el que si vas a ver una obra de Shakespeare en un país anglófono, probablemente encuentres a una o dos personas moviendo los labios al unísono con los personajes. Se saben la obra de memoria, van de todas formas y la disfrutan enormemente. Es peor con Romeo y Julieta, porque la obra comienza con un prólogo: un personaje se para frente a la audiencia y, en forma de soneto, revela la trama entera, con premisa, desarrollo y desenlace. De todas formas, una producción en el Globo[6] puede juntar por tres horas a una centena de londinenses que la verán parados sin intermedio, bajo la lluvia, en medio de una pandemia. Vemos a Shakespeare y nos conmueve hasta los huesos.

V

El asombro por los nudos de la trama es una emoción con una dimensión estética muy pobre comparada con todas las demás, y el arte suele apuntar hacia otras direcciones. Experimentar una obra por primera vez es un fenómeno irrepetible, pero lo que importa de esa experiencia no depende de la trama, no es spoileable. Podría parecer vulgar quejarse del Ulysses porque no pasa gran cosa.

Resultan ejemplares las tres novelas inconclusas de Franz Kafka (Amerika, El castillo y El proceso) porque sus tramas no se acaban de desenvolver y, a pesar de ello, son de las grandes obras literarias del siglo pasado. La genialidad de una novela como Mrs. Dalloway tiene poco que ver con lo que sucede (el qué de la novela, la trama e historia) y mucho con lo demás (los cómos, la técnica): el idioma de Woolf, sus imágenes, cómo carga al mundo de las redes de significado conscientes e inconscientes de sus personajes, entre muchas otras cosas. Lo central es que nada de lo que verdaderamente importa en la lectura de Mrs. Dalloway es revelable. Haberla leído por primera vez fue uno de los momentos más importantes de lo que llevo de mi vida y hubiera dado igual si me hubieran contado qué pasaba.

La historia y la trama son las únicas partes de una narración que pueden ser reducidas a una síntesis y todo lo relativo a la técnica sólo puede ser descrito con un grado de separación tan grande al texto que no puede aprehenderse sin experimentarlo de primera mano. Dejemos a los desenlaces y giros de tuerca en paz y pongamos nuestra atención y energía en otros lados. Y respetemos a quienes mantengan su escepticismo, la vida es demasiado corta para amargar a las demás personas.

Londres, 2021

Post scriptum

VI

Me parece indispensable que dejemos a las personas disfrutar el arte como se les antoje, siempre y cuando no sea transgresivo contra la obra ni contra la experiencia de las demás personas. Si alguien quiere escuchar la sonata Hammerklavier al doble de la velocidad original, que vaya y que lo haga, pero hay que entender que eso no es escuchar la Hammerklavier, de la misma manera en la que ponerse unos lentes azules para ver las pinturas en la casa del Greco implica ver-sus-pinturas-con-lentes-azules, que es una experiencia estética distinta a la de ver sus pinturas.[7] No me parece que haya una única forma correcta de experimentar el arte, pero definitivamente hay muchas incorrectas. Sin embargo, los ejemplos que doy se valen. Lo que no se vale sería cambiar los focos del Prado para que todas las personas vean Las Meninas bajo una luz anaranjada, abrir caramelos durante un recital o llevar un bebé a una ópera (que inevitablemente va a llorar, yo también lo haría). Hay que prescindir de la idea del spoiler porque conocer el desenlace no está en la misma categoría que llevar lentes azules a la casa del Greco (y el spoiler es una idea que empobrece nuestro entendimiento y apreciación del arte), pero no hay que contar el desenlace a las personas a las que sí les importa porque ese acto está en la misma categoría que abrir un caramelo envuelto en plástico chillón durante un movimiento lento de Mozart.

Apreciar las artes narrativas no parte de la necesidad de la ignorancia de la trama, que no tiene por qué ser una parte esencial de la experiencia. La pregunta verdaderamente esencial es si somos testigos del arte o si lo experimentamos. Y no imagino una alternativa a la segunda.


[1] Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv. Trad propia de This introduction contains plot spoilers

[2] Dylan D., “Remake Game of Thrones Season 8 with competent writers.”, https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, consultado el 26 de octubre de 2021.

[3] A falta de un mejor término para englobar a lo que usualmente llamaríamos estilo y forma.

[4] Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.

[5] Seguramente no hay un sentido único en ir a ver Hamlet. La actividad se puede tratar de muchas cosas, pero también hay otras que no, evidentemente. Por dar un par de ejemplos, ir al teatro a ver X no se trata de dormirse, aunque se valga. Tampoco se trata de pensar en cómo construir una escalera, cosa que también se vale. No se vale ni se trata de hacer llamadas por el teléfono, pelearte con tu pareja, etc.

[6] Me refiero a la réplica del teatro de Shakespeare en el banco sur del Támesis, no a la panadería mexicana.

[7] Al igual que empezar a leer un libro en la página 271 en lugar de comenzar por el principio. Se podría argumentar con mucha facilidad que cuando leía una página más avanzada y luego me iba al principio, no leía la obra literaria original sino algo distinto.


Referencias

Deborah Levy, “Introduction”, en Simone de Beauvoir, The Inseperables, trad. L. Elkin, Londres, Vintage, 2021, pp. vii-xiv.

Dylan D., “Remake Game of Thrones Season 8 with competent writers.”, https://www.change.org/p/hbo-remake-game-of-thrones-season-8-with-competent-writers, consultado el 26 de octubre de 2021.

Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Ciudad de México, Diana, 1989, p. 7.

Susan Sontag, “Pedro Páramo”, en su libro Where the Stress Falls, Londres, Penguin, 2001, pp. 106-108.

Ensayo

La muerte de Proust

Estoy convencida de que día a día desecho recuerdos significativos y existo nuevamente. No soy la niña que despertó un domingo por la mañana en el 2000 y se empapeló en hojas de periódico, ni la que descubrió paralizada una serpiente bajo los mosaicos rojos en el patio de la abuela. Tampoco la que antes habló con otras palabras y otro acento, ni la que amó semblantes oscurecidos por el tiempo. Y así hay días en que me descubro los mismos ojos castaños y las mismas mañas. 

Hace muy poco un profesor me dijo que tenía oficio de historiadora. Lo dijo con seguridad y orgullo, como si creyera que estaba corroborando mi sospecha más íntima, cuando en realidad es la primera vez que alguien sugiere lo que soy o lo que podría ser, la primera que lo reflexiono en verdad. Disfruto las declaraciones apasionadas de monjas, médicos, zapateros, cocineras, maestros y madres que dicen haber dado en el clavo; me convencen del placer que obtienen de sus jornadas cíclicas. Pero más disfruto el refugio de lo general, la alegría espontánea de saber un poco de cosas lejanas, la procesión de abrirme al mundo como la estudiante que el primer día de clases llega con la mochila atestada de libros y el estuche repleto de lápices de colores. Comprendí el comentario de mi profesor cuando escuché que los historiadores historian también su propia vida.

En “La autobiografía”, Mauricio Tenorio elogia la prodigiosa memoria de Salvador Novo y su habilidad para “capturar, en exactas cápsulas, el tiempo, el espacio y las palabras […] evocar con detalle exacto nombres, lugares, colores y sabores”. Novo es el escritor homosexual más guarro y estilizado de la literatura mexicana del siglo xx. Por Estatua de sal sabemos que sintió avidez por el cruising y que era un ciudadano ejemplar, pues le entregó a la vorágine urbana todo lo que ella exige de su población: sudor, carne y lágrimas. Sin embargo, asestó Tenorio con precaución, Novo se limitó a narrar “la fugacidad de la ciudad”, adicto como era al confort, los excesos y las aventuras, se concentró en la crónica y no dirigió su inteligencia a escribir textos que pudieran leerse con más distancia.  

Rumiar el pasado personal es una adicción seria: hay que rescatar relatos inútiles o mezquinos, contarlos en una suerte de invocación perezosa, preguntarse constantemente en qué momento brincaste de A a B, cuándo dejaste de ser una persona que diría tal cosa para repudiarla hoy. Es un ejercicio intelectual de nulo riesgo, pues nadie te conoce mejor que tú, nadie podría desmentirte o confrontarte. Basta con aventar migajas de pensamiento al traqueteo automático de la cabeza para desarrollar dos o tres ideas chirriantes. Sólo una sabe si ha afilado el pasado hasta convertirlo en una reluciente piedra de río o si lo dejó hecho pedrusco. 

De Joe Brainard a Georges Perec a Margo Glantz al anónimo que viene cabeceando en el metro, todos “nos acordamos” y anotamos el recuerdo donde podemos: en post-its, un blog, las notas del celular, Twitter, libretas de bolsillo, agendas, recibos arrugados que echamos al fondo de la bolsa de un pantalón. Los menos ignoran el cosquilleo de la inmediatez y colan pacientemente el recuerdo en una obra: allí reside la dificultad, en encender y apagar el recuerdo, enfriarlo para así delegarlo a la palabra. 

II 

A la par del genuino goce con el que paseo por los años vividos, me agobia considerar que la memoria es una falsa identidad y que, en consecuencia, puede alejar de una verdadera presencia. Seré más clara. Me preocupa que cuanto más erudita la memoria, menos capacidad de movimiento, que ciertos recuerdos sujeten mis brazos y piernas cual riendas. Peor: antes me aterró enclaustrarme en muros cuarteados con recuerdos y desistir del mundo que afuera reverdece. Mi propia experiencia me obligó a concluir que una persona traumatizada no es tanto alguien que revive angustias como alguien que habita el tiempo con destreza utópica, porque el pasado nunca deja de ocurrirle. 

El franco asombro de haber sido y haber hecho es un tónico que, o agita violentamente la conciencia, o la envenena al punto de la parálisis. En su ensayo “Memoria y tradición”, Ricardo Piglia escribió que en la literatura contemporánea el héroe vive en el instante puro, sin nada personal, sin tradición; héroe es el que mata el recuerdo, el que se inventa un pasado y una identidad. Me obsesionaron sus líneas en cuanto las leí: del mismo modo que Don Draper renunció a su nombre y fabricó una vida de hombre dandi en Manhattan, el héroe literario tiene el mundo abierto para sí y puede ser quien le venga en gana. Piglia sugirió que a este fenómeno podríamos llamarlo “la muerte de Proust”, porque ni la memoria ni el recuerdo personal son indispensables para ostentar una identidad. El héroe se enfrenta desnudo a su mítico destino, y así es más misterioso y varonil. Qué atractiva me resulta esta imposible vida literaria. 

Es cierto. El recuerdo de la madre que nos acuesta y nos besa antes de dormir no dice nada de quiénes somos hoy. La vaquita (¡mu!) que va por el caminito de El retrato del artista adolescente y se encuentra un niñín muy guapín, el artista-niño, dejará de atraer al artista adulto, ya vuelto con intensidad hacia la mujer que se baña en el río. Ni siquiera el trauma de una joven que ha sido violada la erige eterna víctima, insistió Virginie Despentes en su Teoría King Kong; ella es más que lo que le ocurrió, más que la suma de sus experiencias. 

La tesis es clara: la libertad es posible, la identidad no está grabada en piedra. El pasado puede sacudirse como el polvo de un abrigo de segunda mano. Por más nostalgia que te despierte el sabor de aquel trozo de magdalena sopeado en té, Marcel, ¿no sería preferible proseguir con el festín? Habría que ser un loco o un misántropo para deambular por ese devastado recodo mental, tan repleto de espinos y animalejos, de luz enceguedora que lentamente quema la coronilla y las ideas, con el engañoso fin de conocerse a sí mismo. Al menos eso pensaba mientras respondía la serie de pruebas psicométricas que me ordenó un posible empleador, sin previo aviso, un martes por la tarde. 

    Sin razón, en ocasiones usted siente un miedo intenso y súbito 

    Le gustaría más vivir en medio de un bosque que en una ciudad

    Usted se mira en el espejo y confunde la derecha con la izquierda 

    Usted se mira en el espejo y no se reconoce

    Usted evita mirarse al espejo

¿Me miro con fijeza? ¿Es un espejo de cuerpo completo o uno redondo, de tocador, empañado por el agua de la regadera? Deseé interrogar a la prueba con agresividad similar a la que me sometía. Un vistazo sería suficiente para comprobar que tengo el mismo rostro que ayer, pero si abro el grifo del lavabo y dejo correr el agua mientras encaro una mirada prolongada, el desperdicio de líquido abriría camino a la turbación. Tendría noticias de mí: lo profunda que es la tierra de mis córneas, el preocupante lunar que nació en mi párpado mientras dormía, la marca de nacimiento que recorre la piel cercana a mi oreja izquierda y que descubro sólo a veces, de reojo, cuando soy osada y me inspecciono de perfil. Me evaporo en la imagen de mí misma. Soy un borrón, un relámpago de desconocimiento, polvo. 

¿Y qué hay de oír mi voz grave en una grabación, ver por primera vez una fotografía que alguien tomó de mí? ¿Me reconocería? 

III

Hasta aquí iba mi ejercicio sobre la identidad, la memoria. Era un sábado silencioso, estaba encaramada sobre el sillón deshilachado de una sala en la que ya no vivo. Tenía en el regazo un ejemplar manchado de café de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, que el amable mensajero-ciclista de la librería Jorge Cuesta me había entregado unos días antes. Iría quizá por la página ciento y pico, ya absorta, cuando volví sobre mis pasos para releer los pasajes subrayados y pensé un guijarro más. 

El pueblo de Ixtepec describe el tiempo como un inmóvil globo de vidrio donde los personajes están obligados a existir de manera repetitiva. En la novela, el tiempo no transcurre como lo pensamos —de atrás hacia adelante—, sino que cada instante es en sí mismo “tiempo petrificado”; y el porvenir, “la repetición del pasado”, es una afrenta a la percepción lectora, a la actividad que inicia en la página uno y termina en el punto final de la última página. Los recuerdos del porvenir es una propuesta filosófica que no es ajena a la tradición que la precede. En cristiano, los personajes literarios existen fuera del tiempo (sí, existen: porque se siente el peso de su existencia). Si en los libros el tiempo es una experiencia subjetiva, individualizada al fin; en Los recuerdos del porvenir el manejo artificial del tiempo es autorreferencial. Paradójicamente, como alguna vez escribió George Steiner, es la ruptura de nuestra noción del tiempo la que proporciona un sentido de realidad a la ficción. 

A lo que iba. Escritores y lectores no corremos con la suerte de los personajes: estamos condenados a conversar con el mundo que hemos habitado. Pero esa condena puede ser también una hazaña. Si soy incapaz de soltar el pesado trajín de lo transcurrido, si soy incapaz de abandonar mi noción del tiempo, me dedicaré a saltearlo con memorias que no son mías, de nadie, hasta crear un monstruo de terribles proporciones a cuya sombra pueda dormir con tranquilidad, con la certeza de ser también lo que no soy. Las memorias ficticias se funden con la memoria vivida, la nutren— como escribió Piglia: cada día trabajamos con la memoria ajena sin darnos cuenta. El lenguaje memorioso se purifica con palabras, imágenes, sensaciones, relatos radiantes que abandonan la boca de quienes amamos. Estos son nuestros tiempos petrificados. 

Me esfuerzo ahora por empezar mi nueva autobiografía. Recuerdo la semana que Jo March se encerró en su ático a leer con compulsión lunática hasta quemarse las pestañas. Recuerdo versos de Villaurrutia: 

Amar es una angustia, una pregunta

una suspensa y luminosa duda;

es un querer saber todo lo tuyo

y a la vez un temor de al fin saberlo. 

Recuerdo el horror de la Sunamita, y el mío, cuando su tío moribundo estiró el brazo y le agarró el trasero. Recuerdo la inmensa pena de Bola de Sebo cuando su villa miserable la rechazó después de que se prostituyera por el bien común. Recuerdo la muerte de un burócrata común. Recuerdo, con claridad tremenda, la orden que acataron los Pevensie para llegar al Paraíso: “further up, further in”. Con más fidelidad, color y agudeza que ciertos días que viví en carne y hueso, lo recuerdo. La memoria engorda con la acumulación de hechos pasados, intepreta y otorga sentido, encandila. La memoria engaña. No es individual ni, propiamente, colectiva: es una fiesta bulliciosa de memorias en el silencio contemplativo de la propia. Sólo aquí tenemos la posibilidad de desdibujar nuestra identidad.  

Ensayo

Baby Yeah

Anthony Veasna So
Traducción de Carlos Arroyo

Raúl Manzano, «Acapulco XXI». Reproducida con la autorización del artista.

Este ensayo de Anthony Veasna So sobre la amistad, el suicidio, el duelo y la escritura apareció originalmente en el número 39 de la revista n+1. Agradecemos a Mark Krotov el permiso para publicarlo en español. 


Anthony Veasna So murió el 8 de diciembre de 2020, a los 28 años. Fue un colaborador querido de n+1 desde que publicó su cuento corto “El hijo superrey gana otra vez” en el número 31. Poco antes de su muerte, Anthony terminó el siguiente ensayo, que es sobre escribir, pensar, colaborar y simplemente estar con un amigo cercano de su maestría en artes en la Universidad de Siracusa, quien murió en 2019; la juventud de Anthony en Stockton, California, y los consuelos de la banda Pavement, hijos nativos de Stockton. Aunque el duelo por la muerte de Anthony no ha retrocedido, y no retrocederá en el futuro, hay algo de consuelo en su invocación, hacia el final del ensayo, de “tantos significados nuevos que son esenciales, madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas”. En su vida y obra, Anthony siempre tuvo cuidado de perseguir esos nuevos significados, y su ensayo, como toda su ficción y su no ficción, es un tributo a esa empresa. Lo extrañamos.    —Mark Krotov y Alex Torres. 

El semestre antes de su suicidio, mi amigo y yo pasamos tardes descansando en un sofá defectuoso, sin patas, que yo había tomado prestado sin tener la intención de devolverlo. Iba a donarlo a Goodwill o a robarme los cojines y romper el marco, dejándolo en un basurero para que recolectara podredumbre vil. Ese mismo otoño, justo cuando el calor disminuía, el dueño del sofá, el compañero de clases que se había quedado con las patas del sofá, había sido expuesto en nuestro programa de posgrado como moralmente corrupto en formas que eran tan histéricas que sus pecados parecían al mismo tiempo devastadores y cósmicos. Por esa razón, y porque había molestado a mi amigo el semestre anterior, durante nuestro primer año como residentes no oficiales de Nueva York, yo tenía un deseo intenso de que el dueño soportara castigos de todos tipos, ya fueran severos o frívolos o mezquinos.

Sigo. El aire polvoriento golpeaba los filtros expirados que mi casero había prometido cambiar, mientras nosotros delirábamos en el sofá hasta pensar que podríamos cambiar de velocidades, de la conversación digresiva a la productividad madura. Eso no funcionó, así que escuchamos la discografía entera de Pavement en shuffle en Spotify. Si has pasado tiempo con los cinco álbumes y nueve EPs y cuatro reediciones extendidas o explorado las madrigueras de sus subestimados lados B, podrías registrar esta experiencia sónica como algo más que el fraude desconectado de huevones pretenciosos obsesionados, sin razón aparente, con el rock indie casi sin sentido de los años noventa. Me avergüenza tanto confesar que ése era exactamente el tipo de arte que estudiábamos y emulábamos.

Mi amigo y yo nos veíamos uno a otro como escritores desesperanzados, profetas malentendidos, críticos de nuestro momento cultural que rechazaban la política simplona y reduccionista. Nunca nos metíamos en búsquedas ordinarias porque anhelábamos escribir obras maestras, trabajos atemporales con alegría nihilista e imaginaciones de la disidencia. Creíamos en nuestra visión y en nuestra estética, así que cuando Stephen Malkmus cantaba, “Wait to hear my words and they’re diamond-sharp / I could open it up”, en la canción “In the Mouth a Desert”, juramos que esos versos nos hablaban directamente, espiritualmente, como si Pavement personificara un modo celestial de creación artística fuera de ritmo.

Al mismo tiempo, nos mantuvimos desapegados de nuestras ambiciones idealistas, escépticos de nuestros sueños. Sabíamos lo que éramos, después de todo: estudiantes de posgrado que habían sido estafados y habían firmado contratos con seguros médicos insuficientes. Vivíamos de becas mediocres y pizza aguada que se quedaba de las reuniones departamentales. Enseñábamos a estudiantes de licenciatura, por quienes sentíamos pena, clases de composición que odiábamos, y teníamos una cuenta excesiva de opiniones que irritaban a nuestros supervisores. Por ejemplo: preferíamos la gramática a las metáforas. Considerábamos a Frank Ocean un mejor poeta que Robert Hass (Bob, como lo llamaba nuestro profesor famoso), aunque también devorábamos su obra. Como Malkmus, pensábamos en lo sublime, en la belleza, como algo confuso. “Heaven is a truck / it got stuck”.

Ambos éramos “una isla de tanta complejidad”, como canta Malkmus en “Shady Lane / J vs. S”, excepto que nos tomamos en serio su moraleja: “Has sido elegido como un extra en la película / de la secuela de tu vida”. 

Yo escribía cuentos. Mi amigo era poeta. Ambos estábamos llenos de potencial vertiginoso, amor por los chistes idiotas, nociones enredadas que rogaban ser aclaradas y convertidas en arte verdadero, hasta que uno de nosotros se asomó al futuro predecible, o quizás al próximo gran día, y decidió que vivir no valía la pena. 

Nos conocimos durante la orientación para nuestra maestría en escritura creativa, en un salón de cátedra adentro de un edificio que tenía forma de castillo. Mi amigo tenía una playera de Wowee Zowee, e inmediatamente caímos en una discusión larga sobre si el subestimado tercer álbum de Pavement era el mejor. Yo había olvidado todos los puntos finos y sutilezas, pero “AT&T” todavía está hasta arriba de mi lista de canciones favoritas, así que quien fuera que haya estado a favor de Wowee Zowee tenía razón. Sobre todo puedo recordar estar consciente de cuán insufribles sonábamos. Era agosto de 2017 y éramos dos millennials con cara de bebé despotricando sobre la música caprichosa de la generación X. 

Mi amigo acababa de salir de la licenciatura y había crecido muy pobre en las afueras de Detroit, en esa región de la escala de pobreza donde los hilos de conexión del parentesco de algunas personas casi no tienen sentido. Su padre iraquí caldeo se había alejado de las obligaciones de la paternidad años atrás y había muerto poco tiempo después. La historia íntima de su madre blanca, especialmente su historial de empleo de mala calidad, era un tema que mi amigo evitaba tocar en reuniones sociales. Tenía hermanos y medios hermanos y parientes esparcidos entre Michigan y West Virginia, algunos rechazaban el contacto con otros miembros de la familia. Consideraba milagroso haber llegado a la licenciatura y luego haber sido admitido con beca a un programa de posgrado, tanto como haber encontrado su verdadera vocación y su voz poética, una voz que, una y otra vez, me sorprendía. 

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado.

Me identifiqué con él inmediatamente. De niño, yo no era no rico —para cuando nací, mis padres refugiados ya habían escapado de su fatal estatus socioeconómico— pero yo sabía algo del aislamiento y la alienación, tanto del mundo exterior como de mi comunidad insular compuesta por sobrevivientes del genocidio de Khmer Rouge y sus hijos, ninguno especialmente empático hacia mi queerness. Como yo, mi amigo había suavizado su soledad persiguiendo una relación con el arte, en particular la música. Y, como él, yo entendía lo que significaba venir de una ciudad en bancarrota y difícil, habiendo pasado mi niñez y adolescencia en Stockton, California, el hogar de la tercera población más grande de camboyanos-americanos en Estados Unidos y, originalmente, el hogar de los músicos de Pavement. Ambas ciudades habían sido núcleos desarrollados y prósperos —Detroit, la antigua capital automotriz del mundo; Stockton, el antiguo puerto marítimo de la fiebre del oro de California— y ambas habían terminado degradadas y deprimidas. Así que encontramos reconocimiento visceral en la letra rebelde y jubilosa de “Box Elder”, la gema rayada y sobresaliente de Slay Tracks: 1933-1969, el EP debut de Pavement. 

Made me make a choice
That I had to get the fuck out of this town
I got a lot of things to do
A lot of places to go
I’ve got a lot of good things coming my way
And I’m afraid to say that you’re not one of

Por años, escuché “Box Elder” ignorando el hecho de que fue grabada en Stockton el 17 de enero de 1989, el mismo día de la masacre de la escuela Cleveland, el tiroteo escolar más fatal de la década. Cuando descubrí esta conexión sorprendente con la masacre, seguí escuchándola de todas formas, armado con una incredulidad voluntariosa. La conexión era más profunda: mi madre, una sobreviviente traumatizada del genocidio, había presenciado el tiroteo en la primaria Cleveland. Trabajaba como asistente bilingüe, enseñando inglés a los niños surasiáticos, incluidos los cinco que fueron asesinados y los más de treinta que fueron heridos por el tirador blanco. El tirador, que se suicidó antes de ser arrestado, imaginaba que su vecindario había sido invadido.

No había mucha gente que pudiera entender los contextos culturales específicos que mi amigo experimentó como un poeta mitad iraquí caldeo de las afueras de Detroit. No lo entendían nuestros compañeros de posgrado, ni los otros escritores a quienes conocíamos que representaban a las llamadas “comunidades marginalizadas”, ni los consejeros y psiquiatras de la Universidad de Siracusa. “Nosotros somos minorías dentro de las minorías”, le decía a mi amigo, en un intento por apaciguar su frustración ante los obstáculos compuestos de su vida.

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado. O al menos eso parecía. Empezamos a escribir en los últimos años de la universidad, como estudiantes de primera generación, y no tuvimos padres, mentores ni maestros de preparatoria bien intencionados que se hubieran preocupado por nutrir nuestra creatividad existencial. Nuestras madres desconocedoras nos habían atiborrado de comida chatarra y mala televisión. Él tuvo trabajos malos durante su carrera universitaria, sirviendo mesas en el café de una pareja tailandesa racista. Yo pasé mi adolescencia atendiendo los llamados de mis padres, quienes siempre querían ayuda en nuestro taller mecánico. Obtener una licencia de manejo fue menos un logro de libertad juvenil y más una cualificación para ser el chofer de nuestros clientes y llevarlos a casa, para llevar a primos más chicos a la escuela, para acompañar a mi abuela a sus citas con el único doctor khmer —y el único doctor hablante de khmer— de la ciudad, para sacrificar horas de estudio preciosas durante noches de escuela y ayudar a mi padre a cargar y descargar equipo pesado y autopartes. Desde niño, mi deber, como el de mis hermanos y primos más grandes, era aliviar las presiones de sostener a mi comunidad, a la sombra de la guerra y el genocidio y dos millones de muertes, un cuarto de la población de Camboya en 1975. 

Aun así, mi amigo y yo intentábamos no tener resentimientos. Adoptamos un aura de queerness descrita por José Esteban Muñoz en Cruising Utopia como “un modo de ‘estar con’ que desafía las convenciones y conformismos sociales y es innatamente hereje hacia el mundo, pero deseosa de él”. Teníamos hambre de conexiones, un estado constante de “estar con”, mientras que otros eran incapaces de ser empáticos con nosotros, y nosotros éramos incapaces de portarnos normalmente. 

Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente. Que falta algo.

Por eso Pavement era nuestro ídolo, con sus álbumes de estática lo-fi distorsionada. Los acordes imparables de la banda se resistían al brillo de los ritmos convencionales. Su letra capturaba los sentimientos caóticos de estar hastiados pero tener buenos corazones, de ser dubitativos pero sentimentales, sentimientos que mi amigo y yo pensábamos que hacían falta en la literatura, la cultura, quizás hasta en el mundo.

La primera vez que nos conocimos, me pregunté si era gay. Me estaría engañando si dijera que no noté inmediatamente su belleza; la forma en la cual su cabello oscuro y ondulado recordaba a un Louis Garrel serio y consciente de sí; que tenía la espalda ancha pero nunca se paraba ni se sentaba derecho. Me gustaba que no era exageradamente musculoso, aunque me enseñó a hacer bíceps mejor de lo que yo había aprendido en el YMCA. Más tarde, me enteré de que tenía una apreciación profunda por la belleza masculina y que idolatraba a las mujeres, que se enamoraba de ellas con gran intensidad. Soñaba con mujeres relajadas que le darían confianza inquebrantable. Pasó meses leyendo una biografía de Joni Mitchell que siempre dejaba olvidada bajo el asiento de pasajeros de mi coche, un Honda Accord del 2000. Siempre dejaba sus pertenencias ahí: su mochila, botellas de agua demasiado caras y, una vez, una rodaja de gouda. 

Resultó que los hombres no tenían efecto sexual en mi amigo, a pesar de que su madre siempre decía que era amanerado. Aun así, yo pensé que su espíritu era queer, del mismo modo que asociaba a Pavement con las subversiones extravagantes de los roqueros glamurosos mordaces; a pesar de la ropa ñoña que les quedaba mal y de la desilusión descarada intrínseca de los habitantes del Valle Central californiano, plagado por la sequía. “Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente”, escribe Muñoz, “que falta algo”. Sin duda, estando con mi amigo, percibías que el mundo era demasiado chico, demasiado limitado, demasiado miope. Pensabas —o quizás era sólo yo— que la sociedad tenía que estar operando de maneras profundamente imperdonables si no existía un lugar seguro para que él floreciera. 

Un día de octubre, el semestre antes de que mi amigo se suicidara, estábamos planeando las clases de composición de licenciatura que impartíamos y, como de costumbre, escuchando los sonidos dentados de Pavement. Fue otra tarde de flojera, sin sorpresas, hasta que un lado B, que ninguno de los dos reconocía, empezó a sonar en mi computadora.

Era la grabación de un concierto en vivo. La canción empieza con una progresión simple de notas en la guitarra, de agudas a graves, una cascada descendiente breve, conforme la multitud aplaude por la canción anterior. El guitarrista produce variaciones de esta progresión, desplazada a octavas más agudas y más graves. Un tamborileo estable se introduce en la melodía, y las palabras gotean: “Baby, baby, baby yeah”, con la última exclamación extendida hacia un balbuceo prolongado. Malkmus repite el verso cinco veces, con cada iteración del yeah cargada de más aliento, con el compás aumentando en un crescendo eufórico hasta que la canción explota en un aullido doloroso y el baby abandona la letra conforme Malkmus grita el yeah, repetida pero nunca monótonamente, con su voz estallando tan fuerte como puede contra la atmósfera. 

Después del octavo y último grito de yeah, el último tercio de la grabación pasa a sus versos más legibles:

She abused me
For no apparent reason!
She confused my hopes
For a blistered lesion
It’s torn, torn clean apart
It’s torn and it’s torn
Torn, torn clean apart
Stop

La multitud vitorea y aplaude. “Ésta es nuestra última canción. Es para Sonic Youth”, anuncia Malkmus antes de que la grabación se detenga, abruptamente, como un padre severo que mata la vibra arrancando el cable del estéreo de la pared del dormitorio. 

Mi amigo y yo escuchamos este lado B de tres minutos de la reedición de Slanted and Enchanted, con atención cautivada. La sucesión ascendiente de baby y yeah nos distrajo de nuestra planeación de clases y nos obligó a quedarnos sentados y esperar pacientemente, suspendidos por la voz esforzada de Malkmus, su letra fragmentaria, hasta que la canción coherentemente se volvió euforia. Pero la catarsis prometida nunca llegó, y, cuando la canción acabó, casi como un pensamiento tardío y bromista, después de esa pausa repentina y literal, mi amigo y yo nos miramos fijamente. Luego empezamos a reírnos con fuerza.

A lo mejor estoy exagerando este recuerdo, que regresa a mí a menudo, persistentemente, tras su suicidio. Pero algo sobre nuestro acercamiento a “Baby Yeah” se sintió primitivo. Esa canción desbloqueó en nosotros un sentimiento desenfrenado, misterioso y sin pretensiones. 

Quiero darle significado preciso a ese sentimiento, o al menos intentarlo. Baby yeah: una afirmación de lo que no se dice, de algo que todavía no existe. Baby yeah: un llamado seductor y sentimental a la conexión humana. Baby yeah: un alarido tierno, alborotado de pasión deseosa.  

Otro lado B corto ya había casi terminado para cuando mi amigo y yo dejamos de reírnos. Yo tenía la sensación de haber sido expuesto, de estar abierto y receptivo a mis alrededores, como si me hubieran rasgado y limpiado por dentro [torn, torn clean apart]. Me sentí completo, con afecto genuino hacia él. 

 Subimos el volumen y pusimos “Baby Yeah” otra vez.

Meses después, en lo que serían sus últimas semanas de vida, mi amigo estuvo quedándose en el piso de mi cuarto algunas noches, con un tapete de yoga de veinte dólares como el único cojín bajo su cuerpo. Tal vez si ambos nos hubiéramos admitido el balance precario de su estado mental y físico, le hubiera dicho que se metiera en mi cama. Nos hubiéramos acostado lado a lado, con sus pies a la altura de mi cabeza, como niños que duermen en una pijamada. 

Pero él nunca quería molestar a alguien con inconveniencias, así que fingimos que sus pensamientos acelerados estaban bien, aunque eso se sintiera falso. Ninguno de los dos asumió la verdad, que era que mi amigo elegía quedarse en mi piso, y en los pisos y sofás de otros compañeros, demasiado frecuentemente como para que se sintiera descansado o bien. Se colgó el día que se fue a su propio departamento.

En una de nuestras últimas conversaciones, le dije que yo pensaba que la música era expresión artística menos cool. Estábamos preparando chana masala y pollo frito empanizado con harina de almendras. Yo necesitaba que él estuviera sano, nutrido. “Lo que es hermoso sobre la música”, estaba diciéndole, “es que todos pueden apreciar una buena melodía. Considera cómo, en el esquema más amplio del universo, no hay diferencia entre los poderes técnicos de un perdedor de preparatoria en una banda escolar y Stephan Malkmus, cantando canciones locas en los discos de Pavement”. Cómo la música aparece dondequiera que estés. Cuán ubicua es: Patti Smith cantando suavemente en una librería de libros usados en East Village; Chance the Rapper rebotando contra los pasillos de una tienda en Siracusa; Whitney Houston dando una serenata en las esquinas oscuras de un bar. No tenía sentido depender de tu gusto musical —o de tus habilidades— para elevarte a un nivel cultural más alto. Eso sólo limitaría la experiencia comunal de escuchar.

Es por eso que finalmente dije: “Me vale madres la banda de cualquiera. Y me vale madres tu banda también”.

Mi amigo empezó a reírse, pero al poco rato se calmó. Cuando dejó el ala psiquiátrica del hospital local —fue ahí que me enseñó las cicatrices de sus primeros intentos de suicidio, que en ese momento estaban rojas y marcadas y sanando, con su vergüenza escondida detrás de su bata suelta de hospital, con su sonrisa tímida cubierta con las yemas de sus dedos encimadas una sobre otra—, seguí intentando hacerlo reír. 

Cuando mi amigo se suicidó, no pude comer por varios días. Casi no podía subir o bajar las escaleras sin hiperventilar. Mis pensamientos eran un sinsentido astillado. No confiaba en mí mismo para manejar mi coche, y cuando era una necesidad imperante, en esa primera semana de duelo, me encontré paralizado en el estacionamiento antes de mi cita con el doctor, escuchando el mismo disco que había estado metido en el estéreo de mi Accord durante tres años. A mi amigo le encantaba ese disco quemado, que tenía a Lauryn Hill, New Order y Half Japanese. Me acompañaba en mis mandados para poder escuchar “Doo Wop (That Thing)” con las ventanas abajo. 

Yo estaba en duelo. Eso era obvio. Pero era más que eso. Mis órganos parecían haberse desplazado de sus ubicaciones originales, precariamente apilados uno sobre otro de manera peligrosa. Sonaban sirenas en mi cuerpo, y mis adentros, mis sentimientos, mis pensamientos, quedaban obstruidos. ¿Tenía hambre? ¿Tenía dolor? ¿Y qué hay del torrente turbio de emociones enredadas que intentaban golpear mi torso, que se movían con esfuerzo por debajo de mi duelo sofocante e impenetrable?

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente.

Ataqué a compañeros de clase que también estaban en duelo con crueldad o indiferencia total. Se sentía horrible e irresponsable responder así sin entender por qué, aunque no estaba seguro de que mis compañeros hubieran registrado mis ataques. ¿A lo mejor eran válidas las reacciones viscerales? Estaba irremediablemente reprimido. Mi duelo había eclipsado otros sentimientos igualmente pertinentes, buenos o malos, saludables o no. Por semanas, cargué conmigo el deseo de explotar, de forzar una catarsis, pero seguía demasiado cansado, demasiado hinchado de impulsos sin expresar, como para atender mis necesidades.

Lamento la vaguedad, el lenguaje abstracto, pero sigo. La imprecisión de mis sensaciones me frustraba al punto de la autodestrucción. Este bloqueo interno creció. Esta represión debilitante creció. Siguió surgiendo, sin que yo pudiera vislumbrar su liberación. 

Bueno. Está bien. Una anécdota concreta: El día después de la muerte de mi amigo, un profesor de poesía invitó a todo nuestro programa de posgrado, de alrededor de cuarenta estudiantes, a estar de luto juntos en su casa. Los profesores pagaron la pizza aguada. Había agua mineral para los alcohólicos en recuperación y un plato de frutas en la mesa. El cielo frío de primavera lavaba la sala con una luz pálida. Respirando entre los libreros y muebles minimalistas del profesor, vi destellos de formas brillantes amorfas, como si estuviera viendo la parte interior de mis párpados. Sentí una disociación aguda, debida a la sorpresa y también a las consecuencias de lo que había estado haciendo la noche anterior. Treinta minutos antes de que el director del programa me llamara para informarme del suicidio de mi amigo, estúpidamente había ingerido marihuana comestible, con la promesa potente de la consciencia risueña. La llamada me llevó a un estado aterrorizante y surreal que me duró toda la noche. Hasta este punto —hasta estos muebles, hasta esta reunión— había confrontado la no existencia de mi amigo estando bastante drogado.

Hablamos e intercambiamos plática superficial durante una hora, cuando nuestros profesores sorprendieron a quienes estaban en la habitación con un consejero de la iglesia universitaria. El hombre nos indicó que nos sentáramos en círculo, encima de los sofás, cuyas patas —no pude evitar notar— eran gruesas y estaban atornilladas al piso. Nos pidió a todos que compartiéramos historias e impresiones de mi amigo. Traía puesta una sotana negra con cuello blanco. Yo traía puesta una chamarra rompevientos azul neón con amarillo, que había comprado cuando acompañé a mi amigo a su primer viaje a Nueva York.

Mis profesores y compañeros de clase ofrecían sus historias. Cantaban sus penas, llamaban a mi amigo un buen tipo, decían que era un poeta talentoso, que era guapo y encantador en su andar pensativo y desgarbado. Sentado ahí, no podía soportar la idea de que todos los demás pudieran recordarlo tan fácil y felizmente, incluso aquellos compañeros a los que él había admirado. Yo quería golpear a una de las personas que contaban sus recuerdos por hablar sobre la clase en la que le había dado a mi amigo una dosis de medicina para el dolor de cabeza. Una ira interna nació en mí y se estaba hinchando. Mis nervios producían destellos de entumecimiento que se arrastraban bajo mi piel y aterrorizaban cada recuerdo que yo invocaba, y mi voz empezó a atravesarse en las historias de todos, mis historias empezaron a huir de la tormenta caótica de mi mente plagada de duelo. Había decidido que cualquier memoria que no me perteneciera era un despliegue superficial de condolencias vacías. Eran actuaciones, nada más.

Eventualmente mi ataque de interrupciones detuvo el intercambio colectivo. El consejero dirigió sus rodillas hacia mí, puso sus manos firmemente sobre sus muslos. “¿Sientes que pudiste haber hecho más para ayudar a tu amigo?”, preguntó, repitiendo una pregunta que originalmente le había hecho a toda la sala. “No”, dije yo, “hice todo lo que pude”. Expliqué las últimas semanas con mi amigo, intentando martillear en la cabeza de todos una culpa debilitante por su negligencia. “Quiero que sepas”, me respondió, “que debes estar orgulloso de estar ahí para tu amigo, en este momento de necesidad”. Las lágrimas brillaban encima de los cachetes en la sala. Yo también estaba llorando, pero me odiaba por eso, por hacer eso ahí.

Más tarde, conforme la gente se dispersó y siguió masticando y tragando más pizza, el consejero me jaló hacia la salida. Estábamos parados entre un montón de zapatos. Me dijo que decía esas palabras en serio, que estaba siendo genuino y verídico. Pero mi ira sólo complementaba mi duelo, atiborrando mi cabeza de resentimiento.

Es fácil retratar mi comportamiento en esta anécdota como benigno. También es fácil asignar una explicación empática a mis acciones, en la forma retrospectiva y mecánica en que ocurren esas cosas. Me sentí abandonado por mi amigo. Me sentí culpable por no hacer suficientes cosas para apoyarlo. Estaba enojado con quienes habían ignorado sus dificultades. Pero, si soy honesto, nunca entenderé la realidad nebulosa en la que viví mientras estuve lidiando con su suicidio; todas las drogas de diseñador que consumí, los ataques de adrenalina que me llevaban a ataques de manía y luego directamente al piso, donde lloraba y gemía por horas, donde mi amigo había pasado tantas noches. Sólo puedo decirles lo que me pareció útil. 

En las semanas después de la muerte de mi amigo, me desperté cada mañana, y de cada siesta nebulosa, pensando que quizás todo fue un sueño. Una pesadilla causada por las drogas. Revisaba mi teléfono periódicamente para ver si había recibido señales de vida, o de renacimiento. Ignoraba llamadas de parientes y mensajes de otras personas a quienes después saqué de mi vida. Le diría a una conocida de la universidad, mi antigua mejor amiga, que dejara de contactarme. Sin remordimientos, le escribí en un mensaje de texto que su vida —su relación heteronormada con su prometido, que también era amigo mío, su estúpido trabajo de ingeniería en Google— habían empezado a molestarme y a asquearme. 

Entre los mensajes de texto que recibí de mi amigo, había uno sobre el álbum de Fat Tony, Smart Ass Black Boy, con instrucciones de escuchar la canción “BKNY feat. Old Money”. Revisité esta conversación una mañana a finales de mayo, con la cabeza nublada e incoherente. Me reí de lo cursi de su mensaje, donde se refería a Fat Tony como “Tony” o “Tone-Tone”, pues asignaba un apodo a todas las personas que amaba. Me puse mis AirPods y escuché “BKNY”. Cuando terminó, la puse otra vez. Y, luego de cuatro minutos, otra vez. Y así. 

Estuve en los confines de “BKNY” por dos horas, adentro de la textura del rap relajado de Fat Tony, como el narrador drogado en el prólogo de El hombre invisible, que desciende a las profundidades de “(What Did I Do to Be So) Black and Blue” de Louis Armstrong, un disco que el narrador añora oír en cinco fonógrafos sonando simultáneamente. Por momentos breves, recordaba, verdaderamente o quizás en la aproximación más cercana a la verdad que había tenido desde la muerte de mi amigo, lo que se sentía estar con él, esa facilidad surreal que encarnábamos en los días buenos, sin responsabilidades más allá de escribir oraciones y versos, o simplemente cazar la inspiración. Esos fueron los días en los que no teníamos que tomarnos en serio a nosotros mismos, como millennials idiotas a quienes nos pagaban por escribir, cuando vagábamos por las calles del centro de Siracusa riéndonos de nada: miradas antagonistas de transeúntes, basura atascada en los montones de nieve amarilla, envolturas brillantes de la comida chatarra que habíamos inhalado de niños, cómo cada restaurante caro de Nueva York creía que la cebolla morada curtida podía convertir cualquier platillo en una cena fina. 

En ese momento recurrí a “Baby Yeah”. Toda esa tarde y esa noche, viajé por las profundidades de la canción, que puse una y otra vez. Me disolví en una tristeza más y más profunda con cada repetición; ya no tenía el duelo de las semanas anteriores, la desorientación de atravesar la distancia eterna entre mi amigo muerto y yo, sino la melancolía de hundirme en mí mismo, por virtud de mi recién hallada voluntad de abrazar esos recuerdos que él había dejado atrás. Tentativamente, y luego menos, permití que la presencia de mi amigo renaciera en mi mente, que se desvaneciera, una y otra vez, con cada repetición de esa progresión melódica descendiente, de Malkmus lamentando “it’s torn / torn, torn clean apart”, de esa invocación repentina y casual a detenerte. Estaba llorando más fuerte que nunca. 

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente. Entre más historia tienes con el fallecido, sufrirás más finales.

Si las emociones son las vacilaciones de la mente, la experiencia sobrecogedora del duelo, y las frustraciones que produce, pueden llevarte a la locura, una fuerza interna aterradora que golpea las paredes de tu mente, tu cuerpo, tu espíritu. ¿Cómo escapas? Quizás girando tanto hacia la verdad que colapsas.

Incluso ahora, casi un año después de la muerte de mi amigo, escucho “Baby Yeah” sin parar, aunque no por tanto tiempo como esos primeros meses del duelo, cuando la canción podía sonar y sonar durante semanas. “La diferencia yace entre dos repeticiones”, escribe Gilles Deleuze en Diferencia y repetición. (Stephen Malkmus recomendó otro libro de él, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, en Artforum. Pero sigo.) “El papel de la imaginación”, dice Deleuze, “o de la mente que contempla en mil estados múltiples y fragmentados, es sacar algo nuevo de la repetición, sacar diferencia de la repetición”. 

La repetición permite la reinvención. Estoy leyendo las palabras de Deleuze conforme analizo el propósito de mi escucha obsesiva. Me pregunto si la repetición de “Baby Yeah”, y la repetición de la historia tierna que cuenta, y el eco de cada baby y cada yeah, si todo esto permite entendimientos frescos, sentimientos radicales que nunca han sido experimentados y que pueden desmantelar el bloqueo o remplazarlo con algo nuevo. A lo mejor ésta es la noción de Nietzsche del eterno retorno, que Deleuze describe como “el poder de empezar y volver a empezar”, y estoy confirmando que, a pesar de los suicidios infinitos que pueda presenciar, a pesar de cuán condenada y nauseabunda resulte la civilización moderna (según Nietzsche), siempre escogería revivir esos años hermosos, pero brutales, con mi amigo.

Y sí, creo que mi amigo también entendió el poder de la repetición. ¿Por qué otra razón elegiría rendirse ante esos sueños infinitos de sus propias limitaciones?

El enero antes de su suicidio, me envió un correo electrónico con el último poema que terminó. Lo envió tres veces en un periodo de diez minutos, con revisiones leves. “Avec Amour” termina así:

…la otra noche pasé por la piscina exterior
donde nadé cada mañana el verano
que mi primera novia se mudó a Japón,
y noté cómo la nieve casi parecía
estar cayendo de la luna
como si fuera un hoyo que lleva a otro día,
a otra hora en el pasado
hecha de nada y causando
todo.

Es posible que “Baby Yeah” me lleve a “otra hora en el pasado” a la que no puedo llegar de otra forma. La canción podría “estar hecha de nada y causando todo”. Es la forma en la cual mantengo a mi amigo vivo en mi imaginación, la forma en la cual le permito que finalmente muera. Quizás necesitaba saber, simple y prácticamente, que podría encontrarse con portales distintos a la luna inquieta, o quizás crearlos de la nada. 

Mi línea favorita en Diferencia y repetición dice: “Todos nuestros ritmos, nuestras reservas, nuestros tiempos de reacción, los mil enredos, los presentes y las fatigas de las que estamos compuestos, están definidos por nuestras contemplaciones”. Quiero compartir esto con mi amigo. Quisiera poder asegurarle que sus presentes y sus fatigas son válidos. Sí, informan tus ritmos. Pero, por favor, escúchame: ¿no crees que la diferencia respira en las extensiones que yacen entre tus pensamientos monótonos? Incluso conforme sólo ves suicidio en el futuro, tu mente aloja tantos significados nuevos que son esenciales, tantas madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas, y quizá si esperas, sólo un poco más, estos significados correrán como sangre dentro de tu ser, reestructurando las reservas de tu espíritu, y quizás entonces, después de una exploración seria de todo lo que es cierto, tú, mi querido amigo, sentirás algo que parezca nuevo. 

Ensayo

Contra los astronautas

Hace algunos meses, un episodio de Saturday Night Live causó revuelo entre la pequeña audiencia que conserva. La razón del alboroto fue sencilla: el billonario Elon Musk sería el presentador de aquella noche. La mayor parte de los números de comedia fueron mediocres, con algunas excepciones que rayan en lo grotesco; pero el verdadero espectáculo fue el monólogo. Durante 10 minutos Musk y su madre se dedicaron a balbucear sobre criptomonedas, emprendedurismo y los sueños del magnate de lanzar coches al espacio. Con caras robóticas, ambos recitaban diálogos mal aprendidos y, en una línea que no me ha dejado hasta la fecha, Musk dice: “to anyone I have offended, I just want to say that I reinvented electric cars and I’m sending people to Mars on a rocket ship.

Did you think I was also going to be a chill, normal dude?”

Nací en 1994, en una familia mexicana de clase media alta. Entre mis primeros recuerdos están las tardes que pasaba con mi padre en las que jugábamos con mi set de Indiana Jones −siempre tuve una fascinación por los juguetes chiquitos−. Recuerdo tomar las momiecillas de plástico, las moneditas doradas que resguardaban, y pensar con entusiasmo la vida que me deparaba el futuro. Ansiaba crecer y convertirme en ese explorador que descubriría jeroglíficos en tumbas perdidas. Mis padres, médicos los dos, nunca amedrentaron mis aspiraciones primero arqueológicas y después las de convertirme en un famoso inventor. Sin embargo, pasaron los años y olvidé las excavaciones y los artilugios. No fueron rupturas ruidosas, más bien lentas. A mi madre la asaltaron a punta de pistola y las calles por las que regresábamos se sentían diferentes. En la escuela me enseñaron el ciclo del agua, y me dijeron que en los próximos años habría menos y menos. Mis padres se esforzaron por nunca hablar de dinero frente a mí y mi hermano, que recién llegaba al mundo, y fuimos afortunados de tener ese privilegio. Pero en la escuela mis compañeros me contaban de sus casas de campo y sus familias españolas. En algún momento dejé de soñar con la ilusión que tienen todos los niños, en mi mente se asentaron aspiraciones distintas, las necesidades que caen con los años.

El 11 de julio de 2021, Richard Branson y tres acompañantes viajaron al espacio. Desde que uno habla de ese lugar inhumano, el espacio −tan distinto de nuestros pequeños espacios aquí en la Tierra− la frase adquiere una densidad inquietante. Sospecho que uno la escucha con una sensación muy distinta a la que producían los pasos de Armstrong hace 50 años. Hoy, como siempre, sigue siendo un esfuerzo descomunal desprenderse del planeta y mantener a un puñado de humanos vivos en la explosión metálica que se catapulta a las fronteras de los cielos. Aun así, la hazaña es distinta. Lo que el siglo pasado presumíamos como el logro más grande de la humanidad hoy lo leo con desprecio.

Una semana después que Branson, Jeff Bezos hizo el mismo viaje con su propio cohete; en su aventura lo acompañaron su hermano, la astronauta de 82 años Wally Funk y un adolescente de 18 años que se sumó casi por accidente. En las grabaciones uno los escucha dar grititos de emoción. Alegres dan vueltas en gravedad cero, se lanzan pelotas y caramelos los unos a los otros. A su regreso, una reportera recibe a Bezos que vuelve al planeta vestido de vaquerito espacial. Él y su hermano, sonrientes, mandan saludos a sus padres, como orgullosos de haberse sacado 10 en sus exámenes. Ella les pregunta: “This was your dream. But for all those millions of Americans who are watching this and are saying this is a joyride, it has nothing to do with me. What did you experience that matters to all Americans?” No tengo la fortuna de contarme entre esos millones de “americanos”, pero imagino que, para ellos igual que para mí, no significa nada.

Existen pocos argumentos en favor de esta nueva carrera espacial. En un tono sombrío, Stephen Hawking predijo en 2017 que a la humanidad sólo le quedaban 100 años en el planeta Tierra. De cara a cada vez más problemas de escala planetaria, Hawking sostenía que era indispensable convertirnos en una especie interplanetaria, bajo el precepto de que, si un cataclismo devastara uno de nuestros hogares, eso no implicase la extinción de todos. Parece una idea simple, casi sensata: no pongas todos tus huevos en la misma canasta. Pero no es tan fácil de sostener. No es coincidencia que a la fecha sólo en el planeta Tierra hayamos encontrado vida; todos los demás planetas en nuestro sistema solar son infiernos ambientales. Por poner un ejemplo, para mantener una colonia humana en Marte (la obsesión de Musk), habría que establecer hábitats sellados que simularan la atmosfera de la Tierra para no asfixiarnos en los climas marcianos, que protegiesen de las radiaciones solares y que permitiesen producir alimentos, oxígeno y agua desde allá. Sumado a esto, con la tecnología actual el propio Musk estima que un ticket al planeta rojo rondaría en los 10 billones de dólares por persona. Estos visionarios contemplan terraformar aquel mundo para hacerlo más habitable, reducir los costos de transporte y hacer el viaje progresivamente menos riesgoso; hacer de Marte la Tierra. Suena bien, aunque la pregunta evidente es por qué invertir tantos recursos y esfuerzos buscando lo que ya tenemos; particularmente si tomamos en cuenta el rápido deterioro que estamos viviendo en el único planeta que sí habitamos.

Me imagino que Musk y sus compadres se piensan soñadores, como los hombres del futuro. Sin embargo, los veo dar vueltas en el cielo con sus naves espaciales, y me parece evidente que todo ese discurso sobre la humanidad está vacío. En la actualidad, la aviación es uno de los sectores que más contaminan por gases de efecto invernadero. Se estima que en un viaje largo cada pasajero produce alrededor de 1 a 3 toneladas de CO2. En contraste, los diez minutos que Bezos y sus amigos estuvieron en el espacio produjeron alrededor de 200 a 300 toneladas de CO2 por persona. Ya se ha vuelto de conocimiento general que una de las decisiones más contaminantes a nivel individual es la de tener hijos, una renuncia más a la cuál someterse. En promedio, esto conlleva la producción de 5 toneladas de CO2 al año (sin considerar que no es lo mismo nacer en los países desarrollados que aquellos “en vías de desarrollo”, no todos contaminamos igual). Dicho de otra forma, en sus diez minutos espaciales, Bezos y compañía contaminaron lo mismo que dos seres humanos en 80 años de vida.

Ya en la Tierra, en otra de las tantas entrevistas que dio, Bezos tuvo la amabilidad de agradecer a todos los empleados y clientes de Amazon; de decirles que nada de eso hubiera sido posible sin ellos, que somos nosotros. Lo que más me sorprende es que estos billonarios que hoy juegan en la estratósfera no están errados en su diagnóstico inicial. La humanidad se ha convertido en una sociedad planetaria, si no en su organización, definitivamente en sus efectos. Apresurados tomamos las riendas y como dijo McKibben, hoy ya no hay espacios en el planeta que sean realmente salvajes. En nuestras manos descansan todos los hábitats que queremos replicar en otras rocas y que hoy incendiamos en la nuestra, todas las especies que cada año se extinguen y todos los seres humanos que han de sufrir este colapso. Es cierto que nuestros problemas ahora son planetarios; y por ello veo a estos astronautas como uno de nuestros más grandes fracasos.

Encima de todos los argumentos logísticos, económicos y climáticos en contra de sus aventuras, lo que me sigue pareciendo inexplicable es la falta de imaginación de estos señores. No condeno sus sueños espaciales, ¿cómo reprochar ilusiones tan infantiles? Sin embargo, de cara a las catástrofes que ya vivimos es incomprensible para mí que su reacción sea el escapismo y la expansión a más y más fronteras. ¿Con quién pensarán habitarlas? Con todas las reacciones que estos viajes han suscitado, Musk tuiteó:

“those who attack space

maybe don’t realize

that space represents hope

for so many people”

No sé a quién se refiera. Si sus esperanzas son las de volar por el espacio como el Tesla que lanzó a flotar hacia el infinito, está muy bien, le deseo éxito; pero no podemos permitir que estos caprichos sean a costa de los sueños y las aspiraciones de todos lo que permanecemos aquí, con los pies en la tierra.


@el_abernuncio

Ensayo

La separación de los amantes

El último encuentro es el espectáculo más dramático en la vida de los amantes. Debe ser porque el espacio entre dos cuerpos antes fundidos se antoja eterno, o porque es allí donde ambos firman un contrato silencioso que obliga al desconocimiento. A partir de ahora seremos dos extraños. Giraremos la cabeza si nos topamos en la calle. Callaremos si escuchamos el nombre del otro en una conversación. Olvidaremos lo que nos revelamos en la cotidianidad. La separación niega el pasado y un posible destino, se convierte en una violenta referencia de muerte. 

Imagino un desenlace. Mi pareja está en la última mesa de un café triste. Hay reclamos. Súplicas. Miradas cargadas de desprecio. La visión definitiva de una espalda yéndose: él ha echado a andar por fin. Dejó con crueldad su taza tibia, mancillada en los bordes, sobre la mesa. Un abanico solitario da vueltas en el techo. Imagino a la persona que se queda con el rostro sepultado en las manos, que a su vez imagina cómo cruje la grava bajo los pies del que se va, cada zancada más lejos. Es el ser abandonado, escribió Igor Caruso en La separación de los amantes, quien dota de sentido a la despedida y arrastra consigo el pesado cadáver del amante.  

Por lo menos algo se insinúa en esta postal: la fractura de los amantes inicia con la espalda. 

En la inolvidable escena del avión de juguete de Chungking Express, el policía 663, Tony Leung, pasa una tarde enclaustrado en un apasionado mundo privado con su novia, la aeromoza que eventualmente lo dejará. “What a difference a day makes” de Dinah Washington suena en el fondo. El policía 663 planea una réplica de avión en el aire sofocante; persigue a su novia por el diminuto apartamento entre risas, la empuja contra la pared, forcejean, se besan. Wong Kar-wai dirige con cuidado la escena icónica: ella esconde una sonrisa boca abajo en la cama, semidesnuda y sudorosa, mientras él acaricia el arco de su espalda con el avión. Un retrato perfecto de los amantes amándose. It’s heaven when you find romance on your menu, canta Dinah. La espalda es territorio de profunda intimidad y las despedidas ocurren porque la espalda existe. ¿Es posible dudarlo? Pues el día que ella se dé la vuelta y exhiba impúdica la parte posterior de su tronco, cuando lo prive de sus ojos crispados y de sus labios finos y arranque con la ligereza de una niña que corre hacia nuevas aventuras, él presenciará un adiós. 

Desde el psicoanálisis Caruso describió los mecanismos de defensa posteriores a la separación: agresividad, indiferencia, la catástrofe del Yo, odio, pulsión de muerte. Uno mata simbólicamente al otro para seguir viviendo; hay hombres que desplazan el afecto hacia una nueva pareja casi al instante, añadió. La aproximación de Caruso es esquemática, culta, masculina —no por nada dialoga con Freud y Marcuse— y estudiable. ¿Quiénes lo leen? Los psicólogos, sin duda. Sospecho que también lo leen personas abatidas, hombres y mujeres que han sufrido un desengaño o sobrellevan el final de una relación tormentosa. Si el lector que imagino atisbara de reojo La separación de los amantes en los estantes de una librería, en la mesa de recomendaciones, entre novelas y biografías aparatosas de pensadores y políticos, algo brincaría en su pecho. Poco importa si no comprende la contraportada. A sus ojos Caruso deja de ser un escritor oscuro y sofisticado y se convierte en un autor de autoayuda. Es decir, La separación de los amantes puede ser, al mismo tiempo, un libro de teoría y un “libro de Sanborns”; y, especialista o no, el lector que acuda al libro en busca de consuelo difícilmente lo encontrará. Para eso sería más útil recurrir a una cantina y escuchar a José José predicar que el amor acaba, el amor acaba, rodeado de una muchedumbre borrosa. (“Porque el sentimiento es humo/Y ceniza la palabra”). 

La hermosa Catherine Deneuve se topa con su primer amor en el final de Les parapluies de Cherbourg, el musical rosa de Jacques Demy. La guerra en Argelia impidió el futuro imaginado de Guy y Genevieve. Él partió con el ejército francés. Ella, tras descubrir que había quedado embarazada, se casó con un joyero parisino y dejó Cherbourg con remordimiento. Años después, Genevieve atraviesa los caminos nevados en un auto último modelo, ataviada con un abrigo de piel y tacones negros, en compañía de su tierna hija Françoise. El destino la detiene en la gasolinera que atiende Guy, quien vive con su esposa Madeleine y su hijo, François. Descubrimos que Guy y Genevieve eligieron el nombre que habían planeado juntos para sus hijos hipotéticos. Sus ojos se encuentran a través del vidrio y ambos se paralizan. Seguirán momentos incómodos, vacíos. Antes los amantes cantaron la balada romántica de Michel Legrand al separarse: No, jamás podría vivir sin ti/No podría, me moriría […] Mi amor, te esperaré toda mi vida. Y sin embargo aquí están. Ella no esperó a que él volviera de la guerra. Ambos han vivido, y felices, sin el otro. Cuando Madeleine expresa su inquietud y pregunta a Guy si ha dejado de pensar en Genevieve, él contesta con simpleza que quiere hacer su vida con una mujer, como si una las contuviera a todas. Desplazar al ser amado es otra forma de asestar el golpe fatal.

Genevieve llora en brazos de Guy el día de la despedida
El reencuentro

Pienso ahora en la separación de dos amantes que no se conocen. Amantes que se quisieron sólo un momento. Hay una doble sorpresa en atizar el fuego crepitante y verlo extinguirse sin más.

En “El beso”, uno de los cuentos más leídos de Chéjov, una brigada de artillería que se ha detenido en la aldea Mechtonki recibe una invitación para tomar el té. En casa del teniente general Von Rabbek los oficiales se revigorizan, beben, saborean platillos, contemplan a las damas perfumadas. El oficial Riabóvich, el más tímido de la brigada, bajo de estatura, más bien mediocre y gris, observa el cotilleo de la cálida tertulia con indiferencia. No se une al juego de billar, donde se han congregado los hombres, ni presta atención a lo que discuten las señoritas. En el cenit del relato, Riabóvich se interna por equivocación en un cuarto oscuro al deambular por la casa; una presencia desconocida lo recibe jubilosa en el umbral y le planta un beso fresco en la mejilla. La estrujante muestra de afecto tiene el efecto de un eficaz estimulante: después del beso la mirada de Riabóvich se agudiza. Lo inundan unas locas ganas de bailar y reír. Se enamora de la sombra que se lanzó a sus brazos y la echa de menos. El encuentro inesperado abre el panorama de Riabóvich. El mundo que conoció en el cuarto oscuro insinúa las pinceladas rojas que han estado ausentes en su miserable existencia: no es ya una mujer en particular la que lo hace sufrir, sino la certeza de haber vislumbrado un destino. 

 En On the beach at night alone, la película de Hong Sang-soo, el narcisista alter ego del director parafrasea al poeta coreano Park Chong-hwa para enmendar las cosas con su joven y rencorosa amante, a quien abandonó para volver con su esposa: “Déjalo ir. Un amor que sofoca debe desecharse. El anhelo que te oprime, friégalo, lávalo. El dolor incesante por la separación —y la angustia, más grande, por el encuentro—: déjalos ir. Échalos al viento”. Ella escucha indiferente con la mirada clavada en algún punto sobre su hombro. La hemos acompañado en una lenta travesía de amor, descubrimiento, despecho y dolor que culminó en odio. Es un odio palpitante, confuso y empapado de sufrimiento. No es odio. Son las bocanadas desesperadas de alguien que casi muere ahogada y se rehúsa a volver al mar, a considerarlo siquiera.

Más apabullante que el duelo y el olvido es la certeza de que todo es finito. “Es muy difícil sentirse sostenida en el mundo, en general”, me dijo una amiga la última vez que la vi. La elección del verbo sostener me atrapó e imaginé sus palabras escritas desde que las pronunció. Sostener en mí evoca literalmente a una persona refugiada en brazos de otra. No se esconde ni pretende que la lleven consigo; es un acuerdo tácito de intimidad. La interpretación freudiana sería que fuimos expulsadas del vientre materno y que a partir de ahí no hay refugio que se le asemeje. En una comparación atrevida y acaso repulsiva, la separación es ser expulsadas una vez y otra de la fantasía del retorno al vientre. El llanto del recién nacido y de la persona abandonada tienen eso en común: la separación es despertar otra vez en un mundo hostil.  

Orfeo y Eurídice fijaron la vara para medir las despedidas poéticas. En la secundaria versión de Ovidio, Orfeo descendió a las profundidades para recuperar a su amada Eurídice, muerta por la maliciosa picadura de una serpiente. En las tinieblas lo recibió Perséfone, quien aceptó retornar a Eurídice al mundo terrenal con una condición: que en el camino hacia la superficie Orfeo no girara la cabeza para mirarla. El héroe aceptó. Ascendieron. Pero antes de cruzar la laguna Estigia, donde Carón aguardaba en su barca para remarlos a la felicidad, Orfeo dudó por un segundo de la presencia de Eurídice, se giró y de inmediato ella se hundió en la oscuridad. Murió otra vez, narró Ovidio, y no se quejó de que Orfeo le hubiera fallado: ¿de qué podría quejarse, si la amaba así?

La pintura de Christian Kratzenstein ilustra el momento anterior a la metamorfosis de Eurídice. La ninfa, a punto de precipitarse y ascender en volutas de gas, extiende sus brazos hacia Orfeo por última vez. Sus labios entreabiertos sugieren un llamado, quizá el intento frustrado por pronunciar el nombre sagrado. No decirlo es igual a morir.

Ensayo

Damnosa hereditas

Por Fabrizio Cossalter

Calla, el enemigo no te escucha.

Piergiorgio Bellocchio

No tengo ideas en este momento, tengo tan sólo antipatías.

Leo Longanesi

La Edad Moderna se ha acabado. Comienza la Edad Media de los especialistas. Hoy también el cretino está especializado.

Ennio Flaiano

Mi abuelo materno nació el 21 de enero de 1913 y murió el 18 de febrero de 2018, después de haber sobrevivido a dos guerras mundiales, a la influenza española, a innumerables caídas en motocicleta y a alguna que otra imprudente expedición alpinista. Fue un hombre aventurero, un ferviente «architaliano» —capitán de infantería de montaña durante el último conflicto—, un pequeño tiburón en los florecientes negocios de la posguerra y, ante todo, un aficionado a las mujeres y a los demás placeres sibaríticos, quien logró dejar de fumar a los cien años. Siempre le envidié su cálido apego a la vida, esa sensualidad proteica, algo canalla e impulsiva que caracterizó una trayectoria existencial bastante dilatada.

Lo quería muchísimo, pero no compartía casi ninguna de sus ideas, por la insalvable distancia que dividía nuestras visiones del mundo, trágica o cómicamente contrapuestas: aunque me cueste reconocerlo, yo soy un hijo bastardo del desencanto posmoderno, un intérprete consumado —cansado y cansino, sobre todo para mis estudiantes, cuya inocencia no siempre he podido preservar— de la mueca escéptica. Suelo actuar según el guion desgastado de un entramado retórico que, tras la borrachera teórica del post-estructuralismo, ha hallado en el coma etílico de los insobornables Cultural Studies su carnet de baile favorito. Sí, me refiero específicamente a las sesudas investigaciones acerca de las recetas de cocina, de las series televisivas y de las canciones pop que nos devuelven nuestra buena conciencia y nos indemnizan a diario a través de una cita más o menos malograda de Lacan, de Foucault, de Lyotard o de Baudrillard. Cuando nos va bien (es un decir). Si nos va mal, nos enfrentamos a las profecías gnósticas de Giorgio Agamben, a los chistes revolucionarios de Slavoj Žižek o a la revolución-chiste de Toni Negri, por no hablar de la infinita cohorte de sus imitadores…

En el italianísimo país de Tartuffe, según Cesare Garboli, es precisamente la mezcla entre transformismo, conformismo y radicalismo la que explica el éxito apabullante de nuestros mediocres maîtres à penser, máscaras mutantes de una comedia del arte de imperecedera actualidad. ¿Cómo no añorar, en tales condiciones, el siglo de mi abuelo, a la vez tan terrible y tan grandioso, ese siglo del que apenas nos quedan unas ruinas? Tempus edax rerum.

Bastaría con espigar algún ejemplo: a comienzos de 1913, mientras mi abuelo se dedicaba a su primera lactancia, Marcel Proust reescribía las pruebas de Du côté de chez Swann, Robert Musil empezaba a avizorar el tortuoso porvenir de su obra maestra, Franz Kafka se carteaba con Felice Bauer, Karl Kraus arreciaba desde Viena con la borrascosa perseverancia de la inteligencia herida e Italo Svevo, de vez en cuando, conversaba en Trieste con su antiguo profesor de inglés, el «mercader de gerundios» James Joyce.

Nosotros, en cambio, estamos viviendo nuestra enésima Noche de Walpurgis, y seguimos asistiendo a las misas cantadas de unos escritores que andan sobrados de premios, pero escasos de talento, es decir, a la agotadora letanía de la «indiferencia intelectual, el uso instrumental de las ideas, la docilidad a las modas culturales» (Alfonso Berardinelli). Qué desgana…

Cuando el destino auténtico —el que desprende la contradictoria plenitud de un sentido problemático— deja de existir, hay que encomendarse a la escatología, en ambas acepciones, a fin de gozar de las asténicas mitologías contemporáneas y de aguantar con cara de póquer las coprofilias del espectáculo, con todos sus errores, con todos sus horrores…

Al cabo y al fin, es una fortuna que mi abuelo haya muerto. Sus ideas inevitablemente equivocadas pertenecen a otra constelación histórica, caduca y anacrónica como él. Sin embargo, generan en mí cierta nostalgia, saturnina e inactual, pues todavía me permiten imaginar y recordar las palabras descaradamente libres — «anárquico-conservadoras», hubiera dicho él — que fueron extirpadas hace mucho tiempo del cuerpo enfermizo de un presente eternizado.

Hoy en día no podemos con nada, ni siquiera con nuestros propios lugares comunes o con la bêtise que nos rodea y de la que somos, en gran parte, responsables. ¿No es algo triste, algo trivial esta libertad que reivindicamos, defendemos y alabamos en cada momento, por deber de oficio, como si de un autorretrato se tratara?


Fabrizio Cossalter (Padua, 1974) es ensayista y editor italiano, residente en México.