Nunca me sentí cómoda en Puebla. Mi familia no es de ahí, nací en el Distrito Federal y siempre imaginé que mi vida sería distinta, mejor, si hubiera crecido en el D.F. —no le digo la Ciudad de México porque cuando pensaba eso no se llamaba así todavía. Sin embargo, a los dieciséis años me inscribí a una clase para aprender a hacer chiles en nogada, el platillo insignia de Puebla.
Pienso, por esta manía de rumiar el pasado, que esa clase fue un ritual.
Si algo bueno hay en Puebla es la cocina, y creo que deseaba participar en algo que me hiciera más poblana, no tanto por el lugar sino por el sabor del lugar. Al referirme a los rituales tengo en mente a Victor Turner, que los considera procesos de transformación y no sólo meras repeticiones. Para él, los rituales son un espacio liminal donde la posición social de las personas, la estructura del grupo, cambia. Pero en vez de ahondar en Turner, mejor esbozo algunos rasgos del ritual en el que participé.
Primero, los chiles en nogada son un platillo regional de temporada; es decir, no se pueden cocinar todo el tiempo. Segundo, al inicio de la clase, la profesora —que por cierto era poblana— entregó una hoja con la receta general, sin detalles sobre la preparación, pues esos eran “trucos que debíamos aprender”; además enfatizó que estábamos elaborando su receta familiar y no una de recetario (de una forma u otra nos volvíamos parte de su familia durante la clase). Tercero, en la clase había mujeres —sí, sólo mujeres— de todas las edades y, aunque platicábamos mientras hacíamos nuestras labores, nadie mencionó su lugar de procedencia (tal vez imaginábamos que la denominación de origen era un requisito para cocinar los chiles, entonces mejor no decir nada).
Al final, la transformación: me sentía como en Arráncame la vida cuando Catalina toma clases de cocina con las hermanas Muñoz y aprende a hacer “mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga”; sólo que, a diferencia de ella, yo no era poblana ni estaba aprendiendo a cocinar porque me había casado.
Llegué orgullosa a casa con los dos chiles que me tocaron en la repartición. El platillo, antes exclusivo de familias poblanas y restaurantes, ahora era mío. Vuelve a ser mío cada vez que lo cocino y ajusto para tener mi propia receta. Ahora sí, tan poblana como Catalina (o como el mole, las chalupas, los molotes, las pelonas, las tortitas de santa Clara, los camotes, el pipián verde, la torta de agua, los tacos árabes, las cemitas, las chanclas, el rompope, las memelas, los tlayoyos y los chiles en nogada).
***
Para diez chiles en nogada, se tateman los chiles poblanos directo en el fuego o en comal. Una vez tatemados se envuelven en plástico para que suden unos diez minutos, se les quita la piel y se les hace un corte para quitar venas y semillas (hay quienes descalifican, enérgicamente, que se pelen y desvenen los chiles ayudándose de agua porque pierden sabor: es cierto, pero se vale si los comensales no toleran mucho el picante o si se está batallando demasiado con las semillas). Se cortan en cubos pequeños seis manzanas panocheras, seis peras de san Juan y seis duraznos amarillos, se pone bastante aceite vegetal en un sartén grande y se doran dos dientes de ajo, se retiran los ajos y se pone la fruta picada…
Hasta creen que les voy a dar mi receta, pasen por su propio ritual o encárguenme unos.
Ilustración: Salvador Novo, Historia gastronómica de la Ciudad de México, Porrúa, 1967.
María Alejandra Dorado Vinay (Ciudad de México, 1988) una vez se comió seis milanesas.
Me encantan los juegos. Contrastan con la vorágine de actividades que tenemos que hacer a diario, todas encañonadas a satisfacer la marcha incesante de la productividad y “mejorarse” a uno mismo: hay que ejercitarse, leer, escribir la tesis, planificar la maestría, aprender a hacer pan en casa y no está de más si uno acaba hablando japonés. “Shakespeare escribió El rey Lear durante una cuarentena, ¿a ti qué te detiene?”, blablablá.
Encima de tremenda barbaridad, propongo coronar a los juegos de todo tipo: de video, de mesa, de manos (aunque sean de villanos), de actividad física, de palabras; los columpios, las sillas en las villas, los balones, los papeles y los disfraces. Celebrémoslos por ser inservibles e inútiles. Sin embargo, hagámoslo con cautela porque éstas, sus más perfectas cualidades, los hacen peligrosos. Uno puede sentarse a jugar con los amigos y, sumergido en la diversión, perder de vista las horas voladoras; de pronto ya ha pasado el día y no hay con qué demostrarlo, uno sigue igual de tonto que como despertó.
Dicha mi advertencia, en las siguientes líneas les voy a platicar de un juego no muy peligroso que todos hemos jugado. La inspiración se la agradezco a Jan Misali, quien tiene toda la razón: Ahorcado es un juego muy raro.
Primero, algunas definiciones. En su trabajo Les jeux et les hommes, Roger Callois retoma la batuta de Huizinga y nos provee de una magnifica investigación sobre la naturaleza de los juegos junto con una tipología para identificarlos. De acuerdo con ésta, existen cuatro variedades: ilinx, mimicry, alea y agôn. Ilinx (vértigo) se refiere a aquellos juegos donde el punto es alterar la percepción de la realidad de los jugadores; columpiarse y dar vueltas hasta el mareo entran en esta categoría. Los juegos de mimicry (mimetismo), involucran suspender la identidad propia y pretender ser algo o alguien distinto; es jugar a la hora del té o, si nos ponemos más serios, a los calabozos y dragones. Alea (azar) son todos los juegos basados en la suerte: lanzar los dados, voltear las cartas, mirar las vueltas y vueltas de la ruleta hasta que, en un instante, nuestro destino es revelado. Finalmente, agôn (contienda) son todos aquellos juegos de competencia donde dos rivales se enfrentan y demuestran sus destrezas físicas (¿unas retas?) o mentales (¿o echamos el ajedrez?). Según lo que se juege, uno deriva distintos placeres: ilinx altera las sensaciones físicas de nuestros cuerpos, mimicry nos permite ser y hacer (aunque sea en simulacro) cosas que de otra forma serían imposibles o demasiado costosas, alea nos pone al filo del azar sin el riesgo que esto generalmente conlleva y agôn nos permite hacer gala de nuestras capacidades.
Por si alguien ha vivido debajo de una roca toda la vida, Ahorcado es un juego competitivo asimétrico para dos personas que usualmente se juega en una hoja de papel o en un pizarrón. Las reglas son simples: el verdugo elige una palabra, muestra cuántas letras tiene y pinta una horca. A partir de este momento, el otro jugador (llamémoslo el salvador) puede proponer letras para saber si están o no en la palabra. Con cada acierto, el verdugo anota la letra en su lugar correspondiente; con cada error, le da cuerpo al pobre diablo que cuelga de la horca. El salvador gana si adivina la palabra antes de que el verdugo ahorque al mono de palo. El verdugo gana si es verdugo.
Al ser un juego de agôn, competitivo, tiene varias estrategias para ganarse; sin embargo, éstas varían dependiendo de si uno es salvador o verdugo. Para el primero, toda estrategia radica en ver la situación desde una perspectiva informativa; la victoria depende de extraerle la mayor cantidad de información al verdugo para poder adivinar qué palabra esconde en su cabeza. De entrada, lo único que se sabe es el número de caracteres, pero con cada adivinanza hay una oportunidad de conocer más de la palabra o de descartar opciones. Con esto en mente, el primer paso para ganar es cursar una licenciatura en estadística y determinar las letras con mayor probabilidad de aparecer. En lo personal, yo me salté lo de la carrera y empiezo directo adivinando las vocales, que siempre hay al menos una. Conforme la palabra se revela e intuyo que en “_ e _ _ o” difícilmente habrá espacio para una u, mi estrategia cambia: es momento de desechar la probabilidad y aventarnos a la intuición.
Como sospecharán, ésta es una mala estrategia. Misali propone una mejor:
Primero, hay que considerar todas las palabras posibles dada la información que se tiene (número de caracteres, letras adivinadas y letras desechadas).
Por cada letra que no se haya adivinado hay que asumir que no se incluye en la palabra y determinar, del total de palabras posibles, cuáles son factibles de ser las ganadoras sin contener dicha letra.
Cada letra acabada teniendo un número total de palabras que podrían ser las correctas si esa letra no se elige; hay que seleccionar la letra que minimiza este número.
Para probar la superioridad de este método, Misali simula tres posibles estrategias – adivinar aleatoriamente, adivinar priorizando por la probabilidad que cada letra tiene de estar en una palabra y adivinar utilizando su estrategia–. Con un vocabulario total de 47 mil palabras los resultados de la simulación son increíbles: adivinando aleatoriamente en promedio se requieren 16.23 equivocaciones antes de llegar a la palabra correcta. Priorizar las letras por su frecuencia lleva a una notable mejora pues los errores se reducen a 9.94. No obstante, con el método de Misali el promedio de errores es de 2.2. La diferencia no sólo es enorme, sino que en la práctica es casi imposible perder utilizando esta estrategia.
Hay tres conclusiones que sacar de esto. Primero, mis amistades y yo somos bastante malos jugando Ahorcado, porque adivinar con sólo dos errores es casi un milagro (probablemente tiene que ver con el hecho de que somos humanos y no computadoras). Segundo, la estrategia óptima para ganar requiere conocer la totalidad de palabras en el repertorio del verdugo. Si dejamos de lado la imposibilidad de esto, el salvador tiene más posibilidades de ganar mientras a) memoriza el mayor número de palabras posibles y b) incrementa su capacidad para calcular, dentro del conjunto de todas las palabras que conoce, la frecuencia de cada una de acuerdo con la posibilidad de ser la palabra ganadora si se incluye o no una letra. Tercero, este método para ganar suena difícil, sobre todo aburrido.
Por otra parte, el verdugo no tiene tantas estrategias para ganar, porque en esencia sólo tiene una acción posible: elegir la palabra. Astuto como soy, mi estrategia para ganar como verdugo siempre ha consistido en elegir palabras grandes que multipliquen las letras únicas en cada espacio. Mi objetivo es simple: maximizar el número de adivinanzas mínimas necesarias para el salvador, lo que también incrementa el potencial de que se equivoque. Nuevamente, Misali demuestra que ésta es una mala estrategia, porque maximiza la posibilidad del contrincante de extraer información, lo que a su vez hace más sencillo adivinar la palabra total y no letras aisladas. Las palabras más difíciles de adivinar son aquellas en las que se extrae la menor cantidad de información incluso si se adivinan algunos de sus componentes; palabras de dos, tres, cuatro letras: _ a _ a.
Aunado a esto, a diferencia del salvador, el verdugo también tiene la posibilidad de hacer trampa con muchísima facilidad. Puede cambiar la palabra a medio juego, incrementar el número de extremidades que pinta con cada error o elegir palabras de las que nadie ha oído. La única manera de evitar esto es instituyendo más y más reglas, lo que en algunos casos es fácil −el verdugo debe anotar la palabra en algún lugar antes de iniciar el juego para que no pueda cambiarla después, se debe especificar que a cada error corresponde a una sola extremidad, etc.− pero en otros no tanto: se debe definir qué es una letra (¿i es lo mismo que í?) y qué es una palabra. ¿Tiene que estar incluida en un diccionario? “Chíngate” no está incluida en el diccionario de la muy honorable Real Academia Española, ¿es una palabra válida? Sí, porque muchos en la comunidad la usan y la reconocen. ¿Qué tal Nánguā? No, Fiacro, eso está en chino. ¿Y qué tal Plin Plin Plon? Muchos sabrán a qué me refiero.
Hay una conclusión de todo esto: nadie juega Ahorcado pensando estas cosas. Es algo realmente evidente que nadie se pone a computar la frecuencia de veces en las que una palabra es la posible solución de acuerdo con el supuesto de que una letra no está contenida dentro de ella, ni nadie le pinta dos brazos al ahorcadito y lo considera válido porque en ningún lugar dice que eso no se puede. Pero esto nos lleva a una clara contradicción: Ahorcado es un juego competitivo en el que el objetivo es ganarle al contrincante; sin embargo, nadie parece esforzarse mucho en ganar. ¿Por qué no, como en Gato, todos jugamos con la estrategia óptima para ganar? Misali sugiere que el misterio se resuelve si aceptamos que Ahorcado no es un juego competitivo sino uno de “adversarios” donde el verdadero objetivo es que el salvador adivine la palabra. Por eso, ocurre con frecuencia que, una vez que el monito está pintado, el verdugo sigue dibujando otras cosas: unos troncos, unas llamas (de pronto al ahorcado además lo echamos a la hoguera), etc. Misali tiene razón en señalar que no es una competencia, pero esta explicación sólo convierte al Ahorcado en una suerte de Pictionary primitivo en el que los dos jugadores están cooperando en secreto.
¿Qué está sucediendo con este juego? Volver a las definiciones nos puede dar las pistas necesarias para resolver el misterio. ¿Dónde entra jugar al Ahorcado? La respuesta más evidente es que es un juego de agôn: hay un rival, hay un reto y se puede ganar si uno tiene los conocimientos y la estrategia necesaria. Sin embargo, considerando que comúnmente nadie se esfuerza en ganar por destreza propia, y que buena parte de la posibilidad de triunfo depende de “atinarle” a las letras del rival, hay un claro componente de alea. También está el hecho ineludible de que, aunque sea en papel, estamos jugando a colgar a alguien, un jugador está aparentando ser un verdugo y el otro tratando de ser un héroe.
Para este punto es claro que lo menos importante en Ahorcado es ganar: pretender que colgamos a un monito no es una simple decoración; simulamos un pequeño riesgo y una pequeña salvación, en la que nuestro rival contribuye más al teatro que a la dificultad del juego. De la misma manera, no se trata completamente de las habilidades del jugador porque, dadas las reglas actuales, eso haría el juego muy sencillo y rompería la ilusión del riesgo, como en el Gato. Para nosotros es imposible jugar al Ahorcado con la habilidad de una computadora, pero no lo necesitamos porque, a diferencia de ellas, no jugamos para ganar. Ahorcado significa cosas en una realidad auto contenida, hay peligro y muerte de por medio: el objetivo es usar nuestra destreza y, con algo de suerte del destino, salvar al muñequito de palos. Es una épica aventura en 5 minutos de papel y una excelente manera de perder algo de tiempo.
Como muchos, estos días he extrañado tiempos mejores. Para mí, la añoranza se ha materializado en los recuerdos de ir a Blockbuster, invariablemente soldados con las memorias de mi infancia: acompañar a mis padres, empujar la puerta transparente, oler el aire artificial y enfrentarme a los anaqueles repletos. Había algo especial en ir y comprometerse con una película entre tantas, y a la salida comprar dulces.
Cada quién tenía su recorrido, pero todos comenzábamos en “Novedades”. Los adultos eran los primeros en detenerse: “Cine de Arte”. La sección, a manera de demostrar su elegancia, tenía estantes de un color oscuro que contrastaba con el punzante blanco del resto. En cambio, yo me apresuraba a lugares más interesantes: “Acción”, “Suspenso” y finalmente “Terror”, donde me quedaba por morbo, sabiendo que era una sección prohibida y que no me atrevería a sugerir nada que proviniera de ahí. En ocasiones, sin embargo, me ganó la valentía. Así es como uno adquiere sus traumas, y así inició mi historia con Señales.
Mucho ha cambiado desde aquella vez que salí del Blockbuster cargando mi película y todas las pesadillas que me esperaban. Hoy, como a todos, me preocupan otras cosas: titularme, la pandemia, entregar notas informativas que nadie va a leer, pagar impuestos, ganar dinero. Crecer es sustituir los terrores infantiles por otros, más reales y menos emocionantes. Sin embargo, me alegra confesar que todavía hay algunas noches en las que, antes de dormir, miro por la ventana hacia el techo del vecino y busco, quizás ansío, siluetas en la oscuridad.
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A la fecha, he visto Señales unas 7 veces. La premisa es simple: Graham es un sacerdote recientemente retirado y debe enfrentar una inminente invasión alienígena. Enfrentar es una mala palabra, porque en realidad no hay nada que Graham pueda hacer, lo cual resulta ser algo positivo, pues lo mejor de la historia tiene poco que ver con los alienígenas y más con cómo una familia normal (es decir completamente disfuncional) lidia con el prospecto del fin del mundo. No se trata de una película muy novedosa en su género: para este punto ya hemos visto más de una invasión al mundo, que siempre es Estados Unidos, y más bien se siente como el resultado natural del género alienígena dentro de la cultura pop.
Posiblemente, la película más famosa en tratar con el problema extraterrestre sea Alien: el octavo pasajero (1979) que, por unos años, movió el lente lejos de las grandes invasiones y presentó una trama mucho más íntima: 7 personas encerradas en el “espacio exterior” con un ser alienígena, un otro por excelencia. Buena parte de su éxito se debió a que la película logra conservar la amenaza esencial que es ese otro, pero subvierte la fórmula en dos sentidos: primero, la amenaza es mucho menor y sus consecuencias son proporcionales; lo peor que puede pasar es que los 7 diablos enclaustrados con el monstruo acaben muertos. Segundo, el otro se separa de la tradicional representación antropomórfica del extraterrestre a tal grado que su nombre es xeno-morfo. Es un retorno al monstruo bestia, cuya única motivación es asesinarnos, lo cual es amenazador, pero no particularmente interesante. Nos importa lo que pasa no porque el mundo esté en riesgo, ni por las motivaciones del otro, sino porque Ripley está en peligro (y la verdad también por el diseño del alienígena que es genial).
Alien: el octavo pasajero (1979)
Sin embargo, los tiempos cambian, y después de Alien observamos dos vertientes en el género. Por una parte, hubo un desplazamiento hacia la acción como elemento central de la trama: más explosiones, más rayos láser, más alienígenas y más riesgo. El resultado son películas como Aliens: el regreso (1986), Depredador (1987),[1] y Día de la Independencia (1996) donde los extraterrestres finalmente amenazan la Tierra y Estados Unidos, haciendo uso de su fuerza y sobre todo de su valentía, los derrota y salva el día. Son historias donde el peligro es cada vez mayor, pero no se siente porque el terror ha desaparecido de ellas.
Por la otra parte, hay un retorno a lo oculto. En esta versión de la historia los alienígenas han dejado los rayos verdes y se mueven entre sombras. Los conocemos por triangulación y rápidos vistazos, y junto a ellos se perfila un nuevo enemigo: el Estado.[2] Aquí me refiero a Los Expedientes Secretos X (1993), donde los agentes del FBI Mulder y Scully luchan contra una gran conspiración gubernamental que colabora con extraterrestres. No sabemos quiénes son, ni qué es lo que quieren, pero sentimos el peligro.
Los expedientes secretos X (1993)
Ambas vertientes son reflejos de su tiempo: la Guerra Fría. Desde el colapso de la URSS, no hemos dejado de ser bombardeados con distintas iteraciones del excepcionalismo y la genialidad estadounidense. Pero, una vez derrotados los soviéticos, ya no se sentía muy esencial ese aparato tan grande del Estado, así que había que buscarle un enemigo o hacerlo el enemigo. En 2001, sin embargo, la historia dio otro vuelco y los atentados en Nueva York reavivaron un sentimiento olvidado de vulnerabilidad. De pronto, enemigos de tierras lejanas amenazaban incluso a los ciudadanos de la gran superpotencia; casi nadie entendía qué querían, por qué, de dónde, pero, en la mente, el peligro una vez más palpitaba.
Así llegamos a Señales.
El defecto más grande de la película es la incapacidad de tomarse en serio a sí misma. En lo que parece un intento de autosabotaje, un humor fuera de lugar corta constantemente la atmósfera opresiva. Por fortuna, conforme avanza la trama estos lapsos son menos frecuentes y es entonces cuando Señales brilla. Porque se trata de una historia desoladora, de un sacerdote que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, y cuya familia ahora debe lidiar con una amenaza incomprensible. El mundo entra en pánico y no hay nadie que pueda ayudarlos. Para unos granjeros en Pensilvania el gobierno es virtualmente inexistente, y las pocas veces que la Sheriff del pueblo se manifiesta, la situación la rebasa por mucho. Así que, cuando la invasión es inminente y, desesperada, la familia decide atrincherarse en casa cubriendo las ventanas con clavos y tablas, sabemos que están completamente solos. Hacia el final, cuando ya no queda más qué hacer, deciden preparar sus platillos favoritos y tener una última cena; lo que usualmente sería indicador de una celebración, rápidamente deviene en gritos, pleitos, llantos y un último momento de reconciliación y catarsis para una familia que enfrenta el fin del mundo.
Señales (2002)
La escena es realmente conmovedora, sobre todo porque no tenemos idea de qué les deparan las siguientes horas, pero sospechamos será terrible. Hasta ahora sólo hemos visto a los alienígenas de lejos, escondidos en los campos y observando desde los techos de las casas, completamente inmóviles. No sabemos qué quieren ni qué harán, pero hay en sus quietas figuras algo que nos augura malicia. Es el redescubrimiento de intenciones y significados desconocidos lo que nos permite vaciar en ellos nuestros terrores personales. Desafortunadamente (aunque para sorpresa de nadie), al final la película recobra aliento y reafirma su fe en el excepcionalismo divino. Resulta que ni siquiera necesitábamos del gobierno porque Dios nos protege, y con unos vasos de agua los amenazantes alienígenas acaban quedando como imbéciles, su aura de amenaza desinflada a batazos de beisbol.
A pesar de sus muchas deficiencias, Señales es una película que disfruto mucho, posiblemente demasiado. Creo que, a pesar de sus bufonadas, marca el espíritu con el que hemos empezado el nuevo milenio. Por muchos frentes la realidad con la que crecimos se tambalea cada vez más, y la sensación de vértigo que esto provoca no desaparecerá pronto. Además, genuinamente es una buena película de alienígenas. Desde entonces, en términos cinematográficos, la evolución del género extraterrestre ha continuado con películas la mayoría bastante malas. Hay algunas notables excepciones: la exploración del tema desde un ángulo lingüístico en La llegada (2016) es sin duda la más original; e interpretaciones como la de Aniquilación (2019) le hacen justicia a la incomodidad de encontrar a un otro absolutamente indescifrable. [3]
Son, por supuesto, historias distintas y sólo se les puede comparar hasta cierto punto; sin embargo, todas descienden de una fascinación por lo desconocido y se entrelazan en la intersección de un terror que ni es el letargo de los miedos mundanos a los cuales nos hemos acostumbrado, ni tampoco es el miedo casi primitivo que reacciona frente a un depredador. Al final podemos tratar de conjeturar al respecto, pero ninguna respuesta podrá sacudir la extrañeza de encontrar sentimientos e inquietudes tan guturales en aquellas siluetas difusas, en seres que jamás hemos visto, pero que en la oscuridad no cuesta trabajo reconocer.
Señales (2002)
[1] La consumación más clara de este enamoramiento por la acción es Alien vs Depredador (2006), donde ya los humanos dan prácticamente igual y lo importante es ver a los monstruos darse de golpes entre ellos.
[2] Una iteración interesante de esta versión es E.T. donde el alienígena es en realidad parte de los vulnerables, y el Estado grande y secreto es al final del día el verdadero antagonista.
[3] No es casualidad que ambas películas estén basadas en historias de ciencia ficción contemporánea, La historia de tu vida de Ted Chiang para el caso de Arrival, y la novela homónima de Jeff Vandermeer para Aniquilación.
El arroz de boda es el arroz cotidiano, preparado con manteca de cerdo, tomate y cebolla, pero a éste se le agregan pasas o trozos de papa; así se transforma el platillo en uno especial, digno de un acontecimiento como el amor eterno. El arroz de boda acompaña al asado de boda o al mole de boda.
La capiroteada no debe confundirse con capirotada, el platillo típico de Cuaresma que lleva pan de bolillo remojado en jarabe dulce, coco rallado y cacahuate, y que los niños odian con toda el alma. Cuando decimos capiroteada nos referimos a otra combinación singular, pero de colores: la persona que va por la calle con playera rosa y pantalón verde va capiroteada.
El chcht ni cómo explicarlo, es la interrupción molesta para silenciar, el regaño que sin hablar te enciende. En el cine escucho que dicen shhh, muy elegantes, pero el chcht es diez veces más molesto: ch-cht viene con pausa, fuerte, dice cállate o bájale a tu cháchara, Antonio, acá en la cocina estamos hablando de cosas más importantes. Chcht es el atributo favorito de las voces con autoridad.
Para dar el cambiazo uno tiene que revelarse homosexual después de entrarle a la vida de casado, o haberse fingido heterosexual. Por estos rumbos, por ejemplo, Miguel dio el cambiazo cuando lo sorprendieron besándose con el monaguillo, ahí en la esquina de la iglesia, fue un escándalo muy divertido.
Deoquis es fácil de ilustrar: deoquis escribí tres protocolos de tesis, porque ninguno fue el bueno. Trabajé inútilmente, en vano me desvelé y leí, ese bonche de cuartillas podría no estar en mi computadora y no lo echaría de menos.
Pasemos a unas palabras más sentimentales. La abuela llamaba gorupientos a los pájaros más comunes, los gorriones grises que pican la tierra. A los gorupientos y las palomas les arrojaba migajas de pan; el alpiste era para los canarios, los jilgueros y otras aves que ameritaban jaulas. Ella decía alpistle con ele.
Gorupiento, dice el léxico del noreste, es lo que se ve enfermo y descuidado, puede ser gente o animal, y viene de gorupo. Y gorupo se llama el insecto que vive en el plumaje de las aves y se alimenta de su sangre. Entonces el maldito pájaro no es gorupo ni gorupiento. Ni fu ni fa.
Pausa: La abuela nunca quiso tener un periquito, una vez papá le compró uno en el tianguis y ella le pidió que lo regalara porque en su casa ella tenía el monopolio del habla.
Pausa dos: La abuela quiso a papá de inmediato porque era blanco, y concluyó que tendría hijos blancos con mamá.
El guato se manifiesta cuando la gente se arremolina en la calle y arma borlote alegre, un desmadre pero de los buenos. Se extraña el guato, los lazos estrechos de la vida comunitaria que se desdibuja en la Antigüedad. Ahorita es más difícil que haya guato, si acaso cuando hay fiestas, pero ya nunca entre extraños.
A ver, el que viene sí me encanta: hechizo. Hechizo de algún pasado de hacer, se refiere al objeto o producto casero, a veces hecho por encargo. El pan de plátano que todos andan haciendo es pan hechizo. Así hay falda hechizo, rebozo hechizo, bordado hechizo, libreta hechizo. El artefacto no comprado es hechizo.
Otro, ya casi para terminar, la bendita hulera, esa arma preciada que construía su dueño, el niño norteño. Agarras una rama fuerte, de buena densidad y con forma de horqueta; le amarras dos hules y al final, el parche aguantador. De ahí salen volando las piedras, los guijarros también salen despedidos con fuerza impresionante, y el niño la pasea por todos lados, sintiéndose aventurero. La hulera era símbolo de canícula y vacación, verano vivo.
Ahora una palabra de tensión y averiguación. Las mujeres trasculcan o esculcan los pantalones del esposo, las cajoneras, todo lo que sirve de escondite, porque en una de esas dan con cartas largas y románticas, así descubren que el patán tiene otra mujer y, en el peor de los casos, otra familia. ¡En fin! Trasculcar es la búsqueda apremiante, con urgencia.
Por último y porque viene bien sacarlo a colación, está esa palabra lamentable, zopilote, la que todavía en algunos lados se usa para referirse al hombre de piel oscura, el que se ve con sospecha sólo porque existe y camina por la cercanía.
El pobre hombre nomás ve pasar nubes, nubes lentas, nubes embarazadas. La hinchazón truena y cae el diluvio.
A pesar de la abrumadora evidencia en contra acumulada a lo largo de las décadas, todavía prevalece un enorme malentendido acerca de las formas, los mecanismos y en general la dinámica de las expresiones culturales contemporáneas. Este malentendido consiste en pensar que es posible verificar la existencia de una separación clara (y, con esa separación, una jerarquía absoluta) entre los campos de la “alta cultura” y la “cultura popular”. Pero si algo puso de cabeza la experiencia del siglo pasado en el campo de la cultura (en un siglo, como el XX, lleno de desconcertantes inversiones y subversiones) fue precisamente la certeza de esa separación y de esa jerarquía.
Para entender los alcances de esta auténtica revolución en la cultura es indispensable mencionar uno de los principales fenómenos culturales del siglo pasado: las vanguardias estéticas, es decir, ese conjunto de exploraciones temáticas y formales en el campo del arte y de la literatura unificado por una misma tentativa de transgredir todas las herencias de la tradición.
Como ha señalado Ricardo Piglia, la vanguardia –ya sea que la entendamos como un fenómeno histórico (un movimiento circunscrito a un período concreto) o como uno transhistórico (más que un movimiento, una actitud general que se puede manifestar en distintos momentos)– ha estado siempre marcada por una intensa inquietud respecto a la manera en que el arte y la literatura tendrían que reaccionar las formas de producción y consumo del capitalismo industrial, es decir, a la cultura de masas.
Y es que la actitud de la vanguardia frente a los productos de la cultura de masas –el radio, el cine, el periodismo, las tiras cómicas, la fotografía– ha estado lejos de reducirse a un simple desaire. Se puede incluso afirmar que, en contraste con la inquietud más explícita de “hacer estallar” la tradición, la preocupación más cifrada, oculta, a veces imperceptible, aunque omnipresente, de la vanguardia ha sido esta toma de postura frente a la cultura masificada.
La historia de las vanguardias se puede interpretar, en este sentido, como la historia de las diferentes estrategias con las que, desde finales del siglo XIX o principios del siglo XX, los artistas y escritores vanguardistas han escogido responder a la cultura de masas: desde la negación deliberada hasta el abrazo entusiasta, y desde la condena crítica hasta las tentativas de réplica o imitación.
En consecuencia, la vanguardia ha actuado no solo como explosivo de la tradición estética, sino también de hecho como un agente de mediación entre las prácticas y formatos de la alta cultura y los de la cultura de masas. La naturaleza de esta mediación ha sido propiamente revolucionaria, adquiriendo por momentos las características de un agent provocateur, incitando a una desobediencia respecto a las coordenadas que marcan el “arriba” y el “abajo” de la cultura.
Muy pronto (y como una suerte de cumplimiento de toda la tentativa), en especial a partir de mediados del siglo XX, este papel de mediación entre los espacios de lo culto y lo popular comenzó a trasladarse de las obras de vanguardia a los productos de la cultura de masas en sí mismos, los cuales comenzaron a integrar en sus temas y formatos algunos de los aspectos del arte vanguardista.
Una manifestación ejemplar de este proceso ha sido la evolución creativa de los géneros del rock y pop (términos que por décadas se usaron como casi sinónimos). Más o menos rápidamente, estos géneros musicales sufrieron una profunda transformación: después de haber nacido bajo la guisa de un nuevo estilo de baile de salón (y de parecer condenados a repetir la lógica de las modas pasajeras en este ámbito, como había sucedido antes con el foxtrot o el charlestón), el pop y el rock se convirtieron en espacios musicales capaces de producir creaciones de enorme ambición artística y complejidad técnica. A unos pocos años de su origen, el rock-pop pudo verificarse como un género musical mayor y de larga duración, sobre todo porque comenzó a alojar a algunos de los experimentos musicales y sonoros más sorprendentes de su época. Desde la consolidación del estudio de grabación como un medio estético en sí mismo (con, entre otros, George Martin y los Beatles) hasta las exploraciones minimalistas de The Velvet Underground, estos experimentos fundaron y consolidaron una actitud estética que, al confundir los atributos de las obras de vanguardia y los productos de masas, en la práctica abolía una buena parte de sus diferencias.
Casi desde el momento de sus orígenes, se gestó entonces una historia subterránea del pop: la memoria de sus vínculos con la vanguardia. A continuación propongo un recorrido (indudablemente idiosincrático) por algunos de los principales momentos de esta historia.
1. “Gnossienne No. 3” (1893) Erik Satie
Ahí están las sonatas de Beethoven y el romanticismo, la tradición musical clásica, por supuesto, pero al mismo tiempo se anuncia algo nuevo: unas sonoridades enigmáticas, que parecen contener prefiguraciones, como ecos en reversa de momentos del futuro. De alguna manera están ahí las noticias de John Cage, pero también ¿de los Beatles, Radiohead, Pink Floyd? Es una música que media entre la tradición clásica y las sonoridades del rock, el pop, la música electrónica. Ahí también está prefigurado, como en un prototipo, la música ambient: las “Gnossiennes” son piezas que crean, propiamente, una sensación atmosférica, una música electrónica unplugged. Quizás por eso Satie es uno de los compositores “clásicos” más populares entre el público: porque, a pesar de su experimentalismo, su música resulta atrayente para un oído educado en el pop y el rock. Representativas de un vuelco fundacional, las “Gnossiennes” quizás deberían ser algo así como los indicadores en un calendario de la modernidad sonora, una nueva escala del tiempo musical: a. S. y d. S., antes de Satie y después de Satie.
2. “All Tomorrow’s Parties”, The Velvet Underground & Nico (1967) The Velvet Underground
Visionaria y entrañable, melodiosa y enigmática, contiene una resonancia modernista desde el propio título: la utopía del futuro como fuente de sentido y reserva inagotable. Su encanto tiene algo arcano, precisamente por sus componentes de vanguardia, como ese piano preparado a la usanza de John Cage que repite un motivo inspirado en los “clústeres tonales” de Terry Riley, o esa afinación alternativa de la guitarra que asigna una misma nota a todas las cuerdas del instrumento. (Pero esa resonancia modernista ¿no contiene al mismo tiempo un acento más sombrío? Porque si existe un futuro absoluto, ¿no tendría que ser este el del final?)
3. “Todas las hojas son del viento”, Artaud (1973) Pescado Rabioso (Luis Alberto Spinetta)
Hermosa como el encuentro de una canción de cuna con el surrealismo. Su autor, el músico argentino Luis Alberto Spinetta, fue uno de los principales mediadores entre el rock y la vanguardia en el siglo XX, pues su obra, como la de David Bowie o Brian Eno, funciona simultáneamente en dos planos, el experimental y el popular. Inspirado en Antonin Artaud, Spinetta compuso un álbum y escribió un manifiesto: “Rock: música dura, la suicidada por la sociedad”, en el que denuesta por igual la mercantilización de la música y la represión política y mental y en el que afirma: “El Rock no es solamente una forma determinada de ritmo o melodía. Es el impulso natural de dilucidar a través de una liberación total los conocimientos profundos a los cuales, dada la represión, el hombre cualquiera no tiene acceso.” La intuición que esboza Spinetta es: que “el rock” es una figura de la modernidad musical. “El rock, música dura, cambia y se modifica, es un instinto de transformación.”
4. “There Is a Light That Never Goes Out”, The Queen Is Dead (1986) The Smiths
En términos de la experiencia subjetiva, de las vivencias concretas del yo, la modernidad se puede caracterizar como una tolvanera de nuevas sensaciones. Y, justamente, la tradición moderna de la lírica inglesa, desde Shakespeare, se ha destacado por su habilidad para poner en palabras estas impresiones inauditas, que a veces son tan intensas como difusas. Esta es la tradición que, desde su momento y lugar particular, los Smiths continúan. Sus canciones siempre han explorado un cierto sector de las dislocaciones traídas por el individualismo contemporáneo y, al hacerlo, han abierto el espacio a la llegada de subjetividades auténticamente nuevas. Los versos de Morrissey parecen configurar emociones desconocidas: sentimientos que todos hemos experimentado a pesar de que todavía no tenían nombre. ¿Quién o qué representa, por ejemplo, ese tú enigmático al que está dirigido el monólogo? Nunca lo sabremos, pero la canción sumerge al escucha en una inquietud ominosa y dulce, en el resplandor de una luz oscura que une confusamente a la vida con la muerte.
5. “La célula que explota”, El diablito (1990) Caifanes
¿Es posible una ranchera metafísica? Pero, pensándolo bien, ¿no son todas las rancheras, en cierto sentido, “metafísicas”, pues su tema son las tragedias de la libertad y el destino, el amor y la separación? “La célula que explota” no hace más que llevar esa dimensión del género a otro lenguaje y nivel de expresión, más abiertamente existencial. ¿Sería aventurado afirmar que esa audaz fusión de estilos (rock y ranchera, mariachi y pop) se vive, por lo menos en el ámbito de la estética, como una breve reconciliación de la modernidad mexicana con su propia historia? Aquí los géneros estallan. Esa trompeta y esa marimba del final son la mortalidad, el destino, el drama de los ciclos: la tragedia de ser materia orgánica y consciente.
6. “Until the End of the World”, Achtung Baby (1991) U2
El monólogo de Judas a Cristo el día de su reencuentro en el fin del mundo: una fantasía cristológica bajo la modalidad del pop. ¿Quizás, también, una arrebatada canción de amor, del amor como escatología? En todo caso, un recordatorio de que desde los años del último fin de siècle el fin del mundo no es una lejana categoría histórica, y mucho menos una figura mitológica, sino una región inmediata de la experiencia y una especie de acontecimiento interior.
7. «El fin de la infancia”, Re (1994) Café Tacvba
La infancia de la que se habla no es tanto la infancia personal, sino la de cultura nacional, la infancia de “México”. Es un tema que nos ha acompañado desde siglos: ¿Tiene o no tiene la nación una voz propia en la cultura universal? ¿Necesita o no de un apoyo en la cultura extranjera para poder decir algo propio, nuevo y original? De José Vasconcelos a Octavio Paz y más allá, la inquietud es la misma y esta pieza la tematiza: ¿“Seremos capaces de bailar por nuestra cuenta”? Mezcla de banda sinaloense, rock y ska, la canción se responde a sí misma y se ofrece como un poderoso manifiesto decolonial que se puede bailar.
Para los años 80, una característica de las letras del rock y el pop se había vuelto evidente: su abundancia en “ripios” líricos, frases o imágenes aparentemente de relleno que no están ahí para “decir” propiamente nada sino más bien para cumplir una función rítmica y evocativa. En este sentido, “Peligroso pop” es una práctica, un performance si se quiere, de la forma en que funciona una dimensión de la música pop en general: ofrece una larga lista de imágenes dislocadas y ripios conceptuales en los que, si uno desea, puede proyectar un relato, pero que de hecho están ahí solo de manera abstracta, con el mero propósito de crear una textura.
Así, el tema de la canción es el propio género del pop y la manera en que, como en ciertos poemas dadaístas, las imágenes desencajadas pueden generar sentido de una manera no determinada y oblicua. Una canción que no dice nada y que por eso mismo dice todo (sobre un género): una canción que se dice a sí misma y que con eso basta.
9. “Too Long/Steam Machine”, Alive (2007) Daft Punk
Hay una tradición reflexiva de la vanguardia que ha girado en torno de la exploración de lo que se podría llamar una estética de la máquina. Esta tradición ha tratado, primero, de responder a la pregunta: ¿cómo han afectado las máquinas nuestra manera de sentir y de percibir el mundo? Y, más allá, ha planteado una inquietante especulación: ¿cómo podría sentir una máquina, qué formas podrían adoptar sus, por llamarlas de alguna manera, sensaciones, su subjetividad? Desde el principio, la obra musical y performativa de Daft Punk ha elaborado estos temas, siendo además un brillante representante de unos de los principales géneros de la creatividad de vanguardia: el arte del collage y del sampleo. Aquí, los propios músicos fusionan dos de sus piezas, “Steam Machine” y “Too Long”: a la máquina de vapor –el primer gran símbolo de un mundo reconfigurado utópicamente por la tecnología– con una exaltación de la emocionalidad: “Can you feel it?”.
10. “La Sveglia” (2015) Alessandro Cortini
Como la obra del propio Spinetta, las piezas de Alessandro Cortini también funcionan como mediadoras entre las indagaciones de la vanguardia y la música popular. A medio camino entre el ambient, el techno y el rock, la obra de Cortini crea puentes entre los géneros y al moverse de uno a otro lleva consigo elementos del anterior. Con “La Sveglia” –una pieza que se puede interpretar como un paisaje sonoro, incluso como una especie de autorretrato enteramente abstracto–, Cortini llega, por una ruta diferente, a un lugar parecido al de Daft Punk: la creación, mediante la música electrónica, de un ámbito de exploración de la subjetividad desde, con y en la tecnología. Y es que, así como Walter Benjamin argumentó acerca de la existencia de un “inconsciente óptico” expresado mediante la fotografía, ahora se podría especular, para referirse a una buena parte de la música electrónica contemporánea, acerca de la existencia de un inconsciente sonoro, una verdad acerca de nosotros mismos, que solo la música –y en específico la música electrónica– nos puede revelar.
Humberto Beck (Monterrey, 1980) es profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México. @humbertobeck