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Poesía

Dos poemas por Marcela Santos

Moisés

La servilleta hecha añicos en tu mano
y los aros que percuten
la mesa de este restaurante
son una premonición.

Sé que va a pasarte algo entre sus pliegues.

Se desprende una escalera vibrante
que corta la blancura de vitrinas
en la cima.

Los escalones eléctricos mecen tu canasto río abajo
estás abandonado, partiendo en dos murallas
la piscina de pelotas. 

Así iniciamos todos. 

Welcome To McAllen

En tanto que de flor y de azucena me despido 
del único tajo de mundo que me pertenece.

Haciendo tajos de mundo, formando
un cuenco con las manos
para capturar el resto de los coches
desde el cristal trasero.

Mi madre se persigna,
refresca el aire con sus letanías 
y dice como un secreto
que llena el espacio:

Tu tía alguna vez vio ángeles
cuidando esta carretera.

Cuánto alivio es llegar al cruce
para algunos

Tocaban sus trompetas,
tan serenos.

La cruz de Texas 
es refugio opaco tintinteante.
Distensión de extremidades,
los papeles correctos.

Abundan las bendiciones:
por dar un ejemplo, el diablo 
no puede alcanzarnos hasta acá
sin visa.

Poesía

Un chico puede usar un vestido, por John Bosworth

Un chico puede usar un vestido

Un chico puede usar un vestido
        en arroyo o en
precipicio, por Dios o por
      la cala oscura del diablo.
Un chico puede usar un vestido
    comprado con una latita
repleta de cerezas en el día
    que su papi cae muerto.
Un chico puede llorar en su vestido
    —en navío o en avión puede
dormir con su vestido,
    bailar con su vestido,
coquetear con su vestido      
 a la flama del bar del hotel.
Váyanse todos directo
      al paraíso, es despampanante
en su vestido de algodón azul,
    ¡simplemente hermoso! Nada puede
evitar que vuele
      nuestras cabezas, que derrita
mi corazón de esa manera.
      Nada puede detenerlo.
Rumbo al velorio de su papi,
      habrá quien critique
su vestido, quien frunza
      el ceño al verlo,
así que él gira y  gira
        hasta que el vestido es su propia
        pregunta sin responder, des-
velando las razones por las que
      se despierta en las mañanas como
rayos x de colores por debajo
    de tus colores, tu
alma cigoto, tu giro desnudo—



John Bosworth estudia en la University of Texas, en Austin. Fue ganador del premio Aliki Perroti and Seth Frank Most Promising Young Poet Award en 2018. Actualmente trabaja como becario de poesía en Bat City Review.

Traducción de Marcela Santos.



Poesía, reseña, reseñas

Barranca, de Diana del Ángel

En Barranca de Diana del Ángel una historia corre palpitante por debajo de la hierba. Se trata de un relato doloroso que encuentra en el lenguaje poético un lugar para fluir. Los detalles del episodio violento que sepultó en la voz lírica «la simiente del miedo», la agresión sexual que la separó de sí misma, se revelan a lo largo del libro con una intensidad creciente. Son una raíz podrida en medio de la vívida naturaleza que habita en los poemas. Los versos de Barranca son susurros que escuchamos al descansar el oído sobre una concha de mar. Hay nombres que fueron arrancados y anhelos que se vaciaron, pero una voz persiste:

Me habría gustado contarte
que descubrí no mi nombre,
sino mi voz,
y que sin el dolor de la barranca
me faltarían fuerzas y palabras para decir.

 En las primeras páginas, Del Ángel construye un lugar seguro con sus palabras, un sitio fresco y tibio que, a su vez, se tambalea en la esquina de un precipicio. El resultado es un retrato preciso de las contradicciones que viven en quienes han sufrido agresiones durante la infancia: recuerdos terribles al lado de episodios luminosos que la poeta capta con avidez. Las tardes son largas y soleadas, pero no están exentas de tristeza. Barranca siembra estos momentos con nombres de flores, como en “Lágrimas de niños (Soleirolia soleirolii)”: «Brotan por nada / sus raíces profundas / son cristalinas».

 Podemos notar de inmediato que sus poemas encuentran un preciado equilibrio: se resisten a llegar al punto en el que un exceso de palabras empobrece los sentimientos. Esto no significa que se escondan detrás de un lenguaje hermético; por el contrario, sus palabras cortan como el filo de un cristal: «hay segundos de lentísima tristeza, / como hormigueros de lágrimas, / que nos embotan y limitan cada paso». La melancolía de quien se sabe lejos de su hogar y lejos de sí misma es una semilla bien enraizada, pero mutable. En ocasiones flota leve, es una espora; en otras, taja y se anquilosa en la garganta. La niña a quien le arrebataron el nombre no abandona a la adulta, su rabia aún escuece.

Los poemas alcanzan una potencia abrasadora cuando la familia entra a cuadro. Los secretos oscuros de una abuela, la inestabilidad cariñosa de una madre y la imagen borrosa de quienes ya han dejado el mundo prenden fuego al campo. La familia es una amputación abyecta del espíritu, escribió Ricardo Piglia. En Barranca, la familia es el balbuceo primigenio: se trata de una fuente de protección que se deforma, con los años, en una coraza que nos oculta de la claridad del mundo. «Tu cuerpo es una barranca por la que te despeñas». 

La materialidad del cuerpo es algo que compartimos con la naturaleza: la baba, los minerales, la descomposición. Pero en ella incluso lo microscópico es ingente. Nosotras vagamos por la superficie sin conocernos del todo. Quizá de aquí surge el anhelo de regresar a un período umbilical, casi etéreo. Ser un cuerpo unido completamente al líquido, fundido con los elementos, en vez de habitar un andamio de huesos que se deshilvana. La poesía, en su afán de nunca resolverse en una interpretación, de resbalar lejos del sentido, es el ambiente perfecto para huir de la violenta materialidad del mundo, pero sólo en apariencia. Hablar es abrirse: de la boca surge la primera herida, aquella que portamos sin darnos cuenta. Quizá Barranca sea una manera, si no de curarla, por lo menos de tocarla con las yemas de los dedos. De reconocerla.

Adelanto: Barranca, de Diana del Ángel | Tierra Adentro

Diana del Ángel. Barranca (2018). Fondo Editorial Tierra Adentro.

reseñas

«Moho» de Paulette Jonguitud

En el conocido relato de la mitología griega, Dafne corre lejos de Apolo, flechado por Eros, en una huida que parece eterna. Desesperada por semejante hostigamiento, Dafne invoca la ayuda de Zeus, quien decide convertirla en un laurel. Mejor inanimada que soltera, parece ser el mensaje de esa historia.

Algo similar le ocurre a Constanza, personaje principal de Moho. Ella es una mujer digna, acomodada y “ya mayor”, receptora de todos los eufemismos que suelen utilizarse para las mujeres que alcanzan cierta edad. Una mañana, pocas horas antes de la boda de su hija mayor, Constanza descubre una mancha verduzca en su piel: se trata de un lunar rasposo y creciente, un moho que trepa por sus piernas, adueñándose de su cuerpo.

El moho avanza y petrifica a Constanza. Su cuerpo no es lo único que sufre una metamorfosis: su mente también es acechada por recuerdos dolorosos que involucran a su sobrina, la otra Constanza, con quien mantuvo siempre una relación difícil. Libre de adjetivos estorbosos, la prosa de Jonguitud avanza audaz, dirigiendo al lector hacia escenarios que, aunque perturbadores, se tiñen también de un humor oscuro. La autora utiliza la metáfora del moho para ejemplificar la lucha de Constanza contra su propia vejez, pero también contra una idea de la femineidad que, tras recubrirla por décadas en un abrazo tóxico, la deja totalmente desolada. 

Jonguitud da forma a su exquisita sátira social memoria valiéndose de analepsis breves y perversas. Constanza la vieja, Constanza la joven, un esposo inútil y dos hijos que parecieran de papel conforman un retrato preciso de una familia disfuncional de clase media. En medio del hartazgo va dibujándose una imagen tan penetrante en la conciencia mexicana como el moho: las mujeres y sus cuerpos, breves santuarios de pulcritud, tienen una fecha de caducidad. Por más que, como Dafne, se lancen a la huida, las limitaciones de una sociedad mojigata no dejan de perseguirlas, de rodearlas con una dura corteza infecciosa.

La temática social de Moho, velada por una cautivadora intriga, diálogos sólidos y descripciones casi oníricas, ha sido comparada con la obra de Inés Arredondo y Mario Bellatin; sin embargo, la agilidad y frescura de su prosa le han garantizado un lugar propio dentro de la literatura mexicana.

En esta novela, Paulette Jonguitud logra con facilidad lo que pocos narradores consiguen: construye, en menos de noventa cuartillas, una historia infecciosa que sigue asediando días, semanas, meses después de su lectura. 

Jonguitud, Paulette, Moho, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010.

Ensayo

El infierno de pasar por México

Afuera, en la periferia de las ciudades, han transitado desde tiempos remotos  los vagabundos, los exiliados, en fin: los extranjeros. Un mundo de exclusión e inclusión construido con la naturalidad con que unas manos forman un montículo de tierra para separar un territorio del otro. Según sostiene Thomas Nail en su libro The Figure Of The Migrant, la percepción que tenemos de la historia occidental gira en torno a un concepto espacio-temporal bien definido; se trata de la existencia de un “adentro” y un “afuera”. Desde que se fundaron las primeras ciudades ha habido un bárbaro cuyos balbuceos no cabían en la Polis y altos muros para mantenerlo lejos. En este artificio bordeado por fronteras tangibles e intangibles hay figuras nítidas que caminan por las aceras, turistas que dan la vuelta al mundo con sus papeles en regla y su eterna contraparte: las figuras cuyo tránsito es castigado. Los migrantes.

Migrar es un derecho humano, reza el antimonumento erigido este 22 de agosto en la Ciudad de México frente a la embajada de los Estados Unidos. Su propósito es no olvidar una tragedia que, diez años después, sigue impune: la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. ¿Por qué moverse de un espacio a otro en este país es igual a transitar hacia la muerte? En México, una nación “de paso” por excelencia, la literatura de los últimos 10 años se ha hecho la misma pregunta. En Los niños perdidos (2016), el brutal testimonio de Valeria Luiselli producto de su trabajo como intérprete en la corte migratoria de E.E.U.U., la autora equipara las políticas de migración de México con “un videojuego de realidad aumentada […] donde gana el gañán que caza más migrantes”.  Un cruento juego entre «buenos» y «malos».

La frontera con Tijuana-San Diego del lado de México. Imagen: FB/CUELL Tijuana.

Volvamos un momento a los baluartes primigenios de la civilización occidental. En el Antiguo Testamento, Abel estableció su ganado y cosechas con el favor de Dios. Caín, el asesino, vagó su rumbo, legando su condena a todos sus parientes. La muerte de un migrante parece conservar aun hoy en día ese tufo de moralidad. Si los bad hombres mueren, es por decisión propia. Si llegan al infierno, es porque no tendrían que haber andado tanto. En respuesta, la literatura mexicana ha tomado en más de una ocasión los relatos en torno al cielo y al infierno como modelo para sus narrativas sobre la migración.

Tal es el caso de Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge, que combina testimonios de migrantes centroamericanos en su paso por México con fragmentos de La divina comedia, creando una perturbadora amalgama temporal que pesa sobre el lector. Lo que ocurre ahora ha ocurrido ya mil veces y seguirá ocurriendo, tiempo cíclico del mito que también aparece, pero en clave prehispánica, en Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera.

Como los videntes en el infierno de Dante, condenados a mirar siempre hacia atrás, el migrante desciende hasta el infierno portando la maldición de Caín.  En la alternancia de sus personajes entre el horizonte infinito del desierto y los apretados confines de camiones de carga, bodegas y mataderos, se externaliza uno de los más grandes miedos de la sociedad occidental: un mundo abierto, sin límites, en donde la frontera entre el sol y la sombra se difumina.  Para quien migra, la vida no toma lugar en el cielo como en la tierra; más bien, es en la tierra, en los parajes insólitos del desierto, como es en el infierno. 

Ambas novelas incorporan e invierten los tropos de la road novel, inmortalizada a mediados del siglo pasado en la literatura norteamericana (pensemos, por dar un ejemplo, en Jack Kerouac). En esta literatura de viaje de la modernidad había una meta, un sueño, una transformación espiritual hacia, si no lo perfecto, por lo menos lo positivo. En la literatura mexicana de migración, esta transformación se asemeja más a un apocalipsis de muertos vivientes. Cada uno de los desterrados, de los que se describen a sí  mismos como “sin cuerpo y sin alma”, tiene su destino grabado en fuego.

El fuego: su destructora, atronadora y a la vez purificadora esencia, elemento fiero que catalizó el inicio de nuestra civilización; eje de sacrificios y la forma preferida de eliminar todo rastro de un cuerpo. Los cuerpos y su destrucción son esenciales en Las tierras arrasadas, pero esta representación del fuego no es aislada. Fila India (2013) de Antonio Ortuño también recurre a él: quema con él los cuerpos.

Mural en Tijuana, México. Imagen: Marcela Santos

En la configuración de esta novela se encuentra la esencia del sacrificio y de su mercantilización. Las escenas de violencia extrema que se representan, con un lenguaje que raya en el hiperrealismo, no tienen un propósito dramatizante. Son incómodas, oscuras, satíricas. En ellas, el lector se hunde en el más profundo horror sólo para ser “rescatado”, una y otra vez, por las banalidades todavía más obscenas de la vida política. Los personajes ven a un hombre quemarse y se lamentan de haber perdido dinero. Los asesinos incendian un refugio repleto de migrantes y se alejan escuchando la radio. Los protagonistas, los cazadores que han entregado tantas vidas a la muerte, están enamorados, viven en sus mentes su propia tragedia. La fila india que hacen los migrantes hacia su muerte son las filas de los interminables trámites burocráticos. Sus vidas son números en papeletas archivadas.

Se levanta una nube de fascismo, de exclusión y la literatura responde: no con oposición directa, no con contraargumentos o dramatizaciones. Ante la exclusión extrema, los personajes más marginados al centro. Ante la extrema violencia, la violencia extrema, o en sordina, el lado más incómodo de esa violencia pero, sobre todo, su banalidad. El propósito no es darle voz a quienes ya la tienen: la literatura no tiene esa superioridad. Tampoco tiene la capacidad de mover o cambiar las cosas; es acaso un paréntesis de reflexión. Si de algo nos sirven estas narrativas de la migración, es para recordarnos que la migración no está reservada a un grupo de personas que huyen; es una situación que nos cruza directamente. Que esta literatura nos siga sirviendo de dique, un medio saludable para transitar por capas y capas de versiones oficiales. 

Narrativa

Humo

La tarde era particularmente clara. A lo alto, los bordes de un cielo sin nubes se curveaban sobre la ciudad como una cúpula. El aire espeso y caliente parecía enfrascar el ruido de los autos y camiones. Mónica bajó la mirada sin prestar atención. El rechinar de los frenos, la congestión de los mofles, el ocasional conductor irritado, todo era para ella un agrio sonido de fondo. Iba a paso rápido y poco ágil, temiendo que sus tobillos se rindieran ante algún tope o grieta; pero al mismo tiempo, deseando caerse. Quería caer, sí, tirarse en frente de algún carro con esperanzas de que no pisara el freno.

Desechó aquel deseo inmediatamente. Era algo ridículo, en realidad, el pensar que se atrevería a protagonizar una calamidad de ese tipo. No podía siquiera con el interminable dolor de estómago, o con el latido de sus sienes, que se inflamaban de pensamientos a cada paso. Juan, Juan, Juan, rechinaba su cerebro. Le habría gustado acallarlo con un pellizco, como se calla a un niño chillón. También podría dejarlo de lado, concentrar toda su atención en las grietas de la acera, o en el griterío del vendedor ambulante, o en el hecho de que tal vez iba tarde para el camión. Pero cada cabeza es un mundo, y en ese momento su mundo consistía en una incesante repetición de la misma escena. Una llamada, la voz que ya no volvería a escuchar, el teléfono apretado contra su pecho, el dolor que, en contraste con el autobús que consiguió alcanzar, permanecía inabordable.

Se acomodó en su asiento, sin mirar a un solo pasajero. Acostumbrada a la cortesía, lo había hecho a propósito, para reclamar su espacio, para darle a aquel niño  en su cabeza la exclusividad que merecía. No era necesario. Juan, Juan, podría decir ella, pero los párpados de Mónica no eran los únicos que, aun abiertos, se cegaban a su alrededor. Las personas, absortas en alguna revista, en la ventana, en el clásico, o el mandado, se eran irrelevantes de la manera más natural. Mónica no notó al joven que se sentó a su lado (Andrea, Andrea, Andrea) protegido por sus audífonos. Su boca se abría y cerraba, imitando el ritmo del vocalista, sin emitir sonido.

Mónica decidió mirar por la ventana. En pleno ardor cerebral, recordando una a una las palabras de Juan, abrió ligeramente la ventana del camión. El alboroto urbano seguía sin penetrar sus oídos. Árboles, peatones, carros. El paisaje sobre el que se deslizaba el camión parecía una colección de fotografías, como aquellas que se exponían en las últimas páginas del periódico los domingos. Lanzó un suspiro hastiado al comprobar que el camión se había detenido, bloqueado por el tráfico. Irritada por el pasajero a su lado, que ahora golpeaba  el asiento de en frente con sus dedos, estaba a punto de quejarse…Pero percibió el olor.

Notó que no era tanto un aroma como un sentimiento; un espasmo de la nariz al rechazar algún gas grumoso y asfixiante. Por primera vez, Mónica miró con atención a través del vidrio.

La fachada de un edificio grande que no recordaba haber visto antes, aunque recorría esa ruta todos los días, estaba manchada de negro. Las columnas de aquel humo emergían de las ventanas y se desparramaban hacia afuera como tentáculos grises. Los carros azules y blancos y los camiones rojos se acercaban a la escena. Mónica sintió asco al ver aquellos vehículos, deslizándose como serpientes hacia el edificio. Apartó la vista abruptamente al percatarse de la cantidad de bultos recubiertos de azul que había en el piso.

Se volvió hacia el joven, que seguía absorto en su música, pero que fruncía la nariz al percibir el olor. Estiró su brazo para cerrar la ventana, pero Mónica lo detuvo con un movimiento brusco. El quejido del muchacho quebró el silencio del camión y, poseída por un furor que se desvaneció rápido, Mónica abrió por completo la ventana.

El tráfico mantenía al camión fijo ante aquella escena, y ya no sólo el olor punzante, sino los alaridos, penetraron los sentidos de los pasajeros. Sentados o de pie, todos se vieron atraídos por lo que se veía del otro lado de la calle. Mónica intuyó que alguien buscaba su mirada, y no era la única.

Todos los pasajeros se vieron, percibiéndose por primera vez. Contemplaban las ruedas de las camillas, que se abrían paso rápidamente entre los escombros. Mónica se volvió al muchacho sentado a su lado y, al verse correspondida, desvió rápidamente la mirada. Chingado, parecían decir sus ojos. Otros. Otros más.

El camión avanzó y el incendio quedó atrás. Algunos pasajeros se tropezaron, y el ambiente pareció relajarse. Ladeaban la cabeza y se mordían el labio inferior. Suspiros, una maldición ahogada. Aunque de nuevo concentrados en sus tareas, sus pupilas inquietas los delataban. Seguían buscándose los unos a los otros. Quizás, como Mónica, habían sentido su piel volverse cada vez más ordinaria. Tal vez escucharon el mismo llamado.

Cada persona habría de bajarse del camión, y tardaría poco en volver a cegarse. Mónica se vería de nuevo torturada por la escena del teléfono, y el niño chillón se despertaría de nuevo. Pero ahora, al poner pies sobre la acera, las grietas de la calle eran heridas que  gritaban, y a lo alto, la cúpula que acogía al cielo se resquebrajaba por el hilo lejano del humo.

Poesía

Me sabes a vida

 

 

Me sabes a vida,

 

no sólo a esta,

la que está atrapada en el ahora,

 

el ahora que no es más que lí mi te

 

entre el tiempo que ya no es

y el que aún está por ser.

 

Me sabes a vida pasada,

 

en la que todo es cierto y necesario,

en la que, sin más remedio,

comulgamos.

 

Significas mis recuerdos.

 

Me sabes a vida futura,

 

aquella que no es accidente

sino inevitable consecuencia

de un amor demasiado noble

y perfecto para comprenderlo.

 

Dignificas mis mañanas.

 

Y esto es tan sólo una probada,

servida en una sigilosa mirada,

que te coquetea desde la ventana.


Michelle Tapia (Ciudad de México, 1999) estudia filosofía.

@mich_tapia

Poesía

Científicos descubren…

Científicos descubren que una especie de gusano microscópico, el nematodo, hereda las memorias de sus padres al nacer.

Le llaman Reencarnación

los nematodos reman

entre láminas de celuloide

con sus tres generaciones

de genes codificados

instrucciones para

cazar comer nadar

desde el primer momento

si tuvieran dedos teclearían

la introducción a su propio

paper

con ojos leerían

los códigos del mundo

sin que nadie les enseñe

algo teníamos que envidiarle

a los gusanos

nuestras herencias son difusas

siempre un poco

menos útiles:

un día golpeo la pared

tal como lo haría mi padre

y me pregunto en qué momento

podré empezar de nuevo.


Marcela Santos (Monterrey, 1994)  estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Su primer poemario se publicará este año en Dharma Books.

@marcesant

Poesía

De mi tierra linda y sultana

Lectura en voz de la autora

¡Sí señor!
Todos los cerros tienen nombres eclesiásticos
los montes son frailes inclinados
a punto de caerse de sus cúpulas
montañas vestidas con mitras
de pico alto al que solo apuntan
los jóvenes emprendedores

el taxi avanza a una tira por hora
a dos por minuto larguísimo
hay puentes que tosen asfalto
sobre los matorrales

cae como en bola de nieve
poliuretano fino sobre todo

antes de irme este lugar me parecía
un globo de calma inmóvil
un inmenso paraíso
de metal que las nubes
abrigaban como un domo

ahora es filas y carriles
de víboras agotadas
pasos a desnivel mal planeados
sueños de Simplex afuera del Oxxo
reliquias del Kentucky el Pollo Loco

entramos por la Loma Larga damos vueltas
como en horno de microondas
el taxista no me habla ni yo a él

por un momento es un verdadero gozo
respirar esta calma recetada
por el nutriólogo
entre estadios relucientes
vestigios de casquillos
el mismo sol ignorado

llego a mi colonia me bajo
en la amable sucesión de coches con estampas
del frente nacional por la familia

saludo a mamá
cocina baño manchas de Tide
dedos de alfiler ganas que se le pierden
en todos los lugares
talla con detergente
hasta borrarse las líneas de las manos
que hace mucho nadie lee

de repente no suena tan mal
seguir enjuagando trastes
en tus bordes Monterrey
en tus orillas
de enorme pecera sucia

por lo menos hay salud hay paz
y presiento que muy pronto
tu corrido llegará a su gran final:

dos vaqueros casados
vatos dándose
un largo beso de lengua en la tele
chorreando baba arremontándose
en las faldas del Cerro de la Silla
¡Épale!


Marcela Santos (Monterrey, 1994)  estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Su primer poemario se publicará este año en Dharma Books.

@marcesant

Ensayo, Ensayo y crónica

Apuntes sobre la traición

Ahora, yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia.

Apología de Sócrates

La traición produce heridas particularmente difíciles de atender. Como todo daño moral, una vez que alguien ha sido infligido con ella, la traición altera de manera permanente el orden de las cosas. La realidad se distorsiona y el contraste entre la forma en que el mundo debió ser y el estado en el que es se vuelve el centro cognitivo de la persona dañada; repentinamente la injusticia del daño lo abarca todo y el enojo se vuelve inseparable del deseo por rectificarla. La situación es irremediable, incluso si la persona que perpetró el daño lo reconoce, pide disculpas, propone reparaciones y promete no volver a incurrir en el acto, nada de esto modifica las condiciones iniciales que exigen justicia. El pasado es inalterable y el agravio no puede ser remediado jamás. En esencia, se crea una fuente de enojo infinita.

Esto es verdad para todo tipo de daño; sin embargo, la traición añade una dimensión adicional. La precondición esencial para hablar de traición es la existencia de un pacto de confianza entre dos partes; una vez que este se ha roto, no sólo se produce un daño (que en buena medida es una condición inevitable de la vida) sino que también se quebranta una promesa de cuidado. La imposibilidad de enmendar este acuerdo de intimidad produce, además del enojo, una tristeza sofocante: uno no sólo ha sufrido una injusticia, sino que quién la ha perpetrado es alguien de quien activamente se esperaba no sufrirla. La persona dañada experimenta una reestructuración de su marco de valores, el cual se vuelca en total oposición al daño sufrido; y, simultáneamente, es desprendida de toda estabilidad. La ruptura de la confianza pone en tela de juicio el pasado que justificaba el depósito de esta, elimina los supuestos bajo los cuáles se operaba en el presente, y cancela las expectativas del futuro. La traición despoja a quien la ha sufrido de herramientas para interpretar la realidad, y ofrece únicamente dos soluciones hacia adelante: la búsqueda de una justicia que no puede ser saciada, o el sacrificio injusto de perdonar el daño y al perpetrador, sin ninguna reparación posible.

Como señala Agnes Callard, tendemos a valorar el enojo desde dos posiciones en apariencia opuestas: o lo consideramos como una reacción entendible, pero en última instancia socialmente indeseable, ya que no puede sostenerse de forma indefinida; o lo defendemos como el motivador esencial que deriva de entender el mundo desde un lente moral, la expresión máxima de oponerse a la injusticia. No obstante, ambas posturas coinciden en que el enojo está enlazado con la búsqueda de la justicia. Para los primeros (donde podemos colocar las tradiciones estoicas y budistas), si bien reconocen que el enojo es el punto de partida, proponen que la reacción racional es transmutarlo a otro sentimiento más noble y constructivo, desprenderse del rencor. Los segundos tienen su origen en la visión aristotélica de que las pasiones bien dominadas son las que permiten al alma percibir el valor moral del mundo (dentro de esta tradición encontramos a David Hume y a Adam Smith, por ejemplo); no obstante, pareciera que estos tampoco valoran el enojo por sí mismo, sino por ser el mecanismo que nos impulsa a oponernos a la injusticia. Ambas posturas asumen que es posible extirpar las cualidades negativas del enojo, como el resentimiento y el deseo de la venganza, y quedarnos sólo con las que nos impulsan a ser moralmente mejores. Como bien señala Callard, esta purificación es imposible.

De aceptar que las condiciones que dan origen al enojo son para siempre inatendibles, las reacciones que de este derivan también son inagotables. Cualquier compensación o apología no tiene ningún efecto en mitigar el resentimiento, pues este emana del hecho de que lo que el otro hizo siempre diferirá de lo que debió haber hecho, sin importar qué haga después. Una vez que uno adquiere motivos para el enojo, los tendrá para siempre. En la misma línea, una vez que se ha reconocido la injusticia, la venganza se presenta como la única forma que tenemos de hacer al otro responsable de sus actos. Una nueva lógica se impone sobre la relación, y quien ha sido dañado se ve obligado a revertir el daño y no dejarlo ir; en aras de no dejar al opresor salir impune de su maldad, surge un deseo constante de recordarle su daño. La situación se vuelve imposible: perseguir el bien implica aferrarse al enojo y la venganza, que en última instancia llevarán a más injusticias. Renunciar a ellas, implica tolerar la maldad que uno ha sufrido, permitir que exista con impunidad. No hay resolución moralmente satisfactoria a este dilema. La conclusión de Callard me parece irrefutable y devastadora: una vez que se ha abierto la puerta del daño, es imposible para los humanos responder con justicia a la injusticia. El opresor ha orillado al oprimido a una situación imposible y, en el proceso, lo ha convertido en alguien moralmente peor, pues no podemos ser buenos en un mundo que nos hace el mal.

Además de esto, sobre los hombros de la víctima se deposita un peso adicional ya que el problema va más allá del individuo. Un continuo de venganza y enojo pronto desata una carga social insostenible que desembocaría en una espiral de represalias sin fin. Así pues, con miras a mantener el orden social, como señala Elizabeth Bruenig, la persona que ha sufrido el daño está obligada a perdonar: destruir su propiedad sagrada, su dolor completamente justificado, su fuente de enojo. Es un consejo recurrente decirle a quien ha sufrido el daño que no se centre en lo que le hicieron, que en lugar de eso valore lo aprendido, que sea la mejor persona, poner la otra mejilla. El lugar común es que el perdón es tanto más valioso para quien ha sido dañado que para quien dañó, que en él se encuentra la paz. Esta es una mentira. El perdón no es una necesidad lógica para el bienestar individual, no parte de un lugar de cuidado personal, sino de la necesidad social de detener la venganza desenfrenada. Predicamos el perdón en aras del bien común, no de la justicia.

En un giro final, la traición agrega otra dimensión al problema. Si el dolor y el enojo son absolutos cuando alguien ha sido dañado injustamente, quien ha sido traicionado se ve forzado, además, a cobijar un profundo cariño por quien le ha hecho el mal. Es, con frecuencia, de la persona amada de donde provienen las traiciones más dolorosas; y, a pesar de que como señalé arriba la traición pone en duda todo lo que fundamentó el lazo de confianza, la revelación del engaño no borra el afecto. Quien ha sido traicionado está obligado a simultáneamente resentir y amar. Perdonar implica despreciarse frente a alguien que conscientemente tomó la decisión de hacerle el mal en pos de su deseo; resentir implica desearle el mal al ser amado.

            Parece haber una pequeña salida de esta encrucijada en los estoicismos más radicales. Condenado a muerte por sus compatriotas, Sócrates le dio unas últimas palabras de consuelo a quienes intentaron impedir su muerte:

Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto.

Uno imagina que Sócrates escapó de esta trampa, que estando tan seguro de su bien interior pudo marchar a la muerte libre de enojo hacia quienes lo condenaron, pues ningún mal podían hacerle. ¿Pero habrá Sócrates amado a sus verdugos? ¿Qué respiro hay para quien ha sido traicionado? Quizás sólo la muerte o el olvido. En ningún caso la justicia, en ningún caso el bien.

@el_abernuncio

Cultura

¿Qué país es éste?

En 1992, Emmanuel Carballo dirigió el seminario de posgrado “El pensamiento mexicano de los siglos xix y xx” en la Universidad de Texas en Austin. Carballo dedicó el seminario a estudiar libros de viaje, memorias, cartas, novelas, crónicas y más escritos que revelaran la percepción de escritores mexicanos sobre Estados Unidos y los norteamericanos. La antología incluye literatura de 34 hombres y 1 mujer, y en ella abundan apuntes sobre la raza, las mujeres, la educación, el nacionalismo, la extranjería, el arte y el materialismo en diversas ciudades de Estados Unidos. 

Abajo presentamos algunos fragmentos del trabajo de compilación de Carballo y sus alumnos.

José Clemente Orozco (1883-1949)

1928. Mercantilismo y animalidad

Aquí (en Nueva York) te espera, como a todo el mundo, una época de lucha terrible. Es aquí en donde se van a disipar todas tus dudas, de todo orden, en este ambiente de crudeza, de egoísmo el más sucio, de mercantilismo y animalidad. Creo que aquí vas a tener que rectificar muchos de tus conceptos acerca de gentes, ideas y cosas. 

Hay una infinidad de pequeñas diversiones, entre ellas circos, exhibición de animales, monstruos, figuras de cera y porquería y media. El otro día me llamó la atención una de esas talatas que anuncian los gritones. ¡Baby incubators! ¡Veinticinco centavos! Por curiosidad entré creyendo se trataría de alguna tomadura de pelo como lo demás, pero no, se trata efectivamente de incubadoras de niños de verdad… se trata de niños que nacieron antes de tiempo o que murió la madre. Ver esas criaturas da pena y oprime el corazón, a pesar de saber que están bien atendidos. Dicen que por ese procedimiento logran salvar 85% de los niños que generalmente mueren por esas causas. Un niño sin madre, ¡criado a máquina…! Unos blanquitos, otros morenitos, otros negros, de todas las razas. 

Querido Moheno (1874-1933)

Hombres tristes, mujeres independientes

El pueblo americano, sin haber dejado de ser optimista, se va volviendo un pueblo entristecido… es decir, precisamente todo el pueblo no, porque las mujeres, que son más de la mitad, éstas cada día se muestran más alegres y joviales, salvo cuando se trata de las “feministas”, rígidas y malhumoradas de suyo. A medida que la mujer se hace más independiente y más alegre, más sumisos y más entristecidos se muestran los hombres. 

Federico Gamboa (1864-1939)

A las cuatro y quince está el salón a reventar; y en humillante proporción para las dos docenas de varones que figuramos en el local, dominan las mujeres. Escucho francés femenino, no mucho, aquí y allá; el que repiquetea es el inglés, en las bocas de las old ladies; adrede no las veo. 

La mujer norteamericana adolece —en determinada posición social— un blas-bleuismo insoportable. Graduadas en universidad y colegios, salen más licurgas que sabias, y opinan sobre ciencia, sobre arte, con una suficiencia y un aplomo que sólo se les perdona porque en lo general son lindísimas, como tentaciones, y peligrosas, como abismos. 

Nemesio García Naranjo (1883-1962)

Infancia en el sur de Texas 

El primer contacto con los niños de Estados Unidos me produjo una sacudida sentimental muy fuerte, porque advertí en un instante el desprecio con que trataban a mis compañeros de raza. Debo decir con franqueza que los mexicanos de Encinal provenían de clases medias o bajas, y que probablemente habrían sido discriminados también en culquier escuela de la capital de nuestro país; pero lo que más me dolía era que su inferioridad social fuese atribuida al hecho de ser mexicanos. Desde luego, la discriminación no se exendía a Aurora ni a Julia ni a mí, porque teníamos la piel blanca y los ojos claros. 

Además, nuestra madre ponía especial empeño en que anduviéramos bien vestidos y perfectamente aseados. Finalmente, éramos los hijos del jefe del establecimiento comercial más importante de la comunidad y eso contribuía a colocarnos en el plano más alto de la aldea. En vista de estas circunstancias, los americanitos se empeñaban en decirnos que nosotros no éramos ni podíamos ser mexicanos. Y se sorprendían de que Aurora, Julia y yo, en lugar de agradecer la distinción, la rechazábamos con energía para reclamar nuestra mexicanidad. Trataban de convencernos de que éramos spaniards, es decir, españoles, y no podían explicarse nuestra terquedad de adherirnos a algo que ellos reputaban sucio, mal oliente e inferior. 

Alfonso Reyes (1889-1959)

1941. Los gringos no saben charlar

Pasamos por Berkeley. De noche cenamos en casa de Morley con el profesor Priestley, el anciano Bolton, y otros. La conversación es animada, salvo cuando Bolton empieza a contar insignificancias de archivólogo. “Nosotros —me dice Priestley con melancolía— no sabemos ya ni conversar. Compare usted la charla de los hispanos y la nuestra”. 

La actitud estudiantil
Recibimos solemnemente nuestras insignias y diplomas de LL.D. Durante el acto, y como yo manifestase a Priestley mi admiración ante aquel numeroso grupo de estudiantes, otra vez se revela la melancolía de esta hombre: “Pero éstos no son como los estudiantes de su tierra —dice—. Éstos nada más han venido aquí para después obtener un job”. 

Xavier Villaurrutia (1903-1950)

New Haven, 1935 

Todavía no me siento bien aquí. Temo que nunca lograré respirar naturalmente en este país donde cada quien va directamente a su objeto, donde no se presta a los demás sino una atención llena de sonrisas pero superficial y vacía. Las mañanas transcurren para mí en la Universidad, clases a las nueve, a las diez y a veces de once a doce, oyendo, infladas hasta el cansancio, todas las cosas que ya sé, que ya sabemos. […] Por las tardes no tengo clases. Me quedo en casa leyendo a Huxley.

Todo esto estaría muy bien [escribe a Celestino Gorostiza] si el criterio que priva en Yale no fueran tan ATROZMENTE ACADÉMICO. El profesor de Costume Design, por ejemplo, antes de permitirme entrar a su clase me invitó, muy cortés y fríamente, a que le llevara algunos ejemplos de mis posibilidades. […] Por lo general, los métodos no son malos, pero son lentos y llenos de cosas obvias. Creo que con unos meses de asistencia a los cursos, una buena bibliografía, los programas de estudios, y un poco de inteligencia, se puede ahorrar a la Fundación Rockefeller el gasto de diez meses, y a nosotros la angustia de tener que pasar por las más estrechas termópilas de un pueblo ingenuo, de un academicismo mediocre, superado hasta entre nosotros oficialmente.

Cine

Las películas americanas cada vez más perfectas de técnica y cada vez más vacías. Hay excepciones, sin embargo. Hoy vi, por ejemplo, una magnífica King Lady por artistas que no tienen todavía el renombre mitológico de las estrellas. 

Salvador Novo (1904-1974) 

El paso, Texas

Disponemos de algunas horas para conocer la ridícula ciudad y entrar en las casas de comercio en que “se habla español” aunque los empleados, mexicanos evidentes, pretendan hablarlo con dificultad. 

Jorge Ibargüengotitia (1928-1983)

Discriminación en el desayuno

[El predicador] era negro. Como el treinta porciento de los habitantes de esta ciudad. Hay quien dice que aquí hay una discriminación terrible. Yo estoy de acuerdo. A los blancos nos tratan como trapo de fregar. 

Entro en lo que en México se llamaría un desayunadero. Me siento frente a la barra. A mi derecha hay un viejito blanco, pelando la dentadura: a mi izquierda, otro viejito blanco, adusto. Nadie nos hace caso. Todas las empleadas son negras. Ni nosotros las entendemos, ni ellas a nosotros. Pero nosotros estamos hambrientos y ellas están echando relajo. Esperamos pacientemente, sin decir nada, hasta que a ellas les de la gana atendernos. 

1973. Todos extranjeros 

En Nueva York se siente uno a gusto porque muchos de los que allí viven se sienten medio extranjeros y a veces extraviados.

Éste es, creo yo, el peor lugar para aprender idiomas. Entro en un restaurante, pido algo, el mesero titubea, pienso que es que pronuncié mal y resulta que el mesero está recién desempacado de Bulgaria. 

Felipe Santiago Gutiérrez (1824-1904)

Los negros en San Francisco

Estos son bien numerosos, y como están ya libres, se dedican al trabajo por su cuenta y suelen ser muy laboriosos. Visten con decencia como los blancos, y sus modales y costumbres no difieren en nada de los de los europeos. Son aptos para todas las artes y las ciencias, poseen cuatro o seis iglesias, y las más noches, así como los domingos todo el día, tienen sus ejercicios en los que tocan perfectamente un órgano y ejecutan coros tan bien organizados como los que pudieran oírse a una compañía de ópera. 

Sólo la ignorancia y la fuerza pudieron haber esclavizado a estos seres desgraciados, únicamente porque su clima hizo negro el color de su epidermis; pero por lo demás, en nada difieren moralmente a las demás razas. 

José Agustín (1944)

¿Por qué hablarán inglés?

Estos niños, pensó Eligio, en el fondo siguen creyendo que este inmenso refrigerador es el mero cabezón del mundo, y que así ha de ser por siempre, pobres pendejos. Pero descubrió que no le irritaba lo que decían los chavos, sino que hablaran en inglés, a ver, ¿por qué hablaban en inglés si él estaba allí? El inglés ya lo tenía hasta la madre y también todos esos hotelitos de biblias esterilizadas, y también todos esos cuates que, aunque eran buena onda, eran demasiado gringos, demasiado uniformes incluso en el uniforme.

¿Por qué no se dan la mano?

Ve nomás a esta runfla de semirrobots a carcajada limpia, chupando, y yo aquí de pendejo total, porque qué chingaos estoy haciendo aquí entre pura gente que sepa la chingada quién es y que habla un idioma incomprensible e insoportable y que ni siquiera se da la mano al saludarse, estimados güerejos, ¿por qué no se dan la mano, por qué tienen repugnancia a tocarse, por qué ustedes chavas hacen el amor sin besar en la boca, por qué no se dan un abrazo cual debe ser? 


Fragmentos de Emmanuel Carballo (ed.), ¿Qué país es éste? Los Estados Unidos y los gringos vistos por escritores mexicanos de los siglos xix y xx, conaculta y Sello Bermejo, 1996. 

Carballo reconoce, textualmente, la participación de Pablo Piccato, Adela Pineda, Patrick Duffey, Luis Antonio Marentes, León Guillermo Gutiérrez, Patricia Fernós, Irma González Pelayo, Leticia M. Brauchli, Emma Molina Martín del Campo, Alba N. Chávez, Marco Octavio Íñiguez y Elena Grau-Llevería. 

Narrativa

Ruby, my dear

Me quito los tacones y los dejo en el pasillo. Cuando Miranda encontró la pequeña puerta abierta en Motolinia, yo llevaba esperándola treinta y tres minutos, pienso, mientras cuelgo mi abrigo en el perchero a la entrada de mi cuarto en la Colonia Roma. Quedamos que nos íbamos a ver por ahí de las siete y media y el grupo era grande: para las demás personas, la tardanza de Miranda pasó desapercibida, para mí no. Llegué al Zinco Jazz Club a las siete y veinte. Miranda bajó los escalones para llegar al sótano y se detuvo en la puerta hasta que le aplaudieran al grupo que tocaba Tenderly. Mientras reacomodaba sus trenzas pequeñas detrás de sus aretes largos, toreaba los montones de mesas que había entre nosotras y ella y nos saludaba, primero de lejos con su sonrisa de cal y su mano de barro, luego de cerca con su voz agradablemente monótona que siempre parecía que preguntaba, yo ya había dado por sentado que ella no iba a llegar y me había acabado mi segundo negroni, me digo y voy a la cocina para secuestrar una jarra con agua. La jarra de agua, también de barro, se parece a Miranda, fresca, opaca, vital. A quién se le ocurre llegar tarde a su despedida, murmuro. Cuando Miranda intentó darme un abrazo yo me quedé paralizada y no pude pararme. Pegó su frente a mi hombro, yo ya tenía la cabeza ligera y sentía el alcohol dilatando el tiempo, pienso, con la jarra rebosante entre los brazos.

Camino con cuidado para que no se caiga. Se sentó, e iba a hablarme de algo. Yo veía sus labios pintados de rosa e intentaba anticipar la conversación, pero el saxofonista asintió en la dirección de la pianista y empezaron a tocar I’m Old Fashioned. Nos callamos y volteamos al escenario. Miranda me tapaba al baterista y la bajista, y yo veía, encima de sus hombros descubiertos, a la pianista a la izquierda y el saxofonista a la derecha. Parecía que el sonido salía de ella. Casi se lo dije, pero Hugo, quien le había hecho ojitos desde nuestra primera clase juntas en la Facultad de Música, tres años antes, le preguntó si quería ir por algo de tomar y se fueron a la barra. Cómo fue, El día que me quieras, Born to be blue y otras dos canciones que no reconocí. Hugo y Miranda pasaron de estar lejos y más o menos al pendiente de los demás a tener un par de rodillas y hombros pegados y estar absorbidos entre sí. Para ese momento, sus tequilas seguramente estaban empezando a surtir efecto, pienso y llevo la jarra a mi cuarto. Dejo la bolsa sobre mi escritorio y la veo con culpa.

Me sirvo un vaso con agua y dejo la jarra al lado de la bolsa. Recuerdo el horror absoluto de saber que algo tan fuerte no es recíproco y voy a mi baño. El saxofonista estaba dando todo lo que tenía y era difícil hablar con las personas; Hugo y Miranda empezaron a hablarse directamente al oído. Miranda volteaba hacia nosotras y nos veía como viendo a la pared, que es como decir que no nos veía. Hugo puso su mano contra su mejilla y me acordé esas líneas de Safo (¿poema treinta? ¿treinta y uno? ¿por ahí?) que le gustan tanto a Marcos. Ese hombre me parece un igual a los dioses, o como sea que vaya la traducción, Miranda sabría pero importa poco. Lo real es el fuego delgado bajo la piel y el dolor, no la poesía. El bajo y la batería llenaban mis oídos, retumbaban en mi esternón y alborotaban mi embriaguez. Me sentía casi muerta.

No sé por qué tomé si solo me pone triste, me digo, mientras mojo el algodón con desmaquillante. Entonces el piano, ligero y anticipatorio. El saxofón se hizo de la línea melódica, que sonaba casi como una súplica y ardía, azul y extendida. Empezaron a improvisar sobre el tema de Ruby, My Dear y me perdí en la música y el reflejo de la luz morada en la boca del saxofón. Parecía una pequeña constelación alrededor de esa dulce oscuridad. Por unos momentos, todo estaba bien. Es más, por unos momentos, nada estaba. Sólo había la luz morada en la boca del saxofón y la melodía cercana a un suspiro: Ruby, My Dear, Ruby, My Dear para siempre y nada más. Parecía que la canción nunca acabaría ni habría empezado, hasta que llegó un silencio que parecía circular y estaba lleno de alivio. Unos aplausos prematuros y un grito del sobrentusiasta insensible de Hugo lo interrumpieron. El mundo regresó con todo su peso, pienso al buscar mi cepillo de dientes. Prendo las bocinas y pongo la versión de piano solo de Thelonius Monk. No es lo mismo, pero ayuda. Hugo nos invitó a su departamento y organizamos una pequeña flota de ubers. No lo aguanto, pero todo por estar cerca de Miranda, aunque ni hablé con ella en toda la noche, me digo con el cepillo de dientes todavía en la boca.

Las tres nos fuimos en el mismo coche. Todo el camino hablaron entre sí. Qué es esa cercanía glauca. Qué es sentir su hombro contra el mío si estaba volteada y hablando con él. Hugo se acercó y le plantó un beso en la punta izquierda de su labio y no sé si sentí asco, tristeza o rabia, pero algo incendiaba mis adentros. Aún lo hace. Llegamos a su edificio, subimos tres pisos tambaleantes de escaleras y nos enseñó su librero lleno de porquerías. Miranda, mereces más. En unos pocos minutos se llenó la sala-comedor. Hugo alternaba vino tinto con tabaco en la esquina y veía a Miranda esculcar el librero y tomar café con Dios sabe qué. Alguien indeterminado tocaba mal el piano de pared desafinado. A veces parecía que tocaba Debussy y a veces que era I Will survive. Todo esto, mientras nadie apagaba la maldita bocina tocando Getz/Gilberto. Tres amargados estaban sentados en la esquina contraria a Hugo y sorbían café (o peor aún, té) a las dos de la madrugada. Miranda se volteó, hizo espacio entre las velas y empezó a enrollar un porro sobre la mesa, entre ella y el piano. El del piano se puso a hablar con ella. Embriaguez en todos lados. Alguien recuerda esto, sola, ahora sobria, tirada en la cama y viendo al techo.

Qué significa estar aquí y amar y estar bien con que todo sea ligeramente decepcionante. Saber de la muerte térmica del universo y la entropía y seguirle diciendo que sí a la vida. Qué significa que seamos la última línea de nuestros ancestros y desear agotar el campo de lo posible. Entonces para qué callar las cosas. Por qué no me paré para decirle a Miranda que a veces despierto en la mitad de la noche con sus ojos y labios entreabiertos grabados en mi mente. Por qué no crucé el cuarto hasta la mesa, interrumpí al pianista y le confesé a Miranda que nunca había visto nada más hermoso que su rostro contra la luz de las velas. Así, tal vez pude tener el rechazo en las manos, seguir con la vida. Por qué no perseguir la muerte emocional de nuestros deseos. ¿Será que deseamos desear, que queremos el encanto de lo lejano y que esa presencia detrás de la luz anaranjada nos atormente? No queremos salir de la cueva y ver el sol, sino ver a las sombras moverse. Las cadenas están adentro y quizá las amamos más que al amor. Pero al final todo eso es filosofía y no importa.

Saqué mi cuaderno y pluma de mi bolsa, arranqué una hoja y empecé a escribir la carta, me dije, mientras me levanto de la cama y voy al escritorio. “Miranda, querida. Querida Miranda: El problema esencial es que te quiero y no estamos juntas. Que me duela es entendible, pero lo que no es tan obvio es que aunque no te tengo entre mis brazos, no puedo poner mi cabeza sobre la tuya ni ver tus ojos de cerca, y no sé cómo se siente tu cadera en mis manos o tu susurro en mi oído, quererte tanto hace que vea que hay flores en todos lados, que la luna está llena y que el rojo de los claveles y el aroma de los jacintos nunca han sido tan intensos. El aroma de la vida toca todas las cosas y el mundo me canta. Por eso no te digo en persona, querida, lo que siento; por eso te dejo esta carta y me voy sin despedirme. No arruinemos lo que nunca tuvimos. Espero que seas feliz del otro lado del mundo. Con amor, de veras, – Cristina” Eso es lo que decía la carta. Cuando acabé de escribirla tomé mis cosas, busqué a la chica con mi mirada y la encontré, contra la pared, tapada por el cabello largo de Hugo.

He de haber despedazado la hoja hasta que no hubiera un trozo más grande que un diente. Los aplasté en mi puño y fui a buscar la taza de Miranda. La encontré junto a la copa de él. Sin pensar, arrojé los papeles en el vino y ni presté atención a cómo se disolvía la tinta azul en el líquido rojizo. Abrí mi bolsa, cometí mi crimen y bajé las escaleras. Esperé a mi uber en la banqueta.

Con culpa, con una satisfacción completamente nueva, saco la taza de mi bolsa y la pongo sobre la mesa. Podría ser el centro de un altar, o una obra en una exposición, que debería ser lo mismo. Veo el borde, rosado sobre blanco, con el rastro de los labios de Miranda y no sé qué hacer. Mientras parece que río, mi cabeza cae entre mis manos abiertas y mi cuerpo se agita. Levanto la mirada y entre mis dedos veo otra vez los puntos rosas sobre la porcelana. Parecen pétalos. Todo cae, todo tiembla.

Ensayo

Sala 1

Apagadas las luces de la Sala 1 de la Cineteca Nacional, no queda más que intentar concentrarse en la pantalla luminosa que una tiene enfrente. La estricta política de cero tráilers —acaso un brevísimo rezo por la utilidad de los tapetes sanitizantes y el gel antibacterial— convierte a este cine en uno de los más puntuales de la ciudad: si tu función es a las 5, la película empieza a las 5. Si no fuera porque hoy vine a ver una película de Buñuel, y porque toda película viejita es una novela in extrema res (primero salen los créditos), no tendría tiempo ni de saludar al amigo que llegó tarde y está sentándose en la butaca de al lado. 

Los optimistas pensarán que semejante política alteró las costumbres chilangas, que refrescó la puntualidad y la discreción. Error. Sólo explica la marea de espectadores que sube y baja por los escalones alfombrados, arrojando la luz del celular para inspeccionar el número de asiento, tirando palomitas y propinando por igual patadas y Perdón. Mientras tanto, en la pantalla desaparece el nombre del director, la obertura termina y el protagonista se presenta con voz en off: “Mi familia tenía una posición económica muy desahogada; era hijo único. Crecí al cuidado de una institutriz, pero no por eso dejé de ir adquiriendo todos los defectos de un niño mimado…”. Risas amenazan el silencio incipiente. ¡Chissst!  

Lidiar con un batallón ciego en busca de butaca es miel sobre hojuelas: después de todo, el cine es público y lo público es esto. Confieso, por mi gran culpa, que la verdadera razón por la que prefiero ir a Cinépolis entre semana es para no toparme con rostros familiares. Pues ir a la Cineteca es un juego de ruleta rusa en el que me ha tocado el resultado mortal: te sientas con tu cita en uno de los cafés y de pronto un ex profesor, borracho, arrastra una silla hacia tu mesa y te arranca sonrisas incómodas con preguntas impertinentes. Ni se diga de las personas que dejé de ver en vida y en la virtualidad, pero que en la Cineteca son zombis que se alzan del panteón de Coyoacán, recorren estantes del Educal y hacen fila en la dulcería. La provinciana capital no ofrece la posibilidad de ser anónima. 

A veces, sin embargo, voy. 

Ensayo de un crimen
(La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, México, 1955, Dur.: 89 mins.)

Archibaldo de la Cruz está obsesionado con la muerte desde que era niño, pero la casualidad siempre frustra todos sus intentos por llevar a cabo un crimen. […] Buñuel exhibe las estructuras y valores que enmarcan el deseo feminicida del presunto criminal, un individuo neurótico semejante a otros personajes “buñuelianos” como el Francisco de Él o don Jaime de Viridiana.

Razones por las que decidí ver esta película:

1) Es de Buñuel
2) El protagonista se llama Archibaldo de la Cruz* 
3) Dura 89 minutos

A Ensayo de un crimen la cobijan primero que Buñuel está muerto, luego sus 67 años de antigüedad y que es la adaptación de una novela policiaca, al final su humor. Quiero decir, por supuesto, que la cobijan del sobresalto que podría provocar una sinopsis así en México, en 2022. O en 1990, 1970, 1960… ¿habrá habido un momento adecuado para ver esta película?

El niño Archibaldo creció en una capital de provincia durante la Revolución mexicana, y allí presenció la muerte de su guapa institutriz por una bala perdida. La belleza no es gratuita: Agustín Jiménez gira la cámara hacia las piernas de la muchacha fallecida, y la mirada de Archibaldo cambia. El origen de su deseo sexual, sadismo y machismo está condensado en apenas dos minutos de rodaje.

La sinopsis ya reconfortó sensibilidades advirtiendo que Archibaldo, Archi, no le toca un pelo a ninguna de las mujeres que ansía matar en el Distrito Federal. Apenas somos testigos de su deleite al calcular cada paso: mentir, acechar, perseguir, sofocar, disparar, confesar el crimen. En uno de sus ensayos, Archibaldo compra un maniquí a imagen y semejanza de Lavinia, una modelo que lo visita en su mansión para una falsa cita de trabajo. Cuando la llegada de un grupo de extranjeros frustra su plan, lo vemos aventar el maniquí dentro de una cámara y tranquilizarse, emocionarse sólo al verlo arder: la cera derretida corre lágrimas por las mejillas de la dama escultural. A ojos de Archi es la misma Lavinia la que ha sido incinerada. No hay más que decir. En el traslado persona-objeto, Buñuel recordó lo que mi generación aprendió de Sid en Toy Story: las formas inanimadas palian la urgencia sádica. 

Es simpático Archibaldo, un maravilloso narrador. Diríase que, porque el muy manipulador abrió contando su infancia privilegiada, firmamos un contrato vinculante en el que nos obligaron a empatizar con él. Mas son las risas espaciadas, asombradas —detrás de mí una mujer soltaba “¡Ay, no! ¿Ahora qué va a hacer?” cada quince minutos— las que remueven los asientos con disfrute incrédulo. Las risas y los sustos unen más a una audiencia que cualquier tragedia o causa moral.

La pálida maldad de Archibaldo es la alucinación de un caballero rico, narcisista y obsesionado con las formas y su propia particularidad. Cuando Archi se casa con Carlota e imagina cómo será matarla en la noche de bodas, Alejandro, el amante de ella, irrumpe en la iglesia y le pega varios tiros. Fin. Muy a pesar del marco analítico de Buñuel, que se concentra en la semilla de la psicopatía y encarna personajes femeninos virginales o sexuales, Alejandro ejemplifica el genuino perfil del feminicida mexicano: el hombre común y corriente. 

Lo inverosímil es la culpa de Archibaldo por un crimen que no cometió, las irresistibles ganas católicas de recibir un castigo por su mente pecaminosa. Hacia el final de la película, el juez, risueño, le dice a Archi que si arrestara a todos los que alguna vez quisieron matar a alguien, la mitad de la humanidad estaría tras las rejas. “El pensamiento no delinque”. El sermón secular que le permite ir en paz a Archi, absuelto, también es comedia negra involuntaria. Hoy que abundan los culpables es mucho pedir que se abra una carpeta de investigación.  

*En la novela de Rodolfo Usigli, el personaje se llama Roberto de la Cruz. 

18:29 pm. 

Hay que ser medio salvaje para alumbrar rostros pasmados, idiotizados, todavía en medio de la vergonzosa digestión de imágenes y sonidos. Encender las luces en cuanto acaba una película es igual que recibir un cubetazo de agua fría durante el sueño profundo. El audible quejido colectivo tampoco ha logrado alterar esta práctica de la Cineteca, y temo que ya es demasiado tarde: se reanudó el bullicio de levantarse, sacudirse la ropa y recoger las bolsas del suelo. Algunos se ocultan en las notificaciones del celular, sonríen por memes y mensajes antes de salir resignados al mundo real. Las parejas se hacen ovillo unos minutos más, se besan y se acarician a pesar de la iluminada sala traicionera.  

Poesía

celada

Por Camila Ponce Hernández

las defensas están tan cubiertas e hinchadas

como el vientre de una flor de magnolia –

rancios y sustentadores, los goteos de aire dan forma

a los pétalos para que respondan, una presión mantiene abierta

cada posibilidad, instando a ninguna – un empujón en otro lugar

se está aumentando alrededor de los tallos

que se encuentran encarcelados por los versos descoloridos

manchando sus túnicas – ahora fundidos hasta

recuerdos transmitidos a través de un impulso

que favorece lo que se desintegra, a través de las abejas –

los entrantes zumbidos amarillos se cuelgan al desastre,

los olores les dan indicaciones atenuantes de donde

y cuando girar – encontrar la yema y morder y no hacer

espacio para un altar marmoleado de miel – dulces pegajosos,

ellos piensan que pueden curar los cuerpos,

reparar sus camisas o enhebrar sus vestidos con la arrogancia

que cuelga en la niebla pálida y seca, agarrando

al bien a través de las sombras,

y las otras imitaciones mortales.

y se aferra a sus contornos,

puntuados por el pesar intrincado en el acto de resistir al sol –

los invasores exageran su hambre, (sin tiempo para respirar) distanciados

cuando no están unidos, sin brazos (sin tiempo)

para alcanzar la amplitud de un espacio sensorial

que golpea, acelera, y tira (para respirar) en todas direcciones

por brisas inconmensurables, como rastros grises de ira

que obstruyen las vías respiratorias de un cielo lamido

en su estado más sombrío – los oyentes heridos se asombran al escuchar

la letra, sus alas de gasa rozan las llantas

de las seminubes en la industria sin pasión,

mirando lo mundano y traduciéndolo en tesoro – desde arriba

las tragedias son particulares

y pequeñas, unos acabados de la sabiduría – en el aire

el ojo de la abeja encaja el mosaico que murió

en picadura.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

reseña

La malilla cósmica

I

Las reseñas que se publicaron sobre Hecho en Saturno (2018), la última novela de Rita Indiana (Santo Domingo, 1977), la elogian con una especie de triste satisfacción. Usan palabras como “clásica”, “lineal”, “bien contada”; “irreprochable” es mi favorita: digna de un maestro que no juntó excusas suficientes para reprobar a la alumna que, a su juicio, obtuvo el siete sin merecerlo. Palabras como estas saben a reclamo cuando se dirigen a la obra de una escritora que había sido descrita con un lenguaje escatológico: el huracán del Caribe, la hija mutante de la Generación Beat y el neobarroco cubano, la monstrua queer que combinó sci-fi con modernismo europeo y ritmos de salsa y reggaeton ahora publica una novela con principio, desarrollo y desenlace, escrita en un español neutro, eficaz, cosmopolita (born translated, en la expresión de Rebecca Walkowitz). “Todo bien, muy limpio”, parecen decir. “Pero entonces. Por qué esta tristeza.”

II

Por lo general, cuando se dice que una escritora publicó un libro que “nadie se esperaba” se está hablando de una novedad positiva, una transgresión que no se veía venir y que sorprende con su frescura o innovación. Cuando digo que nadie se esperaba que Rita Indiana publicara Hecho en Saturno, estoy hablando de todo lo contrario. Es la entrega más reciente de una carrera literaria meteórica y multiforme que ha enseñado a las lectoras que pueden esperar cualquier cosa. Esta novela decente y legibilísima, por tanto, las agarró en curva.

La trama de Hecho en Saturno se resume fácilmente: un pintor dominicano viaja a Cuba para rehabilitarse; después de una serie de decepciones, ritos de paso, flashbacks y epifanías impecablemente construidas, se independiza trabajosamente de la droga y emprende el camino de regreso a casa, dispuesto, ahora sí, a hacer las cosas bien. Sus genealogías literarias son también identificables: Yonqui, el addiction memoir ficcionalizado de William Burroughs, y el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez. En otro nivel, Hecho en Saturno se relaciona con una literatura latinoamericana del hijo del prócer: Mala onda de Alberto Fuguet, Gracias por el fuego de Mario Benedetti y, especialmente, Los años falsos de Josefina Vicens.

Hecho en Saturno suena como la muy digna primera novela de una escritora latinoamericana. El problema, claro, es que no lo es. Hecho en Saturno es la quinta novela de Indiana, una autora que ya tiene en su currículo dos hitos de la literatura caribeña, un disco de música experimental, y la consolidación, si no invención, de un género: el weird caribeño.

En 2005, Indiana publicó su segunda novela —un viaje camp y neobarroco titulado Papi— en Ediciones Vértigo de San Juan, Puerto Rico. En la novela, una encandilada (y aterrada) niña retrata de forma indirecta y rizomática a su Papi, un todopoderoso gángster dominicano. Como Galatea en la Sicilia de Góngora, Papi hace arder La Española de pavor y deseo cuando aparece, anunciado por el estribillo Es papi, que viene por ahí. Papi es un mash-up del Señor Barroco de Lezama, Omar de The Wire y Jason de Viernes 13, narrado por Ana Lydia Vega y Severo Sarduy. En 2011, Papi pasó al catálogo de Editorial Periférica y entró a la red global de circulación literaria en español.

Las siguientes tres novelas de Rita Indiana se publicaron bajo ese mismo sello, incluyendo su segunda obra maestra: La mucama de Omicunlé. Publicada en 2015, La mucama relata la historia de Acilde Figueroa, quizás el primer pícaro sci-fi de la literatura en español. En menos de 200 páginas, Acilde hace de prostituta, mucama, fugitiva, bruja, mecenas, mesías, pirata y ambientalista; viaja por el tiempo, cambia de sexo, transmigra entre cuerpos, roba, venga y traiciona; y fragua el plan de conservación de biodiversidad más delirante y estúpido de todos los tiempos, presentes, pasados o futuros. Hay accidentes nucleares, pandemias, exterminios, transhumanismo, devastación ecológica, brujería afrocaribeña, arte de vanguardia, arqueología y complots neo-castristas. Pone en juego el Caribe, la izquierda, el progreso, la ecología, el género (gender), el género (genre), arte culto y popular, la raza, la nación, la historia, el futuro, la vanguardia. Impulsada por un vertiginoso frenesí inventivo, la novela crea un mundo entero, contradictorio, tangible, extravagante y definitivo en relativamente pocas páginas. Es ligera y divertida y rebosante de vida, y a la vez mira al fondo de la pregunta escatológica (que siempre se ha planteado, pero que suena distinto ahora, al calor del antropoceno): qué es todo esto y dónde vamos a parar. El final, alas, es decepcionante y tibio, pero está bien. También lo será el nuestro.

Nadie que esté medio familiarizado con la discusión intelectual en las universidades de Estados Unidos se sorprenderá al saber que La mucama de Omicunlé (o Tentacle, como fue traducida en 2019) es un éxito en la academia estadunidense. Rita Indiana, como figura pública, también ha despertado el interés de muchos investigadores. Además de escribir, produce música que fusiona merengue, jazz, surf rock y spoken word con su banda, Rita Indiana y Los Misterios. La artista visual y directora Noelia Quintero, su esposa, ha hecho varios videos musicales para sus canciones, con la colaboración de Indiana. Apoya vocalmente las distintas luchas populares latinoamericanas a la vez que mantiene un riguroso escepticismo respecto a los gobiernos que han emanado de ellas. En la obra de Indiana, como en la de Kathy Acker, la transgresión sexual va de la mano con la transgresión textual.

III

Comparada con Papi y La mucama de Omicunlé, Hecho en Saturno es mucho menos emocionante. Empieza con la llegada de Argenis Luna, pintor dominicano, a una clínica de rehabilitación en La Habana. Argenis sabe que sólo lo reciben como un favor para su padre (un ex guerrillero dominicano y prócer del partido de izquierdas que gobierna en ese momento la D.R.), y que él no lo envió para que se desenganchara de la heroína, sino para esconderlo durante las elecciones que se aproximan.

Argenis da tumbos de la clínica a La Habana y de La Habana a Santo Domingo a lo largo de una trama suelta y episódica. Al igual que La mucama, Hecho en Saturno puede leerse como una picaresca intervenida: Argenis viaja de jefe en jefe y de enabler en enabler mientras intenta liberarse de esos dos archi-amos que controlan su vida: su padre y el caballo. Hasta cierto punto, esos son los tres ejes cuya interacción produce la novela: Argenis como pícaro, Argenis como Edipo, Argenis como adicto. Lo interesante de la novela es la forma en que el modelo de la picaresca, muchas veces considerado rudimentario y unidimensional, interactúa con las técnicas del modernismo europeo. En el capítulo que marca el final del primer tercio del libro, al despertar, Argenis ve unos tenis junto a su cama. Con ese detonante, Indiana construye una serie de recuerdos, epifanías y asociaciones que poco a poco dejan atrás la escena original hasta llegar a la infancia profunda del protagonista y recuperar un detalle clave que, si bien no lo llevará a ninguna meta concreta, lo ayudará a seguirse moviendo. La escena dentro de la escena recuerda la habilidad y soltura de Virginia Woolf. El tiempo se detiene a media acción; el relato sigue los recuerdos y asociaciones del personaje, recupera un detalle que lo transformará, y poco a poco retoma el momento original, decenas de páginas después.

Con algunas excepciones, escenas como esta se utilizan no para representar el ir y venir entre mundo y mente (paradigma de la experiencia moderna en las obras del high modernism; lo que Mauricio Tenorio llamó the city-like shape of modern consciousness), sino para mostrar otro nivel en el que Argenis no está al mando de sí mismo, de su mente, ni de su experiencia. A la vez que el cuerpo de Argenis se deja llevar por los designios de su padre y el ansia de la droga, su mente es apenas una capa fina de palabras que se adhiere a los objetos que lo rodean, como cuando se sienta frente a la playa y “una tras otra las preguntas brotan de su interior con la asiduidad del ir y venir de las olas”. Argenis es menos un personaje (una persona) que algo parecido a un actante de Propp, un nombre que aglutina actos, remordimientos y percepciones. Las técnicas del modernism, que en la tradición latinoamericana se han leído usualmente como gestos “modernizantes” (es decir, europeizantes) que buscan demostrar la existencia de sujetos autónomos, burgueses, liberales, etc., aparecen en la obra de Rita Indiana con el objetivo contrario: el de explorar la disolución del sujeto (o de un sujeto, por lo menos).

IV

En una entrevista reciente, Indiana dijo: “Mi proceso es buscar la forma de contar una historia no de una forma lineal, sino por medio de estos collages de distintas épocas y fuentes que van hacia lo mismo, caminan hacia un mismo final.” Una descripción de La Habana en Hecho en Saturno deja claro cuál es ese final: “La arquitectura barroca, las ceibas centenarias, las amplias aceras europeas, sin preguntas capciosas sobre las carencias de nadie, ni sobre el derrumbe inminente de infinitas ruinas dispuestas como sobras en el plato de un titán”. En una variación del Angelus Novus de Benjamin, el progreso histórico (incluso en su versión marxista) no es una tormenta que destroza el mundo y aleja al ángel redentor, sino un mesero siniestro que dispone el mundo para la entraña de Saturno, su origen y destino final.

Ensayo

Notas sobre el diván

Si hay un consenso popular sobre la medicina moderna, es que su objetivo debe ser curar enfermedades. No hablemos de aliviar el sufrimiento, prolongar la vida de los moribundos o acabar con su agonía. Tampoco nos pronunciemos sobre las vacunas, los antibióticos y los analgésicos; así se enardecen los debates. El anarquista Iván Illich publicó Némesis médica en 1974 para denunciar que la práctica médica puede dañar la salud. Los antropólogos médicos nos han advertido de la medicalización de la vida desde hace décadas. Y, aunque muchas personas asumen que el movimiento antivacunas está conformado por una muchedumbre inculta y bruta, entre sus defensores hay médicos como Andrew Wakefield, hoy famélico de credibilidad.  

Hablemos de cosas más lindas, como la curación. La curación es una fiesta. La celebran pacientes, familiares y amigos que cabecean en la sala de espera sobre vasos de café quemado. Un cirujano soporta con sonrisa que su paciente exclame “¡Esto fue obra de Dios!” al salir de la sala de operación, como si Jesucristo le hubiera arrebatado el bisturí para ejercer la intangible ciencia del milagro. Sabe que lo colmarán a él de chocolates, frutos secos, botellas de vino y —según me han contado— una pistola Colt envuelta en satín. 

Presenciar la curación intensifica la confianza en la práctica médica, la ciencia y el sentido del quehacer profesional. Esto no quiere decir que un niño sin cáncer vuelva más atractivo al médico, pero sí que su sanación cumple una función elemental: lo legitima. Cuando da de alta a su paciente, el médico confirma que es un especialista.

No es de extrañar que miembros de la comunidad médica desconfíen de prácticas cuyos métodos y resultados son invisibles, como el psicoanálisis. Su duda es hasta deseable. La universidad debería enseñar, ante todo, a sospechar y a reconocer charlatanes. Y sabemos que en el psicoanálisis abundan los charlatanes. Hace días leí una entrevista, fechada en 1989, donde preguntaban a cuatro psicoanalistas si sus pacientes expresaban distintos problemas sexuales en ese momento, en contraste a cuando ellos comenzaron a ejercer. Una psicóloga respondió:

El lugar del sexo […] sigue siendo, como antes, un territorio de anhelos desconsolados. Desconsolados desde que la palabra arrancó los cuerpos del seno de la Naturaleza y los condenó al amor y a la muerte. Desde que la palabra estropeó la carne, como diría Mishima, y la arrojó al tumulto de las pasiones humanas. 

No sólo nos dejó con un gran signo de interrogación, sino que también aprovechó para llevarse de encuentro a Mishima. Total, los muertos no se quejan. 

II


En la colonia xxx hay una casa que visito desde 201x. Una vez a la semana, camino cuesta arriba por la jacarandosa calle xxx y me detengo frente a un alambrado cubierto de trepadoras. Por la ventana se asoma un pastor alemán con las orejas al aire, juicioso y vigilante. K. atiende el timbre y abre la reja chirriante. Hola, pasa, pasa. La banqueta conduce a un zaguán veterano. Un día triste sepultaron los helechos y los rosales en macetas de piedra, arrancaron el césped, tendieron una cama de cemento y estacionaron el auto que comenzó a liberar un tufo a gasolina. 

La costumbre dicta que debo virar a la izquierda, girar el picaporte de la única puerta a la vista, y esperar que K. entre tras de mí y cierre con pasador. 

Acostada en el diván, frente a una pared armada con acuarelas infantiles y pinturas abstractas, caigo en la tentación. Imagino que uno de los cuadros es una avenida vista desde el piso diez de una secretaría de gobierno: los autos aceleran y se funden con el borrón rojo del semáforo; siluetas grises caminan agotadas hacia su fonda de siempre, saboreando con anticipación el plato de arroz con huevo y los chismes de la oficina. La pintura basta para que recuerde los pilares de la burocracia: la jarra de agua del día, la aventura sexual con el compañero de trabajo y la hora de Luis Miguel. 

Debajo del cuadro hay una mesita de madera con figurillas, guardapelos y estuches metálicos que reflejan la luz de la tarde. Desvío la vista del techo a los cuadros a los objetos mientras anudo mis manos y juego con mi liga del pelo. Pienso cómo sería tomar terapia en un tejabán, con la mirada fija en una pared atestada de útiles sartenes y ollas de hojalata, tal vez con un sencillo calendario de carnicería (vaquitas pastando), o de taller mecánico (mujeres rubias de senos redondos posando en traje de baño).

Si fuera más consistente, escribiría un artículo sobre la disposición de los muebles o sobre esta pintura, es decir, “El materialismo en el proceso psicoanalítico: Las implicaciones del orden espacial y las condiciones materiales de un consultorio personal en la Ciudad de México”. O algo así.  

III


En su perfil profesional, K. menciona que es especialista en trastornos de la personalidad, adicciones, sexualidad, intervenciones en crisis, depresión neurótica, desorden de ansiedad por separación, terapia familiar y más temas que googleo un viernes por la noche. La visitan dieciséis pacientes por semana. 

Un mes después de haber regresado al consultorio, abandono uno de los sillones individuales porque el contacto visual con K. está entorpeciéndome. Me acuesto en el diván. Bienvenida, dice ella. Ese día comienzo escuchar que escribe a toda velocidad detrás de mí. Me pregunto si hacer apuntes en una sesión de terapia es, para la analista, tan esencial para retener información como lo es para un estudiante en la universidad. Escribe tanto sobre mí como escribí yo en una clase sobre la Revolución iraní. Nombres: Ayatollah Khomeini, Mossadegh, Reza Shah, Bazargan. Lugares, fechas, hechos. Su escritura frenética disminuye, y después de un rato distingo el sonido de un trazo lento y sostenido. Intento adivinar lo que dibuja.

A espaldas del diván y del sillón de K. hay un ventanal. A veces pauso la libre asociación porque Se compran colchones y el traqueteo de la camionetita exigen que me calle. Aunque va contra el objetivo del espacio, también me gusta cuando las personas pasan por la banqueta e irrumpen en el proceso. Mujeres le gritan a sus hijos, niños corren detrás de sus perros y sueltan carcajadas envidiables. Son las cinco y afuera la tarde transcurre con gozoso movimiento. Aquí hay tiempo suspendido, forcejeo mental y dos o tres ideas en el aire.  

Sigo: “He pensado que…”. Me irrito sola al enunciar que pienso y luego aclarar qué. Hablo y hablo y hablo: la charlatana soy yo. A veces K. responde sorprendida, o se ríe. Cuando permito que el silencio se apodere de la habitación, pregunta despacio:

—¿En qué te quedaste pensando?

Me tomo mi tiempo para contestar. Recuerdo al niño de “Tachas”, el cuento de Efrén Hernández, que mira a través de un agujero triangular en la puerta de su salón de primaria y, en lugar de atender al maestro, contempla las nubes que pasan y se disipan. El niño Juárez, sin duda un monje en formación, presta más atención al silencio que al parloteo educativo:  

No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

IV


Después de septiembre de 2017, después de escuchar varias veces la alerta sísmica, subir corriendo a la azotea de un edificio de nueve pisos, sentir cómo se tambaleaba el mundo y presenciar cómo mi vecina tenía un ataque de pánico, empecé a soñar con temblores. Quisiera saber si alguien ha levantado una encuesta sobre sueños chilangos después de los dos 19 de septiembre. Aunque le creo al profesor que me aseguró que no existe la interpretación general de los sueños, sino que aquéllos cobran significado en cada cabeza, me muero por leer una historia local de las pesadillas. Una historia de las pesadillas urbanas.

V


La paciente de psicoanálisis recita su dolencia y pide alivio. Al igual que los superhéroes y los villanos, la paciente tiene una origin story que explica por qué decidió iniciar el análisis. Perdió a un ser querido. Se separó de su pareja. La asaltaron a punta de pistola. La violaron. Su hija o hijo desapareció. También hay pacientes, los menos, que son la otra cara de la moneda: ellos han violado, asesinado o amedrentado. En la sesión 1, la paciente suelta información de sopetón. La analista escucha, a sabiendas de que no ha llegado el momento de internarse en lo que en verdad importa, apenas de rascar la superficie del sueño que ella tuvo ayer. 

En la administración pública le llaman bomberazo al deber urgente que paraliza las actividades cotidianas. La caída de la línea 12 del metro, por ejemplo. La línea 12 capturó la atención de incontables políticos y servidores públicos por meses. Mientras la televisión transmitía imágenes del vagón desplomándose en avenida Tláhuac, tras bambalinas la función pública suspendía sus labores ordinarias y comenzaba a atender el desastre. La mitigación llega con los meses. Los periódicos continúan imprimiendo noticias; a una tragedia la sucede otra, sobre todo en este país. Para los familiares de las víctimas y los sobrevivientes, el fuego nunca se extingue.

Paradójicamente, para que el proceso psicoanalítico nos lleve hacia algún lado hay que esperar que el bomberazo propio se apague. Lo último que nos hizo sufrir debe ser tan relevante como habernos raspado la rodilla a los once años. Como cáscara de naranja el dolor adelgaza, se endurece y se hace polvo, y al fin podemos mirar hacia atrás. El análisis no curó, sino el tiempo.

VI


Cuando paso la sesión 10 en el consultorio de K., y creo que ya no tengo nada que decirle, empiezo a contarle lo que estoy escribiendo. De pronto, sin saber bien cómo, convertimos el consultorio en taller literario. Ella repite la trama, el narrador y los personajes; interpreta. Pienso pedirle que señale las deficiencias de la historia y que me diga si le aburre. Lo mejor que puede ocurrirte en una sesión de psicoanálisis es sentir que te cae el veinte, que notas algo nuevo en lo que sale de tu boca. Pero en este momento la envidio a ella, receptora de tanta gente, y pienso que Augusto Bracho debió dedicarle su canción: Tú has escuchado más cosas/Que enfermeras y taxistas.

Ficción

Adagietto

Por Armando Gaxiola

Miranda le preguntó qué iba a hacer después. ‘Ah, voy a ir al depa. Abraham me va a hacer cordero. Algo así como una disculpa,’ contestó Irina, sin dar más explicaciones y evitando los ojos de Miranda. Habían pasado suficientes horas hablando como para que esas omisiones fueran llamativas. Irina sabía. Actuó como si hubiera dicho algo sin importancia y cambió de tema, menos para hacer que no le doliera tanto a Miranda y más para evitar hablar de Abraham.

Hubo un silencio breve y, al fin, la certeza de que esta convalecencia era meramente unilateral. El dolor era de Miranda y de nadie más. Asintió con una sonrisa interior, genuina y punzante, como si siempre hubiera presupuesto que Irina seguía con él. Como si sus intenciones, de todas formas buenas, puras, hubieran sido irreprochablemente amigables siempre, y que las muestras de interés excesivas eran producto de su condición como extranjera. Ese año, lo único que le aprendió a los ingleses era cómo parecer ecuánime cuando una se quiebra.

Y eso pareció ser todo. Un hombre con un delantal de cuero sostuvo la puerta desde dentro y abrazaba una escoba con su brazo desocupado. Miraba a las dos personas -no una pareja- conversando en la esquina del fondo del café, como si amenazara con cerrarlo con ambas adentro. Se dieron cuenta, pararon y juntaron sus cosas, se pusieron abrigos, una gorra, orejeras, etcétera.

Se disculparon con el hombre y fueron arrojadas a la calle que todavía centelleaba con el rastro de la llovizna del mediodía y la luz adamantina de los faroles y las decoraciones; sus reflejos en las ventanas, escaparates, algunos letreros de metal y dos o tres coches estacionados. La puerta se cerró detrás de ellos. ‘¿No es extraño?’ dijo Irina, ‘¿Hablar con alguien y luego salir al mundo, ver que todo sigue en su lugar, que nada ha cambiado, que tal vez existe la calle?’ A Miranda también le parecía raro, pero no contestó porque no supo que decir: estaba abrumada. Decidió dirigir la conversación a los dos libros que le iba a regalar (la traducción de Safo de Anne Carson y Nightwood ) y la carta que los acompañaba. Le tomó una semana entera escribirla, para dejar claro, en el subtexto, que le estaba dando una parte de su corazón, que regalar esos libros era un acto de vulnerabilidad sincero. En ese momento, con el paquete envuelto en su mano, sintió que tenía que hacerlo menos.

Miranda le contó cómo en la primavera le prestó cuatro colecciones bilingües de poetas latinoamericanas a una de sus amigas (Pizarnik, Sor Juana, Mistral y Storni las poetas; Amelie la amiga) y le dio una carta explicándole cada volumen. Detalló cómo sus acciones amistosas se malinterpretaron como coqueterías. Deformó el incidente para presentar a los mexicanos como una banda de sentimentales que escriben cartas bajo la menor provocación y regalan o prestan libros a quien se deje. Era una mentirilla blanca que sólo crearía expectativas no cumplidas si Irina llegara a conocer a otra mexicana. Miranda codificó su regalo para implicar que no era más que un gesto amistoso.

Puso los libros en las manos de Irina, con indiferencia performativa y reverencia privada. Tal vez ese fue el momento en el que se dio cuenta de que la amaba. Su amor hipotético se quedaría puro, incontaminado por la realidad, como una pequeña perla rosa, y moriría, esperaba Miranda, con más o menos un mes de pop navideño triste (¿quizá Wham! finalmente le diría algo?) Le caería bien regresar al calor y polvo familiar de la Ciudad de México. Ver a su madre, abuela y perro. Llenar ese hueco cada vez más evidente con chilaquiles, amistades de la infancia (cada vez más remota, al igual que la amistad) y esquinas nostálgicas. Miranda abrazó lateralmente a Irina, intentando evitar incomodidad e intimidad, y ambas agnósticas se desearon un feliz año nuevo. Nunca se había sentido más sola.

Irina andaba al norte, donde las campanas de la catedral repicaban; Miranda al sur, a regresar a su refugio de los elementos de esta isla de la melancolía. El viento decembrino les recordó que tenían un cuerpo con piel atersada por el frío, que tenían un lugar en el mundo. También les recordó que no tocaban a nadie: que, a final de cuentas, la soledad permea a todas las cosas. Los humanos son discretos, hay un punto en el que empiezan y acaba todo lo demás. Ser es dejar afuera. Las corrientes también agitaron sus ropas y liberaron el sorprendente aroma de la otra, inadvertido en el café. Miranda lo notó y sintió una extraña pesadez entre sus pulmones. Se preguntó si podría ser la misma persona que antes.

Ambas caminaron hacia sus departamentos, hasta que, en el mismo momento pero en distintas partes de la ciudad se detuvieron: sus miradas se encontraron con el cielo nocturno. Sus ojos se llenaron de la extendida y reconfortante nada infinita.

Con un alivio que era el mismo pero tenía orígenes distintos, vieron que el mundo también estaba vacío. Tras un esfuerzo breve, dos sonrisas de felicidad y compasión, de ironía y ternura siguieron caminando en direcciones opuestas. Detrás de las decoraciones, las estrellas centelleaban a lo lejos. Qué tristes, qué hermosas eran.

Poesía

Lázaro con branquias

En mi siguiente vida quiero ser un fósil viviente.

Un oxímoron de la naturaleza. Un celacanto en el océano,

un asprete entre los ríos, una especie que no muere.

Seré un misterio de vida, un eterno regreso.

Aquel que declaran extinto y que resucita

de entre los muertos. Un Lázaro con branquias

que se oculta de extinciones masivas.

En mi siguiente vida seré un eterno continuo

de esto que siempre amenaza:

un meteorito que no nos mata.



Itzel Hernández nació un martes trece.