Cultura

Emily Dickinson: libre en cautiverio

Por Juan Carlos Calvillo

Lo que se ha dicho sobre el impacto del confinamiento en nuestras vidas ha sido ya tanto a lo largo de los últimos doce meses, y tan devastador, que me siento incapaz de darle a la gente querida unas palabras de aliento. Y, sin embargo, el objeto de mis estudios literarios durante más de una década ha sido la obra de una persona que vivió toda su vida adulta en un cautiverio semejante a aquel en el que vivimos ahora nosotros, y dado que la compañía es una de las cosas que más añoramos en este encierro, me parece buena idea, en vista de mi mencionada incapacidad, compartir un atisbo de la experiencia de esta escritora estadounidense. Me refiero, desde luego, a Emily Dickinson.

Son bastante conocidos algunos hechos, ya casi legendarios, relativos a su aislamiento: que a partir de los treinta años, más o menos, se retiró de la sociedad; que vivió prácticamente sin salir de la casa de su padre; que sus poemas no se descubrieron sino hasta su muerte en 1886, guardados en un baúl al pie de su cama; que vestía toda de blanco y que no hablaba con visitas más que a través de una puerta entrecerrada en la habitación contigua. Nadie sabe muy bien por qué decidió enclaustrarse y dejar de ver a la gente: algunos biógrafos suponen que padecía agorafobia, o epilepsia, o que sufría ataques de pánico; otros creen que fue una medida que adoptó luego de pasar por una experiencia traumática, en términos emocionales, alrededor del año de 1860. Hoy en día, la crítica cree mucho más probable que la decisión de recluirse fue, más bien, un ejercicio cabal del albedrío, una afirmación rotunda de su independencia. Emily Dickinson optó por el arte en lugar de la vida pública, o al menos de la vida convencional que se esperaba que vivieran las mujeres de su posición en la Nueva Inglaterra del siglo xix.

Lo cierto es que Emily Dickinson prefirió la privacidad (y la privación que viene con ella), y que en el aislamiento la poeta encontró una especie de emancipación que no habría tenido de otro modo. Como ella misma escribió en el poema 657, no es que viviera en el encierro, sino que el retiro fue para ella una forma de libertad. Les leo el inicio de ese poema en traducción mía:

La Posibilidad es mi morada –

una Casa más bella que la Prosa –

superior en Ventanas –

de Puertas – numerosa –

Ahora bien, es verdad que la casa de la familia tenía un jardín inmenso, y, como todos sabemos, eso hace un poco más llevaderas las cosas; pero, en todo caso, lo que importa es que el mundo de Dickinson fue siempre un mundo interior; un mundo en el que, por ejemplo, bastaba un libro para viajar a las tierras más lejanas (poema 1263), un mundo en el que no hacía falta más sociedad que uno mismo y su alma (poema 303), unos cuantos corresponsales y una consagración al poder humano del arte.

Digo lo del jardín de broma, aunque no tanto: claro, es mucho más fácil sobrellevar el encierro en un caserón enorme que en un departamento moderno. Pero lo digo porque Emily Dickinson desarrolló con ese jardín una relación de gran intimidad. Algunos de sus poemas se dan a la tarea de retratar el mundo natural, sus ciclos, sus habitantes y el asombro que le producen a todo aquel que está dispuesto a escuchar sus mensajes. No se trata necesariamente de la experiencia sublime, pero todos, en algún momento, nos hemos sentido en compañía de la naturaleza que nos rodea, y ése es un mundo que se revela sumamente ajetreado, el de las aves y las hormigas y las plantas, una vez que uno le otorga la atención necesaria. Por poner un ejemplo, así describe Dickinson el paso veloz de un colibrí por un arbusto; la estampa se ofrece en términos casi impresionistas (es mi traducción del poema 1463):

La Ruta de una Evanescencia,

con una Rueda giratoria –

la Resonancia de Esmeralda

y una Ráfaga de Grana –

y cada Flor en el Arbusto

se ajusta la Cabeza atropellada –

llegó – quizá – el Correo de Túnez,

un grato Viaje de Mañana –

Salta a la vista que el colibrí ni siquiera se menciona: lo que queda registrado es el efecto, la conmoción que provoca, el rastro color esmeralda y carmín que el ave deja impreso en las sensaciones. Y, sin embargo, la manera que tiene la poeta de concebir este acontecimiento repentino es ponerlo en términos humanos: habrá llegado “quizá – el Correo de Túnez”, el cartero de un país lejano. La personificación del colibrí le ayuda a comprender un suceso que en realidad ocurre mucho más rápido de lo que pueden procesar el ojo y la mente. Y cuando el mundo a nuestro alrededor se convierte en una especie de sociedad, cuando el colibrí es el cartero, cuando el sol desata los listones de las montañas, cuando uno se deja sorprender por la “asesina rubia” (que es como ella llamaba a la escarcha que mataba sus flores), quiero decir, cuando uno es capaz de sentir ese asombro frente un grillo o frente a la luz sesgada del invierno, uno nunca se siente en realidad encerrado. Como escribió alguna vez otro famoso poeta del mismo período y del mismo estado de Massachussetts, Henry David Thoreau: “¿Por qué habría yo de sentirme solo? ¿Acaso no está nuestro planeta en la Vía Láctea?”.

Con todo, Emily Dickinson nunca dejó de pensar en la severidad de su estilo de vida, en los sacrificios que exige la entrega absoluta a la poesía y la abdicación de todo lo demás. La privación es uno de los grandes temas de su obra. Hay poemas en los que la carencia, voluntaria o involuntaria, se entiende como la única forma de vivir y sentir la presencia; es decir, por vía negativa: uno aprende lo que es el placer sólo por medio del sufrimiento. Dicho en otras palabras, son la falta o la pérdida las que confieren significado a los breves instantes en los que existe gratificación. Hay un poema, por ejemplo, el número 67, en el que escribe:

El éxito estiman lo más dulce

los que nunca triunfaron.

Para entender el néctar se requiere

la sed y el desamparo.

Dickinson tenía una visión trágica no sólo del sufrimiento sino también del aprendizaje: en otro poema, incluso más explícito, que sólo voy a parafrasear, el número 167, la poeta afirma que el éxtasis se aprende sólo por medio del dolor, “como los ciegos aprenden [a valorar] el sol”, es decir, cuando es ya demasiado tarde para verlo con ojos propios.

Emily Dickinson era también muy consciente del dolor que provoca la decisión de renunciar. Uno de mis poemas favoritos habla precisamente de la renuncia como si fuera una virtud, como si hubiera una suerte de heroísmo en la capacidad de privarse uno de lo que anhela, y, sin embargo, el poema es totalmente fragmentario —estertóreo, diría yo— a causa del sufrimiento que le produce tomar esa decisión. Aquí, de nuevo, mi propia versión del poema 745:

Dolorosa Virtud – es la Renuncia –

Permitir que se vaya

Una presencia – a cambio de Esperanza –

Ahora no –

Sacarse una los Ojos –

El Alba solamente –

No sea que el Día –

El Gran Progenitor del Día –

Dispute la victoria

Renuncia – es la elección

en contra de sí misma –

para justificarse

una misma a sí misma –

cuando un propósito ulterior –

la haga parecer nimia –

una Visión Velada – Aquí –

Qué difícil es renunciar, “permitir que se vaya / una presencia – a cambio de Esperanza”, saber decir “Ahora no”, “justificarse / una misma” en nombre de “un propósito ulterior”. Creo que éstas son palabras que nos hablan directamente a nosotros, aunque no compartan exactamente el contexto en el que ahora nos encontramos. Y aunque sean palabras duras, también Dickinson sabía muy bien lo que es ese “propósito ulterior” por el que vale la pena la renuncia, el sacrificio, y tampoco de él apartaba ni la vista ni su pensamiento. Mencionó Emily al principio del poema anterior la palabra “Esperanza”, y termino este breve texto informal con un poema dedicado a ella, la esperanza entendida en esta ocasión como un ave que no deja de cantar. Es mi traducción del poema 254:

La “Esperanza” es el ser que tiene plumas –

y se posa en el alma –

y canta la canción sin las palabras –

y no cesa – por nada –

que más dulce – en el Vendaval – se escucha –

y sólo un turbión

resentido podría aturdir al Ave

que a tantos dio calor –

La he escuchado en tierras congeladas –

y en el Mar más extraño –

mas nunca, ni en Penuria, exigió

la miga – de mi Mano.

Espero que el canto de esta ave se escuche todavía, luego ya de tantos meses de confinamiento, y que, si alguna de estas palabras fue de utilidad, permitan ustedes que Emily Dickinson les brinde un poco de compañía en estos tiempos tan difíciles.

Ciudad de México

Abril de 2021


Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.

Ensayo

Se va a caer desde arriba

Por Luisa De la Concha Montes

En su libro “Arqueología del Búnker”, el teórico y filósofo cultural Paul Virilio habla sobre la extraña dicotomía que representa el búnker de guerra. Mediante un ensayo visual que documenta la presencia de estas estructuras después de la Segunda Guerra Mundial, Virilio explora la extraña tensión que representa la existencia de estos búnkeres en el terreno que ha dejado de ser un campo de batalla. Según él, uno de los aspectos principales del posmodernismo es que conceptos binarios, como son las ideas de guerra y paz, o áreas civiles y militares, dejan de ser válidos. En otras palabras, el posmodernismo indica un cambio en el que cada aspecto de nuestra sociedad es guiado por los conceptos de dominación y colonización. De este modo, los terrenos físicos se convierten en áreas que deben ser “defendidas, aseguradas, invadidas o conquistadas.”[1] De acuerdo con esta idea, las herramientas culturales, como el cine, la televisión y la fotografía, se vuelven una parte esencial de la dinámica de control. El mundo de la violencia pasa del campo de batalla y se adapta al campo mediático; los lentes de las cámaras se convierten en las nuevas armas de fuego.

Al adoptar esta teoría como punto de partida, quiero proponer que del mismo modo que el mundo mediático ha utilizado la violencia como su referente principal, existen maneras en las que podemos utilizar sus mismas armas para reconquistar el espacio de manera constructiva. Para lograr esto, podemos utilizar la fotografía como un referente simbólico que nos puede ayudar a imaginar y construir utopías feministas. Hace un año, la Ciudad de México fue testigo de una de las marchas más grandes de nuestra historia. De acuerdo con números oficiales, la protesta del 8 de marzo contó con más de 70 mil participantes.[2] Personalmente, fue una experiencia extraña, ya que no pude estar ahí. Crecí en la Ciudad de México y me mudé al Reino Unido hace tres años. Sin embargo, mi identidad como mujer feminista está fuertemente arraigada a mi tierra madre. No estar presente físicamente me llenó de nostalgia, pero también de orgullo. La experiencia de ver a miles de mujeres volverse parte de un movimiento que previamente no entendían fue apaciguadora. Por un día, la ilusión de paz y sororidad se volvió real. Sin embargo, también estuve muy consciente del impacto que el no-estar-ahí tuvo en mi propia visualización de la marcha. Todo lo que vi, experimenté y sentí fue un producto mediático.

Una de las imágenes que más me impactó fue la fotografía aérea que tomó Santiago Arau de la Alameda Central. En esta foto se puede ver a la multitud de manifestantes entre los edificios, el Hemiciclo a Juárez y las jacarandas. Virilio sostiene que una de las maneras en las que los ideales del campo de batalla se transfieren al territorio citadino es por medio del diseño del espacio. Es decir, la planeación urbana se convierte en “un arma estratégica de fortificación.”[3] De esta manera, la fotografía de Arau subvierte el uso de las estructuras urbanas para el beneficio político de la protesta; el tamaño de los edificios permite entender la magnitud física de la marcha. Al documentar este espacio urbano en el contexto de la protesta, Arau además establece una visión urbana que sobrescribe las intenciones patriarcales del Estado. Aunque sea de manera ficcional y temporal, esta fotografía nos permite ver una realidad alterna en la que la ciudad le pertenece al movimiento feminista y no al Estado.

Santiago Arau, “Jacarandas Alameda Central Marcha 8M”, 8 de Marzo, 2020.[4]

Otra de las ideas de Virilio que se pueden adaptar a la lectura de esta imagen es la fluidez. Virilio analiza el uso del concreto en el búnker para crear una metáfora respecto a las contradicciones de la posmodernidad. De manera similar al búnker, que está hecho de concreto líquido, la posmodernidad depende de discursos inestables basados en los flujos del capital. A pesar de ello, la estructura del búnker y de la posmodernidad encuentra la manera de existir y resistir. De este modo, al utilizar un dron –un objeto capaz de transcender las barreras físicas de la ciudad– para tomar esta fotografía, podemos re-imaginar la fluidez como una técnica visual que nos permite dejar atrás las barreras del cuerpo humano y del patriarcado. Recordemos que la lucha feminista en México está firmemente arraigada en la experiencia corporal. Es un movimiento que lucha en contra de la violación, el acoso sexual y los feminicidios. En esencia, es un movimiento que desea ponerle final a la normalización de la violencia hacia el cuerpo femenino y que nos invita a emanciparnos de la mirada masculina. Debido a esto, el uso del dron es sumamente simbólico. La imagen no es tomada por un cuerpo humano y el dron se convierte en un agente que nos permite ver más allá del género: nos ayuda a imaginar una realidad post-humana.

La imagen también crea una ilusión visual de fluidez: pareciera que las manifestantes se filtran entre las calles de manera casi líquida, reconquistando el espacio y moviéndose libremente. Uno de los aspectos más importantes de esta escena es la idea del colectivo. Contrario a los propósitos de dominación del Estado, el propósito de las manifestantes no es conquistar el espacio para su beneficio individual, sino crear un ambiente físico en el que cada mujer se pueda sentir segura. Esta imagen nos permite ver una urbe imaginaria en la cual las barreras simbólicas impuestas sobre el cuerpo femenino son derribadas. Un contrargumento sería que esta foto de cierta manera borra las historias individuales de cada feminista y crea una percepción homogenizada del movimiento. Sin embargo, quiero proponer que esta homogenización tiene un propósito político muy claro: esta imagen nos ayuda a sanar momentáneamente los choques ideológicos que son intrínsecos a las diversas ramas del movimiento feminista, creando una utopía visual de sororidad. En palabras de Virilio, el uso de la visión artificial del dron nos permite “reconstruir un paisaje que de otro modo experimentaría una fragmentación infinita.”[5] A pesar de que esta imagen evidentemente es una versión ficticia del feminismo, su existencia y su lectura subversiva nos permite sanar las pérdidas y tensiones ideológicas del feminismo mexicano, convirtiendo esta imagen en un símbolo necesario. En otras palabras, esta imagen es un símbolo que nos permite re-imaginar el campo de batalla contemporáneo de la política sexual como una utopía libre de contradicciones.

Quiero finalizar este ensayo hablando del aspecto más simbólico de esta imagen: las jacarandas. La primera vez que vi esta foto fue en Twitter, acompañada del encabezado “¡Las jacarandas también son feministas!”[6] La simplicidad de esta frase y de la foto me movió el suelo a pesar de estar a más siete mil kilómetros de distancia por dos razones principales. La primera razón es meramente visual. Este gesto simple, en el que las jacarandas se confunden con las manifestantes y viceversa, crea una enfática coexistencia entre la naturaleza y el cuerpo, sugiriendo que la verdadera emancipación del patriarcado implica una tregua con la naturaleza.  La segunda razón, sin embargo, es un poco más compleja, ya que tiene que ver con mi memoria e identidad feminista.

Hace unos días recordé que la primera manifestación a la que asistí fue en el 2003, en contra de la guerra en Iraq. Vagamente recuerdo que mi mamá y yo asistimos juntas. También recuerdo que había muchas personas con carteles, pero nosotras no teníamos un cartel. Al darse cuenta de que esto me molestaba, mi mamá tomó un papel huérfano que estaba en el suelo y utilizando el jugo de las jacarandas como tinta, escribió No a la guerra. Cuando el mundo me pesa y leo encabezado tras encabezado de mujeres desaparecidas, regreso a esa memoria de la tinta morada y de las manos de mi madre encontrando la manera de politizar a la naturaleza. Sé que mi mamá probablemente sintió impotencia al saber que nuestro cartel no sirvió de nada (un mundo en el que las jacarandas paran una guerra en Iraq no existe), pero también sé que esas manos, las mismas manos que me arroparon cuando yo no sabía hacerlo, las mismas manos que golpearon a un hombre en el metro cuando intentó masturbarse contra ella, las mismas manos que pintaron jacarandas sobre el papel, nunca dejaron de trazar palabras utópicas. No a la guerra es un suspiro distante, una promesa ficticia. Del mismo modo, se va a caer, es una proclamación necia, a veces ciega, pero no por ello deja de ser necesaria. A veces, el dolor de la realidad nos hace olvidar que necesitamos soñar para seguir existiendo. Imágenes como la que tomó Arau hace un año son símbolos necesarios que nos permiten volver a la inocencia de la niñez, al calor de la maternidad y a la inexistencia de las dicotomías.

Un año después, las jacarandas siguen cayendo, desde arriba.


[1] Douglas Kellner, ‘Virilio, War and Technology: Some Critical Reflexions’, in Paul Virilio: From Modernism to Hypermodernism and Beyond. ed. By John Armitage (London: SAGE, 2000), pp. 103-125 (p. 104).

[2] https://www.infobae.com/america/mexico/2020/03/08/minuto-a-minuto-de-la-marcha-por-el-dia-internacional-de-la-mujer-comienzan-pintas-en-la-plancha-del-zocalo-de-la-cdmx/#:~:text=Sobre%20Avenida%20Ju%C3%A1rez%20y%20Eje,a%20la%20marcha%20del%208M.

[3] Paul Virilio, Speed and Politics (Cambridge: MIT Press, 1977), p. 11.

[4] https://www.instagram.com/p/B9fUANXH4L-/

[5] Paul Virilio, Bunker Archaeology (New York: Princeton Architectural Press, 1994), p. 40.

[6] @Hipofrenia_, 9  de marzo, 2020 <https://twitter.com/Hipofrenia_/status/1236888738447462400&gt;


Luisa De la Concha Montes (Ciudad de México, 1998) es fotógrafa y escritora. Instagram: @erst.while

Cultura

Italians do it better

Por Fabrizio Cossalter

¿Quién es ese imbécil? Soy yo.

Piergiorgio Bellocchio

Existen los imbéciles superficiales y los imbéciles profundos.

Karl Kraus

Todavía actuamos bien, pero el guión no es nuestro.

Alfonso Berardinelli

La semana pasada estaba revisando —gajes de la cuarentena— un montón de papeles y periódicos viejos, con la intención de tirarlo todo, cuando choqué de nuevo, después de unos cuantos años de olvido selectivo, con el rostro noblemente envejecido —casi de antiguo senador romano— de Andrea Camilleri, el apóstol, ya fallecido, del midcult made in Italy, quien me miraba desde la portada amarillenta de una antigua edición del suplemento cultural más leído en el ámbito hispánico. En ese momento, por un descuido, la ceniza del cigarrillo que estaba fumando se cayó en la copa de vino, así que no puedo decir si el subsiguiente reflujo fue provocado por el agravio póstumo a mi supuesto buen gusto literario o por mi habitual torpeza.

De todas formas, la fotografía de aquel apacible nonagenario me recordó el encumbramiento de una obra francamente mediocre, cuya fortuna global ha encontrado un caldo de cultivo inmejorable en la nefasta hegemonía industrial de los indigeribles «guisos novelescos» (Gianni Celati), en la inaguantable trivialidad de la corrección política y en el inevitable colapso —por síndrome de agotamiento— de la crítica literaria y la Kulturkritik.

Hoy día nos deleitamos, en cambio, con las tesis de licenciatura, de maestría y de doctorado dedicadas a la obra de Alessandro Baricco, con los simposios en honor de Umberto Eco y de su meliflua «Sopa Medieval» (Piergiorgio Bellocchio) y con los proyectos de investigación inspirados en Gomorra (el libro, la película, la serie televisiva, qué más da…).

Mientras tanto, Giovanni Comisso, Antonio Delfini, Luigi Meneghello, Paolo Volponi, Goffredo Parise y Gianni Celati yacen —con loables excepciones, naturalmente— casi olvidados en las estanterías de las bibliotecas universitarias, entre el polvo y el desasosiego. Por no hablar de los grandes críticos literarios, de los ensayistas más imprescindibles —por ejemplo, Sergio Solmi, Roberto Longhi, Giacomo Debenedetti, Cesare Garboli, Luigi Baldacci, Giovanni Macchia—, que sobreviven ocultos en la clandestinidad de alguna biblioteca particular.

La sonrisa siniestra del populismo cultural, que nos acecha junto con su camarada histórico, el esnobismo de masas, no es sino la prueba general de nuestro próximo, ridículo entierro. La banalidad y el conformismo habitan felizmente el imaginario desertificado de los herederos de Bouvard y Pécuchet y alimentan la sed de distinción simbólica que caracteriza su empobrecida relación con lo que antaño se solía llamar juicio de valor.

¿Soy demasiado nostálgico? No lo creo, nunca he conocido otra realidad, al fin y al cabo, y no tengo nada que añorar. Además, el exceso de atrabilis me lo impide. ¿Parezco apocalíptico? Tampoco lo creo. En la «estación meteorológica del fin del mundo» (Karl Kraus) no hay espacio para la grandeza desesperada del milenarismo. Lo nuestro es más bien la eutanasia narcotizada.

La compraventa de disfraces intelectuales convierte incluso a los mesianismos revolucionarios y a las teologías negativas —ese matrimonio contra natura entre Benjamin y Heidegger, hoy en día tan en boga— en juguetes de temporada. Si todavía existieran los intelectuales —pero no estoy nada seguro de que sea así—, los podríamos dividir en dos categorías vocacionales: los apocalípticos-integrados y los integrados-integrados.

Los primeros nos ofrecen desde hace décadas el dudoso placer de la regresión y acaban por vendernos muy caro su nihilismo barato. Los segundos nos entretienen con el espectáculo de su cursilería y nos invitan a disfrutar sin complejos de los territorios exóticos de un turismo cultural apto para cada edad del hombre: las transgresiones de cartón piedra al servicio de nuestros paladares atrofiados, que se lo tragan todo sin retener nada; la gimnasia genital disfrazada de erotismo y el exhibicionismo impúdico; los dilemas maniqueos de la novela negra y la (in)ofensiva violencia de papel de la narco-literatura; el plagio pseudo-expresionista de los argots y los dialectos como garantía, adulterada a la par que exitosa, de «estilo» y «autenticidad»…

Mi dispepsia crónica no me permite leer la mala literatura, y menos aún la falsa buena literatura. Es la única virtud que me reconozco. En todo lo demás, mis cualidades y mis costumbres no se alejan de la medianía nada excepcional de una especie en irreversible decadencia. ¿Cómo avivar, pues, el rescoldo de estos fuegos fatuos, que tan sólo representan la exhalación nocturna y solitaria de un desconcierto originario? Al carecer de cualquier teoría o ideología, no puedo sino encomendarme a la idiosincrásica legitimación de la única consigna moral y estética en la que sigo, a pesar de todo, creyendo: «Limitar el deshonor» (Piergiorgio Bellocchio).


Fabrizio Cossalter (Padua, 1974) es ensayista y editor italiano, residente en México.

Cultura

Sobre el pobre trato a la literatura distópica

I


Si hay una historiografía vasta e interminable, ésta es la de la ciencia ficción. Aquí pretendo agregar sólo una nota sobre una tendencia que no he visto discutida ni diseccionada: la confusión entre el género distópico y los peores futuros posibles. 

II

Cuando escuché a la gente hablar sobre literatura distópica por primera vez, incluí títulos que otros probablemente guardarían en la parte de mero abajo de su librero: La trilogía de Vang, Dune, algunos cuentos de Cordwainer Smith, La guerra de los mundos. Todos estos títulos contienen mundos distópicos en el sentido ortodoxo de la palabra: un mundo en el que, idealmente, nadie viviría. Después, pensándolo bien, agregué la serie de libros de El embrujador y otras que muestran los mismos valores. No todas son ciencia ficción. No parecen tener en común nada, además de la filogenética de infiernos. 

La etiqueta “distopía” recoge títulos de lugares distantes entre los estantes de las librerías. No busco hacer filología sobre el género, pero un poco de perspectiva quizá permita que mis argumentos tomen fuerza. 

III 

Considero que Tucídides inauguró el género con el diálogo Melio. ¿Por qué? Uno especula al leer historia. La absorción pasiva de fechas y nombres es un mito. La lectura de eventos implica ir a lugares, especular sobre ellos y eso, al final, también es literatura. 

¿Cómo se pronunció el texto? ¿Qué cara pusieron los atenienses? ¿Qué esperaban y temían los melios? Después de los aciertos literarios clásicos, uno puede pensar que este diálogo comparte puntos con la fantasía totalitaria. Creo que toda la literatura distópica puede reducirse a una sentencia ateniense: “Los fuertes hacen lo que pueden, y los débiles sufren lo que deben”. 

IV 

Cuando escuché a alguien hablar de la distopía como un lugar similar a la Utopía original, me di cuenta de lo pobre que es la documentación alrededor del género. Ya no es una actitud o un método especulativo. La distopía, hoy, es un lugar delimitado, con fronteras claras, leyes y organismos. ¿De verdad podemos agrupar cientos de libros, desagradables, en una sola incidencia que englobe los posibles peores futuros? Mi respuesta es no. Hablar de la “distopía” como si fuera un lugar al que se le agregan nuestras pesadillas es como ver a Heródoto hablar sobre criaturas fantásticas nacidas debajo del orto de Helios. Divertido, pero una fantasía. 

El peligro de reducir la literatura distópica a la fantasía totalitaria yace en el mismo peligro de leer historia sólo para memorizar nombres y lugares: convertirla en un catálogo muerto, inservible, que ve como lápidas a sus habitantes. ¿De qué sirve decir que Trump es como el Imperio o lo que sea si lo único que hacemos es tuitear desde casa? Especialmente mientras seguimos comprando en Amazon. 

¿A qué se debe este fenómeno? Tengo una vaga idea, pero no me interesa discutir filogenia. Lo que me interesa es corregir este uso, donde lo distópico se reduce a una fantasía totalitaria donde el Individuo lucha contra El Gobierno (y son invariablemente gobiernos a los que se enfrenta la gente, una brillante muestra del sustrato político de los escritores). ¿No es una distopía, también, la eterna guerra de BattleTech? ¿No es el mundo de Sapkowski una distopía mágica? ¿No se acomoda más a nuestras preocupaciones el mundo de Juanito Nemotecnia? Sin embargo, la literatura distópica que leemos se parece más a Atlas Shrugged que a Neuromante. 

VI


¿No es absurdo que el mayor temor de estos autores siga siendo la URSS? Éste es mi principal problema con las fantasías totalitarias: son reliquias de tiempos pasados, cuando la libertad personal y la rebeldía eran el antídoto a la burocracia roja. Esto se ve incluso hoy, en las protestas de Hong Kong. La gente afirma que la China de Tiananmen es la misma de hoy. Creo, sinceramente, que deberíamos temer más a los banqueros que al Big Brother que ve todos mis pasos y censura lo que se le antoja. No vivimos en 1984. 

El lunes 7 de diciembre se comenzó a cotizar el agua como comodidad en Wall Street. No entiendo cómo vemos eso y aun así pensamos que nuestro mayor enemigo es la imposición de la URSS, y no los mirmidones argénteos que escalan el World Trade Center todos los días. Debemos reconocer que la literatura distópica abarca mundos distintos a los de las fantasías totalitarias. Y que, aunque aquellas creaciones literarias no son obsoletas, ya no representan lo mismo que antes. Hay muchos autores que logran vislumbrar nuestros tiempos con más fidelidad. 


Alejandro Navarro (Monterrey, 1994) es letrólogo. 

@nnivannivienen

Cultura

Nuestras lecturas favoritas de 2020

“¿Quieres sentirte mejor? Deja de leer libros nuevos”, escribió Emily Temple el mes pasado en la plataforma Lit Hub. Temple abogó por desempolvar los estantes y leer libros “viejos” para escapar de los desaires de 2020. Y es que la literatura reciente, aclaró, no ofrece el mismo consuelo que un libro de otra época. Con ese espíritu, ofrecemos esta lista de nuestras lecturas favoritas del año. Abajo recomendamos libros y cuentos recientes, libros con antigüedad respetable, libros viejos, y también, porque no todos buscamos lo mismo en la literatura, libros sobre el futuro. Esperamos que alguno atrape su mirada.

Feliz año nuevo.


De Azucena:

Cumbres borrascosas, de Charlotte Brontë. ¿Qué fuerzas oscuras reinan en este texto? La intensidad del antihéroe que declara: si no hay amor, que haya muerte. La malicia envidiable de la heroína que asegura: yo hago lo que se me da la gana. El lenguaje simplón de la narradora, la sirvienta Nelly, que abre los oídos del joven Lockwood, y los nuestros. Nelly fue testigo de la vida desgraciada de Heathcliff y contarla le produce placer malsano. Cumbres borrascosas es un chisme muy largo ejecutado con maestría. En marzo, cuando se publicaban reseñas de La peste y La montaña mágica para teorizar sobre la epidemia, releer el desamor de Cathy y Heathcliff me ofreció un horizonte limpio y reconfortante.

“Tachas”, de Efrén Hernández. Un joven distraído mira por la ventana mientras su maestro dicta la lección. Las nubes avanzan y se tuercen en el cielo azul. Él ha dejado de atender la clase. De pronto el maestro lo atrapa y le hace la pregunta que inicia el relato: ¿Qué son tachas? Quiere saber si el estudiante ha estado prestando atención. La mirada del joven va más allá y se funde con el pensamiento existencial. “¿Quién va a saber lo que son tachas? Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy, ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy haciendo”. En este cuento, Efrén Hernández presenta la característica definitiva de su narrativa: la libre asociación y el desvarío agudo y sensible. El tren de pensamiento, de un modo u otro, llegará a su destino. Disponible aquí.

Nieve de primavera, de Yukio Mishima. El primer volumen de El mar de la fertilidad abre con los mejores amigos Honda y Kiyoaki, hijos de familias promientes del Japón posterior a la guerra ruso-japonesa. Honda, estudiante brillante y dedicado, permanece en las sombras mientras se desenvuelve el romance entre Kiyoaki y Satoko. El embarazo accidental de Satoko desencadena los hechos más importantes de la novela: hundida en vergüenza, la muchacha corta su abundante cabellera y busca la protección de monjas budistas. En el convento hace un juramento de castidad y renuncia para siempre a su relación clandestina con Kiyoaki. Él la busca, desesperado y herido. Avanza hacia el convento dando tumbos en la nieve. Aunque su corazón se debilita en cada vuelta, las monjas le niegan una audiencia con Satoko. Es Honda, el protagonista verdadero, quien asiste a su amigo. Así escucha la visión definitiva, la que explica los otros tres volúmenes de la tetralogía, en voz de Kiyoaki: “Nos volveremos a ver. Bajo la cascada”. El libro más bello que leí en 2020.

“Opus 123”, de Inés Arredondo. Aunque los relatos más famosos de Arredondo pertenecen a La señal y Río subterráneo, en Los espejos encontré uno distinto, más extenso, que se convirtió en uno de mis favoritos. Pepe Rojas y Feliciano Larrea sufren el desprecio de sus compañeros de escuela y de los patriarcas de sus casas. Sus compañeros los maltratan. Son la vergüenza de sus padres. Los niños perciben, de reojo, la existencia del otro; lo añoran, pero temen acercarse y empeorar la situación. La fijación silenciosa se cimenta, primero, sobre su homosexualidad; pero es el profundo amor por la música lo que los une de manera irrevocable. Este relato de Arredondo describe las consecuencias sentimentales de la homofobia para dos niños que, tímidos, apenas se abren al mundo social. Ambos deben aprender a vertir su felicidad, sus desdichas y penas, en el piano.

Con mis ojos a los muertos, de Magolo Cárdenas. La delicada imagen de una ciudad al noreste de México se vislumbra en esta mezcolanza de narrativa breve, los apuntes y las ocurrencias de Josefa, una alumna de un colegio de monjas, y los anuncios del gobierno municipal. En un apunte, Josefa escribe: “La madre Sorondo supo que habíamos ido a ver Lo que el viento se llevó y dijo: lo que el viento se lleva es su pureza y castidad”. La combinación estrambótica de textos permite que la escritora explote el humor y, a la par, ofrezca la mirada íntima y digna de una narradora-historiadora. Un libro brevísimo y creativo que me hizo reír.


De Armando:

All the Sonnets of Shakespeare, editado por Paul Edmondson y Stanley Wells. ¿Hay algo que pueda ofrecer una nueva edición de los sonetos de Shakespeare? Sí, mucho. Esta edición de Paul Edmondson y Stanley Wells es interesante por dos motivos: por un lado, no se limita a los 154 sonetos que Shakespeare publicó en 1609, sino que incluye los sonetos que están dentro de sus obras de teatro, como los de Romeo y Julieta, Enrique V o Troilo y Crésida. Por el otro, los poemas están organizados cronológicamente. Ambas características rompen con la lectura tradicional de estos textos y permiten mostrar el desarrollo del soneto en la obra de Shakespeare y de su trayectoria como escritor. Esta edición es tan atractiva para las personas que están acostumbradas a la obra shakespeariana como para las que no. Ofrecer una visión nueva de los sonetos en una forma comprehensiva, accesible e interesante es todo un mérito por sí mismo.

El ojo castaño de nuestro amor, de Mircea Cărtărescu. Los cuentos de El ojo castaño de nuestro amor ondulan entre la tristeza introspectiva y lo grotesco, pero le dan espacio a lo sublime y a una belleza visual abrumadora. Aunque casi todos los cuentos de esta colección remiten a la infancia del autor en la Bucarest comunista, también abundan los pasajes oníricos, el pasado histórico y las preocupaciones ensayísticas sobre la importancia de la literatura, de su herencia rumana y el lugar de la poesía en nuestros tiempos. Este libro, con sus momentos de luz y tristeza iridiscente, tiene una faceta poco usual en los textos de Cărtărescu, alimenta mi sospecha de que no hay un sentimiento humano ajeno a su obra. La brevedad hace que sus cuentos sean accesibles, a pesar de su densidad expresiva y su profundidad. Creo que esa combinación hace que este libro sea la mejor introducción a un autor fascinante y extraordinario.

Lolita, de Vladimir Nabokov. Por su tema, me rehusé durante un par de años a leer Lolita. Una novela sobre un pedófilo siempre tendrá razones de sobra para ser controversial e incómoda, mucho más si es tan buena. Evitarla fue un error. La repulsión y el rechazo que pueda y deba generar el protagonista se contrapone directamente con el lirismo y la hermosura de su relato. El libro funciona como una advertencia sobre el poder de la literatura y sus peligros, en la que se puede empatizar hasta con las figuras más monstruosas. Se lee como una carta de amor a la lengua inglesa, una exploración de sus sonidos, ritmos y asociaciones. Éste es un libro que hay que leer y, de ser posible, en voz alta. Su musicalidad es sobrecogedora.

La mesa limón, de Julian Barnes. A lo largo del año he regresado varias veces a este libro por sus ternuras inesperadas y su intimidad. Las páginas de esta colección magistral de cuentos están pobladas por personas envejecidas, que ven en retrospectiva sus deseos frustrados, particularmente los sexuales y afectivos. Sus pasados están llenos de relaciones disfuncionales, problemas de comunicación y domesticidades rotas. Me gustaría destacar por su sentido del humor “Vigilancia”, un cuento sobre un hombre desilusionado por la relación con su esposo, que, para desahogarse, comienza a callar a las personas que hacen ruido durante los conciertos de música clásica, así como “La de cosas que sabes”, que es sobre las reuniones de dos viudas que se hacen compañía, a pesar de no soportarse. Es una serie de retratos de nuestra humanidad, y de nuestros intentos de escapar de la soledad e insignificancia, con introspección irónica y delicadeza.


De Marcela:

Ellas hablan, de Miriam Toews. Con poco menos de 200 páginas, esta novela pesa. No pesa como el golpe de un martillo o una bola de demolición, pesa como el cansancio. Las mujeres que la protagonizan, habitantes de una comunidad menonita y víctimas de violación en masa, están en el proceso de dibujarse una nueva manera de existir. Los futuros que trazan, las estrategias que crean, los planes que solidifican con temor y gozo tienen una materia en común: el lenguaje. ¿Se irán de sus hogares o se quedarán a pelear? ¿Vale la pena quedarse por sus hijos, por el resto de los hombres? Ellas hablan, discuten, ríen, filosofan. Siempre lo han hecho, sólo ahora las escuchan.

Apegos feroces, de Vivian Gornick. Encontrarte en la figura, el habla, el rostro de tu madre. Pasar una vida juntas que no parece beneficiar del todo a ninguna. Gornick acude a la agudeza y al humor negro para hacer un recuento de su complicada relación con su madre desde la infancia hasta la madurez. Los diálogos que pueblan estos recuerdos hacen de este libro una novela perfecta, por más que sus personajes sean “reales”. A lo largo de todo el texto se encuentran, también, las reflexiones ensayísticas de la autora sobre la labor de la escritura, tan vigentes a finales del siglo XX como ahora.

Una vida de pueblo, de Louise Glück. La poeta que ha estado en boca de todos encuentra en este libro, como en el resto de su obra, el equilibrio entre sensibilidad cortante y austeridad. Una colección de poemas que se nutren de las praderas, las plazas de pueblo, los picnics en la hierba. Un medido, apacible y merecido descanso en medio del encierro. No culpemos a la poeta por las complicaciones relacionadas a la distribución de su obra, por su fama repentina. Leámosla.

La mancha humana, de Philip Roth. Roth conocía verdaderamente a los seres humanos, sus vicios, anhelos y maquinaciones. Su prosa expone en todo momento qué hay detrás de las palabras de la gente, evidencia la esencia oscura de todo lo que pasamos la vida negando. Esta novela, la última de su aclamada Trilogía americana, es su obra maestra. Una crítica a la academia norteamericana cruzada por una sociedad que se regodea con el escándalo entre Bill Clinton y Monica Lewinsky, da rienda suelta a su racismo después de los atentados del 9/11 y encuentra en la moral barata una droga que no ha podido dejar.


De Fiacro:

El planeta inhóspito, de David Wallace-Wells. Es difícil creerlo, pero iniciamos el año hablando de incendios, no de virus. A la distancia parecen algo menor, no sospechábamos lo que venía. Pero no lo son. Ése es el futuro que nos aguarda, y no prestar atención significa que cuando finalmente podamos salir a las calles será para intentar apagar el infierno. El planeta inhóspito es una recomendación obligada. Su lectura es depresiva, pero ahí radica su doble valor: no hace ningún esfuerzo para maquillar el horror que nos deparan las próximas décadas y tampoco cae en la trampa de presentarlo en el estéril lenguaje de la ciencia, que eso no moviliza a nadie. David Wallace hace un fenomenal trabajo en presentar las distintas aristas del problema, si todavía podemos llamarlo así, que tenemos en frente; y como dice la primera línea del libro: la cosa es peor, mucho peor, de lo que imaginamos.

Tales of Two Planets, editado por John Freeman. Uno de los desafíos más importantes de la crisis climática es la manera en que hablamos de ella, nuestra imaginación estéril. Incluso ahora, nuestras soluciones son patéticas: poner impuestos y, a lo mucho, sacarle el carbón al aire con ventiladores que aún no existen. Buena parte del problema viene de que no nos hemos dado a la tarea de crear buena ficción sobre nuestro nuevo futuro. Si las cosas salen bien ¿cuándo? Si vamos al despeñadero ¿cómo? ¿quiénes? El compendio de historias de Tales of Two Planets es un buen punto de partida para plantearnos cómo se ama en un planeta donde los árboles se mueren, cómo se vive en ciudades desbordadas de orina y heces, y por qué importa tanto la vida de un gorila llamado Bruno.

The Southern Reach Trilogy, de Jeff VanderMeer. Históricamente los alienígenas han sido víctimas de las peores adaptaciones de monstruos en la cultura popular. Posiblemente desde el debut en radio de La guerra de los mundos no haya habido algo a la altura del tema. Por eso me pareció agradable descubrir la adaptación de Netflix del primer libro de la trilogía de Jeff VanderMeer. La aparición antropomórfica del final no es una traducción fidedigna del horror que transmiten los libros, pero no le debe a la inquietud. Dicho eso, para la escala cósmica, la lenta desenvoltura que es el misterio del Área X y las torres que crecen de arriba para abajo, no hay de otra más que remitirse a los libros. Estoy haciendo una pequeña trampa al incluir una trilogía, pero para el lector apresurado al menos Aniquilación bastará.

Dune, de Frank Herbert. No es sencillo adentrarse a la saga de Frank Herbert: además de que el primer volumen tiene las dimensiones de un tabique, no ayuda mucho que los primeros capítulos están repletos de explicaciones y alusiones a un mundo desconocido. No obstante, los cimientos rinden frutos. Encima del detallado universo de Dune hay una trama de intriga política, épica galáctica y un planeta interesante por sí mismo; y a pesar de que las referencias históricas (las visiones jihadistas o la estructura imperial casi calca del Sacro Imperio Romano Germánico) son quizás demasiado evidentes, no deja de ser agradable encontrarlas en un contexto tan distinto.

Además, con la adaptación de Villeneuve a la vuelta de la esquina, es un excelente momento para adentrarse en la saga. Finalmente, si me compran la urgencia de sentarnos a imaginar el futuro, la ciencia ficción es uno de los géneros literarios más ricos. Dune no es la excepción.

Sontag: Vida y Obra, de Benjamin Moser. Es una tarea intimidante animarse a escribir la biografía de Susan Sontag. Por si no fuera suficiente que buena parte de su obra es incomprensible si no se tiene cierto dominio de los clásicos (lo que sea que eso signifique), adentrarse en el entramado de su vida sólo la vuelve una figura más imponente. Moser hace un estupendo trabajo presentando las cosas que decide presentar; y si bien hay que tomarse la narrativa con un grano de sal (también las biografías presentan lo que el escritor dice, no lo que realmente sucedió), la biografía de Sontag es una lectura estupenda para las vacaciones, perfecta para echarse un capítulo por noche.

Poesía

Preguntar la hora

Es demasiado pronto para prender

la cafetera, los motores de los coches,

los botones de las jacarandas,

la esperanza que dormita.

Es enero y decimos que es demasiado pronto

para preguntar tu nombre,

silenciar mi historia

y reconocer el hábito de no hacerlo.

Es demasiado pronto para que llueva

y, sin embargo, llovizna.

Camino contigo.

Tanteamos la fertilidad de nuestra tierra,

la erosión que nos amenaza

y decimos que es demasiado pronto para abandonar la cosecha.

Nos entregamos con antelación a lo establecido.

Prendemos la cafetera, los motores de los coches,

las jacarandas de mi cuerpo,

la lluvia de tu tronco: nos mojamos.

Desgastamos la tierra por el uso

y engullimos la cosecha.

Es demasiado pronto para nosotros

y demasiado tarde para este poema.  


Itzel Hernández nació un martes trece.

Narrativa

Una propuesta ilustrada

Señoras y señores, gracias por asistir a esta asamblea. Tomaré la palabra para compartirles una propuesta que hila múltiples problemas que aquejan nuestra nación (“Propuesta ilustrada”). Verán que el método es simple, pero sus implicaciones son extraordinarias.

Durante mucho tiempo, recursos y energía se han desperdiciado en cuidar nuestras fronteras infructuosamente; cada día miles de personas cruzan, a pesar de los muros. Tampoco nos sirven las jaulas para los niños, que tanta indignación en la opinión pública han causado.

Hemos destinado demasiado dinero y aún nos piden más; es escandaloso. Hagamos la cuenta, en este país más de veintitrés mil millones de billetes anuales se usan en el patrullaje de nuestras fronteras y el control de la migración; además, hay que incluir los 11 mil millones de billetes destinados a la construcción de la muralla, veinte millones por cada milla. Este enorme esfuerzo, que asciende a más de treinta mil millones de billetes, de poco ha servido para detener a esos individuos que migran a nuestro país. Pues vengo a darles una solución.

Es sentido común, colegas. El paso migrante no puede seguir más. La “Propuesta ilustrada” que he venido a presentarles, humilde, es una solución inmediata a problemas acarreados desde tiempo atrás, con una proyección costo-eficiente también a largo plazo, como toda gran política pública debe ser.

Es para el bienestar común, para evitarnos a todos el disgusto de la migración, de las persecuciones y el contacto indeseado… La policía gasta recursos muy valiosos en perseguir y atormentar, sin ningún resultado. Llegan más y más, ¡y ahora en caravanas! Ni se diga el tráfico de armas, de personas y de droga que estos flujos migratorios conllevan, es un nido de problemas. De implementarse, esta “Propuesta ilustrada” aliviaría el sufrimiento de miles de personas que intentan migrar en condiciones peligrosas y caras, poniendo en riesgo su vida y su economía familiar, el foco de violencia de la frontera desaparecería por completo, abriendo paso al orden y equilibrio de la naturaleza.

Mi “Propuesta ilustrada” es especialmente noble porque no anima la vuelta de los migrantes a su lugar de origen, que eso sí que es una crueldad, porque ¡vaya condiciones deplorables y desgraciadas las de esos países! Tampoco los detiene durante temporadas interminables en el limbo fronterizo, sin hogar, sin salud, sin alimento adecuado. Ya es mucho lo que sufren en los centros de detención migratoria, ni se diga la violencia de las poblaciones en las zonas de espera.

Es tan noble lo que vengo aquí a decirles que nos ahorrará a todos los involucrados los dos recursos más valiosos de esta vida: dinero y tiempo, en ese orden. Ni un solo billete nos costará esta empresa, y ni les digo cuántas horas, años de tiempo desperdiciado en estaciones de espera, traslados peligrosos y sueños rotos ahorraremos a los migrantes. Tiempo valioso que podrán emplear en otras actividades y dinero que no les será robado por coyotes fraudulentos.

También hay otro problema que nos aqueja, y que puede ser resuelto con esta “Propuesta ilustrada”. Los ratings de la televisión están a la baja. Esto es un riesgo enorme para la nación, pues sólo la educación política de nuestros programas es apta para los ciudadanos, los otros contenidos los confunden, siembran en ellos dudas, contemplación e inacción, ¡es terrible! Encima, los índices de tiempo invertido en esparcimiento, lectura y dibujo han subido drásticamente, esto es venenoso para nuestra democracia, que vivía mejores momentos enchufada a la TV, 24/7. Esto ustedes ya lo saben perfectamente.

En fin, el asunto es simple, casi obvio, espero que así lo vean ustedes también. Se trata de una distribución incorrecta de recursos y una corrosiva administración de los bienes. La atención orbita en torno a los discursos de bienestar, cuando lo único que hacen estas ideas es construir naciones ingobernables, demasiado justas y distraídas… Las personas sufren porque lo que quieren, en el fondo, es espectáculo, tragedias, anhelos: TV de la mejor calidad.

Lo mejor de todo es que los elementos materiales ya existen. Esta “Propuesta ilustrada” es austera, barata, absolutamente redituable en lo económico, político y social. Sería un parteaguas absoluto, un cambio de rumbo, una revolución. Compañeras y compañeros, ¿de qué nos ha servido seguir a la ciencia política y las teorías de administración pública, a los límites que imponen los opinólogos reaccionarios al progreso? ¿De qué ha servido detener la imaginación y su capacidad de hacer cosas extraordinarias?

Pocos saben que el precio de un tigre nacido en cautiverio es relativamente bajo, alrededor de dos mil dólares. Aún menos tienen conciencia de que hay casi diez mil tigres enjaulados en nuestro país, más de los que hay salvajes en todo el mundo. Oh sorpresa, los costos de mantenimiento de estos animales son altísimos, tan sólo en alimento, el monto anual asciende a diez mil billetes por tigre. En total, gastamos más de cien millones anuales en alimentar felinos. Es un despilfarro de dinero. Nos conviene convertirlo en una oportunidad.

La muralla, como bien han notado todos ustedes, tiene un espacio intermedio, un espacio fronterizo que utilizan los patrulleros para vigilar el cruce. Esta es una infraestructura que debemos de aprovechar eficaz y eficientemente, tanto en su administración como en el uso de los recursos. Su extensión es inmensa, por lo que es imposible una vigilancia total; los patrulleros tienen buen instinto, pero nada que se compare al olfato y agilidad de los tigres. Es obvio, siempre estuvo frente a nuestros ojos. La franja fronteriza, entre muros, es una enorme y majestuosa reja, perfecta para dar hogar y libertad a todos los tigres de este país. Imagínenlo, es el terreno perfecto, ahí podrán jugar, correr y cazar: una hermosa reserva ecológica.

Es precisamente eso lo que necesitamos, una “Reserva Ecológica Fronteriza” (“Reserva”).

De lograr esta empresa, se detendrá de golpe la venta ilegal de cachorros y las cruzas forzadas entre distintas razas de grandes felinos, quienes construirán un nuevo hábitat en la frontera. Lo mejor, y aquí la genialidad de esta “Propuesta ilustrada”: no hará falta dinero ni para alimentar a los tigres, ni para vigilar la frontera, pues los migrantes serán su alimento, más que suficiente, y gratuito. Sobre todo, los tigres no cobran sueldo, pueden dar un enorme servicio a la nación, ¡gratis! Además, los felinos libres se reproducen sin costo alguno.

Así es, los tigres defenderán la frontera sin disparar una sola bala y por supervivencia. ¿Entienden las dimensiones del ahorro que esto representaría?, son más de veinte mil millones de billetes que se quitan de la guardia fronteriza y de las instituciones de migración y que se pueden utilizar para asuntos mucho más importantes, como nuestro nuevo programa de TV, la exportación de armas, o el desarrollo de vacunas. Sin mencionar que, es por una causa justa, los felinos merecen alguna forma de libertad, es su derecho; así lo han proclamado organizaciones de la sociedad civil y es nuestro deber escucharlos.

Convendrán conmigo que la idea es espléndida y políticamente genial. Estaremos en estrecha cooperación con los activistas por los derechos de los migrantes, porque no rechazaremos ni una solicitud de migración o asilo en las fronteras terrestres, las puertas quedarán abiertas, para quien quiera ensayar el cruce. Como ya dije, los migrantes ahorrarán tiempo que antes perdían en colas, y mucho dinero, porque a diferencia de los coyotes, nosotros no cobraremos un solo peso por dejarlos pasar a la “Reserva”.

La agilización del trámite migratorio será tal, que las mejores universidades del país y del mundo nos darán premios de administración pública, y nos usarán de ejemplo… “Una reforma regulatoria sin parangón” se leerá en los periódicos. De esperar meses en Tijuana, ahora los migrantes podrán pasar en menos de una hora desde el momento de su llegada a la “Reserva”; sólo dejando su nombre, dirección y número de teléfono.

Y sí, seguramente lo están pensando, haremos un reality show sobre los combates de supervivencia, entre tigres y migrantes. Este será nuestro nuevo programa estelar. Seguiremos la fórmula perfecta, visitar los hogares de los migrantes desde antes de que se dirijan hacia la frontera, conseguir testimonios de sus sueños, anhelos, miedos y secretos; obviamente habrá lágrimas y risas. Cada episodio cerrará con un combate en vivo, en directo. Lo mejor es que será un programa continuo, 24/7, los 365 días del año; las personas vivirán pegadas a la TV.

El éxito de este programa es inimaginable, porque el gusto que hemos inculcado en los ciudadanos es refinado, y no hay nada tan exquisito como un programa de esta naturaleza. Además, será la escuela de la vida pública y política perfecta. Porque allá afuera gana el más fuerte, y eso lo debe de saber la gente, desde niños. También inculcará el valor del esfuerzo y el trabajo, de ganarse lo que uno se merece. No hay sistema más justo que el combate libre contra un tigre: el ganador obtiene la ciudadanía, el perdedor desaparece sin rastro. Ideal, porque no hay desechos, ni siquiera habrá que lidiar con los cadáveres que serán consumidos por completo por los tigres. Es una política amigable con el medio ambiente porque no genera residuos, a diferencia del papeleo insufrible y en cantidades exorbitantes de las instituciones migratorias y la patrulla fronteriza.

Ya veo sus rostros emocionados y aún no he terminado de exponerles y justificar mi “Propuesta ilustrada”. No sólo nos ahorrará cantidades enormes de dinero, también nos permitirá aumentar nuestras exportaciones de carnes de res, pues ya no se utilizarán para alimentar a los tigres, ¡más ganancias!

Otro aspecto brillante de esta “Propuesta ilustrada” es que los pocos migrantes que logren cruzar la “Reserva”, nuestro espacio fronterizo, serán los individuos más fuertes y audaces que haya en el planeta, por lo que nuestra raza será continuada y enriquecida por estos nuevos héroes, quienes serán bienvenidos para convertirse en compatriotas. El resto que no logre cruzar será librado de su sufrimiento y las circunstancias que lo obligaron a migrar, con una muerte rápida y heroica; y por una buena causa, para alimentar un animal noble. En suma, son menos bocas pobres que alimentar, menos tristeza en el mundo.

Muchas muertes peores han sufrido los migrantes en sus travesías. Incluso será un alivio para sus familias, que no tendrán que cubrir los gastos funerarios; una muerte memorable y armónica con la naturaleza. Por no decir que se acabará la trata y disminuirá el narcotráfico.

Esta “Propuesta ilustrada” reconcilia la fragmentada pero sagrada relación que hay entre espectáculo y política, pues el tigre que más migrantes haya comido en un año (“Rey Tigre”) gobernará el país durante una semana. Este será un periodo de episodios especiales del reality, donde seguiremos al “Rey Tigre” en toda su gloria, en sus baños, sus grandes ideas y su liderazgo ejemplar. Ya saben todos ustedes que los ratings de los episodios especiales son inigualables, ¡cuánto dinero!

Una semana al año, la mente brillante de un gran felino afinará nuestras finanzas, nuestros mecanismos de represión, nuestra policía, nuestros discursos y estrategias de ventas. Un ejercicio de transparencia gubernamental que no se ha visto jamás, ni se diga de rendición de cuentas. Todas las cifras de la “Reserva” estarán disponibles en la página web del reality, con gráficas y tablas interactivas: número de migrantes comidos por hora, día, mes, año; concentración de tigres en distintas zonas de la frontera; cantidad de dinero ahorrado por el plan, entre muchos otros datos de suma importancia, que la ciudadanía merece conocer en tiempo real.

No lo duden: si decidimos instaurar este sistema, explicado en esta “Propuesta ilustrada”, lo copiarán en otros lugares y habremos desatado una moda global, ¡vaya que eso me haría sentir muy orgulloso!, como seguramente a ustedes también. Sería evidencia irrefutable de crecimiento, progreso y desarrollo. Como ven, la lógica de mi “Propuesta ilustrada” es perfecta.

Gracias a todas y todos por su atención, espero con gusto sus comentarios.


Alejandro Porcel casi no se desvela.

reseñas

«Introducción a Teresa de Jesús» de Cristina Morales


Mi lauro esté en el desprecio,
en las penas mi afición,
mi dignidad sea el rincón
y la soledad mi aprecio.

—Teresa de Jesús

De visita en Ávila, uno puede imaginar cómo vivía Teresa de Jesús en el convento de la Encarnación, tremenda piedra que albergaba a más de doscientas monjas con bastantes comodidades. Leyendo a Teresa y a quienes mejor han estudiado su vida y sus escritos, es muy comprensible el contraste con que se topa quien mira la entrada de San José, el pequeño convento donde ella quiso morir y no pudo. Murió en el otoño de 1582 en Alba de Tormes, pero se había ido mucho tiempo antes.

En su novela Introducción a Teresa de Jesús, Cristina Morales le da voz a la mujer, escritora, mística y fundadora de ascendencia judía, nacida lejos del mar, en Ávila, al inicio de la primavera de 1515. La imagina escribiendo un texto paralelo al Libro de la vida —obra seminal en el género de la autobiografía— en el que Teresa no tiene el recato ni la propiedad obligados por su condición sospechosa ante la inquisición. Después de todo, la santa escribió su autobiografía por obediencia al padre García de Toledo, su confesor, para ser leída, revisada y juzgada por otros.

Morales, a su vez, toma prestada la voz de Teresa y presenta algunas ideas que bien podrían ser las de aquella monja rebelde, imprudente y nada mojigata; tan única y tan elevada, si viviera en el siglo XXI. La reivindicación feminista de Teresa de Jesús no es nueva, aunque tampoco muy extendida. La reivindicación anarquista lo es menos, todavía. La autora logra bien las dos.

La novela se ubica en el verano de 1562. Teresa está en Toledo, consolando a Doña Luisa de la Cerda —hija de los duques de Medinaceli y tan rica como se podría ser en la España del siglo XVI—, que recién enviudó. A los cuarenta y siete años, madura y fuerte, llena de misticismo y fama de santidad o de herejía, según a quién le preguntaran, Teresa libraba las últimas batallas para fundar un convento reformado que observara las reglas originales de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. En particular, Teresa buscaba reformar el Carmelo para que se viviera con auténtica austeridad, pobreza y clausura.

Las biografías de la santa marcan el año de 1554 como el de su conversión. Usualmente, se considera que antes de éste se halla su vida ascética y después su vida mística. A partir de entonces, habría de perderle el miedo a la intensidad sin igual de sus experiencias místicas y, aunque siguió contando con el apoyo de confesores y directores espirituales, habría de tomar potestad de su propia vida interior, sin hacer tanto caso a teólogos y letrados. Era emancipada y fugitiva.

Felipe II comenzó su reinado en 1556, tras la muerte de Carlos I de España y V de Alemania, con una visión muy distinta a la de su padre. Si durante la primera mitad de la vida de Teresa, España estaba abierta a Europa, en la segunda —tanto biográfica como espiritual—, se replegó en sí misma. En términos religiosos, esto implicó meterse a piedra y lodo en las tradiciones de la oración coral y la lentitud eclesial, quemar vulgatas, perseguir cristianos nuevos. Ante una oleada reformadora que encabezaron personajes entre los que hallamos a Ignacio de Loyola (que murió también en 1556), Pedro de Alcántara o la misma Teresa de Ávila, el miedo a que lo nuevo fuera luterano o que lo judío estuviera destruyendo lo cristiano se hizo institución y así la inquisición se hizo fuerte.

En ese contexto y hacia el final de la novela, tras recibir una carta de su amiga Juana, en la que le deja saber que probablemente la elegirán priora del convento de la Encarnación —lo cual complicaría o anularía sus posibilidades de fundar—, se sienten al unísono la voz anarquista de Morales y la radicalidad de Teresa: Para mí, irme es vencer.

Una de las búsquedas más importantes de Teresa de Ávila fue que la dejaran en paz. Que quienes dominaban en su vida —reglas, obispos, reyes— no estorbaran en su deseo y proyecto de vivir con otras la radicalidad de la pobreza y la oración. Las máquinas sociales, sin embargo, trituran esos deseos y a quienes les queman las entrañas. Cuando los hallan resistentes —como a Teresa—, buscan engullirlos y digerirlos. Que se excusen, que se acomoden, que no llamen la atención. Que cambien el mundo sin cambiar las reglas. Merecen ser prioras de la Encarnación porque son muy santas, pero la pretensión de coser sus propios vestidos revela arrogancia. Se les pide santa medianía. Según las voces autorizadas ellas son, cuando mucho, aptas para gobernar y para tal cosa se les hace encargo: que arreglen grietas, que refuercen cimientos. Pero esas almas radicales no se adaptan. No quieren ni pueden. Se van, pero no por la puerta; en lugar de pasar por debajo de un dintel, tumban los venerables muros de adentro hacia afuera. Son un problema.

Michel de Montaigne se encerró en su castillo en 1571 para escribir sus ensayos. Para entonces, Teresa ya llevaba más de quince años encerrada en su castillo interior, explorando lo que no se puede decir, llevando la experiencia de la autenticidad personal a retar al lenguaje y las formas religiosas, políticas y sociales de su época. Fémina inquieta y andariega, como la llamaría Monseñor Sega tras recluirla en Toledo por 1578, fundó diecisiete conventos en veinte años. Ella, que conocía el mundo y la tenía en buena medida despreocupada, dijo sobre sus jueces «que como son hijos de Adán y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa» (Camino de perfección, 4,1); por eso gobernó su reforma a través de sus descalzos.

¿Qué hizo Teresa?, ¿qué hacen estas personas problema? Nada más, pero nada menos, que descubrir quiénes son y rehusarse a vivir como si no lo fueran. Por eso se van. Por eso se ven raras en el reino de lo igual. Un judío en la esquina pobre de un imperio se experimentó como hijo de Dios y se le ocurrió que todos lo somos y eso debería tener consecuencias. Guijarro incómodo para el engranaje bajo el estandarte del águila romana. En medio de un cisma que puso en jaque siglos de dominio espiritual, una mujer dice que se puede «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (El libro de la vida, 8,5). Monja impertinente, se supo amada, no sometida.

Morales, Cristina, Introducción a Teresa de Jesús, Anagrama, 2020.


A Jesús Carrillo le gusta salir al campo, la carne asada y leer.

Ensayo

La invisibilidad

Hace algunas navidades, mi hijo de cuatro años me regaló un dibujo que hizo utilizando la pestaña de una caja de cereal y un par de colores. Cuando le pregunté qué eran aquellos fantásticos trazos, comprendí que su regalo superaba, de lejos, mi capacidad imaginativa:

—Es la gema roja de la invisibilidad —me dijo.

—¿La qué? —pregunté.

Pacientemente, me explicó que era un poder sobrenatural de auxilio en el que me podía hacer invisible si estuviese en peligro: “Aprietas esta gema roja y, fuuuum, nadie te ve, sólo tú”. ¡Genial! Incluso mejor que el anillo de Giges, mi hijo me regaló el poder supremo de la protección.

He querido utilizar la gema roja en innumerables ocasiones, por razones muy diversas: casi siempre como escape o resguardo, pero confieso que en ocasiones también por una curiosidad algo absurda, similar a la de Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne.

Más allá del uso que se le podría dar a un poder sobrenatural como éste, la invisibilidad es una fantasía que descansa sobre una infinidad de deseos: por ejemplo, de estar presente sin estarlo del todo; de presenciar el mundo a lo lejos, sin ser parte activa de él; de observar sin ser observado y, sobre todo, de ver cómo son “realmente” las cosas en nuestra ausencia. En muchos casos, el deseo de ser invisible supone que el comportamiento individual o de grupo es distinto en “ambientes naturales”, es decir, sin un público mirando y entorpeciendo la realidad real. El panóptico de Bentham, el experimento de Milgram, y hasta las palomitas de Whatsapp reposan sobre esta ilusión, mostrando lo inconsecuente y vacilante que puede ser la condición humana. Ya lo confesó Brás Cubas en sus agudísimas memorias póstumas: en la vida, el qué dirán, la mirada de los otros, el contraste de los intereses, la lucha de las codicias nos obligan a esconder los trapos sucios, a disimular sus desgarrones y descosidos, a no confiar al mundo las revelaciones que se hacen a la conciencia. Imposible no ver rasgos de Glaucón.

Pero acaso no hace falta ir tan lejos ni meterse con los orígenes de la filosofía moral. Lo que importa destacar es que la invisibilidad como imaginario lúdico no es novedad; es un sueño habitual, algo ordinario y una de las quimeras más antiguas de las ciencias sociales: se trata de comprender un fenómeno social, el que sea, tal y como es, sin ser contaminado por la presencia —el sesgo— del que observa, quien sea. Es asumir que existen hechos sociales independientes(mente) de quien los mira, y más: que el propio fenómeno cambia al ser interferido por la observación. No me refiero a la doble interpretación hermenéutica, que desde luego presenta otro tipo de dilemas, sino a un supuesto mucho más sencillo: que la presencia de un observador cambia la esencia de un hecho social al transformarlo en escenario, con actores que, como dice el antropólogo Bazin, no hacen solamente (o verdaderamente) lo que hacen, sino lo que permiten al espectador ver.

La invisibilidad como fantasía está presente en todas las disciplinas de las ciencias sociales, y se apoya en la idea del distanciamiento cuidadoso como condición necesaria para lograr una comprensión más cabal del mundo social. Es un tema viejo, no resuelto y que en las últimas décadas se ha alojado en lo que las ciencias sociales llaman “el trabajo de campo”, ese momento en el que se sale del aula o de la oficina para supuestamente enfrentarse al mundo, mirarlo, escucharlo y participar en él.

El trabajo de campo suele contrastarse con aquel que es exclusivamente de escritorio; son formas distintas —complementarias— de acercarse a comprender las esquinas del mundo. Cada disciplina ha establecido una relación muy particular con el trabajo de campo. Para algunas, por ejemplo, la antropología y en ocasiones la geografía, éste es un sello de identidad que lo distingue de otras formas de hacer y saber. No es un hacer por hacer ni un simple ritual de paso, sino un hacer comprometido con entender un fenómeno social a partir de la experiencia de las personas que lo viven y lo producen: mirar lo que hacen, cómo actúan, preguntar lo qué piensan o sienten y escuchar cómo se expresan dentro del universo cultural en el que circulan. Se busca comprender otros órdenes sociales bajo sus propios términos. Hacer trabajo de campo supone estar en un lugar por un tiempo, no siempre definido, para observar, hablar, escuchar y, en ocasiones, participar en él. Implica, muchas veces, cruzar una frontera física o simbólica para adentrarse a un mundo que no es completamente propio, con contornos imprecisos.

Como objeto de preocupación académica, el trabajo de campo se ha transformado en una industria muy rentable, como los baby showers. La cantidad de libros, talleres, panfletos y artículos producidos en las últimas dos décadas sobre el tema es francamente abrumadora y, en su mayoría, bastante inútil. Porque lo que estos trabajos suponen es que hay un antes y un después, un principio y un fin; nos brindan una receta que, si se sigue al pie de la letra, da como resultado un delicioso pastel: tres tazas de rapport, otras dos de preguntas semi-estructuradas, una cucharada de guión de observación, y una pizca de valor. Y los componentes humanos más importantes como son la curiosidad, sensibilidad, conocimiento, imaginación, creatividad o sentido común son marginados frente al régimen del ingrediente. Lo que estos esfuerzos buscan es dar respuestas inequívocas a una enorme diversidad de experiencias. Lamentablemente, son esas mismas respuestas las que acaban por frenar el pensamiento y hacer de la vivencia de campo un proceso acartonado y estéril. Lo dijo Anne Carson: “Answering makes thinking stop and when your thinking is still, you might as well be dead. It is a deadness. Living happens when your thinking moves. It is not hard. You just have to relinquish some kind of complacency about answering stuff”.

Ahora bien, quienes hemos hecho trabajo de campo sabemos que existen límites: hay personas inaccesibles, tiempos imposibles de cubrir, o espacios a los que simplemente no entraremos jamás, por las razones que sean. Y son precisamente esas fronteras las que marcan los límites de nuestro conocer, algunas inimaginables. Pero permanece siempre la esperanza de encontrar caminos, descubrir nuevas entradas, por más imposibles que parezcan. Por eso nos preocupa saber cómo comportarnos frente a situaciones o personas desconocidas, qué decir, cómo vestir, cómo moverse, qué (no) preguntar, porque domina la ilusión de que tenemos algo de control sobre nuestra (in)visibilidad. Acaso parecen trivialidades, y hasta cierto punto lo son, pero las seguimos tomando en serio porque pensamos que entre menos ruido genere nuestra presencia, más puertas se nos abrirán, más puro será el contexto y más acabada nuestra comprensión de él.

Malinowski en las islas Trobriand.

Muchos antropólogos de principios de siglo XX compartían la misma preocupación, aunque no la hiciesen voluntariamente pública. Es verdad que parte de su inquietud se ubicaba en otra cosa: en romper con la antropología de escritorio y conocer mundos desconocidos estando y participando en ellos. Las diferencias entre el hombre blanco y los trobiandeses, samoanos o los kwakiutl importaban sólo en la medida que su presencia fuese novedad. Así, el reto era lograr ser invisibles, que los indígenas, al verlos constantemente todos los días, dejaran de interesarse, alarmarse o auto controlarse por su presencia; se trataba de dejar de ser objeto perturbador de la vida trivial, como lo manifestó Malinowski en su introducción a Argonauts of the Western Pacific. La única distancia que cobraba peso era la de la aceptación, que acaso se conseguía con tiempo, aprendizaje del idioma y mucha paciencia. El secreto de Fred Murdock fue precisamente ese: que los hombres rojos lo aceptasen como uno de los suyos para dejar de estar y así llegar a la verdad.

Sabemos que la invisibilidad es una fantasía y, sin embargo, las ciencias sociales se empeñan en seguir alimentándola. Pero en el mundo real, ese que está en la calle, en la casa, en la frontera o en el trabajo, la invisibilidad existe, no como poder sobrenatural, sino como una condición de vida, una forma desgarradora de existir.

Imaginarla es un juego.

Desearla es un privilegio; ignorarla también lo es.

… la gema roja seguirá en mi cartera: es mi tesoro, porque me la regaló Fabio.


Verónica Crossa Niell es profesora en El Colegio de México.

Cultura

El ritual y los chiles en nogada

Nunca me sentí cómoda en Puebla. Mi familia no es de ahí, nací en el Distrito Federal y siempre imaginé que mi vida sería distinta, mejor, si hubiera crecido en el D.F. —no le digo la Ciudad de México porque cuando pensaba eso no se llamaba así todavía. Sin embargo, a los dieciséis años me inscribí a una clase para aprender a hacer chiles en nogada, el platillo insignia de Puebla.

Pienso, por esta manía de rumiar el pasado, que esa clase fue un ritual.

Si algo bueno hay en Puebla es la cocina, y creo que deseaba participar en algo que me hiciera más poblana, no tanto por el lugar sino por el sabor del lugar. Al referirme a los rituales tengo en mente a Victor Turner, que los considera procesos de transformación y no sólo meras repeticiones. Para él, los rituales son un espacio liminal donde la posición social de las personas, la estructura del grupo, cambia. Pero en vez de ahondar en Turner, mejor esbozo algunos rasgos del ritual en el que participé.

Primero, los chiles en nogada son un platillo regional de temporada; es decir, no se pueden cocinar todo el tiempo. Segundo, al inicio de la clase, la profesora —que por cierto era poblana— entregó una hoja con la receta general, sin detalles sobre la preparación, pues esos eran “trucos que debíamos aprender”; además enfatizó que estábamos elaborando su receta familiar y no una de recetario (de una forma u otra nos volvíamos parte de su familia durante la clase). Tercero, en la clase había mujeres —sí, sólo mujeres— de todas las edades y, aunque platicábamos mientras hacíamos nuestras labores, nadie mencionó su lugar de procedencia (tal vez imaginábamos que la denominación de origen era un requisito para cocinar los chiles, entonces mejor no decir nada).

Al final, la transformación: me sentía como en Arráncame la vida cuando Catalina toma clases de cocina con las hermanas Muñoz y aprende a hacer “mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga”; sólo que, a diferencia de ella, yo no era poblana ni estaba aprendiendo a cocinar porque me había casado.

Llegué orgullosa a casa con los dos chiles que me tocaron en la repartición. El platillo, antes exclusivo de familias poblanas y restaurantes, ahora era mío. Vuelve a ser mío cada vez que lo cocino y ajusto para tener mi propia receta. Ahora sí, tan poblana como Catalina (o como el mole, las chalupas, los molotes, las pelonas, las tortitas de santa Clara, los camotes, el pipián verde, la torta de agua, los tacos árabes, las cemitas, las chanclas, el rompope, las memelas, los tlayoyos y los chiles en nogada).

***

Para diez chiles en nogada, se tateman los chiles poblanos directo en el fuego o en comal. Una vez tatemados se envuelven en plástico para que suden unos diez minutos, se les quita la piel y se les hace un corte para quitar venas y semillas (hay quienes descalifican, enérgicamente, que se pelen y desvenen los chiles ayudándose de agua porque pierden sabor: es cierto, pero se vale si los comensales no toleran mucho el picante o si se está batallando demasiado con las semillas). Se cortan en cubos pequeños seis manzanas panocheras, seis peras de san Juan y seis duraznos amarillos, se pone bastante aceite vegetal en un sartén grande y se doran dos dientes de ajo, se retiran los ajos y se pone la fruta picada…

Hasta creen que les voy a dar mi receta, pasen por su propio ritual o encárguenme unos.

Ilustración: Salvador Novo, Historia gastronómica de la Ciudad de México, Porrúa, 1967.

María Alejandra Dorado Vinay (Ciudad de México, 1988) una vez se comió seis milanesas.