Cultura

Entrevista no editada con David Foster Wallace en la ZDF (3)

Tercera parte de tres. Para leer la segunda parte de la entrevista, da clic aquí.

Traducción de Carlos Arroyo

E.: Sí, pero de hecho no es un nombre alemán.

D. F. W.: No, por supuesto que no. Es un nombre que suena vagamente germánico para los estadounidenses. No es el personaje más sutil. Pues los ángulos son matemáticos. Entonces no sé.

E.: ¿La literatura te permite hacer esa discusión?

D. F. W.: Vi esto en la hoja.

E.: Sí, porque tuve que…

D. F. W.: Está bien. Entonces déjame preguntarte: ¿qué puede hacer la literatura que otras cosas no pueden hacer?

E.: Pues…

D. F. W.: No es fácil, ¿verdad?

E.: No, para nada. Pero pensé que eras más inteligente que yo. Entonces pensé que… Bueno, leí esto en la entrevista. Tú dijiste que el buen arte de alguna manera hace que no te sientas solo. Eso es algo a lo que yo soy adicta. Porque, tan simple como soy, estoy muy feliz cuando no me siento sola al leer algo. Y, ¿sabes? La buena literatura es algo muy musical para mí. Tengo ese sentimiento mucho. Porque, entre más enferma se ha vuelto la vida, las palabras se vuelven más fáciles. Es como algo musical. Entonces yo veo la belleza de las palabras y también lo musical. Y también lo filosófico y el no sentirse sola.

D. F. W.: ¿Podemos contestar eso entonces? Eso es una mejor respuesta de la que yo podía dar.

E.: No, primero te tengo que entrevistar.

D. F. W. [al principio dirigiéndose al camarógrafo]: Pues, retroceda la cinta a lo que ella dijo y yo… No. Es una pregunta pesada. Hay algo musical sobre la literatura porque tiene que ver con patrones de significado que se desarrollan a lo largo del tiempo. Hay algo sobre leer, para mí, que no es como ver una obra de arte. Porque ahí yo elijo cuánto tiempo veo algo y qué veo, estoy siendo dirigido por un pedazo lineal de tiempo. Pero, en una pieza musical o en una película, ese flujo es dirigido por mí. No tengo ninguna elección más que seguirlo. Pero, en los libros, es raro, porque estoy moviéndome a través del tiempo a lo largo de esta cosa… No sé si tú lo hagas, pero, si he leído un párrafo que me gusta mucho, me regreso y lo leo otra vez. Entonces, estoy atrapado en el tiempo, pero tengo más movilidad adentro de ese tiempo. Y creo que… ¿Sabes qué? Lo he hablado con otros escritores y a la mayoría de las personas que hacemos esto nos gustaba leer de niños, seguramente por las mismas razones que a ti. Hay… Estoy intentando encontrar una manera de decirlo que no sólo suene estúpida y simple. No es necesario decir que en este cuarto hay cuatro personas. Todos parecemos ser amables. Hay límites grandes sobre lo que sabremos los unos de los otros. Por ejemplo, yo no sé qué estás pensando en este momento. Dios sepa qué hay en la mente de él [del camarógrafo]. Hay una forma de… Y hablo más como lector. Cuando estoy leyendo algo bueno y real, soy capaz de saltar esa pared de yo, y habitar a alguien más. Es algo que no puedo hacer —no podemos hacer— en la vida normal. Y, cuando habito a otra persona, a menudo lo que están pensando o diciendo o sintiendo son cosas que son como las que yo hago, pero me da miedo que haya algo malo con lo que yo hago y que sean cosas que nadie más haga. Hay una certeza tremenda sobre ese tipo de comunión y empatía. Después se vuelve más complicado, porque también tengo acceso a la mente del actor, de una manera que no tenemos si sólo estuviéramos hablando. La mayoría de mis amigos… Y a la mayoría de mis amigos no les gusta leer… A la mayoría de mis amigos, a quienes no les gusta leer, lo encuentran, A) aburrido y B) lento. Y yo no lo entiendo. Porque, para mí ver televisión, aunque es más fácil, es mucho más lento. Ver imágenes planas en una pantalla plana haciendo cosas interesantes… Y a menudo son muy fáciles de mirar… Es muy diferente de saber lo que es estar adentro de la piel de otra persona. O saber lo que es poder pasar dos horas con un autor que puede hacerme sentir como que sé. Es como magia, para mí.

E.: ¿Y también es conflicto?

D. F. W.: No puedo recordar qué escritor estadounidense fue. Lo escuché hablar y dijo que su trabajo es reconfortar a los perturbados y perturbar a los cómodos. Y, entonces, hay algo reconfortante sobre ser capaz de habitar a alguien más. Pero también hay algo muy incómodo sobre eso. Porque, normalmente, la experiencia que esa persona está teniendo es justamente una que a mí no me gusta, o que no he logrado entender. Y me parece que la división más grande no es entre la música y la literatura, o entre la música y la escultura, o lo que sea. Hay formas de arte que nos ofrecen escapes de nosotros y nuestras vidas diarias. Y creo que eso es divertido en dosis pequeñas. Y también hay tipos de arte que nos ofrecen más confrontación con nuestras vidas. Y no creo que sea sorprendente que no haya tanta demanda o tanto dinero para estos últimos tipos. Porque es más difícil y menos placentero, a veces. Y toma habilidad y educación volverte bueno leyendo y escuchando, para ser capaz de sacar placer de ahí. Hay un elemento de clase ahí, que se vuelve complicado. Pero creo que vale la pena. Creo que leer y escribir valen la pena. Es muy profundo. Me salió bien eso, en medio. Fui lúcido. Lo único que hice fue repetir lo que tú dijiste, pero yo me tardé diez veces más. E hice esto [hace gestos de revoltijos con las manos] mucho más. Dios, hace calor aquí.

E.: Sí.

Camarógrafo: Sí que sí.

E.: Entonces, hemos llegado a algo que de hecho tengo… [Al verlo incómodo y acalorado:] ¿Quieres que te traiga un vaso con agua o algo?

D. F. W.: No, estoy bien. Sólo me quedaré sudando en mi silla. Está bien. No es problema.

E.: Serás el típico estadounidense.

D. F. W.: Sí, el estadounidense sudoroso. Me da orgullo sudar en nombre de los Estados Unidos de América [risas del camarógrafo].

E.: Entonces, estaba a la mitad de una pregunta que puse en esta hoja de papel, que te enviamos por correo electrónico o por fax.

D. F. W.: Y que yo recibí.

E.: Impresionante. Bueno saberlo. [Recita de la hoja:] El miedo del escritor de que su trabajo y su persona, de alguna forma, se vuelvan banales, se aplanen, se abusen, tan pronto como los medios…

D. F. W.: ¡Yo no recuerdo eso! ¿Dónde está escrito eso?

E.: Aquí.

D. F. W.: ¡¿Banal?!

E.: Sí, no sé si eso…

D. F. W.: Ah, sí.

E.: Es “banalizado”. ¿Me inventé esa palabra?

D. F. W.: ¡Qué interesante! Mi copia de la hoja llegaba hasta acá [señala en la hoja].

E.: ¿En serio?

D. F. W.: Sí, no estaba nada de esto.

E.: Ay, por Dios.

D. F. W.: No, está bien. Entonces, ¿estamos hablando del mercadeo de la escritura?

E.: No, me refiero a… [Recita de la hoja:] El miedo del escritor de que su trabajo y su persona se vuelvan banales. Bueno, no sólo es eso, pero digamos que sí tiene que ver con la promoción.

D. F. W.: ¿El trabajo y la persona son la misma cosa?

E.: No, no.

D. F. W.: Pero ambos se vuelven…

E.: Sí, ya sabes, cuando estas ahí afuera, con los medios. ¿Qué pasa ahí?

D. F. W.: Veo una paradoja aquí. ¿Yo voy a hablar de las dificultades de lidiar con los medios, pero estoy hablando con los medios? Fingiré que estoy hablando contigo, pero, cuando esto salga al aire, vas a tener esta cara sudada en la cámara hablando de lo difícil que es, como escritor, estar frente a una cámara. En ese caso, si yo fuera el televidente, pensaría: ¿por qué está este cabrón frente a la cámara? ¿Entonces cómo sugieres que maneje esto?

E.: Sí, veo que es una paradoja, pero al mismo tiempo, es muy… O sea es un miedo legítimo. Entonces… Yo pienso en esto todo el tiempo. Pienso en la literatura, pero pienso, ¿estoy haciendo esto? ¿Qué tal lo estoy haciendo? ¿Cómo puedo preservar estas cosas? Es una paradoja para mí también. Por esa razón, creo que es algo en lo que puedes pensar.

D. F. W.: Claro. Bueno, hay varios intercambios. En Estados Unidos, hay una división entre las editoriales corporativas y las editoriales non-profit, que normalmente son muy chicas y publican mucha poesía y ficción vanguardista. Si tú tienes “suerte”… [Hace comillas en el aire.] Éstas comillas dan miedo. Si tienes suficiente suerte para que te publique una editorial corporativa, te dan más exposición. Te hacen reseñas en el New York Times y no sólo en el periódico local. Te traducen a otros idiomas. Pero las cosas literarias hacen a las editoriales corporativas perder dinero, casi siempre. Y una de las formas en las cuales intentan no perder dinero es con mercadeo. Y, por razones que todos han intentado explicarme, pero yo sigo sin entender, hacer que el autor vaya por ahí y hable y lea… Lo que más les gusta hacer es enviarte a una librería. Das una lectura en una librería. Y a lo mejor hay doscientas personas ahí. Pero, mientras estás en alguna ciudad, haciendo una lectura para alguna librería, hablas con el periódico local y a lo mejor haces algo como esto, que genera publicidad gratis para el libro. Mis problemas con eso son los siguientes: mis cosas… No me parece que sean para leerse en voz alta. En realidad no hay… No se supone que viva en el aliento. No tiene suficientes signos de puntuación. [Se ríe.] Y no siento que lo lea muy bien en voz alto. Eso es A. Y B, encuentro que la mayoría de… Cuando hay una sesión de preguntas y respuestas como la que estamos teniendo tú y yo… Aunque tú y yo estamos teniendo una sesión mucho más larga. Pero, sobre todo con un reportero de periódicos o con una sesión de preguntas y respuestas al final de una lectura, la pregunta es fácil de responder si es aburrida o estúpida. Las preguntas buenas no se pueden responder en ese formato. ¿Cierto? Son preguntas que tendrías que responder tomando una taza de té o de café. Son cosas que sólo se pueden responder en conversaciones entre dos personas. Entonces yo siempre me siento vagamente fraudulento. Hay algo sobre hacer esto, donde tú estás ayudándome. Estamos fingiendo que estamos teniendo una conversación. Y yo también estoy fingiendo que no hay cámaras por allá. Pero, de hecho, todo esto está en televisión y yo sé que tengo que ignorar… No se supone que voltee a ver a la cámara [Voltea a la cámara.], porque eso no hace una buena entrevista. Pero, confía en mí, cuando yo estoy sentado aquí, la cámara es lo único que veo. Es bastante extraño. Y entonces, ¿por qué lo hago? Hago una variedad de tratos y hago unas pocas cosas. Conozco a algunos escritores a quienes les gusta esto. Y es bastante halagador. O sea, ustedes vinieron. Me pone nervioso y me pone ansioso que tengo que hablar de cosas que casi siempre encuentro que son imposibles de discutir en voz alta. O, si no, empiezo a decir: “—¿Cuántos días se quedan en el pueblo? —Tres días.” Pero yo le debo… Tengo una agente a quien le debo veinticinco mil favores, porque ha hecho muchas cosas buenas. Y también es emocionante para un escritor que lo publiquen en otro país. Entonces, ella dice: “Esta editorial alemana es muy buena. Van a publicar el libro bien”. Aunque no creo que mi inglés se pueda traducir al alemán, porque es muy idiomático.

E.: Sí deberías publicarlo.

D. F. W.: Muy buena publicidad, muchas gracias. “Y todo lo que necesita esa editorial es que tú les ayudes a vender libros, para que no pierdan dinero”. Entonces se vuelve muy difícil decir que no. Por otro lado, no creo que sea tan bueno hacer esa publicidad. Quizás en un programa como éste… No hay algo similar en Estados Unidos. pero eso de ir a leer en librerías es convertir a los escritores en versiones baratas de las celebridades. La gente no viene a oírte leer. Viene a ver cómo te ves y a ver si tu voz concuerda con la voz que ellos se imaginan cuando leen. Y nada de eso es importante. Es… guácala. No sé si haya una traducción al alemán para “guácala”. En términos de la banalidad, no sé. La banalidad, para mí, significa, general, simplista, superficial y vacío. Y, si trabajas así, pagas ciertos precios. No tanta gente lee tus cosas. Pero la gente que sí lo lee y está interesada, estás seguro de que… Lo que me gusta de trabajar así es que sé que mis lectores son tan listos como yo. Creo que si eres alguien como Crichton… Alguien que tiene un título de Medicina de Harvard, pero está escribiendo para una industria masiva, las cosas se ponen raras. A mí no me preocupa que la gente que lee mi trabajo lo malentienda o lo banalice, más allá del nivel de banalidad que ya tiene. Sí me preocupa, y es raro, que cuando se traduce a idiomas que no conozco… No sé qué haya ahí. Hay tantas frases estadounidenses ahí que no sé si se puedan traducir o no.

E.: Es muy difícil traducirlo. Creo que la gente que tradujo tu trabajo a alemán son gente que conoce tu trabajo mucho. Conozco a algunos de ellos.

D. F. W.: Es muy bueno saber eso. Y yo puedo creerte, pero sigo teniendo este extraño… La cosa es que… A lo mejor tú también tienes esto en tu trabajo. El término es control freak. Yo quiero controlar cada palabra que está ahí. Y es difícil. El único idioma que sí puedo leer, leí la traducción, y era tan diferente de lo que yo quería decir, que decidí que era hasta mejor que se hiciera en idiomas que yo no conozco. ¿Eso es una respuesta?

E.: Sí, claro. Una cosa que también me llamó la atención es que, cuando hablaste en una entrevista sobre la soledad existencial…

D. F. W.: ¿Dije las palabras “soledad existencial”?

E.: Algo así.

D. F. W.: OK.

E.: Pero, ya sabes, yo soy alemana. A veces entiendo las cosas mal.

D. F. W.: No, para nada.

D. F. W.: Eso es algo que me gusta escuchar a un autor decir. Porque es la única cosa que busco. En las cosas que leo, busco testimonios de soledad existencial. Entonces, ¿eso es algo con lo que te relacionas?

E.: Sí. Si entiendo tu pregunta, es sobre lo que hablábamos hace dos preguntas. Hay algo doloroso en estar en un cuerpo y una consciencia que no pueden aceptar, mediante la conversación, que estará en la cabeza de alguien más. Hay una magia… No sé mucho sobre música, pero la gente que sí sabe dice que hay una pureza en la manera en la cual el estado emocional del músico se puede transmitir por el instrumento. No pueden hacerlo de ninguna otra forma. Quizás la mayoría de los tipos de arte tengan esta cosa mágica. Por un momento, hay una reconciliación y comunión entre tú y yo que es imposible de cualquier otra forma. Pero también es el tipo de cosa que es tan pesada y general, que, sobre todo después de que él [Voltea a ver al camarógrafo.] usó la palabra “pontificar”, siento que…

E.: ¿Qué significa esa palabra? Nunca la he escuchado.

D. F. W.: La palabra “pontificar” significa hablar pomposamente sobre asuntos muy complejos y abstractos. Es peyorativa. Pero él lo dijo de forma chistosa. Es… Y eso es otra cosa sobre ser un estadounidense. Cuando oigo la palabra “existencialismo”, giro los ojos hacia arriba. Digo: “Ah, que palabra tan grande, sexy, filosófica”. Y se vuelve difícil hablar seriamente sobre ella, porque lo único que puedo oír en mi cabeza es a gente burlándose por lo serio y aburrido y tonto que soy. Si eso tiene sentido. Buena suerte editando esta cinta.

[Hay un corte. La pantalla se vuelve negra.]

D. F. W.: Sí, tu acento alemán está mucho mejor ahora. Qué sorpresa.

E.: Sí, es cierto. En Alemania, cuando hablo de mi generación… La gente en mi profesión la mayoría de las veces tiene muy buena educación. Y todo esto. Pero también hay un sentimiento de no poder hacer nada con eso. ¿Sabes? Tienes muy buenas condiciones al inicio. Y, después de eso, piensas, ¿qué sigue? ¿Qué voy a hacer con esto? ¿Sabes? A lo mejor no es la realidad, pero tienes el sentimiento de no estar haciendo nada con tu vida. ¿Qué piensas sobre eso?

D. F. W.: [Hace un gemido de susto.] Sé que hay una paradoja en Estados Unidos, de la gente que consigue trabajos poderosos. Tienden haber ido a buenas escuelas, a menudo a escuelas donde se estudian artes liberales, que es filosofía, los clásicos, idiomas. Y es sobre la nobleza del espíritu y ampliar la mente. Y, de eso, te vas a una escuela especializada para aprender a demandar gente o para aprender a escribir publicidad para que la gente quiera comprar camionetas. Y sí. No sé qué pienso sobre eso, más allá de que no estoy seguro de que haya sido diferente antes. Porque muy pocos de nosotros… Y hay cosas sobre mi trabajo que no me gustan, pero ésta es una cosa que sí me gusta: yo puedo usar casi todo lo que aprendí. Y es algo que resalta cuando estoy quejándome. A veces es trabajo solitario. Y a veces te preocupa que no seas bueno. Sé que en Estados Unidos hay toda una clase… Hablo de una clase muy específica. De la clase alta y media alta, cuyos padres pudieron enviarlos a escuelas muy buenas, donde tuvieron muy buena educación. Que a menudo están en trabajos que ofrecen recompensas financieras, pero no tienen nada que ver con lo que les enseñaron, de manera persuasiva, que era importante y que valía la pena. Y eso… Nunca lo he pensado en esos términos. ¿Es una paradoja, no? ¿Ustedes qué dicen sobre eso? ¿Qué concluyen?

E.: Ésa es la cuestión, que no sé qué concluir sobre eso. No sé si es un fenómeno que tiene que ver con cierta generación.

D. F. W.: Por ejemplo, un amigo tuyo, de tu edad, cuando ibas a la escuela con él, que ahora es empresario, diría que tú estás mejor que él. Porque tú estás usando las cosas que aprendiste. ¿No?

E.: Sí.

D. F. W.: Sí. ¿Sabes qué? Podríamos hablar de esto durante mucho tiempo. Pero no sé si puedo decir algo que sea interesante, desde el punto de vista de la cámara. Es mi sospecha que esto tiene algo que ver con algo que se explicó en el pecado original, en el Génesis. Conforme nos hacemos viejos, tenemos que conseguir dinero para hacer cosas, para seguir vivos. Y hay cosas sobre eso que a menudo se sienten muy mal. [Se ríe.] Sería muy lindo si cortaras eso, porque se sintió raro. No sé.

E.: A lo mejor la alienación es parte de eso, ¿no? En tu libro, en La broma infinita, hay personas que no quieren crecer. Se sienten alienado de lo que empezaron. Y dicen: hemos hecho esto y lo otro…

D. F. W.: Pero no estamos hablando de una alienación marxista. No estamos hablando de la alienación de los medios de producción. Sí, hay una… La cosa es que, en Estados Unidos, creo, dudo que alguien que sólo fue a la preparatoria, a la escuela secundaria, y está trabajando en una fábrica sienta… Dudo que se levante y diga: “Dios, al menos tengo todo este aprendizaje humanista que no estoy usando”. No imagino que él esté más satisfecho o nutrido por su trabajo, tampoco. Pero tú y yo somos parte de una clase y una generación que es muy articulada sobre cuáles son nuestras quejas y sobre qué nos hace sentir incómodos. Y creo que, si hay algo que caracterice a nuestra generación no es que se nos ocurran nuevos problemas y nuevas soluciones, sino que somos infinitamente verbales al respecto. Y eso es probablemente un comienzo. Al menos la gente puede hablar sobre eso. Pero sí.

E.: Hablando de este dilema, de querer estar entretenido… Y tú mencionaste que hubo algo en Estados Unidos, hace unos días, un movimiento en cierta dirección. Tú me preguntaste qué pensaba y yo creo que fue hace diez o veinte años. Entonces, ¿cómo crees que será en un par de décadas, en Estados Unidos? O sea, ¿cómo seguirá esto?

D. F. W.: No sé. Tengo miedo. No sé si pudiera decirte algo sobre los últimos años que alguien más no pudiera decir. Cuando era joven, o más joven, solía… Hay una forma en la que en Estados Unidos estamos cómodos, muy cómodos. Y yo solía pensar que algunas de las respuestas políticas y sociales que yo pensé que deberían… Yo pensé que algunas de las correcciones sociales y políticas que deberían pasar sólo pasarían si hubiera algún cataclismo o infortunio, y ya no estuviéramos tan cómodos como ahora. El hecho de que ahora tenemos evidencia clara de que la forma en la cual vivimos y las relaciones que tenemos con algunos países han hecho que algunos nos odien tanto que quieren asesinarnos, y quizás tengan éxito en asesinar a muchos de nosotros, me aterra, sólo porque… Cuando estaba creciendo, algunos de los periodos mitológicos de la Gran Depresión, la era de Weimar, era que, según la historia, todos se unieron. Fueron tiempos difíciles y nadie tenía lo suficiente. Todos se unieron. Parece, ahora, que la reacción del país al terror y la inseguridad es comprar vehículos de utilidades de deportes, que son unos tanques enormes, y hacer que las personas se sientan seguras. Pero también, a cuatro mil millas de distancia, en un país donde la gasolina es un quinto de lo cara que debería ser, hay una sanidad en Europa sobre los precios de gasolina que no hay aquí. Y la gente está votando por gente que decide ir y matar a cientos de miles de civiles, para matar a unos cuantos enemigos. Nada de esto es importante. Pero el hecho de que nadie aquí esté hablando sobre la conexión entre cómo vivimos y lo que conducimos y las cosas que están pasando… La velocidad con la cual se convierte en: “Esas personas malas, esos fanáticos malos. Son malos. Lo que en realidad odian es nuestra libertad y nuestra forma de vida”. Que es difícil de tragar, ¿no? ¿Quién odia la libertad? La gente odia a la gente, no la libertad. Yo ahora no sé qué va a pasar. Y yo soy un estadounidense que está asustado. Desde que era niño y aprendí que Estados Unidos tenía bases intercontinentales… Desde entonces no he estado tan asustado. Y lo que más me asusta… Esto es totalmente personal, pero tengo más miedo por nosotros que por todos los demás. Eso es un lugar oscuro. No sé cómo me siento al respecto. Vas a usar esto, si quieres. No creo que sea un mal país. No creo que la gente de Estados Unidos sea mala. Creo que hemos tenido las cosas muy fáciles materialmente, durante mucho tiempo. Y que hemos tenido muy poca ayuda para entender que hay cosas que son importantes además de estar cómodos. Y no creo que nadie sepa cómo reaccionaremos si las cosas se ponen difíciles aquí. Y el hecho de que seamos fuertes militar y económicamente también da miedo. Para algunos de nosotros, los estadounidenses. Por suerte, no muchos estadounidenses verán esto en Alemania.

E.: ¿Hay muchos medios de rebelión?

D. F. W.: Claro.

E.: ¿Cuáles son?

D. F. W.: Bueno, pues hay gente que lo hace por todos lados. No sé nada sobre la gente que es repelida de los edificios y que les avientan gas lacrimógeno. La gente que yo conozco que se está rebelando no compra muchas cosas, y no obtienen su visión del mundo de la televisión. Y están dispuestos a gastar cuatro o cinco horas investigando una elección, en vez de dejarse guiar por los comerciales. La cuestión es que, en Estados Unidos, pensamos en la rebelión como una cosa sexy, que involucra acción y fuerza, y se ve bien. Yo supongo que las formas de rebelión que cambiarán las cosas de manera importante serán calladas e individuales. Y probablemente no serán interesantes de ver. Espero cosas menos interesantes y no más interesantes. La violencia es interesante, y la corrupción horrible y los escándalos. Y sables temblorosos hablando sobre la guerra, demonizando a un billón de personas con una fe diferente en el mundo. Todas esas cosas son interesantes. Sentarse en una silla y pensar qué significa esto, y en por qué el auto que conduzco quizás tenga algo que ver con qué sienten sobre mí las personas en otras partes del mundo. Eso fue muy cercano a la verdad. Además, es un poco tonto. Yo soy escritor. No soy político ni un pensador político. Sólo soy un estadounidense asustado, viviendo en California.

E.: Sólo una pregunta más. ¿Crees que haya oportunidad de que nos deshagamos del amor por la atracción, por lo visual? Dijiste que la rebelión supuestamente debe ser atractiva. La gente piensa que es atractivo tomar un arma y ser un rebelde. Pero no se supone que la verdadera rebelión sea atractiva. Porque no lo es. Entonces, ¿cómo nos deshacemos de lo visual?

D. F. W.: Es raro decir esto en la televisión, pero hay algo sobre… No hay nada malo con… No es que haya algo malo con interesarte por lo que es interesante y atractivo. Pero me parece que la televisión y el entretenimiento corporativos, como son tan caros, para ganar dinero, tienen que ser atractivos para una audiencia muy grande. Eso significa que tienen que encontrar cosas que mucha gente tiene en común. Y no sé tú, pero aquí creo que la mayoría de nosotros tenemos en común intereses básicos, no interesantes, egoístas, estúpidos. La atracción física, el sexo, un humor fácil, el espectáculo vívido. Esas cosas, las veré inmediatamente. Y tú y tú y tú y tú. Entonces está en nuestros intereses más básicos y aniñados que somos una masa. Las cosas que nos hacen interesantes y únicos y humanos, esos intereses tienden a ser ampliamente diferentes entre mucha gente. Yo creo que… En términos de la cultura masiva estadounidense, para que las cosas cambien significativamente, se necesitará la fragmentación de la industria de entretenimiento. Algo como lo que ha pasado en la industria de revistas estadounidenses, donde, en vez de tres o cuatro revistas con millones de suscriptores, tienes miles de revistas, cada una con unos cuantos miles de suscriptores. Si el entretenimiento se puede volver más de nicho, es posible que las compañías que sacan estas cosas puedan hacer dinero sin tener que apelar a veinte millones de personas. Porque yo no creo que sea maligno, creo que es como funciona. La única manera de conseguir que diez o veinte millones de personas se interesen por lo mismo es bajándote mucho. Porque a lo mejor a ti no te interesan ningunas de las cosas que he nombrado, inmediatamente, pero a mí sí. No soy diferente de los demás. Hay unas cuantas personas a quienes no les interesa nada de eso.

Cultura

Entrevista no editada con David Foster Wallace en la ZDF (2)

Segunda parte de tres. Para leer la primera parte de la entrevista, da clic aquí.

Traducción de Carlos Arroyo

E.: Entonces somos adictos a divertirnos. Incluso en la llamada literatura seria, ya no quieres hacer el esfuerzo. Los libros que son serios también tienen que ser muy entretenidos. Y no quieres aburrirte. Creo que hace veinte o treinta años, todavía podías leer un libro y era un trabajo. Pero no pensarías: “Tengo que estar entretenido todo el tiempo”. ¿Cómo salimos de esta dinámica? Incluso para los intelectuales tiene que ser entretenido y no aburrido.

D. F. W.: No sé si estoy de acuerdo con la última parte de lo que dijiste. Hay una división real. Es interesante que hayas entrevistado a Crichton. Porque hay una división entre la literatura comercial, las novelas como las de Crichton, Stephen King, Tom Clancy… ¿Quiénes son los otros nombres importantes? Grisham. Algunos de ellos son muy buenos, pero… Y ganan mucho dinero y tienen mucha demanda. Pero también hay… Quizás hay más demanda para libros serios en Europa. Pero aquí hay un conjunto de medio millón… Digamos que un millón de lectores, muchos de quienes son de la clase alta y tienen una educación y se les han enseñado los placeres del trabajo duro en la lectura o la música o el arte, y les gusta eso. Entonces, cuando me hablas, estás hablando con alguien que no tiene mucho poder en la cultura y que no es muy importante, excepto en un segmento muy pequeño… No sé cuál sería el análogo, quizás la música clásica contemporánea en Estados Unidos. Hay gente que la disfruta y la escucha. En parte por entrenamiento y en parte porque están dispuestos a hacer cierta cantidad de trabajo leyéndola. Pero, en comparación con la música pop, el rock y el hip hop, la música clásica no es nada. Económica o comercialmente o en términos de cuántas personas la conocen, o en términos de cuánta influencia tiene sobre la cultura. Así que, para mí, personalmente, no creo que haya sido tan diferente. Probablemente la educación estadounidense solía ser un poco mejor y un poco más difícil. Y los niños no tenían opción más que darse cuenta de que había ciertas cosas que eran difíciles y requerían sufrimiento, pero que, de hecho, eran bastante satisfactorias al final. Pero, en su mayoría, creo que la gente en Estados Unidos que ha estado haciendo cosas “serias”, entre comillas, las cuales son más difíciles y extrañas, siempre han apelado a una audiencia mucho más pequeña. En términos de qué se puede hacer sobre el dilema, para empezar me pregunto a quién le importaría lo que yo pienso. Y, en segundo lugar, no estoy seguro. En tercer lugar, ¿qué piensas tú? Tú vives en el mismo ambiente que yo.

E.: Por supuesto que creo que es un problema. En Alemania tienen a un experto literario en la televisión. Le llaman el papa literario. O sea que es el papa de la literatura. La gente cree que él tiene un entendimiento muy bueno de todo. Y cuando él dice que el libro es bueno, el libro es bueno. 

D. F. W.: ¿Quién es este tipo?

E.: Se llama Marcel Reich-Ranicki. A lo mejor has oído de él.

D. F. W.: No.

E.: Es un tipo muy chistoso, y a lo mejor tiene ochenta años o algo así. Siempre tiene un veredicto sobre el libro. 

D. F. W.: ¿Es parte de tu programa?

E.: No. Pero es una figura de la cultura alemana. Pero, al mismo tiempo, siempre quiere… Lo que no quiere es que el libro sea aburrido. Y, al mismo tiempo, sí entiende mucho sobre los libros y es un buen lector. Pero, al decir que las cosas no deben ser aburridas… Toma por sentado… A veces yo también tengo el sentimiento de que no quiero estar aburrida. Pero quizás ésa no es una opción. Eso no es correcto. Tengo ese sentimiento, aunque suene estúpido.

D. F. W.: No… Hay una diferencia entre estar levemente aburrido… Hay otro tipo de aburrimiento del cual creo que hablas. Leer requiere sentarse solo en un cuarto en silencio. Y yo tengo amigos, amigos inteligentes, a los cuales no les gusta leer porque… No sólo se aburren sino que hay casi una repulsión que emerge ante tener que estar solos, ante tener que estar en silencio. Y lo ves cuando entras a cualquier lugar público en Estados Unidos. Ya no están en silencio. Ponen música. Y es fácil burlarnos de esa música, porque normalmente es música horrible. Pero parece importante que no queramos que las cosas estén en silencio nunca. Y no creo poder defender esto. Pero me parece que tiene que ver con sentir que el propósito de tu vida es gratificarte a ti mismo y conseguir cosas para ti mismo. Hay otra parte de ti… Es la misma parte de ti que tiene hambre del silencio y de pensar muy duro sobre la misma cosa durante media hora en vez de durante treinta segundos. A esta parte no la alimentas. Y se hace sentir en el cuerpo, en una repulsión. No sé si eso tiene sentido. Pero creo que es cierto que en Estados Unidos cada año la cultura se vuelve más hostil… No enojada, sino que se vuelve más difícil pedirle a la gente que lea o que mire una obra de arte durante una hora. O escuchar una pieza de música que es difícil y que requiere trabajo para entenderse. Porque… Hay muchas razones. Sobre todo en la cultura de las computadoras y el internet, todo es tan rápido. Y entre más rápido, más alimentamos esa parte de nosotros, pero no alimentamos a la parte de nosotros a la cual le gusta el silencio, que puede vivir en silencio, que puede vivir sin estímulos. No sé. Es un dicho estadounidense: irse al infierno en una canasta de mano. Las cosas van empeorando y empeorando. Estamos diciendo exactamente lo mismo que la gente dijo hace cien años. No hay forma de saber qué tan diferentes somos. Pero las cosas sí parecen diferentes. 

E.: Sí, y nunca tienes esta distancia de ti misma, para saber si estás en lo correcto o si sólo estás siguiendo un cliché… Ya ni siquiera sé más qué quería preguntar. Hubo algo más que pasó en Entrevistas breves con hombres repulsivos que…

D. F. W.: ¿Te gusta hablar sobre esa historia, verdad?

E.: ¡Sí!

D. F. W.: Está bien.

E.: ¿Es algo malo eso?

D. F. W.: No, está bien. 

E.: Leí algo que me pasa a mí a menudo. Tengo una amiga, que tiene esclerosis múltiple. Y eso es una cosa muy mala para una mujer joven.

D. F. W.: No es nada divertido.

E.: No. Y ella me llama. Y, tan pronto como contesto el teléfono, instantáneamente empieza a hablar, sobre su enfermedad, y lo que toma, y sobre ir al hospital…

D. F. W.: ¿Esta parte va a entrar a la entrevista? ¿Vamos a escuchar esto?

E.: No.

D. F. W.: ¡No! Lo que pensaba. Entonces sigue.

E.: Todo lo que yo diga no va a entrar, de cualquier forma. Así que no te preocupes por eso. 

D. F. W.: Excelente.

E.: Entonces… Pero pensé que querías tener una conversación…

D. F. W.: Sí, esto está bien. Solamente quisiera que… Esto está bien. 

Camarógrafo: Puede que lo escuchen, pero no lo van a pasar en el programa.

D. F. W.: Está bien.

E.: Entonces, ella me llama. Y, en el momento en el que escucho su nombre, pienso: “Mierda. Perdí las siguientes dos horas. Porque estará diciéndome cosas”. Y de alguna manera sé que tiene que sacarlas. Y, como me cae bien, la escucho. Pero, por otro lado, pienso en mi tiempo libre y pienso: “Sólo estaba sentada aquí y ahora tengo que escuchar esto”. Pero, cuando termino, pienso que fue bueno.

D. F. W.: Imagina que te llama muy tarde, por la noche, y te habla durante dos horas, y son disculpas por molestarte. Que es sólo otra capa de glaseado. Pero es algo que viene con los temperamentos depresivos. Hay mucho narcisismo y odio propio.

E.: Sí, pero lo que yo pensaba es: “¿Qué está mal conmigo?” ¿Sabes? Que escucho su nombre y pienso: “Mierda. Otra vez. No debí contestar el teléfono”. Y es… Parte del problema. Porque, por otro lado, sé que es algo que tengo que hacer.

D. F. W.: Sí, pero también es… Ahora sí estamos en esta conversación y voy a estar hablando sobre tu asunto. ¿Pero no van a usar esto verdad? 

E.: No.

D. F. W.: Yo no creo que seas una mala persona. Tengo una amiga que perdió a su hermana, a su madre y a su padre por el cáncer, todo en tres años. Y luego su mejor amigo murió de SIDA en San Francisco. Esta mujer tuvo los peores dos o tres años de entre todas las personas que conozco. Es muy amiga mía. Y mi corazón se hundía cada vez que… Porque siempre era doloroso. Y ella no se quejaba. Iba muy bien. Pero a mí me gustan las cosas agradables. Prefiero tomar mi leche con chocolate y leer un cómic que escuchar sobre cosas poco agradables. Pero esto… La señora depresiva sólo tiene otro giro, que es que está tan preocupada sobre ese sentimiento que tienes tú, porque ella te está llamando, preocupándose por cómo te hace sentir. Hay mucho más narcisismo ahí. No me caía muy bien [el personaje].

E.: Tenía el presentimiento de que no te caía bien.

D. F. W.: Normalmente es muy mala idea que te caiga mal el personaje principal de una historia. Y no lo hago en ningún lado. Pero ella no me caía bien. Por eso sonrío. Todos me preguntan sobre esa historia y es la única sobre la cual no quiero hablar. Pero está bien. Está bien. 

E.: Sí me di cuenta de que no te caía bien. Pero, a pesar de eso, es una historia…

D. F. W.: Ella tampoco se caía bien. Así que hubiera predicho que a mí no me cayera bien. 

E.: Claro. Entonces, ¿ves televisión?

D. F. W.: No tengo televisión. Si tuviera televisión, la vería todo el tiempo. Ésa es mi confesión sobre qué tan fuerte soy para resistirme a las cosas. Veo televisión en casas de amigos, a veces. No tanto como antes.

E.: Claro. Es que en La broma infinita el entretenimiento no viene de la televisión directamente, sino que viene de las capturas que pones todo el tiempo. Pero el entretenimiento en La broma infinita y la televisión en Estados Unidos hoy… ¿Son similares?

D. F. W.: No sé a qué te refieres con “la televisión”. Está la televisión pública, está el cable y está la televisión satelital, donde podemos tener quinientos canales. Y también hay películas en VHS y DVD. El fenómeno de la televisión, lo que podemos analizar, no es tan diferente. Lo que recuerdo en La broma infinita es que había un arreglo con el cual podían transmitir cosas, y a veces entregártelas en un rollo. Tendrías que dejarme ir a checar. No me acuerdo. Hay cosas sobre el libro que económicamente no son realistas.

E.: Sí, es que me pareció que todas las gentes en el libro querían alcanzar un estado mental similar, como la amnesia. Quienes usaban drogas y quienes usaban el entretenimiento… Había una mujer que se hizo algo y dice: “No quería lastimarme, pero ya no quería que me lastimaran. Sólo quería que se detuviera”. ¿Eso no es similar a lo que pasa, donde la gente quiere alcanzar un estado similar?

D. F. W.: ¿La amnesia o el olvido propio? Claro. Creo que parte de la atracción de las drogas y el entretenimiento es escapar de mis problemas y de mi vida y de tener que estar aquí atrapado. Puedo fingir que soy James Bond o fingir que… Simplemente parece que todo está bien al corto aliento. Pero ¿como forma de vida? No funciona bien.

E.: Claro, y en tu libro hay mucha gente consumiendo drogas e intentando no tener que sentir.

D. F. W.: Detenme si me equivoco, porque, como dije, hice esto hace siete años.

E.: Sólo di lo que piensas.

D. F. W.: ¡No! No entiendo la pregunta. Porque parece que las partes del libro que tienen que ver con las drogas tienen que ver con una casa intermedia, donde quienes han consumido drogas durante años de repente se detienen y enloquecen, porque de repente empiezan a sentir. Entonces, si estás hablando de lo llamativo de las drogas en general, hasta donde yo lo entiendo, que es hasta donde lo voy a discutir, parece que… Y esto no es nada original, es una extensión natural de la lógica capitalista corporativa. Que es que me quiero sentir exactamente como me quiero sentir, o sea bien, por exactamente este tiempo, así que intercambiaré esta cantidad de efectivo por esta sustancia. Y lo haré. Pero todo es una mentira, porque el control se va gradualmente. Y ya no es que quiera hacerlo. Es que siento que necesito hacerlo. Y ese cambio, de querer algo a sentir que lo necesito, es grande. Sí. O sea, muchos de los problemas en mi vida, tienen que ver con que confundo lo que quiero con lo que necesito.

E.: Justamente estaba teniendo la misma conversación con alguien sobre la noción simplista de que lo que queremos… Lo que la mayoría quiere alcanzar es un estado de bulto, de ya no tener que pensar. Y sólo quiero saber si hay muchas formas de alcanzar ese estado mental. Viendo entretenimiento…

D. F. W.: ¿Hablas del entretenimiento en general o del entretenimiento en el libro?

E.: En el libro. Y además, cuando prendo la televisión acá, me enloquece. Porque veo algo y luego vienen los comerciales. Y me muestran algo y luego vienen los comerciales. Entonces me enloquece. Crea un estado de… Si lo hiciera todos los días…

D. F. W.: Bueno, si tienes un control remoto, cambias de canal. Y si no te gusta ese canal, vas a otro. Una de las razones por las cuales no tengo televisión, es que me convenzo de que hay algo muy bueno en otro canal y me lo estoy perdiendo. Entonces, en vez de ver algo, empiezo a escanear buscando esta cosa que creo que quiero y que ni siquiera sé qué es. No sé si los alemanes… Esto es quizás algo malo que decir en la televisión. No sé si algo parecido pasa en Alemania, pero es muy estresante. Son demasiadas cosas buenas, combinadas con mi cabecita enferma, que cree que siempre hay algo un poco mejor en el siguiente canal. Y lo único que tienes que hacer… Ni siquiera te tienes que levantar para cambiar el canal. Ése fue el problema. Cuando se volvió tan fácil: sólo mover el pulgar. Fue cuando nos jodimos. ¿Vas a editar el noventa por ciento de esto, verdad?

E.: Claro.

D. F. W.: Ah, bueno.

E.: No porque yo quiera, sino porque…

D. F. W.: Porque no hará nada de sentido…

E.: Entonces, ¿crees que el entretenimiento es algo contra lo que tenemos que pelear?

D. F. W.: Es una pregunta extraña porque, ¿quién diría que el entretenimiento es malo? Yo no diría que el entretenimiento es malo. Pero un modelo de vida en el cual yo tengo derecho a estar entretenido todo el tiempo no es promisorio. Y esto no se traducirá bien, pero: una de las cosas insidiosas sobre el entretenimiento es que el entretenimiento es muy entretenido. Imagínate que este programa estuviera en la televisión estadounidense. Y yo estuviera sentado en un hotel viéndolo. Tendríamos a este nerd hablando de cosas o podría ver a Pamela Anderson corriendo por la playa, o comedia hilarante. ¿Cuál vería? No hay… Si luchar contra el entretenimiento es un requisito, ¿cómo lo hace uno? Hay dos opciones. Diriges el ataque sólo a quienes están dispuestos a escuchar sobre la complejidad de… Pero esas personas no son las que están esclavizadas por el entretenimiento. O encuentras la forma de hacer que el ataque contra el entretenimiento sea entretenido. Y entonces has sido capturado por la misma cosa contra la cual luchas. Es muy extraño.

E.: Sí, exactamente ése es el dilema. Voy a cambiar el tema. La broma infinita toma lugar, en parte, en una academia de tenis. Tú has sido jugador de tenis, un jugador de tenis muy bueno. 

D. F. W.: Más o menos bueno, no realmente bueno. Jugaba mucho cuando era niño.

E.: Y una vez dijiste que el tenis era un poco como el ajedrez y el box. No sé si es una combinación, pero los relacionaste. ¿Qué hace al tenis tan especial?

D. F. W.: Si preguntas por qué está en el libro, la razón por la cual está en el libro es que es el único deporte que conozco lo suficiente como para hablar de por qué es hermoso. También es un deporte que tiene que ver con un lugar cerrado y con mandar cosas de un lado a otro, lo cual tiene que ver con el libro. El tenis es un deporte muy hermoso, porque es muy abstracto y geométrico, y táctico, como el ajedrez. Y también es muy físico. Corres mucho, te cansas mucho. No sé del box, pero es una persona contra otra.

E.: ¿Y el ajedrez?

D. F. W.: Pues, si en verdad te interesa, los jugadores de tenis muy buenos, como los del ajedrez, siempre están pensando con cuatro o cinco jugadas de anticipación. Algunos de los jugadores de tenis que fueron superestrellas en los noventa eran muy buenos con eso. Boris Becker no tiraba un as así como así. Lo que hacía Boris Becker —y creo que aprendió esto de McEnroe— era pegarle a la pelota de manera que tú tuvieras que darle un golpe débil, pero que sí pasara por la red. Todo está pensado con anticipación. Pero también es muy combativo. Tú y yo estamos jugando. Estoy intentando ganarte. Es muy individual. Creo que esto no tiene nada de sentido. 

E.: Sí tiene.

D. F. W.: Ah, bueno.

E.: Discúlpame, pero sí tiene sentido.

D. F. W.: Ah, bueno. Puedes hacer magia con la edición.

E.: Claro, pero no va a ser necesario.

D. F. W.: También tiene que ver con el combate a la distancia. En el box, los cuerpos están muy cerca. En el tenis hay algo más frío. Estoy intentando ganarte, pero estás a 75 pies de distancia. Lo que viaja entre nosotros.es esta cosa pequeña. Hay algo más abstracto. Es como el ajedrez. 

E.: ¿Y también dijiste que es más matemático, no?

D. F. W.: Creo que hay algo en el ensayo que habla sobre el capitalismo y el tenis.

E.: O a lo mejor no lo entendí. ¿Es Mario quien habla con un tipo de nombre Stern?

D. F. W.: ¡Stern! Un alemán, según recuerdo. 

[…]. Para leer la tercera parte de la entrevista, da clic aquí.

Cultura

Entrevista no editada con David Foster Wallace en la ZDF (1)

Primera parte de tres.

Traducción e introducción breve de Carlos Arroyo

Esta entrevista de David Foster Wallace con la agencia de la televisión alemana ZDF, grabada en 2003, salió a la luz después del suicidio de Wallace en 2008. Se ha dicho que es la discusión pública más completa que existe de las ideas del escritor sobre la sociedad estadounidense y la crisis en la cual se encontraba la generación X en los años noventa y dos mil. Principalmente, Wallace discute el sentimiento de vacío y malestar, y la crisis intelectual y de ciudadanía en la cual Estados Unidos parecía encontrarse. Mucha de la discusión entre Wallace y la entrevistadora gira en torno a su novela La broma infinita (1996). La novela  —una historia distópica en la cual Canadá, Estados Unidos y México forman un super-Estado conocido como la O.N.A.N. (en una referencia al término bíblico para la masturbación) y los años llevan los nombres de corporaciones— es considerada una de las novelas más importantes del siglo XX.

Entrevistadora: ¿Crees que es cierto que el humor sólo puede salir de algo que es triste?

David Foster Wallace: Sé que Wittgenstein creía que los problemas y preguntas y asuntos más serios y profundos sólo podían discutirse en la forma de chistes. Y sé que en la literatura estadounidense hay una tradición de los años cincuenta y sesenta llamada humor negro, que es un humor muy triste y sardónico. Estoy intentando encontrar algo interesante que decir para responder… Creo que quizás a veces sí puede ser así y que a veces no. Hay formas de humor que ofrecen escapes del dolor. Y hay formas del humor que lo transfiguran. ¿Eso tiene sentido?

E.: Sí, perfectamente. 

D. F. W.: Ahora voy a empezar a sudar. ¿Sabes qué me ayudaría? Dime qué piensas tú. Si hacemos esto como una conversación, será más fácil para mí. 

E.: Claro. Yo escribí mi tesis de maestría sobre Thomas Bernhard. Y para Thomas Bernhard hay una teoría… Él tenía una enfermedad pulmonar muy fuerte, y no pudo respirar durante toda su vida. Su vida fue muy difícil. Además, odiaba Austria, que es donde vivía. Pensaba que todos eran nazis y había mucho catolicismo fascista. Odiaba todo. Pero, a partir de eso, él desarrolló un sentido del humor extraño. Sus novelas son muy oscuras pero, al mismo tiempo, para mí, son muy ingeniosas. Tienen un humor… Que es como música. Quería saber si tú piensas que es cierto que el tipo de sentido del humor que tú tienes viene de la amargura, la tristeza… O si esto es un cliché. También puede ser un cliché, lo de la tragicomedia. 

D. F. W.: La respuesta, para mí, es que no lo sé. Sé que, muy seguido, el humor es una respuesta a cosas que son difíciles. En Estados Unidos, hay una situación extraña en la cual, en algunos aspectos, el humor y la ironía son respuestas políticas, son redentoras. Y, en otro sentido, en el entretenimiento popular, la ironía y el humor oscuro pueden convertirse en una manera de… Es fingir protestar cuando en realidad no se está protestando. Alguien dijo que la ironía es la canción de un pájaro que ha aprendido a amar su jaula. Y, aunque canta sobre odiar su jaula, en realidad le gusta. Puede ser una llamada para despertar y una anestesia a la vez. La diferencia, en Estados Unidos, es peligrosa, es complicada. 

E.: ¿Y en tus libros? Para mí, tienen preguntas muy serias y a menudo son muy tristes. Pero, al mismo tiempo, tienen un sentido del humor, de alguna manera. 

D. F. W.: No estoy tan consciente de las cosas que son chistosas en los libros. En la versión estadounidense de La broma infinita, yo quería escribir un libro triste. Y, cuando a la gente le gustó, y me dijeron que era chistoso, me sorprendí. Es otra cosa rara sobre el humor. Yo doy clases de Literatura, y a veces enseño Kafka. Hay una historia sobre Kafka, de que, cuando escribía sus historias más aterrorizantes, sus vecinos se quejaban, porque Kafka se reía a la mitad de la noche cuando escribía estas historias. Las encontraba muy chistosas. Y sí hay cosas en ellas que son chistosas. Pero no creo que mucha gente entendería el que un escritor se riera tan fuerte como para que sus vecinos se quejaran. Quizás es difícil hablarle a un escritor sobre el humor o la tristeza en su trabajo, porque nuestro sentido tiende a ser distinto del de los lectores.

E.: Sí, pero hubo una entrevista que diste. No sé para qué medio. Pero dijiste que, cuando empezaste a escribir La broma infinita, querías escribir algo sobre la tristeza. Así que la tristeza sí era algo que estaba presente en ese proyecto. ¿Podrías describir qué…?

D. F. W.: Fue hace mucho tiempo. La manera más fácil de hablar de eso sería decir que, para la clase media alta, en Estados Unidos, particularmente para los más jóvenes, las cosas a menudo son muy cómodas materialmente, pero hay una gran tristeza y vacío. Es difícil pensar en eso. Y es difícil encontrar respuestas en lo abstracto. Y creo que empecé ese libro después de que algunas personas, no amigos cercanos pero sí personas que conocía, se suicidaron. Se volvió obvio que estaba pasando algo. Y sé que ese impulso jugó un papel en que yo empezara el libro. Pero el libro es tan grande, tomó tanto tiempo escribirlo, que es difícil recordar los impulsos al comienzo. Porque todo cambia. Es algo con lo que vives durante años y no algo sobre lo que tienes un presentimiento y sólo haces. Creo que una de las ideas en el libro es que hay un ethos particular en la cultura estadounidense, especialmente en la cultura del entretenimiento y el mercadeo, que apela a la gente como individuos, que no tienes que ser devoto de o servirle a nada más. No hay un bien mayor que tu propio bien y tu propia felicidad. En el libro, según recuerdo, los personajes se vuelven drogadictos. La raíz de “adicto” en latín es adicere, que significa devoción religiosa. Fue un atributo de los monjes. Hay un elemento en el libro en el cual muchas personas están viviendo algo que es cierto, que es que todos adoramos y todos tenemos un impulso religioso. Podemos escoger qué adoramos. Pero el mito de que no adoramos nada y no nos entregamos a nada es simplemente entregarnos a algo diferente, como el placer o las drogas o la idea de tener mucho dinero y poder comprar cosas bonitas. O, en una academia de tenis, es diferente; es una devoción a un objetivo atlético que requiere cierto sacrificio y disciplina, pero sigue siendo un deporte individualista, donde uno quiere avanzar como individuo. Dudo que esto tenga sentido. Pero, cualesquiera sean las condiciones de desesperanza de las que hablas, al menos en La broma infinita, tienen que ver con un ideal estadounidense, no universal, al que los niños se exponen muy pronto, de que tú eres lo más importante, y de que lo que tú quieres es lo más importante, y que tu trabajo en la vida es gratificar tus deseos. Es un poco crudo decirlo así, pero de hecho es algo de la ideología de aquí. Y definitivamente es algo de la ideología que es perpetuada por la televisión y la publicidad y el entretenimiento. La economía florece sobre este ideal. 

E.: ¿Y qué pasa cuando las ideologías se vuelven…

[En este momento, el camarógrafo interrumpe la entrevista.]

Camarógrafo: Tengo que cambiar esta batería.

D. F. W.: Mierda. Casi estaba diciendo algo lúcido. ¿Y no salió?

Camarógrafo: Sí salió.

D. F. W.: Me sentí lúcido.

Camarógrafo: Le prometo que está bien. 

E.: ¿Salió la última pregunta?

Camarógrafo: Sí salió. Pero está difícil, porque se mueve dentro y fuera de cuadro. 

D. F. W.: ¿Me muevo fuera y dentro de cuadro?

E.: La cosa es que el fondo no es muy bonito. Y es por eso que no estamos mostrando…

D. F. W.: Lo siento mucho.

Camarógrafo: No hay problema. Porque está pontificando. 

D. F. W.: Ah, sí, gracias. Qué palabra tan bonita.

Camarógrafo: Es una estilo espiritual, que me está jodiendo por completo. Es broma. Pero sí, puedo darme cuenta de que usted es muy…

D. F. W.: ¿De que me muevo mucho?

Camarógrafo: De que usted es muy reflexivo.

D. F. W.: Pues son preguntas difíciles. Sobre todo si es algo que hice hace siete años.

Camarógrafo: Bueno, yo sólo tomo las fotos.

D. F. W.: Sí, yo cambiaría de lugar con usted en este momento. 

Camarógrafo: Cuando quiera.

E.: ¿Entonces qué crees que pasa con esta ideología, cuando a los niños se les dice desde el principio que lo único que cuenta es su propia felicidad y su propia búsqueda de la satisfacción? 

D. F. W.: Claro que nadie te lo dice. Mamá y papá no te sienten y te lo dicen. Es algo muy sutil que es transmitido por muchos mensajes. Sólo de manera conversacional, ¿entiendes lo que digo? Dudo que los europeos tengan una idea de Estados Unidos distinta de lo que estoy diciendo. Es un motor y templo enorme de la autogratificación y el avance propio. Y, de algunas maneras, funciona muy, muy bien. De otras formas, no funciona tan bien. Porque, al menos para mí, parece que hay muchas otras partes de mí que necesitan preocuparse de cosas más grandes que yo, a las cuales no nutro en ese sistema.

E.: ¿Y crees que los europeos saben eso?

D. F. W.: Los europeos con los que he hablado sí lo saben. Cuando entro en discusiones con los europeos es porque su visión de esto es exagerada y simplista. Es una cosa muy complicada, y llena de paradojas e ironías y de todo tipo de cosas. La idea de que Estados Unidos es un gran centro comercial, de que lo único que queremos hacer es agarrar las tarjetas de crédito y salir a comprar cosas es un estereotipo y es una generalización. Pero, como forma de resumir un ethos en los Estados Unidos, es bastante precisa. Sobre todo después de las elecciones que acabamos de tener el martes. Estados Unidos no está mejorando en esta área. Parece que está empeorando. 

E.: Sí, yo he estado viniendo aquí cada año durante los últimos años. Y me pareció ver algunos progresos en eso, ese desarrollo. Cuando uno va a las tiendas departamentales, la gente parece más agresiva cuando intenta venderte cosas. Por otro lado, me gusta, porque en Alemania… Allá hay una crisis intelectual. Todo está parado, de alguna forma.

D. F. W.: Hay algunas paradojas que acompañan el ser un país occidental rico e industrial. Quizás son bastante comunes. Nosotros tenemos nuestros problemas raciales. Ustedes tienen los problemas de absorber Alemania del Este y todo eso. Me quedaré fuera de la política. Es demasiado alterante. 

E.: En la entrevista que leí, también dijiste que querías escribir algo sobre una generación. No parecías seguro de si tenías razón sobre esta generación. Pero tenías el sentimiento de que tu generación estaba en ese tipo de problemas.

D. F. W.: Lo que recuerdo es que una de las razones por las cuales el libro ocurre en el futuro es que… Ahora tengo cuarenta años. O sea que nací en los años sesenta tempranos. Hasta cierto punto, la gente de mi generación todavía cree que son niños, que son gente que tiene padres. Y recuerdo querer hacer algo sobre la situación de nuestros hijos, sobre la siguiente generación.

E.: Y lo de la vida de niños… ¿Esto también ha tenido que ver con…? Hay una historia en Entrevistas breves con hombres repulsivos donde la persona deprimida siempre está hablando sobre la mujer y el niño herido interno. ¿Es algo que va junto?

D. F. W.: Ese lenguaje, el del “niño herido interno”, es parte de una psicología pop estadounidense, que es un freudianismo popular que tiene su propia paradoja. Entre más nos enseñan a enlistar y tener resentimiento por las cosas que no tuvimos de niños, más vivimos en esa ira y frustración, y más permanecemos como niños. Ésa es una forma muy simple de decirlo. Pero creo que el personaje en esa historia es un compendio de lo peor y lo más doloroso del movimiento de psicología pop. No sé si hay un análogo en Europa Occidental.

E.: Creo que sí lo hay. Y, cuando dijiste que… Me parece que en Europa también hay una reticencia a crecer y a vivir la vida en los términos que pone la vida. ¿Qué deberá hacer esta generación que no es capaz de crecer?

D. F. W.: Déjame agregar algo que apuesto que has notado al hablar con escritores. La mayoría de las cosas sobre las cuales pensamos que estamos escribiendo es muy difícil de discutir de frente, en una estructura de preguntas y respuestas. Y, en algunos sentidos, no puede hablarse directamente. Y es por eso que la gente inventa historias al respecto. Es una gran defensa. Porque siento que lo que estoy diciendo es tan simple y reduccionista que… En la medida en la que yo lo entiendo, ser adultos no es divertido. Hay cosas que quieres hacer. Hay cosas que no puedes hacer, por muchas razones. Y creo que, para los jóvenes de Estados Unidos, hay mensajes confusos en la cultura. Hay una racha de moralismo que propaga las virtudes de ser adultos y tener una familia y ser ciudadanos responsables. Pero también hay un sentido de hacer lo que quieras, gratificar tus apetitos, porque, cuando yo soy una corporación apelando a las partes de ti que son egoístas… Ésa es la mejor manera de venderte cosas, ¿no? Entonces, el punto que sale de eso es que… Creo que es otro ejemplo de… Los sistemas económicos y culturales estadounidenses funcionan muy bien en términos de vender productos a la gente y lograr que la economía florezca. Pero no funcionan tan bien en lo que respecta a educar a los niños o a ayudarnos a ayudar a otros a saber cómo vivir, a ser felices. Si esa palabra significa algo. Claramente significa algo diferente de “Haz lo que quieras hacer”, de “¡Quiero tomar este vaso ahora mismo y arrojarlo!”. ¿Sabes? Lo vemos con los niños. Eso no es la felicidad. Ese sentimiento de obedecer todos los impulsos y gratificar todos los deseos me parece una esclavitud. Nadie habla de eso así. Hablan de libertad de elección y de tener el derecho de tener cosas y de gastar todo el dinero que tengas. Decirlo así me suena muy crudo y simple, pero así es.

E.: Una vez que estás en Europa…

D. F. W.: ¿Esto tiene sentido para ti?

E.: Completamente. Y no estoy mintiendo ni nada. 

D. F. W.: Pero, tú has pasado tiempo en Estados Unidos. ¿Esto es algo que…?

E.: Sí, pero creo que no sólo es un problema en Estados Unidos. Porque todo lo que pasa aquí de alguna manera es copiado por la gente en Alemania. Y allá también hay un impulso de que sólo tienes que hacer lo que te hace feliz y olvidarte de todos los demás. Y no quieres estar con personas aburridas o con personas que te necesitan. Porque eso no es atractivo y todo eso. Entonces, es más o menos lo mismo. Claro que tiene sentido para mí.

D. F. W.: Y funciona muy bien como un sistema para manejar una economía y hacer que los bienes se produzcan y se vendan. Funciona maravillosamente. Las formas en las cuales no funciona son mucho más difíciles de discutir.

E.: Entonces, hablando de eso, de lo que no funciona, ¿dónde no funciona?

D. F. W.: Reduciéndolo a términos generales, como ser adulto, o como un término que rara vez se usa aquí… Ahora voy a dar pena, porque voy a sonar como mi abuelo o algo así. Pero la palabra “ciudadano”, la idea de ser un ciudadano sería entender la historia de tu país y las cosas que son buenas sobre él y las que no, y cómo funciona el sistema. Y tomarte la molestia de aprender sobre los candidatos que van a ser electos, lo cual significa leer. Y eso no es divertido. A veces es aburrido. Pero, cuando la gente no hace eso, pasa esto: ganan los candidatos que tienen más dinero para comprar anuncios de televisión. Porque los anuncios de televisión son, casi siempre, lo único que los votantes saben sobre los candidatos. Entonces tenemos candidatos que están comprados por grandes donantes, que se vuelven, de algunas maneras, corruptos. Eso les da asco a los votantes, lo cual los vuelve todavía menos interesados en la política, menos dispuestos a leer y hacer el trabajo de la ciudadanía. Cuando yo era niño, había una clase llamada “Ciudadanía”. “Aquí hay ciertas cosas sobre Estados Unidos y sobre la historia de Estados Unidos. Por esto es importante votar. Por esto es importante no sólo votar por el más guapo”. Esto es interesante. Y no sé si se puede traducir esto. Pero, al hablar de esto, me da vergüenza. Porque el que yo diga esto suena como si un viejo lo dijera, como si alguien estuviera dando lecciones. Esto, en la cultura estadounidense, hace que puedan burlarse de mí. Sería muy fácil burlarse de lo que estoy diciendo. Y puedo oírlo en mi cabeza, a una voz que se burla de todo esto conforme lo digo. Y ésta es la paradoja de lo que es ser un estadounidense medio inteligente, o un europeo occidental. Que hay cosas que sabemos que son correctas y que sería mejor que hiciéramos, pero, constantemente, es como: “Es mucho más divertido y lindo ir a hacer otra cosa. ¿A quién le importa? Todo es una mierda”. Una disculpa.

E.: Es igual en Alemania, cuando la gente quiere decir algo y sabe que, al mismo tiempo, hay un estereotipo intelectual. Pero no puedes olvidarlo.

D. F. W.: Una de las cosas que causa es tensión e infelicidad para las personas. No creo que sea muy complicado ni que haya nombrado la única razón. La paradoja es que esa tensión y complicación en las personas también las vuelve blancos fáciles para los publicistas. Porque yo puedo decirte: “¿Te sientes incómodo? ¿La vida se siente vacía? Aquí hay algo que puedes comprar, algo que puedes hacer”. El término económico es inelasticidad de la demanda. Exijo todo el tiempo, sin importar cuál sea el precio. Y funciona muy bien, en términos económicos. Emocionalmente, espiritualmente, en términos de ciudadanía, en términos de sentirse una parte importante de este país, ¡o del mundo!… Estoy seguro de que la arrogancia y el desdén del gobierno estadounidense hacia el resto del mundo es desagradable, pero también es una extensión natural de ciertos mensajes culturales que nos enviamos a nosotros mismos sobre nosotros mismos que funcionan muy bien, que nos hacen muy ricos y muy poderosos. Todo es complicado.


Para leer la segunda parte de la entrevista, da clic aquí.

Poesía

me voy para no regresar

el horizonte recoge hierba de entretiempo,
alzando lámparas verdes como lenguas de jade
con una luz que arrastra los sentidos


y hace saltar el corazón del musgo,
veo caer la hermosura de erguirse en la amargura de resistir

el regresar a esos llanos,


al musgo que se aferra a mi bandera:

en el amarillo del árbol que se traga

el sol y se despoja

del cielo enfurecido, del monedero de la luna llena,

encendiéndose por los caminos del llano – 

en un claro de patria donde abrazo mis dos hogares terribles,
rechazo la luz de la página desierta.

el azul es del mar que respira hondo, elogiado en su inmóvil libertad. arrastra sus piedras en la espalda de una nación, pero sus olas
tiemblan en protesta, cuentan hasta cien

y se retiran, recogen algas y arenas debajo
del bramido del árbol insomne.

y la paralizante lucidez de este mar


retiene sus tibias sinfonías
en la palma de mi mano.

el rojo el de mi sangre; mi sangre que ama

las tierras altas y las tierras dormidas,
un tatuaje de onoto y de azafrán que envenena la dulzura de los recuerdos,

las rodillas rozadas por una juventud inquieta,
peligrosa pero libre, libre pero malcriada,
manchada de rojo,


manchada por ocho estrellas falsas.


Camila Ponce Hernández (2002, Anaco, Venezuela) estudia letras inglesas en York y escribe poesía bilingüe. Instagram: @milawritess

Poesía

Dos poemas de Jorge Meneses

I.

Una casa es un muro que se prolonga

una enredadera que extiende su largo y verde brazo

y abraza el vacío de una habitación que no existe hasta entonces.

Una casa es una frontera al acecho de los bárbaros

que asoman sus caras barbadas a las puertas y ventanas

porque en la mesa hay pan caliente 

recién salido del horno de piedra.

Una casa es una caverna.

Una casa es una jaula para fantasmas 

que no renuncian a la esquina que los cobija

aves raras que no vuelan pero sí gritan.

Una casa es un muro largo 

que envuelve el cuarto de los niños

que no será nunca el cuarto de los niños

porque he renunciado a la paternidad.

Una casa es una afrenta a lo desconocido

mas detrás de sus murallas nada se conoce.

Yo no tuve casa.

Fui nómada.

El aire fue mi barca

y en mi espalda llevaba los fardos, la carga.

Apenas traspaso una puerta quiero irme.

Pero hay que casas que aprietan

que cazan

son animales salvajes que acechan en las esquinas

en la oscuridad de una calle tranquila.

Esta casa que habito me mantiene preso.

Trato de huir

pero cuando encuentro por fin la puerta

una suave voz advierte que llegue lejos

y el cemento se estira

pues una casa es un muro que se prolonga

que se prolonga

y sigue

sigue

sigue…

II.

Hay una herida abierta

y en la herida corre un río de aguas claras, limpias

y a manera de homenaje este río me lleva en hombros.

De mi frente brota la rosada flor

de fragancia deliciosa

que embriaga de alegría los corazones de los que están a la orilla

cantando en un idioma extranjero el encuentro fortuito.

Lágrimas salen de mis ojos y se vuelven río

y yo me vuelvo uno con el agua

un agua que limpia la herida abierta

un agua que se vuelve espuma, algodón de agua

un agua que se disuelve por fin en el estallido final contra la roca.

Que nadie sufra:

En el río permanecerán los pétalos rosados de fragancia deliciosa

escamas rosadas de una víbora diáfana que custodia mi herida abierta.

Narrativa

Petirrojo

No me podía levantar de la cama. Cada día era más difícil. A pesar de la terapia y de las pastillas, la falta de luz en invierno me partía el alma. Mi vida se me estaba resbalando entre los dobleces de mis sábanas y eso me paralizaba. Todo me paraliza ahora. De chiquita no era así. A veces mi mamá me cuenta lo enérgica que era antes, esas ganas de comerme el mundo, como dice ella. Pues el mundo me comió a mí mamá, perdóname. Pero creo que todavía hay esperanza. Hay días que siento esa presencia acogedora y tranquilizante, esa presencia de la que era antes. Y aquella niña dulce me coge de la mano y me acompaña hasta el baño para que tome una ducha y me vista. Mi niña se me aparece de vez en cuando en forma de petirrojo. Un petirrojo sereno y gordito que se posa suavemente en el marco de mi ventana y hace gárgaras de música con el viento. Casi todas las mañanas lo veo, y me acompaña.

Pero esta mañana me desperté y ya no sentía nada. Miré a la ventana en busca de consuelo pero no había rastro de mi compañero. Una sensación inexplicable se apoderó de todo mi cuerpo y, por más ridículo que suene, decidí salir a buscarlo. Me alisté, atravesé la sala de estar y salí del apartamento ante la mirada anonadada de mi mamá. No salía hace por lo menos cuatro meses. Bajé los tres pisos de mi edificio y salí a la calle. Salí. Y el hedor de la realidad me abofeteó. La basura, los andenes putrefactos, las palomas decrépitas revoloteando encima de mi cabeza, la mierda de perro que pisas inevitablemente. La verdad, siempre me sorprendió que un pajarito como mi petirrojo se posara en una ventana de un tercer piso entre tanta paloma y gorrión. Seguí andando por las calles de una ciudad que ya no reconocía. Todo estaba medio vacío, medio muerto. No había tanta gente en la calle como me esperaba. Tuve una sensación rara en el estómago. Qué idiotez, me dije, ahora donde se supone que encuentre yo un petirrojo. Alcé mi cabeza tratando de ver los marcos de todas las ventanas de los edificios que me rodeaban. Cuando me dolió el cuello paré sintiéndome aún más ridícula.

De repente, escuché unas risitas infantiles seguidas de murmullos. Venían del parquecito descuidado de al lado de mi apartamento. Al acercarme, vi a dos niños de unos once años sentados en el piso, al lado de los columpios. Los dos parecían muy entretenidos jugando. Me dio curiosidad y, animada, decidí acercarme aún más para ver mejor lo que yo me imaginé que era un juego de canicas. Pero escuché un gorjeo. Una gargarita de música. Y lo vi, aleteando sus alas con todas sus fuerzas. Las manitas blancas aplastándolo contra el pasto. Las manitas blancas asfixiándolo con sus dedos. Y se reían. Este sí que es testarudo, decía uno de ellos, no se deja. Salí de mi ensimismamiento y les grité que ¡qué hacían! que lo iban a matar. Los dos niños se voltearon a mirarme, me tiraron la lengua y salieron corriendo con ruidosas carcajadas. Me arrodillé en el pasto y recogí, con mucho cuidado, a la niña que fui.


Mikaela Huet-Vray es una autora colombiana (Bogotá), estudiante de letras en la Sorbona. Ha publicado poemas en el fanzine Serpiente de Montaña, iniciativa independiente colombiana.

reseñas

«Fuegos artificiales», de Angela Carter

Mauricio Rumualdo Ávila

Después de haber escrito sus primeros ejercicios literarios a mediados de los años 60, la escritora inglesa Angela Carter publicó en 1974 Fuegos artificiales: nueve piezas profanas, su primer libro de cuentos. Escritos entre 1970 y 1973 y, a su vez, entre Japón e Inglaterra, aquí Angela Carter se inspiró en la tradición profana de Edgar Allan Poe para escribir cuentos sobre temas antinaturales que estaban encaminados a provocar incomodidad. En este libro encontramos historias sobre homicidios, lujuria, incesto, liberación, el abuso sexual y la objetivación del amor; que, si bien no logran desprenderse de la experiencia cotidiana del todo, sí perfilan la narrativa de tendencia fantástica de la autora. Es así como en La sonrisa del invierno descubrimos las reflexiones nostálgicas de una mujer que vive junto al mar; en Reflejos, la historia de la violación de una mujer a un hombre en el bosque del Mar de la fertilidad, y el enfrentamiento con un ser andrógino que se encarga de mantener la cohesión del mundo.

Con la excepción de La hermosa hija del verdugo donde la mujer ocupa un espacio sumiso (un incesto intencionado que llama a la controversia), las mujeres de estos relatos son valientes, vengativas, sensuales, fuertes y eróticas. Son mujeres que se enfrentan a sus violadores, como la nativa del Amazonas que dispara al cazador en Amo o la mujer de Réquiem por un mercenario que ahorca a su amante junto al resto de sus cómplices: “Te estás convirtiendo en una tigresa, y yo que siempre te había considerado una gatita”, le dice uno de sus amigos. También son mujeres que cometen incesto, como las adolescentes de Penetrando en el corazón del bosque y La hermosa hija del verdugo, y que disfrutan de su sexualidad, como la mujer que se acuesta con desconocidos en Carne y el espejo y la lujuriosa lady Púrpura.

En Fuegos artificiales también encontramos una muestra de la clásica metodología deconstructiva de Carter. Está presente en Penetrando en el corazón del bosque, una historia sobre el incesto entre dos hermanos que descubren su despertar sexual debido a un árbol exótico que hace referencia al Génesis bíblico, y en Los amoríos de lady Púrpura, una reescritura del clásico Pinocho, acerca de una mujer lasciva que, luego de ganarse el odio popular por haber engañado y asesinado a los hombres que la visitaban en su burdel, se convierte en marioneta para luego volver a transmutar en humana al chuparle la vida a su viejo titiritero. La autora tampoco escatima en mostrar sus referencias literarias, musicales, históricas, artísticas y cinematográficas, que son mencionadas a largo de sus cuentos: Emma Bovary, Mariana de Medida por medida de Shakespeare, Momotaro del cuento tradicional japonés, Glumdalclitch de Los viajes de Gulliver de Swift, el adivino andrógino Tiresias, el revolucionario ruso Serguéi Nechayev, las esculturas de Jean Arp, la película Blue movie de Wahrol, La rebelión de los juguetes de Hermína Tyrlová, la canción popular de The seven virgins y Liebestod de la ópera Tristán e Isolda.

Además de los temas antinaturales, el papel femenino, la narrativa deconstructiva y las referencias externas, este libro también contiene una serie de reflexiones en torno a la otredad, los espejos y las máscaras. Sus dos cuentos ambientados en Japón, Un recuerdo de Japón y Carne y el espejo, se diferencian del resto por su narrativa introspectiva y su aparente realismo. La relevancia de estos cuentos consiste en el «desenmascaramiento» de las protagonistas a la sociedad japonesa y sus relaciones interpersonales: “Pero las más conmovedoras de aquellas imágenes eran nuestros intangibles reflejos en los ojos del otro, reflejos de apariencias, nada más, en una ciudad dedicada a aparentar, y, por más que intentásemos hacernos con la esencia de la otredad del otro, fracasábamos inevitablemente”.  Además de esta máscara del objeto amado y el enamoramiento, Carter también explora las inversiones de los espejos que “aniquilan el tiempo, el lugar y las personas”, la objetivación del castigo en la capucha del verdugo y las transmutaciones de títere a humano y de hombre a mujer.

Fuegos artificiales es el primer desprendimiento de una narrativa, en apariencia realista, que llevaría a la autora a progresar en sus recursos fantásticos. Entre el desencanto y la insatisfacción de una realidad hipócrita, y la ruptura del mundo de las apariencias dentro de los bosques encantados, estos fuegos profanos explotan panoramas, discursos narrativos y personajes que, a pesar de florecer por separado, se unen en lo antinatural. En su escritura, Angela Carter encontró una alternativa a un mundo irreconocible: un mundo de pirotecnia “que finalizaba, como si realmente se tratase de un espectáculo de fuegos artificiales, en cenizas, desolación y silencio”. 

Mauricio Simón Rumualdo Ávila (Acapulco, 1996) estudió Historia en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y se tituló con una biografía intelectual acerca del escritor mexicano Francisco Tario. Ha escrito para revistas digitales como Temporales, Metáforas al Aire, Katabasis, Página Salmón y Ouroboros. Actualmente labora como corrector de estilo para el proyecto creativo Autores Implacables.

Poesía

Dos poemas de Andrés Tuxtla

Con esta selección de poemas de Andrés Tuxtla inauguramos la publicación de textos seleccionados en la Convocatoria 2021. Agradecemos a todos los participantes que compartieron sus escritos con nosotros.

Ajusco (2016)

No puedo escapar de mis visiones. Me siguen, como un murmuro continuo en la parte de atrás de mi cabeza. Es como si tuviera demasiados recuerdos. Los puedo ver todos claramente. Es el recuerdo de mi abuela manejando su Jetta viejo y fumando por la ventana. Mi padre el día que me compró mi primer coche y luego me lo quitó al día siguiente, porque no llegué a dormir. Veo a mi madre, acostada en su cama y envuelta en una cobija con encaje rosa, diciendo que está demasiado cansada, que por favor la deje dormir. Veo la colina donde crecí y la primera fiesta a la que fui.

No tengo cómo esconderme de mis recuerdos. Regresan a mí, como olas que golpean un acantilado de piedra muy susceptible. Esta noche es a Manuel a quien veo sonriendo a través del humo de su cigarro. Estamos sentados en una de las terrazas del edificio de la universidad, las que hacían que pareciera un castillo a medio construir. Solíamos escalar esas terrazas para ver el amanecer después de estudiar toda la noche. A las tres de la mañana la línea siempre se borraba entre lo que era real y lo que no, y nos sentábamos ahí callados intentando encontrar el significado de todo, la ciudad de México, nuestra presencia en el mundo, nuestra esencia. Si nos conocimos por casualidad, tenía todo el sentido del mundo. Manuel me enseñó la ciudad. Era un manojo de miedos e inseguridades, pero de alguna manera siempre se las arreglaba para hacerme sentir protegido. Si cierro mis ojos lo puedo ver manejando por el segundo piso del periférico en su Beetle negro que siempre le dije que lo hacía parecer afeminado. Voy sentado en el asiento del copiloto, está atardeciendo sobre Las Águilas, y él ha puesto uno de esos discos de Belle and Sebastian que siempre lo hacían llorar.

Hay dos casas que siempre veía cuando caminaba por Álvaro Obregón. Son negro con blanco y están hechas de madera y una es idéntica a la otra. Una es un okupa de mazahuas que venden bordados. La otra es ahora el restaurante Jack Kerouac.

¿Recuerdas cómo no solía haber ninguna construcción al sur de la ciudad de México? Es porque todo estaba cubierto por rocas. Porque hace mil años, cuando estalló el volcán, la lava cubrió la mitad sur del valle y se petrificó. Por muchos años sólo hubo musgo y rocas y un montón de árboles a medio crecer. Eso fue antes de las invasiones de tierras de los setenta, antes de la UNAM, antes de que Luis Barragán hiciera el Pedregal.

Cascada (2016)

Pongo mi película favorita

y me pregunto:

por qué mi vida

no parece ser nada como aquella

de las personas en la pantalla.

Es fantasía,

nadie vive así,

pero no puedo evitar preguntarme:

¿son más felices que yo?

Si sólo soy yo quien está

en este cuarto justo ahora,

ésta es mi décima mudanza,

entonces por qué parece que

cada persona con quien he pasado un rato

me acecha en mi mente

y dice:

ya no soy la persona

que conociste aquella vez.

La cascada hace un sonido

que es a la vez un rugido

y un susurro que me calma.

Siempre que me siento frente a ella

olvido

qué fue lo que me trajo aquí

la primera vez.

No toma más de dos minutos lejos del rugido para que el sentimiento de calma me abandone.

Si recuerdas cómo sonaban las calles de esta ciudad cuando tenías esta edad, tal vez ya habrás avanzado un paso más.

¿Para qué crear? ¿O cómo? Dice mi reflejo tenue en el panel de la ventana. ¿O sería mejor que escribiera un post en Facebook, preguntando si todos quieren ir por un paseo en lancha?

¿Recuerdas qué añorabas cuando tenías diecisiete años? Ibas a la preparatoria y pensabas: un día estaré lejos de toda esta mierda provincial. Una vez manejaste hasta el siguiente pueblo, en el coche de alguien más, y te preguntaste: si esto no me hace feliz, ¿qué sí?

Sabes lo que decían todos esos brujos en Oaxaca, sobre encontrar profundidad y significado y dejar atrás toda tu mierda terrenal. Si vas más alto en la montaña, encontrarás estrellas que burbujean con luz, azul, doradas y rosa plateado. Pero si bajas con las manos vacías sabrás que sólo estabas soñando. 

¿Sabes quién era Mauricio? El güey que me llevaba al campo de golf a sentarnos en el pasto y ver el atardecer desde una colina, pero que después me pedía que moviera mi coche usado, porque sus padres podrían verlo y preguntarle quién era yo. 

Recuerdo que una vez me pidió leer mi diario y me negué, porque justo ahí decía cuánto lo había querido y cómo un día solamente había dejado de quererlo. 

Cuando tenía doce o trece, visitaba los suburbios nuevecitos al sur de la ciudad. Había albercas y cactus cada doce metros. Siempre me pregunté por qué el desierto parecía tan viejo y las casas tan nuevas, y también si todo el mundo vivía así. 

¿Por qué, Adriana, viajar por el mundo no te llena tanto como debería? Y siempre acabas pensando en el lugar donde creciste, en el lugar en medio del desierto que pensaste no era lo suficientemente bueno para ti.

Recuerdo que una vez manejé hasta el siguiente pueblo y me emborraché junto a la torre de agua después de nadar en la alberca. Nunca pude entender el semidesierto ni por qué la gente era tan fría.

La primera vez que hice LSD había un campo de golf gigante y nubes que giraban arriba de nosotros, haciendo patrones con forma de cristales y sonidos que nos llegaban en ondas. Cuando manejamos de vuelta a la ciudad, el semidesierto por fin había perdido significado. 

No quiero ver
otra foto de la pirámide de Teotihuacán
secuestrada por tu instagram.
Te dije que tuve que cerrar mi Facebook porque no quería que la gente se metiera en mi vida, pero la verdad es que soy yo quien no quiere saber todo lo que pasa en las vidas de las personas. Incluso caminando por la calle sólo quisiera que toda la gente desapareciera. Preferiría estar en un campo abierto, oyendo agua caer, que en la estación de metro escuchando a alguien hablar de los Smiths. 

Se hizo tarde y regresamos a la ciudad en el coche de alguien más. Recuerdo el sonido agudo del viento, como navajas. Todas las luces de la ciudad se veían neón. Sólo entonces entendí la magia de la civilización. Querétaro era un pedazo del semidesierto, cactus y tres o cuatro colinas. En LSD Querétaro era un oasis de metal brillante, estelas neón que brillaban hasta el espacio, un coche de lujo con interiores de cuero y tecno francés sonando en el estéreo. 

¿Recuerdas Querétaro en los años dos mil? Ya no es así para nada.


Narrativa

Los ojos del silencio

“[…] el timbre de voz de la sombra no era el timbre de un solo individuo, sino de una multitud de seres.”

Edgar Allan Poe, Sombra

Esta es la historia de otro solitario empedernido, de un extravagante más en algún pueblo enrarecido por las heridas del tiempo. Lo conocían por el nombre de Rodrick Gerhardt; un tipo sombrío de mirada gélida, rostro enjuto y áspero al trato; antes profesor, esposo y padre. Hasta el día de su muerte, acaecida la noche del 27 de octubre de 1891, no se sabía demasiado sobre él; tan sólo que un afinador de pianos llamado Edward Milner, esposo de una joven enfermera del sanatorio y, casualmente, vecino suyo, lo visitaba sin falta una vez al año. Aunque difícilmente podría hablarse de amistad, los extraños eventos que unieron a Rodrick Gerhardt y a Edward Milner son, sin lugar a dudas, mucho más fuertes que la simpatía y la afinidad.

No he de ser juzgado por haber escuchado y reconstruido tantas veces lo que estoy por relatar, pues la memoria me obliga, y cualquier hombre que haya vivido en la desgracia, ya sea por un fugaz instante o por el resto de su vida, sabe de los profundos imperativos del alma. Lo impredecible y lo inexplicable han sido, desde el inicio, los dioses que nos han transformado en ángeles o en bestias, en seres de renombre o en desconocidos incapaces de inspirar otro sentimiento que la desconfianza y el temor. Todo aquél que ha pisado las húmedas tierras de Millport conoce la angustia y la nostalgia, la sensación del naufragio, la tortura del recuerdo: la vivencia de un pasado menos agrio, incluso feliz.

Casualidad o no, Rodrick Gerhardt llegó al pueblo de Millport cuando recién enviudó. El trágico accidente que, intuimos, había matado a su esposa y a su hijo primogénito nunca nos fue revelado más que por su semblante corroído. Las únicas palabras de Rodrick Gerhardt que el pueblo conoció fueron las que se escapaban todas las noches por la ventana del salón de su casa; edificio que, siempre en vela, acogía únicamente acordes tristes y sones marchitos. —Hoy vine a sentarme a tu lado, mi vida, queriéndote amar; hoy vine a pedir que me lleves, querida, en el eco del mar— cantaba diariamente el afligido viudo. Durante nueve años, el pueblo sólo conoció la desazón de estas baladas, pero al décimo año todo cambió drásticamente: los sonidos que salían de la residencia Gerhardt eran cada vez más extraños y descuidados, la estridencia crecía y borraba todo rastro de equilibrio y de mesura. El desquicio de aquel hombre era ensordecedor y espeluznante, y la locura que provocaban sus clamores se exacerbaba con el paso de las noches. Las progresiones más horrendas de sonido inundaban las calles de Millport durante largas veladas. El terror que infundía el sonido era abismal e infinito. Sin embargo, cuando la parálisis de aquel pavor estaba al borde de alcanzar su punto mortal, los sonidos cesaron de repente, y un sosiego espantoso y definitivo abrazó al puerto.

Una mañana de aquel décimo año, después de una semana entera de inaudito silencio en el concejo, la señorita Stevens reportó el insoportable hedor con las autoridades, un olor nauseabundo que provenía de la residencia Gerhardt desde la noche anterior. Cuando la policía irrumpió en el edificio, halló el cadáver de Rodrick Gerhardt tendido en el centro del salón, con una expresión escalofriante en el rostro. La casa se encontraba completamente desolada y a oscuras, no había un solo mueble ni decoración en el edificio, y todas las ventanas, salvo el ajimez abierto que conectaba al salón con la calle, estaban cubiertas por pesadas y largas cortinas. Las pertenencias del pobre viudo se reducían a un piano antiguo, miles de partituras esparcidas por el suelo con extrañas inscripciones y signos insólitos, y un pequeño cuaderno que se encontraba próximo a su cuerpo. Entre las páginas del cuaderno se encontraba un retrato ligeramente velado y trasnochado de su esposa y su hijo, que servía de separación entre las anotaciones neuróticas de los meses pasados y las marcas de algunas páginas arrancadas toscamente. Al ver todo esto, el rostro del oficial Wilkins se ensombreció al instante, tardó en moverse; finalmente comenzó a examinar la escena, tomó el cuaderno con delicadeza y, después de hojearlo durante un par de minutos, decidió guardarlo. —Llévense el cuerpo y hablen con el sacristán; el entierro no puede esperar.— Una vez retirado el cuerpo, el oficial Wilkins divisó en el pequeño atril de madera sobre el piano unas partituras muy particulares, distintas del resto; sucias, arrugadas y con unas líneas casi ilegibles escritas con una tinta oscura y densa. El oficial tomó las páginas y las guardó cuidadosamente junto con el cuaderno, luego abandonó el edificio.

Según escuché tiempo después, tras realizar los procedimientos habituales —es decir, llenar los debidos formularios y redactar el reporte— el oficial Wilkins se dedicó a inspeccionar las anotaciones del cuaderno y las inusuales líneas de las partituras en el atril. Todo le resultaba incomprensible y oscuro, los signos y las palabras que encontraba en aquellas páginas eran de lo más extraño, códigos indescifrables, palabras impronunciables. Largas horas estuvo el oficial tratando de encontrar algún patrón en aquellos símbolos, alguna conexión lógica que explicara aunque fuera superficialmente las inscripciones, pero el intento fue inútil: más que palabras, los signos en las páginas eran imágenes; más que imágenes, las figuras plasmadas en las hojas eran sonidos incognoscibles, alusiones a una experiencia que nuestros sentidos ignoraban. Mientras más miraba las páginas tratando de comprender, más se manifestaba la insania del oficial, que a pesar de la frustración seguía observando, oyendo, sintiendo las inscripciones que yacían esparcidas en el escritorio. Una sombra inefable rondaba su mente, una especie de vértigo confundía sus sentidos, un océano oscuro pronunciaba intensos estrépitos en su cabeza. Dos días pasó el oficial Wilkins en aquel trance maldito, hasta que un colega lo encontró fulminado en la silla de su escritorio, con los ojos desorbitados y el cuerpo contraído, mientras susurraba frases ininteligibles, ruidos guturales nunca antes percibidos. Desde luego, el oficial fue inmediatamente llevado al sanatorio. El episodio fue adjudicado a una crisis nerviosa, algo no muy descabellado si se piensa en la  edad relativamente avanzada del oficial Wilkins y en la aparente inactividad del pueblo de Millport. Aquel mismo día, el caso fue transferido al oficial Dunn, un hombre solemne de unos cuarenta años cuya personalidad parecía considerablemente menos impresionable que la del oficial Wilkins. Tras leer el reporte del caso, el oficial Dunn no hizo más que corroborar la supuesta locura y misantropía de Rodrick Gerhardt, por lo que, sin mirar las páginas y las inscripciones que tanto afectaron al oficial Wilkins, sacó sus propias conclusiones.

El día del entierro, una sola persona asistió a la ceremonia: Edward Milner, el afinador de pianos, el único conocido en el pueblo, quizá, de Rodrick Gerhardt, aunque probablemente sea inexacto hablar de un conocimiento profundo. Cuando Edward Milner regresó a su residencia después del entierro, el oficial Dunn ya lo esperaba en la puerta de su casa, con una pequeña caja de madera que yacía a sus pies. Ahorrándose los preámbulos, el oficial se dirigió a un Edward Milner nervioso y angustiado.

— Disculpe las molestias, señor Milner. Prometo ser breve.

— Yo no lo conocía, ¿sabe? El señor Gerhardt me dirigió la palabra sólo un par de veces.

— Tengo entendido que usted visitó diariamente a Rodrick Gerhardt durante las últimas semanas de su vida, y que antes, usted visitaba su residencia una vez al año para afinar su piano.

— Así fue, pero en esas visitas no se dijo ni una sola palabra… Le digo que me habló tan sólo un par de veces.

— Cuénteme sobre la última vez que hablaron.

— Yo estaba en la alcoba, con Margareth, cuando, de pronto, unos golpes a la puerta me obligaron a levantarme de la cama. Los golpes, desesperados y violentos, no cesaron hasta que abrí el portón. La oscuridad y el letargo que me invadía me impedían distinguir la figura de la persona al exterior de la casa. Sin embargo, antes de que pudiera acercar la vela a la silueta para identificarla, ésta dio un paso al frente y me tomó de los hombros con fuerza. La vela iluminó el rostro del señor Gerhardt, que repetía mi nombre con gravedad y me miraba con un brillo inusual en los ojos. Parecía otra persona, un ímpetu irreconocible enardecía sus gestos y aceleraba sus palabras. Me habló de un reencuentro que se aproximaba, de un gran acontecimiento que estaba esperando desde hace años. Junto a estas frases atropelladas, me ordenó ir a su casa todos los días para hacer los ajustes habituales. “De vital importancia, de vital importancia…” repetía con un tono severo y angustiado. No pude reaccionar, quedé estupefacto; antes de decir cualquier cosa, el señor Gerhardt ya había emprendido su camino de regreso, musitando frases incomprensibles hasta desaparecer en la penumbra. Cuando el desconcierto pasó, pensé que la paga diaria por los ajustes rutinarios me vendría muy bien, y al día siguiente fui a visitarlo, según me lo había pedido. Usted sabe que en este pueblo mi oficio es escasamente requerido, y yo tengo una mujer y un hijo que alimentar.

— Comprendo, pero ¿una vez en su casa, qué hacía usted con el piano?

— No quiero aburrirlo con detalles técnicos… digamos que me aseguraba de que las cuerdas sonaran bien; a veces hacía falta un poco de limpieza, otras veces bastaba con ajustar las clavijas. Aunque he de decirle, oficial, que por más minucioso que fuera mi trabajo el día anterior, al día siguiente me encontraba de nuevo con un instrumento terriblemente desafinado, y no hace falta poca cosa para necesitar una afinación diaria. En cuanto al señor Gerhardt, lo único que hacía mientras me ocupaba del piano era escribir frenéticamente en su cuaderno y en sus partituras; mientras hacía esto, decía cosas para sí en tono bajo y serio que yo nunca alcanzaba a comprender, pero sea cual fuere el motivo de su escritura, debía tratarse de una fuerte obsesión.

— Sueños, señor Milner, turbaciones nocturnas.— dijo mientras sacaba el cuaderno de la caja que estaba a sus pies

— ¿A qué se refiere?

— El señor Gerhardt plasmaba en este cuaderno todo tipo de ensoñaciones estremecedoras que, sin lugar a dudas, perturbaron su estado de ánimo durante los últimos momentos de su vida. Era un hombre insano con una demencia incurable, un infeliz que probablemente vivió más tiempo del que debía. Yo sé que no fue un homicidio, señor Milner, nadie en su sano juicio lo pensaría, pero mi oficio exige cumplir con protocolos, y siendo usted la única persona que lo frecuentó, es mi deber preguntarle estas cosas.

Dicho esto, el oficial Dunn levantó la caja con los papeles de Rodrick Gerhardt y la colocó en las manos de Edward Milner. —Revise estas páginas, señor Milner, quizá recuerde algo importante y pueda decirme después lo que significan. Regresaré en unos días para reanudar nuestra conversación.— El oficial inclinó ligeramente la cabeza en señal de despedida y se fue.

Apenas cerró la puerta tras sus pies, Edward Milner puso la caja en la mesa del comedor y sacó el cuaderno y las partituras que el oficial Wilkins había encontrado en el atril del piano. Lleno de curiosidad, Edward Milner dispuso las hojas en la superficie de la mesa, hasta cubrirla por completo de páginas e inscripciones. La curiosidad se transformó pronto en incomprensión, luego en confusión. Al poco tiempo, el desconcierto se convirtió en una consternación obsesiva, de manera que Edward Milner pasó horas frente a los signos y las figuras plasmadas en las páginas, totalmente absorto, mirando con una fascinación siniestra los extraños símbolos que Rodrick Gerhardt había trazado. Sus ojos adquirieron, de repente, un brillo fúnebre; un destello sepulcral invadió su rostro y, en cuestión segundos, su cara comenzó a contorsionarse en escalofriantes gestos, su boca emitía sonidos ininteligibles, un ruido lento y profundo se articulaba en el estrépito de sus balbuceos. Una reacción similar a la experimentada por el oficial Wilkins perturbaba el estado de Edward Milner, aunque esto yo aún no lo sabía. Fue cuando el trance llegaba a su cúspide que Margareth Milner llegó a la residencia, tras terminar su guardia en el sanatorio. Tan pronto vio a su marido en aquellas condiciones, lo apartó con violencia de las páginas y trató de reanimarlo haciéndolo inhalar un poco de alcohol con un paño. Transcurrieron largos minutos antes de que Edward Milner cesara de articular aquellos sonidos incognoscibles. Sin embargo, el silencio fue sucinto y brusco; de un instante al otro Edward Milner detuvo sus gesticulaciones y sus sonidos, y aquel extraño vigor abandonó su cuerpo súbitamente, dejándolo exánime y pálido. Tan pronto cesó el ruido, Margareth Milner tomó el mantel que yacía en la repisa sobre la estufa, y cubrió, sin atreverse a mirar la mesa, las páginas que, durante horas, había observado su marido. Aunque aquellas páginas, después del insólito suceso, fueron puestas en un baúl y arrojadas al mar, nadie se atrevió a tocarlas ni a acercarse a la mesa durante un largo tiempo.

El sanatorio recibió a Edward Milner y lo acogió varios días. Cuando el pobre hombre recuperó el color en el rostro y la suficiente fuerza para sostener su cuerpo, Margareth Milner lo trasladó a la residencia para poder atenderlo mientras cuidaba a su hijo Euen, de entonces nueve años. Las cosas que observó y que escuchó aquel infante helarían la sangre de cualquiera, y no es de extrañarse que a partir de los terribles episodios de locura vividos en Millport, la gente del pueblo reconociera en los ojos del niño aquel brillo mortal que también veían en la mirada del padre y del oficial Wilkins. Y es que las noches previas a los atroces incidentes, el pequeño Euen miraba desde su ventana el salón de su vecino, siempre en vela, cuyos sones marchitos y acordes tristes, por alguna razón, lo fascinaban. Aún cuando el estado mental de su vecino empeoró, y de su boca y piano no salían más que horripilantes ruidos e insoportables estruendos, el pequeño Euen no paraba de mirar a través de la ventana; por el contrario, su fijación por el sonido se volvía más fuerte, de modo que no despegaba los ojos del salón y escuchaba con atención aquel ruido ininteligible como sujeto por un poderoso trance. La noche del 27 de octubre, cuando el terror que infundía el sonido era abismal e infinito, y la parálisis de aquel pavor estaba al borde de alcanzar su punto mortal, Euen observó el suceso que habría de trastornar su vida para siempre: con la mirada fija en el salón de Rodrick Gerhardt, el pequeño Euen vio cómo, durante el éxtasis del viudo, un ser extraño escaló hasta el ajimez que conectaba al salón con la calle; se trataba de un cuadrúpedo sin rostro, una especie de alimaña apenas distinguible que portaba el sonido de la sombra, cargaba con el estruendo inconfundible del abismo y hablaba el lenguaje de la muerte. Cuando la criatura atravesó el umbral de la ventana, se desplazó lentamente hacia el piano de Rodrick Gerhardt con la brusca agilidad de un centípedo. Cuando hubo alcanzado el piano, la alimaña se posó sobre el instrumento y, con un movimiento indescriptible de profunda violencia y pesadez, la criatura “miró” a Rodrick Gerhardt directamente a los ojos, provocando un grito sordo en el rostro del viudo que marcó el último gesto de su vida.

Una calma espantosa y definitiva hundió al niño en un vacío interminable, en un terror eterno y dormido en el que creyó desvanecerse hasta alcanzar la oscuridad más profunda, hasta escuchar el fragor del tiempo vencido. Cuando Euen Milner despertó del desmayo en los brazos de su madre, el brillo sepulcral que acompañaría su mirada el resto de su vida ya se había impregnado en sus ojos, y no fue capaz de emitir ningún sonido a partir de aquel instante. Los días posteriores al incidente, los pasó callado en su habitación, mirando y escuchando a través de la ventana los sucesos cotidianos: oyó a la señorita Stevens llamar a la policía; vio al oficial Wilkins y a los demás agentes examinar el salón de su vecino y recoger las partituras y el cuaderno del viudo; escuchó la conversación entre el oficial Dunn y su padre; percibió desde su recámara los sonidos del episodio psicótico, e imaginó su dolor y su rostro perdido; escuchó a su madre llegar y auxiliar a su padre; y cuando pasó algunos días en el sanatorio, a causa del estado mental de su progenitor, escuchó los relatos que el oficial Wilkins, aún afectado, refería a los doctores y enfermeras. Tiempo después, sufrió la muerte de su padre, cuyo equilibrio mental, desgraciadamente, nunca recuperó.

A raíz de esta desgracia, Margareth Milner no volvió a conocer la tranquilidad; sumida en un pánico perpetuo, pasaba las noches en vela, mirando hacia el mar con un portarretrato vacío entre las manos. El joven Euen pasó los siguientes años al lado de su madre, acompañando taciturno su angustia y presenciando el prematuro deterioro de la mujer. Él estuvo siempre a su lado, escuchando el insomnio de su madre, viendo aquel brillo crepuscular crecer en sus ojos hasta el día de su defunción. Desde entonces, el pequeño Euen se ha dedicado a recordar, a revivir los trágicos sucesos de su vida y repetírselos en silencio; y no se le ha de juzgar, porque la memoria lo obliga a escribir su desgracia, y a contar la historia de este solitario empedernido.


Bruno Armendáriz (Ciudad de México, 2000) estudia letras francesas en la FFyL. Susceptible al sentimentalismo, la fatiga y la adjetivación innecesaria, comparte ideas sobre música en Revista Cluster.
Instagram: @brunoarmenda

Ensayo

Damnosa hereditas

Por Fabrizio Cossalter

Calla, el enemigo no te escucha.

Piergiorgio Bellocchio

No tengo ideas en este momento, tengo tan sólo antipatías.

Leo Longanesi

La Edad Moderna se ha acabado. Comienza la Edad Media de los especialistas. Hoy también el cretino está especializado.

Ennio Flaiano

Mi abuelo materno nació el 21 de enero de 1913 y murió el 18 de febrero de 2018, después de haber sobrevivido a dos guerras mundiales, a la influenza española, a innumerables caídas en motocicleta y a alguna que otra imprudente expedición alpinista. Fue un hombre aventurero, un ferviente «architaliano» —capitán de infantería de montaña durante el último conflicto—, un pequeño tiburón en los florecientes negocios de la posguerra y, ante todo, un aficionado a las mujeres y a los demás placeres sibaríticos, quien logró dejar de fumar a los cien años. Siempre le envidié su cálido apego a la vida, esa sensualidad proteica, algo canalla e impulsiva que caracterizó una trayectoria existencial bastante dilatada.

Lo quería muchísimo, pero no compartía casi ninguna de sus ideas, por la insalvable distancia que dividía nuestras visiones del mundo, trágica o cómicamente contrapuestas: aunque me cueste reconocerlo, yo soy un hijo bastardo del desencanto posmoderno, un intérprete consumado —cansado y cansino, sobre todo para mis estudiantes, cuya inocencia no siempre he podido preservar— de la mueca escéptica. Suelo actuar según el guion desgastado de un entramado retórico que, tras la borrachera teórica del post-estructuralismo, ha hallado en el coma etílico de los insobornables Cultural Studies su carnet de baile favorito. Sí, me refiero específicamente a las sesudas investigaciones acerca de las recetas de cocina, de las series televisivas y de las canciones pop que nos devuelven nuestra buena conciencia y nos indemnizan a diario a través de una cita más o menos malograda de Lacan, de Foucault, de Lyotard o de Baudrillard. Cuando nos va bien (es un decir). Si nos va mal, nos enfrentamos a las profecías gnósticas de Giorgio Agamben, a los chistes revolucionarios de Slavoj Žižek o a la revolución-chiste de Toni Negri, por no hablar de la infinita cohorte de sus imitadores…

En el italianísimo país de Tartuffe, según Cesare Garboli, es precisamente la mezcla entre transformismo, conformismo y radicalismo la que explica el éxito apabullante de nuestros mediocres maîtres à penser, máscaras mutantes de una comedia del arte de imperecedera actualidad. ¿Cómo no añorar, en tales condiciones, el siglo de mi abuelo, a la vez tan terrible y tan grandioso, ese siglo del que apenas nos quedan unas ruinas? Tempus edax rerum.

Bastaría con espigar algún ejemplo: a comienzos de 1913, mientras mi abuelo se dedicaba a su primera lactancia, Marcel Proust reescribía las pruebas de Du côté de chez Swann, Robert Musil empezaba a avizorar el tortuoso porvenir de su obra maestra, Franz Kafka se carteaba con Felice Bauer, Karl Kraus arreciaba desde Viena con la borrascosa perseverancia de la inteligencia herida e Italo Svevo, de vez en cuando, conversaba en Trieste con su antiguo profesor de inglés, el «mercader de gerundios» James Joyce.

Nosotros, en cambio, estamos viviendo nuestra enésima Noche de Walpurgis, y seguimos asistiendo a las misas cantadas de unos escritores que andan sobrados de premios, pero escasos de talento, es decir, a la agotadora letanía de la «indiferencia intelectual, el uso instrumental de las ideas, la docilidad a las modas culturales» (Alfonso Berardinelli). Qué desgana…

Cuando el destino auténtico —el que desprende la contradictoria plenitud de un sentido problemático— deja de existir, hay que encomendarse a la escatología, en ambas acepciones, a fin de gozar de las asténicas mitologías contemporáneas y de aguantar con cara de póquer las coprofilias del espectáculo, con todos sus errores, con todos sus horrores…

Al cabo y al fin, es una fortuna que mi abuelo haya muerto. Sus ideas inevitablemente equivocadas pertenecen a otra constelación histórica, caduca y anacrónica como él. Sin embargo, generan en mí cierta nostalgia, saturnina e inactual, pues todavía me permiten imaginar y recordar las palabras descaradamente libres — «anárquico-conservadoras», hubiera dicho él — que fueron extirpadas hace mucho tiempo del cuerpo enfermizo de un presente eternizado.

Hoy en día no podemos con nada, ni siquiera con nuestros propios lugares comunes o con la bêtise que nos rodea y de la que somos, en gran parte, responsables. ¿No es algo triste, algo trivial esta libertad que reivindicamos, defendemos y alabamos en cada momento, por deber de oficio, como si de un autorretrato se tratara?


Fabrizio Cossalter (Padua, 1974) es ensayista y editor italiano, residente en México.