Cultura

¿Qué país es éste?

En 1992, Emmanuel Carballo dirigió el seminario de posgrado “El pensamiento mexicano de los siglos xix y xx” en la Universidad de Texas en Austin. Carballo dedicó el seminario a estudiar libros de viaje, memorias, cartas, novelas, crónicas y más escritos que revelaran la percepción de escritores mexicanos sobre Estados Unidos y los norteamericanos. La antología incluye literatura de 34 hombres y 1 mujer, y en ella abundan apuntes sobre la raza, las mujeres, la educación, el nacionalismo, la extranjería, el arte y el materialismo en diversas ciudades de Estados Unidos. 

Abajo presentamos algunos fragmentos del trabajo de compilación de Carballo y sus alumnos.

José Clemente Orozco (1883-1949)

1928. Mercantilismo y animalidad

Aquí (en Nueva York) te espera, como a todo el mundo, una época de lucha terrible. Es aquí en donde se van a disipar todas tus dudas, de todo orden, en este ambiente de crudeza, de egoísmo el más sucio, de mercantilismo y animalidad. Creo que aquí vas a tener que rectificar muchos de tus conceptos acerca de gentes, ideas y cosas. 

Hay una infinidad de pequeñas diversiones, entre ellas circos, exhibición de animales, monstruos, figuras de cera y porquería y media. El otro día me llamó la atención una de esas talatas que anuncian los gritones. ¡Baby incubators! ¡Veinticinco centavos! Por curiosidad entré creyendo se trataría de alguna tomadura de pelo como lo demás, pero no, se trata efectivamente de incubadoras de niños de verdad… se trata de niños que nacieron antes de tiempo o que murió la madre. Ver esas criaturas da pena y oprime el corazón, a pesar de saber que están bien atendidos. Dicen que por ese procedimiento logran salvar 85% de los niños que generalmente mueren por esas causas. Un niño sin madre, ¡criado a máquina…! Unos blanquitos, otros morenitos, otros negros, de todas las razas. 

Querido Moheno (1874-1933)

Hombres tristes, mujeres independientes

El pueblo americano, sin haber dejado de ser optimista, se va volviendo un pueblo entristecido… es decir, precisamente todo el pueblo no, porque las mujeres, que son más de la mitad, éstas cada día se muestran más alegres y joviales, salvo cuando se trata de las “feministas”, rígidas y malhumoradas de suyo. A medida que la mujer se hace más independiente y más alegre, más sumisos y más entristecidos se muestran los hombres. 

Federico Gamboa (1864-1939)

A las cuatro y quince está el salón a reventar; y en humillante proporción para las dos docenas de varones que figuramos en el local, dominan las mujeres. Escucho francés femenino, no mucho, aquí y allá; el que repiquetea es el inglés, en las bocas de las old ladies; adrede no las veo. 

La mujer norteamericana adolece —en determinada posición social— un blas-bleuismo insoportable. Graduadas en universidad y colegios, salen más licurgas que sabias, y opinan sobre ciencia, sobre arte, con una suficiencia y un aplomo que sólo se les perdona porque en lo general son lindísimas, como tentaciones, y peligrosas, como abismos. 

Nemesio García Naranjo (1883-1962)

Infancia en el sur de Texas 

El primer contacto con los niños de Estados Unidos me produjo una sacudida sentimental muy fuerte, porque advertí en un instante el desprecio con que trataban a mis compañeros de raza. Debo decir con franqueza que los mexicanos de Encinal provenían de clases medias o bajas, y que probablemente habrían sido discriminados también en culquier escuela de la capital de nuestro país; pero lo que más me dolía era que su inferioridad social fuese atribuida al hecho de ser mexicanos. Desde luego, la discriminación no se exendía a Aurora ni a Julia ni a mí, porque teníamos la piel blanca y los ojos claros. 

Además, nuestra madre ponía especial empeño en que anduviéramos bien vestidos y perfectamente aseados. Finalmente, éramos los hijos del jefe del establecimiento comercial más importante de la comunidad y eso contribuía a colocarnos en el plano más alto de la aldea. En vista de estas circunstancias, los americanitos se empeñaban en decirnos que nosotros no éramos ni podíamos ser mexicanos. Y se sorprendían de que Aurora, Julia y yo, en lugar de agradecer la distinción, la rechazábamos con energía para reclamar nuestra mexicanidad. Trataban de convencernos de que éramos spaniards, es decir, españoles, y no podían explicarse nuestra terquedad de adherirnos a algo que ellos reputaban sucio, mal oliente e inferior. 

Alfonso Reyes (1889-1959)

1941. Los gringos no saben charlar

Pasamos por Berkeley. De noche cenamos en casa de Morley con el profesor Priestley, el anciano Bolton, y otros. La conversación es animada, salvo cuando Bolton empieza a contar insignificancias de archivólogo. “Nosotros —me dice Priestley con melancolía— no sabemos ya ni conversar. Compare usted la charla de los hispanos y la nuestra”. 

La actitud estudiantil
Recibimos solemnemente nuestras insignias y diplomas de LL.D. Durante el acto, y como yo manifestase a Priestley mi admiración ante aquel numeroso grupo de estudiantes, otra vez se revela la melancolía de esta hombre: “Pero éstos no son como los estudiantes de su tierra —dice—. Éstos nada más han venido aquí para después obtener un job”. 

Xavier Villaurrutia (1903-1950)

New Haven, 1935 

Todavía no me siento bien aquí. Temo que nunca lograré respirar naturalmente en este país donde cada quien va directamente a su objeto, donde no se presta a los demás sino una atención llena de sonrisas pero superficial y vacía. Las mañanas transcurren para mí en la Universidad, clases a las nueve, a las diez y a veces de once a doce, oyendo, infladas hasta el cansancio, todas las cosas que ya sé, que ya sabemos. […] Por las tardes no tengo clases. Me quedo en casa leyendo a Huxley.

Todo esto estaría muy bien [escribe a Celestino Gorostiza] si el criterio que priva en Yale no fueran tan ATROZMENTE ACADÉMICO. El profesor de Costume Design, por ejemplo, antes de permitirme entrar a su clase me invitó, muy cortés y fríamente, a que le llevara algunos ejemplos de mis posibilidades. […] Por lo general, los métodos no son malos, pero son lentos y llenos de cosas obvias. Creo que con unos meses de asistencia a los cursos, una buena bibliografía, los programas de estudios, y un poco de inteligencia, se puede ahorrar a la Fundación Rockefeller el gasto de diez meses, y a nosotros la angustia de tener que pasar por las más estrechas termópilas de un pueblo ingenuo, de un academicismo mediocre, superado hasta entre nosotros oficialmente.

Cine

Las películas americanas cada vez más perfectas de técnica y cada vez más vacías. Hay excepciones, sin embargo. Hoy vi, por ejemplo, una magnífica King Lady por artistas que no tienen todavía el renombre mitológico de las estrellas. 

Salvador Novo (1904-1974) 

El paso, Texas

Disponemos de algunas horas para conocer la ridícula ciudad y entrar en las casas de comercio en que “se habla español” aunque los empleados, mexicanos evidentes, pretendan hablarlo con dificultad. 

Jorge Ibargüengotitia (1928-1983)

Discriminación en el desayuno

[El predicador] era negro. Como el treinta porciento de los habitantes de esta ciudad. Hay quien dice que aquí hay una discriminación terrible. Yo estoy de acuerdo. A los blancos nos tratan como trapo de fregar. 

Entro en lo que en México se llamaría un desayunadero. Me siento frente a la barra. A mi derecha hay un viejito blanco, pelando la dentadura: a mi izquierda, otro viejito blanco, adusto. Nadie nos hace caso. Todas las empleadas son negras. Ni nosotros las entendemos, ni ellas a nosotros. Pero nosotros estamos hambrientos y ellas están echando relajo. Esperamos pacientemente, sin decir nada, hasta que a ellas les de la gana atendernos. 

1973. Todos extranjeros 

En Nueva York se siente uno a gusto porque muchos de los que allí viven se sienten medio extranjeros y a veces extraviados.

Éste es, creo yo, el peor lugar para aprender idiomas. Entro en un restaurante, pido algo, el mesero titubea, pienso que es que pronuncié mal y resulta que el mesero está recién desempacado de Bulgaria. 

Felipe Santiago Gutiérrez (1824-1904)

Los negros en San Francisco

Estos son bien numerosos, y como están ya libres, se dedican al trabajo por su cuenta y suelen ser muy laboriosos. Visten con decencia como los blancos, y sus modales y costumbres no difieren en nada de los de los europeos. Son aptos para todas las artes y las ciencias, poseen cuatro o seis iglesias, y las más noches, así como los domingos todo el día, tienen sus ejercicios en los que tocan perfectamente un órgano y ejecutan coros tan bien organizados como los que pudieran oírse a una compañía de ópera. 

Sólo la ignorancia y la fuerza pudieron haber esclavizado a estos seres desgraciados, únicamente porque su clima hizo negro el color de su epidermis; pero por lo demás, en nada difieren moralmente a las demás razas. 

José Agustín (1944)

¿Por qué hablarán inglés?

Estos niños, pensó Eligio, en el fondo siguen creyendo que este inmenso refrigerador es el mero cabezón del mundo, y que así ha de ser por siempre, pobres pendejos. Pero descubrió que no le irritaba lo que decían los chavos, sino que hablaran en inglés, a ver, ¿por qué hablaban en inglés si él estaba allí? El inglés ya lo tenía hasta la madre y también todos esos hotelitos de biblias esterilizadas, y también todos esos cuates que, aunque eran buena onda, eran demasiado gringos, demasiado uniformes incluso en el uniforme.

¿Por qué no se dan la mano?

Ve nomás a esta runfla de semirrobots a carcajada limpia, chupando, y yo aquí de pendejo total, porque qué chingaos estoy haciendo aquí entre pura gente que sepa la chingada quién es y que habla un idioma incomprensible e insoportable y que ni siquiera se da la mano al saludarse, estimados güerejos, ¿por qué no se dan la mano, por qué tienen repugnancia a tocarse, por qué ustedes chavas hacen el amor sin besar en la boca, por qué no se dan un abrazo cual debe ser? 


Fragmentos de Emmanuel Carballo (ed.), ¿Qué país es éste? Los Estados Unidos y los gringos vistos por escritores mexicanos de los siglos xix y xx, conaculta y Sello Bermejo, 1996. 

Carballo reconoce, textualmente, la participación de Pablo Piccato, Adela Pineda, Patrick Duffey, Luis Antonio Marentes, León Guillermo Gutiérrez, Patricia Fernós, Irma González Pelayo, Leticia M. Brauchli, Emma Molina Martín del Campo, Alba N. Chávez, Marco Octavio Íñiguez y Elena Grau-Llevería. 

Poesía

celada

Por Camila Ponce Hernández

las defensas están tan cubiertas e hinchadas

como el vientre de una flor de magnolia –

rancios y sustentadores, los goteos de aire dan forma

a los pétalos para que respondan, una presión mantiene abierta

cada posibilidad, instando a ninguna – un empujón en otro lugar

se está aumentando alrededor de los tallos

que se encuentran encarcelados por los versos descoloridos

manchando sus túnicas – ahora fundidos hasta

recuerdos transmitidos a través de un impulso

que favorece lo que se desintegra, a través de las abejas –

los entrantes zumbidos amarillos se cuelgan al desastre,

los olores les dan indicaciones atenuantes de donde

y cuando girar – encontrar la yema y morder y no hacer

espacio para un altar marmoleado de miel – dulces pegajosos,

ellos piensan que pueden curar los cuerpos,

reparar sus camisas o enhebrar sus vestidos con la arrogancia

que cuelga en la niebla pálida y seca, agarrando

al bien a través de las sombras,

y las otras imitaciones mortales.

y se aferra a sus contornos,

puntuados por el pesar intrincado en el acto de resistir al sol –

los invasores exageran su hambre, (sin tiempo para respirar) distanciados

cuando no están unidos, sin brazos (sin tiempo)

para alcanzar la amplitud de un espacio sensorial

que golpea, acelera, y tira (para respirar) en todas direcciones

por brisas inconmensurables, como rastros grises de ira

que obstruyen las vías respiratorias de un cielo lamido

en su estado más sombrío – los oyentes heridos se asombran al escuchar

la letra, sus alas de gasa rozan las llantas

de las seminubes en la industria sin pasión,

mirando lo mundano y traduciéndolo en tesoro – desde arriba

las tragedias son particulares

y pequeñas, unos acabados de la sabiduría – en el aire

el ojo de la abeja encaja el mosaico que murió

en picadura.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Poesía

Lázaro con branquias

En mi siguiente vida quiero ser un fósil viviente.

Un oxímoron de la naturaleza. Un celacanto en el océano,

un asprete entre los ríos, una especie que no muere.

Seré un misterio de vida, un eterno regreso.

Aquel que declaran extinto y que resucita

de entre los muertos. Un Lázaro con branquias

que se oculta de extinciones masivas.

En mi siguiente vida seré un eterno continuo

de esto que siempre amenaza:

un meteorito que no nos mata.



Itzel Hernández nació un martes trece.

Cultura

Nuestras lecturas favoritas de 2021

Como en 2020, en Desvelo adaptamos el ejercicio de «Los mejores libros de 2021» a uno bien sencillo: compartirles pocos libros que cada uno disfrutó especialmente durante los meses pasados, sin importar su año de publicación y país de origen. Acá mencionamos novelas y ensayos, manifiestos urgentes y libros de historia; autores como Hermann Hesse, Saidiya Hartman, Bárbara Jacobs y George Sand. La lista es heterogénea y, como el proyecto en sí, su objetivo es dialogar entre nosotros, conocer lo que los demás descubrieron este año y expandir nuestras lecturas: esta vez tenemos un invitado lector que contribuyó a nuestra lista.

Esperamos que hagan clic con algún título, y que ustedes también compartan sus lecturas como caramelos. ¡Feliz año nuevo!

De Armando:

Pnin, de Vladimir Nabokov

Por un lado, Pnin es Nabokov en su punto más accesible. La novela es corta, ágil, y tiene en su centro a un protagonista tragicómico y entrañable, Pnin, con el que es fácil empatizar. Es posible que el capítulo que nos lleve al llanto sea también el que nos haga reír en voz alta. Por el otro, el mundo de Pnin es aquél de los émigrés rusos en los cincuentas, uno lleno de soledad, de los muertos de la revolución y el holocausto. Además, no deja de ser una novela de Nabokov: abundan los juegos literarios, los dobles sentidos, códigos y espejos. Éste es un libro que ofrece algo para cualquier lector, y es especialmente bueno para romper el prejuicio de las personas que imaginan a Nabokov como un esteta inmoral, desconectado del mundo y su dolor

Ada or Ardor, también de Vladimir Nabokov

Ada or Ardor es Nabokov sin restricciones, y por lo tanto un texto más difícil. Mi edición tiene casi quinientas páginas, que comienzan con unos capítulos que parodian la complejidad genealógica de las novelas rusas del siglo diecinueve y pasan por una sección particularmente opaca dedicada a la filosofía del tiempo de uno de los protagonistas. A pesar de su dificultad, Ada lo vale, sin pensarlo dos veces. Tiene algunas de las páginas más hermosas que he leído y momentos de una intensidad emocional sobrecogedora. Al igual que lo mejor del resto de sus otras obras, Ada enseña a leer con cuidado y a ver el mundo con más colores y texturas al cerrar el libro. Lo recomiendo en particular para las personas convencidas del genio de Nabokov, que disfrutan su pirotecnia verbal, sus delicadísimas imágenes y su música.

Días de tu vida, de Bárbara Jacobs

No sé de nada que se parezca a Días de tu vida, la extraordinaria novela más reciente de Bárbara Jacobs. El monólogo continuo de Patricia, su hermana y la protagonista en agonía, es una asociación libre compuesta por pequeñas oraciones en minúsculas que no suelen rebasar las tres palabras antes del punto y crean un flujo que captura nuestra atención y emociones. La novela de Jacobs impone una lectura lenta pero con un ritmo constante, contraria a las novelas híper-ágiles que se pueden consumir en una hora o dos sin significar gran cosa. Y como las oraciones son muy pequeñas, cada palabra importa y crea una experiencia de lectura profunda que compenetra con el lector.

A pesar de que la voz de la narradora es la de alguien en el lecho de muerte, su vitalidad y carisma hacen que su amor por la vida supere cualquier angustia. En esencia, la pesadez y sobriedad de la muerte se ve pequeña junto con el gozo de haber vivido y la esperanza de reencontrarse con sus muertos. La novela de Jacobs es un triunfo que afirma la vida.


De Camila:

En la Tierra somos fugazmente grandiosos, de Ocean Vuong

«Querida Ma», dentro de la cabeza del narrador – o podría haber sido su corazón – el nombre comienza a retumbar, como la canción de una campana, «Estoy escribiendo para llegar a ti, incluso si cada palabra que pongo es una palabra más lejos de donde estás». Y aunque sabe que su madre es analfabeta, su educación terminó a la edad de 5 años después de que una redada de napalm destruyó su escuela en Vietnam, y así, todas sus horas y su dolor se doblarán en papel y se guardarán, las palabras seguían cayéndose, prendiéndose a fuego a medida que avanzaban. 

Vuong entiende profundamente la elocuencia de la violencia, y sus palabras vibran con un salvajismo rojo, floreciendo, sacando tanta sangre de la historia como sea posible. Vuong muestra los sentimientos de su narrador, Little Dog, como el agua encamina sus olas, y uno sólo puede asumir que él debe haber dibujado en alguna fuente de dolor dentro de sí mismo, creciendo en los Estados Unidos, queer, y el hijo de un inmigrante. Vuong escribe como si estuviera abrazando sus recuerdos por la última vez, como si los estuviese incrustando en la superficie de su piel. Sus palabras son tan suaves como una capa de tela sobre el cuerpo que se envuelve contra el frío; pero a veces tienen la tendencia abrasiva de rallar las páginas, como la raspadura de una piedra que afila a una hoja. A menudo, el alfabeto parece transmutarse en horquillas incoherentes, vacilando como si fuera un sueño desgastado. 

El resultado es un libro que no se puede describir sin tomar prestado algo del lenguaje propio del autor: «No te estoy contando una historia sino un naufragio, las piezas flotando, iluminadas, finalmente legibles».

País de nieve, de Kawabata Yasunari

el mar agitado

extendiéndose hacia Sado

la Vía Láctea*

– Matsuo Bashō

El haiku evocador de Bashō se cita al final del libro mientras un personaje principal comienza a contemplar las pequeñas gotas de fuego que, en contraste con el ambiente tranquilo de un país hecho de nieve, flotan en el aire, ardiendo de furia y desencanto, pero protegidos por el esplendor absoluto de la Vía Láctea. La sublimidad de un firmamento bajo el cual la existencia se manifiesta en forma de la belleza y la tristeza. 

Así se desarrolla la experiencia tangible de leer la prosa de Kawabata. Su estilo minimalista y conmovedor. Su voz sincera y nostálgica. Una melodía única en una noche tranquila en medio de una corriente de estrellas centelleantes. Principalmente, País de nieve es un cuento de amor. Una aventuraromántica. Un hombre arrugado por su propia frialdad, casado con un par de mujeres etéreas. Mujeres que le dan todo lo que tienen. Un despliegue dramático de cada emoción. Un abismo de vulnerabilidad. Un comportamiento obstinado que ni siquiera considera renunciar a todo lo que está destinado al fracaso. Una relación que estaba destinada a perecer frente a las montañas blanqueadas, incluso antes de que empezara. 

Este libro rebosa de nostalgia, de las delicias de la naturaleza. Una belleza sencilla, la belleza japonesa, pura, no adulterada; una que se niega a caer bajo el hechizo de la modernidad occidental; tratando desesperadamente de preservar sus tradiciones y valores. El mundo de una geisha. Lección tras lección sobre cómo entretener a otros con el corazón roto.

*mi traducción de la interpretación en el inglés

Siddhartha, de Hermann Hesse 

La simple elocuencia de este libro bien puede ser incomparable en toda la literatura. Como muchos lectores, supongo, al principio pensé que el Siddhartha de Hesse sería la biografía del Buda Gautama, también conocido como el príncipe Siddhartha. De hecho, incluso la estructura narrativa parece imitar las enseñanzas del Buda: la primera parte con sus cuatro capítulos podría insinuar las cuatro verdades y la segunda parte, con sus ocho capítulos al Camino Óctuple. Incluso cuando el mismo Buda aparece como un personaje en la historia, podría ser visto por un tiempo como el doble del héroe, a quien se enfrenta, niega y finalmente acepta como su espíritu gemelo. 

Sin embargo, el libro no sigue esta trayectoria supuesta. El Siddhartha de Hesse elige su propio camino, negándose a ser un seguidor del «Ilustre». Por lo tanto, la estructura dual del libro incluye a una vista más cercana tres edades en la vida del héroe, cada uno de ellos completado con un despertar, una epifanía. Así, la novela resulta ser, aparte de una novela de ideas, también un bildungsroman. Fue la manera más fácil para mí, debido al título y a las referencias míticas en el texto, ofrecer fragmentos de filosofía budista como claves de la lectura. Sin embargo, el conocimiento de ella no es necesariamente un requisito, ya que al final, el libro llega a describir a la búsqueda arquetípica hacia el significado del mundo y el Sí Mismo. Y poco a poco, página a página, las alusiones eruditas se vuelven menos importantes, mientras que el viaje de Siddhartha se convierte en lo nuestro, lo universal; tocando y cambiando para siempre nuestra alma haciéndonos creer, incluso es sólo por un tiempo, que levantamos el velo y vimos lo desconocido.


De Azucena:

Historia de las alcobas, de Michelle Perrot 

En las alcobas ocurren los acontecimientos más importantes de la vida: el nacimiento y la muerte, el sexo y la secrecía, los sueños y las pesadillas. Historia de las alcobas es un paseo narrativo por imágenes cotidianas de esta vida privada en Occidente. Perrot nos abre la puerta igualmente de la majestuosa cámara de Luis xiv, de las habitaciones de obreros, de niños, de enfermos y moribundos, de escritores como Proust, Kafka y Woolf. Hace una sabia parada en el rechazo a lo doméstico, propio de las feministas, los existencialistas y los aventureros fogosos, y también coquetea con el picaporte de las habitaciones de hotel. 

La historiadora argumenta con obras literarias. Cuando escribe, por ejemplo, que tener una habitación propia garantiza la independencia de las mujeres, robustece su afirmación con el monólogo de Faunia, la protagonista de La mancha humana de Philip Roth: una noche Faunia se queda a dormir en el cuarto de su amante y al día siguiente lamenta su impulsiva decisión, pues “dormir en la propia cama es de una importancia vital” para una chica como ella. Imposible ignorar la osadía de una científica social que, en pleno siglo xxi, esgrime la literatura como fuente documental legítima.

Sarrasine, de Balzac 

El escultor Sarrasine ha pasado su vida observando cuerpos femeninos en busca de rodillas pequeñas, manos y cuellos esbeltos y hombros pálidos para esculpir “la figura perfecta”. Durante un viaje a Roma, el artista asiste a un número de Zambinella, una hermosa estrella de ópera, y reconoce en la cantante las formas deseables que antes sólo encontró en múltiples mujeres. La viva imagen de su obsesión inspira su mejor escultura, pero una noticia escandalosa perturba por completo el significado de su visión. Sarrasine es una lectura placentera por un sinfín de motivos: el retrato de la vida urbana en París del siglo xix; el irónico escándalo sexual; la narración ágil en forma de chisme. Todo en la novella confirma que la obra “fresca” o “disruptiva” no es, necesariamente, la contemporánea.

Indiana, de George Sand

Indiana se casó a los dieciséis años con un ex oficial del Ejército francés y su tediosa vida cotidiana la ha enfermado desde entonces. En su triste afán de supervivencia, y como Madame Bovary, la joven busca pasión como bocanadas de aire. Así se enamora sin remedio de Raymon de Ramière, su vecino apuesto, rico y elocuente, sin saber que aquél ya ha seducido y embarazado a su mucama. Basta con este pincelazo para exponer la naturaleza canalla del hombre que atormentará a la heroína. 

Con Indiana, George Sand —el seudónimo masculino de Amantine Lucile Aurore Dupin— afianzó la fama entre los círculos literarios. Hoy la novela tiene un interesante revés anacrónico: se discute si la obra es “feminista” o no porque el origen del drama está en la vulnerable posición de las mujeres bajo el Código Napoleónico, en particular su incapacidad de divorciarse y poseer tierras. El adulterio, el drama, la rivalidad entre hombres y la institución que encarna cada personaje (el “régimen de representatividad” que ciertos críticos han observado en la tradición realista) rápidamente hicieron del título un clásico de la literatura francesa. Sin embargo, Sand tomó apenas unos elementos del género y los desechó con la misma facilidad. La habitación circular de Indiana es, en este sentido, ilustrativa: al adentrarse en ella sus pretendientes ingresan a un mundo luminoso, plagado de ilusiones, espejos y fragancias, y quedan atontados. En la alcoba rosada se desdibujan los límites del opresivo mundo social que habita Indiana, y se le permite a la heroína, si a veces, respirar. 

De Fiacro:

How to Blow Up a Pipeline, de Andreas Malm

Este año tuvo lugar la COP26 y fue un espectáculo desolador. De seguir como vamos, para 2100 se estima que la temperatura del planeta incrementará entre 2° y 3°C. Hace cinco años, el objetivo del celebradísimo acuerdo de Paris era mantenernos en 1.5°C, lo cual implicaba hambrunas, sequías, desplazamientos, incendios e inundaciones en el terreno de lo manejable. Estamos muy por encima de eso. How to Blow Up a Pipeline es un manifiesto con una propuesta muy sencilla: dada la situación actual, el ambientalismo necesita comenzar a utilizar la violencia como herramienta política. La idea es contundente y polémica. La mayoría de las principales figuras en el ambientalismo se han declarado abiertamente en contra de ella y sin duda hay múltiples argumentos en contra. Sin embargo, Malm hace un excelente trabajo delimitando de qué tipo de violencia estamos hablando (únicamente contra la infraestructura petrolífera), cuáles son las virtudes de esta herramienta, y cuáles son los vicios del ambientalismo como lo hemos visto hasta ahora. Sin importar si uno está de acuerdo con Malm, How to Blow Up a Pipeline ofrece una mirada fresca al problema más grande de nuestro tiempo.

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

Mi primera lectura de Dorian Gray fue durante la secundaria y desde entonces había sido una astilla en mi conciencia. En su momento, me pareció un libro extremadamente descriptivo y, siendo un puberto impaciente, lo abandoné en plena descripción de una cortina. Casi 15 años después ha sido una sorpresa ligeramente macabra regresar a Wilde y encontrar una lectura tan rica. Estoy seguro que Dorian Gray ofrecerá cosas distintas para cada lector. En mi caso, mi interés inicial por el diálogo con lo ensayos de Sontag sobre la naturaleza del arte, pronto fue suplantado por las discusiones sobre la moral cristiana, la torturada homosexualidad de Wilde y la, primero seductora, y en última instancia patética persona de Lord Henry. Para quien esté cansado de los pesados años que hemos tenido, Wilde ofrece una muy parcial reflexión sobre el hedonismo, sus virtudes, y sus peligros.

El ministerio del futuro, Kim Stanley Robinson

Se ha escrito sobre la Crisis Climática desde hace más de 50 años. No obstante, ha sido hasta años recientes que ha comenzado a incrementar la popularidad de su ficción. Imaginarnos el futuro que nos espera es, en mi opinión, una labor crucial que ha estado demasiado ausente de los movimientos ambientalistas. Más allá de los grados, los datos y las estimaciones, la movilización política suele venir de un lugar emocional. Crear narrativas sobre dónde estamos y a dónde vamos es urgente. En este sentido, El ministerio del futuro ha sido una de las lecturas más populares entre los activistas del movimiento. El libro comienza con una narración de cómo una, por ahora ficticia, ola de calor termina matando a cientos de miles de personas en la India. La descripción es progresivamente aterradora y sirve perfectamente para ilustrar el peligro que tenemos en puerta.


De Fernando Bañuelos:

La isla, de Judith Martínez Ortega

Judith Martínez Ortega llegó al penal de las Islas Marías un 31 de diciembre para trabajar como secretaria del entonces director, el general Francisco J. Múgica. La isla recoge una serie de viñetas sobre “aquel año de incendio” que Martínez Ortega pasó en el Pacífico antes de volver a la capital y hacer fortuna como coleccionista y restaurantera. Mitad chismógrafo y mitad diario, el libro de Martínez Ortega describe vidas tensas en que el ritual y la vigilancia muy apenas pueden mantener algo parecido al orden, algo parecido a la paz. Conforme avanza el año, reos y colonos (incluyendo a la autora) se erosionan poco a poco bajo el peso de la crueldad, el aislamiento, la cotidianidad de las tormentas. “Estaban hechizados por el mar, por las noches magníficas que se metían por las ventanas y llenaban los cuartos de estrellas, por la brisa que estaba toda perfumada con el viejo olor de la sensualidad.” Dos tragedias: La isla es el único libro publicado de Martínez Ortega (1908-1985), se reeditó una sola vez (que yo sepa), en 1959.

Estilo, de Dolores Dorantes

¿Quiénes son las nenas que hablan desde las páginas de Estilo? Dicen: “Este es un libro que no existe.” Dicen: “Te tenemos rodeado.” Dicen: “ Queremos que nos tapes la boca.” Dicen: “Somos espacio y somos superficie.” Dicen: “Somos adolescentes armadas cruzando la frontera.” Dicen: “Danos la presidencia.” Estilo es un poemario hecho de fragmentos chamuscados que sugieren una explosión: esquirlas. Al igual que Querida fábrica (2012), el libro que Dorantes publicó inmediatamente después, Estilo se ha leído como una respuesta desde la proverbialmente enrarecida poesía mexicana actual a La Guerra. Su retórica remite a los titulares de esos (estos) años, sí, pero la violencia que ordena (desordena) los libros de Dorantes es sólo suya, una violencia sobre la lírica, sobre la idea de que los poemas se-tratan-de-algo, sobre la idea de que un poema, un libro, un texto es algo que se parece a una persona.

Wayward Lives, Beautiful Experiments, de Saidiya Hartman

Saidiya Hartman ya había escrito dos libros buenos y entonces escribió uno radiante. En cada capítulo de Wayward Lives, Beautiful Experiments, Hartman trata un documento de la persecución y explotación de afrodescendientes en ciudades norteamericanas a inicios del siglo XX. Su “argumento académico”, por así decirlo, es convincente (donde muchos testigos de la “sociabilidad negra” han visto patología, ella ve experimentación y voluntad de escape), pero lo que brilla es su prosa y su técnica narrativa: Hartman escribe con la soltura de una novelista (algunos de sus pares académicos la han acusado de serlo). Además, usa la terminología más exaltada de los estudios culturales norteamericanos y encuentra lo bello que alguna vez hubo en ella, la forma en que sirve para iluminar un par de momentos de dolor o rebeldía en la vida de una persona. El libro es largo y no siempre mantiene el mismo nivel, pero algunas de sus páginas son (perdón por insistir) luminosas. No estetiza ni intenta redimir la miseria e hipervigilancia del ghetto: busca mostrar los momentos de sagacidad o ternura en que, fugazmente, el futuro parece posible.

Poesía

Kaddish, de sam sax

Versión de Rodrigo Círigo

“Lloro. Pero conozco

la vanidad del llanto.”

Robert Hayden

y así de repente el primer chico que besé ha muerto / como cuando arrancas el vestido

de un maniquí y no hay nada debajo / un hombre que sólo se convierte

en el espacio que abandona / una herida punzante en el tapiz

de mi juventud / acomodé sus fotos en el lavabo

del baño y me rasuré en la oscuridad / intenté que su contorno

apareciera / en mi espejo / tal como era entonces / el primer chico

que quise y me quiso también / me enseñó que merecía

un pensamiento tan simple como el hambre / que la palabra deseo

podía describir mi piel saturnina / lo que está muerto

no puede aparecerse en el pan / lo que tiene dueño nunca puede pagarse

/ en su lugar tengo esta deuda / soy demasiado pequeño para cargarla / quizá es

la herencia de mi mano / para tocar / mi luto / un par de guantes

que alzo en el espacio / delineo la cintura fantasma / oigo

su voz que susurra desde la oscuridad

te viniste en mi boca en un condón

en el clóset del conserje en el pasillo

de mi dormitorio en la universidad /

después / dije cristo en broma /

cristo / y te volviste pequeño / dijiste que jesús

era tu señor y salvador /

el primer chico que tuve en mi boca

tenía al señor dentro / así es mi suerte /

siempre a medio camino de la salvación /

serotonina salpicada de divinidad /

la hostia que se disuelve

sobre una lengua arrepentida / la lotería

que se gana con un billete perdido / la barrera que

hubiera sido mejor no tener

podía pagar el vuelo a nueva york

podía pagar las vacaciones

podía pagar una noche en un motel

podía conocer a un hombre con mi pequeño aparato

podía pedirle que trajera cocaína

podía llevarlo a mi habitación barata

podía ser miserable ahí con él

podía decirle tu nombre y él podía soportarlo

podía verlo partir una raya y convertirse en ti

pero sentarme en la iglesia / con tu familia

y que juzgaran cómo amaba

con semejante compañía / no pienso que no

no podría

                     soportarlo

dime

por

favor

cómo

se

supone

que

siga

sabiendo

que

estás

[             ]

la lujuria persigue el rastro del corazón en su

jaula subterránea de hueso / digamos que el edificio

de la sociedad de estudiantes era un laberinto

/ la noche que nos conocimos / digamos que eras el minotauro /

porque habías pasado más años viviendo como un monstruo

/ no porque yo también diera miedo /

un típico tauro / desesperado por un roce

que me transformara / digamos que sostuve la espada

y tú me recibiste desnudo dentro de ti / y fuiste

mi primera vez / lo que significa que algo murió

y renació / digamos que me rogaste

que cortara tu garganta y me arrastrara dentro de esa

herida resbaladiza / digamos que lo hice / digamos que morí

/ digamos que nunca te dejé /

de acuerdo con la autopsia / la causa de muerte / fue una sobredosis /

dosis del griego didonai dar // dar demasiado / sobredar /

darse // cuerpo abriéndose hacia lo desconocido / velo del cráneo levantándose /

inundando el cerebro de sangre / la cocaína viene de las hojas de la planta de coca

secas quebradizas / hechas polvo y espolvoreadas con limón // las mismas sustancias

alcalinas que se usan para acelerar la descomposición de la carne // después queroseno

en una lavadora / después ácido sulfúrico / después se mezclan otra vez / después se empacan

y se mandan a una planta procesadora / permanganato de potasio / después se envían

a través de un continente / después se pisan tanto que parece una danza / el panteón

de químicos y manos cercenadas / de heridas de bala y mulas con plástico en sus

estómagos humanos / él puso todo eso en su interior / él que no se quebraba /

él paradigma de promesas / él hermosura / con potencial que se extendía más allá del metal

y  el pentecostés / él que inhaló rayas hasta rayar en la eucaristía // taquiarritmia / hemorragia

cerebral / hipertermia // me pregunto qué encontraron / cuando lo abrieron / alas apuesto

/ apuesto que encontraron alas


sam sax es el autor de las colecciones bury it (Wesleyan University Press, 2018), que obtuvo el premio James Laughlin, y madness (Penguin, 2017), ganador de la National Poetry Series.


Rodrigo Círigo (Ciudad de México, 1992) obtuvo el primer premio del Concurso 39 de Punto de Partida, en la categoría de traducción literaria, con una versión al español de “Little Gidding”, de T.S. Eliot. Ha sido dos veces becario de la Fundación para las Letras Mexicanas para asistir al Curso de Creación Literaria, en la categoría de poesía. Actualmente es candidato a doctor en Sociología por la London School of Economics and Political Science, donde es editor de la revista New Sociological Perspectives. También es becario, en la disciplina de poesía, del programa Jóvenes Creadores de la Secretaría de Cultura (2020-2021).

Poesía

las cuatro paredes

Por Camila Ponce Hernández

el miedo entra por el oído; es más rápido que la vista

y la palabra. el oído, más allá de trazar una certeza,

es el órgano del cuerpo que encarna el secreto y la duda.

aguzamos el oído cuando merodea nuestras vidas

en silencio. escuchar podría ser entonces

abrirse a la contingencia – dejar que la otredad

más grande nos atrape.

en algún lugar del mundo escucharemos el estruendo

del fuego, sustancias innombrables rodeando nuestra memoria

como si ayer hubiese estado habitada por seres de luz.

cuando especulamos que el mundo esta embrujado,

queremos decir que aún no lo hemos traducido –

el leve pulso de un momento nos causa migrañas,

y el respirar fuera de la sombra es algo abrasivo para el ojo.

solemos soñar con lo que podría parecer si todo fuese inmutable,

si una palpitación de luz acariciara nuestras imaginaciones,

pero nunca estamos seguros de lo que es la memoria – dulce, ardiente,

gigantesca, silenciosa – el borrado largo bajo el viento que surge

tan infrecuente, que nos estancamos cuando llega

para que tenga algo que pueda sacudir, y se nos olvida

contemplar los ruidos de nuestros pensamientos,

conmocionados por el crepúsculo como transeúntes arrestados

cuyos secretos crecen en su ausencia. cuando hemos terminado,

el cuerpo se estará arrugando, ojos de tinta y una boca,

las laceraciones simples que nos dejan inseguros de nuestras propias

periferias – los ojos, estas diminutas fabricas del perdón,

¿a qué ritmo se depreciará nuestra maquinaria óptica mientras nos preocupan

estos rendimientos decrecientes a escala?

mis días, mis datos, ¿cuánto de la vida pierdo con los atardeceres?

y el tiempo se agota, como el deseo de la materia

de volver siempre al principio, de aprender

que escuchar es tentar lo otro – es coser

con los sentidos más sensatos

las heridas

de la exclusión.


Camila Ponce Hernández (Anaco, Venezuela, 2002) estudia Letras Inglesas en York y escribe poesía bilingüe.

Ensayo

Baby Yeah

Anthony Veasna So
Traducción de Carlos Arroyo

Raúl Manzano, «Acapulco XXI». Reproducida con la autorización del artista.

Este ensayo de Anthony Veasna So sobre la amistad, el suicidio, el duelo y la escritura apareció originalmente en el número 39 de la revista n+1. Agradecemos a Mark Krotov el permiso para publicarlo en español. 


Anthony Veasna So murió el 8 de diciembre de 2020, a los 28 años. Fue un colaborador querido de n+1 desde que publicó su cuento corto “El hijo superrey gana otra vez” en el número 31. Poco antes de su muerte, Anthony terminó el siguiente ensayo, que es sobre escribir, pensar, colaborar y simplemente estar con un amigo cercano de su maestría en artes en la Universidad de Siracusa, quien murió en 2019; la juventud de Anthony en Stockton, California, y los consuelos de la banda Pavement, hijos nativos de Stockton. Aunque el duelo por la muerte de Anthony no ha retrocedido, y no retrocederá en el futuro, hay algo de consuelo en su invocación, hacia el final del ensayo, de “tantos significados nuevos que son esenciales, madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas”. En su vida y obra, Anthony siempre tuvo cuidado de perseguir esos nuevos significados, y su ensayo, como toda su ficción y su no ficción, es un tributo a esa empresa. Lo extrañamos.    —Mark Krotov y Alex Torres. 

El semestre antes de su suicidio, mi amigo y yo pasamos tardes descansando en un sofá defectuoso, sin patas, que yo había tomado prestado sin tener la intención de devolverlo. Iba a donarlo a Goodwill o a robarme los cojines y romper el marco, dejándolo en un basurero para que recolectara podredumbre vil. Ese mismo otoño, justo cuando el calor disminuía, el dueño del sofá, el compañero de clases que se había quedado con las patas del sofá, había sido expuesto en nuestro programa de posgrado como moralmente corrupto en formas que eran tan histéricas que sus pecados parecían al mismo tiempo devastadores y cósmicos. Por esa razón, y porque había molestado a mi amigo el semestre anterior, durante nuestro primer año como residentes no oficiales de Nueva York, yo tenía un deseo intenso de que el dueño soportara castigos de todos tipos, ya fueran severos o frívolos o mezquinos.

Sigo. El aire polvoriento golpeaba los filtros expirados que mi casero había prometido cambiar, mientras nosotros delirábamos en el sofá hasta pensar que podríamos cambiar de velocidades, de la conversación digresiva a la productividad madura. Eso no funcionó, así que escuchamos la discografía entera de Pavement en shuffle en Spotify. Si has pasado tiempo con los cinco álbumes y nueve EPs y cuatro reediciones extendidas o explorado las madrigueras de sus subestimados lados B, podrías registrar esta experiencia sónica como algo más que el fraude desconectado de huevones pretenciosos obsesionados, sin razón aparente, con el rock indie casi sin sentido de los años noventa. Me avergüenza tanto confesar que ése era exactamente el tipo de arte que estudiábamos y emulábamos.

Mi amigo y yo nos veíamos uno a otro como escritores desesperanzados, profetas malentendidos, críticos de nuestro momento cultural que rechazaban la política simplona y reduccionista. Nunca nos metíamos en búsquedas ordinarias porque anhelábamos escribir obras maestras, trabajos atemporales con alegría nihilista e imaginaciones de la disidencia. Creíamos en nuestra visión y en nuestra estética, así que cuando Stephen Malkmus cantaba, “Wait to hear my words and they’re diamond-sharp / I could open it up”, en la canción “In the Mouth a Desert”, juramos que esos versos nos hablaban directamente, espiritualmente, como si Pavement personificara un modo celestial de creación artística fuera de ritmo.

Al mismo tiempo, nos mantuvimos desapegados de nuestras ambiciones idealistas, escépticos de nuestros sueños. Sabíamos lo que éramos, después de todo: estudiantes de posgrado que habían sido estafados y habían firmado contratos con seguros médicos insuficientes. Vivíamos de becas mediocres y pizza aguada que se quedaba de las reuniones departamentales. Enseñábamos a estudiantes de licenciatura, por quienes sentíamos pena, clases de composición que odiábamos, y teníamos una cuenta excesiva de opiniones que irritaban a nuestros supervisores. Por ejemplo: preferíamos la gramática a las metáforas. Considerábamos a Frank Ocean un mejor poeta que Robert Hass (Bob, como lo llamaba nuestro profesor famoso), aunque también devorábamos su obra. Como Malkmus, pensábamos en lo sublime, en la belleza, como algo confuso. “Heaven is a truck / it got stuck”.

Ambos éramos “una isla de tanta complejidad”, como canta Malkmus en “Shady Lane / J vs. S”, excepto que nos tomamos en serio su moraleja: “Has sido elegido como un extra en la película / de la secuela de tu vida”. 

Yo escribía cuentos. Mi amigo era poeta. Ambos estábamos llenos de potencial vertiginoso, amor por los chistes idiotas, nociones enredadas que rogaban ser aclaradas y convertidas en arte verdadero, hasta que uno de nosotros se asomó al futuro predecible, o quizás al próximo gran día, y decidió que vivir no valía la pena. 

Nos conocimos durante la orientación para nuestra maestría en escritura creativa, en un salón de cátedra adentro de un edificio que tenía forma de castillo. Mi amigo tenía una playera de Wowee Zowee, e inmediatamente caímos en una discusión larga sobre si el subestimado tercer álbum de Pavement era el mejor. Yo había olvidado todos los puntos finos y sutilezas, pero “AT&T” todavía está hasta arriba de mi lista de canciones favoritas, así que quien fuera que haya estado a favor de Wowee Zowee tenía razón. Sobre todo puedo recordar estar consciente de cuán insufribles sonábamos. Era agosto de 2017 y éramos dos millennials con cara de bebé despotricando sobre la música caprichosa de la generación X. 

Mi amigo acababa de salir de la licenciatura y había crecido muy pobre en las afueras de Detroit, en esa región de la escala de pobreza donde los hilos de conexión del parentesco de algunas personas casi no tienen sentido. Su padre iraquí caldeo se había alejado de las obligaciones de la paternidad años atrás y había muerto poco tiempo después. La historia íntima de su madre blanca, especialmente su historial de empleo de mala calidad, era un tema que mi amigo evitaba tocar en reuniones sociales. Tenía hermanos y medios hermanos y parientes esparcidos entre Michigan y West Virginia, algunos rechazaban el contacto con otros miembros de la familia. Consideraba milagroso haber llegado a la licenciatura y luego haber sido admitido con beca a un programa de posgrado, tanto como haber encontrado su verdadera vocación y su voz poética, una voz que, una y otra vez, me sorprendía. 

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado.

Me identifiqué con él inmediatamente. De niño, yo no era no rico —para cuando nací, mis padres refugiados ya habían escapado de su fatal estatus socioeconómico— pero yo sabía algo del aislamiento y la alienación, tanto del mundo exterior como de mi comunidad insular compuesta por sobrevivientes del genocidio de Khmer Rouge y sus hijos, ninguno especialmente empático hacia mi queerness. Como yo, mi amigo había suavizado su soledad persiguiendo una relación con el arte, en particular la música. Y, como él, yo entendía lo que significaba venir de una ciudad en bancarrota y difícil, habiendo pasado mi niñez y adolescencia en Stockton, California, el hogar de la tercera población más grande de camboyanos-americanos en Estados Unidos y, originalmente, el hogar de los músicos de Pavement. Ambas ciudades habían sido núcleos desarrollados y prósperos —Detroit, la antigua capital automotriz del mundo; Stockton, el antiguo puerto marítimo de la fiebre del oro de California— y ambas habían terminado degradadas y deprimidas. Así que encontramos reconocimiento visceral en la letra rebelde y jubilosa de “Box Elder”, la gema rayada y sobresaliente de Slay Tracks: 1933-1969, el EP debut de Pavement. 

Made me make a choice
That I had to get the fuck out of this town
I got a lot of things to do
A lot of places to go
I’ve got a lot of good things coming my way
And I’m afraid to say that you’re not one of

Por años, escuché “Box Elder” ignorando el hecho de que fue grabada en Stockton el 17 de enero de 1989, el mismo día de la masacre de la escuela Cleveland, el tiroteo escolar más fatal de la década. Cuando descubrí esta conexión sorprendente con la masacre, seguí escuchándola de todas formas, armado con una incredulidad voluntariosa. La conexión era más profunda: mi madre, una sobreviviente traumatizada del genocidio, había presenciado el tiroteo en la primaria Cleveland. Trabajaba como asistente bilingüe, enseñando inglés a los niños surasiáticos, incluidos los cinco que fueron asesinados y los más de treinta que fueron heridos por el tirador blanco. El tirador, que se suicidó antes de ser arrestado, imaginaba que su vecindario había sido invadido.

No había mucha gente que pudiera entender los contextos culturales específicos que mi amigo experimentó como un poeta mitad iraquí caldeo de las afueras de Detroit. No lo entendían nuestros compañeros de posgrado, ni los otros escritores a quienes conocíamos que representaban a las llamadas “comunidades marginalizadas”, ni los consejeros y psiquiatras de la Universidad de Siracusa. “Nosotros somos minorías dentro de las minorías”, le decía a mi amigo, en un intento por apaciguar su frustración ante los obstáculos compuestos de su vida.

Sin intentarlo, mi amigo y yo desafiábamos lo que las personas consideraban minorías estadounidenses normales, y escritores normales en un programa de posgrado. O al menos eso parecía. Empezamos a escribir en los últimos años de la universidad, como estudiantes de primera generación, y no tuvimos padres, mentores ni maestros de preparatoria bien intencionados que se hubieran preocupado por nutrir nuestra creatividad existencial. Nuestras madres desconocedoras nos habían atiborrado de comida chatarra y mala televisión. Él tuvo trabajos malos durante su carrera universitaria, sirviendo mesas en el café de una pareja tailandesa racista. Yo pasé mi adolescencia atendiendo los llamados de mis padres, quienes siempre querían ayuda en nuestro taller mecánico. Obtener una licencia de manejo fue menos un logro de libertad juvenil y más una cualificación para ser el chofer de nuestros clientes y llevarlos a casa, para llevar a primos más chicos a la escuela, para acompañar a mi abuela a sus citas con el único doctor khmer —y el único doctor hablante de khmer— de la ciudad, para sacrificar horas de estudio preciosas durante noches de escuela y ayudar a mi padre a cargar y descargar equipo pesado y autopartes. Desde niño, mi deber, como el de mis hermanos y primos más grandes, era aliviar las presiones de sostener a mi comunidad, a la sombra de la guerra y el genocidio y dos millones de muertes, un cuarto de la población de Camboya en 1975. 

Aun así, mi amigo y yo intentábamos no tener resentimientos. Adoptamos un aura de queerness descrita por José Esteban Muñoz en Cruising Utopia como “un modo de ‘estar con’ que desafía las convenciones y conformismos sociales y es innatamente hereje hacia el mundo, pero deseosa de él”. Teníamos hambre de conexiones, un estado constante de “estar con”, mientras que otros eran incapaces de ser empáticos con nosotros, y nosotros éramos incapaces de portarnos normalmente. 

Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente. Que falta algo.

Por eso Pavement era nuestro ídolo, con sus álbumes de estática lo-fi distorsionada. Los acordes imparables de la banda se resistían al brillo de los ritmos convencionales. Su letra capturaba los sentimientos caóticos de estar hastiados pero tener buenos corazones, de ser dubitativos pero sentimentales, sentimientos que mi amigo y yo pensábamos que hacían falta en la literatura, la cultura, quizás hasta en el mundo.

La primera vez que nos conocimos, me pregunté si era gay. Me estaría engañando si dijera que no noté inmediatamente su belleza; la forma en la cual su cabello oscuro y ondulado recordaba a un Louis Garrel serio y consciente de sí; que tenía la espalda ancha pero nunca se paraba ni se sentaba derecho. Me gustaba que no era exageradamente musculoso, aunque me enseñó a hacer bíceps mejor de lo que yo había aprendido en el YMCA. Más tarde, me enteré de que tenía una apreciación profunda por la belleza masculina y que idolatraba a las mujeres, que se enamoraba de ellas con gran intensidad. Soñaba con mujeres relajadas que le darían confianza inquebrantable. Pasó meses leyendo una biografía de Joni Mitchell que siempre dejaba olvidada bajo el asiento de pasajeros de mi coche, un Honda Accord del 2000. Siempre dejaba sus pertenencias ahí: su mochila, botellas de agua demasiado caras y, una vez, una rodaja de gouda. 

Resultó que los hombres no tenían efecto sexual en mi amigo, a pesar de que su madre siempre decía que era amanerado. Aun así, yo pensé que su espíritu era queer, del mismo modo que asociaba a Pavement con las subversiones extravagantes de los roqueros glamurosos mordaces; a pesar de la ropa ñoña que les quedaba mal y de la desilusión descarada intrínseca de los habitantes del Valle Central californiano, plagado por la sequía. “Queerness es aquello que nos deja sentir que este mundo no es suficiente”, escribe Muñoz, “que falta algo”. Sin duda, estando con mi amigo, percibías que el mundo era demasiado chico, demasiado limitado, demasiado miope. Pensabas —o quizás era sólo yo— que la sociedad tenía que estar operando de maneras profundamente imperdonables si no existía un lugar seguro para que él floreciera. 

Un día de octubre, el semestre antes de que mi amigo se suicidara, estábamos planeando las clases de composición de licenciatura que impartíamos y, como de costumbre, escuchando los sonidos dentados de Pavement. Fue otra tarde de flojera, sin sorpresas, hasta que un lado B, que ninguno de los dos reconocía, empezó a sonar en mi computadora.

Era la grabación de un concierto en vivo. La canción empieza con una progresión simple de notas en la guitarra, de agudas a graves, una cascada descendiente breve, conforme la multitud aplaude por la canción anterior. El guitarrista produce variaciones de esta progresión, desplazada a octavas más agudas y más graves. Un tamborileo estable se introduce en la melodía, y las palabras gotean: “Baby, baby, baby yeah”, con la última exclamación extendida hacia un balbuceo prolongado. Malkmus repite el verso cinco veces, con cada iteración del yeah cargada de más aliento, con el compás aumentando en un crescendo eufórico hasta que la canción explota en un aullido doloroso y el baby abandona la letra conforme Malkmus grita el yeah, repetida pero nunca monótonamente, con su voz estallando tan fuerte como puede contra la atmósfera. 

Después del octavo y último grito de yeah, el último tercio de la grabación pasa a sus versos más legibles:

She abused me
For no apparent reason!
She confused my hopes
For a blistered lesion
It’s torn, torn clean apart
It’s torn and it’s torn
Torn, torn clean apart
Stop

La multitud vitorea y aplaude. “Ésta es nuestra última canción. Es para Sonic Youth”, anuncia Malkmus antes de que la grabación se detenga, abruptamente, como un padre severo que mata la vibra arrancando el cable del estéreo de la pared del dormitorio. 

Mi amigo y yo escuchamos este lado B de tres minutos de la reedición de Slanted and Enchanted, con atención cautivada. La sucesión ascendiente de baby y yeah nos distrajo de nuestra planeación de clases y nos obligó a quedarnos sentados y esperar pacientemente, suspendidos por la voz esforzada de Malkmus, su letra fragmentaria, hasta que la canción coherentemente se volvió euforia. Pero la catarsis prometida nunca llegó, y, cuando la canción acabó, casi como un pensamiento tardío y bromista, después de esa pausa repentina y literal, mi amigo y yo nos miramos fijamente. Luego empezamos a reírnos con fuerza.

A lo mejor estoy exagerando este recuerdo, que regresa a mí a menudo, persistentemente, tras su suicidio. Pero algo sobre nuestro acercamiento a “Baby Yeah” se sintió primitivo. Esa canción desbloqueó en nosotros un sentimiento desenfrenado, misterioso y sin pretensiones. 

Quiero darle significado preciso a ese sentimiento, o al menos intentarlo. Baby yeah: una afirmación de lo que no se dice, de algo que todavía no existe. Baby yeah: un llamado seductor y sentimental a la conexión humana. Baby yeah: un alarido tierno, alborotado de pasión deseosa.  

Otro lado B corto ya había casi terminado para cuando mi amigo y yo dejamos de reírnos. Yo tenía la sensación de haber sido expuesto, de estar abierto y receptivo a mis alrededores, como si me hubieran rasgado y limpiado por dentro [torn, torn clean apart]. Me sentí completo, con afecto genuino hacia él. 

 Subimos el volumen y pusimos “Baby Yeah” otra vez.

Meses después, en lo que serían sus últimas semanas de vida, mi amigo estuvo quedándose en el piso de mi cuarto algunas noches, con un tapete de yoga de veinte dólares como el único cojín bajo su cuerpo. Tal vez si ambos nos hubiéramos admitido el balance precario de su estado mental y físico, le hubiera dicho que se metiera en mi cama. Nos hubiéramos acostado lado a lado, con sus pies a la altura de mi cabeza, como niños que duermen en una pijamada. 

Pero él nunca quería molestar a alguien con inconveniencias, así que fingimos que sus pensamientos acelerados estaban bien, aunque eso se sintiera falso. Ninguno de los dos asumió la verdad, que era que mi amigo elegía quedarse en mi piso, y en los pisos y sofás de otros compañeros, demasiado frecuentemente como para que se sintiera descansado o bien. Se colgó el día que se fue a su propio departamento.

En una de nuestras últimas conversaciones, le dije que yo pensaba que la música era expresión artística menos cool. Estábamos preparando chana masala y pollo frito empanizado con harina de almendras. Yo necesitaba que él estuviera sano, nutrido. “Lo que es hermoso sobre la música”, estaba diciéndole, “es que todos pueden apreciar una buena melodía. Considera cómo, en el esquema más amplio del universo, no hay diferencia entre los poderes técnicos de un perdedor de preparatoria en una banda escolar y Stephan Malkmus, cantando canciones locas en los discos de Pavement”. Cómo la música aparece dondequiera que estés. Cuán ubicua es: Patti Smith cantando suavemente en una librería de libros usados en East Village; Chance the Rapper rebotando contra los pasillos de una tienda en Siracusa; Whitney Houston dando una serenata en las esquinas oscuras de un bar. No tenía sentido depender de tu gusto musical —o de tus habilidades— para elevarte a un nivel cultural más alto. Eso sólo limitaría la experiencia comunal de escuchar.

Es por eso que finalmente dije: “Me vale madres la banda de cualquiera. Y me vale madres tu banda también”.

Mi amigo empezó a reírse, pero al poco rato se calmó. Cuando dejó el ala psiquiátrica del hospital local —fue ahí que me enseñó las cicatrices de sus primeros intentos de suicidio, que en ese momento estaban rojas y marcadas y sanando, con su vergüenza escondida detrás de su bata suelta de hospital, con su sonrisa tímida cubierta con las yemas de sus dedos encimadas una sobre otra—, seguí intentando hacerlo reír. 

Cuando mi amigo se suicidó, no pude comer por varios días. Casi no podía subir o bajar las escaleras sin hiperventilar. Mis pensamientos eran un sinsentido astillado. No confiaba en mí mismo para manejar mi coche, y cuando era una necesidad imperante, en esa primera semana de duelo, me encontré paralizado en el estacionamiento antes de mi cita con el doctor, escuchando el mismo disco que había estado metido en el estéreo de mi Accord durante tres años. A mi amigo le encantaba ese disco quemado, que tenía a Lauryn Hill, New Order y Half Japanese. Me acompañaba en mis mandados para poder escuchar “Doo Wop (That Thing)” con las ventanas abajo. 

Yo estaba en duelo. Eso era obvio. Pero era más que eso. Mis órganos parecían haberse desplazado de sus ubicaciones originales, precariamente apilados uno sobre otro de manera peligrosa. Sonaban sirenas en mi cuerpo, y mis adentros, mis sentimientos, mis pensamientos, quedaban obstruidos. ¿Tenía hambre? ¿Tenía dolor? ¿Y qué hay del torrente turbio de emociones enredadas que intentaban golpear mi torso, que se movían con esfuerzo por debajo de mi duelo sofocante e impenetrable?

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente.

Ataqué a compañeros de clase que también estaban en duelo con crueldad o indiferencia total. Se sentía horrible e irresponsable responder así sin entender por qué, aunque no estaba seguro de que mis compañeros hubieran registrado mis ataques. ¿A lo mejor eran válidas las reacciones viscerales? Estaba irremediablemente reprimido. Mi duelo había eclipsado otros sentimientos igualmente pertinentes, buenos o malos, saludables o no. Por semanas, cargué conmigo el deseo de explotar, de forzar una catarsis, pero seguía demasiado cansado, demasiado hinchado de impulsos sin expresar, como para atender mis necesidades.

Lamento la vaguedad, el lenguaje abstracto, pero sigo. La imprecisión de mis sensaciones me frustraba al punto de la autodestrucción. Este bloqueo interno creció. Esta represión debilitante creció. Siguió surgiendo, sin que yo pudiera vislumbrar su liberación. 

Bueno. Está bien. Una anécdota concreta: El día después de la muerte de mi amigo, un profesor de poesía invitó a todo nuestro programa de posgrado, de alrededor de cuarenta estudiantes, a estar de luto juntos en su casa. Los profesores pagaron la pizza aguada. Había agua mineral para los alcohólicos en recuperación y un plato de frutas en la mesa. El cielo frío de primavera lavaba la sala con una luz pálida. Respirando entre los libreros y muebles minimalistas del profesor, vi destellos de formas brillantes amorfas, como si estuviera viendo la parte interior de mis párpados. Sentí una disociación aguda, debida a la sorpresa y también a las consecuencias de lo que había estado haciendo la noche anterior. Treinta minutos antes de que el director del programa me llamara para informarme del suicidio de mi amigo, estúpidamente había ingerido marihuana comestible, con la promesa potente de la consciencia risueña. La llamada me llevó a un estado aterrorizante y surreal que me duró toda la noche. Hasta este punto —hasta estos muebles, hasta esta reunión— había confrontado la no existencia de mi amigo estando bastante drogado.

Hablamos e intercambiamos plática superficial durante una hora, cuando nuestros profesores sorprendieron a quienes estaban en la habitación con un consejero de la iglesia universitaria. El hombre nos indicó que nos sentáramos en círculo, encima de los sofás, cuyas patas —no pude evitar notar— eran gruesas y estaban atornilladas al piso. Nos pidió a todos que compartiéramos historias e impresiones de mi amigo. Traía puesta una sotana negra con cuello blanco. Yo traía puesta una chamarra rompevientos azul neón con amarillo, que había comprado cuando acompañé a mi amigo a su primer viaje a Nueva York.

Mis profesores y compañeros de clase ofrecían sus historias. Cantaban sus penas, llamaban a mi amigo un buen tipo, decían que era un poeta talentoso, que era guapo y encantador en su andar pensativo y desgarbado. Sentado ahí, no podía soportar la idea de que todos los demás pudieran recordarlo tan fácil y felizmente, incluso aquellos compañeros a los que él había admirado. Yo quería golpear a una de las personas que contaban sus recuerdos por hablar sobre la clase en la que le había dado a mi amigo una dosis de medicina para el dolor de cabeza. Una ira interna nació en mí y se estaba hinchando. Mis nervios producían destellos de entumecimiento que se arrastraban bajo mi piel y aterrorizaban cada recuerdo que yo invocaba, y mi voz empezó a atravesarse en las historias de todos, mis historias empezaron a huir de la tormenta caótica de mi mente plagada de duelo. Había decidido que cualquier memoria que no me perteneciera era un despliegue superficial de condolencias vacías. Eran actuaciones, nada más.

Eventualmente mi ataque de interrupciones detuvo el intercambio colectivo. El consejero dirigió sus rodillas hacia mí, puso sus manos firmemente sobre sus muslos. “¿Sientes que pudiste haber hecho más para ayudar a tu amigo?”, preguntó, repitiendo una pregunta que originalmente le había hecho a toda la sala. “No”, dije yo, “hice todo lo que pude”. Expliqué las últimas semanas con mi amigo, intentando martillear en la cabeza de todos una culpa debilitante por su negligencia. “Quiero que sepas”, me respondió, “que debes estar orgulloso de estar ahí para tu amigo, en este momento de necesidad”. Las lágrimas brillaban encima de los cachetes en la sala. Yo también estaba llorando, pero me odiaba por eso, por hacer eso ahí.

Más tarde, conforme la gente se dispersó y siguió masticando y tragando más pizza, el consejero me jaló hacia la salida. Estábamos parados entre un montón de zapatos. Me dijo que decía esas palabras en serio, que estaba siendo genuino y verídico. Pero mi ira sólo complementaba mi duelo, atiborrando mi cabeza de resentimiento.

Es fácil retratar mi comportamiento en esta anécdota como benigno. También es fácil asignar una explicación empática a mis acciones, en la forma retrospectiva y mecánica en que ocurren esas cosas. Me sentí abandonado por mi amigo. Me sentí culpable por no hacer suficientes cosas para apoyarlo. Estaba enojado con quienes habían ignorado sus dificultades. Pero, si soy honesto, nunca entenderé la realidad nebulosa en la que viví mientras estuve lidiando con su suicidio; todas las drogas de diseñador que consumí, los ataques de adrenalina que me llevaban a ataques de manía y luego directamente al piso, donde lloraba y gemía por horas, donde mi amigo había pasado tantas noches. Sólo puedo decirles lo que me pareció útil. 

En las semanas después de la muerte de mi amigo, me desperté cada mañana, y de cada siesta nebulosa, pensando que quizás todo fue un sueño. Una pesadilla causada por las drogas. Revisaba mi teléfono periódicamente para ver si había recibido señales de vida, o de renacimiento. Ignoraba llamadas de parientes y mensajes de otras personas a quienes después saqué de mi vida. Le diría a una conocida de la universidad, mi antigua mejor amiga, que dejara de contactarme. Sin remordimientos, le escribí en un mensaje de texto que su vida —su relación heteronormada con su prometido, que también era amigo mío, su estúpido trabajo de ingeniería en Google— habían empezado a molestarme y a asquearme. 

Entre los mensajes de texto que recibí de mi amigo, había uno sobre el álbum de Fat Tony, Smart Ass Black Boy, con instrucciones de escuchar la canción “BKNY feat. Old Money”. Revisité esta conversación una mañana a finales de mayo, con la cabeza nublada e incoherente. Me reí de lo cursi de su mensaje, donde se refería a Fat Tony como “Tony” o “Tone-Tone”, pues asignaba un apodo a todas las personas que amaba. Me puse mis AirPods y escuché “BKNY”. Cuando terminó, la puse otra vez. Y, luego de cuatro minutos, otra vez. Y así. 

Estuve en los confines de “BKNY” por dos horas, adentro de la textura del rap relajado de Fat Tony, como el narrador drogado en el prólogo de El hombre invisible, que desciende a las profundidades de “(What Did I Do to Be So) Black and Blue” de Louis Armstrong, un disco que el narrador añora oír en cinco fonógrafos sonando simultáneamente. Por momentos breves, recordaba, verdaderamente o quizás en la aproximación más cercana a la verdad que había tenido desde la muerte de mi amigo, lo que se sentía estar con él, esa facilidad surreal que encarnábamos en los días buenos, sin responsabilidades más allá de escribir oraciones y versos, o simplemente cazar la inspiración. Esos fueron los días en los que no teníamos que tomarnos en serio a nosotros mismos, como millennials idiotas a quienes nos pagaban por escribir, cuando vagábamos por las calles del centro de Siracusa riéndonos de nada: miradas antagonistas de transeúntes, basura atascada en los montones de nieve amarilla, envolturas brillantes de la comida chatarra que habíamos inhalado de niños, cómo cada restaurante caro de Nueva York creía que la cebolla morada curtida podía convertir cualquier platillo en una cena fina. 

En ese momento recurrí a “Baby Yeah”. Toda esa tarde y esa noche, viajé por las profundidades de la canción, que puse una y otra vez. Me disolví en una tristeza más y más profunda con cada repetición; ya no tenía el duelo de las semanas anteriores, la desorientación de atravesar la distancia eterna entre mi amigo muerto y yo, sino la melancolía de hundirme en mí mismo, por virtud de mi recién hallada voluntad de abrazar esos recuerdos que él había dejado atrás. Tentativamente, y luego menos, permití que la presencia de mi amigo renaciera en mi mente, que se desvaneciera, una y otra vez, con cada repetición de esa progresión melódica descendiente, de Malkmus lamentando “it’s torn / torn, torn clean apart”, de esa invocación repentina y casual a detenerte. Estaba llorando más fuerte que nunca. 

¿Qué es recordar si no revitalizar a un cadáver que regresará a su tumba? La memoria siempre llega a un límite. Cuadros finales de una cinta que se disuelve en una oscuridad deprimente. Entre más historia tienes con el fallecido, sufrirás más finales.

Si las emociones son las vacilaciones de la mente, la experiencia sobrecogedora del duelo, y las frustraciones que produce, pueden llevarte a la locura, una fuerza interna aterradora que golpea las paredes de tu mente, tu cuerpo, tu espíritu. ¿Cómo escapas? Quizás girando tanto hacia la verdad que colapsas.

Incluso ahora, casi un año después de la muerte de mi amigo, escucho “Baby Yeah” sin parar, aunque no por tanto tiempo como esos primeros meses del duelo, cuando la canción podía sonar y sonar durante semanas. “La diferencia yace entre dos repeticiones”, escribe Gilles Deleuze en Diferencia y repetición. (Stephen Malkmus recomendó otro libro de él, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, en Artforum. Pero sigo.) “El papel de la imaginación”, dice Deleuze, “o de la mente que contempla en mil estados múltiples y fragmentados, es sacar algo nuevo de la repetición, sacar diferencia de la repetición”. 

La repetición permite la reinvención. Estoy leyendo las palabras de Deleuze conforme analizo el propósito de mi escucha obsesiva. Me pregunto si la repetición de “Baby Yeah”, y la repetición de la historia tierna que cuenta, y el eco de cada baby y cada yeah, si todo esto permite entendimientos frescos, sentimientos radicales que nunca han sido experimentados y que pueden desmantelar el bloqueo o remplazarlo con algo nuevo. A lo mejor ésta es la noción de Nietzsche del eterno retorno, que Deleuze describe como “el poder de empezar y volver a empezar”, y estoy confirmando que, a pesar de los suicidios infinitos que pueda presenciar, a pesar de cuán condenada y nauseabunda resulte la civilización moderna (según Nietzsche), siempre escogería revivir esos años hermosos, pero brutales, con mi amigo.

Y sí, creo que mi amigo también entendió el poder de la repetición. ¿Por qué otra razón elegiría rendirse ante esos sueños infinitos de sus propias limitaciones?

El enero antes de su suicidio, me envió un correo electrónico con el último poema que terminó. Lo envió tres veces en un periodo de diez minutos, con revisiones leves. “Avec Amour” termina así:

…la otra noche pasé por la piscina exterior
donde nadé cada mañana el verano
que mi primera novia se mudó a Japón,
y noté cómo la nieve casi parecía
estar cayendo de la luna
como si fuera un hoyo que lleva a otro día,
a otra hora en el pasado
hecha de nada y causando
todo.

Es posible que “Baby Yeah” me lleve a “otra hora en el pasado” a la que no puedo llegar de otra forma. La canción podría “estar hecha de nada y causando todo”. Es la forma en la cual mantengo a mi amigo vivo en mi imaginación, la forma en la cual le permito que finalmente muera. Quizás necesitaba saber, simple y prácticamente, que podría encontrarse con portales distintos a la luna inquieta, o quizás crearlos de la nada. 

Mi línea favorita en Diferencia y repetición dice: “Todos nuestros ritmos, nuestras reservas, nuestros tiempos de reacción, los mil enredos, los presentes y las fatigas de las que estamos compuestos, están definidos por nuestras contemplaciones”. Quiero compartir esto con mi amigo. Quisiera poder asegurarle que sus presentes y sus fatigas son válidos. Sí, informan tus ritmos. Pero, por favor, escúchame: ¿no crees que la diferencia respira en las extensiones que yacen entre tus pensamientos monótonos? Incluso conforme sólo ves suicidio en el futuro, tu mente aloja tantos significados nuevos que son esenciales, tantas madrigueras de conejo que llevan a horas y posibilidades desconocidas, y quizá si esperas, sólo un poco más, estos significados correrán como sangre dentro de tu ser, reestructurando las reservas de tu espíritu, y quizás entonces, después de una exploración seria de todo lo que es cierto, tú, mi querido amigo, sentirás algo que parezca nuevo. 

Narrativa

Diario de un idiota

Por Mikaela Huet-Vray

01 de marzo (12:05 p.m.)

Sigo aquí sigo aquí. Ya ha pasado un mes. Estas cuatro paredes blancas me asfixian. Sigo aquí. Quiero salir. Ojalá no se olviden de mí.

(1:46 p.m.)

No sé qué hacer. Qué estará haciendo Sarita. Trato de mirar por la ventana a ver si tal vez alcanzo a ver mi casa desde aquí. Pero no distingo nada. Deben estar almorzando.

(4:11 p.m.)

Tomé una siesta, me sentí chiquito otra vez. Extraño ser chiquito. Y colorear. Ojalá tuviera crayolas.

(7:01 p.m.)

Hay un reloj colgado en la pared. Por eso puedo saber tan bien la hora. Precisión. Me gusta. Es mi pequeño lujo. Ya van a apagar las luces. Chao. 

02 de marzo (9:34 a.m.)

Cielo azul y pájaros afuera. Pajaritos. Piu piu. pipipiu.

(9:36 a.m.)

La hora cambia muy rápido.

(9:37 a.m.)

Y muy lento a la vez. Tal vez duerma todo el día.

03 de marzo (8:41 a.m.)

Menos pájaros. Más gritos de noche. No sé por qué estoy aquí. No he hecho nada malo. No me dejan hablar mucho con los otros. Sarita no ha venido a visitarme. Qué pasa. Me siento triste.

(2:22 p.m.)

Voces al lado. Qué envidia.

(6:53 p.m.)

No he hecho nada malo, lo juro. Solo quiero salir y jugar con Sarita.

04 de marzo (10:20 a.m.)

Hoy es día de gelatina. Y de visitas. Qué emoción. Me voy a arreglar.

(5:51 p.m.)

Me tuvieron que dormir. Mamá vino sola. Sarita no vino con ella. Por qué Sarita ya no me quiere mami. Sí te quiere mijito pero este no es lugar para niños. Yo soy un niño mami. Sí pero es diferente, tú sabes mi amor que lo hago por tu bien, y además Sarita está en el colegio. Yo también quiero ir al colegio mami.

Papito ya me tengo que ir, vuelvo la próxima semana. Mami no te vayas, llévame contigo, no me dejes aquí mami no me gusta.

Pero se fue y estuve muy triste y por eso me tuvieron que dormir un rato. Sigo cansado. Hasta mañana.

05 de marzo (7:12 a.m.)

No me gusta tanto escribir. No sé a quién le estoy hablando y eso no me gusta. Supongo que me hablo a mí mismo. Yo soy el único que lee esto. Bueno aunque a veces mi enfermera Cata lo lee. Dice que es muy interesante y que debería escribir más sobre cómo me siento y menos sobre los pajaritos y el cielo. Pero yo no le hago caso.   

(3:31 p.m.)

Me aburro. dks oppppppp fffffff WWWW. m    e       a      b   u   r  r  r  r  r  r o   o o.

(3:33 p.m.)

(3:34 p.m.)

(3:37 p.m.)

(3:38 p.m.)

No se me ocurre nada. Perdón Cata. Sólo estoy cansado. Aunque hoy un copetón estaba cerquitica de mi ventana.

06 de marzo (6:04 p.m.)

Hoy no me siento bien. Hablé con Mamá por el teléfono del pasillo. Me dijo que la semana que viene no iba a poder venir como me había dicho porque iban a operar a Sarita. Qué tiene Sarita mami. Nada mijito, no te preocupes. Pero me preocupé porque la escuché sorber por la nariz como cuando lloraba. La llamada se desconectó y grité mucho. Cata y Mariana me arrastraron a mi cuarto y me dieron mis pastillas.

Por qué ya no puedo ver a Sarita, Cata. No entiendo. Cata miró por un segundo a Mariana y se arrodilló en frente de mí. Dieguito, te acuerdas de lo que pasó antes de que vinieras aquí. Sí, estábamos en el parque Mamá, Sarita y yo. Y no te acuerdas de nada más. No, Cata, no me acuerdo. Qué pasó. Pero Cata no me dijo nada. Me acarició la cabeza y se fue con Mariana.

07 de marzo (9:33 a.m.)

No me acuerdo. No me acuerdo. No me acuerdo. Cómo estará Sarita. Mamá no ha llamado. Sáquenme Sáquenme. Cata ayúdame a ver a Sarita por favor.

(9:34 a.m.)

A Sarita le gustan mucho los helados de pistacho.

(9:35 a.m.)

A Sarita le gusta mucho correr y rodar por el pasto. Por eso siempre vamos al parque de al ladito de la casa.

(9:36 a.m.)

Sarita y yo a veces nos peleamos. Yo soy más grande que ella pero Sarita es muy rápida y a veces me pega duro. Eso me enoja.

(9:37 a.m.)

Mamá siempre nos regaña cuando peleamos. Juego de manos, juego de marranos, dice siempre. Pero nosotros no le hacemos mucho caso.

(9:38 a.m.)

Fuimos al parque ese día. Peleamos como siempre. Le jalé el pelo. La empujé al piso. Y después. No me acuerdo. No me acuerdo. Mi mami gritó. ¡Para Diego!¡Déjala ya, qué haces! No me acuerdo. No me acuerdo. Cata ayúdame.


Mikaela Huet-Vray es una autora colombiana (Bogotá), estudiante de letras en la Sorbona. Ha publicado poemas en el fanzine Serpiente de Montaña, iniciativa independiente colombiana.

Poesía

donde acaba el aliento

emerge en silencio

el instinto de la supervivencia  –

en la mañana, fue un beso

que cantaba con sed

unas variaciones sobre la tristeza:

una tarde de luz en el que el mar parecía

empedrado de aluminio, de peces sacados a flote

por un polvo triste que les soplaba por encima

como si fueran estrellas transitorias

que se cernían como velas moribundas

en la madrugada desencantada

por la claridad –

el tinte virgen de las aguas fue un engaño de purificación,

a ellas las vi extenderse en el capullo de la vida,

y desplegar sus alas – cual mariposa entretejida

por una caligrafía acuosa que buscaba

la libertad anhelada, tratando de despertar

más rápido que la mañana –

los últimos oropeles de un paraíso perdido

se desahogaron en líneas arenosas como el poeta

canta sobre el coral las maneras en la que se puede vencer el naufragio,

y poder ser árbol, y aferrar la vida en el tronco del viejo roble caído

y con su leña avivar el fuego, tembloroso de tanto frío –

cuando nació la luna, se dejó llevar por el aire,

por donde acaba el aliento, como un cuerpo ceniciento

que iba entonando notas luctuosas de un infausto lamento,

arrancando los últimos suspiros que paseaban radiantes

ante una luz solar inclinada al lado de las nubes deshilachadas,

y si tuviésemos la fuerza suficiente, podríamos haber corrido

de los espacios, de los huesos que a rabietas nos sostenían,

desprendiéndonos de nuestra piel como los tallos agrietados

de los girasoles que se agachan

a través de los conos de nieve, con un cadáver

a cuestas – y así la eternidad nos grita con burla,

que todo lo que somos, seremos también mañana.


Camila Ponce Hernández (2002, Anaco, Venezuela) estudia letras inglesas en York y escribe poesía bilingüe. Instagram: @milawritess


Banner: Fragonard, Jean Honoré. Mountain Landscape at Sunset. C. 1765, National Gallery of Art, Washington D.C.

Poesía

Elegía a mi gato

Por Juan Carlos Calvillo

A la manera de Edward Gardner

¿Es verdad que te fuiste, mi querido
compañero de juventud? ¿Es cierto
que te arrancaron de este fiel amigo
que te adoraba? ¿No te redimieron
tu gran benevolencia y devoción?
¿No hay más remedio que decirte adiós?

Si tengo que entregar aquí tu cuerpo,
ya rígido, aterido bajo el toque
de la muerte, yo sé que cuando menos
encontrarás reposo en este bosque
a la sombra del sauce, que te llora
y que guarda por siempre tu memoria.

Y no pienses que sólo por que dio
en el blanco la flecha del arquero,
ni porque al fin y al cabo consiguió
robarme el último de tus alientos,
olvida el corazón su deuda eterna
ni sepulta el cariño en esta tierra.

Si una lágrima exige tu recuerdo,
mi gatito, un caudal inagotable
brotará hasta regar este pequeño
sepulcro, la arboleda en la que yaces,
y el punzante dolor de la tristeza
habrá de transformarse en vida nueva.

Sabes que amé esta vida que vivimos
juntos, la procesión de las mañanas,
nuestro peregrinar aún dormidos;
sabes que fue un honor que ronronearas
con mis caricias, y que fuiste tú
quien me hizo digno de la gratitud.

Ya no deleitarán tus travesuras
cada día; ya no calentarás
nuestra cama las noches taciturnas
del invierno; ya nunca habrá un manjar
dispuesto para ti, como era antes;
ya nunca quedará más que extrañarte.

Y jamás volverá ya tu maullido
a derretirme el corazón, ahora
que el silencio se ha vuelto tu destino;
¡cómo me entusiasmaba oír sus notas
de ternura! ¡Qué gala de clamores
cuando llegaba a casa por la noche!

Te pido, por favor, no me condenes
si aquel infausto día yo no estuve
ahí, al lado tuyo, como siempre,
si no me despedí cuando aún el lustre
de una galaxia refulgía en tus ojos,
si no te acompañé y te fuiste solo.

¿Ya quién va a protegerme de ratones?
¿Quién va a leer conmigo en el insomnio?
¿Quién va a dejarme, como yo tus flores,
tributos a los pies de mi escritorio,
si ya no estás conmigo, mi gatito,
si ya se me acabaron tus suspiros?

Ahora es libre el gorrión de transitar
sin miedo los senderos del jardín,
y tu presa de antaño anidará
en tus ramas; también el colibrí
vendrá de cuando en cuando, y con el tiempo
empezará a confiarte sus secretos.

¡Adiós, Enano! Y que en la faz del mundo
todos los gatos buenos sean amados
como lo fuiste tú, y que en el curso
de su vida, una sola vez si acaso,
el hombre más afortunado alcance
a ser amado como tú me amaste.

† 16 de diciembre de 2020


Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983) es poeta, traductor y Profesor-Investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.


Banner: Manet, Edouard. A Cat Curled Up, Sleeping. 1861, Metropolitan Museum of Art, Nueva York.