Poesía

Dos poemas por Marcela Santos

Moisés

La servilleta hecha añicos en tu mano
y los aros que percuten
la mesa de este restaurante
son una premonición.

Sé que va a pasarte algo entre sus pliegues.

Se desprende una escalera vibrante
que corta la blancura de vitrinas
en la cima.

Los escalones eléctricos mecen tu canasto río abajo
estás abandonado, partiendo en dos murallas
la piscina de pelotas. 

Así iniciamos todos. 

Welcome To McAllen

En tanto que de flor y de azucena me despido 
del único tajo de mundo que me pertenece.

Haciendo tajos de mundo, formando
un cuenco con las manos
para capturar el resto de los coches
desde el cristal trasero.

Mi madre se persigna,
refresca el aire con sus letanías 
y dice como un secreto
que llena el espacio:

Tu tía alguna vez vio ángeles
cuidando esta carretera.

Cuánto alivio es llegar al cruce
para algunos

Tocaban sus trompetas,
tan serenos.

La cruz de Texas 
es refugio opaco tintinteante.
Distensión de extremidades,
los papeles correctos.

Abundan las bendiciones:
por dar un ejemplo, el diablo 
no puede alcanzarnos hasta acá
sin visa.

Poesía

Un chico puede usar un vestido, por John Bosworth

Un chico puede usar un vestido

Un chico puede usar un vestido
        en arroyo o en
precipicio, por Dios o por
      la cala oscura del diablo.
Un chico puede usar un vestido
    comprado con una latita
repleta de cerezas en el día
    que su papi cae muerto.
Un chico puede llorar en su vestido
    —en navío o en avión puede
dormir con su vestido,
    bailar con su vestido,
coquetear con su vestido      
 a la flama del bar del hotel.
Váyanse todos directo
      al paraíso, es despampanante
en su vestido de algodón azul,
    ¡simplemente hermoso! Nada puede
evitar que vuele
      nuestras cabezas, que derrita
mi corazón de esa manera.
      Nada puede detenerlo.
Rumbo al velorio de su papi,
      habrá quien critique
su vestido, quien frunza
      el ceño al verlo,
así que él gira y  gira
        hasta que el vestido es su propia
        pregunta sin responder, des-
velando las razones por las que
      se despierta en las mañanas como
rayos x de colores por debajo
    de tus colores, tu
alma cigoto, tu giro desnudo—



John Bosworth estudia en la University of Texas, en Austin. Fue ganador del premio Aliki Perroti and Seth Frank Most Promising Young Poet Award en 2018. Actualmente trabaja como becario de poesía en Bat City Review.

Traducción de Marcela Santos.



Poesía, reseña, reseñas

Barranca, de Diana del Ángel

En Barranca de Diana del Ángel una historia corre palpitante por debajo de la hierba. Se trata de un relato doloroso que encuentra en el lenguaje poético un lugar para fluir. Los detalles del episodio violento que sepultó en la voz lírica «la simiente del miedo», la agresión sexual que la separó de sí misma, se revelan a lo largo del libro con una intensidad creciente. Son una raíz podrida en medio de la vívida naturaleza que habita en los poemas. Los versos de Barranca son susurros que escuchamos al descansar el oído sobre una concha de mar. Hay nombres que fueron arrancados y anhelos que se vaciaron, pero una voz persiste:

Me habría gustado contarte
que descubrí no mi nombre,
sino mi voz,
y que sin el dolor de la barranca
me faltarían fuerzas y palabras para decir.

 En las primeras páginas, Del Ángel construye un lugar seguro con sus palabras, un sitio fresco y tibio que, a su vez, se tambalea en la esquina de un precipicio. El resultado es un retrato preciso de las contradicciones que viven en quienes han sufrido agresiones durante la infancia: recuerdos terribles al lado de episodios luminosos que la poeta capta con avidez. Las tardes son largas y soleadas, pero no están exentas de tristeza. Barranca siembra estos momentos con nombres de flores, como en “Lágrimas de niños (Soleirolia soleirolii)”: «Brotan por nada / sus raíces profundas / son cristalinas».

 Podemos notar de inmediato que sus poemas encuentran un preciado equilibrio: se resisten a llegar al punto en el que un exceso de palabras empobrece los sentimientos. Esto no significa que se escondan detrás de un lenguaje hermético; por el contrario, sus palabras cortan como el filo de un cristal: «hay segundos de lentísima tristeza, / como hormigueros de lágrimas, / que nos embotan y limitan cada paso». La melancolía de quien se sabe lejos de su hogar y lejos de sí misma es una semilla bien enraizada, pero mutable. En ocasiones flota leve, es una espora; en otras, taja y se anquilosa en la garganta. La niña a quien le arrebataron el nombre no abandona a la adulta, su rabia aún escuece.

Los poemas alcanzan una potencia abrasadora cuando la familia entra a cuadro. Los secretos oscuros de una abuela, la inestabilidad cariñosa de una madre y la imagen borrosa de quienes ya han dejado el mundo prenden fuego al campo. La familia es una amputación abyecta del espíritu, escribió Ricardo Piglia. En Barranca, la familia es el balbuceo primigenio: se trata de una fuente de protección que se deforma, con los años, en una coraza que nos oculta de la claridad del mundo. «Tu cuerpo es una barranca por la que te despeñas». 

La materialidad del cuerpo es algo que compartimos con la naturaleza: la baba, los minerales, la descomposición. Pero en ella incluso lo microscópico es ingente. Nosotras vagamos por la superficie sin conocernos del todo. Quizá de aquí surge el anhelo de regresar a un período umbilical, casi etéreo. Ser un cuerpo unido completamente al líquido, fundido con los elementos, en vez de habitar un andamio de huesos que se deshilvana. La poesía, en su afán de nunca resolverse en una interpretación, de resbalar lejos del sentido, es el ambiente perfecto para huir de la violenta materialidad del mundo, pero sólo en apariencia. Hablar es abrirse: de la boca surge la primera herida, aquella que portamos sin darnos cuenta. Quizá Barranca sea una manera, si no de curarla, por lo menos de tocarla con las yemas de los dedos. De reconocerla.

Adelanto: Barranca, de Diana del Ángel | Tierra Adentro

Diana del Ángel. Barranca (2018). Fondo Editorial Tierra Adentro.

Poesía

Gambito de reina

Desde el principio de los tiempos o hasta donde
la televisión ha revelado
somos negras o blancas
moldes

ser ama de casa no es un problema
filosófico, es un problema de rango
de movimiento:
prepararle una cena al amigo
y mezclar un cóctel
(a solas, es el último)
ocupan las mismas casillas

puedo estar solo, dicen los reyes,
hasta el final
y fuerte
¿será porque ellos dibujaron el tablero?

la debilidad no es un problema
es una consecuencia de enrocarse
cuando toman, extraen, construyen
mundos
que te cercan en sesenta y cuatro cuadros

en fin, es la naturaleza
del juego
amarrada a un sendero de pastillas
queda vivir al día o vivir el día
sacudiéndose palmadas patriarcales

ataque diagonal
y que rueden las cabezas.

reseñas

«Moho» de Paulette Jonguitud

En el conocido relato de la mitología griega, Dafne corre lejos de Apolo, flechado por Eros, en una huida que parece eterna. Desesperada por semejante hostigamiento, Dafne invoca la ayuda de Zeus, quien decide convertirla en un laurel. Mejor inanimada que soltera, parece ser el mensaje de esa historia.

Algo similar le ocurre a Constanza, personaje principal de Moho. Ella es una mujer digna, acomodada y “ya mayor”, receptora de todos los eufemismos que suelen utilizarse para las mujeres que alcanzan cierta edad. Una mañana, pocas horas antes de la boda de su hija mayor, Constanza descubre una mancha verduzca en su piel: se trata de un lunar rasposo y creciente, un moho que trepa por sus piernas, adueñándose de su cuerpo.

El moho avanza y petrifica a Constanza. Su cuerpo no es lo único que sufre una metamorfosis: su mente también es acechada por recuerdos dolorosos que involucran a su sobrina, la otra Constanza, con quien mantuvo siempre una relación difícil. Libre de adjetivos estorbosos, la prosa de Jonguitud avanza audaz, dirigiendo al lector hacia escenarios que, aunque perturbadores, se tiñen también de un humor oscuro. La autora utiliza la metáfora del moho para ejemplificar la lucha de Constanza contra su propia vejez, pero también contra una idea de la femineidad que, tras recubrirla por décadas en un abrazo tóxico, la deja totalmente desolada. 

Jonguitud da forma a su exquisita sátira social memoria valiéndose de analepsis breves y perversas. Constanza la vieja, Constanza la joven, un esposo inútil y dos hijos que parecieran de papel conforman un retrato preciso de una familia disfuncional de clase media. En medio del hartazgo va dibujándose una imagen tan penetrante en la conciencia mexicana como el moho: las mujeres y sus cuerpos, breves santuarios de pulcritud, tienen una fecha de caducidad. Por más que, como Dafne, se lancen a la huida, las limitaciones de una sociedad mojigata no dejan de perseguirlas, de rodearlas con una dura corteza infecciosa.

La temática social de Moho, velada por una cautivadora intriga, diálogos sólidos y descripciones casi oníricas, ha sido comparada con la obra de Inés Arredondo y Mario Bellatin; sin embargo, la agilidad y frescura de su prosa le han garantizado un lugar propio dentro de la literatura mexicana.

En esta novela, Paulette Jonguitud logra con facilidad lo que pocos narradores consiguen: construye, en menos de noventa cuartillas, una historia infecciosa que sigue asediando días, semanas, meses después de su lectura. 

Jonguitud, Paulette, Moho, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010.

Ensayo

El infierno de pasar por México

Afuera, en la periferia de las ciudades, han transitado desde tiempos remotos  los vagabundos, los exiliados, en fin: los extranjeros. Un mundo de exclusión e inclusión construido con la naturalidad con que unas manos forman un montículo de tierra para separar un territorio del otro. Según sostiene Thomas Nail en su libro The Figure Of The Migrant, la percepción que tenemos de la historia occidental gira en torno a un concepto espacio-temporal bien definido; se trata de la existencia de un “adentro” y un “afuera”. Desde que se fundaron las primeras ciudades ha habido un bárbaro cuyos balbuceos no cabían en la Polis y altos muros para mantenerlo lejos. En este artificio bordeado por fronteras tangibles e intangibles hay figuras nítidas que caminan por las aceras, turistas que dan la vuelta al mundo con sus papeles en regla y su eterna contraparte: las figuras cuyo tránsito es castigado. Los migrantes.

Migrar es un derecho humano, reza el antimonumento erigido este 22 de agosto en la Ciudad de México frente a la embajada de los Estados Unidos. Su propósito es no olvidar una tragedia que, diez años después, sigue impune: la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. ¿Por qué moverse de un espacio a otro en este país es igual a transitar hacia la muerte? En México, una nación “de paso” por excelencia, la literatura de los últimos 10 años se ha hecho la misma pregunta. En Los niños perdidos (2016), el brutal testimonio de Valeria Luiselli producto de su trabajo como intérprete en la corte migratoria de E.E.U.U., la autora equipara las políticas de migración de México con “un videojuego de realidad aumentada […] donde gana el gañán que caza más migrantes”.  Un cruento juego entre «buenos» y «malos».

La frontera con Tijuana-San Diego del lado de México. Imagen: FB/CUELL Tijuana.

Volvamos un momento a los baluartes primigenios de la civilización occidental. En el Antiguo Testamento, Abel estableció su ganado y cosechas con el favor de Dios. Caín, el asesino, vagó su rumbo, legando su condena a todos sus parientes. La muerte de un migrante parece conservar aun hoy en día ese tufo de moralidad. Si los bad hombres mueren, es por decisión propia. Si llegan al infierno, es porque no tendrían que haber andado tanto. En respuesta, la literatura mexicana ha tomado en más de una ocasión los relatos en torno al cielo y al infierno como modelo para sus narrativas sobre la migración.

Tal es el caso de Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge, que combina testimonios de migrantes centroamericanos en su paso por México con fragmentos de La divina comedia, creando una perturbadora amalgama temporal que pesa sobre el lector. Lo que ocurre ahora ha ocurrido ya mil veces y seguirá ocurriendo, tiempo cíclico del mito que también aparece, pero en clave prehispánica, en Señales que precederán al fin del mundo (2009) de Yuri Herrera.

Como los videntes en el infierno de Dante, condenados a mirar siempre hacia atrás, el migrante desciende hasta el infierno portando la maldición de Caín.  En la alternancia de sus personajes entre el horizonte infinito del desierto y los apretados confines de camiones de carga, bodegas y mataderos, se externaliza uno de los más grandes miedos de la sociedad occidental: un mundo abierto, sin límites, en donde la frontera entre el sol y la sombra se difumina.  Para quien migra, la vida no toma lugar en el cielo como en la tierra; más bien, es en la tierra, en los parajes insólitos del desierto, como es en el infierno. 

Ambas novelas incorporan e invierten los tropos de la road novel, inmortalizada a mediados del siglo pasado en la literatura norteamericana (pensemos, por dar un ejemplo, en Jack Kerouac). En esta literatura de viaje de la modernidad había una meta, un sueño, una transformación espiritual hacia, si no lo perfecto, por lo menos lo positivo. En la literatura mexicana de migración, esta transformación se asemeja más a un apocalipsis de muertos vivientes. Cada uno de los desterrados, de los que se describen a sí  mismos como “sin cuerpo y sin alma”, tiene su destino grabado en fuego.

El fuego: su destructora, atronadora y a la vez purificadora esencia, elemento fiero que catalizó el inicio de nuestra civilización; eje de sacrificios y la forma preferida de eliminar todo rastro de un cuerpo. Los cuerpos y su destrucción son esenciales en Las tierras arrasadas, pero esta representación del fuego no es aislada. Fila India (2013) de Antonio Ortuño también recurre a él: quema con él los cuerpos.

Mural en Tijuana, México. Imagen: Marcela Santos

En la configuración de esta novela se encuentra la esencia del sacrificio y de su mercantilización. Las escenas de violencia extrema que se representan, con un lenguaje que raya en el hiperrealismo, no tienen un propósito dramatizante. Son incómodas, oscuras, satíricas. En ellas, el lector se hunde en el más profundo horror sólo para ser “rescatado”, una y otra vez, por las banalidades todavía más obscenas de la vida política. Los personajes ven a un hombre quemarse y se lamentan de haber perdido dinero. Los asesinos incendian un refugio repleto de migrantes y se alejan escuchando la radio. Los protagonistas, los cazadores que han entregado tantas vidas a la muerte, están enamorados, viven en sus mentes su propia tragedia. La fila india que hacen los migrantes hacia su muerte son las filas de los interminables trámites burocráticos. Sus vidas son números en papeletas archivadas.

Se levanta una nube de fascismo, de exclusión y la literatura responde: no con oposición directa, no con contraargumentos o dramatizaciones. Ante la exclusión extrema, los personajes más marginados al centro. Ante la extrema violencia, la violencia extrema, o en sordina, el lado más incómodo de esa violencia pero, sobre todo, su banalidad. El propósito no es darle voz a quienes ya la tienen: la literatura no tiene esa superioridad. Tampoco tiene la capacidad de mover o cambiar las cosas; es acaso un paréntesis de reflexión. Si de algo nos sirven estas narrativas de la migración, es para recordarnos que la migración no está reservada a un grupo de personas que huyen; es una situación que nos cruza directamente. Que esta literatura nos siga sirviendo de dique, un medio saludable para transitar por capas y capas de versiones oficiales. 

Narrativa

Humo

La tarde era particularmente clara. A lo alto, los bordes de un cielo sin nubes se curveaban sobre la ciudad como una cúpula. El aire espeso y caliente parecía enfrascar el ruido de los autos y camiones. Mónica bajó la mirada sin prestar atención. El rechinar de los frenos, la congestión de los mofles, el ocasional conductor irritado, todo era para ella un agrio sonido de fondo. Iba a paso rápido y poco ágil, temiendo que sus tobillos se rindieran ante algún tope o grieta; pero al mismo tiempo, deseando caerse. Quería caer, sí, tirarse en frente de algún carro con esperanzas de que no pisara el freno.

Desechó aquel deseo inmediatamente. Era algo ridículo, en realidad, el pensar que se atrevería a protagonizar una calamidad de ese tipo. No podía siquiera con el interminable dolor de estómago, o con el latido de sus sienes, que se inflamaban de pensamientos a cada paso. Juan, Juan, Juan, rechinaba su cerebro. Le habría gustado acallarlo con un pellizco, como se calla a un niño chillón. También podría dejarlo de lado, concentrar toda su atención en las grietas de la acera, o en el griterío del vendedor ambulante, o en el hecho de que tal vez iba tarde para el camión. Pero cada cabeza es un mundo, y en ese momento su mundo consistía en una incesante repetición de la misma escena. Una llamada, la voz que ya no volvería a escuchar, el teléfono apretado contra su pecho, el dolor que, en contraste con el autobús que consiguió alcanzar, permanecía inabordable.

Se acomodó en su asiento, sin mirar a un solo pasajero. Acostumbrada a la cortesía, lo había hecho a propósito, para reclamar su espacio, para darle a aquel niño  en su cabeza la exclusividad que merecía. No era necesario. Juan, Juan, podría decir ella, pero los párpados de Mónica no eran los únicos que, aun abiertos, se cegaban a su alrededor. Las personas, absortas en alguna revista, en la ventana, en el clásico, o el mandado, se eran irrelevantes de la manera más natural. Mónica no notó al joven que se sentó a su lado (Andrea, Andrea, Andrea) protegido por sus audífonos. Su boca se abría y cerraba, imitando el ritmo del vocalista, sin emitir sonido.

Mónica decidió mirar por la ventana. En pleno ardor cerebral, recordando una a una las palabras de Juan, abrió ligeramente la ventana del camión. El alboroto urbano seguía sin penetrar sus oídos. Árboles, peatones, carros. El paisaje sobre el que se deslizaba el camión parecía una colección de fotografías, como aquellas que se exponían en las últimas páginas del periódico los domingos. Lanzó un suspiro hastiado al comprobar que el camión se había detenido, bloqueado por el tráfico. Irritada por el pasajero a su lado, que ahora golpeaba  el asiento de en frente con sus dedos, estaba a punto de quejarse…Pero percibió el olor.

Notó que no era tanto un aroma como un sentimiento; un espasmo de la nariz al rechazar algún gas grumoso y asfixiante. Por primera vez, Mónica miró con atención a través del vidrio.

La fachada de un edificio grande que no recordaba haber visto antes, aunque recorría esa ruta todos los días, estaba manchada de negro. Las columnas de aquel humo emergían de las ventanas y se desparramaban hacia afuera como tentáculos grises. Los carros azules y blancos y los camiones rojos se acercaban a la escena. Mónica sintió asco al ver aquellos vehículos, deslizándose como serpientes hacia el edificio. Apartó la vista abruptamente al percatarse de la cantidad de bultos recubiertos de azul que había en el piso.

Se volvió hacia el joven, que seguía absorto en su música, pero que fruncía la nariz al percibir el olor. Estiró su brazo para cerrar la ventana, pero Mónica lo detuvo con un movimiento brusco. El quejido del muchacho quebró el silencio del camión y, poseída por un furor que se desvaneció rápido, Mónica abrió por completo la ventana.

El tráfico mantenía al camión fijo ante aquella escena, y ya no sólo el olor punzante, sino los alaridos, penetraron los sentidos de los pasajeros. Sentados o de pie, todos se vieron atraídos por lo que se veía del otro lado de la calle. Mónica intuyó que alguien buscaba su mirada, y no era la única.

Todos los pasajeros se vieron, percibiéndose por primera vez. Contemplaban las ruedas de las camillas, que se abrían paso rápidamente entre los escombros. Mónica se volvió al muchacho sentado a su lado y, al verse correspondida, desvió rápidamente la mirada. Chingado, parecían decir sus ojos. Otros. Otros más.

El camión avanzó y el incendio quedó atrás. Algunos pasajeros se tropezaron, y el ambiente pareció relajarse. Ladeaban la cabeza y se mordían el labio inferior. Suspiros, una maldición ahogada. Aunque de nuevo concentrados en sus tareas, sus pupilas inquietas los delataban. Seguían buscándose los unos a los otros. Quizás, como Mónica, habían sentido su piel volverse cada vez más ordinaria. Tal vez escucharon el mismo llamado.

Cada persona habría de bajarse del camión, y tardaría poco en volver a cegarse. Mónica se vería de nuevo torturada por la escena del teléfono, y el niño chillón se despertaría de nuevo. Pero ahora, al poner pies sobre la acera, las grietas de la calle eran heridas que  gritaban, y a lo alto, la cúpula que acogía al cielo se resquebrajaba por el hilo lejano del humo.

reseñas

«Facsímil» de Alejandro Zambra

Cuando se habla de deconstrucción, ¿qué es lo que se rompe, lo que se deshace? Como todos los cuasi-conceptos que forman parte de la vasta propuesta filosófica de Jacques Derrida, no existe una respuesta única ni una definición concreta: el movimiento de la deconstrucción se dedica justamente a cuestionar los límites del lenguaje, del significado, de la conceptualización. La visión derridiana rechaza la seguridad de los orígenes y las jerarquías para contaminar los confines que las constituyen. Desplazar, interrelacionar, oponer, criticar: todos son actos relevantes en la mayor parte de las obras literarias, desde su concepción hasta su producción y subsecuente crítica.

No obstante, es bien sabido que hay textos que irrumpen más que otros. Tal es el caso de Facsímil (2015) del escritor chileno Alejandro Zambra, publicada en México por la editorial Sexto Piso. Esta obra es un ejemplo perfecto de la actividad deconstructiva, pues desde un principio se resiste a la clasificación: tomando como modelo la Prueba de Aptitud Verbal aplicada a los aspirantes universitarios en Chile, con su respectiva hoja de respuestas, es difícil determinar si estamos ante una novela, una colección de relatos, un ensayo o un poemario. Sobra decir que la participación del lector es crucial; al ir rellenando (o dejando en blanco) los alveolos, éste tiene la oportunidad de desplegar una multiplicidad de historias y de maneras de contarlas. Pero, ¿qué contar y para qué?

De entrada, Facsímil es una aguda crítica al sistema escolar chileno y a sus consecuencias en el desarrollo personal de los estudiantes; sin embargo, es también un acto de rebeldía dentro del ámbito literario y social. Su lectura invita a reflexionar sobre la posibilidad de que las escuelas no se han encargado de educarnos, sino de programarnos.

Facsímil está compuesto de cinco apartados, cada uno con instrucciones de contestado, además de una hoja de respuestas. Los ejercicios a realizar varían por parte, incluyendo ejercicios de término excluido, compleción y ordenación de enunciados y comprensión de lectura. Sin duda, esta estructura peculiar es lo que ha impedido que pueda adjudicársele algún género a la obra.

En La ley del género, Derrida refuta por completo la idea de que los textos literarios pertenecen inherentemente a algún género y propone que éstas siempre escapan a la definición. La propia noción del “género” contiene en sí misma su afirmación y negación: al decir que existen ciertos preceptos a los que las obras deben adherirse y por lo tanto negar la mezcla de géneros, se está afirmando la posibilidad de que ésta efectivamente puede darse. De esta forma, Facsímil se clasifica no como un género u otro, sino como una mezcla de todos que, como veremos más adelante, no nos debe certeza alguna.

Estas reflexiones derridianas han impulsado el surgimiento en el campo de la teoría literaria de los estudios de metaficción, definida por Carlos Lens San Martín como “una ruptura del pacto ficcional” en la que el lector se cuestiona los límites entre la realidad y la ficción. Una de las formas en que opera esta modalidad narrativa es la ruptura de las barreras del género tal como ocurre en Facsímil.

El tiempo corre y es momento de abrir los exámenes. Comencemos: ¿por qué este libro se llama Facsímil? Atendamos la página 15, en la que la obra se define a sí misma:

1. FACSÍMIL

A) copia
B) imitación
C) simulacro
D) ensayo
E) trampa

2. RÉPLICA

A) calco
B) duplicado
C) fotocopia
D) temblor
E) súplica

[…]

4. COPIAR

A) cortar
B) pegar
C) cortar
D) pegar
E) deshacer

Como lectores, podemos reconocer que, en efecto, estamos ante una especie de trampa. La forma de Facsímil imita los exámenes de opción múltiple que tanto hemos aprendido a detestar y la reta dándole la vuelta. En el ejercicio anterior, por ejemplo, la instrucción es “marcar la opción que corresponda a la palabra cuyo sentido no tenga relación ni con el enunciado ni con las demás palabras”. Sigamos, entonces: ¿cuál es la respuesta correcta?

Al entregarnos a la labor como haría cualquier estudiante dedicado, nos percatamos de inmediato de la imposibilidad de completar la tarea. Es cierto que no hay una relación clara entre las palabras por sí solas, pero vaya que la hay cuando se nos presentan de esta forma. Cada inciso bien podría leerse como un verso, encadenándose en el reenvío de significados múltiple e impredecible que caracteriza a la poesía contemporánea. El lenguaje no se mantiene estático y es imposible atribuirle una sola definición a las palabras. Para comprender lo que leemos, es necesario considerar otras posibles fuentes de significado y hacer caso omiso de las instrucciones. Hay que, como enfatiza el inciso E del cuarto reactivo, “deshacer”.

Continuemos. En “II. Plan de redacción”, se insta al lector a “marcar la opción que corresponda al orden más adecuado para constituir un buen esquema o plan de redacción”. ¿Cuál será el orden adecuado para esta historia? Veamos la página 23:

27. Un hijo

1. Sueñas que pierdes un hijo.
2. Despiertas.
3. Lloras.
4. Pierdes un hijo.
5. Lloras.

De nuevo, no hay una sola respuesta: los reactivos conforman minificciones cuyos acontecimientos pueden reordenarse sin perder su lógica. Así como no existe un solo significado para cualquier palabra, tampoco existe la noción de un orden “correcto” en esta obra. Aquí se alcanzan a percibir los ecos de la iterabilidad derridiana, que implica la idea de repetición que deviene en una recontextualización y alteridad. La reordenación de las oraciones crea en todo momento un sentido diferente e irrepetible, que además puede variar dependiendo del lector. La pureza tranquilizadora de una respuesta correcta queda contaminada por la subjetividad de quien la contesta. Surge así la siguiente pregunta: en la página 28, ¿somos los únicos respondiendo esta prueba?

36. Cicatrices

1. Piensas que la distancia menor entre dos puntos es el trazo de una cicatriz.
2. Piensas: la introducción es el padre, el desarrollo el hijo y la conclusión el espíritu santo.

[…]

11. En tu caso es un tumor.

A) 1-2-3-4-5-6-7-8-9-10-11
B) 1-2-3-4-5-6-7-8-9-10-11

[…]

La figura autoral entra en escena en este reactivo. En los incisos A y B, ¿se nos impone una respuesta, o es que el autor detrás del reactivo está contestando al igual que nosotros, proponiendo su propia visión? Otra pregunta imposible de responder, otra duda que contamina el sentido del orden preestablecido y que remite al corazón de la deconstrucción derridiana.

Hay quien argumenta que esta “contaminación” de todo lo que conocemos sólo puede devenir en caos; sin embargo, la noción de un orden inapelable tiene consecuencias terribles que van más allá de una mala nota en un examen. Haciendo eco de la novela Formas de volver a casa (2011), Zambra no pierde la oportunidad de referirse con humor a las oscuras circunstancias de la dictadura de Pinochet.

Respondamos rápido: ¿qué no la única forma de entender a los chilenos es a través de este oscuro período de sus vidas? En Facsímil no hay lugar para la lástima ni la victimización. Su estructura reta una y otra vez a su lector, ridiculiza sus clichés y sus preconcepciones, como se ve claramente en la página 66:

73. Del texto se desprende que:

A) Los estudiantes copiaban en las pruebas porque vivían en una dictadura y eso lo justifica todo.

[…]

Zambra ataca implacablemente la Prueba de Aptitud Verbal equiparándola a cualquier texto ficcional que requiere de un pacto con el lector, que se ve “entorpecida” por la subjetividad de quienes la responden, pero sobre todo, de quienes la crean. La distinción entre la “verdadera” prueba de aptitudes y ésta, su facsímil, no es tan clara como podríamos creer. El orden que rige nuestra realidad, sus leyes y sus textos, no son imparciales. Detrás de ellos hay seres humanos, intereses, intenciones y prejuicios que rara vez tienen el bien común en mente. Pregunta final: ¿por qué creer fervientemente en una y no en la otra?

La complejidad de Facsímil es casi inagotable. La obra también puede leerse desde la Teoría de la recepción, mientras que el conflicto ético, moral e histórico podrían verse bajo la perspectiva de Foucault. Sin embargo, este portentoso libro resalta por la deconstrucción, la contaminación y el desplazamiento de lo que la educación formal (y de paso, la literatura) considera verdadero y correcto.

Cierro este ensayo con una cita que habla por sí sola (o eso nos hace creer):

74. ¿Cuál de las siguientes frases del profesor Segovia es, a su juicio, verdadera?

A) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
B) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
C) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
D) A ustedes no los educaron, los entrenaron.
E) A ustedes no los educaron, los entrenaron.

Zambra, Alejandro, Facsímil, México, Sexto Piso, 2014.

Poesía

Científicos descubren…

Científicos descubren que una especie de gusano microscópico, el nematodo, hereda las memorias de sus padres al nacer.

Le llaman Reencarnación

los nematodos reman

entre láminas de celuloide

con sus tres generaciones

de genes codificados

instrucciones para

cazar comer nadar

desde el primer momento

si tuvieran dedos teclearían

la introducción a su propio

paper

con ojos leerían

los códigos del mundo

sin que nadie les enseñe

algo teníamos que envidiarle

a los gusanos

nuestras herencias son difusas

siempre un poco

menos útiles:

un día golpeo la pared

tal como lo haría mi padre

y me pregunto en qué momento

podré empezar de nuevo.


Marcela Santos (Monterrey, 1994)  estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Su primer poemario se publicará este año en Dharma Books.

@marcesant