Ensayo, Ensayo y crónica

Apuntes sobre la traición

Ahora, yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia.

Apología de Sócrates

La traición produce heridas particularmente difíciles de atender. Como todo daño moral, una vez que alguien ha sido infligido con ella, la traición altera de manera permanente el orden de las cosas. La realidad se distorsiona y el contraste entre la forma en que el mundo debió ser y el estado en el que es se vuelve el centro cognitivo de la persona dañada; repentinamente la injusticia del daño lo abarca todo y el enojo se vuelve inseparable del deseo por rectificarla. La situación es irremediable, incluso si la persona que perpetró el daño lo reconoce, pide disculpas, propone reparaciones y promete no volver a incurrir en el acto, nada de esto modifica las condiciones iniciales que exigen justicia. El pasado es inalterable y el agravio no puede ser remediado jamás. En esencia, se crea una fuente de enojo infinita.

Esto es verdad para todo tipo de daño; sin embargo, la traición añade una dimensión adicional. La precondición esencial para hablar de traición es la existencia de un pacto de confianza entre dos partes; una vez que este se ha roto, no sólo se produce un daño (que en buena medida es una condición inevitable de la vida) sino que también se quebranta una promesa de cuidado. La imposibilidad de enmendar este acuerdo de intimidad produce, además del enojo, una tristeza sofocante: uno no sólo ha sufrido una injusticia, sino que quién la ha perpetrado es alguien de quien activamente se esperaba no sufrirla. La persona dañada experimenta una reestructuración de su marco de valores, el cual se vuelca en total oposición al daño sufrido; y, simultáneamente, es desprendida de toda estabilidad. La ruptura de la confianza pone en tela de juicio el pasado que justificaba el depósito de esta, elimina los supuestos bajo los cuáles se operaba en el presente, y cancela las expectativas del futuro. La traición despoja a quien la ha sufrido de herramientas para interpretar la realidad, y ofrece únicamente dos soluciones hacia adelante: la búsqueda de una justicia que no puede ser saciada, o el sacrificio injusto de perdonar el daño y al perpetrador, sin ninguna reparación posible.

Como señala Agnes Callard, tendemos a valorar el enojo desde dos posiciones en apariencia opuestas: o lo consideramos como una reacción entendible, pero en última instancia socialmente indeseable, ya que no puede sostenerse de forma indefinida; o lo defendemos como el motivador esencial que deriva de entender el mundo desde un lente moral, la expresión máxima de oponerse a la injusticia. No obstante, ambas posturas coinciden en que el enojo está enlazado con la búsqueda de la justicia. Para los primeros (donde podemos colocar las tradiciones estoicas y budistas), si bien reconocen que el enojo es el punto de partida, proponen que la reacción racional es transmutarlo a otro sentimiento más noble y constructivo, desprenderse del rencor. Los segundos tienen su origen en la visión aristotélica de que las pasiones bien dominadas son las que permiten al alma percibir el valor moral del mundo (dentro de esta tradición encontramos a David Hume y a Adam Smith, por ejemplo); no obstante, pareciera que estos tampoco valoran el enojo por sí mismo, sino por ser el mecanismo que nos impulsa a oponernos a la injusticia. Ambas posturas asumen que es posible extirpar las cualidades negativas del enojo, como el resentimiento y el deseo de la venganza, y quedarnos sólo con las que nos impulsan a ser moralmente mejores. Como bien señala Callard, esta purificación es imposible.

De aceptar que las condiciones que dan origen al enojo son para siempre inatendibles, las reacciones que de este derivan también son inagotables. Cualquier compensación o apología no tiene ningún efecto en mitigar el resentimiento, pues este emana del hecho de que lo que el otro hizo siempre diferirá de lo que debió haber hecho, sin importar qué haga después. Una vez que uno adquiere motivos para el enojo, los tendrá para siempre. En la misma línea, una vez que se ha reconocido la injusticia, la venganza se presenta como la única forma que tenemos de hacer al otro responsable de sus actos. Una nueva lógica se impone sobre la relación, y quien ha sido dañado se ve obligado a revertir el daño y no dejarlo ir; en aras de no dejar al opresor salir impune de su maldad, surge un deseo constante de recordarle su daño. La situación se vuelve imposible: perseguir el bien implica aferrarse al enojo y la venganza, que en última instancia llevarán a más injusticias. Renunciar a ellas, implica tolerar la maldad que uno ha sufrido, permitir que exista con impunidad. No hay resolución moralmente satisfactoria a este dilema. La conclusión de Callard me parece irrefutable y devastadora: una vez que se ha abierto la puerta del daño, es imposible para los humanos responder con justicia a la injusticia. El opresor ha orillado al oprimido a una situación imposible y, en el proceso, lo ha convertido en alguien moralmente peor, pues no podemos ser buenos en un mundo que nos hace el mal.

Además de esto, sobre los hombros de la víctima se deposita un peso adicional ya que el problema va más allá del individuo. Un continuo de venganza y enojo pronto desata una carga social insostenible que desembocaría en una espiral de represalias sin fin. Así pues, con miras a mantener el orden social, como señala Elizabeth Bruenig, la persona que ha sufrido el daño está obligada a perdonar: destruir su propiedad sagrada, su dolor completamente justificado, su fuente de enojo. Es un consejo recurrente decirle a quien ha sufrido el daño que no se centre en lo que le hicieron, que en lugar de eso valore lo aprendido, que sea la mejor persona, poner la otra mejilla. El lugar común es que el perdón es tanto más valioso para quien ha sido dañado que para quien dañó, que en él se encuentra la paz. Esta es una mentira. El perdón no es una necesidad lógica para el bienestar individual, no parte de un lugar de cuidado personal, sino de la necesidad social de detener la venganza desenfrenada. Predicamos el perdón en aras del bien común, no de la justicia.

En un giro final, la traición agrega otra dimensión al problema. Si el dolor y el enojo son absolutos cuando alguien ha sido dañado injustamente, quien ha sido traicionado se ve forzado, además, a cobijar un profundo cariño por quien le ha hecho el mal. Es, con frecuencia, de la persona amada de donde provienen las traiciones más dolorosas; y, a pesar de que como señalé arriba la traición pone en duda todo lo que fundamentó el lazo de confianza, la revelación del engaño no borra el afecto. Quien ha sido traicionado está obligado a simultáneamente resentir y amar. Perdonar implica despreciarse frente a alguien que conscientemente tomó la decisión de hacerle el mal en pos de su deseo; resentir implica desearle el mal al ser amado.

            Parece haber una pequeña salida de esta encrucijada en los estoicismos más radicales. Condenado a muerte por sus compatriotas, Sócrates le dio unas últimas palabras de consuelo a quienes intentaron impedir su muerte:

Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto.

Uno imagina que Sócrates escapó de esta trampa, que estando tan seguro de su bien interior pudo marchar a la muerte libre de enojo hacia quienes lo condenaron, pues ningún mal podían hacerle. ¿Pero habrá Sócrates amado a sus verdugos? ¿Qué respiro hay para quien ha sido traicionado? Quizás sólo la muerte o el olvido. En ningún caso la justicia, en ningún caso el bien.

@el_abernuncio

Ensayo

Contra los astronautas

Hace algunos meses, un episodio de Saturday Night Live causó revuelo entre la pequeña audiencia que conserva. La razón del alboroto fue sencilla: el billonario Elon Musk sería el presentador de aquella noche. La mayor parte de los números de comedia fueron mediocres, con algunas excepciones que rayan en lo grotesco; pero el verdadero espectáculo fue el monólogo. Durante 10 minutos Musk y su madre se dedicaron a balbucear sobre criptomonedas, emprendedurismo y los sueños del magnate de lanzar coches al espacio. Con caras robóticas, ambos recitaban diálogos mal aprendidos y, en una línea que no me ha dejado hasta la fecha, Musk dice: “to anyone I have offended, I just want to say that I reinvented electric cars and I’m sending people to Mars on a rocket ship.

Did you think I was also going to be a chill, normal dude?”

Nací en 1994, en una familia mexicana de clase media alta. Entre mis primeros recuerdos están las tardes que pasaba con mi padre en las que jugábamos con mi set de Indiana Jones −siempre tuve una fascinación por los juguetes chiquitos−. Recuerdo tomar las momiecillas de plástico, las moneditas doradas que resguardaban, y pensar con entusiasmo la vida que me deparaba el futuro. Ansiaba crecer y convertirme en ese explorador que descubriría jeroglíficos en tumbas perdidas. Mis padres, médicos los dos, nunca amedrentaron mis aspiraciones primero arqueológicas y después las de convertirme en un famoso inventor. Sin embargo, pasaron los años y olvidé las excavaciones y los artilugios. No fueron rupturas ruidosas, más bien lentas. A mi madre la asaltaron a punta de pistola y las calles por las que regresábamos se sentían diferentes. En la escuela me enseñaron el ciclo del agua, y me dijeron que en los próximos años habría menos y menos. Mis padres se esforzaron por nunca hablar de dinero frente a mí y mi hermano, que recién llegaba al mundo, y fuimos afortunados de tener ese privilegio. Pero en la escuela mis compañeros me contaban de sus casas de campo y sus familias españolas. En algún momento dejé de soñar con la ilusión que tienen todos los niños, en mi mente se asentaron aspiraciones distintas, las necesidades que caen con los años.

El 11 de julio de 2021, Richard Branson y tres acompañantes viajaron al espacio. Desde que uno habla de ese lugar inhumano, el espacio −tan distinto de nuestros pequeños espacios aquí en la Tierra− la frase adquiere una densidad inquietante. Sospecho que uno la escucha con una sensación muy distinta a la que producían los pasos de Armstrong hace 50 años. Hoy, como siempre, sigue siendo un esfuerzo descomunal desprenderse del planeta y mantener a un puñado de humanos vivos en la explosión metálica que se catapulta a las fronteras de los cielos. Aun así, la hazaña es distinta. Lo que el siglo pasado presumíamos como el logro más grande de la humanidad hoy lo leo con desprecio.

Una semana después que Branson, Jeff Bezos hizo el mismo viaje con su propio cohete; en su aventura lo acompañaron su hermano, la astronauta de 82 años Wally Funk y un adolescente de 18 años que se sumó casi por accidente. En las grabaciones uno los escucha dar grititos de emoción. Alegres dan vueltas en gravedad cero, se lanzan pelotas y caramelos los unos a los otros. A su regreso, una reportera recibe a Bezos que vuelve al planeta vestido de vaquerito espacial. Él y su hermano, sonrientes, mandan saludos a sus padres, como orgullosos de haberse sacado 10 en sus exámenes. Ella les pregunta: “This was your dream. But for all those millions of Americans who are watching this and are saying this is a joyride, it has nothing to do with me. What did you experience that matters to all Americans?” No tengo la fortuna de contarme entre esos millones de “americanos”, pero imagino que, para ellos igual que para mí, no significa nada.

Existen pocos argumentos en favor de esta nueva carrera espacial. En un tono sombrío, Stephen Hawking predijo en 2017 que a la humanidad sólo le quedaban 100 años en el planeta Tierra. De cara a cada vez más problemas de escala planetaria, Hawking sostenía que era indispensable convertirnos en una especie interplanetaria, bajo el precepto de que, si un cataclismo devastara uno de nuestros hogares, eso no implicase la extinción de todos. Parece una idea simple, casi sensata: no pongas todos tus huevos en la misma canasta. Pero no es tan fácil de sostener. No es coincidencia que a la fecha sólo en el planeta Tierra hayamos encontrado vida; todos los demás planetas en nuestro sistema solar son infiernos ambientales. Por poner un ejemplo, para mantener una colonia humana en Marte (la obsesión de Musk), habría que establecer hábitats sellados que simularan la atmosfera de la Tierra para no asfixiarnos en los climas marcianos, que protegiesen de las radiaciones solares y que permitiesen producir alimentos, oxígeno y agua desde allá. Sumado a esto, con la tecnología actual el propio Musk estima que un ticket al planeta rojo rondaría en los 10 billones de dólares por persona. Estos visionarios contemplan terraformar aquel mundo para hacerlo más habitable, reducir los costos de transporte y hacer el viaje progresivamente menos riesgoso; hacer de Marte la Tierra. Suena bien, aunque la pregunta evidente es por qué invertir tantos recursos y esfuerzos buscando lo que ya tenemos; particularmente si tomamos en cuenta el rápido deterioro que estamos viviendo en el único planeta que sí habitamos.

Me imagino que Musk y sus compadres se piensan soñadores, como los hombres del futuro. Sin embargo, los veo dar vueltas en el cielo con sus naves espaciales, y me parece evidente que todo ese discurso sobre la humanidad está vacío. En la actualidad, la aviación es uno de los sectores que más contaminan por gases de efecto invernadero. Se estima que en un viaje largo cada pasajero produce alrededor de 1 a 3 toneladas de CO2. En contraste, los diez minutos que Bezos y sus amigos estuvieron en el espacio produjeron alrededor de 200 a 300 toneladas de CO2 por persona. Ya se ha vuelto de conocimiento general que una de las decisiones más contaminantes a nivel individual es la de tener hijos, una renuncia más a la cuál someterse. En promedio, esto conlleva la producción de 5 toneladas de CO2 al año (sin considerar que no es lo mismo nacer en los países desarrollados que aquellos “en vías de desarrollo”, no todos contaminamos igual). Dicho de otra forma, en sus diez minutos espaciales, Bezos y compañía contaminaron lo mismo que dos seres humanos en 80 años de vida.

Ya en la Tierra, en otra de las tantas entrevistas que dio, Bezos tuvo la amabilidad de agradecer a todos los empleados y clientes de Amazon; de decirles que nada de eso hubiera sido posible sin ellos, que somos nosotros. Lo que más me sorprende es que estos billonarios que hoy juegan en la estratósfera no están errados en su diagnóstico inicial. La humanidad se ha convertido en una sociedad planetaria, si no en su organización, definitivamente en sus efectos. Apresurados tomamos las riendas y como dijo McKibben, hoy ya no hay espacios en el planeta que sean realmente salvajes. En nuestras manos descansan todos los hábitats que queremos replicar en otras rocas y que hoy incendiamos en la nuestra, todas las especies que cada año se extinguen y todos los seres humanos que han de sufrir este colapso. Es cierto que nuestros problemas ahora son planetarios; y por ello veo a estos astronautas como uno de nuestros más grandes fracasos.

Encima de todos los argumentos logísticos, económicos y climáticos en contra de sus aventuras, lo que me sigue pareciendo inexplicable es la falta de imaginación de estos señores. No condeno sus sueños espaciales, ¿cómo reprochar ilusiones tan infantiles? Sin embargo, de cara a las catástrofes que ya vivimos es incomprensible para mí que su reacción sea el escapismo y la expansión a más y más fronteras. ¿Con quién pensarán habitarlas? Con todas las reacciones que estos viajes han suscitado, Musk tuiteó:

“those who attack space

maybe don’t realize

that space represents hope

for so many people”

No sé a quién se refiera. Si sus esperanzas son las de volar por el espacio como el Tesla que lanzó a flotar hacia el infinito, está muy bien, le deseo éxito; pero no podemos permitir que estos caprichos sean a costa de los sueños y las aspiraciones de todos lo que permanecemos aquí, con los pies en la tierra.


@el_abernuncio

reseñas

La cueva mágica

En un lamento prolongado, tres notas se levantan y revelan el pálido rostro de Justine. Detrás de sus ojos azules, que se abren con lentitud, del cielo caen muertas las aves; y al frente de la escena resuena el acorde de Tristán.

Dirigida por Lars Von Trier, Melancholia es la segunda entrada de la Depression Trilogy. Comparada con sus películas hermanas, Anticrist y Nymph()maniac, la película mantiene un tono suave de principio a fin, que se vuelve inquietante mientras se revela el argumento central: Melancholia, un planeta que hasta ahora se ha mantenido oculto detrás del Sol, se dirige hacia la Tierra. No es claro hasta los últimos minutos si el planeta está rumbo a ser el fenómeno estético más importante de la historia, o si su trayectoria lo coloca en camino a aniquilar el único planeta con vida en el universo. Sin embargo, incluso con un peligro de dimensiones cósmicas, la trama carece del tinte épico que suele venir con los temas propios de la ciencia ficción; el lente fijo en la vida terrenal de dos hermanas.

La historia toma lugar en dos partes. El primer acto se centra en la noche de bodas de la hermana menor (Kirsten Dunst) que, sumida en un profundo episodio depresivo, es incapaz de lidiar con las demandas de la celebración. Pasan las horas y, conforme se acumulan los fracasos, las expectativas de su madre, su hermana, su esposo, su jefe, sus invitados y hasta del maestro de ceremonias, catalizan la angustia de Justine: desesperada, busca sin éxito a alguien que la escuche. El segundo acto gira la perspectiva y nos coloca del lado de Claire (Charlotte Gainsbourg) que, también desesperada, busca la manera de cuidar de su hermana enferma mientras navega los desafíos de la vida cotidiana: cuidar a su hijo, lidiar con su esposo, decidir qué comer.

Con frecuencia ponemos en oposición estos actos. Por un lado, colocamos los momentos especiales de la vida: casarse, los ascensos, los planes de comprar una casa en el campo y plantar manzanos; por el otro, pensamos la cotidianidad del matrimonio: comprar el súper, bañarse, dormir y trabajar.  Melancholia rechaza esta división y fusiona ambas facetas. La diferencia esencial entre Justine y Claire radica no en la realidad que viven, pues ambas llevan una existencia de comodidad y privilegio, sino en su experiencia de ésta. Claire es igual de exitosa, igual de funcional, en los momentos especiales que en los cotidianos; Justine es igual de miserable. Von Trier nos propone que la vida, sin importar la situación, se reduce a un problema singular: el deseo.

La idea no es nueva. Desde el primer momento, el único motivo musical de la película, la obertura de Tristan und Isolde, nos presenta este conflicto y nos regresa insistentemente a él. La referencia es significativa por distintos motivos. En 1857 Tristan und Isolde marcó un punto de inflexión en la obra de Wagner tanto en términos de composición cuanto temáticos. A lo largo de la ópera, los recursos más notables son el uso de armonías no tradicionales que terminan en acordes disonantes (como el de Tristán) y de suspensiones armónicas de cadencias prolongadas que no se resuelven; el resultado es el aspecto más llamativo de toda la pieza: una sensación constante de angustia y expectativa que no se consuma.

A la par, en contraste con sus óperas anteriores —donde el deseo origina la tragedia, pero no concluye en fatalidad (el deseo de Elsa por conocer el nombre de su amado Lohengrin, por ejemplo)— en Tristan und Isolde la influencia de Schopenhauer es evidente. El amor, en apariencia imposible, entre Tristan e Isolde, produce un deseo insoportable por el otro, un sufrimiento inescapable resoluble sólo en la muerte. Esta visión fenomenológica del mundo, donde el deseo se encuentra por siempre en choque con el mundo externo, es la piedra angular en la tragedia insalvable de Melancholia. No existe fuerza externa más potente que la inminente aniquilación del planeta.

Conforme la realidad se vuelve incuestionable, la desesperación explota: la seguridad en el mundo material de John (Kiefer Sutherland), el “experto en estrellas”, no le brinda alivio alguno frente a la impotencia de haber consolado a su familia en suposiciones: prefiere la muerte. Claire, privada del suicidio y abandonada por su marido, trata primero de buscar refugio para su hijo y ella; después, intenta hacer el cataclismo soportable con cena y música. Y Justine, de frente a la catástrofe, se baña en la luz del planeta que será su muerte. Es en este punto que se presenta la distinción más relevante entre Von Trier y el pesimismo de Wagner y Schopenhauer: Justine, a diferencia de Isolde, es incapaz de relacionarse con el mundo y con su propio deseo. La profundidad de su depresión le impide participar y funcionar en las situaciones mundanas; sin embargo, esta ausencia de voluntad le permite experimentar la aniquilación de la existencia desde un lugar distinto. En un giro final, los papeles se han invertido: Claire es incapaz de encarar la muerte mientras Justine lleva a Leo a construir una cueva mágica de palos en el fin del mundo.

“Dem Land das Tristan meint, der Sonne Licht nicht scheint.”


@el_abernuncio

Narrativa

El verano

Verónica no siempre lo detestó. Los primeros años, se burlaba con Andrés de las tardes bochornosas, enumerando las ventajas de tener mucho frío contra tener mucho calor. Al final, él siempre llegaba a la misma conclusión: con el frío siempre puedes ponerte otra cosa encima, pero con el calor sólo hay tanto que puedas quitarte. Ella lo miraba con ternura y le recordaba que sólo en el verano sabía tan bien el agua helada.

Sin embargo, los días se vuelven insoportables. Desesperada, Verónica abre las ventas y se refugia metiendo la cabeza en el congelador. Está contraindicado, consume demasiada energía y no la enfría mucho; pero en esa cajita de hielo recuerda a su madre: sentada en la cocina escuchando las noticias en el teléfono. En la pantalla un señor de traje (todavía se acostumbraban los trajes) hablaba de la última ola “…de 38°. Las autoridades recomiendan tomar precauciones y mantenerse hid…” Su madre permanecía en silencio y Verónica daba vueltas, impaciente. Al dar las dos saldrían a la calle, buscando la plaza más cercana donde las fuentes, esculpidas para otros tiempos, escupían potentes chorros de agua y los pequeños chapuceaban. Sospecha que su antiguo gusto viene de aquellos días, de los charquitos de agua tibia y las risas infantiles jugando en la tarde, mientras su madre la veía y sonreía. Casi nunca sonreía.

En el cuarto contiguo un grito rompe la somnolencia. Se apresura a sacudirse los trocitos de hielo. Para mitigar la soledad prende la televisión, se aproxima al origen de los alaridos y lo acurruca en su pecho: una cara redonda chilla entre sus brazos. Los cachetes rechonchos se pintan de rosa por el bochorno y, entre lágrimas y sudor, Verónica siente sujetar la crisálida de una enorme oruga. La sensación le produce repulsión, pero no hay más remedio. Es Andrés, el hijo de Andrés.

Se dedica a arrullarlo con esmero y, conforme pasan los minutos, el berrinche cede ante el pendular movimiento de sus cuerpos. Sin embargo, el encantamiento es delicado, requiere tiempo y paciencia, tendrá que mantenerse así por un rato, con las noticias para distraerse. En su escritorio, la conductora anuncia el decimocuarto aniversario de La Reclamación. Ya nadie celebra nada, pero Verónica se sorprende al escuchar que, como parte de los festejos, las autoridades han anunciado la reapertura de algunos museos y sitios históricos, un desfile militar y, sobre todo, que se encenderán las fuentes de la ciudad durante el fin de semana.

Una sensación eléctrica le recorre el cuerpo y, mientras apaga el televisor, mira la hora: son las dos de la tarde. El estruendo ha terminado, en el sopor de la tarde sólo permanecen un par de ojos negros que, desconcertados, la observan. No sabe descifrar si lo que mira en ellos es súplica, desesperación o incomprensión; pero entiende que, en sus propios ojos, igual de negros, el anuncio ha destapado la angustia de su madre silenciosa. Andrés debe conocer las fuentes y chapotear en los charcos. Hay que salir.

Verónica da el primer paso fuera del edificio y el aire caliente la golpea, envolviéndola en una agradable sensación. Sabe que pronto será un problema, pero disfruta el momento, a fin de cuentas ha salido preparada: con una mano sujeta la sombrilla y con la otra empuja al bebé en su carriola. Hinchado, el asfalto arde con la radiación acumulada de todo el día y a cada paso sugiere peligro, pero la de aventura la entusiasma. La estación de metro se encuentra a unos 30 minutos, si apresura la marcha, y de ahí toda la ciudad estará a su alcance. Por las calles vacías no se escucha más que las veloces ruedas de Andrés, recuerdo de los metálicos rugidos que producían los coches. Nunca se prohibieron formalmente, algunas amistades presumían haberlos abandonado como su contribución a la causa, otras sólo dejaron de usarlos, entusiasmadas con las bicicletas. La verdad era menos misteriosa: ya nadie podía pagar la gasolina.

Un bache.

Convertida en catapulta, la carriola los estampa en el pavimento, fracturándose en el proceso. Inmediatamente reanudan los llantos y se apresura a levantarlo, revisarlo. Han tenido suerte, el incidente no pasa de algunos rasguños en los codos y un susto para Andrés; pero el transporte está perdido. Es imposible continuar con todo, así que decide dejar los restos en una esquina, segura de que a alguien le servirán, o vendrá después a recogerlos, con Andrés. El llanto no cesa. Se las arregla para sostener al niño con una mano y a la sombrilla con la otra, que ya están cerca. Una gota escurre por su frente y cae sobre la cabecita enrojecida que, como si sopesara la situación, detiene sus alaridos por un instante, sólo para reanudarlos con mayor ahínco. Verónica comienza a exasperarse. La mente se le escapa a la noche en que lo anunciaron a sus padres: piensa en las risas y felicitaciones de su padre, que los abrazó con fuerza, primero a ella, después a Andrés; en cómo todos bromeaban y planificaban, hablando de colores y escuelas. Y el dolor regresa al recordar cómo su madre la veía, callada. Jamás le había perdonado esa mirada y las telas silenciosas que arrastraba.

Se detiene en seco: frente a ambos una malla de acero cuelga de la entrada. Lo ha olvidado, para controlar el flujo de personas, muchas estaciones han cerrado durante el fin de semana. El llanto continúa y ella, enfurecida, lanza la sombrilla contra las viejas láminas. ¿A qué imbécil se le ocurre cerrar el metro hoy? ¿Qué no saben a dónde va? ¿Por qué no pueden entenderla? No ha sido la mejor madre, pero le queda toda la vida por delante, tan sólo es un niño. Y a ella ¿quién le preguntó? ¿Quién la conjuró a este mundo desolado de piedras grises y árboles muertos? ¿Qué debe hacer, si no intentar? que no le han dado otra opción. Maldice a Andrés con su entusiasmo idiota, a sus amistades rígidas de perros babeantes y gatos malolientes, y a sus padres ¿por qué no le advirtieron?

Implacable, el sol evapora sus lágrimas conforme se estrellan en el suelo y no le concede el respiro de tirarse, exhausta. Sin embargo, entre los llantos y la rabia, Verónica escucha algo. Una música carnavalesca la llama, distante. Son helados. Se levanta, reanimada por el recuerdo de las fuentes y la nieve. Andrés continua decidido, pero no importa, escucha el cansancio en su voz. Los rayos dorados de la tarde se cuelan entre las manzanas y rebotan en las ventanas cerradas de la ciudad; en las calles desiertas Verónica deambula, ignorando su sudor y el del niño que lleva en brazos. Y mientras pasan las horas, llevándose los últimos resquicios de luz y dejando respirar a la tierra ardiente, se pregunta si de verdad lo habrá escuchado, si su búsqueda tendrá algún sentido.

En ese momento da la vuelta en una estrecha calle y lo ve: en una plaza de proporciones diminutas, de la boca de unos pescaditos pétreos brota un modesto chorro de agua, arqueando unos centímetros en el aire, antes de impactar en el suelo, sin nadie que vea todo su esplendor. En la esquina, un señor de traje negro empaca con delicadeza sus utensilios y se prepara para irse, en el último carrito de helados del mundo. Ella se aproxima con velocidad y le ruega que le de uno. Le explica la búsqueda que ha consumido toda la tarde, señalando de paso al niño silencioso que lleva en brazos. Le cuenta de su madre, de las fuentes y de Andrés. Él la mira, impávido, y pronto los recuerdos la arrastran a la desesperación, materializados en sus ojos negros que, como ella, ya no pueden más. Hasta escucharlo:

¿De qué sabor?

Verónica se sienta en una banca frente a los peces inmóviles. No recuerda si en las prisas de la salida ha cerrado las ventanas del departamento, o si ha dejado la puerta del congelador abierta. Sin embargo, el silencio de la noche le quita la importancia al olvido y a sus recuerdos. Sin aviso, el agua deja de fluir, indicando que es hora de volver. Se detiene a saborear el momento, entre sus manos sostiene deliciosa nieve de limón.


@el_abernuncio

Ensayo

La carne de Teseo

No sin dificultades, el ambientalismo es una de las posturas aceptadas en el sentido común contemporáneo. Quizás por la amplitud de luchas que cobija, su éxito en la arena política ha sido limitado; sin embargo, su heterogeneidad le ha servido bien en lo cultural y mercantil. Ingenioso, el modelo capitalista ha sabido incorporar las inquietudes medioambientales a su propia agenda: si las toneladas de basura que diario desechamos asfixian a las tortugas, con tal de seguir tirándolas al mar, pronto fabricamos popotes de bambú.

Recuerdo que hace no tantos años el vegetarianismo seguía viéndose como postura extrema, incluso peligrosa. ¿Cómo vamos a alimentarnos sólo de plantas? La gente necesita minerales, proteínas, necesita hierro, necesita carne. Y si algunos hippies necios insisten, al menos que no se metan con los niños. Las cosas han cambiado. Hoy las dietas vegetales no son sólo aceptadas, sino que también se han vuelto significadoras de la ilustración individual. Es, por supuesto, una caricatura, pero la leche de almendra y la tinga de zanahoria van muy bien con la cultura woke, tan propia de ciertos estratos sociales; y, a la par de las nuevas prácticas alimentarias, han proliferado nuevas categorías. Uno no deja de comer carne, uno es vegeteriano, pescetariano, frutariano, ovo-vegetariano, lacto-vegetariano o vegano. También se puede tener la intención de reducir el consumo de carne en la dieta, pero las distinciones son categóricas, uno se adscribe plenamente a alguna o sólo es flexitariano.

Tantas distinciones han sido objeto de burla desde ciertos sectores de la sociedad, que critican cualquier cosa “progrey se jactan de vivir de acuerdo con la tradición, independientemente de cuál. No obstante, el mercado nuevamente se ha adaptado. El vegetarianismo, el veganismo y el consumo ético no son realmente nuevos, pero su popularización los ha hecho redituables. Cada vez vemos más productos amigables con el medio ambiente: jugos orgánicos, huevos de gallina libre, carne de vaca en libre pastoreo, leche de coco y café de producción socialmente responsable. Hay muchos problemas con el capitalismo verde, pero no son lo que me interesa aquí, sino uno de los últimos productos en la historia de este consumo: Beyond Meat.

Parece de mal gusto, pero cuenta la leyenda que, incluso después del trágico suicido de su padre, los atenienses decidieron preservar el barco de Teseo para conmemorar el éxito de su triunfante regreso de Creta. De acuerdo con Plutarco, durante siglos el pueblo de Atenas mantuvo el navío en las condiciones óptimas para navegar en cualquier momento; y, con el paso inevitable del tiempo, mientras las tablas se pudrían las remplazaban con otras, nuevas y más fuertes. Este acto de perseverancia, inútil como la mayoría de las conmemoraciones, dio origen a una de las paradojas clásicas de la metafísica occidental. No hay nada muy particular en remplazarle una pieza al navío, o dos, o tres; pero, después de cien años, cada pieza había sido sustituida y ahí reside el problema: ¿Era ese barco restaurado el mismo barco de Teseo? Y si sí, suponiendo que mantuviésemos todos los componentes originales y rearmáramos la nave en paralelo, ¿sería esta también el barco de Teseo? ¿Se puede cruzar el mismo río dos veces? ¿Qué determina la identidad?

Hay distintos caminos por los cuales aproximarse a la paradoja. Heráclito rechaza la permanencia de la identidad a través del tiempo, Aristóteles la ancla a la causa formal de los objetos, Hobbes amplia el experimento mental, Locke lo transforma en un calcetín y, como bien sabemos, a veces resulta que las cosas pueden ser las mismas, pero no iguales. A mí siempre me parece divertido verlo desde el ángulo lingüístico. No lo parece, pero “El barco de Teseo” es un nombre propio, no refiere a cualquier nave, sino a la de Teseo; y, además, si Teseo en la gloria de su heroísmo hubiese mandado a construir una flota entera, todos esos navíos hubieran sido “los barcos de Teseo” pero no “El barco de Teseo”. Los nombres propios son muy útiles dada su precisión, porque parece que siempre tienen una referencia concreta en el mundo. El barco de Teseo es, solamente, el que zarpó a hacia la isla del Minotauro, y es sólo aquel cuyas fatídicas velas negras provocaron la confusión y muerte de un rey. Sin embargo, hay múltiples ejemplos de cómo los nombres propios no son tan precisos como aparentan. La paradoja en cuestión es uno de ellos, pero hay más, como los casos de Phosphorus y Hesperus, o de Aristóteles y El maestro de Alejandro el Grande. Evitando el tedio, no me detendré a explicar el argumento, basta decir que una de las soluciones al problema es que, para determinar el contenido semántico de los enunciados, hace falta mirar al sentido y no a la referencia de las palabras. ¿Es el navío reconstruido “El barco de Teseo”? Depende del sentido que le hayamos asignado como comunidad lingüística a ese nombre; y pareciera que “El barco de Teseo” alude a ambos, al monumento y a la embarcación: insisto, son lo mismo, aunque no sean iguales.

Son notorias las distancias que recorremos con tal de no alterar nuestros hábitos. Una de las principales dificultades del vegetarianismo y el veganismo es que, evidentemente, implican dejar de comer carne, y resulta que nos gusta mucho. Esto ha provocado dos cosas: primero, que quienes se deciden por estos regímenes alimenticios estén muy orgullosos de ello, porque es realmente complicado llevar estas dietas cuando buena parte de nuestra cultura culinaria gira en torno a la carne (sé que el orgullo también deriva de otros lados, a eso voy). La segunda es que, aunque se haya renunciado a los productos animales, sus platillos siguen siendo deliciosos; así que han proliferado las adaptaciones, donde se remplazan las carnes por sustitutos vegetales: alambre de champiñones, tacos de jamaica, enmoladas de queso; más que réplicas son variaciones del mismo platillo, operan en función de éste y no de algún ingrediente en particular.

No obstante, también se han multiplicado los simulacros: hotdogs con salchichas veganas, huevos revueltos con chorizo vegetal, alitas de tofu, hamburguesas de lenteja. En muchos de estos casos se busca replicar la carne tanto como el platillo; se busca simular la textura, la consistencia, la forma y el sabor del pollo, la res y el cerdo, sin que el alimento provenga de alguno de estos animales. Y la simulación es comprensible, para muchas personas la renuncia no es a la carne per se, sino a lo que esta implica. El simulacro es la única forma de conseguir los nuggets sin matar al pollo.

Otra vez la tecnología nos ha salido al paso y ahora tenemos las Beyond Meat. Según Ethan Brown, CEO de la compañía que las produce, estos alimentos no se tratan de simulacros, sino de auténticas carnes de origen vegetal. La afirmación resulta contundente dado que, desde cierta perspectiva, es imposible. Hasta ahora no había ocurrido nada similar; la carne, por definición, ha sido imposible de adquirir si no es del cadáver animal, su identidad inseparable de su origen. Y de este nexo se desprende la renuncia a la misma.

Usualmente se deja de comer carne por cuatro motivos: primero, porque se está en contra de la crueldad con la que se obtiene, en contra de las condiciones “inhumanas” (como si fuésemos el estándar del buen comportamiento) de los criaderos y mataderos, o simplemente en contra del asesinato animal. La segunda razón es la conexión que tiene la industria de la carne y los animales con problemas ambientales y con la crisis climática; al ser uno de los sectores que más aportan a las emisiones de GEI, hace falta que pongamos nuestro granito de arena. Tercero, actualmente existe una discusión sobre qué tan sano es nuestro enorme consumo de carne, particularmente roja; así que, para algunos, esto no es más que una apuesta por la salud individual. Finalmente, está la cuestión del sabor: es probablemente el motivo más marginal (también el menos admirable), pero es innegable que las carnes tienen un papel estelar en las prácticas alimenticias actuales, con el resto de los ingredientes alrededor. Parafraseando a Jeremy Fox, no hace falta ser vegetariano para darse cuenta de que no le damos la misma importancia, ni el mismo cuidado, a nuestras chuletas que a nuestras zanahorias; y deberíamos, la centralidad que le hemos dado a la carne funciona como anteojera para nuestra experiencia culinaria.

De estos motivos, la Beyond Meat atiende a la mayor parte. Por poner un ejemplo, la Beyond Burger está construida a base de proteínas de chícharo, frijol y arroz, a las cuales se les añaden pequeños depósitos de grasa vegetal para replicar el “marmoleado” de una hamburguesa tradicional. No contentos con replicar la estructura, se le añade extracto de manzana al producto, lo que no cambia en nada el sabor, pero hace que la carne del empaque adquiera el color rojo que trae la sangre y, mientras se cocina, se dore al café que todos conocemos. El resultado es una hamburguesa vegetal diseñada para tener la misma composición química de grasas y proteínas que una hamburguesa animal, el mismo sabor, la misma textura y hasta el mismo color. Añadido a esto, según un estudio de la Universidad de Michigan, la producción de la Beyond Burger requiere 99% menos agua, 93% menos tierra de cultivo, contribuye 90% menos a la emisión de GEI y requiere 46% menos energía para producirse que una hamburguesa tradicional. Por último, estos productos dicen tener la misma o mayor cantidad de proteínas que sus contrapartes animales, nada de colesterol, menos grasas saturadas y nada de hormonas o antibióticos.

Quedamos en un lugar peculiar. Estas über-carnes parecen traer consigo todos los beneficios de la carne sin todas sus desventajas. Su elaboración no compromete la pureza de nuestra moralidad (hasta que nos ponemos a pensar en las condiciones de los trabajadores que cultivan todos estos vegetales, pero esa será otra discusión), contribuye a los esfuerzos para mitigar los efectos de la crisis climática (habrá que ver cuánto) y hasta parecen ser una alternativa más saludable a lo que estábamos acostumbrados. Encima, no sólo saben bien, saben a carne. Parecen carne. ¿Son carne?

Como los atenienses, hemos levantado un monumento a nuestra comodidad y, después de extirpar lo malo, nos permitimos continuar con lo que estábamos acostumbrados. El único precio ha sido que, en el proceso, nos hemos convertido en alquimistas: tanto lo deseábamos que transmutamos el cobre en oro; y a los pobres chícharos, arroces y frijoles en carne. Si esto resulta en salvarle la vida a cientos de vacas y cerdos, y si nos permite poner un modesto dique frente a la catástrofe climática, lo celebro. Quizás sólo debería llamarnos la atención todo lo que estamos dispuestos a hacer para mantener las cosas como están. En los días que vienen dudo que sea posible.

Y en serio, los vegetales sí saben bien.


@el_abernuncio

Ensayo

Veritas

Hace un par de semanas regresaron a clases 30 millones de estudiantes. Es sólo un decir, porque los regresos suelen implicar desplazamiento; quizá sea mejor decir que la escuela regresó a los alumnos. La idea de utilizar la televisión como medio de transmisión para expandir el alcance educativo no es nueva: en México, desde finales de los años sesenta se inició el programa de telesecundarias y, junto con él, ha habido otros esfuerzos como la Universidad Abierta de la UNAM o el programa de Televisión Educativa del IPN. La intención siempre ha sido aprovechar el potencial de las telecomunicaciones para salvar las brechas físicas que impiden difundir una educación de calidad a todo el país, para todos. Suena bien. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la educación a distancia siempre se ha visto como complementaria a la tradición del aula; está pensada para llegar a esos lugares donde, de otra forma, no se podría. Así que, cuando, en otro revés del 2020, se anunció que este año a nadie le tocarían pupitres ni pizarrones, la noticia no se tomó con demasiado entusiasmo, ni modo.

Las diferencias son muchas, pero este incidente me recuerda al pánico de algunos años atrás cuando Internet seguía siendo una novedad. Con la difusión de una red de transmisión de información completamente nueva y la normalización de las computadoras personales, comenzó a hablarse sobre la posibilidad de que la educación a distancia, hasta entonces relegada a una categoría de segunda, hiciese obsoleto el modelo de educación de élite. Después de todo ¿cómo podría competir un aula de 30 alumnos en una Ivy League frente a un modelo donde un número virtualmente infinito de personas podrían conectarse a un salón digital y aprender directo de las mejores universidades del mundo? La pregunta suena algo tonta, pues no tendría por qué ser un problema masificar la educación del más alto nivel; al contrario, sería una enorme ventaja para alcanzar el sueño de la ilustración.

No obstante, el problema y la pregunta eran otros. Por un lado, es incómodo, pero hay que decirlo: actualmente, la educación es un negocio. Los subsidios al sistema educativo público suelen quitar ese amargo sabor, pero, además del conocimiento y la ciencia, las escuelas y universidades requieren comprar o rentar grandes planteles, invertir en mantenimiento, pagar salarios, hacer campañas publicitarias, llevar registros, pagar servicios y comprar material. En la mayoría de los casos, si alguien quiere lidiar con estos problemas no es por caridad, sino porque es posible conseguir una ganancia. La educación hoy la entendemos como un servicio que se vende y se paga. Así que, cuando de pronto aparece la posibilidad de tener acceso a este bien sin buena parte de sus costos de producción ¿cómo justificar los límites si físicamente ya no hay? ¿Cómo mantener la exclusividad? ¿Cómo mantener las altas colegiaturas? Por el otro lado, hay algunos problemas menos cínicos. Actualmente, es impensable hablar de educación sin hablar de la evaluación: calificaciones, promedios, comparaciones, certificaciones, títulos y boletas son cosas inseparables de ir a la escuela. Ya sabemos que el gusto de estudiar es secundario, y si pasamos de un salón con 30 personas a uno con 3000, incluso si todos aprenden perfectamente bien ¿cómo lo demostramos? ¿Cómo evaluamos? ¿A quién le ponemos 5, 6 o 9? ¿Cómo les dejo saber a los alumnos que aprobaron? ¿Cómo les dejo saber a los empleadores?

Al final, el apocalipsis educativo no ocurrió. A mediados de 2012 Stanford, Harvard, y el MIT anunciaron grandes iniciativas para ofrecer cursos masivos abiertos en línea (MOOCs por sus siglas en inglés) a través de innovadoras plataformas como edX y Coursera. Lo que siguió fue que, desde entonces, muchas de las grandes universidades del mundo tienen sus programas de educación digital. La diferencia es notoria: una maestría en línea de la Universidad de Pennsylvania tiene un costo total de 25,000 dólares, mientras que un año de doctorado en Oxford cuesta aproximadamente 34,000, en Harvard 50,000 y en la Universidad de Chicago 60,000. Sin embargo, incluso con estas diferencias, todo sigue con normalidad, pues la variedad en la oferta educativa para cada modelo sigue siendo enorme; pero, sobre todo, porque que no es lo mismo tomar clase en el aula que en la computadora, y no es lo mismo tener un título que diga lo primero que lo segundo.

En la primaria, aprenderse la geografía de los Balcanes siempre es una pesadilla. Uno se acuerda con facilidad del país de la pizza y los romanos, de los ingleses que anduvieron por todo el mundo o de dónde vienen los Samuráis y las Geishas; pero, cuando llegamos a Albania, Montenegro o Bulgaria, la cosa se pone fea. Desde luego que a nadie le han hablado de la guerra de Bosnia (que la “limpieza étnica” no es una cosa que se le enseñe a las niñas y niños), nadie sabe quién es Tito ni qué es Yugoslavia, eso de los pueblos eslavos suena muy raro, sobre Grecia dejamos de escuchar desde la época de Pericles (vamos unos mil años atrasados) y lo mismo pasa con Roma, que después de los bárbaros ya no hace falta hablar de qué pasó en Oriente. No sabemos nada de ellos pues, pero igual hay que aprenderse los países y sus capitales, de memoria.

En una de esas dinámicas que se implementan para hacer divertido el aprendizaje y que no tenía nada que ver con el examen o la memoria, aleatoriamente nos asignaron un país y nos pidieron presentarlo al salón. A la fecha, sigo recordando con afecto la bandera croata, particular por su patrón de cuadros y por una cabrita que tiene en el escudo, recuerdo la extraña forma de cuña del país (impaciente por quitarle toda la costa a su vecino), y a su capital Zagreb, cuyos sonidos de z y gr siempre me parecieron agradables. Desde luego, toda esta información me ha sido inútil hasta ahora, igual que aprenderme de memoria los países. Tampoco tengo duda de que no ha sido una ventaja para mis empleadores, que las formas se llenan igual de fácil con o sin el conocimiento de esa cabrita. Pero no puedo evitar pensar que hubo algo más valioso en eso que me inspiró al grado de provocarme emoción durante un mundial de fútbol (afición que jamás he compartido) al ver al equipo croata participar.

La urgencia de no frenar ni un instante y llevar la escuela a todos los rincones del país, a como de lugar, proviene de distintos sitios: del lado de la institución, es un modelo productivo del cual dependen dueños y trabajadores por igual; para miles de administrativos, docentes y personal de mantenimiento, el sistema educativo simplemente no puede detenerse, de eso dependen. Del lado de las familias, la escuela es una práctica social indispensable para el funcionamiento familiar, permite la administración del tiempo y habilita la posibilidad el trabajo, especialmente para las madres. Finalmente, para muchos la educación es también la promesa de un mejor futuro y un mejor país; no sorprende que sea por esto último que generalmente se la defiende.

El argumento suele ir por tres lados: Primero, desde el siglo pasado se ha argumentado que los países que invierten fuertemente en educación son a los que mejor les va, y si alguien no ha salido de las vías del desarrollo es probablemente su culpa. Es una postura popular en los países del Norte global, que sin duda tienen sistemas educativos más o menos buenos, pero que también tienen una historia de imperialismo y colonialismo de la que no es muy agradable hablar. Hay algunos casos excepcionales que salen a colación todo el tiempo. Corea del Sur es el gran ejemplo, porque hasta la primera mitad del siglo XX tenía los mismos niveles de desarrollo que México; sin embargo, a partir de los años 70, su crecimiento se detonó y pronto entraron al selecto grupo de países desarrollados, dejándonos atrás. Una de las explicaciones de este crecimiento milagroso es que invirtieron mucho en educación. La historia es más compleja. Para entender el modelo educativo surcoreano hace falta hablar del modelo confucionista, del colonialismo japonés, de la ocupación estadounidense y de la dictadura de Park Chung Hee; pero para muchos eso está de más, hay que invertir en educación para llegar al “primermundismo”, punto.

Segundo, la educación se considera importante porque se ha asociado directamente con la movilidad social. Es esencial mandar a nuestros hijos a la primaria, la secundaria, preparatoria y universidad porque si no ¿de qué van a vivir? Que estudien en universidades reconocidas y de preferencia carreras serias, ingenierías, medicina, derecho, si no ¿cómo van a competir? Y una vez que uno termina más vale ir pensando en el posgrado porque hay que ascender en el mercado laboral. Es, de nuevo, una idea que cargamos del siglo pasado, porque para muchos ese fue el caso: tener una educación universitaria fue lo que garantizó que múltiples familias mexicanas consolidaran su lugar dentro de una incipiente clase media. No obstante, las cosas han cambiado; hoy, tras años de salarios estancados, la educación no garantiza la movilidad, quizás la permanencia; y, en cualquier caso, aprender es lo secundario de todo el asunto.

Finalmente, la tercera defensa es que la educación es un derecho humano y es buena por sí misma. No tengo mucho que decir al respecto. Como la mayoría de los derechos humanos, este argumento es más una bandera aspiracional que nos indica qué cosas nos parecen buenas, qué cosas no; es agradable defender esas causas, pero no nos aclara mucho de ellas. Dice la UNESCO que “por su carácter de derecho habilitante, la educación es un instrumento poderoso que permite a los niños y adultos que se encuentran social y económicamente marginados salir de la pobreza y participar plenamente en la vida de la comunidad”. Volvemos a lo mismo.

A fin de cuentas, nada de esto tiene que ver con la educación, lo que importa es el desarrollo. Es normal. El modelo de nuestro sistema educativo no tiene demasiado sentido si tratamos de verlo con el aprendizaje en el centro. Me agrada la idea de saber que “la mitocondria es la planta eléctrica de la célula”, pero ¿por qué es tan importante que sepa eso? ¿Por qué es tan indispensable que lo sepan todos, que lo sepan ya? Y me surgen otras preguntas: ¿a quién le importa si me saqué 8.7 memorizando los distintos tipos de ecosistemas y 9.3 en la evaluación de morfemas lexicales? ¿Qué significa siquiera ese número? La respuesta es obvia, no significa nada. Pero, esos números tienen una utilidad tremenda porque, según dicen, son los que nos permiten saber quién ha aprendido mejor, quién es más listo; y, evidentemente, a los mejores les toca lo mejor: mejores maestros, mejores salarios, mejores empleos. Dicho de otra forma, es indispensable mantener al sistema educativo andando porque es el pilar de la meritocracia, que no es otra cosa que un modelo para distribuir la desigualdad; y por eso la urgencia, como están las cosas, es importante encontrar justificaciones, la educación está de más.


Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.

@el_abernuncio

Cultura

Ahorcado

Me encantan los juegos. Contrastan con la vorágine de actividades que tenemos que hacer a diario, todas encañonadas a satisfacer la marcha incesante de la productividad y “mejorarse” a uno mismo: hay que ejercitarse, leer, escribir la tesis, planificar la maestría, aprender a hacer pan en casa y no está de más si uno acaba hablando japonés. “Shakespeare escribió El rey Lear durante una cuarentena, ¿a ti qué te detiene?”, blablablá.

Encima de tremenda barbaridad, propongo coronar a los juegos de todo tipo: de video, de mesa, de manos (aunque sean de villanos), de actividad física, de palabras; los columpios, las sillas en las villas, los balones, los papeles y los disfraces. Celebrémoslos por ser inservibles e inútiles. Sin embargo, hagámoslo con cautela porque éstas, sus más perfectas cualidades, los hacen peligrosos. Uno puede sentarse a jugar con los amigos y, sumergido en la diversión, perder de vista las horas voladoras; de pronto ya ha pasado el día y no hay con qué demostrarlo, uno sigue igual de tonto que como despertó.

Dicha mi advertencia, en las siguientes líneas les voy a platicar de un juego no muy peligroso que todos hemos jugado. La inspiración se la agradezco a Jan Misali, quien tiene toda la razón: Ahorcado es un juego muy raro.

Primero, algunas definiciones. En su trabajo Les jeux et les hommes, Roger Callois retoma la batuta de Huizinga y nos provee de una magnifica investigación sobre la naturaleza de los juegos junto con una tipología para identificarlos. De acuerdo con ésta, existen cuatro variedades: ilinx, mimicry, alea y agôn. Ilinx (vértigo) se refiere a aquellos juegos donde el punto es alterar la percepción de la realidad de los jugadores; columpiarse y dar vueltas hasta el mareo entran en esta categoría. Los juegos de mimicry (mimetismo), involucran suspender la identidad propia y pretender ser algo o alguien distinto; es jugar a la hora del té o, si nos ponemos más serios, a los calabozos y dragones. Alea (azar) son todos los juegos basados en la suerte: lanzar los dados, voltear las cartas, mirar las vueltas y vueltas de la ruleta hasta que, en un instante, nuestro destino es revelado. Finalmente, agôn (contienda) son todos aquellos juegos de competencia donde dos rivales se enfrentan y demuestran sus destrezas físicas (¿unas retas?) o mentales (¿o echamos el ajedrez?). Según lo que se juege, uno deriva distintos placeres: ilinx altera las sensaciones físicas de nuestros cuerpos, mimicry nos permite ser y hacer (aunque sea en simulacro) cosas que de otra forma serían imposibles o demasiado costosas, alea nos pone al filo del azar sin el riesgo que esto generalmente conlleva y agôn nos permite hacer gala de nuestras capacidades.

Por si alguien ha vivido debajo de una roca toda la vida, Ahorcado es un juego competitivo asimétrico para dos personas que usualmente se juega en una hoja de papel o en un pizarrón. Las reglas son simples: el verdugo elige una palabra, muestra cuántas letras tiene y pinta una horca. A partir de este momento, el otro jugador (llamémoslo el salvador) puede proponer letras para saber si están o no en la palabra. Con cada acierto, el verdugo anota la letra en su lugar correspondiente; con cada error, le da cuerpo al pobre diablo que cuelga de la horca. El salvador gana si adivina la palabra antes de que el verdugo ahorque al mono de palo. El verdugo gana si es verdugo.

Al ser un juego de agôn, competitivo, tiene varias estrategias para ganarse; sin embargo, éstas varían dependiendo de si uno es salvador o verdugo. Para el primero, toda estrategia radica en ver la situación desde una perspectiva informativa; la victoria depende de extraerle la mayor cantidad de información al verdugo para poder adivinar qué palabra esconde en su cabeza. De entrada, lo único que se sabe es el número de caracteres, pero con cada adivinanza hay una oportunidad de conocer más de la palabra o de descartar opciones. Con esto en mente, el primer paso para ganar es cursar una licenciatura en estadística y determinar las letras con mayor probabilidad de aparecer. En lo personal, yo me salté lo de la carrera y empiezo directo adivinando las vocales, que siempre hay al menos una. Conforme la palabra se revela e intuyo que en “_ e _ _ o” difícilmente habrá espacio para una u, mi estrategia cambia: es momento de desechar la probabilidad y aventarnos a la intuición.

Como sospecharán, ésta es una mala estrategia. Misali propone una mejor:

  1. Primero, hay que considerar todas las palabras posibles dada la información que se tiene (número de caracteres, letras adivinadas y letras desechadas).
  2. Por cada letra que no se haya adivinado hay que asumir que no se incluye en la palabra y determinar, del total de palabras posibles, cuáles son factibles de ser las ganadoras sin contener dicha letra.
  3. Cada letra acabada teniendo un número total de palabras que podrían ser las correctas si esa letra no se elige; hay que seleccionar la letra que minimiza este número.

Para probar la superioridad de este método, Misali simula tres posibles estrategias – adivinar aleatoriamente, adivinar priorizando por la probabilidad que cada letra tiene de estar en una palabra y adivinar utilizando su estrategia–. Con un vocabulario total de 47 mil palabras los resultados de la simulación son increíbles: adivinando aleatoriamente en promedio se requieren 16.23 equivocaciones antes de llegar a la palabra correcta. Priorizar las letras por su frecuencia lleva a una notable mejora pues los errores se reducen a 9.94. No obstante, con el método de Misali el promedio de errores es de 2.2. La diferencia no sólo es enorme, sino que en la práctica es casi imposible perder utilizando esta estrategia.

Hay tres conclusiones que sacar de esto. Primero, mis amistades y yo somos bastante malos jugando Ahorcado, porque adivinar con sólo dos errores es casi un milagro (probablemente tiene que ver con el hecho de que somos humanos y no computadoras). Segundo, la estrategia óptima para ganar requiere conocer la totalidad de palabras en el repertorio del verdugo. Si dejamos de lado la imposibilidad de esto, el salvador tiene más posibilidades de ganar mientras a) memoriza el mayor número de palabras posibles y b) incrementa su capacidad para calcular, dentro del conjunto de todas las palabras que conoce, la frecuencia de cada una de acuerdo con la posibilidad de ser la palabra ganadora si se incluye o no una letra. Tercero, este método para ganar suena difícil, sobre todo aburrido.

Por otra parte, el verdugo no tiene tantas estrategias para ganar, porque en esencia sólo tiene una acción posible: elegir la palabra. Astuto como soy, mi estrategia para ganar como verdugo siempre ha consistido en elegir palabras grandes que multipliquen las letras únicas en cada espacio. Mi objetivo es simple: maximizar el número de adivinanzas mínimas necesarias para el salvador, lo que también incrementa el potencial de que se equivoque.  Nuevamente, Misali demuestra que ésta es una mala estrategia, porque maximiza la posibilidad del contrincante de extraer información, lo que a su vez hace más sencillo adivinar la palabra total y no letras aisladas. Las palabras más difíciles de adivinar son aquellas en las que se extrae la menor cantidad de información incluso si se adivinan algunos de sus componentes; palabras de dos, tres, cuatro letras: _ a _ a.

Aunado a esto, a diferencia del salvador, el verdugo también tiene la posibilidad de hacer trampa con muchísima facilidad. Puede cambiar la palabra a medio juego, incrementar el número de extremidades que pinta con cada error o elegir palabras de las que nadie ha oído. La única manera de evitar esto es instituyendo más y más reglas, lo que en algunos casos es fácil −el verdugo debe anotar la palabra en algún lugar antes de iniciar el juego para que no pueda cambiarla después, se debe especificar que a cada error corresponde a una sola extremidad, etc.− pero en otros no tanto: se debe definir qué es una letra (¿i es lo mismo que í?) y qué es una palabra. ¿Tiene que estar incluida en un diccionario? “Chíngate” no está incluida en el diccionario de la muy honorable Real Academia Española, ¿es una palabra válida? Sí, porque muchos en la comunidad la usan y la reconocen. ¿Qué tal Nánguā? No, Fiacro, eso está en chino. ¿Y qué tal Plin Plin Plon? Muchos sabrán a qué me refiero.

Hay una conclusión de todo esto: nadie juega Ahorcado pensando estas cosas. Es algo realmente evidente que nadie se pone a computar la frecuencia de veces en las que una palabra es la posible solución de acuerdo con el supuesto de que una letra no está contenida dentro de ella, ni nadie le pinta dos brazos al ahorcadito y lo considera válido porque en ningún lugar dice que eso no se puede. Pero esto nos lleva a una clara contradicción: Ahorcado es un juego competitivo en el que el objetivo es ganarle al contrincante; sin embargo, nadie parece esforzarse mucho en ganar. ¿Por qué no, como en Gato, todos jugamos con la estrategia óptima para ganar? Misali sugiere que el misterio se resuelve si aceptamos que Ahorcado no es un juego competitivo sino uno de “adversarios” donde el verdadero objetivo es que el salvador adivine la palabra. Por eso, ocurre con frecuencia que, una vez que el monito está pintado, el verdugo sigue dibujando otras cosas: unos troncos, unas llamas (de pronto al ahorcado además lo echamos a la hoguera), etc. Misali tiene razón en señalar que no es una competencia, pero esta explicación sólo convierte al Ahorcado en una suerte de Pictionary primitivo en el que los dos jugadores están cooperando en secreto.

¿Qué está sucediendo con este juego? Volver a las definiciones nos puede dar las pistas necesarias para resolver el misterio. ¿Dónde entra jugar al Ahorcado? La respuesta más evidente es que es un juego de agôn: hay un rival, hay un reto y se puede ganar si uno tiene los conocimientos y la estrategia necesaria. Sin embargo, considerando que comúnmente nadie se esfuerza en ganar por destreza propia, y que buena parte de la posibilidad de triunfo depende de “atinarle” a las letras del rival, hay un claro componente de alea. También está el hecho ineludible de que, aunque sea en papel, estamos jugando a colgar a alguien, un jugador está aparentando ser un verdugo y el otro tratando de ser un héroe.

Para este punto es claro que lo menos importante en Ahorcado es ganar: pretender que colgamos a un monito no es una simple decoración; simulamos un pequeño riesgo y una pequeña salvación, en la que nuestro rival contribuye más al teatro que a la dificultad del juego. De la misma manera, no se trata completamente de las habilidades del jugador porque, dadas las reglas actuales, eso haría el juego muy sencillo y rompería la ilusión del riesgo, como en el Gato. Para nosotros es imposible jugar al Ahorcado con la habilidad de una computadora, pero no lo necesitamos porque, a diferencia de ellas, no jugamos para ganar. Ahorcado significa cosas en una realidad auto contenida, hay peligro y muerte de por medio: el objetivo es usar nuestra destreza y, con algo de suerte del destino, salvar al muñequito de palos. Es una épica aventura en 5 minutos de papel y una excelente manera de perder algo de tiempo.

Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.

@el_abernuncio

Cultura

Apuntes sobre el terror alienígena

Como muchos, estos días he extrañado tiempos mejores. Para mí, la añoranza se ha materializado en los recuerdos de ir a Blockbuster, invariablemente soldados con las memorias de mi infancia: acompañar a mis padres, empujar la puerta transparente, oler el aire artificial y enfrentarme a los anaqueles repletos. Había algo especial en ir y comprometerse con una película entre tantas, y a la salida comprar dulces.

Cada quién tenía su recorrido, pero todos comenzábamos en “Novedades”. Los adultos eran los primeros en detenerse: “Cine de Arte”. La sección, a manera de demostrar su elegancia, tenía estantes de un color oscuro que contrastaba con el punzante blanco del resto. En cambio, yo me apresuraba a lugares más interesantes: “Acción”, “Suspenso” y finalmente “Terror”, donde me quedaba por morbo, sabiendo que era una sección prohibida y que no me atrevería a sugerir nada que proviniera de ahí. En ocasiones, sin embargo, me ganó la valentía. Así es como uno adquiere sus traumas, y así inició mi historia con Señales. 

Mucho ha cambiado desde aquella vez que salí del Blockbuster cargando mi película y todas las pesadillas que me esperaban. Hoy, como a todos, me preocupan otras cosas: titularme, la pandemia, entregar notas informativas que nadie va a leer, pagar impuestos, ganar dinero. Crecer es sustituir los terrores infantiles por otros, más reales y menos emocionantes. Sin embargo, me alegra confesar que todavía hay algunas noches en las que, antes de dormir, miro por la ventana hacia el techo del vecino y busco, quizás ansío, siluetas en la oscuridad.

A la fecha, he visto Señales unas 7 veces. La premisa es simple: Graham es un sacerdote recientemente retirado y debe enfrentar una inminente invasión alienígena. Enfrentar es una mala palabra, porque en realidad no hay nada que Graham pueda hacer, lo cual resulta ser algo positivo, pues lo mejor de la historia tiene poco que ver con los alienígenas y más con cómo una familia normal (es decir completamente disfuncional) lidia con el prospecto del fin del mundo. No se trata de una película muy novedosa en su género: para este punto ya hemos visto más de una invasión al mundo, que siempre es Estados Unidos, y más bien se siente como el resultado natural del género alienígena dentro de la cultura pop.

Posiblemente, la película más famosa en tratar con el problema extraterrestre sea Alien: el octavo pasajero (1979) que, por unos años, movió el lente lejos de las grandes invasiones y presentó una trama mucho más íntima: 7 personas encerradas en el “espacio exterior” con un ser alienígena, un otro por excelencia. Buena parte de su éxito se debió a que la película logra conservar la amenaza esencial que es ese otro, pero subvierte la fórmula en dos sentidos: primero, la amenaza es mucho menor y sus consecuencias son proporcionales; lo peor que puede pasar es que los 7 diablos enclaustrados con el monstruo acaben muertos. Segundo, el otro se separa de la tradicional representación antropomórfica del extraterrestre a tal grado que su nombre es xeno-morfo. Es un retorno al monstruo bestia, cuya única motivación es asesinarnos, lo cual es amenazador, pero no particularmente interesante. Nos importa lo que pasa no porque el mundo esté en riesgo, ni por las motivaciones del otro, sino porque Ripley está en peligro (y la verdad también por el diseño del alienígena que es genial).

Alien: el octavo pasajero (1979)

Sin embargo, los tiempos cambian, y después de Alien observamos dos vertientes en el género. Por una parte, hubo un desplazamiento hacia la acción como elemento central de la trama: más explosiones, más rayos láser, más alienígenas y más riesgo. El resultado son películas como Aliens: el regreso (1986), Depredador (1987),[1] y Día de la Independencia (1996) donde los extraterrestres finalmente amenazan la Tierra y Estados Unidos, haciendo uso de su fuerza y sobre todo de su valentía, los derrota y salva el día. Son historias donde el peligro es cada vez mayor, pero no se siente porque el terror ha desaparecido de ellas.

Por la otra parte, hay un retorno a lo oculto. En esta versión de la historia los alienígenas han dejado los rayos verdes y se mueven entre sombras. Los conocemos por triangulación y rápidos vistazos, y junto a ellos se perfila un nuevo enemigo: el Estado.[2] Aquí me refiero a Los Expedientes Secretos X (1993), donde los agentes del FBI Mulder y Scully luchan contra una gran conspiración gubernamental que colabora con extraterrestres. No sabemos quiénes son, ni qué es lo que quieren, pero sentimos el peligro.

Los expedientes secretos X (1993)

Ambas vertientes son reflejos de su tiempo: la Guerra Fría. Desde el colapso de la URSS, no hemos dejado de ser bombardeados con distintas iteraciones del excepcionalismo y la genialidad estadounidense. Pero, una vez derrotados los soviéticos, ya no se sentía muy esencial ese aparato tan grande del Estado, así que había que buscarle un enemigo o hacerlo el enemigo. En 2001, sin embargo, la historia dio otro vuelco y los atentados en Nueva York reavivaron un sentimiento olvidado de vulnerabilidad. De pronto, enemigos de tierras lejanas amenazaban incluso a los ciudadanos de la gran superpotencia; casi nadie entendía qué querían, por qué, de dónde, pero, en la mente, el peligro una vez más palpitaba.

Así llegamos a Señales.

El defecto más grande de la película es la incapacidad de tomarse en serio a sí misma. En lo que parece un intento de autosabotaje, un humor fuera de lugar corta constantemente la atmósfera opresiva. Por fortuna, conforme avanza la trama estos lapsos son menos frecuentes y es entonces cuando Señales brilla. Porque se trata de una historia desoladora, de un sacerdote que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, y cuya familia ahora debe lidiar con una amenaza incomprensible. El mundo entra en pánico y no hay nadie que pueda ayudarlos. Para unos granjeros en Pensilvania el gobierno es virtualmente inexistente, y las pocas veces que la Sheriff del pueblo se manifiesta, la situación la rebasa por mucho. Así que, cuando la invasión es inminente y, desesperada, la familia decide atrincherarse en casa cubriendo las ventanas con clavos y tablas, sabemos que están completamente solos. Hacia el final, cuando ya no queda más qué hacer, deciden preparar sus platillos favoritos y tener una última cena; lo que usualmente sería indicador de una celebración, rápidamente deviene en gritos, pleitos, llantos y un último momento de reconciliación y catarsis para una familia que enfrenta el fin del mundo.

Señales (2002)

La escena es realmente conmovedora, sobre todo porque no tenemos idea de qué les deparan las siguientes horas, pero sospechamos será terrible. Hasta ahora sólo hemos visto a los alienígenas de lejos, escondidos en los campos y observando desde los techos de las casas, completamente inmóviles. No sabemos qué quieren ni qué harán, pero hay en sus quietas figuras algo que nos augura malicia. Es el redescubrimiento de intenciones y significados desconocidos lo que nos permite vaciar en ellos nuestros terrores personales. Desafortunadamente (aunque para sorpresa de nadie), al final la película recobra aliento y reafirma su fe en el excepcionalismo divino. Resulta que ni siquiera necesitábamos del gobierno porque Dios nos protege, y con unos vasos de agua los amenazantes alienígenas acaban quedando como imbéciles, su aura de amenaza desinflada a batazos de beisbol.

A pesar de sus muchas deficiencias, Señales es una película que disfruto mucho, posiblemente demasiado. Creo que, a pesar de sus bufonadas, marca el espíritu con el que hemos empezado el nuevo milenio. Por muchos frentes la realidad con la que crecimos se tambalea cada vez más, y la sensación de vértigo que esto provoca no desaparecerá pronto. Además, genuinamente es una buena película de alienígenas. Desde entonces, en términos cinematográficos, la evolución del género extraterrestre ha continuado con películas la mayoría bastante malas. Hay algunas notables excepciones: la exploración del tema desde un ángulo lingüístico en La llegada (2016) es sin duda la más original; e interpretaciones como la de Aniquilación (2019) le hacen justicia a la incomodidad de encontrar a un otro absolutamente indescifrable. [3]

Son, por supuesto, historias distintas y sólo se les puede comparar hasta cierto punto; sin embargo, todas descienden de una fascinación por lo desconocido y se entrelazan en la intersección de un terror que ni es el letargo de los miedos mundanos a los cuales nos hemos acostumbrado, ni tampoco es el miedo casi primitivo que reacciona frente a un depredador. Al final podemos tratar de conjeturar al respecto, pero ninguna respuesta podrá sacudir la extrañeza de encontrar sentimientos e inquietudes tan guturales en aquellas siluetas difusas, en seres que jamás hemos visto, pero que en la oscuridad no cuesta trabajo reconocer.

Señales (2002)

[1] La consumación más clara de este enamoramiento por la acción es Alien vs Depredador (2006), donde ya los humanos dan prácticamente igual y lo importante es ver a los monstruos darse de golpes entre ellos.

[2] Una iteración interesante de esta versión es E.T. donde el alienígena es en realidad parte de los vulnerables, y el Estado grande y secreto es al final del día el verdadero antagonista.

[3] No es casualidad que ambas películas estén basadas en historias de ciencia ficción contemporánea, La historia de tu vida de Ted Chiang para el caso de Arrival, y la novela homónima de Jeff Vandermeer para Aniquilación.


Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.

@el_abernuncio

Ensayo

Altamar

A la fecha de estas líneas han pasado 67 días de encierro y asombra que, apenas en un par de meses, se haya transformado a tal grado el panorama político y económico, nacional e internacional, de cientos de millones de personas en todo el mundo; planetario es el horizonte para los problemas del siglo XXI. Como toda crisis, el Coronavirus nos ha tomado desprevenidos por varios frentes. En magnitud y velocidad, todo parece haber sucedido en un chasquido, y de un día para otro vivimos en cuarentena, las calles despejadas y esas imparables máquinas de metal que son los coches finalmente quietos. Aun así, con torpeza, todo parece seguir funcionando: quizás nunca fue necesario trasladar diariamente a millones de personas de sus casas a las oficinas, y sin demasiado problema todas las juntas-que-pudieron-ser-mails se volvieron zoomtas-que-pudieron-ser-mails. A las amistades se las recuerda en videollamadas y algunos privilegiados incluso encuentran tiempo para celebraciones tematizadas con el nuevo disco de J Balvin; no hay que alarmarse, que brindan manteniendo Susana Distancia.

Lo cierto es que vivimos una catástrofe insospechada hace apenas semanas; y aunque la mayoría serán impredecibles, ya muchos vaticinan sus consecuencias, “un cambio de era” dicen. Habrá que ver. Sin embargo, en la tragedia algunas cosas buenas se vislumbran: sorprendentemente a pesar de la gravedad del problema parece que vemos luces a la distancia. La curva puede aplanarse, y a una velocidad impresionante hemos modificado los patrones de conducta cotidiana de cientos de millones de personas; el grado es tal, que en sólo dos meses observamos cambios positivos en el medio ambiente. A la luz de los reflectores, los sistemas de salud se han movilizado y, a pesar de que aún no estamos del otro lado, muchos esperan que en los meses siguientes la crisis estará bajo control. No lo hemos conseguido sin errores y es casi seguro que veamos rebrotes, que el costo de nuestros tropiezos sea alto; pero, estamos enfrentando un problema de magnitud global con cierto éxito y es inescapable que la piedra angular para ello ha sido el Estado.

En varios aspectos la crisis del Covid-19 ha servido de laboratorio para simular el futuro que nos depara la Crisis Climática. En particular, hay dos obstáculos clave que parece hemos logrado sobrepasar durante esta pandemia: primero, para enfrentar el problema hemos tenido que actuar de forma global y simultánea; segundo, se han tenido que modificar intensamente los patrones de conducta cotidiana de millones en un periodo corto de tiempo. Esta necesidad de actuar colectiva y simultáneamente a una escala global es, en esencia, el gran reto que nos presenta la Crisis Climática; alterar dramáticamente nuestra normalidad, la de todos, en pos del futuro.

Así que, para muchos, observar el moderado éxito que hemos tenido es esperanzador; hay variaciones en competencia, intensidad y velocidad; pero, en la mayoría de los casos, este año hemos visto reavivada la autoridad más esencial del Estado que, para frenar el problema, ha tenido que actuar unilateralmente y sin esperar el consenso público. A la par, la ciencia ha sido un componente clave para la acción durante esta crisis. Hoy, en México, todos los días a las 7pm se presenta en televisión nacional un experto, un científico, para informar a la nación sobre el desarrollo de la situación. El contraste no puede ser mayor en comparación con las otras conferencias a las que nos hemos habituado.

Así, encerrados en nuestros camarotes, por las tardes miramos las gráficas y escuchamos el “quédate en casa, quédate en casa, quédate en casa”; al amanecer, el capitán nos asegura que todo está bien, “como anillo al dedo”, más vale abrazarnos. Tampoco es que seamos excepcionales, basta mirar al barco de al lado. En la tele escuchamos al presidente Trump declarar en conferencia de prensa que “no es para tanto, que ya están investigando cómo inyectarnos cloro para matar al virus con luz ultravioleta”: al costado, la cámara muestra a los expertos horrorizados y, desde el confinamiento, muchos hacen eco del lenguaje ambientalista e imploran que se escuche a los científicos.

¿Por qué, a pesar de liderazgos tan incompetentes, hemos logrado actuar? Imagino varias respuestas. En primer lugar, a pesar de sus similitudes, hay una diferencia crucial entre la crisis inmediata y las crisis del mañana: mientras el patógeno que actualmente recorre el planeta representa una amenaza directa y presente para la integridad del Estado, las alteraciones ambientales aún no se perciben así; se trata de un tema de percepción, porque no es que no haya efectos, iniciamos 2020 con Australia en llamas y probablemente cerraremos el año con más ejemplos. En segundo lugar, nuestras acciones han sido mayoritariamente reactivas. ¿Por qué, para este problema, la respuesta estatal ha sido veloz e incisiva? Porque con la catástrofe en la puerta y la experiencia de China, Irán e Italia a días de distancia, las consecuencias de la inacción son indiscutibles, la emergencia incuestionable. Finalmente, hemos actuado porque, a pesar de que se trata de un virus nuevo, nuestra reacción ha venido de un aparato burocrático que llevamos consolidando desde hace décadas; porque a pesar de sus deficiencias, de la sobrecarga y los recortes, contamos con un cuerpo profesional preparado y diseñado para este tipo de problemas.

Son diferencias que apagan mi optimismo frente al futuro. Primero, a diferencia del Covid19 la temporalidad de la Crisis Climática es enormemente larga, ya vivimos dentro de ella y no podemos darnos el lujo de reaccionar a sus efectos: para cuando amenacen directamente al Estado ya será demasiado tarde para movilizarse. Segundo, la Crisis Climática es un problema enteramente nuevo y no contamos con las herramientas necesarias para enfrentarlo; hoy no existe un aparato burocrático que nos permita implementar las acciones de mitigación y resiliencia necesarias para lidiar con el futuro climático ni en el tiempo adecuado ni en la escala necesaria. Tercero, irónicamente la crisis actual ha ocurrido a la par de un proceso de desmantelamiento de las capacidades institucionales del Estado mexicano. Mientras el Presidente les pide amablemente en cartas a los empresarios que no sean así y que ya paguen sus impuestos, la Austeridad Republicana redobla sus esfuerzos y sugiere recortar de nuevo los salarios de los servidores públicos, reducir becas y desaparecer subsecretarías. Atrapado en sus fantasías, Saturno devora a sus hijos.

¿Qué hacer? La crisis del Coronavirus ha demostrado que somos capaces de actuar de manera casi planetaria en poco tiempo y de forma efectiva. También ha dejado en claro que nuestras formas de producción, socialización, consumo y vida pueden alterarse dramáticamente en cuestión de días. Y finalmente, ha demostrado que no estamos enteramente a merced de las circunstancias, que el Estado nos permite enfrentar la situación. No es una herramienta que venga sin dificultades: hoy hemos actuado de manera simultánea, pero no coordinada. La pandemia es un problema que todos compartimos temporalmente pero que es individual a cada Estado: las acciones localizadas tienen efectos localizados, y quienes establecieron medidas preventivas adecuadas son quienes recibirán sus beneficios. En cambio, la Crisis Climática es un fenómeno en el que hemos de compartir las repercusiones colectivamente. En una broma de la historia, quienes más contribuyen a la catástrofe son quienes más tarde verán sus efectos, y esto aplica tanto al interior de las sociedades cuanto entre Estados; al final todos estamos en el mismo barco, pero contrario a lo que algunos publican desde sus mansiones “we are not all in this together”.

No obstante, un paso a la vez. En los siguientes años, los siguientes meses, el reto será entender que las cosas no “van a cambiar”; porque para muchos lo importante es regresar a la normalidad, para ello imaginan que basta con escuchar a los expertos y esperar a que la magia de la ciencia aplane la curva. Es desagradable, pero necesitamos cambiar considerablemente cómo entendemos la ciencia, desde fuera y dentro. A los que no formamos parte de la comunidad científica, cerrada como es, nos toca aceptar que las soluciones tecno-mágicas sólo sirven por algún tiempo. A nuestra normalidad la mantiene un modelo de crecimiento descontrolado que se ha disimulado infinito a fuerza de saltos tecnológicos. Por poner un ejemplo, el más reciente salto permitió un crecimiento explosivo en la producción de cultivos para alimentar a los 7.594 millones de habitantes del planeta; hoy, gracias a nuestra maestría sobre la agricultura, en cuestión de décadas hemos cortado el hambre mundial radicalmente. Pero el costo ha sido alto: economías dominadas por la producción de ciertos monocultivos como la soya o el maíz, explotación y erosión de los suelos agrícolas haciéndolos progresivamente infértiles, más productos con menos nutrientes, rendimientos decrecientes en la producción agrícola y una destrucción continua de áreas forestales en la búsqueda de más tierras de cultivo. Vale la pena ser claros: el problema no es alimentar a los 7.594 millones de personas, que toneladas y toneladas de comida se desperdician diariamente; el problema son los modelos de consumo, lo que consideramos normal. Y de nuevo: todos consumimos, pero no todos igual.

Por otra parte, para aquellos que sí forman parte de la comunidad científica, es esencial que entiendan que no se trata de que alguien por fin les haga caso. Un producto desafortunado de la modernidad ha sido la idea de que la ciencia y la política están intrínsecamente divididas, que la una se dedica a la búsqueda altruista de las verdades del universo y la otra sólo se dedica a las sombras y los abusos del poder. Son por supuesto caricaturas, pero no distan demasiado de cómo entendemos hoy estas dos actividades, ambas esenciales para mantener el mundo que habitamos. No es suficiente haber llegado a la conclusión científica de que un incremento de 1.5°C en las temperaturas globales probablemente derivará en más y más potentes incendios como los de Australia, en tormentas como Katrina o en pandemias como la que hoy vivimos. Los hechos no sirven de nada por sí mismos: hace falta narrarlos, tejerlos, moverlos. Esto implica que en adelante hay que hacer cosas que suenan muy románticas: imaginar nuevas historias que contar, nuevas novelas, nuevas películas y pinturas, necesitamos vanguardias que nos permitan imaginar otra normalidad. También implica algo más incómodo: para hacer que la maquinaria del Estado se mueva en nuevas direcciones, hace falta salir a moverla, convencer a otros, asociarse, crear partidos, ganar elecciones que para eso defendemos la democracia, hacer política. Hoy, hay un salto de los laboratorios a las calles que no hemos sabido dar y es urgente que lo hagamos. La actividad científica siempre ha tenido consecuencias políticas, hace falta que sean intencionales.

Al final no es suficiente con que cada quién ponga su granito de arena, se tiene que hacer en colectivo. Tan rápido como se modificaron nuestras rutinas en estos meses, con esa velocidad querrán regresar a la anterior normalidad; y es probable que, sin tener nada ni a nadie que nos empuje a lo contrario, ese sea el caso, que en unos meses recordemos distantes los tiempos de cuarentena y nos riamos mientras se incendia el planeta. ¿Qué hacer? El presente nos exige entender que nuestra normalidad no sólo es frágil, sino que está condenada a desaparecer y depende de nosotros la sucesión. Afortunadamente esta experiencia también nos ha dado oportunidad de actuar: aún podemos crear y movilizar las instituciones necesarias para el futuro, utilizar al Estado para enfrentar las crisis que vienen. Para ello necesitamos re-significar la política, recuperarla; hace falta imaginar nuevas opciones, que las que hoy nos ofrecen están completamente huecas.


Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.

@el_abernuncio

Ensayo

Democracia para infantes

La democracia es una cosa extraña. Por cómo hablamos de ella, da la impresión de que está allá afuera, que se trata de algo que podemos buscar, encontrar y construir.

Pero no todos. A mi generación le ha tocado sentir la democracia de manera distinta: hemos sido los afortunados sucesores de quienes ya habían llegado a ella, de aquellos héroes que la alcanzaron por nosotros. Así que nuestra tarea ha sido distinta. Nos tocó ser partícipes, mantenerla, mejorarla, y, eso sí, seguir construyéndola. Aunque también nos encomiendan otras cosas y cada día la hablamos con otras palabras, con otros verbos: a la labor arquitectónica la ha sucedido la policiaca. Hoy nos exhortan a protegerla de amenazas crecientes, dentro y fuera. La verdad es un poco complicado cuidar algo que rara vez se encuentra.

Me la habré topado un puñado de veces, la primera en el año 2000. La fecha era de renombre; al fin y al cabo, no todos los días se inicia un nuevo milenio. Y mientras cambiábamos las agendas, estrenando nuevos numerotes, aprovechamos la ocasión para cambiar de gobierno. Por supuesto, por aquellos años todo eso me rebasaba. Durante los meses previos a mi sexto cumpleaños, viví la democracia con carteles azules y un señor bigotón que nunca acabó de agradarme. Y con mi amiga de la infancia. Nos divertíamos en el coche de mis padres molestando a otros conductores, ocasionalmente sacándole la lengua a algún pobre desdichado; ella hacía una V con los dedos a quien se le pusiera en frente. Sin duda me habrá explicado que se trataba de un gesto de apoyo al señor del bigote, sin duda no habré entendido nada.

Desafortunadamente, pasaron los años y con ellos vino mayor comprensión. Los carteles podíamos agradecérselos a los partidos, que eran algo así como unos clubes de señores y señoras (sobre todo señores) que cada cierto tiempo decoraban la ciudad con colores. Aprendí, también, que aquella tapizada señalaba la venida de las elecciones, un juego medio aburrido donde los adultos tenían que decantarse por alguno de los partidos, pelearse entre ellos y «votar».

Así, cuando llegamos a 2006, todo se aclaró. En esta ocasión también había un señor de bigote, pero nadie parecía prestarle mayor atención: los meros meros eran otros. En mi colegio, una escuela privilegiada en el seno de la colonia del Valle, la mayoría simpatizaba con el partido de los colores azules y el señor Calderón. Mis compañeros hablaban de los empresarios y la clase media; y, a pesar de que nadie tenía muy claro cuál era el problema, muchos juraban que el otro señor era un peligro para México. A ese México que se manifestaba en las clases de historia, y todos los lunes en el saludo a la bandera, alguien tenía que protegerlo.

En casa no había mucha discusión. Si se hablaba de alguien, era del señor maloso, no de los pobre empresarios, y, con mezcla de solemnidad y nerviosismo, de la izquierda. El resultado todos lo recordamos: acabó siendo una contienda reñida, se habló de fraude, “voto por voto, casilla por casilla”, el plantón y la doble toma de protesta. Al final se pasó la fiebre y lo que me quedó de ese segundo encuentro fue una pulserita del señor Campa.

Un año después, comenzaron los problemas. Hasta entonces, para mí las drogas habían sido algo más abstracto que todo el andamiaje del juego democrático, y mi experiencia con aquel tenebroso mundo se limitaba a los comerciales de TV Azteca donde una florecita con versos bastante malos me incitaba a vivir sin ellas; a las pláticas en el colegio, donde nos juntaban a todos en el auditorio y durante horas nos explicaban los peligros de consumir; y a mi madre, que un par de veces me llevó al museo del Hospital General de México a ver los pulmones carcomidos por el cáncer y el tabaco, recordándome que más me valía vivir sin drogas. Después vino el operativo Michoacán y con él un nuevo vocabulario: desaparecidos, colgados, descuartizados. A las flores antidrogas las relevaron los militares antidrogas. Las pláticas continuaron con la diferencia de que uno ya no podía irse a la escuela caminando, a ningún lado en realidad. Y al museo jamás regresé, pero los cuerpos ahí siguen.

Pasaron los años, y con el narco, la guerra y la crisis, nos topamos de nuevo con las benditas urnas. Desdichado yo que para este tercer encuentro seguía corto de edad. Así que, de cara a mi decimoctavo cumpleaños e incapaz de recibir en mí la responsabilidad del voto, tuve que conformarme viendo a mis amigas y amigos debatirse en la incertidumbre. Vaya envidia. Teníamos ahí a la señora del partido azul, Josefina Vasquez Mota, que más que otra cosa la recuerdo desesperada por tratar de lanzar una campaña frente a la barbarie que le dejó su antecesor. Obstinado, también estaba de regreso aquel señor que ya conocíamos de años atrás, el tabasqueño de vociferaciones implacables, de poderes y mafias ocultas.

Y también se incorporaba al ruedo el copetudo jovenazo Enrique Peña Nieto. A la fecha, muchos dicen que las señoras votaron más por su vida de telenovela que por él. La verdad es que yo no he conocido a ninguna de esas supuestas señoras; sin embargo, sí escuché a varios simpatizar con el señor Peña Nieto por motivos que sin duda escandalizan a varios de nuestros héroes. Y es que, en aquellos días lluviosos de julio, mucho se hablaba de salir de este embrollo en el que llevamos trece años sumergidos. Coqueteos por aquí y por allá (con el PRI al menos no estábamos así, decían, al menos sabían gobernar). Llovieron los días y en aquella ocasión la carita mató al verbo.

La presidencia del señor Peña Nieto resultó ser de una incompetencia asombrosa, y si para muchos la desfigurada coalición que fue aquello del Pacto por México auguraba la posibilidad de reformas profundas, entre tesis plagiadas, casas blancas y estudiantes desaparecidos, el susurrante retorno del Partido de la Revolución Institucional se colapsó sobre su propio peso. Ni tan revolucionarios, ni tan gobernantes; resultó que algunos venían a aprender. Acabaron por darnos las doce, y hace un año llegamos de nuevo al encuentro con la democracia, desesperados, esperanzados. Lo demás es tan reciente que vale poco recapitularlo, basta decir que la meteórica victoria del señor presidente ha dejado todo que desear.

Van más de diecinueve años desde aquel primer vistazo a la democracia. En el inter transcurrieron mi infancia y adolescencia, también la universidad. Hoy heme aquí, joven ciudadano encargado como tantos de votar y defender. En el camino recogimos el bagaje del sentido común; y, equipados con los cascarones lingüísticos de la libertad, los derechos humanos, la izquierda y derecha, la alternancia, los conservadores, los progresistas, los populistas, los liberales, neoliberales, los fifís y el pueblo, nos despacharon rumbo a la democracia y sus demócratas. A nosotros, que vivimos, que crecimos en un país feminicida donde la violencia es permanente, donde los salarios llevan treinta años estancados, donde la seguridad social se contrae y la desigualdad económica se dispara, a nosotros nos entregan un país en llamas y nos dan la bendición.

Afortunados.


Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.

@el_abernuncio