Nací en Monterrey, pero crecí en la colonia Cuauhtémoc, en San Nicolás de los Garza, Nuevo León. Eugenio Garza Sada fundó la colonia en 1957, mucho tiempo antes de la creación del Infonavit, para facilitar trescientas casas a los trabajadores de la cervecera y la siderurgia. “Don Eugenio” creó un espacio con iglesia, hospital, parques, deportivos, estadio de béisbol; fundó colegios católicos para niñas y lasallistas para niños. La Cuauhtémoc compactó el mundo social cual bola de cristal.
La invención fue peculiar. Las casas no eran homogéneas; tenían terrenos extensos porque el patrón apostaba por la movilidad social de sus “socios”, como le gustaba llamar a los obreros. En todos lados hay una combinación estrambótica de utilitarismo y, con ojos de lugareña, algo bello. La iglesia San José Obrero tiene una escultura del padre putativo de Jesús martillando; está hecha de clavos del mismo acero que se producía en las empresas. Pero el templo es obra de un arquitecto español famoso, Félix Candela, y tiene forma de paraboloide hiperbólico, algo rarísimo para su tiempo.
La busco en internet y el primer resultado es “Templo San José Obrero: curvatura con estilo”, un video de Youtube. También la encuentro en otra página bajo el encabezado “Mexico Mid Century Modernism”. Anónimo deja un comentario: “La colonia Cuauhtémoc es uno de los mejores ejemplos de vivienda social y urbanismo en Monterrey. A dos cuadras de la iglesia tuve la oportunidad de entregar una obra y todos los días me gustaba caminar por sus parques y callejones”.
Fotografía en blanco y negro: autor desconocido, hacia 1959. Las fotografías a color, recientes, son de Paco Álvarez y se reproducen con permiso del autor (@the_raws).
La primera generación de habitantes de la Cuauhtémoc, los obreros y sus esposas, venía de rancho. La industria apenas arreciaba y las empresas contrataban hombres en masa. Las familias utilizaron los terrenos para criar animales y sembrar parcelas de maíz. Las casas se llenaron de flores y plantas: higueras, aguacates, papayas, naranjos, duraznos, limoneros, nogales; colgaron manojos de chile piquín del techo para piscarlo en cuanto se secara. Las palomas anidaron en los jardines. Las personas vivieron en un limbo curioso, ya no en tejabanes, pero todavía con ganas de rehuir la vida citadina.
Mi abuelo consiguió la casa cuando lo contrataron en una de las empresas, Hojalata y Lámina (Hylsa). Él era agricultor. Mi madre llegó de bebé a la colonia Cuauhtémoc; aquí creció. Mi hermano y yo crecimos aquí también. La casa de la abuela se convirtió en una parte fundamental de la vida cotidiana, y, cuando empezamos la escuela, estudiamos en los colegios que fundó Garza Sada. En 2020, regreso a casa de mis padres y visito a «las hermanas» (Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, MCSS). Algunas tienen diez años sin verme, otras dieciséis. Una me ve y me reconoce al instante. No me sé todos los nombres, pero me acuerdo de las caras de las niñas que eran de aquí, me dice con una sonrisa. Durante la entrevista oculto mi brazo para que no vean mi tatuaje, y luego pienso en el bordado feminista que tiene mi mochila, la chica encapuchada. Me sorprendo niña.
Las vecinas también me reconocen. Las más jóvenes me llaman “la hija de Azucena”, las mayores, de la primera generación, “la nieta de doña Mela”. Me hablan de tiempos más felices. Cuando eras niña, dicen, ¿no te acuerdas de que todos teníamos mucho jardín? Sí me acuerdo. Los niños crecimos mientras los primeros árboles de la colonia ensanchaban sus cortezas. Muchas personas plantaron naranjos, así que llegaban los meses de primavera y el olor de los azahares impregnaba las calles. Una vecina regalaba duraznos y otra regresaba el favor con una bolsa de nueces, las que caían de su nogal.
Tejo con Luis González y González:
“Terruño: lo que vemos de una sola mirada o lo que no se extiende más allá de nuestro horizonte sensible. Es casi siempre la pequeña región nativa que nos da el ser, en contraposición a la patria donadora de poder y honra. Es la matria, que las más de las veces posee fronteras naturales, pero nunca deja de tener fronteras sentimentales”
Mi terruño no es Monterrey. Mi terruño tiene forma de colonia de ciudad, porque se fundó cuando no era colonia y cuando San Nicolás de los Garza todavía no tenía grandes avenidas, las que ahora llevan a la universidad. Era terruño porque las personas se conocían por el nombre de pila y llevaban una vida colectiva. Tanto así, que cuando las monjas descubrieron que mucha gente no estaba casada por la iglesia, organizaron una boda comunitaria. Mis abuelos y el resto de los vecinos se casaron el mismo día.
No sé si es terruño todavía. A veces creo que sí, con toda certeza, porque me despierta el canto de un gallo. O me llega el grito ensordecedor «¡Guapa! ¡Guapa!», el loro de la vecina. Resulta que hay loros que viven muchos años.
“El amor a la patria chica es del mismo orden que el amor a la madre. A la patria chica le viene bien el nombre de matria, y a sus vecinos, matriotas. Y a la narrativa que reconstruye su dimensión temporal podría llamársele, en vez de microhistria, historia, historia matria para recordar la raíz”
“Emociones que no razones son las que inducen al quehacer microhistórico. Las microhistorias manan normalmente del amor (a veces feroz, a veces melancólico) a las raíces”
Cuando mamá me cuenta de su infancia, el timbre de su voz cambia y la emoción le sacude el rostro. Mamá repite historias que ya conozco para escucharse a sí misma, pero lo hace tan bien que vuelvo a ella cuando me preguntan cómo empecé a leer. Cuando ella habla, apasionada y fiel a sus narraciones, imagino cada palabra flotando en el aire, las cambio de lugar, juego con ellas. La microhistoria la hacen ella, las vecinas y las personas que hablan con ganas y nostalgia; es una expresión popular. La microhistoria me gusta porque es historia y, a la vez, existencia. Narración oral.
La parte frontal de la credencial de la clínica era una fotografía. Foto: archivo familiar.
Una de mis tías regresó a Monterrey hace poco, después de vivir más de veinte años en Veracruz. Le pregunto cómo se siente y me sonríe y dice que se sintió en casa desde que entró a la Cuauhtémoc. Me detengo a evaluar el planteamiento y me doy cuenta de que lo comparto. ¿Dónde empieza y termina el hogar? ¿Y cómo se relaciona con la propiedad privada? Un habitante de la colonia, alguien que creció aquí, puede sentirse en casa desde que pisa avenida Famosa. Camina entre los restaurantes y la zona de comercio, pasa frente a la iglesia, gira a la derecha, y toda la extensión caminada tiene la sensación de pequeñez y familiaridad. Lo comparo con mis últimos seis años en la Ciudad de México; con la casa en la que vivimos antes de que mi abuela muriera.
Empecé a escribir sobre la Cuauhtémoc hace un par de años. Me inspiró el distanciamiento físico que tuve de la colonia; me angustió pensar que pronto olvidaría las cosas que me fascinaban. Y también tengo la impresión de que la colonia se está transformando. Leo que la microhistoria viene de una compulsión por conservar el pasado y honrar a los muertos. Yo sé que a nadie le importará escribir sobre mi casa, y que yo puedo bajar al papel lo que he escuchado desde que nací. Esta sensación de relevancia es incomparable. Relevancia para mí, por supuesto. No se trata de cuánto leí o investigué, o si he llegado a cierto nivel de especialización. La microhistoria es una oportunidad de fundir mi crecimiento, mis intuiciones y mi amor profundo por el hogar. Aluzo porque amo.
Revisé algunos de mis textos y escribí otros parecidos, hasta que caí en la cuenta de que eran demasiado románticos. La añoranza por la infancia, la propia y la de mi madre, me entorpecía. Comparto un ejemplo:
«Camino por las calles y las siento quietas, y el tiempo corre lento y sin ganas. Las calles están vacías, pero las cubre un celofán rojo y el filtro de colores me devuelve a las horas largas de la infancia. Las hojas murmuran el aire soporífero de la tarde, el sol pica en la espalda y sí, cómo suenan las campanas de la iglesia, en todos lados y después sólo en la cabeza […] La visión de pueblo perdido me provoca desconfianza. La verdad es quizá menos emocional y difícil de entender, y se aparece a veces cuando admito la racionalidad. La luz es distinta de centro a norte, incluso en todas las ciudades de este país. Las horas se antojan lentas porque no hay qué hacer ni a dónde ir, sólo el fin de la conversación y la luz ordenan el tiempo. Las calles están vacías porque las personas tienen miedo».
Aquí soy engañosa. Finjo ser crítica de mi propio sentimentalismo, pero luego escribo un párrafo así y me echo de cabeza, de nuevo:
«Ayer encontré una centena de urracas en el parque. Estaban en los árboles, en el zacate que crece bajo los columpios, en las jardineras circulares con rosales y sobre todo en la tierra. De pronto la sábana negra levantó el vuelo, gorjeando, y dejó detrás una polvareda extensa».
¿Qué quiero escribir? Mis clases, mis profesores, mi vida académica también me insistían: ¿Pero qué quieres hacer? Es fácil escribir líneas con lirismo. Sólo tengo que hacer énfasis en el pasado celestial, la idea de crecer en la mediación entre el rancho y la ciudad, la vida colectiva que daba sentido a todo. Pero si quisiera entender qué ha sucedido con las personas, quiénes son, por qué están convencidas de que el lugar ha cambiado, eso no basta.
Converso con un matrimonio anciano, y la mujer me dice con tristeza que ya no queda nadie. El primer cambio es natural: la gente se está muriendo de vieja. Este matrimonio se iba de vacaciones con sus vecinos. Éramos como una gran familia, me dice, y luego mira a su esposo con amor. Éramos buenos vecinos, enfatiza él. Me cuenta que antes salían al porche a ver pasar a la gente, pero ya no pasa nadie.
Las nietas de la Cuauhtémoc íbamos al Colegio Isabel la Católica por las mañanas, caminábamos una o dos cuadras, y llegábamos a comer a la casa de nuestros abuelos. Mi madre y sus hermanas ocuparon los mismos salones que yo. La educación en tres palabras: buena, católica, barata. Las hijas de los trabajadores tenían el derecho, y lo tienen todavía, a un subsidio sustancial.
Antes, las hermanas instruían a las niñas en educación básica, pero también en religión y faenas prácticas, como costura y cocina. Yo no tuve esa educación sexuada, ni las tuve a ellas como maestras. Las veía como espectros que deambulaban por los pasillos, ofrecían regaños y expulsiones (pues eran las administrativas, las directoras), y, a veces, reían a carcajadas. Parecían pasarla muy bien entre los colegios, el convento y la iglesia. Las personas dicen que, antes, una hermana fungía como trabajadora social de la Cuauhtémoc. Pido detalles y me dan un ejemplo de sus labores: «Una vez una mujer fue y se quejó de su esposo porque gastaba todo el dinero en alcohol, y la hermana arregló todo para que se lo dieran a ella directamente».
El colegio comenzó a aceptar varones después de 2001, por requisito de la Secretaría de Educación.
Cosas que no han cambiado y saltan a la vista:
— El cuadro de Eugenio Garza Sada, que descansa sobre los pizarrones de todas las aulas, entre la Virgen de Guadalupe y un crucifijo. El retrato de la fundadora, María Inés Teresa Arias, no está en los salones, pero sí en la dirección.
— Los uniformes. Las faldas grises de tablones, los zapatos negros y las calcetas azules todavía son una visión común en la Cuauhtémoc.
— Las misas, el primer viernes de cada mes.
En su oficina, la directora dice algo que llama mi atención:
“Los niños aquí son mucho menos clasistas que en otros colegios. No lo digo porque sean creyentes, más bien porque todos son hijos de obreros o mandos medios. No son ricos. Hay gente que viene desde San Pedro y luego luego se nota la diferencia. Vienen de otros colegios y llegan diciendo que sus nuevos compañeros son nacos. Pero, pues, sus padres quisieron meterlos aquí. La gente confía en nosotras y nos busca porque les gusta la imagen de las monjas educadoras”, se carcajea.
El comentario me parece interesante porque sugiere que ya ha conversado sobre eso con las demás. Recuerdo algo que leí: la microhistoria está llena de paja. Hay detalles y nimiedades, pero el microhistoriador los recopila obsesivamente, como pequeños tesoros. Pienso que muchas veces lo esencial está ahí, a plena vista, porque son las otras personas quienes le conceden importancia.
Reproduzco otro fragmento de mis primeros textos, uno que también es emocional, pero mantengo porque considero verdadero. Un profesor me dijo que leía el amor en mis líneas, la emoción que me provocaba el tema. Lo dijo como una virtud. Le confesé que me daba miedo academizar mucho el texto que quería escribir. ¿Qué quiere escribir?, me preguntó. Supongo que algo que conserve el pasado y honre a mis muertos.
«Quizá los relatos son la reencarnación del recuerdo, pero cobran otro sentido para quienes han vivido aquí toda su vida. Estas personas conviven con el pasado de manera cotidiana, caminan por lugares que ahora se elevan, monumentos de antaño. Es el caso de mamá, que volvió a casa de mi abuela cuando ella murió, su casa de la infancia y después de la adultez. Hoy caminamos por la Cuauhtémoc, nos detenemos en un parque que divide el jardín de niños de la primaria, aquí donde coincidimos mi hermano y yo un par de años. Nos sentamos en una banca de piedra, helada por el frío de diciembre, y noto que ella se ha quedado callada mirando hacia los columpios. A esta plaza nunca vengo, dice. No le pido una explicación».
Para ahondar en las citas: González y González, Luis, Todo es historia, México, Ediciones Cal y Arena, 1989.
@apgarzag