Narrativa

Temporada de Jacarandas

I

Llevábamos pocas horas bajo la sombra de las flores incandescentes del flamboyán. El sol era implacable, casi como un desafío contra la lluvia de la noche anterior que llegó a empapar la madrugada. Las grúas del seguro eran más lentas de lo usual por las vacaciones de Semana Santa. Ya era la quinta vez que repetía la misma descripción insatisfactoria: “Le entregué el coche al valet como a las ocho. Hora y cuarto después, me regresó las llaves y nos dirigió hacia donde estaba estacionado. Nos enseñó que no encendía y se fue. Lo revisamos y nos dimos cuenta de que alguien abrió el asiento del copiloto y se robó la computadora del coche. Ahora no funciona y el valet ya se desapareció.” Me dolía inmensamente que esto hubiera pasado a dos cuadras de la escuela en la que estuve dieciséis años. Me quería ir a casa, pero mis opciones se reducían a quedarme sentado en la acera junto a un charco mientras llegaban los del seguro o ir al Ministerio Público y explicar lo mismo otras tres o cuatro veces. Opté por la primera. Después, Sofía me acercaría a Chimalistac, pero en ese momento el calor se me hacía insoportable y sólo quería encontrar un refugio. Cerrar una puerta con llave, la que fuera.

Sofía y yo estábamos sentados en el lado de la calle que tenía sombra, a pesar de que la coladera estaba tapada y la acera estaba arrugada y quebrada por la fortaleza de las raíces del árbol de lumbre. El agua polvorienta ocultaba las suelas de nuestros zapatos, pero era preferible a estar del lado del sol. Las fresas silvestres y las diminutas flores blancas escondían la peregrinación de hormigas en el submundo del pavimento roto y me hicieron olvidar momentáneamente que me habían robado y que habían convertido a Vincent (mi coche, llamado así porque un camión le voló el espejo izquierdo en un cuello de botella) en poco más que una cáscara de metal azulado. Cuatro horas antes, la nostalgia me había vencido y convencí a Sofía de ir a desayunar chilaquiles verdes al restaurante en el que comía solo en la prepa todos los jueves mientras leía. Ahora, ella me acompañaba por solidaridad y me propuso llevarme a casa cuando llegaran los del seguro. Salvo por una llamada a la policía y otra al seguro, la espera había sido silenciosa, hasta que le llegó un mensaje a Sofía, lo vio de reojo y me preguntó si ya me había contado de Miranda. Dijo que la había conocido tres años antes, en la Facultad de Música, porque estaban en la clase de solfeo y ambas traían el mismo suéter amarillo. Yo tomé una rama corta y empecé a mover los pétalos rojos que flotaban en el charco. Imaginé un naufragio mediterráneo en aguas turbias. Cada vez que se hundía la embarcación, conseguía otra para perderse también en la oscuridad y recordé aquellas líneas que Kipling atribuyó a marineros fenicios:

Dioses, no me juzguéis como un dios,

sino como un hombre

a quien ha destrozado el mar.

Uno no puede evitar maravillarse ante un mundo en el que coexisten el polvo y las flores.

Sofía relataba que Miranda era perfecta: también estudiaba letras clásicas, hablaba ruso, latín, griego, alemán, etcétera, etcétera. En una de ésas, hasta acadio. Y llevaban tres años dándose vueltas como zopilotes hasta que le ofrecieron una beca en la Universidad de Padua. El día en el que Sofía me acompañaba con paciencia infinita y demasiada generosidad, Miranda había llegado a Roma y esperaba su segundo vuelo. No se volverían a encontrar. Después, describió durante quince minutos cómo a Miranda le encantaba irse al bosque a acampar llevando sólo un cuchillo. Me hubiera gustado imaginarla como el tipo de persona que, si se peleaba con Dios, pensaría que ella tenía la razón, pero sé que Sofía tiene mejor juicio.

Le pregunté si estaba bien o si quería hablar de ello, pero me dijo que prefería no hacerlo. En cambio, me preguntó cuál era el mejor partido que había dejado ir. Mi mente se fue inmediatamente hacia Abril y, después, hacia una serie de incógnitas ociosas: ¿existe un mejor partido? ¿La dejé ir? ¿O más bien me expulsó de su vida? La respuesta corta —y la que murmuré— es que no lo sabía. La respuesta larga empezaba por decir que “Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa…”. Pero me quedé con la corta, porque me aterran las palabras. Decir (o peor aún, escribir) algo es dar una sentencia de realidad, es casi admitirlo, darle una forma en el mundo.

II

Cuatro años y tres semanas antes de ese domingo de Semana Santa, intenté empujar la puerta del café “La serpiente emplumada”. No tuve éxito. Mis manos tiritaban un poco por el frío y más por los nervios. Dejé los guantes en Vincent, que estaba en la agencia por su oreja mochada. Me vi obligado a levantar la vista del piso tapizado con flores parecidas a cuernos violetas y a acomodar mi mochila con cosas para el gimnasio y la universidad. Pensé que, cuando estuviera sentado con Abril, ella me preguntaría qué cargaba y le diría jugando que mi traje de antropólogo. Así le explicaría que estaba haciendo una etnografía que intentaba estudiar los rituales de los hombres en los gimnasios, casilleros y regaderas y podríamos bromear, para romper el hielo. Pero no me preguntó nada sobre eso.

Vi la etiqueta sobre la manija y jalé la puerta de metal negro. Empequeñecido, entré al café con una pena agigantada. Entonces, al igual que ahora, no sabía cómo actuar en ese tipo de situaciones. El café tenía dos pisos: el primero era de piedra desnuda y vigas de hierro cubiertas de pseudopoemas puestos con magnetos por los comensales. Un haikú particularmente malo decía Evening to whisper/ Silent dawn around your lips/ A thunder to cry. Nunca me conmovió, pero todas las veces que regresé al café lo vi, ridículo, invicto y separado del resto, a la altura de mis ojos. En la esquina del lado derecho de la puerta había una tarima con una periquera vacía, un micrófono negro mate y una guitarra acústica de verde chillón, de esas que no necesitas escuchar para saber que estarán desafinadas. Al lado, una chica con un impecable suéter blanco tejido leía La sonata a Kreutzer mientras ignoraba su pollo a la salsa bernesa. Más ignorado aún estaba su acompañante, que la veía con algo que podría parecer fascinación, pero quizá se confundía con una extrañeza absoluta. Había una barra en el fondo, que anunciaba smoothies de yogur griego con moras.

Di unos pasos y me oprimió ver a Abril en el segundo piso, con un vestido negro lleno de pétalos azules y un suéter con cuello redondo. Me encantó cómo resaltaba su cuello esbelto. Las manos alargadas de Abril escondían un tarro de cristal con hielo morado. Sus rasgos eran tan definidos y pálidos que, si no hubiera sido por la intensidad de sus ojos, la hubiera dado por mármol. Pasé junto una mesa con dos estudiantes peleándose por su trabajo final sobre la polarización de las elecciones estadunidenses (o algo así, no pude oírlos tanto como hubiera querido), subí las escaleras con rodillas temblorosas, vi unos anuncios en la pared sobre clases de tarot y saludé a Abril. Esperé a que me preguntara si quería bajar por algo de tomar y, más bien, me invitó a sentarme. A lo largo de este manojo de años he regresado a este momento para darme cuenta de que la omisión me hirió de la misma manera que cuando me enteré, en una tira de Mafalda, que Santa Claus no existe. La magia había muerto, pero cualquier momento anterior era hermoso y preciado. Varias veces he pensado que Abril y yo no funcionamos porque no me preguntó nunca si quería ir por algo de tomar. Y tampoco me preguntó por la mochila.

Con mi garganta seca y sometido al repugnante calor húmedo de marzo, coloqué mis cosas entre las patas de la silla y la mesa, que era un tristísimo acetato del Tristán e Isolda de Wagner dirigido por Kleiber. Su función se había reducido a aguantar malteadas, cacahuates, algún juego de mesa y, en este caso, un smoothie solitario. Abril me preguntó si todo estaba en orden. Seguramente notó que mis ojos saltaron al primer piso y que tenía mis dudas sobre si sentarme o quedarme parado. “Sí, sí. Todo bien, ¿tú qué tal?” respondí casi mecánicamente, sin hacer contacto visual y ocultando mi horror por la cercanía al barandal transparente. Hay toda una colección de cosas que jamás le dije a Abril, que iba desde mi horror por las alturas, hasta cómo su mirada fija y color avispa me daba más vértigo que los tres metros de caída.

Quizás para protegerme, olvidé nuestra conversación casi por completo. Sé que Abril me contó de su tesina sobre el Dichten Denken de Heidegger y la novela Narziso y Golmundo. No recuerdo la relación entre ambos. También me acuerdo de que hablamos sobre la música de cámara de Schubert y sobre el exnovio de Abril, que escribió un cuento sobre el estafador de Coyoacán que supuestamente es un dramaturgo y revende boletos falsos frente al kiosco. Recuerdo, más bien, que cuando empecé a hablar, ella bajó la mirada y comenzó a mover sus manos, que yo no alcanzaba a ver. A lo largo de mi monólogo, en el que seguramente tropecé una y otra vez, porque mi seguridad en mí mismo se volvía más pequeña con cada palabra, tenía la impresión de que veía su celular mientras me escuchaba a medias. Mi inseguridad empeoró cuando logré regresarle la palabra y me recitó un soneto a las jacarandas, de belleza aplastante y totalmente fuera de mi comprensión, más intimidante que sus ojos primaverados, que sus ideas y que sus omisiones. La conversación regresó a la incomodidad. Si hubiera visto que las manos de Abril estaban ocupadas jugando con los botones como perlas de su suéter verde y no con su celular, tal vez nos hubiéramos entendido. Pero pensé ingenuamente que después podría arreglarlo todo. Entonces, cuatro años y tres semanas después, decidí romper el silencio. “Sofía, ¿alguna vez te conté de Abril?”

III

Le di unos detalles sobre Abril a Sofía. Suficientes como para que entendiera por qué me atraía tanto después de años de desencuentro y silencio. Le dije que Abril escribía poesía, se sabía a Borges al derecho y al revés, y que era muy brillante y liviana, casi como un pétalo suspendido en el aire. Omití que, poco a poco, representó esa vida que nunca tuve, pero siempre quise. Ella tenía veladas bohemias con sus amigos, que parecían hechos de luz de luna y vino. Iban a museos y salas de conciertos, se encontraban en parques para ver atardeceres y en azoteas para contar estrellas. Mientras tanto, yo llevaba poco menos de veinte años de sentirme solo e incomprendido. Callé que cada vez la imaginaba mejor y era menos capaz de saber cómo era en realidad. Noté que mi deseo y su representación se podrían anteponer a la realidad y a su posibilidad como persona. Así que hice un esfuerzo consciente por salir de su vida.

Tampoco dije que la había visto, a lo lejos, en septiembre, y que no nos saludamos. Fue en la sala de conciertos del Palacio de Bellas Artes, justo antes de que Veronika Eberle tocara el concierto de violín de Brahms con la Orquesta Sinfónica de Montreal. Mis dos boletos y yo fuimos a sentarnos solos, y la ausencia de Adela, que me dejó plantado, se mezcló con alguna mirada amielada de Abril y con la embriaguez de la multiplicidad de la vida en el primer movimiento de Brahms. Hay momentos victoriosos, punzantes, nostálgicos, pero los dolorosamente hermosos me saltaron como nunca. Esa noche, soñé primero que intentaba abrazar a Adela y que le daba asco, casi como si oliera a cadáver y todos, excepto yo, se dieran cuenta. Cada persona me veía con desprecio y caras largas. Al despertar, tomé un vaso con agua. Volví a acostarme y soñé después que Abril y yo estábamos en algo parecido al fondo de una pecera inmensa. El piso era cobalto y tenía algas vivas que apuntaban a un cielo sin límites con nebulosas púrpuras, rosas y azules brillantes que triunfaban sobre la oscuridad. El olor fresco a lavanda y mandarina era apenas sugerente. Las paredes estaban cubiertas de tulipanes u orquídeas en flor que palpitaban como si tuvieran pulso y respiraran. Los dos sentíamos el alivio del llanto, nos sonreíamos. Nuestras palmas se tocaban en sintonía. Encajaban, como si fueran perfectamente planas. Su mirada no me pesó. Desperté cinco minutos antes de que sonara mi alarma. Vi que tenía un mensaje de Abril, como si hubiéramos compartido ese tierno momento de complicidad. Tampoco dije que acabé mi relación con Adela poco tiempo después. “¿Al final qué pasó?”, preguntó Sofía. “Ah. Pues nada. Ahora tiene un novio y se ven muy felices. Me da gusto por ambos”, contesté. Lo dije en serio.

IV

Llegó la grúa del seguro. Me explicó que la cámara de seguridad de la esquina era de las nuevas del gobierno de la ciudad. De esas que todavía no funcionan y tal vez nunca lo hagan, pero ya pusieron porque asumen que una apariencia es suficiente para sustituir, aunque sea por un rato de ingenuidad, una cosa que funciona. La grúa se llevó lo que quedaba de Vincent al mecánico y Sofía ofreció acercarme a mi casa. Me gusta que Sofía me deja estar en silencio. Vi por la ventana cómo la ciudad se estaba pintando de azul violáceo. Era la temporada en la que la bóveda blanca de contaminación y nubes se rompe, y el cielo comienza a verse como se supone que se ve un cielo. Ésta es una ciudad distinta a la Ciudad de México de mi memoria, separada de la real, tan plural, imposible y pesada. La que puebla mis recuerdos como pequeños ácaros sedientos es monolítica, melancólica, constante, en la que se funden las jacarandas jóvenes, el cempasúchil de los muertos y las mariposas monarcas que anuncian el invierno. Las calles se cubren de arcos de papel picado que cuelgan de las luces de navidad y las banderas tricolores, algunas verdes, blancas y rojas, otras, más antiguas, deslavadas, cafés, grises y anaranjadas. Recuerdo a Abril desde esta ciudad gris de la memoria, donde puedo volver a vivir. No sé si por egoísmo o inmadurez, tenía miedo de vivir bajo su sombra, pero también sentía que éramos inevitables. Sofía me dejó en el Parque de la Bombilla. Caminé poco hasta una banca debajo de tres jacarandas violetas, me senté en ella y esperé a que las flores muertas cubrieran mi cuerpo mientras me sumergía en el recuerdo.  

Narrativa

El Principito anotado por Napoleón Bonaparte

Según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador

“Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.”

Augusto Monterroso, El burro y la flauta

A mediados del siglo XV, Genmai, uno de los diligentes sirvientes del poderoso samurái que lideraba la península de Izu, servía el té a su maestro e invitados todas las mañanas. Dejó de hacerlo cuando lo decapitaron. El deshonor que resultó en el fin de su vida fue que no acomodó bien el arroz tostado que tenía en las mangas de su kimono. Planeaba comérselo apenas tuviera un descanso, pero cayó en el té verde de su amo, frente a todos sus invitados. Una vez que el suelo estuvo de nuevo limpio y que el cadáver fue arrastrado hacia un lugar más adecuado, el furioso samurái sorbió su té, a pesar de que pensó que ya se había arruinado, y le pareció bastante bueno. Exclamó que el retrogusto a nuez tostada era exquisito. En agradecimiento al muy muerto Genmai, le puso su nombre a la mezcla y la tomó cada mañana, ahora preparada por un nuevo sirviente, que seguramente vivía aterrado. Ahora puedes comprar genmaicha (o el té de Genmai) en casi cualquier súper oriental o casa de té.

El nueve de noviembre de 1989, Günter Schabowski, jefe del Partido Socialista Unificado de Alemania en Berlín oriental, se confundió y anunció accidentalmente la eliminación inmediata de las restricciones de viaje entre las dos Alemanias. Harald Jäger, a cargo del control de pasaportes en uno de los puntos de cruce entre ambos berlines, quedó abrumado por la masa de alemanes deseando ir al otro lado, recibía insultos en lugar de instrucciones claras de parte de sus superiores y abrió la frontera. Una cosa llevó a la otra y, horas después, cayó el muro.

En una representación escolar de El peatón del aire de Ionescu, se le despegó la mitad del bigote falso al empleado de las pompas fúnebres y, en un momento de genialidad, gritó que se le empezaba a caer el bigote por el coraje. Lo lanzó a la persona con la que discutía y, con ese accidente, se estableció el universo de lo posible durante las dos horas que siguieron y se creó el tono de la obra completa.

La grandeza humana y los errores son la cabeza y la cola de un uróboros, una serpiente que se devora a sí misma. Admito desconocer cuál es la cabeza y cuál la cola, pero sobra señalar lo sencillo que es confundir la grandeza y genialidad con lo accidental y errado. Eso sucedió cuando llegó la segunda edición de Cien años de soledad a Ecuador. Sol Ramón Chávez-Leinos, uno de los más importantes distribuidores de libros de la ciudad de Cuenca, mandó una carta de reclamo enfático a Editorial Sudamericana, que recién había publicado la última novela de García Márquez. Los ejemplares le llegaron demasiado cerca de Navidad como para que los devolviera y sus portadas, así como sus lomos, tenían la “E” de Soledad al revés.

Él lo desconocía completamente, pero esa “E” inversa fue el resultado de una decisión meditada y meticulosa de diseño. En su ignorancia y falta de sensibilidad, modernidad, gusto o tolerancia, el respetable señor se vio obligado a raspar la portada hasta que desapareciera la “Ǝ”. La rehízo con cuidado y brutalidad usando un abominable marcador permanente rojo, libro por libro. No pidió un reembolso, porque los regaló —a pesar de una vergüenza demoledora— con una ridícula tarjeta amarillenta en la que escribió en cursivas que pedía disculpas por el descuido de Sudamericana. Pensó que se trataba de un error de impresión y arruinó irremediablemente la pasta de varias segundas ediciones que estaban en perfecto estado.

Algunas décadas después, Sol Ramón Chávez-Leinos II, fundador de la editorial Chávez-Leinos, se equivocaría y, en lugar de pedir una reimpresión de El príncipe de Maquiavelo con las notas y comentarios de Napoleón Bonaparte que encontraron las fuerzas prusianas tras la batalla de Waterloo, el nuevo editor engendraría una pésima versión de El principito de Saint-Exupéry con las notas del emperador francés. Así nació el texto con un título deliciosamente barroco y de una solemnidad absurda: El principito anotado por Napoleón Bonaparte, según la edición del notable Sol Ramón Chávez-Leinos, segundo de su nombre, editor de la famosa ciudad de Cuenca, Ecuador.

A pesar de la evidente imposibilidad temporal de un libro con un texto posterior a las notas a pie de página que lo comentan, hay fragmentos que le dan verosimilitud a esta quimera. Por ejemplo, en la novelita de Saint-Exupéry, el narrador le ofrece al Principito una estaca y una cuerda para atar a su cordero imaginario, y la edición napoleónica tiene una nota en la que el emperador aclara que esas precauciones son inútiles en su caso, porque son muestras claras de debilidad. Similarmente, en el fragmento en el que la comunidad científica discrimina a un astrónomo por llevar un fez en la cabeza y no lo escucha hasta que se viste como occidental, Napoléon comenta que una cosa así nunca le sucedería, pues su nombre impone lo suficiente como para que todos doblen su voluntad.

No obstante, queda claro que la mayoría de las notas indicaban que algo había salido muy mal en la edición. Algunas no tenían sentido, otras eran demasiado arrogantes y bruscas para un libro leído (usual, pero no exclusivamente) por niños.   Un pintor y escultor que observó con cierta distancia los fascinantes y accidentados artificios de la familia de los Sol Ramones me confesó que, ante la confusión y el caos que reinaban en la editorial Chávez-Leinos, Sol Ramón III contempló la posibilidad de argumentar que las notas habían sido escritas por Napoleón III y no por su tío, Napoleón I. Eso hubiera disminuido la imposibilidad temporal de 128 años a 70, suficientes como para que nadie —según él— se diera cuenta. Además, le daría sazón al invento y una hermosa simetría: hay una edición de El Príncipe anotada por Napoleón “el grande” y una de El Principito anotada por Napoleón “el pequeño”. Pero la Navidad ya se acercaba y no le dio tiempo de ocultar y embellecer el error de su padre. Por lo tanto, El principito anotado por Napoleón Bonaparte según la edición de etc., etc. se imprimió, la familia Chávez-Leinos fue inmortalizada y ahora es posible conseguir un ejemplar en casi cualquier librería que se respete. La contribución a las notas a pie de página como género literario ha sido incalculable. El día de hoy, es posible leer disertaciones, asistir a seminarios en línea o incluso añadir tu tesis doctoral al montón que se ha escrito sobre un libro que no debería existir.

A Vicente Rojo, creador de la Ǝ

Ensayo

Apuntes sobre la poesía como memoria y sentires cristalizados

1

En su ensayo Against Interpretation, Susan Sontag sostiene que, desde la crítica de Platón, el arte ha tenido que aprender a defenderse. Para él, el arte era inútil porque intentaba imitar al mundo que percibimos, que no es más que la representación imperfecta del mundo de las ideas. Aristóteles justificaba a la poesía porque veía en la tragedia una oportunidad de catarsis: ir al anfiteatro ofrecía la posibilidad de purgar los sentimientos negativos de la audiencia, como una terapia. Sir Philip Sidney defendió a la poesía por su capacidad de cambiar al mundo y, también, de liberar al poeta de él.  

Pero ¿es en verdad necesario encontrar una función de la poesía? ¿Su valor depende de su utilidad? No realmente. Sostengo que, para las personas que en verdad aman cualquier tipo de arte, éste no necesita una razón de ser, basta simplemente con que sea. En las palabras de Noé Jitrik: “el poder de la literatura consiste en la literatura misma”.[1]

2

A mi parecer, hay justificaciones internas y externas de la literatura. Las primeras son de las personas de letras para las personas de letras, mientras que las segundas se aventuran fuera de ese mundo. Son dos discusiones distintas, casi como si en una se tuviera una charla amable con un grado alto de complicidad, mientras que en la otra se rogara para evitar la violenta expulsión de los poetas de la República.

Las internas se basan en una premisa sencilla: la literatura se justifica por sí misma. La literatura es un fin antes que un medio. A diferencia del martillo o la silla, no es necesario que un poemario sea capaz de quitar el clavo de la pared o que me pueda sentar sobre él para que tenga valor. Su mérito no descansa en su utilidad. Basta con haber amado un libro para compartir esta posición.

La justificación externa es más compleja. El problema empieza con el hecho de que la literatura está dos veces marginada: primero, porque la postura hegemónica sobre las actividades humanas dicta que, para que sean valiosas, tienen que ser instrumentales, servir para algo. Segundo, porque la literatura no suele tener alguna pretensión de decir algo generalizable ni objetivo. Entonces, la justificación externa busca convencer a nuestros contemporáneos de que leer, digamos, a Emily Dickinson aporta algo a su mundo. Este texto está más cerca de las justificaciones externas que de las internas.

3

La literatura puede tener muchas funciones distintas: puede presentar aporías, hacer tangibles las ideas de otros, transportarnos a mundos distantes, hacernos olvidar una pena y escapar, entre muchas cosas más. No sostendré nunca que éstas sean las razones principales para apreciarla, porque la literatura es mucho más que eso. A pesar de ello, no se debe subestimar el valor que puede tener la literatura como repositorio de la memoria.

El objetivo de este texto es, primero, tratar a la poesía como una cápsula del sentir y de la memoria humana. Y, segundo, mostrar por qué eso es esencial y urgente.

4

Como Antonio Alatorre apuntó, la lectura es un proceso intersubjetivo. Al escribir, el autor destila su experiencia subjetiva en lenguaje y, a su vez, el lector está sumido en su propio mundo igual de parcial y empapado en vida cuando se encuentra con lo escrito. Es tan simple como decir que hay tantas poesías como combinaciones de lectores y autores.[2]

Leer sería, entonces, un encuentro de dos mundos. Lo quiera o no, la obra de un autor emana de su momento, sus valores, su experiencia, los temas que le apasionan y muchas otras cosas más. La obra encapsula el mundo según lo vivía quien lo escribe. Y que la literatura preserve el mundo con la densidad vital de Virginia Woolf no es poca cosa.  

5

A finales del siglo XII a.C., los complejos de palacios de Micenas estaban en llamas. Posteriormente, serían ruinas. Parece ser que una combinación de cambio climático, epidemias, saqueos de piratas y migraciones masivas tuvo como consecuencia el colapso de casi todas las civilizaciones de la Era de Bronce. Con el fin del micénico y el inicio de una “edad oscura”, Grecia y las islas del Egeo regresaron al analfabetismo.

Emily Wilson sostiene que los relatos y mitos de ese período reflejaban el recuerdo y las fantasías sobre las culturas micénicas y minóicas, ambas perdidas. La Odisea se compuso como un poema oral en ese período y muestra un pasado heroico en el que hay inmensos palacios con puertas de bronce y columnas de plata, donde grandes reyes comían carne y bebían vino mientras las mujeres tejían lana púrpura y los dioses se ocultaban entre las personas, para guiarlas y darles regalos lujosos.

La lectura de la Odisea nos pone frente al sentir de generaciones que memoraban un pasado distante con melancolía y pensaban que habían perdido la abundancia y el favor de los dioses. No quedaron más huellas que los vestigios y las palabras.

6

El corpus de la literatura anglosajona comprende todo lo escrito en inglés antiguo entre el siglo VII de nuestra era y la batalla de Hastings, de 1066. Los anglosajones tenían una tradición larga de poesía oral y comenzaron a escribir con la expansión del cristianismo, que llegó al reino de Kent en 597.

Los poetas anglosajones (llamados scops) eran la memoria viva de la comunidad en la que habitaban. En una sociedad mayoritariamente analfabeta, el acceso que tenía la gente al pasado histórico se limitaba a las canciones de los poetas. Y la poesía anglosajona estaba centrada en tratar al pasado pagano con un tono elegíaco.

Beowulf nos acerca a la visión que tenía su autor del mundo desaparecido de sus antepasados en Dinamarca y Suecia. Y adoptar el cristianismo obligaba a los anglosajones a enfrentarse al hecho de que estaban condenando a sus ancestros a las consecuencias de no estar bautizados. Leer The Wanderer nos sumerge en un mundo en el que ser exiliado es desgarradoramente doloroso por la distancia que impone con la familia y la tierra, pero también con un señor feudal. Las dos relaciones más fuertes para el hombre anglojasón eran esas: aquélla con su familia y aquélla con su señor. El contraste que ofrece ese poema entre las heladas brutales y las cálidas salas de banquetes donde los señores fuertes daban regalos a sus siervos es, en las palabras de Crossley-Holland, la poesía de amor de una sociedad heroica.

En la poesía anglosajona hay un sentido profundo de honor, lealtad y el destino ineludible. También hay ogros en los pantanos, dragones que esconden tesoros en cuevas, linajes que conectan a los reyes con Odín e imágenes sorprendentes: mares como caminos de ballenas, una lanza como la serpiente del escudo. Todo eso conformaba un mundo que, al igual que todos los demás, dejó de existir. Ahora queda su historia y su sentir.

7

Guam es una isla estratégica en el Océano Pacífico, al lado de la fosa de las Marianas. Fue colonizada en el siglo XVI por los españoles, anexada por los estadunidenses en 1898, ocupada por los japoneses en 1941 y controlada de nuevo por los Estados Unidos en 1944. Ahora es un territorio no incorporado de los Estados Unidos, donde se aplica su constitución a medias y los pobladores son tratados como ciudadanos de segunda clase.

Los indígenas de la isla, los chamoru, han sido víctimas de un genocidio que casi acabó con toda su población, de intentos de aniquilar su lenguaje y tradiciones, así como de toda la barbarie que conlleva ser una colonia desde hace casi medio milenio. Además, la isla sufre de súper-tifones y otras formas de desastres naturales que serán cada vez más graves conforme se vayan extinguiendo los corales. Por ello, la crisis climática amenaza seriamente la habitabilidad de la isla.

La obra poética poscolonial y ambientalista de Craig Santos Perez refleja la memoria del pasado y la consciencia de la fragilidad del futuro. Por dar dos ejemplos, Without a Barrier Reef trata sobre aquel futuro en el que el poeta tendrá que explicarle a su hija que los corales en el mar y sus peces están muertos, y su poema from achiote va sobre la importación de esa planta latinoamericana a Guam, la abuela de Santos Perez, y sobre San Vitores, un jesuita que bautizó a la hija del jefe chamoru Mata’pang sin su permiso. Mata’pang mató a San Vitores y, como castigo, los españoles lo ahogaron y redujeron la población de Guam de 200’000 personas a 5’000 en dos generaciones.

Craig Santos Perez pone en el centro de nuestra imaginación a aquellos grupos que sufrirán más por la catástrofe climática de nuestro futuro cercano y cristaliza la memoria de la opresión del pueblo chamoru. En sus palabras, “My hope is that these poems provide a strategic position for “Guam” to emerge from imperial “redúccion(s)” into further uprisings of meaning”.[3] En este sentido, su obra hace algo esencial y urgente.

8

Jorge Luis Borges imaginaba que su escritura era vana, porque si algo no lo escribía él, alguien más lo haría. Es como el teorema del mono infinito, que afirma que, en un lapso sin fin, un mono inmortal frente a un teclado escribirá, sin duda, Hamlet. Pero la idea de Borges está fundamentalmente equivocada, porque no enfrenta que todo es finito y que la humanidad no es inmortal. No hay ninguna certeza real de que haya humanidad en cien años. Cada obra es producto de su mundo, y miles de mundos se desmoronan cada día.

9

El poeta arábigo andaluz Ben Chaj escribió en el siglo XI un poema sobre la despedida de su amada. Describe cómo se iba en un palanquín sobre lomos de camellos y sus lágrimas reptaban sobre las mejillas como escorpiones sobre rosas. Esta descripción es distante a mi mundo y, sin embargo, me conmueve hasta la médula. Un mundo muerto de hace un milenio es perfectamente capaz de irrumpir en el mío con una fuerza indescriptible e insospechada. La historia y la poesía son capaces de funcionar como repositorios de la memoria, pero mientras que la primera suele estar interesada en entender, la segunda está interesada en sentir. En la lectura de la poesía, no se accede a la memoria del autor, sino que se empatiza con ella. No es una hermenéutica, porque no se trata de entender el mundo del texto, sino de darle nueva vida.

El último Estado musulmán en la península ibérica cayó en 1492 y ha habido incontables intentos para erradicar la herencia arábiga en el mundo hispánico. Pero las semillas de la poesía arábigo-andaluza fueron suficientemente fuertes para superar al olvido y florecer como tiernos azahares en la memoria de otros, como la de García Lorca. Mientras quede un poema, seguirá habiendo humanidad.

10

En uno de los cuentos que más me gustan, Mircea Cărtărescu se pregunta sobre Ovidio:  

¿Se pronunciará su nombre en este mundo al cabo de otro milenio? ¿Se leerán aún sus Fastos dentro de un millón de años? Después de que el sol se apague y la galaxia se desintegre y se produzca la muerte térmica del universo infinito, ¿volverá a recitar alguien siquiera dos versos, con ritmo elegíaco, sobre los rizos de las damas elegantes y sus cajitas de marfil con afeites? Por supuesto que sí, por supuesto que sí. Puesto que han brillado en otra época, brillarán para siempre, más allá del mundo físico y de su terrible destino, en un espacio distinto al del polvo y el olvido. Pues, como dijo Mallarmé, «el mundo sólo existe para llegar a un libro».[4]

11

La poesía contiene la fuerza de vidas que se niegan a dejar de ser sentidas y la memoria de mundos que se rehúsan a dejar de ser experimentados. Sartre dijo que es claro que los libros “no tiene[n] utilidad práctica directa […] que no existe libro alguno que haya impedido a un niño morir”[5], pero basta con un poema para salvar un mundo entero de una muerte probable, cruel e injusta.


[1] Noé Jítrik, “Introducción”, en Jean Paul Sartre et al., ¿Para qué sirve la literatura?, trad. F. Mazía, Buenos Aires, Proteo, 1966, pp. 10.

[2] La frase es de Fiacro Jiménez.

[3] Craig Santos Perez, “Preface”, en su libro from unincorporated territory [hacha], Oakland, Omnidawn, 2017, p. 11.

[4] Mircea Cărtărescu, “Pontus Axeinos”, en su libro El ojo castaño de nuestro amor, trad. M. Ochoa de Eribe, Madrid, Impedimenta, 2016, p. 68.

[5] Jean Paul Sartre, en Jean Paul Sartre et al., ¿Para qué sirve la literatura?, trad. F. Mazía, Buenos Aires, Proteo, 1966, p. 93.


Antonio Alatorre, “¿Qué es la crítica literaria?”, en su libro Ensayos sobre crítica literaria, Ciudad de México, El Colegio de México, 2012, pp. 43-57.

Craig Santos Perez, from unincorporated territory [hacha], Oakland, Omnidawn, 2017, 104 pp.

Craig Santos Perez, “Without a Barrier Reef”, Cog Literary Journal, 2018, https://www.cogzine.com/copy-of-matt-zambito, consultado el 6 de julio de 2020.

Emilio García Gómez, Poemas arábigo-andaluces, Buenos Aires, Austral, 1940, 188 pp.

Homer, The Odyssey, trad. E. Wilson, Nueva York, Norton, 2018, 582 pp.

Jean Paul Sartre et al., ¿Para qué sirve la literatura?, trad. F. Mazía, Buenos Aires, Proteo, 1966, 106 pp.

Kevin Crossley-Holland, The Anglo-Saxon World: An Anthology, Nueva York, Oxford University, 1999, 308 pp.

Mircea Cărtărescu, “Pontus Axeinos”, en su libro El ojo castaño de nuestro amor, trad. M. Ochoa de Eribe, Madrid, Impedimenta, 2016, pp. 45-68.

Susan Sontag, “Against Interpretation”, en su libro Against Interpretation, Nueva York, Farrar, Strauss & Giroux, 1966, pp. 3-14.

Narrativa

Carta a un ensayo escrito a las tres de la mañana

Estimado ensayo:

Antes que nada, quiero disculparme contigo, porque sé que no te hice justicia. No creas que no me interesas. Me interesa el cambio de paradigma en el derecho administrativo mexicano a nivel municipal tanto como a cualquiera. No eres tú, soy yo. Sólo sucede que tomé tanto café que no me reconocí en el fondo tembloroso de la sexta taza y, por lo tanto, gasté mis energías en ordenar todos mis libros por colores, para concluir que ni de lejos soy el tipo de persona que pondría sus libros por colores y regresarlos a orden alfabético.

Sé que estás plagado de falacias argumentativas, lugares comunes, párrafos de una sola oración y puntuación tan extraña que hubiera perturbado un poco a Saramago. Veo que tus márgenes son un poco más grandes que lo usual, y que eres mucha paja y pocos alfileres, pero, por favor, tenme paciencia. ¿No ves que intento sobrevivir?

Y me queda claro que pude haberte empezado hace dos o tres meses y de eso nace mi apología, pero los ocupé para descansar del estrés inducido por no haberme preparado con antelación para las demás entregas. Pero no te sientas mal, ensayo. Tienes el mundo por delante y sólo soy un pequeño tropiezo en tu camino. Estás condenado a no ser un árbol, es cierto, pero quizás en otra vida envuelvas carne, te hagan un avioncito o un panfleto para promocionar fletes y mudanzas. De una u otra forma, tendrás un destino más digno que ser mi tinta escurrida.

Y no es tu culpa que tenga problemas de compromiso. Tuve una mala experiencia con mi primer ensayo, y tú sabes que después de eso puede ser difícil volver a confiar. Por ello, en lugar de escribirte, vi un video de cuarenta minutos sobre la historia de la cuchara, otro de un japonés que hace cuchillos de tofu y la final del mundial de Tetris: ganó un tal Joseph Saelee, joven de 17 años que decidió seguir sus sueños. Él sí se ve feliz. Te evadí no porque no me intereses, sino para no abrirme a la posibilidad de que nos lastimáramos.

Quiero que sepas que me siento terrible por haberte entregado así, además de que ahora mi ocio está acechado por la culpa. El asunto es que me han repetido hasta la náusea que debería trabajar duro toda mi juventud para que, cuando tenga edad de retiro, pueda empezar a vivir, ¿pero qué calidad de vida es esa?

Besitos, 

Armando

Narrativa

La rosa de Wittgenstein

Moritz Schlick esperaba solo y en el marco de la puerta del Seminario de Matemáticas de la Universidad de Viena, sobre la calle Boltzmanngasse número cinco y escondía su sonrisa parabólica y mecánica. Estaba tan emocionado que no podía pensar con claridad, su atención iba y venía como una onda en un plano cartesiano, quizás un coseno torcido, y su recuerdo más preciado de la niñez le asediaba. Pensó sobre cómo se sentía -algunos dirían que como niño en mostrador- cuando tenía cinco años y su papá lo llevaba a comprar reglas metálicas y otras herramientas de precisión. ¿Habrá algo más bello que un instrumento bien hecho? Todavía guardaba una colección de las reglas en el tercer cajón de su buró, a 13.00 centímetros de distancia de su cama, que hoy tendió con más velocidad que lo que acostumbra, así que tal vez quedó ligeramente arrugada. La dispersión de su pensamiento le angustiaba, pero no lo mostraría. ¿Leyó el Tractatus Logico-Philosophicus con suficiente rigor? Un ave azul, gris y gordo se posó sobre la puerta. ¿Cuál era la probabilidad A de que la paloma defecara sobre él? Quizás alrededor de 0.5% (P(A)=0.005), así que era estadísticamente insignificante y no ameritaba mayor preocupación. A pesar de ello, Schlick se desplazó horizontalmente 20.00 centímetros exactos en dirección opuesta a la paloma. Se tenía que concentrar. Después de todo, él lideraba el Círculo de Viena, el bastión del conocimiento que llevará a la humanidad a la era dorada de la ciencia y el progreso, de lo que se podía inducir que sus compañeros esperaban mucho de él, en especial Rudolf Carnap, que estaba absolutamente inmerso en la construcción de un lenguaje científico exacto para liberar al hombre de las cadenas barbarizadoras de la subjetividad y la emoción y, en su opinión, esta sesión les ayudaría a lograrlo. El Dr. Schlick le iba a preguntar a Wittgenstein sobre las estructuras lingüísticas subyacentes a su aproximación al abandono de la metafísica y cómo están emparentadas con la lógica formal simbólica, pero la formulación de la pregunta tenía que ser absolutamente clara hasta para el no-iniciado, porque iba a pasar a la historia, lo que implicaba concisión y transparencia absoluta.

Hacía frío en Boltzmanngasse 5, y Schlick ya quería entrar, porque sentía su nariz como un carámbano redondeado, pero sabía que tenía que esperar a Wittgenstein. Por supuesto que su pregunta tenía que ser enunciada en términos lógico-matemáticos, dado que Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. La paloma voló, y ahora había una nueva mancha blanca en el piso gris, a casi 10.00 centímetros de distancia del pie del Dr. Schlick. No sin alivio, Moritz siguió oculto en su pensamiento: debería encontrar la intersección entre el conjunto de preguntas que le quiere hacer a Ludwig Wittgenstein (A) y las preguntas que está dispuesto a responder (B), partiendo de un universo finito de preguntas que se pueden hacer, son formulables en términos lógicos matemáticos y vale la pena hacer (U). Entonces, tiene que hallar (A∩B). Esa es la forma más clara de expresarlo, pensó Schlick, pero pintar un diagrama de Venn nunca ha lastimado a nadie. Entonces Moritz (C) le va a preguntar a Wittgenstein (D) sobre su libro (E), pero ¿eso cómo se representa en términos formales? Schlick decidió regresar a su modelo de conjuntos, porque vio que su formulación no funcionaba, pero sabía que no se debía a una falta de inteligencia, puesto que tener el cargo titular de Ciencias Inductivas en Viena era una muestra irrefutable de rigor impecable y orden mental absoluto. Pero quizás por primera vez en su vida, Schlick no encontró confort en saberse inteligente y se tuvo que enfrentar a la agitación y el miedo.

Los ojos de Schlick vieron a una figura turbia a lo lejos. Se quitó los lentes y los limpió, mientras que Wittgenstein observaba con cuidado cada automóvil estacionado en la calle. Su atención era tan penetrante que parecía que intentaba memorizar el número de pernos que tenía cada llanta, lo que sería absurdo, ya que claramente él ya sabía cuántos eran. Schlick se puso los lentes y, ante el horror inminente de conocer a su héroe, empezó a preguntarse con obsesión si Ludwig ya lo había visto. De repente, Moritz observó que la cabeza de Wittgenstein se inclinó 45.73 grados hacia arriba y que portaba una sonrisa diminuta que no hacía que el hombre cincelado se viera más amigable, especialmente porque sus pómulos filosos y su cabello perfectamente corto siempre la daban la impresión a los demás de que Ludwig era mucho más serio de lo que era en verdad, y eso le molestaba un poco. Moritz sintió como si el tiempo se alentara y comenzó a contar milisegundos. Ludwig continuó caminando con movimientos abruptos y cargando un cono pequeño que se mantendría, hasta mucho después, fuera de la atención del profesor Moritz, ahora petrificado por la mirada fija de Wittgenstein, lo que hizo que se sintiera como si algo dentro de él (que algunos llamarían alma, pero él no lo haría, porque Schlick era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico) era arrancado de su cuerpo con violencia, sólo para ser consumido por un abismo frío y ser analizado después por Wittgenstein. Moritz sintió cómo los escalofríos cubrían su piel a un ritmo que crecía geométricamente. —H-H-Herr Wittgenstein— tartamudeó. —Wilkommen, wilkommen— dijo, mientras abría la puerta con diligencia. Obtuvo una respuesta, pero, a pesar de su decepción, le fue ininteligible porque le urgía entrar al calor del seminario de matemáticas y su angustia lo hizo temporalmente mudo. Dirigió a Wittgenstein a la sala en la que iba a hablar, aquella donde Rudolf Carnap ya esperaba sentado, esperando y listo para emitir juicios. Moritz pensaba sobre cómo ya era demasiado tarde como para pedirle a Wittgenstein que repitiera lo que dijo, pero que también era demasiado tarde como para responder con cualquier cosa que no fuera sonreír y asentir; en su lugar, decidió repasar y ensayar su pregunta dentro de su cabeza —Herr-Wittgenstein cuál-diría-usted-que-es la-estructura-lingüística-subyacente a-su-aproximación-al-abandono de-la-metafísica- y-cómo-está-emparentada-con la-lógica-formal-simbólica?— y logró sentirse reconfortado por su inteligencia y precisión. Su prestigiosa escuela del pensamiento (y él, por supuesto) eran testimonios del triunfo de la racionalidad sobre la emoción, de la Ilustración sobre el Romanticismo, de lo abstracto y general sobre lo concreto y particular y eran testimonios partícipes del glorioso avance del progreso científico. Ludwig estaba incómodo por tener que hablar en público, especialmente en Viena, donde los judíos como él no eran tratados mejor que en ninguna otra parte del mundo, pero su incomodidad comenzó cuando pasó frente el Musikverein y recordó a Gustav Mahler y sus horrendas composiciones, que siempre lograron perturbarlo. ¿Por qué se dedicaría uno a algo en lo que es tan deficiente? En el caso de Mahler eso era componer, porque su dirección era inmensurablemente superior a sus creaciones, y en el caso de Ludwig eso era la filosofía. Él hubiera preferido continuar trabajando solo en la construcción de la casa de su hermana, porque el techo del comedor quedó demasiado bajo, quizás por tres o cuatro centímetros, y nadie parecía entender la importancia de tener un techo correctamente alto sobre la cabeza, justo como nadie se daba cuenta de que, en lugar de estudiar filosofía académica, las personas deberían hacer algo valioso con sus vidas. Además que la ingeniería aeronáutica podría ser más útil y emocionante. Quizás estudiaría eso después. Moritz, todavía ensayando su pregunta y con el sentimiento recuperado de las reglas de metal, le mostró a Wittgenstein la plataforma en la que le tocaría hablar: tenía una mesa en el lado izquierdo con una silla detrás y una jarra con agua acompañada por un vaso vacío. Ludwig se detuvo ante la belleza del cuarto adornado con arcos y pinturas de trazos ligeros que dejaron una impresión tan profunda en él que le hicieron pensar en el hermoso retrato que Gustav Klimt hizo de su hermana para su boda. Ludwig estaba tan conmovido que sentía que se asfixiaba y deseó observar las pinturas con cuidado infinito.

Moritz se sentó junto a Carnap y el resto de sus cómplices y, con una mueca infantil, sacó su libreta de cuero y pluma. El momento había llegado: escribió “estructura lingüística subyacente”, “lógica formal simbólica” y “metafísica”, que después tachó. Vio como Wittgenstein tomó la jarra de agua y vertió su contenido en el vaso; el líquido era más denso y oscuro de lo que esperaba. Ludwig le dio la espalda a Schlick y el resto, abrió el paquete cónico y plantó en el vaso una rosa con delicadeza y decisión. ¡Qué precioso y abrumador era el contraste entre la suavidad de los pétalos color cardenal y la serenidad del tallo! Sin voltearse, buscó algo en el bolsillo izquierdo de su saco y extrajo un librito café. Moritz, que no había visto la rosa, sólo podía ver una “T” dorada en la portada del libro. ¿Por qué una “T”? El libro de Wittgenstein se llama “Logisch-philosophische Abhandlung”, pero es probable que haya traído la traducción al inglés “Tractatus Logico- Philosophicus”, que, después de todo, incluye el texto paralelo en alemán.

       ¿Iba Herr Wittgenstein a leer en voz alta una de sus siete proposiciones para después discutirla? Todas ellas eran resultados claros del glorioso triunfo de la racionalidad sobre la emoción. A Moritz le gustaban en particular las proposiciones 6.1251 (“Por eso, en la lógica tampoco puede haber nunca sorpresas”) y, por supuesto, el 7. (“De lo que no se puede hablar hay que callar”), porque él era un científico y no aguantaba el sinsentido metafísico. Mientras tanto, Ludwig pensó sobre cómo lo metafísico y lo místico están más allá de lo expresable y sólo se pueden mostrar.  —Lo místico no es cómo es el mundo, sino el hecho de que es; que existe— se dijo en voz baja. Parecía que la fragancia de la rosa permeaba cada palabra que se fuera a decir en la sala y Wittgenstein abrió el librito, visualizó la pintura detrás de él y comenzó a recitar Gitanjali, de Rabindranath Tagore, con un impulso de pasión. Al mismo tiempo que Ludwig leía en voz alta, pero frágil, y corrían riachuelos fríos de sus ojos suaves, Rudolf Carnap se sintió cada vez más incómodo y tenso. Rudolf se enojaba y frustraba. Moritz estaba agitado y sin habla. Cuando acabó la declamación, hubo un silencio satisfactorio y sublime para Ludwig. Carnap estalló —¡¿Cómo te atreves a venir a nuestra sala a leer poesía?!— mientras que su cabeza en forma de tomate aplastado se enrojecía.  —Si piensan que esto no fue sobre el libro, entonces no entendieron nada— dijo Wittgenstein con una expresión calmada. Tomó la rosa y salió.

Narrativa

Veinte variaciones oulipianas sobre una minificción de Augusto Monterroso

00 Aria (texto original) 

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

01 Reorganización alfabética

AAAAAAA B C DDDD EEEE IIII LLL NN OOOOO P RR SSS TTT UU V 

02 Anagrama

 Asiáticos abran desde el arito. Tía pudo: anudó vello. 

03 Lipograma en f, g, h, j, k, m, q, w, x, y, z

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

04 Lipograma en u

Al despertar, el reptil ancestral todavía estaba allí. 

05 Lipograma en o 

Al despertar, el reptil ancestral permanecía allí.  

06 Traslación (S+7)

Cuando despertó, la diócesis todavía estaba allí. 

07 Traslación (V+1)

Cuando despesteñó, el dinosaurio todavía estatuaba allí.

08 Una letra menos 

Cuando desertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

09 Negación

Mientras dormía, todos los dinosaurios se extinguieron. 

10 Reducción

Despertó. El dinosaurio todavía estaba allí.

11 Otras reducciones 

Cuando despertó, ¡un dinosaurio!

Despertó. ¡El dinosaurio!

12 Versión mínima

¡Dinosaurio!

13 Mínimas variaciones 

Cuando despertó, el dios áureo todavía estaba allí.

Cuando desesperó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Cuando despertó, el dinosaurio todavía restaba allí.

14 Haiku 

Cuando despertó

El dinosaurio estaba 

Todavía allí

15 Tartamudeo

Cuancuandodo desdesperpertótó, elel didinonosausauriorio totodadavíavía esestatababa allíllí. 

16 Efe

Cuafandofo defespefertofo, efel difinofosafaufurifiofo tofodafavifiafa efestafabafa afallifi. 

17 Trámite burocrático 

Asimismo, cuando la persona física o moral cesó su descanso inerte y usualmente nocturno, el saurópsido del Triásico permaneció, a pesar de lo esperado, en su posición original, anteriormente conocida. 

18 Inventario completo

Artículos y sustantivos: El dinosaurio
Verbos: despertó, estaba
Adverbios:

19 Inventario reconstruido 

Despertó; el dinosaurio estaba. 

20 Otro punto de vista

Tras el amanecer, el dinosaurio se preguntó si despertaría. 

00 Aria (texto original)

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.