Ensayo, Ensayo y crónica

Apuntes sobre la traición

Ahora, yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia.

Apología de Sócrates

La traición produce heridas particularmente difíciles de atender. Como todo daño moral, una vez que alguien ha sido infligido con ella, la traición altera de manera permanente el orden de las cosas. La realidad se distorsiona y el contraste entre la forma en que el mundo debió ser y el estado en el que es se vuelve el centro cognitivo de la persona dañada; repentinamente la injusticia del daño lo abarca todo y el enojo se vuelve inseparable del deseo por rectificarla. La situación es irremediable, incluso si la persona que perpetró el daño lo reconoce, pide disculpas, propone reparaciones y promete no volver a incurrir en el acto, nada de esto modifica las condiciones iniciales que exigen justicia. El pasado es inalterable y el agravio no puede ser remediado jamás. En esencia, se crea una fuente de enojo infinita.

Esto es verdad para todo tipo de daño; sin embargo, la traición añade una dimensión adicional. La precondición esencial para hablar de traición es la existencia de un pacto de confianza entre dos partes; una vez que este se ha roto, no sólo se produce un daño (que en buena medida es una condición inevitable de la vida) sino que también se quebranta una promesa de cuidado. La imposibilidad de enmendar este acuerdo de intimidad produce, además del enojo, una tristeza sofocante: uno no sólo ha sufrido una injusticia, sino que quién la ha perpetrado es alguien de quien activamente se esperaba no sufrirla. La persona dañada experimenta una reestructuración de su marco de valores, el cual se vuelca en total oposición al daño sufrido; y, simultáneamente, es desprendida de toda estabilidad. La ruptura de la confianza pone en tela de juicio el pasado que justificaba el depósito de esta, elimina los supuestos bajo los cuáles se operaba en el presente, y cancela las expectativas del futuro. La traición despoja a quien la ha sufrido de herramientas para interpretar la realidad, y ofrece únicamente dos soluciones hacia adelante: la búsqueda de una justicia que no puede ser saciada, o el sacrificio injusto de perdonar el daño y al perpetrador, sin ninguna reparación posible.

Como señala Agnes Callard, tendemos a valorar el enojo desde dos posiciones en apariencia opuestas: o lo consideramos como una reacción entendible, pero en última instancia socialmente indeseable, ya que no puede sostenerse de forma indefinida; o lo defendemos como el motivador esencial que deriva de entender el mundo desde un lente moral, la expresión máxima de oponerse a la injusticia. No obstante, ambas posturas coinciden en que el enojo está enlazado con la búsqueda de la justicia. Para los primeros (donde podemos colocar las tradiciones estoicas y budistas), si bien reconocen que el enojo es el punto de partida, proponen que la reacción racional es transmutarlo a otro sentimiento más noble y constructivo, desprenderse del rencor. Los segundos tienen su origen en la visión aristotélica de que las pasiones bien dominadas son las que permiten al alma percibir el valor moral del mundo (dentro de esta tradición encontramos a David Hume y a Adam Smith, por ejemplo); no obstante, pareciera que estos tampoco valoran el enojo por sí mismo, sino por ser el mecanismo que nos impulsa a oponernos a la injusticia. Ambas posturas asumen que es posible extirpar las cualidades negativas del enojo, como el resentimiento y el deseo de la venganza, y quedarnos sólo con las que nos impulsan a ser moralmente mejores. Como bien señala Callard, esta purificación es imposible.

De aceptar que las condiciones que dan origen al enojo son para siempre inatendibles, las reacciones que de este derivan también son inagotables. Cualquier compensación o apología no tiene ningún efecto en mitigar el resentimiento, pues este emana del hecho de que lo que el otro hizo siempre diferirá de lo que debió haber hecho, sin importar qué haga después. Una vez que uno adquiere motivos para el enojo, los tendrá para siempre. En la misma línea, una vez que se ha reconocido la injusticia, la venganza se presenta como la única forma que tenemos de hacer al otro responsable de sus actos. Una nueva lógica se impone sobre la relación, y quien ha sido dañado se ve obligado a revertir el daño y no dejarlo ir; en aras de no dejar al opresor salir impune de su maldad, surge un deseo constante de recordarle su daño. La situación se vuelve imposible: perseguir el bien implica aferrarse al enojo y la venganza, que en última instancia llevarán a más injusticias. Renunciar a ellas, implica tolerar la maldad que uno ha sufrido, permitir que exista con impunidad. No hay resolución moralmente satisfactoria a este dilema. La conclusión de Callard me parece irrefutable y devastadora: una vez que se ha abierto la puerta del daño, es imposible para los humanos responder con justicia a la injusticia. El opresor ha orillado al oprimido a una situación imposible y, en el proceso, lo ha convertido en alguien moralmente peor, pues no podemos ser buenos en un mundo que nos hace el mal.

Además de esto, sobre los hombros de la víctima se deposita un peso adicional ya que el problema va más allá del individuo. Un continuo de venganza y enojo pronto desata una carga social insostenible que desembocaría en una espiral de represalias sin fin. Así pues, con miras a mantener el orden social, como señala Elizabeth Bruenig, la persona que ha sufrido el daño está obligada a perdonar: destruir su propiedad sagrada, su dolor completamente justificado, su fuente de enojo. Es un consejo recurrente decirle a quien ha sufrido el daño que no se centre en lo que le hicieron, que en lugar de eso valore lo aprendido, que sea la mejor persona, poner la otra mejilla. El lugar común es que el perdón es tanto más valioso para quien ha sido dañado que para quien dañó, que en él se encuentra la paz. Esta es una mentira. El perdón no es una necesidad lógica para el bienestar individual, no parte de un lugar de cuidado personal, sino de la necesidad social de detener la venganza desenfrenada. Predicamos el perdón en aras del bien común, no de la justicia.

En un giro final, la traición agrega otra dimensión al problema. Si el dolor y el enojo son absolutos cuando alguien ha sido dañado injustamente, quien ha sido traicionado se ve forzado, además, a cobijar un profundo cariño por quien le ha hecho el mal. Es, con frecuencia, de la persona amada de donde provienen las traiciones más dolorosas; y, a pesar de que como señalé arriba la traición pone en duda todo lo que fundamentó el lazo de confianza, la revelación del engaño no borra el afecto. Quien ha sido traicionado está obligado a simultáneamente resentir y amar. Perdonar implica despreciarse frente a alguien que conscientemente tomó la decisión de hacerle el mal en pos de su deseo; resentir implica desearle el mal al ser amado.

            Parece haber una pequeña salida de esta encrucijada en los estoicismos más radicales. Condenado a muerte por sus compatriotas, Sócrates le dio unas últimas palabras de consuelo a quienes intentaron impedir su muerte:

Es preciso que también vosotros, jueces, estéis llenos de esperanza con respecto a la muerte y tengáis en el ánimo esta sola verdad, que no existe mal alguno para el hombre bueno, ni cuando vive ni después de muerto.

Uno imagina que Sócrates escapó de esta trampa, que estando tan seguro de su bien interior pudo marchar a la muerte libre de enojo hacia quienes lo condenaron, pues ningún mal podían hacerle. ¿Pero habrá Sócrates amado a sus verdugos? ¿Qué respiro hay para quien ha sido traicionado? Quizás sólo la muerte o el olvido. En ningún caso la justicia, en ningún caso el bien.

@el_abernuncio

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