Ficción

Adagietto

Por Armando Gaxiola

Miranda le preguntó qué iba a hacer después. ‘Ah, voy a ir al depa. Abraham me va a hacer cordero. Algo así como una disculpa,’ contestó Irina, sin dar más explicaciones y evitando los ojos de Miranda. Habían pasado suficientes horas hablando como para que esas omisiones fueran llamativas. Irina sabía. Actuó como si hubiera dicho algo sin importancia y cambió de tema, menos para hacer que no le doliera tanto a Miranda y más para evitar hablar de Abraham.

Hubo un silencio breve y, al fin, la certeza de que esta convalecencia era meramente unilateral. El dolor era de Miranda y de nadie más. Asintió con una sonrisa interior, genuina y punzante, como si siempre hubiera presupuesto que Irina seguía con él. Como si sus intenciones, de todas formas buenas, puras, hubieran sido irreprochablemente amigables siempre, y que las muestras de interés excesivas eran producto de su condición como extranjera. Ese año, lo único que le aprendió a los ingleses era cómo parecer ecuánime cuando una se quiebra.

Y eso pareció ser todo. Un hombre con un delantal de cuero sostuvo la puerta desde dentro y abrazaba una escoba con su brazo desocupado. Miraba a las dos personas -no una pareja- conversando en la esquina del fondo del café, como si amenazara con cerrarlo con ambas adentro. Se dieron cuenta, pararon y juntaron sus cosas, se pusieron abrigos, una gorra, orejeras, etcétera.

Se disculparon con el hombre y fueron arrojadas a la calle que todavía centelleaba con el rastro de la llovizna del mediodía y la luz adamantina de los faroles y las decoraciones; sus reflejos en las ventanas, escaparates, algunos letreros de metal y dos o tres coches estacionados. La puerta se cerró detrás de ellos. ‘¿No es extraño?’ dijo Irina, ‘¿Hablar con alguien y luego salir al mundo, ver que todo sigue en su lugar, que nada ha cambiado, que tal vez existe la calle?’ A Miranda también le parecía raro, pero no contestó porque no supo que decir: estaba abrumada. Decidió dirigir la conversación a los dos libros que le iba a regalar (la traducción de Safo de Anne Carson y Nightwood ) y la carta que los acompañaba. Le tomó una semana entera escribirla, para dejar claro, en el subtexto, que le estaba dando una parte de su corazón, que regalar esos libros era un acto de vulnerabilidad sincero. En ese momento, con el paquete envuelto en su mano, sintió que tenía que hacerlo menos.

Miranda le contó cómo en la primavera le prestó cuatro colecciones bilingües de poetas latinoamericanas a una de sus amigas (Pizarnik, Sor Juana, Mistral y Storni las poetas; Amelie la amiga) y le dio una carta explicándole cada volumen. Detalló cómo sus acciones amistosas se malinterpretaron como coqueterías. Deformó el incidente para presentar a los mexicanos como una banda de sentimentales que escriben cartas bajo la menor provocación y regalan o prestan libros a quien se deje. Era una mentirilla blanca que sólo crearía expectativas no cumplidas si Irina llegara a conocer a otra mexicana. Miranda codificó su regalo para implicar que no era más que un gesto amistoso.

Puso los libros en las manos de Irina, con indiferencia performativa y reverencia privada. Tal vez ese fue el momento en el que se dio cuenta de que la amaba. Su amor hipotético se quedaría puro, incontaminado por la realidad, como una pequeña perla rosa, y moriría, esperaba Miranda, con más o menos un mes de pop navideño triste (¿quizá Wham! finalmente le diría algo?) Le caería bien regresar al calor y polvo familiar de la Ciudad de México. Ver a su madre, abuela y perro. Llenar ese hueco cada vez más evidente con chilaquiles, amistades de la infancia (cada vez más remota, al igual que la amistad) y esquinas nostálgicas. Miranda abrazó lateralmente a Irina, intentando evitar incomodidad e intimidad, y ambas agnósticas se desearon un feliz año nuevo. Nunca se había sentido más sola.

Irina andaba al norte, donde las campanas de la catedral repicaban; Miranda al sur, a regresar a su refugio de los elementos de esta isla de la melancolía. El viento decembrino les recordó que tenían un cuerpo con piel atersada por el frío, que tenían un lugar en el mundo. También les recordó que no tocaban a nadie: que, a final de cuentas, la soledad permea a todas las cosas. Los humanos son discretos, hay un punto en el que empiezan y acaba todo lo demás. Ser es dejar afuera. Las corrientes también agitaron sus ropas y liberaron el sorprendente aroma de la otra, inadvertido en el café. Miranda lo notó y sintió una extraña pesadez entre sus pulmones. Se preguntó si podría ser la misma persona que antes.

Ambas caminaron hacia sus departamentos, hasta que, en el mismo momento pero en distintas partes de la ciudad se detuvieron: sus miradas se encontraron con el cielo nocturno. Sus ojos se llenaron de la extendida y reconfortante nada infinita.

Con un alivio que era el mismo pero tenía orígenes distintos, vieron que el mundo también estaba vacío. Tras un esfuerzo breve, dos sonrisas de felicidad y compasión, de ironía y ternura siguieron caminando en direcciones opuestas. Detrás de las decoraciones, las estrellas centelleaban a lo lejos. Qué tristes, qué hermosas eran.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s