Estoy convencida de que día a día desecho recuerdos significativos y existo nuevamente. No soy la niña que despertó un domingo por la mañana en el 2000 y se empapeló en hojas de periódico, ni la que descubrió paralizada una serpiente bajo los mosaicos rojos en el patio de la abuela. Tampoco la que antes habló con otras palabras y otro acento, ni la que amó semblantes oscurecidos por el tiempo. Y así hay días en que me descubro los mismos ojos castaños y las mismas mañas.
Hace muy poco un profesor me dijo que tenía oficio de historiadora. Lo dijo con seguridad y orgullo, como si creyera que estaba corroborando mi sospecha más íntima, cuando en realidad es la primera vez que alguien sugiere lo que soy o lo que podría ser, la primera que lo reflexiono en verdad. Disfruto las declaraciones apasionadas de monjas, médicos, zapateros, cocineras, maestros y madres que dicen haber dado en el clavo; me convencen del placer que obtienen de sus jornadas cíclicas. Pero más disfruto el refugio de lo general, la alegría espontánea de saber un poco de cosas lejanas, la procesión de abrirme al mundo como la estudiante que el primer día de clases llega con la mochila atestada de libros y el estuche repleto de lápices de colores. Comprendí el comentario de mi profesor cuando escuché que los historiadores historian también su propia vida.
En “La autobiografía”, Mauricio Tenorio elogia la prodigiosa memoria de Salvador Novo y su habilidad para “capturar, en exactas cápsulas, el tiempo, el espacio y las palabras […] evocar con detalle exacto nombres, lugares, colores y sabores”. Novo es el escritor homosexual más guarro y estilizado de la literatura mexicana del siglo xx. Por Estatua de sal sabemos que sintió avidez por el cruising y que era un ciudadano ejemplar, pues le entregó a la vorágine urbana todo lo que ella exige de su población: sudor, carne y lágrimas. Sin embargo, asestó Tenorio con precaución, Novo se limitó a narrar “la fugacidad de la ciudad”, adicto como era al confort, los excesos y las aventuras, se concentró en la crónica y no dirigió su inteligencia a escribir textos que pudieran leerse con más distancia.
Rumiar el pasado personal es una adicción seria: hay que rescatar relatos inútiles o mezquinos, contarlos en una suerte de invocación perezosa, preguntarse constantemente en qué momento brincaste de A a B, cuándo dejaste de ser una persona que diría tal cosa para repudiarla hoy. Es un ejercicio intelectual de nulo riesgo, pues nadie te conoce mejor que tú, nadie podría desmentirte o confrontarte. Basta con aventar migajas de pensamiento al traqueteo automático de la cabeza para desarrollar dos o tres ideas chirriantes. Sólo una sabe si ha afilado el pasado hasta convertirlo en una reluciente piedra de río o si lo dejó hecho pedrusco.
De Joe Brainard a Georges Perec a Margo Glantz al anónimo que viene cabeceando en el metro, todos “nos acordamos” y anotamos el recuerdo donde podemos: en post-its, un blog, las notas del celular, Twitter, libretas de bolsillo, agendas, recibos arrugados que echamos al fondo de la bolsa de un pantalón. Los menos ignoran el cosquilleo de la inmediatez y colan pacientemente el recuerdo en una obra: allí reside la dificultad, en encender y apagar el recuerdo, enfriarlo para así delegarlo a la palabra.
II
A la par del genuino goce con el que paseo por los años vividos, me agobia considerar que la memoria es una falsa identidad y que, en consecuencia, puede alejar de una verdadera presencia. Seré más clara. Me preocupa que cuanto más erudita la memoria, menos capacidad de movimiento, que ciertos recuerdos sujeten mis brazos y piernas cual riendas. Peor: antes me aterró enclaustrarme en muros cuarteados con recuerdos y desistir del mundo que afuera reverdece. Mi propia experiencia me obligó a concluir que una persona traumatizada no es tanto alguien que revive angustias como alguien que habita el tiempo con destreza utópica, porque el pasado nunca deja de ocurrirle.
El franco asombro de haber sido y haber hecho es un tónico que, o agita violentamente la conciencia, o la envenena al punto de la parálisis. En su ensayo “Memoria y tradición”, Ricardo Piglia escribió que en la literatura contemporánea el héroe vive en el instante puro, sin nada personal, sin tradición; héroe es el que mata el recuerdo, el que se inventa un pasado y una identidad. Me obsesionaron sus líneas en cuanto las leí: del mismo modo que Don Draper renunció a su nombre y fabricó una vida de hombre dandi en Manhattan, el héroe literario tiene el mundo abierto para sí y puede ser quien le venga en gana. Piglia sugirió que a este fenómeno podríamos llamarlo “la muerte de Proust”, porque ni la memoria ni el recuerdo personal son indispensables para ostentar una identidad. El héroe se enfrenta desnudo a su mítico destino, y así es más misterioso y varonil. Qué atractiva me resulta esta imposible vida literaria.
Es cierto. El recuerdo de la madre que nos acuesta y nos besa antes de dormir no dice nada de quiénes somos hoy. La vaquita (¡mu!) que va por el caminito de El retrato del artista adolescente y se encuentra un niñín muy guapín, el artista-niño, dejará de atraer al artista adulto, ya vuelto con intensidad hacia la mujer que se baña en el río. Ni siquiera el trauma de una joven que ha sido violada la erige eterna víctima, insistió Virginie Despentes en su Teoría King Kong; ella es más que lo que le ocurrió, más que la suma de sus experiencias.
La tesis es clara: la libertad es posible, la identidad no está grabada en piedra. El pasado puede sacudirse como el polvo de un abrigo de segunda mano. Por más nostalgia que te despierte el sabor de aquel trozo de magdalena sopeado en té, Marcel, ¿no sería preferible proseguir con el festín? Habría que ser un loco o un misántropo para deambular por ese devastado recodo mental, tan repleto de espinos y animalejos, de luz enceguedora que lentamente quema la coronilla y las ideas, con el engañoso fin de conocerse a sí mismo. Al menos eso pensaba mientras respondía la serie de pruebas psicométricas que me ordenó un posible empleador, sin previo aviso, un martes por la tarde.
Sin razón, en ocasiones usted siente un miedo intenso y súbito
Le gustaría más vivir en medio de un bosque que en una ciudad
Usted se mira en el espejo y confunde la derecha con la izquierda
Usted se mira en el espejo y no se reconoce
Usted evita mirarse al espejo
¿Me miro con fijeza? ¿Es un espejo de cuerpo completo o uno redondo, de tocador, empañado por el agua de la regadera? Deseé interrogar a la prueba con agresividad similar a la que me sometía. Un vistazo sería suficiente para comprobar que tengo el mismo rostro que ayer, pero si abro el grifo del lavabo y dejo correr el agua mientras encaro una mirada prolongada, el desperdicio de líquido abriría camino a la turbación. Tendría noticias de mí: lo profunda que es la tierra de mis córneas, el preocupante lunar que nació en mi párpado mientras dormía, la marca de nacimiento que recorre la piel cercana a mi oreja izquierda y que descubro sólo a veces, de reojo, cuando soy osada y me inspecciono de perfil. Me evaporo en la imagen de mí misma. Soy un borrón, un relámpago de desconocimiento, polvo.
¿Y qué hay de oír mi voz grave en una grabación, ver por primera vez una fotografía que alguien tomó de mí? ¿Me reconocería?
III
Hasta aquí iba mi ejercicio sobre la identidad, la memoria. Era un sábado silencioso, estaba encaramada sobre el sillón deshilachado de una sala en la que ya no vivo. Tenía en el regazo un ejemplar manchado de café de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, que el amable mensajero-ciclista de la librería Jorge Cuesta me había entregado unos días antes. Iría quizá por la página ciento y pico, ya absorta, cuando volví sobre mis pasos para releer los pasajes subrayados y pensé un guijarro más.
El pueblo de Ixtepec describe el tiempo como un inmóvil globo de vidrio donde los personajes están obligados a existir de manera repetitiva. En la novela, el tiempo no transcurre como lo pensamos —de atrás hacia adelante—, sino que cada instante es en sí mismo “tiempo petrificado”; y el porvenir, “la repetición del pasado”, es una afrenta a la percepción lectora, a la actividad que inicia en la página uno y termina en el punto final de la última página. Los recuerdos del porvenir es una propuesta filosófica que no es ajena a la tradición que la precede. En cristiano, los personajes literarios existen fuera del tiempo (sí, existen: porque se siente el peso de su existencia). Si en los libros el tiempo es una experiencia subjetiva, individualizada al fin; en Los recuerdos del porvenir el manejo artificial del tiempo es autorreferencial. Paradójicamente, como alguna vez escribió George Steiner, es la ruptura de nuestra noción del tiempo la que proporciona un sentido de realidad a la ficción.
A lo que iba. Escritores y lectores no corremos con la suerte de los personajes: estamos condenados a conversar con el mundo que hemos habitado. Pero esa condena puede ser también una hazaña. Si soy incapaz de soltar el pesado trajín de lo transcurrido, si soy incapaz de abandonar mi noción del tiempo, me dedicaré a saltearlo con memorias que no son mías, de nadie, hasta crear un monstruo de terribles proporciones a cuya sombra pueda dormir con tranquilidad, con la certeza de ser también lo que no soy. Las memorias ficticias se funden con la memoria vivida, la nutren— como escribió Piglia: cada día trabajamos con la memoria ajena sin darnos cuenta. El lenguaje memorioso se purifica con palabras, imágenes, sensaciones, relatos radiantes que abandonan la boca de quienes amamos. Estos son nuestros tiempos petrificados.
Me esfuerzo ahora por empezar mi nueva autobiografía. Recuerdo la semana que Jo March se encerró en su ático a leer con compulsión lunática hasta quemarse las pestañas. Recuerdo versos de Villaurrutia:
Amar es una angustia, una pregunta
una suspensa y luminosa duda;
es un querer saber todo lo tuyo
y a la vez un temor de al fin saberlo.
Recuerdo el horror de la Sunamita, y el mío, cuando su tío moribundo estiró el brazo y le agarró el trasero. Recuerdo la inmensa pena de Bola de Sebo cuando su villa miserable la rechazó después de que se prostituyera por el bien común. Recuerdo la muerte de un burócrata común. Recuerdo, con claridad tremenda, la orden que acataron los Pevensie para llegar al Paraíso: “further up, further in”. Con más fidelidad, color y agudeza que ciertos días que viví en carne y hueso, lo recuerdo. La memoria engorda con la acumulación de hechos pasados, intepreta y otorga sentido, encandila. La memoria engaña. No es individual ni, propiamente, colectiva: es una fiesta bulliciosa de memorias en el silencio contemplativo de la propia. Sólo aquí tenemos la posibilidad de desdibujar nuestra identidad.