Ensayo

Malas lectoras

“Don’t read like children, like vacation readers on the beach, like escapists, like fundamentalists, like nationalists, like antiquarians, like consumers, like ideologues, like sexists, like tourists, like yourselves.” 

Michael Warner

Pasta suave 
Crecí en una casa con libros, casi todos de mi mamá, pero nunca me inculcaron un fetiche por el libro-objeto. Libro que me daban era libro que brutalizaba. Manchar las páginas con café o jugo, doblar las hojas, subrayar con marcatextos; olvidar el libro en el asiento trasero del carro, donde el sol pegaba a través del vidrio caliente y decoloraba la portada; nada era un crimen. No sabía del culto a los libros. En casa había ejemplares de Porrúa y Tomo, números de Proceso, Letras Libres y Nexos, libros de fantasía y ciencia ficción, de autoayuda; también de texto, viejos, forrados con plástico, clásicos, de Borges, García Márquez, Kafka, Guy de Maupassant, las Brontë. Daba igual quién editaba, quién traducía, de qué tamaño era la letra y si las páginas eran ásperas o brillosas.

Por años no tuvimos un librero. Uno sobre otro, los libros crecían torres en el cuarto de mis padres, en contacto regular con el polvo que levantaban los aironazos de julio. Tampoco había espacios dedicados a la lectura. Leíamos en el carro; tiras de Mafalda durante los trayectos cortos; novelas y cuentos en la carretera. Leíamos en los peldaños fríos de la sala, con el débil soporte de una almohada; ahí también estudiábamos. En el banco, las plazas, el supermercado. 

Hay que leer así para entender que la concentración es un lujo. Como leer. Nosotros éramos desordenados, despreocupados y ligeramente corregibles. A la larga es costoso serlo, cuando te exigen métodos, pruebas y excelencia. Pero en la infancia, como introducción y lavado de cerebro, para que la niña lea sola, no sé si existe más disfrutable manera de leer. 

Hace semanas un amigo examinó el libro que yo iba leyendo. Era una edición de Penguin Classics, un paperback, un “pasta blanda” que a mí me gusta porque se contorsiona; lo doblas para que quepa en la mochila, lo aplastas. Está feo, el papel está feo, me dijo él. El papel de Penguin es delgado y translúcido, barato. En cambio, los libros de pasta dura son bonitos, pero rígidos. Exigen que una se siente en la mesa, que abra la edición con cuidado de no tronar la espina, no someterlo a presión excesiva. A veces es imposible rayar las páginas. Por eso son buenos regalos: son caros, tienen el lomo grueso, colorido y elegante, así que lucen bien en tu librero, en las fotos y en Zoom. Si quieren sentirse ridículos, intenten leer un libro de pasta dura en la playa, en el monte o en el transporte público. No están hechos para circular. 

Lectoras críticas
Imagino que una mala lectora, hoy, se vería como yo algunos días, cuando leo medio distraída, con el celular, atenta a las notificaciones de WhatsApp que iluminan mi pantalla, o intercambio tuits, veo memes y respondo mensajes cada tantas páginas; cuando el estruendo afuera de mi ventana es tal que renuncio al libro y me paro para averiguar qué está pasando. Leer es sinónimo de resistirse a las tentaciones externas, entrar en modo avión, cerrarse al mundo: es un tímido experimento de concentración. Puntualmente, también encarné a la mala lectora el día que cerré Moby-Dick en la página setenta y dos y no volví a abrirlo. Fui ella cuando me preguntaron, en una entrevista-interrogatorio, qué había leído del siglo xvii, y admití que nada, ni una sola palabra, además de los poemas de sor Juana y sus cartas, que todas hemos leído y entonces, lógicamente, ninguna entendimos. 

Una buena lectora ha leído los clásicos y exhibe pruebas. Los conversa tranquilamente, con placer, como si paseara por calles familiares. Nada más ordinario, nada más sencillo. 

Es bien sabido que hay buenos y malos lectores. Los buenos lectores son críticos, tienen un bagaje amplio, habitan un mundo poblado de libros, ensayos, artículos, teoría y ciencia, poemarios, obras, música. Leen con lápiz en mano; corrigen a los autores en el margen de las páginas sin dudarlo. Son políglotas. No regurgitan información cuando han terminado de leer; observan en silencio lo que no se halla en el texto, aluzan, arrojan pensamientos, contribuyen a la conversación. La lectura crítica engarza las perlas de intelectuales que llevan veinte, treinta años leyendo sin parar. Llevan muchos más años leyendo si contamos las horas de lectura de sus antepasados, y no sería injusto hacerlo: la lectura crítica es, en buena medida, una herencia. 

La obsesión por atravesar esa metamorfosis movediza y convertirnos en buenas lectoras llega muy pronto, muy tarde o nunca. No sé qué es más afortunado.  

Escapistas
Mme. Bovary era una mala lectora, aunque leía como loca, era lo único que hacía. Leía tanto que su suegra le sugirió a su esposo mediocre, Charles Bovary, que le quitara los libros. Emma sufría ataques de fiebre, agotamientos y tenía depresión. Nosotros sabemos que ya está pensando “¡Dios mío! ¿Por qué me habré casado?”, que está arrepentida del precipitado matrimonio y la lectura es su único consuelo. Para su suegra, Emma está exhibiendo los síntomas de una enferma o histérica. Para la academia, para las universidades, para las lectoras del siglo xxi que leemos a Flaubert, Emma es epítome de una mala lectora: emotiva y conmovible al borde de las lágrimas. 

Madame Bovary no tiene interlocutores ni amigas que la escuchen, así que se refugia en la narrativa. Esconde su semblante desesperado en novelas gordas y absorbentes. Se compadece de sí misma, se busca en las heroínas, fantasea; aborrece visiblemente a su marido, un médico fracasado, mojigato y patético. Es un cliché. Profundamente romántica a pesar de su infelicidad, Emma todavía cree que el amor es una solución existencial; de allí que caiga en las trampas de los amantes que se va encontrando. Hacia el final de la novela, Emma ha aceptado las mentiras de la ficción y las ha hecho suyas: creyó en las promesas seductoras de sus pretendientes, confundió la vida con la narrativa y pagó sus errores. Comparte padecimientos con don Quijote. 

He hablado de malas lectoras por una razón que adelanto ya. La cruzada contra los malos lectores es, en muchas ocasiones, una cruzada contra el mundo de mujeres que hemos “leído mal”. En su libro pionero de 1984, Reading the Romance: Women, Patriarchy, and Popular Literature, la crítica literaria Janice Radway entrevistó lectoras del medio oeste estadunidense. Sus entrevistadas eran apasionadas del género bodice-ripping, que con seguridad ustedes conocen: portadas color pastel, hombres musculosos que abrazan jovencitas caderonas, apretadas en corsets; los rostros enmarcados en cabelleras espesas; ella blanca y con escote pronunciado, él moreno y fiero. Novelas eróticas y románticas, despreciadas igualmente por hombres y feministas.

“We read books so we won’t cry”, le dijo una de las entrevistadas a Radway. En un inconsciente y magnífico performance de Madame Bovary, las mujeres acuden al género para huir de sus vidas cotidianas, de maridos violentos, apáticos o feos, del aburrimiento. Radway concluyó que los libros eróticos canalizaban el sufrimiento y el tedio de las vecinas. Aconsejó, sin embargo, que la protesta debía entrar al espacio público, no establecerse en la soledad de su imaginación ni en las prácticas lectoras. También se dirigió a las feministas y pidió comprensión: la lectura, antes que lectura, es un hecho social. 

Pienso en otra gran lectora de la literatura: Jo March. La más popular de las Mujercitas es mucho más difícil de clasificar. Jo fue escapista, muy al principio, cuando inició su paseo literario y devoró libro tras libro. En su rotundo rechazo a la feminidad, en su decidido deseo no sólo por igualar a los varones en libertad, aventuras y espíritu, sino también en talento literario, Jo se adecuó fácilmente a las exigencias del canon masculinizado. Renunció al amor romántico, que nunca le interesó. Como Emma, Jo se hinchó de historias, escenarios, dramas, poesía, por placer y a veces por escapismo; como escritora, se distanció con prudencia de los textos y leyó críticamente para escribir los propios. Jo dio el salto. 

Erótica de la lectura 
Desordenada, acrítica, mala, atenta o culta, la lectura no se me antoja virtuosa. Lo más incómodo del argumento, para quienes lo usan, debe ser describir la buena lectura. ¿Habrá una lectura tan crítica y pura, que resulte buena? Es fácil adivinar que los malos lectores, según estos juicios, han sido entorpecidos por su contexto. Las instituciones, las injusticias, la educación, las experiencias nos conducen a elegir ciertos libros y cómo los leeremos. Más ejemplos de “bad reading”, según Merve Emre: la lectura burocrática, informativa o revolucionaria. Los pedestres tienen las de perder. 

Pero ya dije que no voy a defender nada. Sí mencionaré un punto de otra persona, porque me gustó. En un capítulo de Reading Today, Stefano Rossoni escribió que la lectura indisciplinada de Madame Bovary atiende el llamado que hizo Susan Sontag en 1966, en Against Interpretation: “in place of a hermeneutics we need an erotics of art”. Rossoni cree que Emma bebió el antídoto que buscaba Susan Sontag. Emma lee con entrega, deseo y sensualidad; no le interesa el rigor, el conocimiento ni el estudio. Tal vez leer mal, o leer eróticamente, significaría no renunciar al cuerpo. En lugar de dejarlo atrás, en favor de la concentración absorta y la perfecta torre de marfil, estaríamos conscientes de él, de sus latidos, ruidos, susurros, sudores y emociones, del hambre y la sed. Sería una lectura viva, atravesada por la existencia. (¿Habrá, para los escritores, otra manera de sentarse a escribir?). 

Imaginemos a una muchacha que lee. 

A orillas de un ojo de agua. 
Su espalda contra un ahuehuete. 
A su lado alguien duerme. 
Ella misma está quedándose dormida en la tierra, entre brotes y retoños. 
El libro se le resbala entre las manos.  
Despierta cada tanto, se talla los ojos, bosteza. 
Un perro sucio atraviesa el cauce. 
Chapotea con las orejas bien paradas, cojea. 
Ella lo mira y él a ella. 
Esculca en su morral. Pela una naranja, los gajos vuelan. 
El olor penetra las páginas. 
Alguien despierta. 
Recibe besos en la nuca. En la espalda. 
Sigue leyendo. 

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