Por Fabrizio Cossalter
¿Quién es ese imbécil? Soy yo.
Piergiorgio Bellocchio
Existen los imbéciles superficiales y los imbéciles profundos.
Karl Kraus
Todavía actuamos bien, pero el guión no es nuestro.
Alfonso Berardinelli
La semana pasada estaba revisando —gajes de la cuarentena— un montón de papeles y periódicos viejos, con la intención de tirarlo todo, cuando choqué de nuevo, después de unos cuantos años de olvido selectivo, con el rostro noblemente envejecido —casi de antiguo senador romano— de Andrea Camilleri, el apóstol, ya fallecido, del midcult made in Italy, quien me miraba desde la portada amarillenta de una antigua edición del suplemento cultural más leído en el ámbito hispánico. En ese momento, por un descuido, la ceniza del cigarrillo que estaba fumando se cayó en la copa de vino, así que no puedo decir si el subsiguiente reflujo fue provocado por el agravio póstumo a mi supuesto buen gusto literario o por mi habitual torpeza.
De todas formas, la fotografía de aquel apacible nonagenario me recordó el encumbramiento de una obra francamente mediocre, cuya fortuna global ha encontrado un caldo de cultivo inmejorable en la nefasta hegemonía industrial de los indigeribles «guisos novelescos» (Gianni Celati), en la inaguantable trivialidad de la corrección política y en el inevitable colapso —por síndrome de agotamiento— de la crítica literaria y la Kulturkritik.
Hoy día nos deleitamos, en cambio, con las tesis de licenciatura, de maestría y de doctorado dedicadas a la obra de Alessandro Baricco, con los simposios en honor de Umberto Eco y de su meliflua «Sopa Medieval» (Piergiorgio Bellocchio) y con los proyectos de investigación inspirados en Gomorra (el libro, la película, la serie televisiva, qué más da…).
Mientras tanto, Giovanni Comisso, Antonio Delfini, Luigi Meneghello, Paolo Volponi, Goffredo Parise y Gianni Celati yacen —con loables excepciones, naturalmente— casi olvidados en las estanterías de las bibliotecas universitarias, entre el polvo y el desasosiego. Por no hablar de los grandes críticos literarios, de los ensayistas más imprescindibles —por ejemplo, Sergio Solmi, Roberto Longhi, Giacomo Debenedetti, Cesare Garboli, Luigi Baldacci, Giovanni Macchia—, que sobreviven ocultos en la clandestinidad de alguna biblioteca particular.
La sonrisa siniestra del populismo cultural, que nos acecha junto con su camarada histórico, el esnobismo de masas, no es sino la prueba general de nuestro próximo, ridículo entierro. La banalidad y el conformismo habitan felizmente el imaginario desertificado de los herederos de Bouvard y Pécuchet y alimentan la sed de distinción simbólica que caracteriza su empobrecida relación con lo que antaño se solía llamar juicio de valor.
¿Soy demasiado nostálgico? No lo creo, nunca he conocido otra realidad, al fin y al cabo, y no tengo nada que añorar. Además, el exceso de atrabilis me lo impide. ¿Parezco apocalíptico? Tampoco lo creo. En la «estación meteorológica del fin del mundo» (Karl Kraus) no hay espacio para la grandeza desesperada del milenarismo. Lo nuestro es más bien la eutanasia narcotizada.
La compraventa de disfraces intelectuales convierte incluso a los mesianismos revolucionarios y a las teologías negativas —ese matrimonio contra natura entre Benjamin y Heidegger, hoy en día tan en boga— en juguetes de temporada. Si todavía existieran los intelectuales —pero no estoy nada seguro de que sea así—, los podríamos dividir en dos categorías vocacionales: los apocalípticos-integrados y los integrados-integrados.
Los primeros nos ofrecen desde hace décadas el dudoso placer de la regresión y acaban por vendernos muy caro su nihilismo barato. Los segundos nos entretienen con el espectáculo de su cursilería y nos invitan a disfrutar sin complejos de los territorios exóticos de un turismo cultural apto para cada edad del hombre: las transgresiones de cartón piedra al servicio de nuestros paladares atrofiados, que se lo tragan todo sin retener nada; la gimnasia genital disfrazada de erotismo y el exhibicionismo impúdico; los dilemas maniqueos de la novela negra y la (in)ofensiva violencia de papel de la narco-literatura; el plagio pseudo-expresionista de los argots y los dialectos como garantía, adulterada a la par que exitosa, de «estilo» y «autenticidad»…
Mi dispepsia crónica no me permite leer la mala literatura, y menos aún la falsa buena literatura. Es la única virtud que me reconozco. En todo lo demás, mis cualidades y mis costumbres no se alejan de la medianía nada excepcional de una especie en irreversible decadencia. ¿Cómo avivar, pues, el rescoldo de estos fuegos fatuos, que tan sólo representan la exhalación nocturna y solitaria de un desconcierto originario? Al carecer de cualquier teoría o ideología, no puedo sino encomendarme a la idiosincrásica legitimación de la única consigna moral y estética en la que sigo, a pesar de todo, creyendo: «Limitar el deshonor» (Piergiorgio Bellocchio).
Fabrizio Cossalter (Padua, 1974) es ensayista y editor italiano, residente en México.