reseñas

«Introducción a Teresa de Jesús» de Cristina Morales


Mi lauro esté en el desprecio,
en las penas mi afición,
mi dignidad sea el rincón
y la soledad mi aprecio.

—Teresa de Jesús

De visita en Ávila, uno puede imaginar cómo vivía Teresa de Jesús en el convento de la Encarnación, tremenda piedra que albergaba a más de doscientas monjas con bastantes comodidades. Leyendo a Teresa y a quienes mejor han estudiado su vida y sus escritos, es muy comprensible el contraste con que se topa quien mira la entrada de San José, el pequeño convento donde ella quiso morir y no pudo. Murió en el otoño de 1582 en Alba de Tormes, pero se había ido mucho tiempo antes.

En su novela Introducción a Teresa de Jesús, Cristina Morales le da voz a la mujer, escritora, mística y fundadora de ascendencia judía, nacida lejos del mar, en Ávila, al inicio de la primavera de 1515. La imagina escribiendo un texto paralelo al Libro de la vida —obra seminal en el género de la autobiografía— en el que Teresa no tiene el recato ni la propiedad obligados por su condición sospechosa ante la inquisición. Después de todo, la santa escribió su autobiografía por obediencia al padre García de Toledo, su confesor, para ser leída, revisada y juzgada por otros.

Morales, a su vez, toma prestada la voz de Teresa y presenta algunas ideas que bien podrían ser las de aquella monja rebelde, imprudente y nada mojigata; tan única y tan elevada, si viviera en el siglo XXI. La reivindicación feminista de Teresa de Jesús no es nueva, aunque tampoco muy extendida. La reivindicación anarquista lo es menos, todavía. La autora logra bien las dos.

La novela se ubica en el verano de 1562. Teresa está en Toledo, consolando a Doña Luisa de la Cerda —hija de los duques de Medinaceli y tan rica como se podría ser en la España del siglo XVI—, que recién enviudó. A los cuarenta y siete años, madura y fuerte, llena de misticismo y fama de santidad o de herejía, según a quién le preguntaran, Teresa libraba las últimas batallas para fundar un convento reformado que observara las reglas originales de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. En particular, Teresa buscaba reformar el Carmelo para que se viviera con auténtica austeridad, pobreza y clausura.

Las biografías de la santa marcan el año de 1554 como el de su conversión. Usualmente, se considera que antes de éste se halla su vida ascética y después su vida mística. A partir de entonces, habría de perderle el miedo a la intensidad sin igual de sus experiencias místicas y, aunque siguió contando con el apoyo de confesores y directores espirituales, habría de tomar potestad de su propia vida interior, sin hacer tanto caso a teólogos y letrados. Era emancipada y fugitiva.

Felipe II comenzó su reinado en 1556, tras la muerte de Carlos I de España y V de Alemania, con una visión muy distinta a la de su padre. Si durante la primera mitad de la vida de Teresa, España estaba abierta a Europa, en la segunda —tanto biográfica como espiritual—, se replegó en sí misma. En términos religiosos, esto implicó meterse a piedra y lodo en las tradiciones de la oración coral y la lentitud eclesial, quemar vulgatas, perseguir cristianos nuevos. Ante una oleada reformadora que encabezaron personajes entre los que hallamos a Ignacio de Loyola (que murió también en 1556), Pedro de Alcántara o la misma Teresa de Ávila, el miedo a que lo nuevo fuera luterano o que lo judío estuviera destruyendo lo cristiano se hizo institución y así la inquisición se hizo fuerte.

En ese contexto y hacia el final de la novela, tras recibir una carta de su amiga Juana, en la que le deja saber que probablemente la elegirán priora del convento de la Encarnación —lo cual complicaría o anularía sus posibilidades de fundar—, se sienten al unísono la voz anarquista de Morales y la radicalidad de Teresa: Para mí, irme es vencer.

Una de las búsquedas más importantes de Teresa de Ávila fue que la dejaran en paz. Que quienes dominaban en su vida —reglas, obispos, reyes— no estorbaran en su deseo y proyecto de vivir con otras la radicalidad de la pobreza y la oración. Las máquinas sociales, sin embargo, trituran esos deseos y a quienes les queman las entrañas. Cuando los hallan resistentes —como a Teresa—, buscan engullirlos y digerirlos. Que se excusen, que se acomoden, que no llamen la atención. Que cambien el mundo sin cambiar las reglas. Merecen ser prioras de la Encarnación porque son muy santas, pero la pretensión de coser sus propios vestidos revela arrogancia. Se les pide santa medianía. Según las voces autorizadas ellas son, cuando mucho, aptas para gobernar y para tal cosa se les hace encargo: que arreglen grietas, que refuercen cimientos. Pero esas almas radicales no se adaptan. No quieren ni pueden. Se van, pero no por la puerta; en lugar de pasar por debajo de un dintel, tumban los venerables muros de adentro hacia afuera. Son un problema.

Michel de Montaigne se encerró en su castillo en 1571 para escribir sus ensayos. Para entonces, Teresa ya llevaba más de quince años encerrada en su castillo interior, explorando lo que no se puede decir, llevando la experiencia de la autenticidad personal a retar al lenguaje y las formas religiosas, políticas y sociales de su época. Fémina inquieta y andariega, como la llamaría Monseñor Sega tras recluirla en Toledo por 1578, fundó diecisiete conventos en veinte años. Ella, que conocía el mundo y la tenía en buena medida despreocupada, dijo sobre sus jueces «que como son hijos de Adán y, en fin, todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa» (Camino de perfección, 4,1); por eso gobernó su reforma a través de sus descalzos.

¿Qué hizo Teresa?, ¿qué hacen estas personas problema? Nada más, pero nada menos, que descubrir quiénes son y rehusarse a vivir como si no lo fueran. Por eso se van. Por eso se ven raras en el reino de lo igual. Un judío en la esquina pobre de un imperio se experimentó como hijo de Dios y se le ocurrió que todos lo somos y eso debería tener consecuencias. Guijarro incómodo para el engranaje bajo el estandarte del águila romana. En medio de un cisma que puso en jaque siglos de dominio espiritual, una mujer dice que se puede «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (El libro de la vida, 8,5). Monja impertinente, se supo amada, no sometida.

Morales, Cristina, Introducción a Teresa de Jesús, Anagrama, 2020.


A Jesús Carrillo le gusta salir al campo, la carne asada y leer.

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