En “The Art of Seeing Things”, el naturalista estadunidense John Burroughs invita al lector a reparar en el complejo mundo natural, a observar de manera más precisa cuanto nos rodea:
El ojo ve aquello para lo que cuenta con recursos para ver, y estos recursos son directamente proporcionales al amor y al deseo. Al ojo lo informa y lo agudiza el pensamiento. Mi hijo ve patos en el río allá donde yo no los veo, porque en ciertas temporadas él piensa patos y sueña patos.
Burroughs glorificó las improbables virtudes de los granjeros, rancheros y pueblerinos. Las ciudades engendran el mal; el campo, el bien. Su pensamiento es radical, una vuelta de tuerca al concepto de civilización, pues para él ésta se encuentra, en realidad, en la vida campestre.
Leyéndolo algo me zarandeó. Es cierto, mucho se nos escapa al andar. El gorjeo chirriante de los canarios. Los retoños en las grietas de la banqueta. Los escarabajos de colores. Las enredaderas que suben por los postes que alumbran el camino. ¡Las señales del clima! Esa vida pasa inadvertida porque hay otra, más apremiante y nítida, que exige constante vigilancia.
Los sonidos y objetos humanos y artificiales se nos imponen, son parte de nuestro ámbito, por así decirlo; pero la vida de la naturaleza hemos de descubrirla por el camino, pues es tímida, retraída y se funde con un vasto fondo neutral.
Cecilia Ledesma estudió Biología y Ecología en la Humboldt State University, en California. Su familia es de Chiapas. Cuando era niña, en casa de sus tíos y abuelos había mascotas exóticas, monos araña, guacamayas y tortugas lagarto, porque era lo normal. “Ahora yo estoy limpiando sus pecados”, dijo riéndose.
Nos conocimos en la prepa y tenemos años sin vernos, pero irrumpimos en el celular de la otra con likes, reacciones en Instagram y mensajes esporádicos. El archivo de Cecilia es verde, café y azul, pero no es intencional ni ella cuidadosa: sólo fotografía el cielo, la tierra y distintos cuerpos de agua. Su perfil lo habitan cabras, lagartijas, pulpos, ajolotes, cervatillos, lagartos y quetzales.
Cecy trabajó en un centro de rehabilitación de animales silvestres, en Guatemala. Estudió animales que rescataron —o decomisaron—, víctimas del tráfico ilegal vinculado al narcotráfico: loros, monos, ocelotes, jaguares. En uno de los momentos más memorables de su estadía, la atacó un mono. Ella lo vio impulsarse, enseñar los dientes y prepararse para morderla, y se desmayó del susto. (Leyendo un borrador de este texto, Cecilia sugirió que aclarara que al mono no lo motivó la maldad ni nada semejante: me explicó que, como pasan mucho tiempo encerrados en jaulas, también desconfían de los biólogos).
Su tiempo en Guatemala la convenció de que quiere dedicarse a eso.
“Me encanta la etología. No me laten los animales domésticos. Los veterinarios, por ejemplo, sirven a la gente, porque trabajan con animales individuales, con dueños humanos. Yo prefiero trabajar con grupos de animales silvestres”.
Me envió el reporte sobre un grupo de guacamayas criadas en el centro de rescate. “Es muy sencillo porque se presentó al gobierno para liberarlas en un área protegida. Mi trabajo aquí fue más que nada un estudio de comportamiento para determinar si eran liberables o no”.
Cuando dice que el reporte es “sencillo” se refiere a que no usó estadística avanzada, por consideración a los funcionarios públicos.
Nature fakers
Hablamos sobre los ensayos de los naturalistas. A Cecilia le dan risa sus descripciones melosas. “O sea, ya hablar de cómo los pájaros levantan el vuelo entre nubes de noséqué, pues ya es mucho choro”. Admito que a mí me gustaron las cursilerías de John Burroughs. Su prosa tiene algo poderoso: se ciñe a la realidad sin escatimar en sus impresiones. Alguna ciencia en lenguaje poético.
A inicios del s. xx, Burroughs estuvo en el ojo del huracán. La polémica estalló por la publicación de School of the Woods, de William J. Long, fechado en 1902, donde el autor describe cómo los animales “entrenaban” a sus crías y se comportaban de manera individualizada. Burroughs escribió una denuncia furiosa contra el texto, acusándole de incorrecto y engañoso. Long había dado rienda suelta a la imaginación.

En el debate hubo una contradicción importante. La literatura de nature realism hizo de los animales sus personajes, antropomorfos, sentimentales y fantásticos. El libro de Long se presentó como un puñado de observaciones «verdaderas», similar a los ensayos de Burroughs, pero se trasladó silenciosamente al género narrativo. Es comprensible reclamarle sus falsas vestiduras. Sin embargo, la controversia se extendió a las obras de Jack London, White Fang y Call of the Wild, que habían gozado de excelente recepción. La crítica acérrima de Burroughs —y del presidente Roosevelt, que en un momento insólito hizo de crítico cultural y acuñó el sofisticado insulto nature fakers— exigió fidelidad también de las novelas.
El mandato por narrar «la verdad» de la naturaleza se entiende por la ocasión histórica: los estadunidenses vivían los primeros años de aprendizaje colectivo, público e impreso, sobre el mundo natural. Aquellos autores que pretendiesen ser “realistas” estaban en deuda con sus lectores, sin importar el género de su obra. De la polémica sólo se salvaron los cuentos de hadas y las fábulas, pues aquéllos iban contra el sentido común. No había duda de que no pertenecían al mundo de lo real.
Ser científica
Le pregunté a Cecilia si se consideraba científica y se revolvió en su sillón. “Híjole”, dijo. Podría decir que lo es, por su título, porque usa el método científico. Pero adscribirse bajo esa palabra tiene significados implícitos. “Naturalista” tiene una acepción amable con el medio ambiente; es una vocación afectuosa, apasionada y noble. Llamarse «científica” es incluirse dentro de un grupo de profesionistas. “Como que te imaginas a alguien encerrado en un laboratorio y usando bata blanca”, dijo Cecy. Una caricatura.
Cecilia experimenta, emplea técnicas rigurosas, confía en lo que aprendió en la universidad. Lo que la detiene de tomar su carnet de científica no es el método, ni una crítica fundamental al sistema productor de conocimiento, sino algo intuitivo y personal: la autoperceción. Es como si, al llamarse científica, el afecto que siente por la naturaleza se mancillase.
Días después me escribió por WhatsApp:
[21:42, 7/13/2020] Cecilia Ledesma: Empecé a leer Consilience de Edward O. Wilson1 (un señor biológo muy acá de Harvard pero escribe cosas buenas) y menciona los tipos de científicos y me acordé de que me preguntaste si me considero científica y en ese momento como que no la pensé bien y te dije que no
[21:43, 7/13/2020] Cecilia Ledesma: Pero sí soy! Jajaja
Abrir el cuerpo
¿Cómo se cultiva la sensibilidad hacia la naturaleza si crecemos en ciudades? ¿En la escuela, con un libro de texto? ¿En campamentos de verano? ¿Con cápsulas informativas o campañas de difusión? Cuando le pregunté por el instante en que reconoció su atracción, Cecilia me habló de sus viajes al sur, de un curso que tomó en un zoológico. Tenía cuatro años.
Ambas cursamos biología en nivel superior. Nunca lo había pensado, pero ella me hace notar que la clase estuvo centrada en anatomía, biología homocéntrica. Se dejó un espacio insignificante para la ecología y los animales, y cuando sí los estudiamos, fue con conceptos, gráficas, procesos a grande escala. En la escuela no hay veredas para estudiantes de otras disciplinas.
Wes, el esposo de Cecy, es músico. En sus paseos ella se detiene a observar animales, bandadas de pájaros o alguno que planea solitario. Él solía esperarla a lo lejos, pero después de la repetición incansable de ese ritual, comenzó a imitarla por curiosidad. “Dice que quería saber qué era lo que me llamaba la atención”. Concluimos que el cuerpo es decisivo: salir, caminar, recorrer, palpar, explorar, absorber, descubrir. Los libros nos refieren a la existencia ajena, pero cuando el cuerpo se involucra, se abre el mundo.
Cuando te subes a un vagón de ferrocarril, quieres un continente, y el hombre en su carruaje precisa un municipio; pero un caminante como Thoreau encuentra tanto y más en las orillas de la laguna de Walden.
*
Cecy tiene más cosas en común de las que cree con John Burroughs. Fue ella quien empezó a contarme de la mirada silenciosa y el amor. Cuando volví a preguntarle cómo podemos sensibilizarnos a otras vidas, me respondió, “Yo creo que entre más observas a los animales y la naturaleza, más afecto sientes. Y más vivo sientes todo”. Y me recordó estas líneas del señor naturalista:
El secreto, sin duda, es el amor por esa práctica. El amor agudiza la vista, el oído y el tacto, acelera el paso, estabiliza el pulso, te pertrecha contra la humedad y el frío. Lo que amamos hacer, lo hacemos bien.

Burroughs, John, El arte de ver las cosas, trad. A. González Hortelano, Madrid, errata naturae, 2018.
1. Dice Wikipedia: «Consilience: The Unity of Knowledge is a 1998 book by the biologist E. O. Wilson, in which the author discusses methods that have been used to unite the sciences and might in the future unite them with the humanities».