Hace algunas navidades, mi hijo de cuatro años me regaló un dibujo que hizo utilizando la pestaña de una caja de cereal y un par de colores. Cuando le pregunté qué eran aquellos fantásticos trazos, comprendí que su regalo superaba, de lejos, mi capacidad imaginativa:
—Es la gema roja de la invisibilidad —me dijo.
—¿La qué? —pregunté.
Pacientemente, me explicó que era un poder sobrenatural de auxilio en el que me podía hacer invisible si estuviese en peligro: “Aprietas esta gema roja y, fuuuum, nadie te ve, sólo tú”. ¡Genial! Incluso mejor que el anillo de Giges, mi hijo me regaló el poder supremo de la protección.
He querido utilizar la gema roja en innumerables ocasiones, por razones muy diversas: casi siempre como escape o resguardo, pero confieso que en ocasiones también por una curiosidad algo absurda, similar a la de Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne.
Más allá del uso que se le podría dar a un poder sobrenatural como éste, la invisibilidad es una fantasía que descansa sobre una infinidad de deseos: por ejemplo, de estar presente sin estarlo del todo; de presenciar el mundo a lo lejos, sin ser parte activa de él; de observar sin ser observado y, sobre todo, de ver cómo son “realmente” las cosas en nuestra ausencia. En muchos casos, el deseo de ser invisible supone que el comportamiento individual o de grupo es distinto en “ambientes naturales”, es decir, sin un público mirando y entorpeciendo la realidad real. El panóptico de Bentham, el experimento de Milgram, y hasta las palomitas de Whatsapp reposan sobre esta ilusión, mostrando lo inconsecuente y vacilante que puede ser la condición humana. Ya lo confesó Brás Cubas en sus agudísimas memorias póstumas: en la vida, el qué dirán, la mirada de los otros, el contraste de los intereses, la lucha de las codicias nos obligan a esconder los trapos sucios, a disimular sus desgarrones y descosidos, a no confiar al mundo las revelaciones que se hacen a la conciencia. Imposible no ver rasgos de Glaucón.
Pero acaso no hace falta ir tan lejos ni meterse con los orígenes de la filosofía moral. Lo que importa destacar es que la invisibilidad como imaginario lúdico no es novedad; es un sueño habitual, algo ordinario y una de las quimeras más antiguas de las ciencias sociales: se trata de comprender un fenómeno social, el que sea, tal y como es, sin ser contaminado por la presencia —el sesgo— del que observa, quien sea. Es asumir que existen hechos sociales independientes(mente) de quien los mira, y más: que el propio fenómeno cambia al ser interferido por la observación. No me refiero a la doble interpretación hermenéutica, que desde luego presenta otro tipo de dilemas, sino a un supuesto mucho más sencillo: que la presencia de un observador cambia la esencia de un hecho social al transformarlo en escenario, con actores que, como dice el antropólogo Bazin, no hacen solamente (o verdaderamente) lo que hacen, sino lo que permiten al espectador ver.
La invisibilidad como fantasía está presente en todas las disciplinas de las ciencias sociales, y se apoya en la idea del distanciamiento cuidadoso como condición necesaria para lograr una comprensión más cabal del mundo social. Es un tema viejo, no resuelto y que en las últimas décadas se ha alojado en lo que las ciencias sociales llaman “el trabajo de campo”, ese momento en el que se sale del aula o de la oficina para supuestamente enfrentarse al mundo, mirarlo, escucharlo y participar en él.
El trabajo de campo suele contrastarse con aquel que es exclusivamente de escritorio; son formas distintas —complementarias— de acercarse a comprender las esquinas del mundo. Cada disciplina ha establecido una relación muy particular con el trabajo de campo. Para algunas, por ejemplo, la antropología y en ocasiones la geografía, éste es un sello de identidad que lo distingue de otras formas de hacer y saber. No es un hacer por hacer ni un simple ritual de paso, sino un hacer comprometido con entender un fenómeno social a partir de la experiencia de las personas que lo viven y lo producen: mirar lo que hacen, cómo actúan, preguntar lo qué piensan o sienten y escuchar cómo se expresan dentro del universo cultural en el que circulan. Se busca comprender otros órdenes sociales bajo sus propios términos. Hacer trabajo de campo supone estar en un lugar por un tiempo, no siempre definido, para observar, hablar, escuchar y, en ocasiones, participar en él. Implica, muchas veces, cruzar una frontera física o simbólica para adentrarse a un mundo que no es completamente propio, con contornos imprecisos.
Como objeto de preocupación académica, el trabajo de campo se ha transformado en una industria muy rentable, como los baby showers. La cantidad de libros, talleres, panfletos y artículos producidos en las últimas dos décadas sobre el tema es francamente abrumadora y, en su mayoría, bastante inútil. Porque lo que estos trabajos suponen es que hay un antes y un después, un principio y un fin; nos brindan una receta que, si se sigue al pie de la letra, da como resultado un delicioso pastel: tres tazas de rapport, otras dos de preguntas semi-estructuradas, una cucharada de guión de observación, y una pizca de valor. Y los componentes humanos más importantes como son la curiosidad, sensibilidad, conocimiento, imaginación, creatividad o sentido común son marginados frente al régimen del ingrediente. Lo que estos esfuerzos buscan es dar respuestas inequívocas a una enorme diversidad de experiencias. Lamentablemente, son esas mismas respuestas las que acaban por frenar el pensamiento y hacer de la vivencia de campo un proceso acartonado y estéril. Lo dijo Anne Carson: “Answering makes thinking stop and when your thinking is still, you might as well be dead. It is a deadness. Living happens when your thinking moves. It is not hard. You just have to relinquish some kind of complacency about answering stuff”.
Ahora bien, quienes hemos hecho trabajo de campo sabemos que existen límites: hay personas inaccesibles, tiempos imposibles de cubrir, o espacios a los que simplemente no entraremos jamás, por las razones que sean. Y son precisamente esas fronteras las que marcan los límites de nuestro conocer, algunas inimaginables. Pero permanece siempre la esperanza de encontrar caminos, descubrir nuevas entradas, por más imposibles que parezcan. Por eso nos preocupa saber cómo comportarnos frente a situaciones o personas desconocidas, qué decir, cómo vestir, cómo moverse, qué (no) preguntar, porque domina la ilusión de que tenemos algo de control sobre nuestra (in)visibilidad. Acaso parecen trivialidades, y hasta cierto punto lo son, pero las seguimos tomando en serio porque pensamos que entre menos ruido genere nuestra presencia, más puertas se nos abrirán, más puro será el contexto y más acabada nuestra comprensión de él.

Muchos antropólogos de principios de siglo XX compartían la misma preocupación, aunque no la hiciesen voluntariamente pública. Es verdad que parte de su inquietud se ubicaba en otra cosa: en romper con la antropología de escritorio y conocer mundos desconocidos estando y participando en ellos. Las diferencias entre el hombre blanco y los trobiandeses, samoanos o los kwakiutl importaban sólo en la medida que su presencia fuese novedad. Así, el reto era lograr ser invisibles, que los indígenas, al verlos constantemente todos los días, dejaran de interesarse, alarmarse o auto controlarse por su presencia; se trataba de dejar de ser objeto perturbador de la vida trivial, como lo manifestó Malinowski en su introducción a Argonauts of the Western Pacific. La única distancia que cobraba peso era la de la aceptación, que acaso se conseguía con tiempo, aprendizaje del idioma y mucha paciencia. El secreto de Fred Murdock fue precisamente ese: que los hombres rojos lo aceptasen como uno de los suyos para dejar de estar y así llegar a la verdad.
Sabemos que la invisibilidad es una fantasía y, sin embargo, las ciencias sociales se empeñan en seguir alimentándola. Pero en el mundo real, ese que está en la calle, en la casa, en la frontera o en el trabajo, la invisibilidad existe, no como poder sobrenatural, sino como una condición de vida, una forma desgarradora de existir.
Imaginarla es un juego.
Desearla es un privilegio; ignorarla también lo es.
… la gema roja seguirá en mi cartera: es mi tesoro, porque me la regaló Fabio.
Verónica Crossa Niell es profesora en El Colegio de México.