Nunca me sentí cómoda en Puebla. Mi familia no es de ahí, nací en el Distrito Federal y siempre imaginé que mi vida sería distinta, mejor, si hubiera crecido en el D.F. —no le digo la Ciudad de México porque cuando pensaba eso no se llamaba así todavía. Sin embargo, a los dieciséis años me inscribí a una clase para aprender a hacer chiles en nogada, el platillo insignia de Puebla.
Pienso, por esta manía de rumiar el pasado, que esa clase fue un ritual.
Si algo bueno hay en Puebla es la cocina, y creo que deseaba participar en algo que me hiciera más poblana, no tanto por el lugar sino por el sabor del lugar. Al referirme a los rituales tengo en mente a Victor Turner, que los considera procesos de transformación y no sólo meras repeticiones. Para él, los rituales son un espacio liminal donde la posición social de las personas, la estructura del grupo, cambia. Pero en vez de ahondar en Turner, mejor esbozo algunos rasgos del ritual en el que participé.
Primero, los chiles en nogada son un platillo regional de temporada; es decir, no se pueden cocinar todo el tiempo. Segundo, al inicio de la clase, la profesora —que por cierto era poblana— entregó una hoja con la receta general, sin detalles sobre la preparación, pues esos eran “trucos que debíamos aprender”; además enfatizó que estábamos elaborando su receta familiar y no una de recetario (de una forma u otra nos volvíamos parte de su familia durante la clase). Tercero, en la clase había mujeres —sí, sólo mujeres— de todas las edades y, aunque platicábamos mientras hacíamos nuestras labores, nadie mencionó su lugar de procedencia (tal vez imaginábamos que la denominación de origen era un requisito para cocinar los chiles, entonces mejor no decir nada).
Al final, la transformación: me sentía como en Arráncame la vida cuando Catalina toma clases de cocina con las hermanas Muñoz y aprende a hacer “mole, chiles en nogada, chalupas, chileatole, pipián, tinga”; sólo que, a diferencia de ella, yo no era poblana ni estaba aprendiendo a cocinar porque me había casado.
Llegué orgullosa a casa con los dos chiles que me tocaron en la repartición. El platillo, antes exclusivo de familias poblanas y restaurantes, ahora era mío. Vuelve a ser mío cada vez que lo cocino y ajusto para tener mi propia receta. Ahora sí, tan poblana como Catalina (o como el mole, las chalupas, los molotes, las pelonas, las tortitas de santa Clara, los camotes, el pipián verde, la torta de agua, los tacos árabes, las cemitas, las chanclas, el rompope, las memelas, los tlayoyos y los chiles en nogada).
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Para diez chiles en nogada, se tateman los chiles poblanos directo en el fuego o en comal. Una vez tatemados se envuelven en plástico para que suden unos diez minutos, se les quita la piel y se les hace un corte para quitar venas y semillas (hay quienes descalifican, enérgicamente, que se pelen y desvenen los chiles ayudándose de agua porque pierden sabor: es cierto, pero se vale si los comensales no toleran mucho el picante o si se está batallando demasiado con las semillas). Se cortan en cubos pequeños seis manzanas panocheras, seis peras de san Juan y seis duraznos amarillos, se pone bastante aceite vegetal en un sartén grande y se doran dos dientes de ajo, se retiran los ajos y se pone la fruta picada…
Hasta creen que les voy a dar mi receta, pasen por su propio ritual o encárguenme unos.

María Alejandra Dorado Vinay (Ciudad de México, 1988) una vez se comió seis milanesas.
¡Qué bello escrito! Me quedé con las ganas de leer la receta 😊
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