La tarde era particularmente clara. A lo alto, los bordes de un cielo sin nubes se curveaban sobre la ciudad como una cúpula. El aire espeso y caliente parecía enfrascar el ruido de los autos y camiones. Mónica bajó la mirada sin prestar atención. El rechinar de los frenos, la congestión de los mofles, el ocasional conductor irritado, todo era para ella un agrio sonido de fondo. Iba a paso rápido y poco ágil, temiendo que sus tobillos se rindieran ante algún tope o grieta; pero al mismo tiempo, deseando caerse. Quería caer, sí, tirarse en frente de algún carro con esperanzas de que no pisara el freno.
Desechó aquel deseo inmediatamente. Era algo ridículo, en realidad, el pensar que se atrevería a protagonizar una calamidad de ese tipo. No podía siquiera con el interminable dolor de estómago, o con el latido de sus sienes, que se inflamaban de pensamientos a cada paso. Juan, Juan, Juan, rechinaba su cerebro. Le habría gustado acallarlo con un pellizco, como se calla a un niño chillón. También podría dejarlo de lado, concentrar toda su atención en las grietas de la acera, o en el griterío del vendedor ambulante, o en el hecho de que tal vez iba tarde para el camión. Pero cada cabeza es un mundo, y en ese momento su mundo consistía en una incesante repetición de la misma escena. Una llamada, la voz que ya no volvería a escuchar, el teléfono apretado contra su pecho, el dolor que, en contraste con el autobús que consiguió alcanzar, permanecía inabordable.
Se acomodó en su asiento, sin mirar a un solo pasajero. Acostumbrada a la cortesía, lo había hecho a propósito, para reclamar su espacio, para darle a aquel niño en su cabeza la exclusividad que merecía. No era necesario. Juan, Juan, podría decir ella, pero los párpados de Mónica no eran los únicos que, aun abiertos, se cegaban a su alrededor. Las personas, absortas en alguna revista, en la ventana, en el clásico, o el mandado, se eran irrelevantes de la manera más natural. Mónica no notó al joven que se sentó a su lado (Andrea, Andrea, Andrea) protegido por sus audífonos. Su boca se abría y cerraba, imitando el ritmo del vocalista, sin emitir sonido.
Mónica decidió mirar por la ventana. En pleno ardor cerebral, recordando una a una las palabras de Juan, abrió ligeramente la ventana del camión. El alboroto urbano seguía sin penetrar sus oídos. Árboles, peatones, carros. El paisaje sobre el que se deslizaba el camión parecía una colección de fotografías, como aquellas que se exponían en las últimas páginas del periódico los domingos. Lanzó un suspiro hastiado al comprobar que el camión se había detenido, bloqueado por el tráfico. Irritada por el pasajero a su lado, que ahora golpeaba el asiento de en frente con sus dedos, estaba a punto de quejarse…Pero percibió el olor.
Notó que no era tanto un aroma como un sentimiento; un espasmo de la nariz al rechazar algún gas grumoso y asfixiante. Por primera vez, Mónica miró con atención a través del vidrio.
La fachada de un edificio grande que no recordaba haber visto antes, aunque recorría esa ruta todos los días, estaba manchada de negro. Las columnas de aquel humo emergían de las ventanas y se desparramaban hacia afuera como tentáculos grises. Los carros azules y blancos y los camiones rojos se acercaban a la escena. Mónica sintió asco al ver aquellos vehículos, deslizándose como serpientes hacia el edificio. Apartó la vista abruptamente al percatarse de la cantidad de bultos recubiertos de azul que había en el piso.
Se volvió hacia el joven, que seguía absorto en su música, pero que fruncía la nariz al percibir el olor. Estiró su brazo para cerrar la ventana, pero Mónica lo detuvo con un movimiento brusco. El quejido del muchacho quebró el silencio del camión y, poseída por un furor que se desvaneció rápido, Mónica abrió por completo la ventana.
El tráfico mantenía al camión fijo ante aquella escena, y ya no sólo el olor punzante, sino los alaridos, penetraron los sentidos de los pasajeros. Sentados o de pie, todos se vieron atraídos por lo que se veía del otro lado de la calle. Mónica intuyó que alguien buscaba su mirada, y no era la única.
Todos los pasajeros se vieron, percibiéndose por primera vez. Contemplaban las ruedas de las camillas, que se abrían paso rápidamente entre los escombros. Mónica se volvió al muchacho sentado a su lado y, al verse correspondida, desvió rápidamente la mirada. Chingado, parecían decir sus ojos. Otros. Otros más.
El camión avanzó y el incendio quedó atrás. Algunos pasajeros se tropezaron, y el ambiente pareció relajarse. Ladeaban la cabeza y se mordían el labio inferior. Suspiros, una maldición ahogada. Aunque de nuevo concentrados en sus tareas, sus pupilas inquietas los delataban. Seguían buscándose los unos a los otros. Quizás, como Mónica, habían sentido su piel volverse cada vez más ordinaria. Tal vez escucharon el mismo llamado.
Cada persona habría de bajarse del camión, y tardaría poco en volver a cegarse. Mónica se vería de nuevo torturada por la escena del teléfono, y el niño chillón se despertaría de nuevo. Pero ahora, al poner pies sobre la acera, las grietas de la calle eran heridas que gritaban, y a lo alto, la cúpula que acogía al cielo se resquebrajaba por el hilo lejano del humo.