Como muchos, estos días he extrañado tiempos mejores. Para mí, la añoranza se ha materializado en los recuerdos de ir a Blockbuster, invariablemente soldados con las memorias de mi infancia: acompañar a mis padres, empujar la puerta transparente, oler el aire artificial y enfrentarme a los anaqueles repletos. Había algo especial en ir y comprometerse con una película entre tantas, y a la salida comprar dulces.
Cada quién tenía su recorrido, pero todos comenzábamos en “Novedades”. Los adultos eran los primeros en detenerse: “Cine de Arte”. La sección, a manera de demostrar su elegancia, tenía estantes de un color oscuro que contrastaba con el punzante blanco del resto. En cambio, yo me apresuraba a lugares más interesantes: “Acción”, “Suspenso” y finalmente “Terror”, donde me quedaba por morbo, sabiendo que era una sección prohibida y que no me atrevería a sugerir nada que proviniera de ahí. En ocasiones, sin embargo, me ganó la valentía. Así es como uno adquiere sus traumas, y así inició mi historia con Señales.
Mucho ha cambiado desde aquella vez que salí del Blockbuster cargando mi película y todas las pesadillas que me esperaban. Hoy, como a todos, me preocupan otras cosas: titularme, la pandemia, entregar notas informativas que nadie va a leer, pagar impuestos, ganar dinero. Crecer es sustituir los terrores infantiles por otros, más reales y menos emocionantes. Sin embargo, me alegra confesar que todavía hay algunas noches en las que, antes de dormir, miro por la ventana hacia el techo del vecino y busco, quizás ansío, siluetas en la oscuridad.
⸞
A la fecha, he visto Señales unas 7 veces. La premisa es simple: Graham es un sacerdote recientemente retirado y debe enfrentar una inminente invasión alienígena. Enfrentar es una mala palabra, porque en realidad no hay nada que Graham pueda hacer, lo cual resulta ser algo positivo, pues lo mejor de la historia tiene poco que ver con los alienígenas y más con cómo una familia normal (es decir completamente disfuncional) lidia con el prospecto del fin del mundo. No se trata de una película muy novedosa en su género: para este punto ya hemos visto más de una invasión al mundo, que siempre es Estados Unidos, y más bien se siente como el resultado natural del género alienígena dentro de la cultura pop.
Posiblemente, la película más famosa en tratar con el problema extraterrestre sea Alien: el octavo pasajero (1979) que, por unos años, movió el lente lejos de las grandes invasiones y presentó una trama mucho más íntima: 7 personas encerradas en el “espacio exterior” con un ser alienígena, un otro por excelencia. Buena parte de su éxito se debió a que la película logra conservar la amenaza esencial que es ese otro, pero subvierte la fórmula en dos sentidos: primero, la amenaza es mucho menor y sus consecuencias son proporcionales; lo peor que puede pasar es que los 7 diablos enclaustrados con el monstruo acaben muertos. Segundo, el otro se separa de la tradicional representación antropomórfica del extraterrestre a tal grado que su nombre es xeno-morfo. Es un retorno al monstruo bestia, cuya única motivación es asesinarnos, lo cual es amenazador, pero no particularmente interesante. Nos importa lo que pasa no porque el mundo esté en riesgo, ni por las motivaciones del otro, sino porque Ripley está en peligro (y la verdad también por el diseño del alienígena que es genial).

Sin embargo, los tiempos cambian, y después de Alien observamos dos vertientes en el género. Por una parte, hubo un desplazamiento hacia la acción como elemento central de la trama: más explosiones, más rayos láser, más alienígenas y más riesgo. El resultado son películas como Aliens: el regreso (1986), Depredador (1987),[1] y Día de la Independencia (1996) donde los extraterrestres finalmente amenazan la Tierra y Estados Unidos, haciendo uso de su fuerza y sobre todo de su valentía, los derrota y salva el día. Son historias donde el peligro es cada vez mayor, pero no se siente porque el terror ha desaparecido de ellas.
Por la otra parte, hay un retorno a lo oculto. En esta versión de la historia los alienígenas han dejado los rayos verdes y se mueven entre sombras. Los conocemos por triangulación y rápidos vistazos, y junto a ellos se perfila un nuevo enemigo: el Estado.[2] Aquí me refiero a Los Expedientes Secretos X (1993), donde los agentes del FBI Mulder y Scully luchan contra una gran conspiración gubernamental que colabora con extraterrestres. No sabemos quiénes son, ni qué es lo que quieren, pero sentimos el peligro.

Ambas vertientes son reflejos de su tiempo: la Guerra Fría. Desde el colapso de la URSS, no hemos dejado de ser bombardeados con distintas iteraciones del excepcionalismo y la genialidad estadounidense. Pero, una vez derrotados los soviéticos, ya no se sentía muy esencial ese aparato tan grande del Estado, así que había que buscarle un enemigo o hacerlo el enemigo. En 2001, sin embargo, la historia dio otro vuelco y los atentados en Nueva York reavivaron un sentimiento olvidado de vulnerabilidad. De pronto, enemigos de tierras lejanas amenazaban incluso a los ciudadanos de la gran superpotencia; casi nadie entendía qué querían, por qué, de dónde, pero, en la mente, el peligro una vez más palpitaba.
Así llegamos a Señales.
El defecto más grande de la película es la incapacidad de tomarse en serio a sí misma. En lo que parece un intento de autosabotaje, un humor fuera de lugar corta constantemente la atmósfera opresiva. Por fortuna, conforme avanza la trama estos lapsos son menos frecuentes y es entonces cuando Señales brilla. Porque se trata de una historia desoladora, de un sacerdote que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, y cuya familia ahora debe lidiar con una amenaza incomprensible. El mundo entra en pánico y no hay nadie que pueda ayudarlos. Para unos granjeros en Pensilvania el gobierno es virtualmente inexistente, y las pocas veces que la Sheriff del pueblo se manifiesta, la situación la rebasa por mucho. Así que, cuando la invasión es inminente y, desesperada, la familia decide atrincherarse en casa cubriendo las ventanas con clavos y tablas, sabemos que están completamente solos. Hacia el final, cuando ya no queda más qué hacer, deciden preparar sus platillos favoritos y tener una última cena; lo que usualmente sería indicador de una celebración, rápidamente deviene en gritos, pleitos, llantos y un último momento de reconciliación y catarsis para una familia que enfrenta el fin del mundo.

La escena es realmente conmovedora, sobre todo porque no tenemos idea de qué les deparan las siguientes horas, pero sospechamos será terrible. Hasta ahora sólo hemos visto a los alienígenas de lejos, escondidos en los campos y observando desde los techos de las casas, completamente inmóviles. No sabemos qué quieren ni qué harán, pero hay en sus quietas figuras algo que nos augura malicia. Es el redescubrimiento de intenciones y significados desconocidos lo que nos permite vaciar en ellos nuestros terrores personales. Desafortunadamente (aunque para sorpresa de nadie), al final la película recobra aliento y reafirma su fe en el excepcionalismo divino. Resulta que ni siquiera necesitábamos del gobierno porque Dios nos protege, y con unos vasos de agua los amenazantes alienígenas acaban quedando como imbéciles, su aura de amenaza desinflada a batazos de beisbol.
A pesar de sus muchas deficiencias, Señales es una película que disfruto mucho, posiblemente demasiado. Creo que, a pesar de sus bufonadas, marca el espíritu con el que hemos empezado el nuevo milenio. Por muchos frentes la realidad con la que crecimos se tambalea cada vez más, y la sensación de vértigo que esto provoca no desaparecerá pronto. Además, genuinamente es una buena película de alienígenas. Desde entonces, en términos cinematográficos, la evolución del género extraterrestre ha continuado con películas la mayoría bastante malas. Hay algunas notables excepciones: la exploración del tema desde un ángulo lingüístico en La llegada (2016) es sin duda la más original; e interpretaciones como la de Aniquilación (2019) le hacen justicia a la incomodidad de encontrar a un otro absolutamente indescifrable. [3]
Son, por supuesto, historias distintas y sólo se les puede comparar hasta cierto punto; sin embargo, todas descienden de una fascinación por lo desconocido y se entrelazan en la intersección de un terror que ni es el letargo de los miedos mundanos a los cuales nos hemos acostumbrado, ni tampoco es el miedo casi primitivo que reacciona frente a un depredador. Al final podemos tratar de conjeturar al respecto, pero ninguna respuesta podrá sacudir la extrañeza de encontrar sentimientos e inquietudes tan guturales en aquellas siluetas difusas, en seres que jamás hemos visto, pero que en la oscuridad no cuesta trabajo reconocer.

[1] La consumación más clara de este enamoramiento por la acción es Alien vs Depredador (2006), donde ya los humanos dan prácticamente igual y lo importante es ver a los monstruos darse de golpes entre ellos.
[2] Una iteración interesante de esta versión es E.T. donde el alienígena es en realidad parte de los vulnerables, y el Estado grande y secreto es al final del día el verdadero antagonista.
[3] No es casualidad que ambas películas estén basadas en historias de ciencia ficción contemporánea, La historia de tu vida de Ted Chiang para el caso de Arrival, y la novela homónima de Jeff Vandermeer para Aniquilación.
Fiacro Jiménez Ramírez sigue vivo.