Ensayo

Apuntes sobre el insomnio

El hombre está muerto pero no ha
podido quedarse dormido.
Virgilio Piñera

Los niños deben acostarse temprano

Durante mi infancia escuché incontables veces que debía dormir ocho horas diarias. Las diez de la noche se consideraban ya horas inadecuadas para seguir pululando por la casa. Sin embargo, aun a pesar mío, siempre he sido inmune a aquella recomendación.

Ignoro hasta qué punto esto es consecuencia del periodo de pesadillas y un par de episodios de sonambulismo que experimenté antes de los seis años. Pero es un hecho que desde muy chica, cuando pernoctaba con mi madrina, ésta acababa rindiéndose y se dormía mientras yo deambulaba por su departamento en espera de que el sueño me visitara también. Luego, en la primaria, la imposibilidad de dormir se manifestaba en fechas como la víspera de Reyes o el inicio de ciclo escolar. Aunque de naturaleza muy distinta, ambos eventos me emocionaban mucho, supongo que por la expectativa de la novedad que implicaban.

La primera vez que me vi obligada a quedarme despierta ocurrió en primero de secundaria. Un profesor, en un despliegue de autoritarismo, nos pidió una tarea ilógica casi de un día para otro. Debíamos pasar a computadora los ejercicios de varias unidades de nuestro libro. Trabajé en ello hasta alrededor de las 4 a.m. de la fecha de entrega. Aquella madrugada hice mi debut como bebedora de café. No me gustaba su sabor pero me tomé varias tazas para mantenerme despierta. Logré terminar la tarea y me fui a acostar sin saber que era sólo el inicio.

Condenada a las ojeras desde la niñez, pronto dejé de hacer distinciones entre la dificultad de dormir que arrastraba desde entonces y los desvelos a los cuales me sometía como estudiante por dejar las cosas para el último minuto. Al igual que otros de mis amigos, me vanagloriaba de ir en vivo a la escuela cada final de semestre o de que me amaneciera terminando trabajos que entregaría pocas horas después. Lo cierto es que en esas noches el insomnio fue una herramienta útil.

Apagar dispositivos 90 minutos antes de acostarse

Soy incapaz de pensar en algún periodo en el cual haya dormido bien por más de dos semanas. He intentado de todo: escuchar música, ver una película para arrullarme, leer, tomar infusiones varias o gotas de valeriana, meditar. Nada ha funcionado el tiempo suficiente para considerarme poseedora de una adecuada higiene del sueño.

Durante una racha de noches en vela que comenzaba a lindar con la desesperación, armé un tablero en Pinterest con ilustraciones, citas e información sobre mi mal, como para exorcizarlo. Entre las recomendaciones para ello encontré la de mantenerme lejos de las pantallas al menos noventa minutos previos a la hora en que planeo acostarme a dormir. En mi búsqueda de soluciones, pues, estaba el error mismo. Mi adicción a los dispositivos lleva años alimentando al monstruo que me impide descansar en cuanto pongo mi cabeza en la almohada.

Tratando de cambiar mis malos hábitos, me encuentro un montón de artículos donde abordan la importancia de crear rutinas para tener días más productivos. Aparecen frente a mis ojos listas con nombres de empresarios, escritores, deportistas. Los hay quienes se levantan a las 5 a. m. para hacer ejercicio o comenzar a trabajar. “6 hábitos de la gente exitosa” rezan los títulos de notas e infografías, esa forma de sacarle mayor provecho a la cotidianidad. Al parecer, la clave está en pasar despierto la mayor cantidad posible de horas. En jornada diurna, aclaro.

Cansada de no pegar el ojo por las noches y de sentir que no puedo ni abrirlos cuando los pájaros comienzan a cantar, me cuestiono qué sueño estoy persiguiendo al querer incorporar esas prácticas a mi rutina, qué tipo de vida estoy anhelando. ¿Cuántos prescindirían del acto de dormir, si pudieran, en nombre de la productividad? ¿Producir qué, para quién? Una idea sombría cruza por mi mente: ¿cuántos jefes no desearían que sus empleados no requirieran descanso alguno? ¿Será que un día sí hallan la forma de que la vigilia no termine jamás?

Recuerdo una novela que leí hace años cuyos personajes tenían la opción de inyectarse una sustancia que los mantendría despiertos para siempre. Qué panorama tan horrible. Una de las cosas más angustiantes del insomnio es que suele venir acompañado de la necesidad feroz de desconectarme de cuanto pienso, veo, leo, siento. En este mundo tan abrumador y saturado de información, cada día más, ¿para qué querría estar despierta de forma permanente? Definitivamente no.

Abandonarse al sueño

Imaginemos un tipo de psicoterapia en la cual los médicos curan parasomnias y otros trastornos que afectan el subconsciente accediendo a los sueños de sus pacientes y manipulándolos. Ésta es la inquietante premisa de la que parte Paprika, novela de Yasutaka Tsutsui. Sobra decir que dicha práctica onírica requiere confidencialidad y sumo cuidado por parte de quien la realiza, pues quien se somete a ella está en vulnerabilidad absoluta. Pienso que si hay gente a quien la sola idea de presentar somniloquía alguna vez y revelar un asunto privado puede ponerla nerviosa, qué implicaría dejar que alguien vea lo que soñamos. En ese sentido, estar despiertos es la zona segura donde, a pesar de todo, seguimos en control de nuestros deseos, aversiones y manías.

Entonces quizá la imposibilidad de dormir responda al miedo. Uno que nuestra razón no entiende pero nuestro organismo conoce a la perfección. Clinofobia, onirofobia, somnifobia. Niños que no quieren irse a la cama, anticipando terrores nocturnos; gente que experimenta constantemente parálisis del sueño; personas con estrés postraumático que permanecen en estado de alerta por si cualquier cosa; aquéllas que no pueden dormir solas, las que no pueden hacerlo acompañadas.

A mí, por ejemplo, me resulta aun más difícil de lo habitual ceder a la somnolencia cuando estoy con alguien. Esto puede resultar ventajoso, por un lado, cuando la charla se extiende o la situación es digna de mantenerme despierta; pero es una maldición cuando soy la única que no ha podido sucumbir al cansancio y veo pasar los minutos entre respiraciones, ronquidos y la certeza de que entre más tarde en lograrlo, peor será la mañana. ¿Acaso será todo esto indicativo de una desconfianza inherente a mí?

En la narración que da su nombre al libro de Banana Yoshimoto, Sueño profundo, hay una mujer cuyo empleo consiste en pernoctar con otros. Su única función es hacer compañía al cliente mientras descansa, que al despertar no se halle solo. Dormir como un trabajo. Paradoja teleológica o culmen del rendimiento humano. El acto de irse a la cama se va volviendo imposible para ella. Aquella tarea, en apariencia simple, la enfrenta con la carga inesperada de compartir ese momento tan íntimo. Durante el sueño acompañado se transmite más que sólo el aire respirado. Es tan individual ese momento que los límites de lo que toleramos al hacerlo son muy difusos: el efecto terapéutico que puede tener para uno puede ser la pesadilla de otro.

Eso me lleva a pensar en las palabras de la filósofa Marina Garcés, quien plantea que reaprender a dormir es un acto de resistencia. En uno de los ensayos que conforman Común (Sin Ismo), explica que apelar al descanso es una forma efectiva de “sabotear la máquina para producir beneficio” en la cual nos ha convertido el capitalismo. Esa por la cual tenemos la costumbre de presumir las noches en vela, aun bajo el disfraz de quejas: nos reconocemos aptos, disponibles, pendientes del ritmo y las necesidades de este sistema.

En mi insomnio subyacen también cierta desconfianza hacia el mundo que me rodea, un impulso vano de estar siempre preparada para hacer quién sabe qué y la certeza de que, de cualquier manera, nunca será suficiente. Agrega, “la imposibilidad del sueño es, por tanto, la imposibilidad de un mundo común donde poder descansar y abandonarse”. Un mundo donde cada uno se sepa vulnerable y, no obstante, acompañado y a salvo.

Quién iba a decirlo, de todas las cosas que he aprendido a lo largo de mi vida, carezco precisamente de la que podría salvarme tanto de la vigilia como de mi pesimismo. Queda concebir una metodología del buen dormir, articular su técnica y practicar hasta dominarla. Imaginar que un anarcosueño es posible.

Minucias finales para leerse con MOR (movimientos oculares rápidos)

Pareciera que los parámetros para valorar nuestros hábitos oníricos siempre están en función de otras generaciones. Incapaces de reconocer que dormir no es una circunstancia fortuita sino una necesidad básica a cualquier edad, no falta quien se excuse por abandonar temprano una reunión arguyendo que debe acostarse pronto porque “ya está viejito”; o utilizan esa otra expresión falsísima, “dormir como bebé”, para denotar una noche de descanso óptimo. En realidad, el porcentaje de adultos mayores que sufre trastornos del sueño es alto, especialmente como consecuencia secundaria de otros padecimientos. Por otro lado, habría que preguntar a los padres de bebés si tal frase tiene sustento empírico o si surgió de los labios de alguien que nunca pasó la noche con una criatura durante sus primeros meses. Así se va erigiendo una mitología más bien engañosa donde ser joven es sinónimo de ser tan noctívago como se pueda.

Otras personas atribuyen no a los años sino a una conciencia tranquila su inmejorable capacidad de reposo. Me siento obligada a refutar este argumento. Perteneciendo a las filas del insomnio como lo hago, estoy convencida de que si a toda la gente violenta, corrupta y despiadada del mundo se aplicara esta lógica, otro mundo tendríamos. Estarían buscando cómo redimirse con tal de dormitar siquiera unos minutos. Cabe sospechar que algún perverso bendecido por Morfeo tuvo a bien difundir tan insostenible tesis y el restante séquito de durmientes la ha replicado sin reparo.

Una teoría más se decanta hacia el vínculo entre el descanso favorable y la actividad física realizada a lo largo del día. Sólo quien haya experimentando una jornada de ésas tan movidas que provocan hinchazón de pies y piernas y dolor de espalda sabe que a veces ni eso basta. Cuántos no habremos descubierto que el agotamiento era tal que no soportamos siquiera la sensación de las sábanas contra nuestra piel.

Como Montaigne, no dejo de sorprenderme de quienes caen en un sueño imperturbable aun frente a las mayores desgracias o situaciones de gran expectativa. La misma perplejidad me causan las opiniones encontradas sobre si somos capaces de resistir mucho tiempo en vela o si podríamos morir a causa de la privación del sueño. A mi asombro se suma un tufillo de envidia y consternación. Me preocupa que ni mi edad ni mi rutina lleguen a garantizarme la paz de quienes sueñan olvidados de sí.

Llegada a este punto, evoco nostálgica mis años de estudiante cuando simplemente me dejaba llevar por la inercia del desvelo. ¿Cuántos litros de café habré bebido mientras estudiaba o redactaba trabajos finales? ¿Cuántas neuronas se me habrán muerto en ese lapso por la extenuación? ¿Valió la pena ese desgaste? Alguna vez me sentí orgullosa de aguantar tanto, hoy lamento que el insomnio sea parte indisoluble de mi narrativa personal. Sería maravilloso tener control sobre la glándula pineal para conciliar el sueño a voluntad, pienso mientras afuera amanece.


Jimena Maralda (Ciudad de México, 1994) estudió Letras Hispánicas. Forma parte de la colectiva Pensar lo doméstico. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo (2019-2020).

@jimpetite

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s