A pesar de la abrumadora evidencia en contra acumulada a lo largo de las décadas, todavía prevalece un enorme malentendido acerca de las formas, los mecanismos y en general la dinámica de las expresiones culturales contemporáneas. Este malentendido consiste en pensar que es posible verificar la existencia de una separación clara (y, con esa separación, una jerarquía absoluta) entre los campos de la “alta cultura” y la “cultura popular”. Pero si algo puso de cabeza la experiencia del siglo pasado en el campo de la cultura (en un siglo, como el XX, lleno de desconcertantes inversiones y subversiones) fue precisamente la certeza de esa separación y de esa jerarquía.
Para entender los alcances de esta auténtica revolución en la cultura es indispensable mencionar uno de los principales fenómenos culturales del siglo pasado: las vanguardias estéticas, es decir, ese conjunto de exploraciones temáticas y formales en el campo del arte y de la literatura unificado por una misma tentativa de transgredir todas las herencias de la tradición.
Como ha señalado Ricardo Piglia, la vanguardia –ya sea que la entendamos como un fenómeno histórico (un movimiento circunscrito a un período concreto) o como uno transhistórico (más que un movimiento, una actitud general que se puede manifestar en distintos momentos)– ha estado siempre marcada por una intensa inquietud respecto a la manera en que el arte y la literatura tendrían que reaccionar las formas de producción y consumo del capitalismo industrial, es decir, a la cultura de masas.
Y es que la actitud de la vanguardia frente a los productos de la cultura de masas –el radio, el cine, el periodismo, las tiras cómicas, la fotografía– ha estado lejos de reducirse a un simple desaire. Se puede incluso afirmar que, en contraste con la inquietud más explícita de “hacer estallar” la tradición, la preocupación más cifrada, oculta, a veces imperceptible, aunque omnipresente, de la vanguardia ha sido esta toma de postura frente a la cultura masificada.
La historia de las vanguardias se puede interpretar, en este sentido, como la historia de las diferentes estrategias con las que, desde finales del siglo XIX o principios del siglo XX, los artistas y escritores vanguardistas han escogido responder a la cultura de masas: desde la negación deliberada hasta el abrazo entusiasta, y desde la condena crítica hasta las tentativas de réplica o imitación.
En consecuencia, la vanguardia ha actuado no solo como explosivo de la tradición estética, sino también de hecho como un agente de mediación entre las prácticas y formatos de la alta cultura y los de la cultura de masas. La naturaleza de esta mediación ha sido propiamente revolucionaria, adquiriendo por momentos las características de un agent provocateur, incitando a una desobediencia respecto a las coordenadas que marcan el “arriba” y el “abajo” de la cultura.
Muy pronto (y como una suerte de cumplimiento de toda la tentativa), en especial a partir de mediados del siglo XX, este papel de mediación entre los espacios de lo culto y lo popular comenzó a trasladarse de las obras de vanguardia a los productos de la cultura de masas en sí mismos, los cuales comenzaron a integrar en sus temas y formatos algunos de los aspectos del arte vanguardista.
Una manifestación ejemplar de este proceso ha sido la evolución creativa de los géneros del rock y pop (términos que por décadas se usaron como casi sinónimos). Más o menos rápidamente, estos géneros musicales sufrieron una profunda transformación: después de haber nacido bajo la guisa de un nuevo estilo de baile de salón (y de parecer condenados a repetir la lógica de las modas pasajeras en este ámbito, como había sucedido antes con el foxtrot o el charlestón), el pop y el rock se convirtieron en espacios musicales capaces de producir creaciones de enorme ambición artística y complejidad técnica. A unos pocos años de su origen, el rock-pop pudo verificarse como un género musical mayor y de larga duración, sobre todo porque comenzó a alojar a algunos de los experimentos musicales y sonoros más sorprendentes de su época. Desde la consolidación del estudio de grabación como un medio estético en sí mismo (con, entre otros, George Martin y los Beatles) hasta las exploraciones minimalistas de The Velvet Underground, estos experimentos fundaron y consolidaron una actitud estética que, al confundir los atributos de las obras de vanguardia y los productos de masas, en la práctica abolía una buena parte de sus diferencias.
Casi desde el momento de sus orígenes, se gestó entonces una historia subterránea del pop: la memoria de sus vínculos con la vanguardia. A continuación propongo un recorrido (indudablemente idiosincrático) por algunos de los principales momentos de esta historia.
1. “Gnossienne No. 3” (1893)
Erik Satie
Ahí están las sonatas de Beethoven y el romanticismo, la tradición musical clásica, por supuesto, pero al mismo tiempo se anuncia algo nuevo: unas sonoridades enigmáticas, que parecen contener prefiguraciones, como ecos en reversa de momentos del futuro. De alguna manera están ahí las noticias de John Cage, pero también ¿de los Beatles, Radiohead, Pink Floyd? Es una música que media entre la tradición clásica y las sonoridades del rock, el pop, la música electrónica. Ahí también está prefigurado, como en un prototipo, la música ambient: las “Gnossiennes” son piezas que crean, propiamente, una sensación atmosférica, una música electrónica unplugged. Quizás por eso Satie es uno de los compositores “clásicos” más populares entre el público: porque, a pesar de su experimentalismo, su música resulta atrayente para un oído educado en el pop y el rock. Representativas de un vuelco fundacional, las “Gnossiennes” quizás deberían ser algo así como los indicadores en un calendario de la modernidad sonora, una nueva escala del tiempo musical: a. S. y d. S., antes de Satie y después de Satie.
2. “All Tomorrow’s Parties”, The Velvet Underground & Nico (1967)
The Velvet Underground
Visionaria y entrañable, melodiosa y enigmática, contiene una resonancia modernista desde el propio título: la utopía del futuro como fuente de sentido y reserva inagotable. Su encanto tiene algo arcano, precisamente por sus componentes de vanguardia, como ese piano preparado a la usanza de John Cage que repite un motivo inspirado en los “clústeres tonales” de Terry Riley, o esa afinación alternativa de la guitarra que asigna una misma nota a todas las cuerdas del instrumento. (Pero esa resonancia modernista ¿no contiene al mismo tiempo un acento más sombrío? Porque si existe un futuro absoluto, ¿no tendría que ser este el del final?)
3. “Todas las hojas son del viento”, Artaud (1973)
Pescado Rabioso (Luis Alberto Spinetta)
Hermosa como el encuentro de una canción de cuna con el surrealismo. Su autor, el músico argentino Luis Alberto Spinetta, fue uno de los principales mediadores entre el rock y la vanguardia en el siglo XX, pues su obra, como la de David Bowie o Brian Eno, funciona simultáneamente en dos planos, el experimental y el popular. Inspirado en Antonin Artaud, Spinetta compuso un álbum y escribió un manifiesto: “Rock: música dura, la suicidada por la sociedad”, en el que denuesta por igual la mercantilización de la música y la represión política y mental y en el que afirma: “El Rock no es solamente una forma determinada de ritmo o melodía. Es el impulso natural de dilucidar a través de una liberación total los conocimientos profundos a los cuales, dada la represión, el hombre cualquiera no tiene acceso.” La intuición que esboza Spinetta es: que “el rock” es una figura de la modernidad musical. “El rock, música dura, cambia y se modifica, es un instinto de transformación.”
4. “There Is a Light That Never Goes Out”, The Queen Is Dead (1986)
The Smiths
En términos de la experiencia subjetiva, de las vivencias concretas del yo, la modernidad se puede caracterizar como una tolvanera de nuevas sensaciones. Y, justamente, la tradición moderna de la lírica inglesa, desde Shakespeare, se ha destacado por su habilidad para poner en palabras estas impresiones inauditas, que a veces son tan intensas como difusas. Esta es la tradición que, desde su momento y lugar particular, los Smiths continúan. Sus canciones siempre han explorado un cierto sector de las dislocaciones traídas por el individualismo contemporáneo y, al hacerlo, han abierto el espacio a la llegada de subjetividades auténticamente nuevas. Los versos de Morrissey parecen configurar emociones desconocidas: sentimientos que todos hemos experimentado a pesar de que todavía no tenían nombre. ¿Quién o qué representa, por ejemplo, ese tú enigmático al que está dirigido el monólogo? Nunca lo sabremos, pero la canción sumerge al escucha en una inquietud ominosa y dulce, en el resplandor de una luz oscura que une confusamente a la vida con la muerte.
5. “La célula que explota”, El diablito (1990)
Caifanes
¿Es posible una ranchera metafísica? Pero, pensándolo bien, ¿no son todas las rancheras, en cierto sentido, “metafísicas”, pues su tema son las tragedias de la libertad y el destino, el amor y la separación? “La célula que explota” no hace más que llevar esa dimensión del género a otro lenguaje y nivel de expresión, más abiertamente existencial. ¿Sería aventurado afirmar que esa audaz fusión de estilos (rock y ranchera, mariachi y pop) se vive, por lo menos en el ámbito de la estética, como una breve reconciliación de la modernidad mexicana con su propia historia? Aquí los géneros estallan. Esa trompeta y esa marimba del final son la mortalidad, el destino, el drama de los ciclos: la tragedia de ser materia orgánica y consciente.
6. “Until the End of the World”, Achtung Baby (1991)
U2
El monólogo de Judas a Cristo el día de su reencuentro en el fin del mundo: una fantasía cristológica bajo la modalidad del pop. ¿Quizás, también, una arrebatada canción de amor, del amor como escatología? En todo caso, un recordatorio de que desde los años del último fin de siècle el fin del mundo no es una lejana categoría histórica, y mucho menos una figura mitológica, sino una región inmediata de la experiencia y una especie de acontecimiento interior.
7. «El fin de la infancia”, Re (1994)
Café Tacvba
La infancia de la que se habla no es tanto la infancia personal, sino la de cultura nacional, la infancia de “México”. Es un tema que nos ha acompañado desde siglos: ¿Tiene o no tiene la nación una voz propia en la cultura universal? ¿Necesita o no de un apoyo en la cultura extranjera para poder decir algo propio, nuevo y original? De José Vasconcelos a Octavio Paz y más allá, la inquietud es la misma y esta pieza la tematiza: ¿“Seremos capaces de bailar por nuestra cuenta”? Mezcla de banda sinaloense, rock y ska, la canción se responde a sí misma y se ofrece como un poderoso manifiesto decolonial que se puede bailar.
8. “Peligroso Pop”, Hola Chicuelos (2003)
Plastilina Mosh
Para los años 80, una característica de las letras del rock y el pop se había vuelto evidente: su abundancia en “ripios” líricos, frases o imágenes aparentemente de relleno que no están ahí para “decir” propiamente nada sino más bien para cumplir una función rítmica y evocativa. En este sentido, “Peligroso pop” es una práctica, un performance si se quiere, de la forma en que funciona una dimensión de la música pop en general: ofrece una larga lista de imágenes dislocadas y ripios conceptuales en los que, si uno desea, puede proyectar un relato, pero que de hecho están ahí solo de manera abstracta, con el mero propósito de crear una textura.
Así, el tema de la canción es el propio género del pop y la manera en que, como en ciertos poemas dadaístas, las imágenes desencajadas pueden generar sentido de una manera no determinada y oblicua. Una canción que no dice nada y que por eso mismo dice todo (sobre un género): una canción que se dice a sí misma y que con eso basta.
9. “Too Long/Steam Machine”, Alive (2007)
Daft Punk
Hay una tradición reflexiva de la vanguardia que ha girado en torno de la exploración de lo que se podría llamar una estética de la máquina. Esta tradición ha tratado, primero, de responder a la pregunta: ¿cómo han afectado las máquinas nuestra manera de sentir y de percibir el mundo? Y, más allá, ha planteado una inquietante especulación: ¿cómo podría sentir una máquina, qué formas podrían adoptar sus, por llamarlas de alguna manera, sensaciones, su subjetividad? Desde el principio, la obra musical y performativa de Daft Punk ha elaborado estos temas, siendo además un brillante representante de unos de los principales géneros de la creatividad de vanguardia: el arte del collage y del sampleo. Aquí, los propios músicos fusionan dos de sus piezas, “Steam Machine” y “Too Long”: a la máquina de vapor –el primer gran símbolo de un mundo reconfigurado utópicamente por la tecnología– con una exaltación de la emocionalidad: “Can you feel it?”.
10. “La Sveglia” (2015)
Alessandro Cortini
Como la obra del propio Spinetta, las piezas de Alessandro Cortini también funcionan como mediadoras entre las indagaciones de la vanguardia y la música popular. A medio camino entre el ambient, el techno y el rock, la obra de Cortini crea puentes entre los géneros y al moverse de uno a otro lleva consigo elementos del anterior. Con “La Sveglia” –una pieza que se puede interpretar como un paisaje sonoro, incluso como una especie de autorretrato enteramente abstracto–, Cortini llega, por una ruta diferente, a un lugar parecido al de Daft Punk: la creación, mediante la música electrónica, de un ámbito de exploración de la subjetividad desde, con y en la tecnología. Y es que, así como Walter Benjamin argumentó acerca de la existencia de un “inconsciente óptico” expresado mediante la fotografía, ahora se podría especular, para referirse a una buena parte de la música electrónica contemporánea, acerca de la existencia de un inconsciente sonoro, una verdad acerca de nosotros mismos, que solo la música –y en específico la música electrónica– nos puede revelar.
Humberto Beck (Monterrey, 1980) es profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México. @humbertobeck