El maestro, tanto o más que la familia, es un eje fundamental de la llamada socialización: el maestro contribuye a ubicar al individuo en el contexto de la colectividad, a ordenar sus emociones y a establecer formas de respeto, reconocimiento o disconformidad. Porque la educación preserva el clan, pero también puede romperlo para después amplificarlo en un ideal de cultura y continuidad más extenso (la civilización). En este sentido, el maestro desata un mecanismo dialéctico que, alternativamente, puede propiciar en el alumno la familiarización o el extrañamiento, la adaptación o la subversión, el éxito mundano o el retiro del mundo.
En Lecciones de los maestros y Elogio de la transmisión, éste en coautoría con Cécile Ladjali, George Steiner (1929-2020) hace un balance rico y entrañable del oficio de la enseñanza en sus más variadas metamorfosis. Se trata de dos libros distintos en su naturaleza que, sin embargo, se complementan y confluyen. Lecciones de los maestros es un libro desbordante y exigente que exhibe el habitual estilo agudo y a veces grandilocuente de Steiner, ahora mucho más orientado a la remembranza emocionada que al argumento. Por su parte, Elogio de la transmisión está formado, principalmente, por un largo diálogo en el que Steiner reitera y abunda en su perspectiva en torno a la educación, la pedagogía de la exigencia y el papel de los clásicos.
Lecciones de los maestros rebosa emociones: tal vez ninguno de los libros de Steiner, incluyendo sus remembranzas de índole autobiográfica en Errata, sea tan personal. Artífice de la exposición sistemática, éste, paradójicamente, resulta uno de los libros más digresivos de Steiner, quien salta de un tema a otro, persigue anárquicamente las reverberaciones de una idea y crea, más que una estructura, un método de libre asociación en el que se habla con autoridad de las más variadas épocas y disciplinas (desde la filosofía, las matemáticas y la música hasta el fútbol americano). Por esta razón, es un libro que puede generar sensaciones contrastantes: por un lado, como ha señalado Joseph Epstein en su severa crítica a Las Lecciones…, campean esa erudición ostentosa, esa pomposidad y esos toques operísticos característicos del autor; sin embargo, también hay esa pasión, esa amplitud de perspectiva, y, sobre todo, esa mirada nostálgica al oficio de un maestro eminente que se aleja de las aulas en el crepúsculo de su vida.
A través de una triada esencial de las pasiones que genera el magisterio (el maestro que destruye a sus alumnos, el alumno que traiciona y tergiversa al maestro o el círculo de la mutua atracción) Steiner reconstruye diversas situaciones éticas y psicológicas y discute varias concepciones e ideales pedagógicos. Steiner aborda las formas de autoridad, amistad, amor, vasallaje o competencia que se desarrollan entre maestro y alumno; también reseña diversos métodos pedagógicos (la enseñanza como revelación religiosa, como demostración de índole científica o como inoculación de la sospecha y la rebeldía) y distintos perfiles del magisterio (desde el conservador que administra rigurosa y metódicamente las asignaturas hasta el maestro de vocación carismática que aspira a transformar a su pupilo).
Para Steiner, la enseñanza tiene un origen físico, de instrucción personalizada, cara a cara, de ahí la vigencia de la oralidad, de esa enseñanza ligada a la declamación y a la poesía que muchas veces derivaba en una comunidad de iniciados donde confluían la sociedad religiosa y la científica, la enseñanza esotérica y exotérica. La tradición oral, aunque matizada por el interés en lo textual y el inicio de profesionalización e institucionalización que propician los sofistas, ha marcado una poderosa continuidad en Occidente (Sócrates y Jesús, arquetipos del maestro, fueron ágrafos, cuya enseñanza pervive gracias al testimonio de sus discípulos). El magisterio entonces es personal, exclusivo y demandante, se basa en el carisma del profesor y en el talento y entrega del discípulo y se ejemplifica en relaciones complejas pero intensas, que en general son reales (Sócrates y Platón, Abelardo y Eloisa, Flaubert y Maupassant), aunque también pueden responder a un discipulazgo imaginario y electivo (como el de Dante hacia Virgilio o la academia de heterónimos de Pessoa).
Las relaciones maestro discípulo alcanzan la mayor gama de pasiones que van desde la ambición que pierde al pupilo y ofrenda su vida terrena y su alma a un ideal de conocimiento (como lo dramatizan los diversos Faustos) hasta los sentimientos más humanos de fidelidad, sumisión, celos o envidia. Así, el humilde y oscuro Kepler traiciona, supera y olvida a su carismático maestro Tycho Brahe; Max Brod, a su vez, en un acto límite de desprendimiento se consagra a publicar la obra de su amigo Kafka, al tiempo que adquiere una terrible certeza de su propia mediocridad; Heidegger, por su parte, pasa de la fidelidad al sistema husserliano a la refutación filosófica y al desdén y la traición personal a su maestro. La perdición erótica también es una posibilidad latente, como en el caso de Abelardo y Eloisa o el de Heidegger y Hannah Arendt, en donde la fascinación por el conocimiento se confunde con la fascinación amorosa.
Por supuesto, advierte Steiner, la enseñanza no está exenta de peligros (la intolerancia, el fanatismo, el acoso sexual), desviaciones y anomalías. Precisamente, el peligro de falsear la verdad de manera voluntaria o involuntaria, de sucumbir a la amenaza del deceptor, ese demonio falseador, a cuyo acecho no escapan las mentes más preclaras, obliga a una alerta en el que enseña. Esta alerta es más urgente en esas tradiciones intelectuales en que la palabra del maestro suele adquirir una resonancia más amplia, como es el caso de Francia y otros países, donde la elocuencia del Maître á penser ha resistido el auge de la ciencia positiva y ha conservado una autoridad apenas matizada por los siglos. De ahí, como proclamaba el hoy olvidado Alain, ese ascetismo, esa vigilancia sobre sus propias pasiones y enseñanzas que debe ejercer el maestro de niños o el maestro de la nación y que lo convierte en una suerte de clérigo laico.
En fin, Steiner se regodea con los ejemplos, con las pasiones y dilemas éticos que evocan las relaciones entre maestro y alumno a lo largo de la historia y se pregunta sobre su posible evolución. Para Steiner, en el mundo contemporáneo la enseñanza sufre tres mutaciones fundamentales: por un lado, las tecnologías de la información cambian las formas de transmisión de conocimientos y diálogo en la enseñanza; por el otro, el papel de la mujer modifica la estructura patriarcal y masculina que gobernó el arte de la enseñanza por siglos; finalmente, la autoridad inicial del maestro, que ha sido parte fundamental del magisterio, se ve amenazada por la utilización abusiva de las ideas de la igualdad y democracia, así como por el prestigio de la impugnación y la protesta inerciales.
Aquí, donde se queda Lecciones de los maestros, en esa tierra yerma de la nivelación hacia abajo, la sospecha hacia la exigencia y la introducción de las consignas políticas más pedestres en la esfera educativa, abunda Elogio de la transmisión. El libro es el testimonio de un encuentro: Cécile Ladjali, una joven profesora francesa de un Liceo en una zona deprimida de París, lectora de Steiner y convencida de una enseñanza basada en los clásicos, envió a éste una carta de admiración, acompañada de un proyecto de libro de de sonetos sobre la caída y el infierno escritos por sus alumnos. Steiner leyó con entusiasmo el material de los jóvenes y aceptó prologarlo. Elogio…, reúne por un lado, un texto de Ladjali que expone el proyecto del libro de sus alumnos, habla sobre sus tareas cotidianas de enseñanza, y se explaya sobre su visión de la educación y sobre su relación con Steiner, por el otro, una conversación radial entre Steiner y Ladjali. En este libro-testimonio ambos encomian esa enseñanza basada en la lectura de los clásicos, en el aprendizaje de memoria, en la exigencia de atención concentración y juicio, en el conocimiento de lo otro, en el vínculo del respeto entre maestro y alumno, en el reconocimiento de jerarquías entre obras. Todos esos rasgos, aparentemente anacrónicos, forman parte de un ideal de pedagogía humanista que invita al joven a superarse, a respetar, a identificarse con esos grandes libros que “aun sin darse cuenta los alumnos llevan en sus alforjas”.
No se trata, sin embargo, de refugiarse en un puñado de clásico y blandirlos inflamadamente, sino de comunicar una efusión y una convicción: “si un estudiante percibe que uno está un poco loco, poseído de alguna manera por aquello que enseña, es un primer paso. Quizá no se esté de acuerdo; quizá se burle; pero escuchará: se trata del milagroso instante en que comienza a establecerse un diálogo con una pasión”. Así pues, para Steiner, no es la exigencia, sino el conformismo, el pragmatismo miope o la complacencia lo que amenaza la enseñanza. No se trata, sin embargo, de un diagnóstico catastrofista, al contrario, para Steiner la actividad de la enseñanza vacuna contra la mortalidad, amplía el radio y la temporalidad de la conversación, permite dejar huella y seguir caminando en otros. “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: ésta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra”.
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Steiner, George, Lecciones de los maestros, México, FCE, 2004.
Steiner, George y Cécile Ladjali, Elogio de la transmisión, Siruela, 2005.
Armando González Torres (Ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. @sobreperdonar